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vol.11 número1Las estrategias comunicativas de a en español a la luz de una nueva propuesta de significadoRamón Zacarías Ponce de León y Anselmo Hernández Quiroz (eds.), Ámbitos morfológicos. Descripciones y métodos, Mé­xico, Uni­versidad Nacional Autónoma de México, 2022, 387 pp. ISBN: 978-607-30-5946-6. índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
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Anuario de letras. Lingüística y filología

versión On-line ISSN 2448-8224versión impresa ISSN 2448-6418

Anu. let. lingüíst. filol. vol.11 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2023  Epub 12-Mayo-2023

https://doi.org/10.19130/iifl.adel.2023.11.1.011x0023s06 

Notas

La palabra gachupín: ¿irónica, descriptiva o despectiva?

The Word Gachupín: Ironic, Descriptive, or Derogatory?

José Iturriaga de la Fuentea  *, Investigador independiente
http://orcid.org/0000-0001-9673-3679

aUniversidad Nacional Autónoma de México, México, jniturriagaf@yahoo.com.mx


Resumen

Considerada por un ilustre filólogo como mexicanismo, hoy la palabra gachupín es despectiva en contra de los españoles. El término gachupín surgió en el siglo XVI en España (como cachopín) con un sentido irónico o burlón y allá cayó en desuso durante el siglo XVII. En paralelo, la palabra había llegado a la Nueva España desde el mismo siglo XVI, pero pronto adoptó en México otro significado diferente: el alusivo a la oriundez; era una especie de gentilicio sin intención despreciativa, connotación que conservó durante todo el virreinato y buena parte del siglo XIX. Empero, los mexicanos, en general, solemos asociar esa semántica ofensiva con el año de 1810, cuando la furia popular independentista reclamaba: ¡Mueran los gachupines! Pero lo agresivo de esa consigna está en el verbo, no en el sustantivo; durante la guerra de Independencia la voz gachupín solo era descriptiva. Este ensayo pretende demostrar (y esa es su aportación) que dicho vocablo no devino peyorativo sino hasta la segunda mitad del siglo XIX, paulatinamente, y sobre todo con la Revolución. Estamos ante varias reorientaciones semánticas de una misma palabra y queremos determinar los momentos de esas mutaciones, de manera particular el último, alrededor del cual hay confusión: cuando cambia la significación descriptiva de la palabra gachupín, para devenir despectiva.

Palabras clave: gachupín; cachopín; discriminación; inmigración

Abstract

Considered by one prominent philologist to be a Mexicanism, the word gachupín today is a pejorative term for people from Spain. The word emerged in sixteenth-century Spain (as cachopín) with an ironic or mocking sense, but fell into disuse in the seventeenth century. The word also arrived in New Spain in the sixteenth century, but soon acquired a different meaning in Mexico: an allusion to geographic origin, a kind of demonym without offensive intent. This meaning was preserved throughout the viceroyalty and much of the nineteenth century. Mexicans generally associate the offensive sense with the year 1810, when pro-independence popular fury demanded “Death to the gachupines!” But the aggression in that slogan is in the word death, not gachupines, which remained merely descriptive during the War of Independence. The contribution of this article is to demonstrate that gachupín did not become pejorative until the second half of the nineteenth century, gradually, and then especially with the Revolution. There were several semantic readjustments of the word: it is necessary to identify the timing of these changes, and in particular to clarify the confusion regarding the last one, when the term gachupín became derogatory.

Keywords: gachupin; cachopin; discrimination; inmigration

Presentación

Los mexicanos sabemos, y sentimos, que el término gachupines utilizado en México tiene una carga negativa en contra de los españoles, de manera similar al de gringos aplicado a los estadunidenses. Los españoles que viven en México también saben, y sienten, la implicación peyorativa de esa palabra. El mismo diccionario de la Real Academia Española lo señala así: “Gachupín: nombre despectivo. Español establecido en México o Centroamérica”. Peyorativo, despectivo, despreciativo, pero ¿siempre ha sido así?… Ya veremos que no.

Origen y fuentes de este ensayo

Durante la investigación para mi tesis doctoral El perfil del mexicano en la mirada española, revisé casi 250 testimonios de iberos y me sorprendió el muy variado significado que le daban al término gachupín, no siempre despectivo, como creemos los mexicanos hoy día. A partir de ese vasto material, sobre todo bibliográfico, ideé conformar este ensayo.

Bosquejo lexicológico/lexicográfico

El Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, de Joan Corominas, considera que gachupín proviene de cachopo = tronco hueco o seco, y cachopo de cacho = cazo o pedazo de cualquier cosa, y a su vez cacho probablemente del latín caccūlus, procedente de caccābus = olla. También vincula cacho con cachorro (p. 115).

Por su parte, el filólogo Antonio Alatorre sostiene que el lusitano Jorge de Montemayor fue quien introdujo la voz portuguesa cachopín al léxico castellano, hacia 1559. Cândido de Figueiredo (Novo diccionário da lingua portuguesa, 1899) explica cachopo como tôco de árvore (tocón de árbol), aunque Florião do Campo (Florián de Ocampo) en su Crónica general de España (1541) usa cachopos como peñascos dentro del agua(Alatorre, 1992, pp. 276-279).

El Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias (1611), no alude a cachopo ni cachopín, ni a sus derivados. El Diccionario de Autoridades (1729) confirma cachopo como “el tronco seco del árbol” y agrega a cachopinito: “Como si dixesse nuevecito o recien venido al mundo”; y a cachupín: “El Español que passa y mora en las Indias, que en el Pirú llaman Chapetón. Es voz trahída de aquellos Países y mui usada en Andalucía, y entre los comerciantes en la carrera de Indias”. Ya veremos que fue al revés: la voz vino de España a América.

El Diccionario de la lengua castellana (RAE) de 1783 corri­ge el error y solo dice de cachupín: “El español que pasa y mora en Indias, donde se llama Gachupín. Es voz muy usada en Andalucía”. Ediciones posteriores del Diccionario no tienen cambios sustanciales, hasta el Diccionario histórico de la lengua españolade 1933-1936, que deriva cachupín del portugués cachopo = niño, y agrega: “Mote que se aplica al español que pasa a la América Septentrional y se establece en ella”.

Aunque el Diccionario de aztequismos de Robelo (1904) incluye la palabra gachupín como “nombre dado en México a los españoles”, reproduce opiniones muy sólidas en contra de una etimología náhuatl. El Diccionario de mejicanismos de Santamaría (1959) dice de gachupín: “Despectivamente, hoy ha llegado a tener la significación específica de español plebeyo, rústico o de baja ralea”. El Diccionario de americanismos (RAE, 2010) agrega como sinónimo de gachupín a gachupo.

Adelante veremos que, quizás, el “espíritu” semántico implícito en las acepciones “tronco” y “peñasco” se relacionó con la testarudez (o cabeza dura) atribuida a cierta familia de la cantábrica Laredo, el de “recién venido” con los españoles recién llegados a México y el de “cachorro”, “nuevecito” y “niño” con los mismos novatos o inexpertos que apenas arribaban a tierras americanas.

Cachopines en España

La introducción de la voz portuguesa cachopín al léxico castellano se debe a Montemayor en su novela Diana1 de 1559, donde vincula, travieso, su lengua materna (cachopo) con un apellido cántabro, quizás asimismo de origen lusitano. En Diana, un pretencioso paje presume: “[…] os prometo a fe de hijodalgo —porque lo soy—, que mi padre es de los Cachopines de Laredo” (p. 276), etcétera. Montemayor se está burlando del pretendido abolengo del paje y utiliza para ello el apellido Cachopines, que realmente existía en Laredo, pero con una oscura y cuestionada estirpe que más bien se prestaba para la ironía. Con igual aire socarrón, Andrés Rey de Artieda empleó el término guachapines en unos versos de 1605 (Alatorre, 1992, pp. 279-280).

Miguel de Cervantes Saavedra, en la primera parte del Quijote, también se burla de los Cachopines de Laredo. Su personaje Vivaldo dice a don Quijote: “El linaje, prosapia y alcurnia [de Dulcinea] querríamos saber […] aunque el mío es de los Cachopines de Laredo” (Cervantes, 2000, p. 125). Con respecto a ese diálogo cervantino y al apelativo que estamos revisando, Federico de Onís anota:

Apellido que se usaba proverbialmente en el siglo XVI para bur­larse de los abolengos, que solían tener su origen en la Mon­taña [de Cantabria, donde está Laredo]; se aplicaba a las per­sonas nuevamente enriquecidas [nuevos ricos, diríamos ahora], y en América, sobre todo en México, en la forma cachupín y ga­chu­pín, a todos los españoles (Cervantes, 2000, p. 125).

El propio Cervantes, en su comedia La entretenida, hace presumir a una agreste doncella: “¿No soy yo de los Capoches de Oviedo?”, sarcasmo juguetón que provoca decir a Alatorre (1992): “caricatura del ya caricaturesco Cachopín” (p. 282).

Cachopines en la Nueva España

Después de 1615, la voz que nos ocupa cayó en desuso en España y, a la par, desde el siglo XVI había llegado y arraigado en la Nueva España (aunque en México adoptó con prontitud otra significación diferente a la irónica). Hoy “bien puede pasar por mexicanismo típico”, dice el propio Alatorre (1992), y agrega:

Desde muy temprano, […] los criollos2 […] pusieron en la palabra Cachopín un ingrediente muy americano (o, más exactamente, mexicano), y con eso le dieron permanencia. En España, en cambio, la palabra no tuvo mucha vida [excepto cuando] la emplean […] refiriéndola al Nuevo Mundo (pp. 275 y 292).

En efecto, desde que apareció el vocablo gachupín (o cachopín) en la Nueva España empezó a abandonar sus implicaciones burlescas y el “ingrediente muy mexicano” se refiere a un nuevo significado: ‘el español recién llegado a México’.

Podemos conjeturar con alta probabilidad que la expresión gachupín en México comenzó a aplicárseles con su sentido irónico original a los españoles recién llegados porque arribaban con una actitud pretenciosa, dándose ínfulas de grandeza; muchos decían ser de una

minoría noble o que presumía de serlo […]; se vieron for­zados por su estatuto de europeos a superar a los demás, manteniéndose encima de ellos aun cuando fuese por las solas apariencias exteriores […]; demasiado deseosos […] de acumular en sus personas […] las señales y adornos capaces de distinguirlos del pueblo llano (Alberro, 1992, pp. 184-185).

Sin embargo, ante la aplicación generalizada de ese sobrenombre para los iberos recién llegados (generalmente presumidos), al paso del tiempo su carga sarcástica quedó atrás y devino especie de gentilicio.

Primera conclusión: En el siglo XVI llegó la palabra gachupín a la Nueva España y pronto dejó su implicación irónica para ser meramente descriptiva de oriundez.

Veamos ejemplos de la palabra gachupín utilizada ya como mero identificador de origen. Entre 1574 y 1577, en México vivió el poeta español Juan de la Cueva y en su Epístola Quinta deja ver lo que nos interesa —además de defender la gastronomía mexicana— (Recordemos que vaquiano significa “experto o versado en algo; experimentado” en asuntos de algún lugar):

[…] Las comidas, que no entendiendo acusan

los cachopines y aún los vaquianos,

y de comerlas3 huyen y se excusan,

son para mí, los que lo hacen, vanos;

que un pipián es célebre comida,

que al sabor de él os comeréis las manos […]

(Alatorre, 1992, p. 287)

Queda clara la implicación de que los cachopines eran los recién llegados y los vaquianos los ya conocedores de México, y que unos y otros no sabían apreciar nuestra culinaria.

De los mismos años es la Ensalada del Gachopín de Fernán González de Eslava, español avecindado en México, donde nuestra palabra en cuestión no solo es confirmada como ‘recién venido’, sino que es usada además en una metáfora del nacimiento de Cristo que la hace incluso apologética; Cristo llegó del cielo a la tierra y el metafórico gachupín vino de España a México:

¡Maravilla, maravilla!

¡Dense a Dios gracias sin fin,

que ha venido un Gachopín

de la celestial Castilla!

Cantadle una cancioncilla

aquí, porque se entretenga:

¡Norabuena venga

el Gachopín a la tierra,

norabuena venga!

(Alatorre, 1992, pp. 287-288)

En 1591, el médico español residente en México Juan de Cárdenas ratificaba que gachupines se refería a los iberos que llegaban a la Nueva España, aunque los dejaba muy malparados al compararlos con los criollos:

[…] todos los [españoles] nacidos en Indias [son] de agudo, trascendido y delicado ingenio […] El cachupín o recién venido […] al contrario, como no se haya criado entre gente ciudadana, [verán] que no hay palo con corteza que más bronco y torpe sea (Alatorre, 1992, pp. 288-289).

He aquí que un gachupín ilustrado criticaba a los gachupines rústicos.

En 1604, el célebre poeta español Bernardo de Balbuena, asimismo vecino de la capital novohispana, en su Grandeza mexicana nos asoma a las concurridas calles de la ciudad: “[…] arrieros, oficiales, contratantes, /cachopines, soldados, mercaderes, /galanes, caballeros, pleitantes […]” (1974, p. 23).

Y hacia 1615, con el mismo tono laudatorio y religioso del gachupín que leímos en González de Eslava, el jesuita Juan de Cigorondo escribió un romancillo, “El Gachupinico y la Gachupina”, sobre Cristo y su madre, donde agradece y proclama: “¡Viva Castilla /que tales cachupines nos envía!” a la Nueva España (Alatorre, 1992, pp. 291-292).

En 1620, el virrey de la Nueva España, marqués de Guadalcázar, emitió un decreto sobre asuntos mercantiles donde alude a los “gachupines o extranjeros”, lo cual evidencia el sentido descriptivo del término, sin ninguna intención calificativa. Más de dos siglos después, José Fernando Ramírez comentaría de ese decreto: “No era un apodo popular, sino una expresión hasta cierto punto técnica”, reiterando que gachupín es “todo forastero procedente de España” (Alatorre, 1992, p. 292).

En 1683, sor Juana Inés de la Cruz, en su comedia Los empeños de una casa, incluyó un verso que refiere a la costumbre madrileña de chiflar en el teatro para repudiar una obra no gustada por el público: “[…] gachupines parecen /recién venidos, /porque todo el teatro /se hunde a silbos […]” (2022, sainete 2º).

Ya a finales del siglo XVII, en el motín de 1692 acaecido en la ciudad de México por la hambruna prevaleciente, de acuerdo con Sigüenza y Góngora, el pueblo coreaba: “Mueran los españoles y gachupines (son los venidos de España) que nos comen nuestro maíz” (1940, p. 146). En el paréntesis, que es de Sigüenza, vemos nuevamente que la expresión gachupines en sí misma no era injuriosa, sino la mera identificación de los destinatarios de la mortal intención.

Segunda conclusión: Durante el virreinato, la voz gachupín amplió su alcance semántico descriptivo para ir del restringido a ‘los españoles recién venidos’ al más amplio de ‘los españoles venidos de España’, aunque tuvieran décadas de residir en la Nueva España. Es decir, el vocablo ya abarcó a todos los llamados españoles peninsulares, recién llegados o no. Esta connotación perduró hasta casi todo el siglo XIX.

En las postrimerías del virreinato, a los españoles peninsulares (gachupines) se les consideraba los principales responsables de malos tratos a los indios y claramente de la privación de empleos a los criollos4 —entre otras cosas—, por lo cual se encuentran muchos textos en su contra, pero el vocablo gachupín no era un agravio, sino un registro de identidad.

Un debate etimológico

Todo lo visto apuntala el origen español (con raíz portuguesa) de la palabra gachupín, pero hubo quienes se inclinaron por diferente procedencia, suponiendo etimología náhuatl para dicha voz. Inclinados a la teoría del aztequismo estuvieron Servando Teresa de Mier, Lucas Alamán y algunos más, con hipotéticos significados para gachupín que van desde “hombre con espuelas”, “hombres que tienen calzado con puntas”, “calzado que pica como víbora” o “el que calza zapato de tacón”, hasta “el que da puntapié con el zapato” o “víbora calzada”.

Las supuestas etimologías del náhuatl para la palabra gachupín son varias y todas consideran como primera raíz a cactli = zapato. Una teoría combina a cactli con tzopinia = espina o algo que pica, para referirse a las espuelas que utilizaban los españoles de a caballo. Otra teoría acopla cactli con chopini = puntapié, para aludir a los españoles que pateaban a los indios. Otra más la conjunta con chapín = zapato de tacón alto, para sugerir algunos modelos de calzado español. Otras interpretaciones implicaban víboras —porque muerden o “pican”—, procurando reflejar una mala imagen del español.

Quizás quienes apoyaron una etimología náhuatl no tuvieron a la mano la información reunida de que ahora disponemos, pero además pudo estar presente cierta carga emocional negativa al asociar a los españoles con patadas y serpientes. Convendría mencionar a fray Servando —inclinado al aztequismo—, a quien Alatorre califica como “un clásico del anti-gachupinismo”; y al nahuatlato jalisciense Eufemio Mendoza, quien relaciona las espuelas con “la crueldad de los españoles”. En cambio, José Fernando Ramírez, ministro de Maximiliano, rechazaba el nahuatlismo y aseguraba que la palabra “no tuvo en su origen ninguna [significación] que pareciera hostil u ofensiva, habiendo aun razones para presumir que fue creada por los mismos españoles” (Alatorre, 1992, pp. 299-301).

Nos parece que el origen ibero del término gachupín es irrecusable, frente a especulaciones ciertamente forzadas de un na­hua­tlismo.

Gachupines en el México del siglo XIX

Alatorre evoca varios documentos elocuentes para nuestros fines: un pasquín de 1808 titulado “¡Mueran los gachupines!”; la Historia de Alamán con la frase de Hidalgo a sus conjurados “¡Caballeros, somos perdidos, aquí no hay más recurso que ir a coger gachupines!”; un volante de 1810 que habla de “los perversos gachupines”; un artículo de Francisco Severo Maldonado que animaba a Hidalgo para continuar “la degollación de los gachupines”; y un escrito del propio cura de Dolores juzgando al Santo Oficio “compuesto de unos gachupines ignorantes” (pp. 298-299). Pero el connotado filólogo no ahondó en el “espíritu” semántico implícito en la expresión gachupín durante el siglo XIX, dejándonos un sabor de boca —con las frases transcritas— que lleva a pensar en una significación peyorativa de ese vocablo desde la guerra de Independencia, quedando atrás los significados irónico y descriptivo que sucesivamente tuvo los tres siglos anteriores. Pero no fue así, como veremos.

Ciertamente, al señalar a los españoles peninsulares (gachupines) como responsables de los males que sufría la Nueva España, se asoció la palabra gachupín con todo lo negativo, pero ello no implicaba que esa voz en sí misma fuera entonces un insulto, como la mayoría de los mexicanos creemos. Esto se debe a que —aunada al pasquín y al volante mencionados y a muchos otros ejemplos similares— la tradición popular puso en labios del padre Hidalgo un “grito” intimidatorio al amanecer del 16 de septiembre de 1810: “¡Mueran los gachupines!” Pero aun si fuera histórica tal arenga, no reflejaría que ese sustantivo fuera despreciativo, aunque el verbo sea gravemente amenazante.

Parece pertinente ejemplificar, por ser un parangón elocuente, con el caso de los supremacistas estadunidenses actuales que nos llaman mexicanos criminales, entre otras acusaciones. Podemos enojarnos con justa indignación porque nos imputan ser criminales, pero nadie pudiera sentirse ofendido porque nos llaman mexicanos. Igualmente, en el violento reclamo de “¡Mueran los gachupines!”, lo tremendo es el verbo, no el sustantivo.

Nos proponemos demostrar a continuación cómo, durante buena parte del siglo XIX, la palabra gachupín siguió siendo meramente descriptiva, aunque el pueblo identificara a los gachupines como explotadores de campesinos en sus haciendas y de obreros en sus fábricas, amén de consumidores en sus tiendas, donde vendían kilos de ochocientos gramos.

Lucas Alamán es quien refiere la frase de Hidalgo de “¡no hay más recurso que ir a coger gachupines!” (1962, vol. 1, p. 374), y agrega que, ya desatada la rebelión,

la religión […] hacía el papel principal, y […] la inscripción que se puso en las banderas de la revolución fue: “Viva la religión. Viva nuestra madre santísima de Guadalupe. Viva Fernando VII. Viva la América y muera el mal gobierno”, pero el pueblo que se agolpaba a seguir esta bandera, simplificaba la inscripción y el efecto de ella gritando solamente “Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines” (p. 379).

Lorenzo de Zavala —también contemporáneo de esos sucesos— relata que, ante la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato, previo a la matanza del 28 de septiembre de 1810, “mueran los gachupines fue entonces el grito general, y la reacción fue una consecuencia muy natural” (1985, p. 46).

Definitorias, para este ensayo, son las citas de cinco iberos de las primeras dos décadas del siglo XIX que a continuación mencionaremos, pues se trata de españoles usando el término gachupín, evidentemente sin intenciones despectivas, como se apreciará.

El alicantino Félix Berenguer de Marquina fue virrey de la Nueva España de 1800 a 1803. Este último año escribió un informe a su sucesor (como era la costumbre) donde menciona varios brotes rebeldes independentistas. Advertía que “el fuego” (el peligro) no estaba apagado, sino solo sofocado. Y abundaba sobre el tema:

Gobernando mi inmediato antecesor, ocurrió la incidencia de una denuncia contraída a un proyecto que se expresaba ma­quinarse por criollos o naturales de este país contra gachupines: le causó bastante recelo, como lo comprueban sus disposiciones; se formó la sumaria y la pasó a la real sala del crimen, en donde subsiste sin haberse recibido final determinación […] (1991, pp. 1381-1382).

Nótese que Berenguer de Marquina usaba la palabra gachupines sin carga agresiva: él mismo era uno de ellos. Y “la incidencia” a que se refiere fue la “Conspiración de los Machetes” de 1799, en el barrio capitalino de La Lagunilla, cuyos conjurados se reunían en el Callejón de los Gachupines Núm. 7 (hoy República de Chile; todavía existe una placa con el nombre de ese callejón en la calle de Chile esquina con Honduras). No se puede pensar que las autoridades virreinales designaran para una vía pública una denominación ofensiva contra los españoles.

En mayo de 1810, el asturiano Manuel Abad y Queipo, obispo en la michoacana Valladolid, aludía a la posición anuente que había tenido el virrey Iturrigaray año y medio atrás, en 1808, frente a un intento de independencia: “Este suceso extraordinario, que inculpaba de algún modo a todos los españoles americanos, pues que confundía la opinión del mayor número con la opinión de algunos pocos, exaltó en gran manera la rivalidad y división entre gachupines y criollos […]” (1994, p. 157). No debatamos con el obispo; lo que ahora nos interesa es el uso de la palabra gachupín obviamente sin encono.

El 24 de septiembre de 1810, comenzada la guerra de Independencia una semana antes, el arzobispo de México Francisco Javier de Lizana emitió una Exhortación para que vuelvan a sus hogares los que ayudan a Hidalgo(Lizana y Beaumont, 1877-1882), que en parte dice:

¿Y qué [se] puede esperar estando divididos los ánimos del gachupín y criollo, sino la destrucción de uno y otro? […] Un ministro del santuario [Hidalgo] ha tiznado nuestro venerable gremio […] (vol. 2, docto. 23).

En este escrito del prelado también corroboramos la utilización de la voz gachupín sin un sentido despectivo.

El 20 de mayo de 1811, Fermín de Reygadas escribió su Discurso contra el fanatismo y la impostura de los rebeldes de Nueva España(Reygadas, 1877-1882), donde leemos una diatriba contra Miguel Hidalgo. El santanderino protestaba: “¿A quiénes llama aquel indigno cura [Hidalgo] americanos oprimidos? ¿Dónde están estos infelices, cuya opresión ha hecho salir a campaña a este don Quijote vallisoletano? […] ¿Dónde [está] el cautiverio, dónde las duras cadenas en que os hacen gemir los gachupines?” (vol. 2, docto. 258).

Vemos, de nueva cuenta, que el uso de la palabra gachupín se hacía incluso por los propios españoles en 1811, ergo no era peyorativa. Y abundemos, con Reygadas: “¿Gachupines? Estos y los americanos, como individuos de una sola familia, están íntimamente unidos con los lazos sagrados de la religión y de la sangre […]” (vol. 2, docto. 258).

El virrey Félix María Calleja, en un discurso del 26 de marzo de 1813 (Hernández y Dávalos, 1877-1882), apelaba a la concordia, aunque a la vez amenazaba:

Españoles de ambos hemisferios habitadores de estas pro­vincias, […] tiempo es ya de que conozcáis que vuestro ver­dadero interés es incompatible con vuestra desunión y de­safecto […] Destiérrense de nuestras bocas esos nombres odiosos de criollo y gachupín, inventados por la ignorancia y mantenidos por la fatuidad […] (vol. 5, docto. 3).

Con respecto a los apelativos de criollo y gachupín, a Calleja le parecían “odiosos” porque reflejaban “la discordia y la enemistad”, la “desunión y desafecto” entre los españoles europeos y los americanos, no porque fueran términos ofensivos en sí mismos: criollo jamás lo fue y gachupín lo llegaría a ser, paulatinamente, hacia la segunda mitad de ese siglo XIX y sobre todo al inicio del XX.

En 1839, Ángel Calderón de la Barca fue el primer embajador de España ante el México independiente (entonces llamados ministros plenipotenciarios). Hoy es más conocida su esposa, la escocesa Madame Calderón de la Barca, la más famosa escritora de literatura viajera en México. En abril de 1840, él escribía en su Diario sobre un santuario muy cercano a la capital:

Nuestra Señora de los Remedios —llámanla la Gachupina—, es una imagen del tamaño de poco más de un palmo. Sólo tiene de esculpida la cabeza de la virgen y del niño que son de madera y con pelucas de pelo. No es posible ver cosa más fea […] (2012, p. 99).

Independientemente de los aspectos estéticos, es claro que el sobrenombre que se aplicaba a esa Virgen no podía ser despectivo.

Para mayo de 1841, el embajador opinaba en contra de la posibilidad de hacer reconocimientos especiales a los españoles avecindados en México:

[…] una condecoración [de España] o una gracia a sus per­sonas los haría tal vez sospechosos a este gobierno, los señalaría a la animadversión del populacho y daría un pretexto a los demagogos para repetir el inconsiderado y homicida grito de persecución a los gachupines […] (Calderón de la Barca, 1949, vol. 1, p. 193).

En diciembre de 1856, treinta asaltantes mataron en el ingenio de San Vicente, cerca de Cuernavaca, a seis acaudalados españoles. Ofrecieron infructuosamente enormes sumas de dinero para salvar la vida. El marqués de Pidal, canciller español, escribió:

El atentado de San Vicente no es un hecho aislado. El ase­sinato, aún impune, de don Andrés Castillo en las minas de San Dimas, realizado […] al grito de “mueran los gachupines”, ante la indiferencia de las autoridades locales, alentó a sus autores a cometer los demás crímenes con la cooperación de algunos individuos de la región y con armas del servicio público (1963, vol. 1, pp. 408-409).

El embajador francés, Alexis de Gabriac, agregaba sobre San Vicente:

Un obrero francés que había ido a colocar una pieza a la má­quina y que ya estaba atado para ser fusilado, jura que no es español, que es francés, y se le responde que ya que no es ga­chu­pín —expresión peyorativa que en lenguaje mexicano designa a un español— se le hará gracia […] (1963, vol. 1, p. 379).

Aunque el aserto de Gabriac es contundente, el término gachupines no era todavía despectivo de manera generalizada; en ocasiones seguía siendo meramente descriptivo de un origen determinado. Nuestra afirmación surge de que aún veremos citas de años posteriores con el uso de esa palabra sin carga negativa, de manera inequívoca.

El poeta y dramaturgo castellano José Zorrilla —autor del clásico Don Juan Tenorio— vivió en México casi ininterrumpidamente de 1855 a 1866. En 1859 escribía:

Duraba aún, no la inquina contra los españoles, sino la mo­no­manía nacional de creerse aún obligados a tener odio a los gachupines, reducida entre la gente de razón al antagonismo vulgar y sin consecuencias que obliga a los franceses a chungas a los excéntricos hijos de la Albión [Inglaterra] y a nosotros a los fidalgos de Portugal (1998, p. 152).

Además, Zorrilla versificaría sobre los albores decimonónicos:

Nuestro siglo es rebelde: no hubo modo

de resistir al siglo. Comenzóse

a recordar y a comentarlo todo:

se evocó lo pasado: apostrofóse

al castellano gachupín y godo.

Que era invasor tirano declaróse,

y empezó en uno y otro conciliábulo

la insurrección caliente a tomar pábulo.

(1888, p. 48)

Acerquémonos a finales del siglo XIX, cuando todavía seguía habiendo menciones a los gachupines hechas por españoles, obviamente sin intención ofensiva; incluso veremos alguna laudatoria. También conviene observar cómo, a la par del significado meramente descriptivo del vocablo gachupín, durante esa centuria asimismo se fue manteniendo a nivel popular la animadversión en contra de los españoles, que se arrastraba desde el virreinato. Ello sucedía bajo los influjos aún de la cada vez más lejana gesta de Miguel Hidalgo, aunque en el siguiente testimonio de un periodista español, al parecer en los setenta de ese siglo ya no eran frecuentes las manifestaciones agresivas a propósito de la conmemoración del Grito de Dolores.

José F. Vérgez, residente en Cuba, visitó México en 1873 invitado por el presidente Lerdo de Tejada. Escuchemos sus cavilaciones:

No está tan lejano el día en que, con el pretexto de celebrar el aniversario de la independencia, el grito de ¡mueran los gachupines! dado por las turbas obligaba a los españoles a cerrar las puertas de sus establecimientos y aun a abandonar la capital (1902, p. 222).

En 1874, el polémico periodista murciano Adolfo Llanos y Alcaraz se enfrascó en una polémica desde el periódico capitalino La Colonia Española enfrentado con otros órganos de la prensa mexicana. El punto de la litis era el origen del plagio en México: Llanos lo consideraba endémico del país en tanto que sus opositores mexicanos lo achacaban a los españoles. La Orquesta, bisemanal satírico, publicó esta recomendación a “la autoridad: que vigile y mucho al elemento gachupín que abunda en la capital de la república. No hablamos de los caballeros españoles sino del montón de gachupines vagos que andan por ahí a caza de buenas fortunas […]” (Zamacois, 2006, p. 20). Llanos exigió aclaraciones al respecto, pero solo recibió como respuesta indirecta un artículo sobre un longevo matrimonio de españoles, que en parte versificada decía: “¡Qué demonio de gachuzos estos! […] /¡Por vida de Satanás, /que es fuerza ser gachupín, /para no morir de esplín, /con una unión tan tenaz!” (Zamacois, 2006, p. 36). Desde luego que el gachuzos ya era entre burlón y afrentoso, pero podría quedar incierto si, en ese artículo de La Orquesta, el mero término de gachupín también era peyorativo. La incertidumbre deriva del uso que le daba a esa expresión el propio Llanos (Montellano, 2008). Enseguida veremos que él usaba esa voz, como era de esperarse, sin intención ofensiva:

Estando a la orden del día la cuestión de los plagiarios, sos­pechamos que algún autor mexicano habría compuesto una obra de oportunidad para poner en ridículo a los gachupines, y fuimos al Teatro Principal […] Hasta en la literatura se halla arraigado el plagio en este hospitalario país y […] los gachupines están sentenciados a ser, moral y materialmente, las primeras víctimas de los plagiarios mexicanos (p. 121).

Otro escritor, el madrileño Enrique de Olavarría, en los ochenta del XIX encomiaba lo mismo al intendente de Guanajuato, Juan Antonio de Riaño, español peninsular, que al Padre de la Patria: “Entendíanse muy bien aquellos dos espíritus sanos e ilustrados” (1987, p. 222). Decía que es “lástima que entren tan pocos gachupines como Riaño en las hornadas que remite a estos reinos la metrópoli” (p. 221).

En 1892, el acaudalado empresario santanderino Telésforo García escribió una carta a su amigo Emilio Castelar, expresidente de la Primera República española, a propósito de las críticas que había tenido en México un artículo de Castelar sobre Cortés y Cuauhtémoc. La carta está redactada sin comedimiento hacia los mexicanos:

[…] Estas gentes [los mexicanos] jamás me perdonarán que, siendo extranjero, y gachupín por añadidura, les haya puesto más de una vez la albarda. Por eso y porque entre todos los que tomaron parte en ese asunto [de las críticas] no hay uno solo que no sea un ente asqueroso, nada había querido noticiarte de semejantes miserias (2003, p. 87).

Recuérdese que albarda es la base que se pone sobre el lomo a las bestias para soportar la carga. Mas lo nuestro es que García era español y empleaba la expresión gachupín, aunque nos queda la duda si en este caso la empleó porque todavía era usada como especie de gentilicio o precisamente para destacar —pues ya comenzaba a ser ofensiva— que así lo tildaban los mexicanos por ponernos la albarda.

Tercera conclusión: La semántica despectiva de la voz gachupín la fue adquiriendo de manera paulatina durante el siglo XIX, sobre todo hacia el final.

Gachupines en el México del siglo XX

La Revolución mexicana exacerbó los ánimos. Los propietarios de haciendas, fábricas y grandes comercios, en general asumieron una posición antirrevolucionaria, pues sus negocios eran afectados por la contienda militar, los disturbios populares y por la alteración del statu quo. Y buena parte de esos propietarios eran españoles —padres e hijos— en quienes se focalizó el coraje revolucionario.

Cuarta conclusión: A partir de la Revolución el vocablo ga­chupín dejó en definitiva de ser descriptivo para convertirse francamente en agresivo y su alcance rebasó a los españoles de nacimiento para abarcar igualmente a los ya nacidos aquí, sobre todo si mantenían la pronunciación de la zeta y de la ce.

Ilustremos esta reorientación semántica de la palabra que analizamos, recordando en primer lugar las afirmaciones del lexicólogo sevillano Francisco Rodríguez Marín (Alatorre, 1992), quien en 1922 decía: “Sabidísimo es que en Méjico suelen aplicar despectivamente a todos los españoles el apodo de gachupines”. (p. 295)

El cántabro Luis Araquistáin vino a México en 1927 y publicó acerca de la colonia española: era “la más odiada de todas por los revolucionarios. El odio, sin embargo, viene de antiguo y arranca de diversas motivaciones. Hace mucho tiempo que corre como un proverbio por Méjico esta frase acerba: ‘El gringo es malo, pero el gachupín es peor”. Y explicaba que “gachupines eran los rapaces que iban a Méjico a hacer fortuna en el comercio o en el campo”. Continuaba así:

Los gachupines representaban cuanto había de más odioso para los mejicanos: eran el recuerdo vivo del pasado colonial; eran los señores de horca y cuchillo de casi todas las haciendas del país; eran los monopolizadores del pequeño comercio con be­neficios mayores que el ciento por ciento; eran los pres­ta­mistas a usura fabulosa […] (1930, pp. 203-210).

En 1934, el asturiano Ricardo de Alcázar publicó un libro titulado El gachupín, problema máximo de México, y en él leemos algunas reflexiones exageradas (como lo es el propio título):

La causa, paladina o recóndita, que obstruye el armónico de­sen­­volvimiento nacionalista mexicano es el gachupín, puesto como una premisa fatal a la cabeza de la historia del Mé­xico que nace bajo la tutela española, y mezclado después, como una mala hierba inextirpable, en todos los actos político-so­ciales del México independiente […] (p. 9).

Oriundo de Galicia y residente en La Habana, Xosé Neira Vilas escribió el libro Gallegos en el Golfo de México (1983), donde colecciona dieciséis entrevistas a paisanos suyos, pescadores avecindados en Cuba desde las primeras décadas del siglo XX. Relata la escala de un barco en Isla Mujeres, detenido en 1938 por pescar en aguas mexicanas, y la participación de sus marineros en una celebración; eran los

festejos de la Guadalupe, que duran una semana de farra con­tinua […] Cada tanto, al percibir nuestro acento, nuestra zeta, [los mexicanos] descolgaban aquello de “¡Chingaos gachupines de la gran madre!”, y nosotros venga de reír y beber, y las pistolas de ellos disparando a las nubes […] (p. 167).

Nótese aquí que gachupín es usado en ese momento de una manera divertida, formando parte de una actitud festiva (recuerda el supuesto uso juguetón de palabas malsonantes entre los veracruzanos de Alvarado, según dice la vox populi). Además, la hospitalidad de los mexicanos se aprecia ante los pescadores gallegos en desgracia, con su barco confiscado.

Gachupines y refugiados republicanos

La importante migración española a México provocada por el golpe de Estado franquista y la Guerra Civil trajo a nuestro país cerca de veinte mil republicanos asilados entre 1937 y los primeros años cuarenta. Independientemente del gran impulso que esa migración implicó para la ciencia, las humanidades, la cultura y las artes en México, ahora lo que debemos destacar es que el vocablo gachupín quedó relegado entonces solamente para designar a los españoles residentes en la República mexicana desde antes del golpe militar de Franco. Todos los recién llegados, republicanos, se llamaban a sí mismos refugiados, enfatizando que no eran gachupines.

En 1940, León Felipe publicó este poema cargado de nostalgia que tituló significativamente “Está muerta… La hemos asesinado entre tú y yo”, refiriéndose a su patria vista desde México; refleja allí el desencanto que le embargaba y reprocha a los viejos inmigrantes españoles:

Está muerta. ¡Miradla!

Miradla

los viejos gachupines de América,

los españoles del éxodo de ayer

que hace cincuenta años

huisteis de aquella patria vieja por no servir al Rey

y por no arar el feudo de un señor…

y ahora… nuevos ricos,

queréis hacer la patria nueva

con lo mismo,

con lo mismo que ayer os expatrió:

con un Rey

y un señor

[…] (pp. 61-62).

El catalán Pere Calders, en su novela La sombra del maguey, de 1959, relata la historia de un joven español exiliado en México casado con una mexicana de modestos orígenes provincianos, y cómo se ve envuelto en una vida mediocre dentro de una vecindad capitalina. El drama se vuelve divertido en la irónica pluma del autor:

Adela había descubierto (demasiado tarde, según ella) que su ma­rido [refugiado] no tenía nada que ver con el español ga­chu­pín, odiado y admirado a la vez por su estilo de plantar bandera y abrirse paso a codazos, con su constante habilidad para hacer dinero. Su marido era distinto (Calders, 2002, p. 29).

La modista andorrana Dolores Duró Betriu, esposa de un líder sindical catalán, en 1942 llegó a México. “Aquí encontré muy buenas personas que me ayudaron mucho y en los momentos más difíciles de mi vida, tanto mexicanos como refugiados y gachupines(Duró, 2003, pp. 159-160).

En efecto, aunque la mayoría de los viejos residentes espa­ñoles adinerados —entonces llamados gachupines— eran franquistas y por tanto no simpatizaban con la ideología de los republicanos refugiados, hubo muchos empresarios que, más allá de la política, dieron la mano a sus paisanos y les ofrecieron empleo.

El catalán José María Muriá, asimismo refugiado, hablaba de sus paisanos que vivían en México desde tiempo atrás:

No todo es malo entre los gachupines […] Recuerdo que uno de ellos […] me dijo que, republicanos o fascistas, todos éramos españoles. Aunque todos eran franquistas y creían la propaganda de la prensa de que los refugiados éramos matacuras, asesinos, rojos, desalmados, en el trato directo, de cara a cara, de hombre a hombre, cambiaban completamente. Tanto es así que fueron muchos los gachupines, acérrimos franquistas, que buscaban re­fugiados españoles para darles puestos en sus negocios (Muriá, 2003, p. 131).

La catalana Teresa Gironés de Porter (1996) hablaba de los rechazos iniciales sufridos por los asilados:

La colonia española […] no tuvo buenos deseos para nosotros al principio… ellos eran los gachupines (y todavía cultivaban la z, el ceceo pues), nosotros éramos los rojos… casi los malos españoles… […] El tiempo nos puso en orden […]; hace ya algunos años que ellos dejaron de ser gachupines; y nosotros refugiados, refugachos, rojos… para ser simplemente españoles (por nuestra dicción) y los hijos respectivos, ya todos me­xi­canos, precisamente por su dicción (p. 120).

Julio Mayo,5 uno de los famosos fotógrafos de la agencia Hermanos Mayo, españoles refugiados en México desde el final de la Guerra Civil, décadas después, ya casi nonagenario, rememoraba:

No éramos [los refugiados] el inmigrado […] que venía aquí a ver cómo podía explotar. Eran unas circunstancias muy di­fe­rentes a esas inmigraciones que el pueblo mexicano conocía. Entonces, hubo un distanciamiento muy marcado entre los es­pañoles; era un orgullo, un honor decir “soy refugiado”. No­so­tros los refugiados protestábamos si nos llamaban ga­chu­pines, porque ser gachupín era una ofensa, ya que aquellos habían ve­nido a explotar al pueblo y a hacer dinero (Mraz y Vélez Storey, 2005, p. 21).

El estadunidense John Mraz (2014), experto en iconografía y simbología de las imágenes, abundaba en el tema:

Los Hermanos Mayo eran muy conscientes de su situación de exiliados políticos, y se distinguieron claramente de los ga­chu­pines […] Al igual que los demás refugiados republicanos, los Hermanos Mayo rechazaron ferozmente ser confundidos con esos inmigrantes españoles, que habían venido con el objeto de obtener beneficios económicos (p. 277).

El académico vasco Carlos Blanco Aguinaga estuvo refugiado con sus padres republicanos en Francia y después en México, donde se formó en El Colegio de México (llamado inicialmente Casa de España). En 2006 publicó interesantes reflexiones:

Los refugiados nos encontrábamos cotidianamente con tres fuer­zas de oposición. La más amplia y profunda, pero en realidad nada dañina para nosotros, era la del pueblo llano mexicano que nos calificaba de “gachupines” y, por tanto, de explotadores, sin distinguir entre españoles de uno u otro color político. Más serias oposiciones eran las de los verdaderos gachupines (cortésmente llamados “antiguos residentes”), franquistas los más, y las de la derecha mexicana. Para esos dos grupos no éramos sino unos “rojos indeseables”, y nos hacían guerra cotidiana en la prensa y por el radio. Pero importa también recordar que si bien, en general, nuestros mayores en el exilio nunca tuvieron relación con la derecha mexicana, muchos acabaron trabajando con y para “gachupines” […] (pp. 30-31).

Quinta conclusión: A partir de los postreros años treinta del siglo XX, la aplicación del término gachupín se limitó a los antiguos inmigrantes españoles, distinguiéndoseles de los exiliados republicanos recién llegados, a quienes se designó con el nombre de refugiados. Estos últimos fueron quienes más se empeñaron en marcar esa diferenciación, y los mexicanos de cierto nivel cultural, en general, la asumieron. En todo caso, en el entendimiento popular no se distinguía mayormente entre gachupines reaccionarios franquistas o republicanos de izquierda.

Sexta conclusión: Al paso de las décadas, esa distinción entre gachupines y refugiados se fue borrando al enfriarse los ánimos políticos e ir muriendo los últimos refugiados y los últimos viejos inmigrantes de la colonia española. Ya solo quedaron los hijos mexicanos de ambos grupos. Aun así, subsiste en boca del pueblo la expresión gachupín con sentido despectivo aplicada a quienes pronuncian la zeta y la ce, incluso al margen del lugar de nacimiento.

La palabra gachupín a fines del siglo XX e inicios del XXI

Ya quedó explicitada la permanencia peyorativa entre los mexicanos de la semántica del vocablo que nos ocupa, mismo que actualmente ya puede considerarse como un mexicanismo, dado que su utilización de hecho se limita a México. Mas, en las últimas décadas, ¿cómo han escuchado los españoles esa palabra?

El profesor canario Sergio Toledo realizó un viaje a México en 1978-1979. De ese periplo, relata una prolongada fiesta en la capital en una casa donde él estaba hospedado, y la reacción de un mexicano ante un insignificante comentario suyo:

Yo estaba frito de sueño y quedaba un grupo de invitados que no anunciaba síntomas de irse. Debí decirles algo como: ¡Muchachos, qué tal si vamos acabando, porque estoy que me caigo! Uno de ellos dio un respingo como si lo hubiera picado un alacrán en la yugular. “¡Ningún gachupín viene a México a decirme lo que tengo que hacer! Cuando me acabe la botella te la rompo en la cabeza”, vociferó. Me quedé de piedra. El arma tenía tequila para un buen rato todavía […] (2007, pp. 196-197).

Originario de Pamplona, el especialista en cibercultura, Javier Echeverría escribió en 1987Un mundo raro, relato sobre México cuyo título rememora al compositor José Alfredo Jiménez. Echeverría tuvo la oportunidad, en una pulquería, de conocer los inesperados giros que puede tener el comportamiento popular mexicano. Ello sucedió ante un ebrio y agresivo parroquiano que se les acercó:

Nos salvó la vida nuestra condición, simplemente, de ga­chu­pines. Sus terribles agresiones quedaron mediatizadas por la lengua común. Hizo gala de sus conocimientos de historia: hablamos del malvado Cortés y de la traidora Malinche; pero su afán vengativo remitió al pedir nosotros una segunda jarra de pulque. Él se hizo con otra: la mediación se había establecido, aunque todavía a distancia. Al llegar a la tercera jarra nos invitó. La vida no vale nada, meditábamos […] (p. 23).

En 1999, el cantautor español Joaquín Sabina compuso una canción al llamado subcomandante Marcos de la Selva Lacandona:

[…] si andas cambiando la historia

con la tinta y el fusil […]

me conmueve tu manera […]

de desempolvar la crin

del caballo de Zapata,

de matar a los que matan […]

Por lo demás cuídate

cuando vengan por las malas

que no te rocen las balas

que no te falte papel

ni frijoles ni mujer

que la Virgen Lacandona

te esconda bajo su lona

te lo pide un gachupín

que se despierta en Madrid

soñando con tu persona.

(Sabina, 2002, pp. 195-196)

El historiador cántabro Tomás Pérez Vejo, avecindado en Mé­xico, en 2010 asentaba sobre el cura de Dolores: “A Hidalgo en sus mensajes pidiendo la rendición no se le ocurre dirigirse a los españoles sino a los europeos o, cuando quiere ser más ofensivo, a los gachupines” (2019, p. 152). Equivalente aseveración hace el mexicano Jorge García-Robles en su Diccionario de modismos mexicanos (2011), cuando dice en la entrada gachupín: “La palabra se volvió despectiva e injuriosa hacia los españoles en general a finales del s. XVIII y sobre todo durante la Independencia” (p. 150). Ya vimos que, en 1810, ese vocablo no era ofensivo. Estos yerros contemporáneos, tan frecuentes, evidencian la necesidad de aclarar las cosas.

El extremeño Luis María Marina, poeta y diplomático, vivió cuatro años en México y en 2012 escribía acerca de la relación de los mexicanos con los españoles:

Las profundas heridas que el mexicano siente causadas en su historia han cicatrizado débilmente. Al más ligero roce, roto el dique que lo contenía, ese caudal se desborda, imparable ya. Y el gachupín no tiene más remedio que, ante la sutil ve­he­mencia de su contertulio, irse castizamente con el rabo entre las piernas […] (p. 160).

Conclusiones finales

La creencia generalizada entre los mexicanos de que la palabra gachupín era un insulto durante la guerra de Independencia está equivocada. Desde que ese vocablo llegó a la Nueva España y se “aclimató” durante el siglo XVI, su significado pasó de ser irónico a una especie de gentilicio: primero referido a los españoles recién llegados de España y con el transcurso del virreinato fue aplicado a todos los españoles nacidos en la península ibérica. Esa semántica meramente descriptiva de oriundez la mantuvo esa palabra buena parte del siglo XIX, aunque la fue perdiendo de manera gradual, dando paso a la agresiva. Fue con la Revolución cuando el vocablo adoptó, ya francamente, una implicación negativa que mantiene hasta la fecha.

Imposible negar la animadversión tradicional del pueblo me­­xicano contra el español, sentimiento con raíces tan antiguas como injustificadas a estas alturas del siglo XXI, pues se remontan a la Conquista, a la sangría que significó el virreinato, a la cruenta guerra de Independencia y a la explotación en haciendas y fábricas propiedad de españoles. Esa animadversión, ciertamente anacrónica y por lo mismo ya fuera de lugar, se manifiesta verbalmente en el uso de la palabra gachupín con un sentido ofensivo.

El mexicano en general no cree aquel argumento que presenta a una España del Renacimiento como artífice de la Conquista con loables objetivos de religión y civilización.6 El mexicano tampoco siente que los tres siglos coloniales sean motivo de agradecimiento. Pero ante ese sentimiento generalizado —y, en sus orígenes, justificado— está el hecho fehaciente de que la gran mayoría de los mexicanos somos mestizos de español con indígena y hoy, quinientos años después de la Conquista, sería sano asumir esa condición de mestizaje sin complejos ni resentimientos. Estos últimos provocan malquerencias y se reflejan en la palabra gachupín. Es una paradoja y un contrasentido que expresemos animosidades y animadversiones en contra de España ni más ni menos que ¡en español!

Quizás, con el tiempo, a la palabra gachupín le suceda algo parecido a lo que pasó con chicano y chilango, que originalmente eran términos despectivos, pero que acabaron perdiendo su implicación negativa. Más aún, gran parte de los mexicoamericanos ahora se reconocen orgullosamente a sí mismos como chicanos e incluso existen en la Universidad de California y otras universidades de Estados Unidos —y también en la UNAM— Departamentos de Estudios Chicanos, con ese nombre. De manera similar, los capitalinos ya no sienten ofensivo el término chilango y hasta hay una popular revista con esa palabra como título. La voz gringo, en cambio, aún no se acaba de suavizar, aunque conocemos estadunidenses que con buen humor se autonombran gringos. A gachupín, contrariamente, todavía le falta atemperarse más en el léxico mexicano.

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1 Aunque Montemayor era lusitano, su novela Diana la escribió en castellano.

2Ya sabemos que criollos se les decía a los españoles de sangre, pero ya nacidos en México.

3Dice “comellas” en el original; arcaísmos, como éste, los hemos modernizado en este trabajo.

4El desplazamiento de los criollos (o españoles nacidos en México) de los empleos más importantes en el gobierno, el ejército y el clero —pues solo los ocupaban españoles peninsulares—, está reconocido por los historiadores como una de las causas principales que motivaron la guerra de Independencia.

5En realidad, Julio Mayo se llamaba Julio Souza Fernández; con sus hermanos Paco y Cándido formaron la agencia fotográfica Hermanos Mayo, a la que se sumaron Faustino y Pablo del Castillo. Todos ellos fueron gallegos.

6Hernán Cortés la llevó a cabo por su cuenta, sin la autorización del rey y en contra de las órdenes de las autoridades reales en Cuba, y lo que buscaba era “rescatar” oro (basta leer sus propias Cartas de relación).

Recibido: 24 de Mayo de 2022; Aprobado: 08 de Noviembre de 2022

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José Iturriaga de la Fuente es licenciado en Economía por la Universidad Nacional Autónoma de México, licenciado en His­toria por la Universidad Iberoamericana, obtuvo su maestría y doctorado en Historia del Centro de Investigación y Docencia en Humanidades del Estado de Morelos (CIDHEM) hoy Co­legio de Morelos. Autor de 77 libros publicados en reconocidas editoriales e ins­ti­tuciones (FCE, UNAM, INBA, INAH, SEP, Conaculta, Gri­jalbo, Diana, Plaza y Valdés, SRE, Secretaría de Cul­­tura federal y estatales, etc.), entre ellos: Anecdotario de via­jeros extranjeros en México,4 tomos (FCE, 1988-1992) yEl medio ambiente de México a través de los siglos(UNAM-Profepa, 2002). Iturriaga tiene siete libros más en coautoría y es autor de 40 prólogos y de 45 colaboraciones en libros colectivos. Últimos libros publicados:Historia de las epi­demias en México(Grijalbo, 2020),Anecdotario de extranjeros en México, tomo IX (Secretaría de Cultura de San Luis Potosí, 2021),La arqueología mexicana en miradas forasteras(Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2021),Miradas extranjeras al estado de Guanajuato(Instituto Estatal de la Cultura, 2022) yEl perfil del mexicano en la mirada española(Universidad Nacional Autónoma de México, 2022, e-book).

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