Introducción
La crisis de la confianza que hoy cruza los sistemas políticos y los gobiernos en América Latina responde a causas diversas. Una de ellas motiva las consideraciones planteadas en estas páginas, a saber, la irritación que confronta a la ciudadanía, en su consolidación democrática y su mayor conciencia de derechos que le son intrínsecos, con la cultura del privilegio, la cual perpetúa un orden de ciudadanos de primera y de segunda categoría. Esto implica que la plena titularidad de derechos, sobre todo de accesos a prestaciones sociales, a condiciones de trabajo y empleo, a las sanciones de la justicia y a la participación en instancias de deliberación y participación públicas, no se distribuye de manera equitativa en la sociedad: persisten, enquistados en enclaves de privilegios, sea por condiciones de cuna, de clase social o de adscripción, grupos que gozan de mayor titularidad efectiva pese a la supuesta igualdad de jure. Es como si residuos de un mundo pasado, oligárquico o estamental, se metamorfosearan con nuevos rostros y nuevos enclaves en los patrones de modernización asumidos por los países de la región, pero se mantuvieran como parte de un sentido común de clase privilegiada. De este modo se abre la brecha entre valores entronizados en la cultura democrática y prácticas que los desmienten, con la consiguiente merma en la legitimidad de las instituciones que deberían cautelar el cierre de esa misma brecha.
El goce de privilegios especiales se nutre de una cultura del privilegio y la refuerza. Se entiende aquí que el privilegio se convierte en cultura cuando la sociedad, o parte de ella, da por naturales -o como inscritas en los cimientos de la vida colectiva- las diferencias de trato que se correlacionan con desigualdades en todas las esferas de la vida social. De este modo, se establece una relación de refuerzo, o un círculo vicioso, entre cultura, instituciones y prácticas que consagran y reproducen las asimetrías propias de los privilegios.
En un sistema instituido, implícita o explícitamente, de privilegios concentrados en un sector que detenta mayores recursos y poderes, las diferencias y las desigualdades se potencian entre sí. Esta correlación entre ambos conceptos es hoy cuestionada de manera radical por movimientos indígenas, feministas y otros grupos que confrontan una cultura dominante que los ha invisibilizado, discriminado, marginado o violentado. Son probablemente quienes más claramente captan el carácter cultural del problema, vale decir que se trata de asimetrías internalizadas y subjetivadas, y se remontan a jerarquías cuasiontológicas establecidas de arriba abajo.
Tal cultura constituye una fuerza refractaria a un imaginario democrático cada vez más proclive a valores como la igualdad de derechos, las políticas de reconocimiento y el carácter universal de la ciudadanía. Por otra parte, la cultura del privilegio entra en tensión con el metavalor de la meritocracia, que se plantea como criterio universalista de equidad y que, discursivamente, sería contrario a una sociedad reglada por privilegios. Así, una sociedad meritocrática supone retribuciones correlativas a esfuerzos y capacidades de las personas. El argumento es el siguiente: si la equidad prescribe la plena vigencia de la meritocracia, no pueden darse privilegios que la traben y que impidan, a lo largo del ciclo de vida de los individuos o en sus distintos ámbitos de desarrollo, esa correlación entre esfuerzos y logros. En este sentido, asumir privilegios como parte del trato con otros es desconocer el carácter universal de ese metavalor. Pero, por otro lado, también es cierto que la meritocracia se utiliza como recurso discursivo para hacer residir en el individuo y en la gestión de sí las condiciones que lo acompañarán en su vida, vale decir, circunscribe la retribución material, el acceso al bienestar o la movilidad social a la iniciativa personal. Con ello puede darse la paradoja de que el privilegio será buscado como parte de los esfuerzos personales para maximizar las retribuciones a estos esfuerzos. La misma falta de sentido de justicia social que se da en una cultura del privilegio puede llegar a darse, con otra lógica, en el individualismo meritocrático.
Existe, también, la contradicción intrínseca entre la cultura del privilegio y las políticas de reconocimiento. Estas últimas se refieren a un tipo de justicia que opera en el nivel simbólico, pero con consecuencias directas o indirectas sobre accesos materiales y tratos interpersonales. La secular invisibilización de grupos subordinados va de la mano con la fundamentación de privilegios de grupos de poder en el otro extremo. Reconocer el estatuto de ciudadanía universal a quienes han sido históricamente marginados o integrados sólo parcialmente a la condición de ciudadanos, y reconocer, también, la diferencia ya no como eufemismo de la desigualdad sino como igualdad en la diferencia, son constitutivos de esta dimensión simbólica de las políticas de reconocimiento. La complementariedad entre políticas de reconocimiento en lo simbólico, y políticas redistributivas en lo material constituye el cimiento de un imaginario compartido que, a medida que avanza, restringe las prácticas del privilegio, impugna instituciones que fomentan estas prácticas y deslegitima la cultura que alimenta dichas instituciones.
No es, pues, casual que este avance conjunto en políticas y disputas de reconocimiento, y la progresiva consagración de derechos sociales conlleven a una mayor indignación ante la pervivencia de privilegios y haga de éstos un objeto de creciente conflictividad política. Por cierto, existen los instrumentos jurídicos (anticorrupción, antiinfluencias, antiimpunidad) y de política pública (reformas fiscales, acceso a protección social, empleabilidad por mérito y desarrollo de capacidades, entre las principales) que deberían inhibir prácticas de privilegios reproducidas intergeneracionalmente por rasgos de cuna y adscripción social. Pero también es cierto que la cultura del privilegio tiene su respaldo en enclaves de poder fáctico (mundo empresarial y financiero, grandes emporios mediáticos) y en formas diversas de endogamia de clase que recorren los colegios, los barrios, las zonas de recreación, las iglesias, las universidades y los negocios. Los cambios en este sentido no son de la noche a la mañana, más aún cuando lo que se procura cambiar ostenta un componente cultural, vale decir, está arraigado en el sentido común de un grupo cuyo disfrute de privilegios se transmite de una generación a la siguiente.
La impermeabilidad que muestran los grupos enquistados en las relaciones entre el poder y el dinero a las demandas de igualdad y al metavalor de la meritocracia irrita cada vez más al conjunto de la sociedad. Recorre a lo ancho de la región la indignación por la corrupción empresarial o política, el tráfico de influencias y la colusión en sectores de mayor poder y dinero, por los abusos no sancionados y que revelan posiciones privilegiadas de unos frente a otros, y por las trabas a la movilidad social que imponen las redes de relaciones de quienes cautelan sus privilegios. Revueltas como las de Chile en 2019 son elocuentes en este sentido. Este “estallido social” nace de la brecha entre un discurso democrático que pone la meritocracia como metavalor de la cohesión social, y de una percepción de vida cotidiana donde la igualdad de oportunidades sigue siendo desmentida por sistemas asimétricos en acceso a poder, servicios, prestaciones e influencia.
La crisis de legitimidad de la política es buen signo si uno de sus móviles es las grandes sensibilidad e irritabilidad de las mayorías frente al ejercicio de privilegios, y si responde a una inflexión histórica de “desnaturalización” de estos privilegios afincados en endogamias de clase. Este conflicto no es inédito y adquiere carácter recurrente en la modernidad, pero interesa constatar que, más allá de la pugna distributiva o los conflictos entre clases sociales, en que suele ponerse en entredicho el privilegio de unos frente a otros, hoy se inscribe en un imaginario cada vez más fuerte sobre igualdad de derechos -imaginario que la democracia política requiere, para su legitimación en un momento de crisis de la misma, plasmar en avances claros de democracia social-. En este giro político cultural convergen la consolidación en un imaginario globalizado con redes horizontales contrahegemónicas, la pérdida de hegemonía cultural del neoliberalismo y la penetración de un mundo digital en que todo se transparenta y viraliza. La mayor conciencia de derechos propios se junta con la mayor información respecto de los privilegios ajenos. El mundo de las redes sociales opera, en este sentido, como un multiplicador sin precedentes para exacerbar esta contradicción entre información y valores, entre el de jure y el de facto, y entre ciudadanías de primer y segundo rangos.
Los privilegios nos hacen desiguales, pero también, a la inversa, surgen de una desigualdad que se asume como natural. Lo anterior no supone fatalidad. Plantea, más bien, un campo de tensión no resuelta, una mediación histórica no garantizada, y una combinación de señales auspiciosas y otras desalentadoras ante el reto de superar las marcas con que la cultura del privilegio surca la historia de la región.
I. ¿Qué entender por cultura del privilegio?
Recapitulemos: la cultura del privilegio es un orden simbólico que interactúa con prácticas establecidas en el que es considerado aceptable que un grupo de la población, caracterizado jerárquicamente bien por su adscripción étnica, racial o de género, bien por su posición socioeconómica, bien por su pertenencia a élites políticas o culturales, bien por su estatus de clase, o bien por su filiación sanguínea o de herencia, tenga ventajas sobre el resto de la sociedad respecto de redes de relaciones que reproducen sus posiciones privilegiadas en el mundo de los negocios y las finanzas; poder en instancias de deliberación o decisión; voz predominante en los circuitos comunicacionales donde se imponen ideas, ideologías y agendas políticas; acceso a recursos públicos para uso en beneficio privado; impunidad o facilidades especiales frente a la justicia ante hechos relacionados con delitos económicos, daños a terceros, formas ilícitas de poder y discriminación sobre otros; tráfico de influencias; capacidad de presión, negociación, manipulación y veto frente a políticas y estamentos de gobierno o de Estado; uso de redes de relaciones para obtener contratos y hacer negocios, acceder a mejores puestos de trabajo, mayores remuneraciones y facilidades de financiamiento, y mejores condiciones para el desarrollo de capacidades y la formación de capital cultural.2
A pocos sorprende la afirmación de que en América Latina y el Caribe existe una cultura del privilegio, y de que ésta constituye un atavismo premoderno que encuentra sus formas para reafirmarse y perpetuarse hasta hoy. La tradición ensayística, y los estudios históricos y de la cultura señalan este rasgo por medio del cual viejas estructuras jerárquicas se cristalizan en profundas desigualdades en el acceso al poder y a la apropiación de la riqueza.
El concepto de “privilegio” puede hacer referencia a una posición relativa de un grupo o individuo, siempre ventajosa, pero en un régimen variable: privilegiado; por ejemplo, es quien se beneficia de exenciones impositivas porque tiene capacidad de influir sobre la política tributaria de un gobierno, o quien usa sus redes de influencia para ganar una licitación de carreteras. Puede relacionarse el privilegio con una condición adscriptiva, vale decir, por ser quién se nace -hombre, blanco, occidental-, pero también, de manera “semiadscriptiva”, por una pertenencia social o política de origen -como la oligarquía o la aristocracia en sociedades tradicionales, o por ser del grupo dominante en una sociedad colonial-.
En el reverso de esta misma cultura del privilegio, y para que ésta pueda perpetuarse en el tiempo, se arraiga en la sociedad el escepticismo respecto de la eficacia de cualquier acción o instrumento para revertir privilegios largamente asentados desde grupos de poder político y económico. Así, también sucede que el privilegio no se cuestiona ni se impugna con suficiente fuerza, por más que sea injusto, porque se asume como constitutivo y adosado en estructuras e instituciones. De modo que “cultura” alude aquí a un grado profundo de entronización colectiva del privilegio de unos frente a otros como condición cuya larga sedimentación reviste de supuesta inviabilidad el intento de abolirlo. La impotencia política ante el ejercicio de privilegios se entronca con la idea de que su ejercicio es inexorable.
Si bien la cultura del privilegio implica, hasta cierto punto, atribuirle esencialismo o condición natural y normal al ejercicio de privilegios, no significa esto que los privilegios sean ejercidos por los mismos actores, y de los mismos modos, a lo largo de un ciclo de tiempo de varias generaciones. También puede ocurrir que, sedimentada la cultura, queda puesta allí para que actores variables adquieran privilegios diversos a lo largo del tiempo en una lógica de captura de rentas y poderes, o que el sistema de privilegios sea un campo de lucha por reapropiarlos y no por abolirlos. Como decíamos antes, incluso desde la inspiración de la meritocracia, los individuos pueden incorporar la lucha por privilegios como parte de sus esfuerzos y capacidades personales.
La cultura del privilegio no implica necesariamente la inamovilidad del actor que ocupa un lugar de ventajas, sino el abono, desde el lado de valores y valoraciones, que fertiliza prácticas de privilegios. Dicho de otro modo, hay una dialéctica entre la tolerancia sedimentada del privilegio como práctica no sancionada, por una parte, y, por otra, vacíos y dispositivos que pasan a ser ocupados con relativa fluidez por agentes económicos, políticos y sociales para ejercer dicha práctica.
Así, por ejemplo, la evasión fiscal puede “naturalizarse”, vale decir, consagrarse como una práctica de baja sanción social y alta tolerancia valórica, y los agentes que evaden pueden ir cambiando en el tiempo.3 El lobby, como mecanismo mediante el cual un grupo de poder económico influye sobre decisiones de política pública, puede tener un día como protagonistas a propietarios de medios de comunicación y otro a empresas que explotan recursos naturales. La corrupción puede asentarse a veces en el aprovechamiento de información privilegiada por inversionistas del sector inmobiliario, por empresas que negocian licitaciones por debajo de la mesa, o incluso por líderes sindicales que sustraen recursos de aportes colectivos. Las asignaciones especiales o autoasignaciones de sueldos desmedidos en directivos de empresas, sean privadas o públicas, pueden cambiar de apellidos pero siguen un linaje de privilegios. Rentas especiales, retribuciones desiguales a méritos similares, asignación de altos cargos laborales, uso de información privilegiada, hacen otro tanto (CEPAL, 2018).
Los privilegios no implican solamente el uso deliberado de posiciones y poderes con el fin de sacar ventajas, generar rentas o adquirir posiciones. Muchas veces son más parte del sistema de prácticas deliberadas de un grupo. Así, por ejemplo, el capital cultural de una familia, que potencia las capacidades de los hijos en sus trayectorias educacionales y su manejo de relaciones con la sociedad, no es propiamente un privilegio que se busca o se ejerce en condición de tal, pero las brutales diferencias de ese mismo capital terminan poniendo en clara ventaja a hijos de padres con mayor educación y cultura que a otros niños y niñas. Las trayectorias escolares y, posteriormente, laborales, dependen en gran medida de diferencias estructurales y no de una lógica de actores. El principio que reza “a cada cual según sus capacidades y esfuerzos” no opera cuando no es equitativo el acceso a la educación ni las condiciones en las trayectorias de aprendizaje; cuando el capital cultural por familia o las condiciones nutricionales o de estimulación temprana inhiben la igualdad de posibilidades en la formación de capacidades; cuando los logros dependen también de redes de relaciones y filiaciones de clase o grupo; cuando las condiciones socioeconómicas de origen obligan a esfuerzos mucho mayores a quienes nacen en familias con más privaciones sólo para nivelar la cancha en el punto de partida.
De este modo, el privilegio opera al reforzar trayectorias de desigualdad a lo largo del ciclo de vida, vale decir, cuando a lo largo de la formación de capacidades y su traducción a oportunidades interfieren, en distintos momentos y de modos diferentes, asimetrías que expresan desigualdades estructurales y privilegios de origen, pertenencia y agencia. En todo aquello que no es contingencia azarosa y que lesiona la meritocracia subyace, en principio, un privilegio. En este sentido, la cultura del privilegio supone la aceptación y la alimentación de trabas a la meritocracia en la distribución de esfuerzos, capacidades y retribuciones.
Desde la perspectiva de un desarrollo con igualdad, mientras más se correlacionen los ingresos monetarios y el patrimonio de las familias de origen con el nivel de educación, el acceso a buenos servicios de salud, la estabilidad y la movilidad ocupacional, la seguridad física y la calidad de vida del entorno, más asumen todas estas características, de manera directa o indirecta, el rango de privilegio. De manera inversa, mientras más pueda disociarse el bienestar, la movilidad social, la protección social, la calidad de vida y la formación de capacidades, de los ingresos y las condiciones culturales de las familias de origen, menos espacio tendrán para reproducirse los privilegios, sean éstos parte de una estrategia de agentes particulares o mecanismos estructurales de reproducción de desigualdades.
II. Claves en la relación entre cultura del privilegio y perpetuación de la desigualdad: estructuras e instituciones
En el marco de las disquisiciones precedentes quiero sugerir la relación entre cultura del privilegio, instituciones y estructuras.
La CEPAL ha planteado de manera sostenida el carácter estructural en la reproducción de las desigualdades en América Latina. La heterogeneidad estructural de los sistemas productivos opera como fábrica social en que las brechas de productividad, de incorporación de progreso técnico y financiamiento, y de acceso a empleo se vinculan con la desigualdad en educación y conocimiento, en ingresos y trayectorias laborales, en inserción en la sociedad del conocimiento y en acceso a sistemas de protección social. Dicho de otro modo, hay un refuerzo sistémico en las trayectorias de desigualdad y la producción de brechas cuyo núcleo es la heterogeneidad estructural. Como lo ha planteado la CEPAL:
la heterogeneidad estructural, que hunde sus raíces en la cultura del privilegio, emerge de una combinación de accesos privilegiados a los recursos naturales y captura de rentas públicas o de cuasirrentas por parte de los agentes con mayor poder económico […] La orientación de inversiones hacia esta estructura tradicional se sustenta en incentivos de precios relativos, estructuras de gasto, subsidios, políticas de infraestructura y acceso al financiamiento que refuerzan la desigual distribución primaria de recursos. Posteriormente, la fiscalidad no logra corregir esta desigualdad porque la propia cultura del privilegio sostiene un sistema con altas exenciones tributarias y bajo impuesto a la renta [CEPAL, 2018: 31].
En segundo lugar, importan las instituciones. En relación con la estructura, éstas tienen la capacidad de reforzar la heterogeneidad estructural como fábrica de la desigualdad o bien revertirla mediante un conjunto de políticas productivas, fiscales, sociales y de mercado de trabajo. Mientras más fuerte es la cultura del privilegio, más tiende a darse una relación del tipo “círculo vicioso” entre instituciones y estructuras, lo que significa que hay menos innovación en ambos lados, porque el sistema de privilegios permea estructuras e instituciones, o bien porque los poderes fácticos del sistema de privilegios tienen una capacidad de veto sobre el cambio institucional que la voluntad política no logra torcer, o porque en una cultura del privilegio hay recompensas mutuas entre élites políticas y económicas que surten un efecto de desmovilización. Esto se hace evidente en economías intensivas en materias primas, donde los privilegios por grandes ganancias sobre la base de bajos salarios y sobreexplotación de recursos naturales llevan al predominio de una cultura rentista tanto en el sector público como en el privado (CEPAL, 2018).4
También importan las instituciones en una cultura del privilegio cuando operan a su servicio, o de los grupos que detentan privilegios, en campos tan diversos como la justicia penal y financiera, las regulaciones tributarias y el control impositivo, el régimen de propiedad de la tierra, el control de poblaciones en riesgo o de población considerada un riesgo para terceros y las regulaciones en el trato entre géneros o entre grupos étnicos.
No obstante, por otro lado está el cambio, vale decir, hay también una dialéctica estructura-instituciones que moviliza críticamente y puja por desnaturalizar la cultura del privilegio. Desde mediados de siglo XX la región ha sido escenario de un amplio espectro de movimientos sociales y políticos de grupos subordinados que resistieron y cuestionaron la cultura del privilegio. La sociedad se mueve y el poder también. Contra tal cultura emergieron los movimientos nacional-populares, la expansión de derechos sociales, movilizaciones colectivas de distinto cuño y múltiples formas que adquiere la pugna redistributiva. Como el eterno retorno de lo reprimido, la convulsión de la sociedad suele poner juntas, en su impugnación, la concentración de la riqueza y la pervivencia de privilegios de una clase frente al resto. En respuesta a la presión colectiva y los cambios ideológicos, las reformas institucionales se van forjando para transformar las estructuras desde la acción y la regulación públicas.
El impulso desde la creación o el cambio de instituciones puede, por otra parte, tensionar estructuras consideradas anacrónicas, injustas y disfuncionales al desarrollo. Tal cambio responde tanto a demandas sociales de igualdad y mayor acceso a los frutos del progreso como a la emergencia de tecnocracias públicas con nuevas visiones sobre cómo orientar la economía y los patrones productivos. No es claro hasta dónde estos cambios socavan la cultura del privilegio, pero sí parece condición necesaria para moverse en esa dirección. La dialéctica entre cambio institucional y cambio estructural es positiva, toda vez que conjuga la expansión de derechos, la reducción de brechas sociales, la superación de la heterogeneidad estructural, el desincentivo a la economía rentista, así como una fiscalidad robusta y con claro efecto redistributivo y de fomento a la inversión productiva.
El cambio cultural ocurre a la larga, imbricado en la dinámica de transformaciones en estructuras e instituciones. A medida que estas últimas inhiben prácticas de privilegio y las sancionan, el efecto de demostración va permeando el imaginario colectivo, donde se asienta la cultura. Hay aprendizaje social en el cambio institucional, efecto comunicacional en la construcción de nuevos pactos, subjetivación de nuevas relaciones productivas y laborales, empoderamiento “desde abajo” con el acceso más difundido a la educación y a la información. Todo esto alienta la emergencia de una conciencia democrática que es contraria a la cultura del privilegio.
III. Raíces de la cultura del privilegio en América Latina y el Caribe
La cultura del privilegio se funda con la conquista y la colonización del continente. Lo que más tarde se plasma en instituciones y prácticas sociales que ensamblan privilegios con grupos definidos por adscripción o herencia tiene su origen en el ejercicio frontal de la violencia del sometimiento de pueblos indígenas y de afrodescendientes traídos como fuerza de trabajo esclava, y en la apropiación de tierras y recursos naturales por parte de los conquistadores para beneficio personal, de la Corona y de la Iglesia. Los privilegios se originan en el despojo y en el uso productivo y reproductivo forzado de los cuerpos de los dominados.
Dicha violencia se genera en estas relaciones de dominación que forman parte de la conquista y la colonización del continente. Entraña un componente cultural que se nutre de dos vertientes: la religiosa, que suponía un sistema de verdades a imponer en nombre de la Iglesia, sobre todo por vía de la evangelización, pero que al mismo tiempo colocaba la población indígena y afrodescendiente como sujeta a disciplina rigurosa de cuerpos y almas, y más tarde las taxonomías de razas del cientificismo, las cuales jerarquizaron y colocaron a la raza blanca, de origen europeo, por encima de las demás en desarrollo civilizatorio, inteligencia y dotes genéticos. Fueron los blancos, hombres, católicos, conquistadores y colonizadores, sacerdotes y servidores de la Corona, quienes se apropiaron de tierras y riquezas agrícolas y minerales, explotaron la mano de obra provista por indígenas y afrodescendientes sometidos, e impusieron sus valores y normas.
En este aspecto, colonizar implicaba a la vez culturizar y dominar. La cultura se organiza de tal modo que quien jerarquiza es a la vez quien se beneficia de la jerarquía que establece. Los privilegios se construyen sobre esta base, a saber, la lógica en que alguien se constituye como juez y parte al mismo tiempo. Quien detenta esta posición lo hace por su origen de clase o de sangre, que lo hace parte de las élites del poder económico o político. Ésta es la operación clave que marcará la cultura del privilegio más allá de las etapas de conquista y colonización, al recorrer nuestras historias republicanas con ciudadanos de primera y segunda categoría, sistemas de justicia con tratos desiguales, fuerzas armadas aliadas a las grandes fortunas, entre otras.
La cultura del privilegio se compone de esta relación entre discriminación étnica y cultural, negación de ciudadanía, exclusión social, apropiación de la riqueza y explotación forzada de la fuerza de trabajo. La dinámica de inclusión-exclusión que atraviesa el itinerario modernizador en la región desde el siglo XIX, con sus formas elitistas en la política y las brechas de acceso a la riqueza y el progreso, tiene este precedente. Mientras la construcción jurídica de la ciudadanía en la región tendió a emular constituciones concebidas para la modernidad democrática europea, los hechos desmintieron esa vocación de manera sistemática en una historia regada por dictaduras, caudillismos autoritarios, Estados prebendalistas, violaciones al Estado de derecho y represión de los movimientos sociales. La cultura jerárquica de la hacienda, la plantación o los enclaves mineros mantuvo la igualdad ciudadana en letra muerta durante buena parte de la historia republicana y las dinámicas de modernización (Calderón, Hopenhayn y Ottone, 1996).
La cultura del privilegio ha sido resistida desde sus orígenes y se adapta con nuevas figuras históricas en que se enmascara y preserva a la vez. Tal vez el ejemplo más reciente haya sido la hegemonía de una “cultura” neoliberal que instituyó la idea de un modelo único como viable a escala global. De manera distinta a formas anteriores en que la cultura del privilegio transmutó su origen colonial, en el caso de las reformas neoliberales se dio un discurso revestido de racionalidad técnica y administrativa, junto a una filosofía centrada en la competencia individual, la gestión del yo y la autorregulación de mercados. Sobre este discurso se montó un paquete de reformas que debilitó a unos actores y fortaleció a otros. La flexibilización laboral, la apertura económica, la privatización de servicios, la reducción del gasto público, la desregulación de parte de la economía, las exenciones tributarias, en algunos casos realizadas bajo el alero de una dictadura o una democracia restringida, fueron invocadas como medidas inevitables para retomar el desarrollo, pero abrieron un campo discursivo para preservar privilegios de distinto tipo.
La idea de “inevitabilidad” del modelo revela precisamente la voluntad por construir un sentido común en torno a estas medidas, vale decir, “culturizarlas”. Tal fue el discurso de modelo único, lo que entraña la imposición de un imaginario en que no cabía otro sistema viable y que, por lo mismo, debía universalizarse. Allí donde se dieron de manera más fuerte estas medidas, también se dio la merma en los derechos laborales, la concentración de la riqueza en unos pocos (con un alto componente especulativo y aprovechando vacíos legales y “aguas revueltas”), y los salvatajes excepcionales a la banca privada con fondos públicos, entre otros.
En este nuevo orden se dan los privilegios de manera paradójica. Por un lado, revestido de un lenguaje de modernización de políticas y tecnificación que se pretende desideologizado, el privilegio debería condenarse como anacrónico e inadmisible dentro de un orden que se instala como fase ulterior de la modernización y la modernidad. La racionalización neoliberal, envasada en una terminología economicista, no pareciera, en principio, guardar parentesco con los residuos de las sociedades tradicionales, donde precisamente se dan los privilegios como formas cuasinaturales de relación social. Sin embargo, fueron estas reformas, acompañadas de quiebres institucionales y en sintonía con cambios de orden global, las que potenciaron un orden de privilegiados, por un lado, y de excluidos de los privilegios y desprovistos de recursos para combatirlos, por otro.
IV. ¿Dónde estamos? E pur si muove
Si bien la progresión de la cultura democrática no es lineal, ni la de su institucionalidad, en la película de largo alcance los avances son evidentes. A lo ancho de la región se realizan sistemáticamente elecciones presidenciales, parlamentarias y de autoridades subnacionales y locales. Con escasas excepciones, la libertad de expresión es mucho mayor ahora que hace tres o cuatro décadas, y el mundo digital ha diversificado fuentes informativas y de opinión al alcance de una proporción creciente de la población. Una oleada de asambleas constituyentes o constitucionales en las últimas dos décadas marca la vocación compartida por abolir residuos de la cultura del privilegio. El respeto a los derechos humanos, sobre todo civiles y políticos, se ejerce hoy más y mejor que ayer. La competencia política es más abierta y se discute su regulación, si bien la influencia del poder económico en los procesos electorales continúa siendo una realidad y un obstáculo a la genuina democracia representativa, pero cada vez más denunciada, contestada e incluso sancionada. Muchos países han introducido derechos sociales con mecanismos de exigibilidad y judicialización. La independencia de poderes del Estado mejora, aunque con tropiezos. Se abrieron nuevos espacios de deliberación pública facilitados por la sociedad de redes, pero también como conquista de los movimientos sociales, y en algunos casos también promovidos desde los gobiernos, en el marco de una propuesta de democratizar la relación entre el Estado y la sociedad. Los derechos de las minorías y de grupos secularmente invisibilizados y excluidos, como las mujeres, los pueblos indígenas y la población afrodescendiente, están en las agendas políticas, en el debate público y en las reformas institucionales.
Como ya se ha dicho, el avance en la cultura democrática pone en tensión la cultura del privilegio. Pero al mismo tiempo plantea un interrogante respecto de la consistencia entre el avance simbólico y el avance material frente a ésta. Dicho de otro modo, para que la cultura democrática opere efectivamente en la mitigación o la confrontación de la cultura del privilegio, debe darse esa complementariedad entre la dimensión simbólica (una cultura democrática que inscribe en el imaginario colectivo una comunidad de iguales en derechos ciudadanos) y la dimensión material (instrumentos efectivos que traducen dicha conciencia en acciones para promover la igualdad y sancionar o poner fin a privilegios).
Tocamos aquí un punto decisivo, y lo hacemos como preguntas: ¿de qué manera el refuerzo mutuo de la cultura y la institucionalidad democráticas va llevando a un cuestionamiento cada vez más frontal de la cultura y el ejercicio del privilegio?, ¿y qué reacciones provocan en los grupos que detentan privilegios los procesos de inclusión social experimentados en el periodo reciente en la región? La cultura democrática debe confrontar la cultura del privilegio, y lo hace en distintos frentes. Veamos algunos de ellos.
En primer lugar, en la defensa de grupos o sectores de la población que han sido sostenidamente discriminados, negados o excluidos de los beneficios del progreso y del trato igualitario en la sociedad. También, es indudable el avance en una cultura de reconocimiento y ampliación de espacios de deliberación política. Las demandas de movimientos de mujeres, indígenas y de afrodescendientes, junto a otras en campos como la orientación sexual y la identidad de género, la identidad generacional o la diversidad cultural en general, han permeado a la sociedad de manera tal que existe hoy una mayor apertura a perspectivas y lenguajes distintos. El derecho a la diferencia va de la mano, o en complemento, con la igualdad de derechos.
En segundo lugar, la cultura democrática, cuando se refuerza y activa con la institucionalidad democrática, se traduce en menor tolerancia a la cultura del privilegio y mayor empoderamiento para impugnarla. Funciona allí el efecto-demostración, vale decir, toda vez que un privilegio no sólo es impugnado, sino que queda reconocido como éticamente inadmisible, procesado en una instancia jurídica, o sancionado, el efecto es simultáneamente sobre una práctica puntual y sobre la cultura en que se asienta. Denunciar, interrumpir, sancionar un privilegio es también interpelar el privilegio como cultura.
Con el desarrollo de la cultura democrática emergen focos de controversias en que la pugna redistributiva se hace presente. Asimismo, la institucionalidad democrática abre espacios para que estas controversias se publiciten y se incorporen a la deliberación pública. Viejos y nuevos temas de conflictividad buscan hacerse visibles e influir en la opinión y en la agenda. La multiplicación de controversias es parte de esta cultura democrática y el procesamiento de las mismas es, a su vez, una práctica en que se subvierte la cultura del privilegio.
Por efecto combinado del crecimiento económico, las políticas sociales y de mercado de trabajo, el acceso al crédito, el aumento en logros educativos y la extensión del acceso a internet, una parte importante de la población ingresa a otro espacio de consumo simbólico y material, otro nivel de expectativas, y una percepción de movilidad y riesgo distinta. El incremento en la escolaridad media de la población, la participación en mayores redes de comunicación, la movilidad social en sectores tradicionalmente confinados a la pobreza y la exclusión constituyen resortes de tal cambio cultural. Éste supone una nueva conciencia de derechos, deberes y privilegios. Modifica el trato y la percepción de sí mismo respecto de los demás. Las recientes movilizaciones sociales, en general lideradas por grupos juveniles o de poblaciones indígenas (pensemos en los casos de Ecuador y Chile en 2019, en Colombia más recientemente), muestran un tipo de irritabilidad ante el privilegio en que éste es percibido como ofensa a la dignidad y como abuso.
En el caso del llamado estallido social en Chile que se dio a partir de octubre de 2019, por ejemplo, es sintomática la reconversión semántica del privilegio en abuso. Nunca hubo en el país una movilización tan masiva, espontánea, transversal y capaz de poner en jaque la estabilidad de un sistema de la noche a la mañana. Tras el estallido se fue forjando, de manera larvaria, un cambio cultural en que los privilegios de unos frente a la precariedad de otros se hizo intolerable en el imaginario colectivo, aun cuando la sociedad chilena había gozado de mejoras inéditas en bienestar económico, capacidad de consumo hacia toda la población y una notable progresión educacional en los sectores medios y bajos. Precisamente estos avances hicieron más intolerable la percepción de que los mismos tuvieran techos marcados por la estructura de la desigualdad y su articulación en torno a privilegios que marcaban, desde la mirada masiva, la articulación entre el mundo del dinero y el del poder. No es casual que los dos significantes de uso más emblemático en el estallido hayan sido los de “igualdad” y “dignidad”. Vale decir, la convergencia entre reconocimiento simbólico e igualdad material.
La movilidad social y el acceso a la información se combinan y erosionan jerarquías “de abajo arriba”, vale decir, democratizan el trato como parte de una nueva cultura, o bien tornan insostenible la desigualdad de trato para quienes la padecen. En esta desjerarquización propia de la sociedad de la información, la cultura del privilegio se hace menos admisible y más ominosa para un sector amplio de la sociedad que va accediendo a distintos espacios de inclusión social. Permea la forma de comunicarse con estratos más altos o con poblaciones de otros orígenes étnicos y raciales. La mayor horizontalidad de trato, asociada con la movilidad social, la conexión a redes digitales, el consumo simbólico y la progresión educativa, imprime a la cultura del privilegio la marca del anacronismo o del escándalo. Sobre todo cuando el privilegio retrotrae la asimetría o el abuso en el trato entre personas de distintos grupos.
En la sociedad de la información, y en particular por las redes sociales, la transparencia comunicacional es mayor cuando se diversifican los productores y los reproductores de información. Un efecto de ello se encuentra en que los privilegios se denuncian, conocen y “viralizan” como escándalos. Esto ocurre en las redes sociales, pero también en medios abiertos que se ven emplazados a operar en la lógica de las redes y recoger sus contenidos de mayor circulación. Este patrón de intercambio comunicacional vino para quedarse. No se trata de idealizarlo ni atribuirle un providencialismo intrínseco. Pero es evidente que la lógica de redes a la que accede una proporción mayoritaria de la población tiene cualidades que importan en relación con la cultura del privilegio. Todos son interlocutores potenciales y nadie está privado de voz.5 Se puede impactar a una audiencia amplia desde una ventana en los márgenes. Hay una determinada “aleatoriedad democratizante” en la propagación de voces en redes. Por esta causa, la misma práctica de información y comunicación naturaliza una forma de la igualdad y una negación de privilegios preexistentes (privilegios de visibilidad o la visibilidad como privilegio).
Además, las redes tienen el poder de horadar la opacidad de información que es propia del ejercicio de privilegios. Saltan a la luz pública, y para el consumo de masas, noticias sobre abusos de autoridad, colusión de empresas, tráfico de influencias, apropiación privada de renta pública, licitaciones viciadas o impunidad en delitos financieros. La actualidad noticiosa, que se convierte en tema de conversación de todos con todos, pone el abuso y el privilegio del lado de aquello que se denuncia. Hay, allí, un aprendizaje social en la información y la reflexividad.
Sin embargo, hay también formas en que se expresa la cultura del privilegio hoy, que indican su resistencia a la indignación pública y al desprestigio político y su reacción a los avances anteriormente señalados. Por un lado, la mayor transparencia no va acompañada de sanciones en casos de ejercicios ilícitos de privilegios. Esto sugiere que la relación entre el poder y el dinero encuentra formas de perpetuarse. Persisten privilegios en muchos ámbitos que no son sólo los de las asimetrías en la relación del capital y el trabajo y en las brechas de ingresos. En muchos países de la región la endogamia de clase se reproduce en el tiempo en barrios segregados, escuelas diferenciadas y otros códigos de pertenencia a una clase social. Esto genera círculos viciosos en la concentración de patrimonios y contrarresta el avance meritocrático y la movilidad social.
Sin embargo, se mueve: estamos hoy en una inflexión histórica en que la crisis de los sistemas políticos, o de su legitimidad, tiene que ver con esta brecha que muchos perciben entre discurso y materialidad, entre el de jure y el de facto en derechos de ciudadanía, y en la percepción de imbricaciones viciadas entre instituciones y brechas de recursos. No sabemos si la democracia liberal tiene fecha de vencimiento, pero claramente no constituye el fin de la historia. Es cierto que la brújula de las preferencias políticas se mueve en distintas direcciones, como si careciera de un centro de gravedad estable, pero tras esta volatilidad de las preferencias se puede inferir una interpelación de la sociedad hacia la política al demandar mayor consistencia con valores contrarios a los privilegios. Late, tras la indignación por el ejercicio de privilegios, esa otra indignación ante la secular cultura que los alimenta.