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El trimestre económico

versión On-line ISSN 2448-718Xversión impresa ISSN 0041-3011

El trimestre econ vol.87 no.348 Ciudad de México oct./dic. 2020  Epub 05-Mar-2021

https://doi.org/10.20430/ete.v87i348.1179 

Clásicos de la Economía

Estancamiento secular*

Secular stagnation

Alvin H. Hansen** 

**(1887-1975), Universidad de Harvard.


Resumen

El crecimiento económico es impulsado por tres factores principales: innovación tecnológica, descubrimiento de nuevos recursos y aumento de población, al menos esto es lo que se había visto en la práctica durante el siglo XIX, pero fue refutado por los efectos económicos de las guerras mundiales y la Gran Depresión. Alvin H. Hansen estudia este contexto y plantea que existe un estancamiento secular originado por el cierre de las fronteras económicas, la lentitud del progreso técnico y el decrecimiento de la población. Argumenta que dicho decrecimiento disminuye inversiones y causa que los recursos se subutilicen y haya alto desempleo. Además, analiza algunas propuestas de solución, mientras resalta la importancia del papel de los economistas para actuar ante esta situación.

Palabras clave: desocupación; ocupación plena; gasto público; progreso técnico; industrialización; crecimiento de la población

Abstract

Economic growth is driven by three main factors: technological innovation, discovery of new resources, and population growth, at least this is what had been observed in practice during the 19th century, which was refuted by the economic effects of the world wars and the Great Depression. Alvin H. Hansen studies this context and argues that there is a secular stagnation caused by the closing of economic borders, the slowness of technical progress and the decrease in population. He argues that said decline reduces investments, resources are underutilized and there is high unemployment. He analyzes some solution proposals, while highlighting the importance of the role of economists to act in this situation.

Keywords: Unemployment; full employment; public spending; technical progress; industrialization; population growth

Las tesis presentadas y las discusiones que se han planeado como parte del programa de este año, así como las que se organizaron el año pasado se relacionan con un tema que por supuesto tiene amplias ramificaciones. Hace un año consideramos los varios factores que influyen en las fluctuaciones de las inversiones, los ingresos y la ocupación. En la selección de un tema para este año nos hemos desviado en gran parte del problema constante y absorbente que nos presentan las fluctuaciones cíclicas, y nos hemos impuesto la tarea de investigar los problemas que causarían los cambios estructurales de nuestra economía, lo cual encierra, entre otras cosas, averiguar en qué forma estos cambios afectan el ciclo en varios países. En las sesiones principales y en las discusiones de mesa redonda se considerarán varios aspectos de los cambios que se están efectuando en la economía estadunidense: modificaciones en la estructura y en el funcionamiento de nuestras instituciones económicas. Sin embargo, el tópico es tan vasto que aun en una reunión como la nuestra es imposible incluir todos los aspectos pertinentes de la materia, e indudablemente muchos miembros no dejarán de juzgar que hemos dejado a un lado algunos aspectos importantes del problema.

Uno podría preguntarse: ¿existe alguna razón especial para que nosotros, los economistas, en 1938, dediquemos nuestra especial atención a la discusión del tema “La naturaleza cambiante de la economía estadunidense”? A través de la era moderna, los cambios incesantes han constituido la ley de la vida económica. El rápido desarrollo de los acontecimientos en el último cuarto del siglo, sin embargo, es una prueba abrumadora en apoyo de la teoría de que el origen económico del mundo occidental está experimentando cambios estructurales durante la presente generación que no son menos básicos y profundos que la transformación sufrida por la vida y las instituciones económicas en la época que designamos con el nombre de “Revolución industrial”. Atravesamos, digamos así, un periodo que separa la era de gran crecimiento y expansión realizados en el siglo XIX de una era que nadie que no quiera embarcarse en puras conjeturas puede visualizar aún con claridad o precisión. Nos estamos alejando rápidamente de un orden de cosas en el que nuestra generación se desarrolló para adentrarnos en algo desconocido.

Tienen especial significación, aunque los economistas todavía no los aprecian lo bastante, los cambios que se operan en la actualidad en el ritmo de crecimiento de la población. En la década de los veinte la población de los Estados Unidos aumentó 16 millones, o sea un crecimiento absoluto igual al realizado en la década que precedió a la primera Guerra Mundial y mayor que el registrado en cualquier otra época anterior de nuestra historia. En la presente década nuestro crecimiento es apenas la mitad de ese número, y los cálculos más optimistas señalan una baja igual a una tercera parte durante la década que se avecina.

A pesar de que los datos son inadecuados, parece que el crecimiento prodigioso de la población durante el siglo XIX fue algo único en la historia. En aumento a medida que la ciencia moderna y el transporte progresaban, el crecimiento absoluto en el occidente europeo se manifestó de década en década hasta el comienzo de la gran Guerra Mundial, y en los Estados Unidos llegó a su más alto nivel, como ya dije, en la década posterior a ésta. El aumento inició en forma relativamente pausada, pero luego adquirió las proporciones de un diluvio. Sin embargo, este movimiento ha llegado a un fin abrupto y el aumento se está reduciendo a cero.

De este modo, la contracción que afrontamos nos coloca ante la perspectiva de un descenso drástico del ritmo de crecimiento de la población. Venga lo que venga en las próximas décadas, este hecho actual es una realidad y nosotros como economistas estamos obligados a prestar atención al significado de esta revolución en nuestra vida económica.

Los economistas educados según la tradición malthusiana, y que piensan en términos de una economía estática, han hecho, típicamente, una interpretación optimista del cese de crecimiento de la población. Ésta es también la interpretación que sugiere el National Resources Committee, que ha publicado últimamente una investigación estadística sobre los cambios actuales y posibles en el crecimiento de la población. En un sentido fundamental, me parece que esta conclusión es sana; no hay duda de que un crecimiento continuo de la población, como lo experimentamos en el siglo XIX, presentaría muy pronto problemas insolubles. Pero sería un optimismo injustificable negar que en el cambio operado de un crecimiento rápido de población a una cesación de ese crecimiento vienen involucrados serios desajustes estructurales que sólo pueden evitarse o mitigarse si se adoptan ciertas medidas económicas adecuadas a la nueva situación. En este cambio anotado debemos buscar la causa básica de algunos de los nuevos desenvolvimientos de nuestra cambiante economía.

Adam Smith consideraba el crecimiento de la población como consecuencia y a la vez causa del progreso económico. La cada vez mayor división del trabajo, según él, traería una mayor productividad y provocaría luego un ingreso y una cantidad de mercancías mayores, lo que daría origen a un mayor fondo de salarios, una mayor demanda de mano de obra y más altos jornales; de este modo se darían las condiciones económicas favorables al crecimiento de la población. Al mismo tiempo, una población en aumento, a medida que ensanchaba el mercado y proporcionaba estímulo a la capacidad inventiva, iba facilitando la división del trabajo y, por ende, la producción de la riqueza. En esta forma Smith llegaba a conclusiones optimistas. Según él, el crecimiento de la población estimulaba el progreso, y éste a su vez impulsaba mayores crecimiento y expansión. En contraste, el análisis pesimista de Malthus y Ricardo hacía hincapié en los límites impuestos por los recursos naturales y en el peligro de que una población en proceso de expansión empujara el margen de cultivo en forma descendente hasta llegar a su nivel de subsistencia. En este análisis estático se relegó al olvido el método más dinámico adoptado por Smith. Si deseamos tener una idea clara de las consecuencias económicas de la actitud dinámica en el crecimiento de la población, es necesario que volvamos a la sugerencia de Adam Smith y exploremos más ampliamente la interconexión causal entre el progreso económico, la formación de capital y el crecimiento de la población.

Desde los primeros días de nuestra ciencia, el análisis económico se ha utilizado para explicar el papel que desempeña el progreso económico. Algunos escritores han incluido muchas cosas bajo este acápite; sin embargo, se puede decir para lo que nos proponemos que los elementos constitutivos del progreso económico son: a) las invenciones; b) el descubrimiento y la explotación de nuevos territorios y nuevos recursos, y c) el crecimiento de la población. A su vez, cada uno de éstos por sí, y en combinación, ha abierto nuevos campos de inversiones y ha provocado un aumento rápido de la formación de capital.

Los primeros economistas se preocuparon primordialmente por el efecto del progreso económico sobre el volumen de la producción o, en otras palabras, sobre el nivel del ingreso real. Para ellos el progreso económico afectaba la vida económica principalmente, si no en forma exclusiva, en términos de la creciente productividad y un mayor ingreso real per cápita.

Fue sólo al finalizar el siglo XIX cuando apareció una copiosa literatura que hizo hincapié en el papel del progreso económico como uno de los más importantes o como el principal factor causante de las fluctuaciones en la ocupación, la producción y los ingresos. En verdad, Ricardo había comprendido que existía alguna relación entre el progreso económico y la estabilidad económica, pero les tocó a Wicksell, Spiethoff, Schumpeter, Cassel y Robertson la elaboración de la tesis de que las fluctuaciones económicas son esencialmente una función del progreso económico.

En épocas recientes se ha venido considerando el papel del progreso económico en el mantenimiento de la ocupación plena de los medios de producción. Los primeros economistas suponían que el sistema económico tendía automáticamente a una ocupación plena de todos los recursos. Se consideraba la posibilidad de que hubiera desocupación periódica, debido a las fluctuaciones propias al ciclo económico, pero en la fase ascendente del movimiento cíclico se creía que la economía funcionaba en forma tal que tendía a producir un restablecimiento pleno, con un máximo de producción y de ocupación. Este punto de vista se inspiró en un siglo en el que las fuerzas del progreso económico eran poderosas y en el que las oportunidades de inversión eran numerosas y atractivas. Spiethoff vio claramente que el progreso técnico, el desarrollo de nuevas industrias, el descubrimiento de nuevos recursos y la conquista de nuevos territorios eran las causas básicas del auge, que a su vez era el progenitor de la depresión. En verdad, Spiethoff creía que una vez que se hubieran descubierto y explotado los principales recursos del globo, una vez que todo el mundo se hubiera puesto bajo el dominio de la técnica mecánica, los principales factores perturbadores que originan las fluctuaciones cíclicas habrían agotado su fuerza y entonces vendría una era de relativa estabilidad económica. Pero no se cuidó de investigar si tal estabilidad se lograría con plena ocupación y un nivel alto de ingresos.

Durante el siglo XIX el ciclo económico era el problema por excelencia. Pero el principal problema de nuestro tiempo, sobre todo en los Estados Unidos, es el de la desocupación. Con todo, por paradójico que parezca, en el siglo XIX los estudiosos se preocuparon poco por el carácter del ciclo económico y apenas lo entendieron vagamente. En verdad, mientras el problema de ocupación plena no fue de gran importancia, no era necesario preocuparse indebidamente por la desocupación transitoria que resultaba de las altas y bajas del ciclo. Solamente cuando hizo su aparición entre nosotros el problema de la ocupación plena de nuestros recursos a largo plazo, desde el punto de vista secular, nos hemos visto obligados a prestar seria atención a los factores y las fuerzas de nuestra economía, que tienden a hacer débil y anémico el restablecimiento de nuestra actividad y a prolongar y a ahondar el curso de las depresiones. Ésta es la esencia del estancamiento secular: restablecimientos enfermizos que mueren en su infancia y depresiones que se alimentan a sí mismas y dejan un lastre aparentemente inamovible de desocupación.

En toda crisis importante la lucha de los grupos opuestos que tratan de obtener posiciones de ventaja en medio del cambio recrudece la furia de la controversia política y social. Hay siempre la tentación de explicar el curso de los acontecimientos en términos de los fenómenos más superficiales, los cuales son más bien manifestaciones, que en términos de las causas mismas del cambio. Sin embargo, la función peculiar del economista es ver el fondo de las realidades económicas y descubrir en éstas, si es posible, las causas del problema más obstinado de nuestro tiempo: la desocupación. No podemos comprenderlo si no entendemos primero los cambios que se operan en las “fuerzas externas” -si se me permite llamarlas así-, las cuales constituyen la base del progreso económico; cambios en el carácter de las innovaciones técnicas, en la disponibilidad de nuevos territorios y en el crecimiento de la población.

La economía en expansión del siglo pasado originó un crecimiento prodigioso de la formación de capital. Tanto es así que todos han convenido en llamar a esta era de la historia con el nombre de época capitalista. Nadie duda que sin esta vasta acumulación de capital nunca habríamos presenciado el gran mejoramiento en el estándar de vida que se ha logrado desde el principio de la Revolución industrial. Sin embargo, no quiero llamar la atención sobre el efecto de la formación de capital en el ingreso real. Lo que quiero subrayar es más bien el papel que desempeñó el proceso de formación de capital en asegurar en cada punto de la escala ascendente del ingreso una ocupación casi plena de los medios de producción y, en consecuencia, el máximo ingreso posible en las condiciones que prevalecían dado el nivel de desarrollo tecnológico. Porque no hay duda de que el sistema económico nunca ha podido llegar a un nivel razonable de ocupación plena, o en otras palabras, nunca ha logrado su nivel de ingreso real sin una previa inversión muy considerable. Wicksell y Tougan-Baranowsky, en la gran literatura que ellos iniciaron sobre los ahorros y las inversiones, sentaron, durante el siglo pasado, las bases de esta imperiosa necesidad económica. No creo que sea necesario hacer un resumen de ese análisis; considero que todas las escuelas actuales de economía aceptan la tesis de que la ocupación plena y el máximo ingreso obtenible no pueden lograrse en la presente economía basada en la empresa libre sin un volumen adecuado de inversiones para llenar el vacío entre los gastos de los consumidores y un nivel de ingreso posible si se emplean todos los factores. En esta explicación algo paradójica espero haber eludido las dificultades de una embrollada controversia económica.

De este modo podemos formular la opinión general basada en la tesis de que, a falta de un programa positivo llamado a estimular el consumo, la ocupación plena de los recursos económicos es esencialmente una función del vigor de la actividad inversionista. Sobre el papel desempeñado por la tasa de interés en el volumen de inversiones, no existe el mismo acuerdo. Sin embargo, son pocos los que creen que en un periodo de estancamiento de las inversiones la sola abundancia de fondos prestables a bajos tipos de interés basta para producir una corriente vigorosa de inversión real. Me impresiona cada vez más el análisis realizado por Wicksell en el sentido de que la tasa prevista de ganancias sobre las nuevas inversiones constituye el factor activo dominante y de control, y que el tipo de interés es un factor pasivo y de importancia secundaria. Además, este punto de vista está de acuerdo con el juicio competente de los hombres de negocios (Meade y Andrews, 1938; Ebersole, 1938).1 Es cierto que se precisa mirar más allá del mero costo por concepto de cargos de interés y ver los efectos indirectos de la estructura de las tasas de interés en las perspectivas de los negocios. Con todo, me aventuro a asegurar que el papel de la tasa de interés como determinante de las inversiones ha ocupado un lugar más importante del que se merece en nuestros pensamientos. Si aceptamos este punto de vista, estamos obligados a considerar que son los factores en los que descansa el progreso económico los determinantes de las inversiones y de la ocupación.

La inversión real puede crear, ya sea en forma de una profundización o un ensanchamiento del capital, como Hawtrey acertadamente lo ha calificado. El proceso de profundización de capital quiere decir que se usa más capital por unidad producida, mientras que el de ensanchamiento quiere decir que la formación de capital aumenta a paso y medida que crece la producción de artículos de consumo final. Si la proporción de capital real a ingreso real se mantiene constante, no hay profundización de capital, pero si la proporción es constante y el ingreso real aumenta, entonces hay un ensanchamiento de capital.

Según Douglas (1934: 464-465), el aumento de la formación de capital real en Inglaterra, de 1875 a 1909, se realizaba a un promedio de 2% al año, y en los Estados Unidos de 1890 a 1922 era de 4% al año. El porcentaje indicado por Douglas es menor que la tasa probable de aumento de la producción en Inglaterra, mientras que el indicado para los Estados Unidos quizás excede la tasa anual de incremento en la producción. Vemos, pues, que durante los últimos 50 años o más la formación de capital en cada economía ha consistido aparentemente y en gran parte en un ensanchamiento del capital. Aunque cause asombro, ha habido poca o ninguna profundización del capital hasta donde podemos juzgar de la información disponible. El acervo de capital ha aumentado aproximadamente en la misma proporción que el ingreso real. A esta conclusión llega también Gustavo Cassel (1935: cap. 6), mientras que Keynes (1937) cree que la formación real de capital en Inglaterra puede haber sido ligeramente superior al aumento del ingreso real en el periodo desde 1860 hasta la primera Guerra Mundial. Si esto es así, entonces tenemos que, en términos del elemento tiempo en la producción, el cual es la esencia misma del concepto de capital, nuestro sistema de producción es ahora algo más capitalista de lo que era 50 o 65 años atrás. En otras palabras, se requiere un periodo de ocupación de nuestros recursos productivos no mayor que el anterior para producir el total del acervo de capital. El tiempo de “espera”, digamos así, incorporado en nuestras acumulaciones de capital no es hoy mayor de lo que era hace medio siglo o más. En verdad, el capital ha crecido en relación con la mano de obra. Así pues, el coeficiente técnico de producción, respecto del capital, ha crecido. Si bien esto indica una aplicación más intensa de capital en relación con los otros factores, no significa por fuerza una profundización de capital.

En ciertos sectores importantes el acervo de capital no ha aumentado considerablemente aun en relación con la población. Esto es cierto sobre todo en las industrias de servicios. Además, en el campo de las edificaciones el capital real apenas se ha mantenido un poco más alto que el nivel alcanzado por el crecimiento de la población. En las manufacturas en general es cierto que la formación de capital real no sólo ha sobrepasado a la población sino que además ha aumentado más rápidamente que la producción física. Los estudios de Douglas sobre los Estados Unidos y Australia demuestran que el capital real fijo invertido en las manufacturas aumentó más rápidamente que la producción física de artículos manufacturados. Por otro lado, las cifras de Carl Snyder (1936), expresadas en términos del valor del capital invertido y del valor del producto, indican que desde 1890, para ciertas industrias importantes como las de textiles, hierro y acero y petróleo, el capital ha crecido muy poco o en forma proporcionada a la producción. De acuerdo con sus investigaciones, las inversiones de capital en la industria automovilística han aumentado con la misma rapidez que el valor del producto, mientras que en las industrias eléctricas, después de 1907, se ha invertido en proporción menor que la producción. Considerada la economía como un todo, incluyéndose aquí otros campos de actividad económica, además de las manufacturas, no existen pruebas suficientes para demostrar que el adelanto de la técnica haya traído, en las últimas décadas, al menos en forma importante, una profundización de capital. Aparentemente, una vez que la técnica mecánica se ha desarrollado en un campo particular, una mayor mecanización puede provocar un aumento de la producción, al menos en proporción al aumento neto del capital real y a veces en exceso de éste. A pesar de que el proceso de profundización del capital continúa en ciertos sectores, en los demás los inventos que se traducen en ahorros de capital reducen la proporción del capital respecto de la producción.

Para darnos cuenta del efecto del crecimiento de la población sobre la formación de capital, es necesario considerar el papel que aquélla desempeña en unión con otros factores en el ensanchamiento y la profundización de éste. El ensanchamiento del capital es una función del aumento de la producción final, que a su vez se debe en parte a un incremento de la población y en parte a una elevación de la productividad per cápita, provocados por otras causas, es decir, no por un mayor uso de capital por unidad producida. Por otro lado, la profundización de capital resulta en parte de cambios técnicos que reducen el costo, en parte (a pesar de que éste es un factor probablemente de menor importancia) de una reducción del tipo de interés y en parte de cambios en el carácter de la producción considerada en su totalidad, con especial referencia a la cantidad de capital que se requiere para obtenerla.

Ahora bien, la tasa de crecimiento de la población debe necesariamente desempeñar un papel importante en la determinación de la naturaleza de la producción; en otras palabras, en la composición de la corriente final de artículos. Así pues, una población que crece rápidamente exigirá un mayor volumen de construcciones residenciales per cápita de lo que exigiría una población estacionaria. Una población estacionaria con una proporción mayor de gente vieja exigirá tal vez más servicios personales, y la composición de la demanda de los consumidores tendrá una influencia importante en la cantidad de capital que se requiere. La demanda de casas exige grandes cantidades de capital, mientras que la de servicios personales puede satisfacerse sin necesidad de hacer grandes inversiones. No parece, pues, improbable que un movimiento contrario, de rápido crecimiento de la población a una población estacionaria o en descenso, pueda alterar la composición de la producción final en tal forma que la proporción entre el capital y la producción considerada en su totalidad tienda a disminuir.

En las primeras etapas del capitalismo moderno se desarrollaron paralelamente tanto la profundización como el proceso de ensanchamiento. Pero en las últimas etapas, tomando la economía en su totalidad, aquélla disminuyó rápidamente. Y ahora, con el cese del crecimiento de la población, aun el ensanchamiento del capital debe disminuir. Además, es posible que las inversiones que resultan en un ahorro de capital puedan dar lugar a que la formación de capital en muchas industrias se demore respecto del aumento de la producción.

Sería un interesante problema de investigación estadística determinar qué proporción de las inversiones del siglo XIX se podría atribuir a 1) crecimiento de la población, 2) explotación de nuevos territorios y descubrimientos de nuevos recursos y 3) innovaciones técnicas. A mí no me ha sido posible hacer tal análisis y me aventuraré apenas a hacer algunas estimaciones aproximadas, con ciertas reservas. En relación con el crecimiento de la población, podemos obtener alguna idea de ese problema si consideramos primero el papel desempeñado por éste en el aumento de ingreso real total. Las varias estimaciones efectuadas concuerdan en que el crecimiento anual de la producción física hasta el periodo de la primera Guerra Mundial era en la proporción de 3% para los países del occidente de Europa y de casi 4% para los Estados Unidos. De este promedio anual, algo menos de la mitad de 3% se puede atribuir, en el caso del continente europeo, al crecimiento de la población, mientras que más de la mitad del crecimiento anual, en el caso de los Estados Unidos, se puede atribuir al aumento de la oferta de mano de obra. Así pues, parece que la producción per cápita ha aumentado tanto en Europa como en los Estados Unidos aproximadamente en la proporción de 1 a 1.5% al año. Este aumento se puede atribuir principalmente a los cambios en la técnica y a la explotación de nuevos recursos naturales.

Hemos señalado ya que la formación de capital ha progresado más o menos en la misma proporción en que ha aumentado la producción total. Así pues, en una primera aproximación podemos decir que el crecimiento de la población en la última mitad del siglo XIX fue la causa de cerca de 40% del volumen total de la formación de capital en el occidente de Europa y de 60% en los Estados Unidos. Si esto fuera apenas aproximadamente correcto, se vería que una importante fuente de inversiones se ha cerrado a consecuencia de la tendencia actual hacia una rápida disminución en el crecimiento de la población.

Es evidente que el crecimiento de la población afecta la formación de capital más directamente en el campo de las construcciones, en especial, las residenciales. De década en década, el aumento en el número de casas ha guardado una relación íntima con el aumento de la población. En la década de los veinte, sin embargo, el aumento en la construcción de casas se mantuvo en un exceso de 25% sobre los aumentos de las décadas anteriores en relación con la población. De acuerdo con los estudios de Kuznets, durante los siete años prósperos entre 1923 y 1929 una cuarta parte de la formación neta de capital fue en la forma de casas residenciales. Pero el efecto del crecimiento de la población sobre la formación de capital se siente aún más en otras esferas. Esto es cierto en el caso de los varios servicios de los municipios y de los servicios públicos, y también en el caso de la manufactura de bienes de consumo considerados esenciales.

Una digresión interesante nos llevaría a considerar el problema de hasta dónde el crecimiento de la población misma contribuyó a una técnica más eficiente y de este modo a un aumento en el ingreso real per cápita. Según la vieja teoría malthusiana, el crecimiento de la población actuaría como un efecto contrario a los del progreso tecnológico sobre la productividad per cápita, y de esta manera retardaría el aumento en el ingreso real per cápita. Si esto es correcto, el crecimiento de la población por sí solo tendería a refrenar el aumento en el consumo per cápita y esto a su vez, por medio de la llamada relación, afectaría el volumen de la formación de capital. De acuerdo con la teoría del óptimo de población, puede haber sido frecuente, y en verdad pudo suceder durante la mayor parte del siglo XIX, que el crecimiento de la población misma facilitara los métodos de la producción en gran escala y acelerara el progreso de la técnica. Si esto fue así, el crecimiento de la población misma provocó una parte del aumento en el ingreso real per cápita y esto, por vía de la influencia que el creciente consumo tuvo en las inversiones, estimuló la formación de capital. Así pues, es muy posible que el crecimiento de la población pueda haber actuado directa e indirectamente como un estímulo al volumen de la formación de capital.

No creo que sea posible hacer siquiera una estimación aproximada de la proporción del nuevo capital creado durante el siglo XIX que fue una consecuencia directa de la explotación de nuevos territorios. El desarrollo de los nuevos países estaba en verdad íntimamente ligado al crecimiento de la población, de modo que sería imposible evitar la duplicación del cálculo. En los Estados Unidos no sabemos qué proporción de la nueva formación de capital se realizaba cada año en la “frontera” occidental, pero debe de haber sido muy considerable. Aparentemente, cerca de una cuarta parte de la acumulación total de capital en Inglaterra se invirtió en el extranjero hasta 1914 y una séptima parte en el caso de la acumulación total de capital en Francia.

Estas cifras sugestivas llevan inequívocamente a la conclusión de que la explotación de nuevos territorios y el crecimiento de la población fueron la causa de una fracción muy considerable -posiblemente alrededor de la mitad- del volumen total de la formación de capital durante el siglo XIX. Estos campos para las nuevas inversiones están siendo eliminados rápidamente. El informe sobre los límites a la colonización de tierras, del rector Isaiah Bowman (de la Universidad de Pensilvania) y otros, puede considerarse como terminante en sus conclusiones de que no existe ya ninguna región importante para la explotación y la colonización. En lo referente a la población, la del occidente de Europa ha llegado a un nivel estacionario, pero la del oriente de Europa y, notablemente, la de la Unión Soviética siguen creciendo, así como también la del Oriente. Y una gran parte de esta región posiblemente experimente un grado considerable de industrialización. Pero no se ve claro todavía hasta qué punto los países industrialmente maduros participen en este desenvolvimiento por medio de las ex portaciones de capital. La Unión Soviética está lejos aún de convertirse en una nación industrializada, pero el capital extranjero no es muy probable que participe en forma considerable en este proceso de industrialización. La India ofrecerá algunas oportunidades a las inversiones inglesas, pero el total será posiblemente muy pequeño en relación con las inversiones inglesas durante el siglo XIX. Tanto China como el Oriente en general ofrecen pocas perspectivas en vista de los conflictos que afectan esa zona. Comoquiera que sea, nadie se atreverá a negar que durante los próximos 50 años las inversiones internacionales desempeñarán un papel relativamente pequeño comparado con lo que ocurrió en el siglo XIX.

Así pues, las oportunidades para la inversión se reducen cada vez más a aquellas que crea el progreso de la tecnología. Es indudable que éste tuvo un papel muy importante en la apertura de nuevos territorios en el siglo XIX y fue un estímulo al crecimiento de la población. Pero mientras que la tecnología puede facilitar la apertura de nuevos territorios, no puede crear un nuevo mundo o hacer el viejo más grande de lo que es. Y mientras que el adelanto de la ciencia redujo la mortalidad y fue una causa importante del vasto incremento de la población durante el siglo XIX, no podemos prever nuevos progresos en este sentido que compensen la actual baja natalidad. En consecuencia, el mayor progreso de la ciencia puede operar hacia la apertura de nuevos campos de inversión solamente como resultado de su influencia directa en la técnica de la producción.

Rápidamente, pues, nos acercamos a un mundo en el que debemos depender de un progreso más rápido de la tecnología que el que fue necesario en el pasado, si es que deseamos encontrar oportunidades adecuadas para las inversiones privadas necesarias para el mantenimiento de la ocupación plena. Si fuéramos a aceptar el consejo de los que quieren que declaremos una moratoria sobre el progreso técnico y las invenciones, esta última avenida para las inversiones privadas también desaparecería. No hay mayor error en el análisis de las tendencias económicas de nuestros tiempos que aquel que encuentra en el progreso de la técnica, concebida en todos sus aspectos, la causa mayor de la desocupación. Es cierto que no podemos dejar a un lado el problema de la desocupación técnica, el cual puede intensificarse por la aparentemente creciente importancia de las invenciones que ahorran capital, pero, por otro lado, no podemos descuidar el tipo de innovación que crea nuevas industrias y que, por consiguiente, abre nuevos campos de inversión real. El problema de nuestra generación es, ante todo, el de la existencia de campos inadecuados para las inversiones privadas. Lo que necesitamos no es retardar el progreso técnico y de la ciencia, sino más bien acelerar su paso.

Es de suma importancia el desarrollo de nuevas industrias. No existe, desde luego, ninguna base para creer que éstas sean cosas del pasado. Pero tampoco se justifica decir que nos será fácil desarrollar nuevas industrias tan ricas en oportunidades de inversión como el ferrocarril o como la reciente industria de automóviles, con todos los nuevos desarrollos que estimuló, como las carreteras. Ni tampoco existen bases en la historia ni en la teoría para creer que el advenimiento de nuevas industrias procede inevitablemente a un paso uniforme. El crecimiento de la industria moderna no es el resultado de millones de pequeños cambios que poco a poco nos han llevado a un desarrollo parejo. En forma característica este crecimiento ha venido a pasos agigantados. Con frecuencia este cambio se puede describir mejor como discontinuo, irregular y estrepitoso, tal cual lo ha descrito D. H. Robertson. Y cuando una industria revolucionaria como el ferrocarril o el automóvil, después de haber iniciado en sus comienzos una ola ascendente de inversiones, llega a la madurez y deja de crecer, como es el caso de todas las industrias, la economía en su conjunto tiene que experimentar un profundo estancamiento, a menos que ocurran nuevos desarrollos que remplacen dichas inversiones. No basta que una industria madura continúe su actividad a un nivel alto sobre un plano horizontal. El hecho de que se continuaran construyendo ferrocarriles a un nivel sostenido en 1870, 1880 y 1890 no fue suficiente. Es el cese del crecimiento lo que es desastroso. Es en conexión con el crecimiento, la madurez y la decadencia de las grandes industrias que el principio de aceleración se realiza con una fuerza peculiar. Y cuando nuevas y gigantes industrias han gastado su impulso, puede pasar mucho tiempo antes de que algo de igual magnitud vuelva a aparecer. En verdad, nada ha aparecido durante la última década en que vivimos. Este hecho fundamental, conjuntamente con el cese casi total de las inversiones públicas por los varios órganos de los gobiernos estatales y locales, como lo demuestra la disminución de 2 000 millones de dólares en su deuda pública neta desde 1932, explica en gran parte el aumento que ha sido necesario efectuar en los gastos federales (Gailord Hart, 1938: 230).

Spiethoff tiene razón al decir que un restablecimiento vigoroso no nace espontáneamente del vientre de la previa depresión. Alguna forma de recuperación pequeña debe presentarse tarde o temprano sólo por el hecho de la necesidad creciente de renovar el equipo. Pero un restablecimiento en toda forma necesita algo más que la sola inversión de reservas de depreciación. Requiere grandes sumas dedicadas a nuevas inversiones, y para esto es necesario el desarrollo de grandes industrias nuevas y nueva técnica. La dificultad está en que estos grandes desarrollos no ocurran ahora en volumen adecuado. Creo, cada vez con mayor convicción, que el efecto de la decadencia del crecimiento de población, conjuntamente con la falta de una verdadera innovación que fuera suficiente para absorber grandes cantidades de capital, importa mucho en la explicación de por qué la reciente recuperación no culminó en la ocupación plena. Desde luego que hay otros factores de significación e importancia, especialmente nuestra incapacidad para controlar la estructura de costos y para resolver efectivamente situaciones concretas, como las que presentan los ferrocarriles y la industria de construcciones.

Hemos indicado que la posibilidad de una población estacionaria y la desaparición de nuevos territorios para la colonización y la explotación pueden reducir a la mitad los campos de inversiones a que estábamos acostumbrados en el pasado. De este modo nos vemos obligados a aceptar el ritmo de formación de capital que se debe al progreso de la técnica y al aumento de la productividad per cápita. Pero nos encontramos con que ciertos desenvolvimientos institucionales restringen también este campo de inversión. El creciente poderío de los sindicatos de trabajadores y de las asociaciones comerciales, y la intensificación de la competencia monopólica y de la rivalidad por los mercados por medio de costosa persuasión y publicidad, en lugar de hacerlo por medio de precios de competencia, son factores que justamente han llamado la atención de los economistas en los últimos años. Hay, además, la tendencia a obstaculizar el avance del progreso técnico con la adquisición de patentes que no se utilizan.

Bajo un régimen de vigorosa competencia de precios se adoptaban forzosamente nuevos métodos técnicos cuyo efecto era la reducción de los costos de producción, no obstante que significaban la pérdida de equipo aún no amortizado pero ya anticuado. En cambio, bajo el principio monopólico de lo que es anticuado, las nuevas máquinas no se ponen a trabajar hasta que la parte no amortizada del equipo anticuado se compense por las economías de la nueva técnica. De este modo se retarda el progreso, y los campos de inversión asequibles en un sistema de competencia despiadada quedan cerrados. Las pérdidas de capital que no podrían eludirse en un régimen de competencia riguroso pueden evitarse y se evitan bajo un sistema económico más íntimamente integrado por la asociación de las compañías y por la competencia imperfecta. Así pues, con el fin de mantener abierto este único campo de inversión que nos queda, será necesario tomar medidas más atrevidas que las que se han considerado hasta el presente, para hacer que el sistema de precios y la empresa privada reaccionen en forma suficiente que permita al menos el grado de formación de capital al que nos hemos acostumbrado en el pasado gracias al progreso tecnológico.

Aun después de haber logrado esto, es necesario reconocer que esa medida de progreso no abriría suficientes oportunidades de inversión para asegurarnos la ocupación plena de nuestros recursos. Con una población estacionaria podríamos mantener un aumento en el ingreso per cápita igual al que alcanzamos en el pasado, con sólo tener la mitad del volumen de inversiones nuevas a que nos hemos acostumbrado. Un volumen adecuado para obtener la ocupación plena nos daría un aumento anual en la productividad per cápita mucho mayor del que hemos obtenido hasta ahora.

A falta de un ritmo adecuado de progreso tecnológico y del desarrollo de nuevas industrias, se han ofrecido hasta ahora varias medidas para mantener la ocupación plena. El consumo podría fortalecerse reduciendo ciertos impuestos que absorben una corriente de ingresos que bien podría aumentar aquél. Las inversiones públicas podrían orientarse hacia los recursos humanos y los naturales y en los bienes de capital para consumidores que tengan un carácter colectivo y que tengan como fin satisfacer las necesidades de recreo, físicas y culturales de la sociedad. Pero no debemos cerrar los ojos al hecho de que esta solución crearía serios problemas económicos prácticos y de administración política.

No sabemos hasta dónde un programa como éste, financiado con contribuciones o con empréstitos, pueda realizarse sin afectar desfavorablemente el sistema de la empresa privada. Los economistas tendrán que dedicar una mayor atención a esta posibilidad en el futuro. ¿Podemos esperar que el servicio de una deuda pública interna creciente pueda pagarse por medio de un sistema de contribuciones que no afecte de una manera adversa las ganancias marginales sobre las nuevas inversiones, o el costo marginal de obtener empréstitos? ¿Es posible idear un sistema de contribuciones cuyo fin sea aumentar la propensión al consumo por medio de cambios drásticos en la distribución del ingreso y que no acabe por desalentar a los inversionistas particulares?

Como ocurre frecuentemente en la vida económica, nos encontramos frente a un dilema. Una desocupación continua en gran escala, como resultado de la falta de campos de inversión adecuados, acabaría por llevarnos tarde o temprano hacia una economía regimentada. Pero tendría el mismo resultado, por vía indirecta y a un paso más lento, un vasto programa de gastos públicos. Y desde el punto de vista de la viabilidad económica está por verse hasta qué grado podrá llevarse a efecto tal programa en una sociedad democrática sin que ello resulte en un aumento de la estructura de costos a un nivel tal que haga imposible el logro de la ocupación plena. Ésta es una grave disyuntiva que se presenta a los países que no han caído aún víctimas de las dictaduras. En una de nuestras mesas redondas se está deliberando sobre las divergencias en el éxito logrado por la política de déficits presupuestales en los gobiernos democráticos y en los totalitarios. Estos últimos tienen la ventaja de que pueden evitar enérgicamente un alza de los costos, incluso de los jornales, al mismo tiempo que el gobierno se embarca en un programa expansionista de inversiones públicas. En los países democráticos no se puede evitar la influencia ejercida sobre el sistema de precios por ciertos grupos organizados; además, se presenta el problema de la soberanía en conexión con el fundamento mismo del sistema de empresa privada, frente a grupos organizados -sean éstos de capitalistas o de trabajadores- que han arrebatado al sistema de precios el carácter impersonal y apolítico que fue tan idealizado en las doctrinas del laissez faire. Queda por ver si la democracia política puede subsistir aun después de desaparecido el sistema automático de precios.

Nos vemos, pues, ante varias alternativas. Por un lado, tenemos la propuesta de arriesgar una política gubernamental negativa con la esperanza de que las fuerzas recuperativas del sistema a que estamos acostumbrados logren sobreponerse, sin ninguna intromisión política. Por otro lado, hay la propuesta de seguir adelante a toda máquina con la expansión oficial sin límites hasta lograr la ocupación plena. Quienes no tienen duda alguna sobre lo correcto de su análisis económico no titubearán en escoger una política adecuada. Pero otros, impresionados por la testarudez de las realidades económicas de un mundo cambiante, por un lado, y por la incapacidad humana para adaptarse adecuadamente a los cambios, por otro, no estarán tan seguros y pueden preferir un camino que ni signifique el riesgo de una política negativa ni ponga en peligro la existencia de la organización colectiva.2

A mi parecer, los gastos del gobierno que tengan como objeto crear ingresos deberían reducirse a medida que nos acercamos a un nivel de ingresos de ocupación plena. La situación económica se torna entonces cada vez más “explosiva”. Empiezan a aparecer obstáculos a la producción. Los costos aumentan. Los trabajadores demandan agresivamente un aumento de jornales. El alza de los costos lleva a especular con existencias. Y nos encontramos con la ya conocida espiral viciosa de costos cada vez más altos, precios más altos y una mayor ineficiencia. Alcanzado este punto, un programa de gastos resulta ineficaz como medio de aumentar el ingreso real de la sociedad. Es más fácil llegar a esta zona de peligro en una sociedad democrática que en un Estado totalitario. El punto preciso de peligro depende del grado de dis ciplina y moderación que hayan logrado o puedan lograr los varios grupos económicos bajo las instituciones democráticas.

Indudablemente, se objetará que mi oposición a una política de gastos públicos hasta obtener la ocupación plena se puede usar también como argumento en contra de una política de gastos particulares, una vez alcanzada la zona superior de peligro. Dudo de la validez de esa crítica. Además, una vez obtenida la ocupación plena, el volumen de ahorros es tan grande que esto actúa como un freno a la inflación. Sin embargo, si el gobierno continuara sus gastos en forma exorbitante, tanto los patrones como los trabajadores seguirían la línea de menor resistencia, que llevará a costos y precios más altos. Pero si no confiáramos en una corriente de poder de compra extraña a los negocios mismos, yo creo que podríamos esperar una resistencia más vigorosa a las demandas antieconómicas de aumentar los costos. Los gastos públicos constituyen el método más fácil de lograr el restablecimiento económico, y allí está precisamente su peligro. Si los lleva demasiado lejos, olvidamos atacar ciertos desajustes concretos que, mientras persistan, no nos dejarán tener una estructura de precios adecuada ni, en consecuencia, conseguir la corriente de inversiones que de otro modo se tendría.

No hay respuesta fácil a los problemas que nos agobian. Por esta razón, los economistas no habrán cumplido con su deber si no llaman la atención sobre el carácter cambiable del desarrollo económico, y con ese descuido habrán contribuido sin querer a que se demoren los ajustes necesarios. Tampoco habrán cumplido con su deber si no señalan los peligros que hay en las actividades cada vez más crecientes del gobierno. Debemos elegir, y el análisis económico y la investigación nos ayudarán demostrándonos las consecuencias probables de las varias alternativas. Los problemas que he mencionado constituyen un desafío a nuestra profesión. La gran transición que lleva implícita la disminución rápida del crecimiento de la población y su efecto sobre la formación de capital y la viabilidad del sistema de empresa privada exige aventuras científicas de alto calibre en todos los frentes representados por las disciplinas de las ciencias sociales.

Referencias bibliográficas

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*Discurso inaugural pronunciado ante la LI Asamblea Anual de la American Economic Association, Detroit, Michigan, 28 de diciembre de 1938. Publicado originalmente como “Economic progress and declining population growth” (American Economic Review, vol. 29, núm. 1, marzo, pp. 1-15, 1939). Reproducido con permiso de American Economic Review, © American Economic Review. Se publicó en español como “El progreso económico y la disminución del crecimiento de la población”, en Gotfried Haberler (comp.), Ensayos sobre el ciclo económico, 2ª ed., trad. de Ernesto Fernández Hurtado, Héctor Hérnandez C., Enrique Padilla A., Gustavo Polit Ortiz, Guillermo Torres Díaz, Víctor L. Urquidi y Raúl Velasco Terrés, Fondo de Cultura Económica, México, 1956.

1 El efecto indirecto sobre el avalúo probablemente se deja a un lado.

2 En los párrafos subsiguientes el autor ha hecho algunas correcciones en 1943.

Recibido: 08 de Junio de 2020; Aprobado: 04 de Agosto de 2020

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