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Letras históricas

versión On-line ISSN 2448-8372versión impresa ISSN 2007-1140

Let. hist.  no.15 Guadalajara sep. 2016

 

Entramados

Un bestiario para la democracia decimonónica. Un análisis de La Bolsa de Martel

A Bestiary for 19th Century Democracy: An Analysis of Martel’s La Bolsa

Camila Arbuet Osuna1 

1Universidad Nacional de Entre Ríos, Argentina. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Eva Perón 24, 3260 Concepción del Uruguay, Entre Ríos, Argentina.


Resumen:

El presente trabajo rastrea en la novela La Bolsa, de Julián Martel, el sistema de creencias, miedos y prejuicios que contenía la noción de democracia a fines del siglo XIX, en pleno proceso de consolidación del Estado argentino. Con un lenguaje heredado de la tradición europea romántica y renacentista, Martel arma una suerte de bestiario para definir los cuerpos de la otredad a los que vincula con la posibilidad democrática. En el relato se denota la obscena connivencia que impone la Bolsa con estos nuevos sujetos que llegan a la esfera pública, desnudando la paradójica regla del capital: una igualdad ante la mercancía que se mantiene gracias a la desigualdad entre las personas.

Palabras clave: Argentina; democracia; Estado; Martel; crisis; anamorfismo

Abstract

This paper proposes tracking in Julián Martel’s 19th Century novel, La Bolsa, a system of beliefs, fears and prejudices which encompassed the notion of democracy in the time of Argentine State consolidation. With an inherited language of the European romantic and Renaissance tradition, Martel develops a sort of bestiary to define the bodies of otherness to those linked to the possibility of Democracy. We analyse in the account, the obscene connivance imposed by the Stock Market, with these new subjects reaching the public sphere, exposing the paradoxical rule of Capital: equality before merchandise that is maintained thanks to political inequality between people.

Key words: democracy; State; Martel; crisis; anamorphism

Introducción

La novela La Bolsa, escrita por José María Miró, más conocido como Julián Martel, e impresa en 1891 en las tiradas del diario La Nación, sigue a pies juntillas una ola de literatura de tesis en la cual se embarca casi toda esa generación de escritores que recogen el dilema de la inmigración en sus tramas, conjuntamente con el escenario de la crisis. Este grupo (del que forman parte Cambaceres, Argerich, Sicardi y Payró, entre otros), aunado como tal por el objeto de sus trabajos, la inmigración, ofrece, además de una cartografía de las reacciones que desata esta irrupción del Otro a fines de siglo, una pintura de época que busca sentar juicios sobre la “fisonomía” moral de Buenos Aires, el papel femenino, la naturaleza humana, etc., con lo cual se construye una literatura cargada de los temores y las apatías propias de una clase dominante de cara a la crisis; una literatura en la cual se transparentan de manera exacerbada el ideario clasista de los autores, las filiaciones políticas y filosóficas, las fobias, así como muchos de los bastiones identitarios con los que aún se identifica a la vieja oligarquía argentina y que sirvieron de soporte para la consolidación ideológica del Estado nacional.

La propuesta del trabajo consiste en rastrear en el texto el “sistema de creencias”2 que carga la noción de democracia en el contexto de la crisis de 1890, observando cómo dicha idea queda tensionada por las divisiones propias del realismo naturalista entre ser y deber ser, por una tajante dicotomía entre lo real y lo ficticio, así como por los tópicos de un positivismo biologicista que convive -cargado de paradojas- con un estilo narrativo propio del romanticismo. Para constatar la primera de estas tensiones, que opone la idealización democrática a su oscura realización (es decir, la abstracción meritocrática con la que jugaba la aristocracia a la real fuerza de los iguales ante la ley), Julián Martel va montando una tradición discursiva3 acorde con los principios que publicita el Club del Progreso y abonada también por los temores de una clase que, con los ecos frescos de la Comuna de París, mira con desprecio pero también3con una oscura fascinación el crecimiento de una masa que promete corroer el sentido mismo de su ser, la división sensible de lo real. De allí surge lo que hemos llamado el bestiario de la democracia. El presente escrito pretende reparar tanto en la construcción de significaciones encontradas en torno a la democracia como en el caudal preformativo que éstas poseen de cara a la estabilización post-crisis del noventa, dejando señaladas, finalmente, algunas de las huellas de esta petrificación que siguen funcionando en el ideario nacional aún hoy.

La mezcla

La historia que narra La Bolsa es la fábula novelada del honrado Dr. Glow, quien ingresando en la fiebre de la especulación, como tantos otros en los ochenta, comienza una carrera de vertiginoso ascenso económico y social paralela a una igualmente vertiginosa debacle moral, tutorada por “pillos inmigrantes” que han venido a la fértil tierra argentina a colmar sus arcas a costa de otros. Escrita en pleno proceso de reacción a la crisis económica, bajo las políticas proteccionistas y las medidas desesperadas del presidente Pellegrini, la novela no deja de conjugar un tono nostálgico (por la sociedad pre-aluvional) con la sensación de quien mira bajo la lupa de la razón histórica y se siente en el deber de legar la moraleja conservadora sobre la aventura liberal económica.

Julián Martel comienza su obra con un capítulo denominado “El escenario”. Describe en él una tempestad que, al igual que la homónima obra de Shakespeare, prepara la dislocación de los lugares. Allí el autor presenta la noción de “desquicio”, que utilizará recurrentemente para conmover la sensibilidad del lector, hablando incluso en primera persona en algunos tramos. La lluvia es descrita en analogía con la turba furibunda, desmedida y sin timonel (guiño al rótulo pellegrinista que unge al gobernante de turno como “el piloto de tormentas”), que ataca a la vez a la Bolsa, a las banderas de remate y al Congreso; ella es asimilable a los “calaveras valentones” que “recorren en pandilla los barrios infames armando jolgorios que confunden lo trágico con lo cómico”,4 dado que, como los románticos, Martel piensa que una época en que la comedia suple a la tragedia es una época pérfida. La amoralidad está vinculada íntimamente con el sinsentido de la acción, al dejo carnavalesco propio del populacho (detenidamente descrito en sainetes como los de Carlos Pacheco y Nemesio Trejo), con lo pasional y peligrosamente imprevisible de éste. En la línea de José Ingenieros y del futuro autor de Las multitudes argentinas, el texto recorre a la masa captando no más que un bulto despolitizado, movido por las pasiones, espasmódicamente constituido como unidad bajo algún recelo común, pero inmediata y estructuralmente fragmentado (producto de la falta de una “tradición”).

El asco de la mezcla de gente es una piedra de toque dentro de la narración de Martel, que mira con los ojos del grotesco de Discépolo (pero con un código de clase invertido) los signos de la caída. Más que la democracia como régimen de gobierno, realmente inaugurado recién con la Ley Sáenz Peña5 dos décadas y media después, es principalmente la “vida democrática” que trasluce esa mezcla, aquello que se unirá con la idea de multitud y contra lo que reaccionarán liberales y conservadores durante los ochenta. “La multitud es la función democrática por excelencia”, dirá Ramos Mejía.6 La pregunta que se abre es ¿cómo es posible una vida democrática previa a un gobierno democrático? Nos limitaremos a contestar que lo que está en juego son las ficciones de una igualación de hecho y de ningún modo las condiciones de una igualdad de derecho, pero que sabiendo la fuerza que dichas ficciones tienen en la política, su caudal preformativo no es para nada desdeñable de analizar. La política de emisión prolífera de créditos, que se implementa en una etapa de expansión económica inusitada, propagada en los diversos niveles del mercado y traducida en el consumo, genera una poderosa imagen de igualación ante los ojos de esta “presunta aristocracia” -expresión de Oscar Terán- a la cual pertenece sin duda Martel. Fernando Rochhi recoge en El péndulo de la riqueza los comentarios de Sarmiento, al regreso de su viaje al extranjero, sobre la impresión que le daba la semejanza en las vestimentas en Santiago, donde parecía difuminarse la jerarquización social: “Esta similitud visual no implicaba la igualación social ni económica, pero sí mostraba que la participación en el mercado había alcanzado a casi todos”.7

Dicha igualación es para nuestro autor -como para gran parte de su generación- la imagen de la promiscuidad, promiscuidad de tipos y promiscuidad de idiomas, que en La Bolsa tomará todos los vicios demagógicos (tales como el arribismo, la adulación, el clientelismo y el fraude) cruzados con una taxonómica “zoociología”. El conglomerado de personas que reside en la Bolsa de Comercio, que en una primera mirada Martel hace notar bajo una artificiosa homogeneidad, no es para él sino el estigma de ese mundo dislocado donde “el humilde comisionista se codea familiarmente con el propietario acaudalado, a quien adula según las reglas de la democracia en boga”.8 Nuevamente, aquellas reglas son la posibilidad misma de que esa situación se dé, son reglas que están sustentadas en las condiciones económicas y políticas que han facilitado cierta movilidad social y que imponen materialmente un igual trato, basado en el dinero, más allá de la raza y de la cuna. “Allí estaba la flor y la nata de la sociedad de Buenos Aires, mezclada, eso sí, con la escoria disimulada del advenidismo de moda”.9 Hasta aquí la reacción de Martel no es muy distinta de la de un aristócrata del Antiguo Régimen vituperado por el avance burgués que acarrea el capitalismo; sin embargo, como veremos, ni Martel es un aristócrata, ni es un cambio en la dominación de clases lo que propiciará el paso de un estado oligárquico a uno democrático.

Sigamos con la caracterización que nos trae La Bolsa. La mezcla se vive como la peste, y de hecho crea el mismo efecto social, la pérdida de un horizonte futuro que trastoca todas las prácticas. El sentimiento generalizado sostiene una exacerbación del papel del azar, donde cualquiera puede llegar a la cumbre o caer a la calle de la noche a la mañana. No es la sentida exposición al azar del presente lo que distingue a los hombres, sino los modos de asimilación de éste (como último vestigio de una diferencia social); mientras que los “grandes hombres” comentan con indiferencia sus ganancias -cuando lo hacen-, aquellos “nuevos ricos” que han hecho su fortuna de un golpe no dejan de sonar extasiados por la situación. Es ésta la misma divergencia que señalaba Dostoievski, como autoimpuesta disciplina aristocrática, en El jugador, cuando describe las conductas ante la ganancia y la pérdida de los caballeros y la plebe. Pero a pesar de que Martel quisiera hacer responder a sus personajes al mismo código de clase que enunciaba Dostoievski en su obra autobiográfica, lo cierto es que en el contexto de la Bolsa tanto los “grandes hombres” como los nuevos ricos están extasiados, expectantes y dispuestos a todo. Glown confiesa: “hasta yo me he contagiado”,10 en relación con la adulación, y el autor nos indica: “el pobre doctor estaba mareado por la fiebre de los negocios”,11 retomando la metáfora, nunca explicitada, de la peste. Claramente este sentimiento de iguales condiciones de posibilidad es una sensación de época para la oligarquía rioplatense, una sensación aterradora ciertamente computada como una amenaza real a sus ojos. La sobrevaloración de esto que podríamos llamar el lado positivo del capital se contempla como la base de la igualación de las posibilidades no de todos, sino de un ejército de “cualquieras”. Así como es factible pensar como revolucionaria la perspectiva lockeana de la habilitación de la propiedad frente al Estado feudal, también lo es pensar en lo intranquilizante de la idea del dinero en cualquier mano en estos momentos de expansión y miscelánea poblacional. He aquí, otra vez, el lamento de esta presunta aristocracia por las condiciones de antaño, nostalgias de un pasado nobiliario inexistente, fruto de una memoria política importada. Tal como nos lo dice Terán, describiendo la sensación de decadencia humana,

Esta ausencia de aristocracia fue básicamente interpretada como un fenómeno de decadencia, dado que las nuevas generaciones de la clase dirigente -y ése será el conocido caso del lamento de Cané- se han abocado al consumo conspicuo allí donde las anteriores habían descollado en las letras y la espada.12

Por otra parte, como contracara alarmante del consumo, está la miseria. Y claramente la peligrosidad de la mezcla -más allá de la náusea social en la cual se detiene el autor- está vinculada con la violencia por el hambre. Como ejemplo de ello queda la famosa escena en la cual Glow llega a su casa y mira

y abajo, en la calle, del otro lado de la verja de hierro sobredorado, esbozándose en la tiniebla, bultos de gente que se detienen azoradas ante aquella mansión que parece engalanarse para una fiesta; bultos entre los cuales el doctor ve relumbrar como los ojos de un gato, dos ojos que pertenecen quizás a un ser hambriento de esos que vagan por las noches en torno de los placeres de los ricos, con el puñal en el cinto, la protesta en el corazón y el hambre y la envidia por investigadores y consejeros.13

Con la violencia de veinte años de revolución aún fresca, nos dice Glow “¡Quiera Dios que mañana no se levante el patriotismo de su tumba evocado por el espectro del hambre!”.14 A su vez, hay una frase que se repite dos veces en boca del protagonista: “la pobreza es un mito, un verdadero mito entre nosotros”,15 o “la miseria es un mito”,16 y a su contención van descripciones de la vileza de los hombres que viven míseramente porque así lo desean; el autor abre y cierra con estas aseveraciones casi gemelas el sistema paradojal de la historia de Glow, condenado a la locura y a la miseria. Ante el espectro de la pobreza, lo único que atinan a hacer tanto el doctor como el autor es la identificación y segregación de sujetos, una estrategia de control, un engaño para la conciencia ante la fiebre de invasión que amenaza con violar las distinciones entre un Ellos-Nosotros que parecía tan seguro.

Aunado a este recurso de diferenciación, podríamos decir que el problema que inquieta a Martel, y a un buen sector de la oligarquía porteña, es el mismo que molesta a Tocqueville cuando escribe sobre La democracia en América: la imposibilidad de tener parámetros para medir el límite salubre de la fiebre del igualitarismo: ¿hasta dónde? Como no hay registros de nada semejante y el plan republicano civilizador está quebrado y rebalsado por una realidad fuera de cualquier cálculo, no les queda ninguna brújula… “Como el pasado ya no alumbra el porvenir, el espíritu camina en tinieblas”.17 El sentimiento es de una vulnerabilidad compartida, cualquier certeza llama la atención y se toma por ingenua soberbia, incluso hay un pasaje en el cual dice Martel que pasaba alguien con “aires de impertinente protección”.18 Nadie está seguro, hay un miedo expansivo sobre el exterior, sobre fuera de la casa, sobre fuera de la raza, sobre fuera de la religión, sobre fuera del círculo más íntimo. Por otra parte, como bien nos dice Glow, él es pieza de un estrato que ya no es capaz de tener conductas revolucionarias, razón de más para temer a esos Otros que no tienen nada que perder: “nos han contagiado este culpable egoísmo importado, a pesar de mi entusiasmo pasajero no podría tirarme a una revolución”.19 Hay en la queja de Martel una explicitación de la impotencia de su clase, que no tiene el potencial revolucionario burgués y que tampoco tiene el honor combativo, antiguo valor aristocrático; es decir que no posee ningún capital capaz de hacerla jugadora de peso en medio de esta selva en la cual ganan “ los pillos ”, quienes se han forjado en los sinsabores de la calle. Sujetos que provienen por otra parte de sectores que sí son capaces de plantar una revolución, como lo acaban de demostrar el año en el que se escribe La Bolsa. Martel intenta no dar cuenta de este incendio que le pasa por la ventana mientras escribe, sólo encontramos una mención al pasar cuando dice, en la descripción de uno de los personajes siniestros de la novela, que “al director le pareció ver ante sí a la representación viva del socialismo desquiciador”.20 Pero el contexto se le cuela por todos lados, y para quienes se han criado en ese fango y han escalado, faltos del “miedo civilizador”, para estos hombres, Martel guarda dos personajes más logrados de su novela: Granulillo y Fouchez.

Granulillo es el director de la Bolsa, puesto al cual accedió mediante múltiples estafas, sobre los cuerpos de los engañados se encuentra su único hermano; Martel compara este hecho con la traición de Caín en manos de Abel, dejando abierta la puerta a la idea de la fundación criminal de un orden pervertido. Granulillo es la síntesis de la depravación moral, un sujeto a quién compara con César Borgia para luego parafrasear a Maquiavelo: “cuando se trataba de algo que le interesase, de satisfacer su capricho, no se paraba en barras y echaba mano a todos los medios, buenos o malos, para lograr su fin”.21 Fouchez, por su parte, es noble francés quebrado que había incursionado en diversas actividades plebeyas desde su llegada a Argentina, actividades de las cuales la de titiritero había permeado en su personalidad; Fouchez es presentado como el armador de escenas por excelencia, el armador de representaciones al servicio de sus intereses, una suerte de funesto guionista. Hay contenido en estos dos personajes un tipo de saber que se escapa a todo aquel que quiera resistir en una episteme anterior, un saber de la práctica y de la retórica especulativa:

El especulador arrojado formula sus hipótesis paradojales ante las caras atónitas de los corredores sin talento, que le escuchan con más atención que un griego a la pitia de Delfos.22

El anonimato y la tiranía de las cosas

La vida democrática discurre bajo el anonimato. La Bolsa está repleta de escenas en las cuales los cuerpos se confunden; sólo por recordar algunas, podemos citar la mirada sobre el salón de la Bolsa, o sobre el puerto, o sobre la Plaza de Mayo. El muestrario de variedades, a su vez, tramita en la exposición de ese carnaval constante la imposibilidad de retener los rostros; ese hecho, sumado al fenómeno de la amnesia social del cual también el autor da cuenta, nos lleva a la situación de no saber mucho de nadie.23 Como si las cosas hubieran borrado de un plumazo el pasado profundo de los sujetos. Ése es el escenario de la ciudad, ofrecido como un teatro. Daría para mucho en este contexto trabajar las semejanzas entre el misántropo Rousseau y su odio encarnizado de la representación y las elucubraciones de Martel, a quien el retorno a un pasado sencillo e idílico seduce; pero eso nos llevaría a otros lugares. Por lo pronto, enfoquémonos en la preocupación sostenida que expresa el autor, a través del doctor, por el gobierno de las apariencias y por la pérdida de la verdad. El problema del anonimato lo atormenta:

Si tuviéramos un gobierno moral, celoso de los intereses de Estado; un gobierno que en vez de fijarse en la ideas políticas de tal o cual sujeto, se preocupara un poco por sus antecedentes y condiciones.24

En una sociedad como la nuestra sin tradición ni preocupaciones, con un carácter aventurero impreso por la heterogeneidad de elementos que la componen, muchos de ellos de recóndita procedencia, a nadie se le pregunta quién es ni de dónde viene, ni cuáles son sus antecedentes.25

Si tal control existiera, personajes como Fouchez o como Granulillo no hubieran podido llegar hasta donde estaban y ocasionar el daño que ocasionaron, nos insinúa el autor. Un “gobierno moral” debe poder vigilar y conocer qué sucede en su interior, no debe permitir las múltiples escenas de dilapidación del erario público… como aquélla en la cual el ministro firma cheques para su amante cortesana diciendo: “¡Bah, de todos modos es el pueblo el que paga!”.26 El trillado binomio del dinero versus la patria aparece con furiosa insistencia e irónico vuelo, que no puede dejar sin embargo de resultar cómico a nuestros ojos. Sin embargo, si nos preguntamos si tales afirmaciones y comentarios suscitaban en efecto la indignación de los lectores de La Nación, la respuesta posiblemente sea positiva, basándonos en lo extendido del recurso retórico en otras obras publicadas por el mismo diario en el periodo. La novela porta sin duda, como la literatura de tesis en general, el deseo de influir sobre la opinión pública, el que salga editada por partes en el diario recalca el hecho. Sin embargo, una vez que Martel ha recorrido el circuito que cierra el conjunto de sus ideas, con la razón histórica en su mano, parado sobre los cadáveres, no hay pronósticos, sólo advertencias. Su posición no es muy distinta de la que después nos presenta él mismo con la figura del poeta apocalíptico. Todo el caudal prerformativo de la obra se vuelca hacia la cimentación de racismos, particularmente antisemitismo, miedos, y hacia la inflación de algunos criterios morales.

Pero volvamos al anonimato. Éste está íntimamente enlazado con el consumo y la proliferación de las cosas, objetos que hasta hace muy poco la gente no sabía que necesitaba; como nos muestra Rocchi, éste es el “bum” de la propaganda que busca crear una demanda para el despegue de la oferta del mercado interno. Martel le dedica, de modo muy semejante a Flaubert, un tiempo y detalles extenuantes a la descripción de los espacios, las cosas y su vínculo con la “vida espiritual” de quienes transcurren esas disposiciones. El primer lugar que es descrito en detalle es la Bolsa, y en esta inicial descripción el autor nos hace saber que las cosas se han separado catastróficamente de sus representaciones prístinas. Nos dice: “Reinaba allí esa misteriosa media luz que las religiones, amigas siempre de rodearse de misterios, hacen predominar en los templos”,27 para luego rematar con la gente, por la cual “la solemnidad era frustrada”. Hay un juego aquí entre el encanto de la mística religiosa y la fascinación que recrea la fiebre especulativa; el templo tiene ahora otros dioses, otras encarnaciones del cielo en la tierra.

La secularización del espacio se tradujo en el surgimiento de lugares comerciales como suerte de versiones del cielo en la tierra, una ilusión que había sido en los viejos tiempos uno de los mayores encantos (y a la vez monopolio) de las iglesias.28

Pero no sólo eso; además queda la imagen de un sitio que ha sido corrompido por la gente en primera instancia, pero también por “pizarras negras, cuadradas, siniestras”29 y por “el reloj, sereno e imperturbable como el ojo vigilante del destino”,30 es decir, por el paso irrefrenable del capitalismo. Como en Madame Bovary, se puede leer una conspiración democrática tras la indiferencia y el imperio de los objetos y su consumo:

Para los lectores de Flaubert, Emma Bovary es la inclinación terrible de este apetito democrático. Es por esto que el autor la caracteriza del siguiente modo: Emma quiere a su vez el romance ideal y el placer físico. Y por eso pasa su tiempo negociando entre la excitación de sus sentidos y la de su espíritu. Cuando se resiste a su amor por León, considera que se le debe una recompensa. Se compra entonces un mueble. Y no importa qué mueble: un reclinatorio gótico. Ésta es la marca para los buenos espíritus de la terrible equivalencia democrática de todos con todo: cualquiera, en las profundidades del pueblo o en el santuario femenino del hogar, puede cambiar un deseo por otro. Arand de Pontmartin resume así su diagnóstico: “Madame de Bovary, es la exaltación enfermiza de los sentidos y de la imaginación en la democracia descontenta”.31

En este punto, el realismo de Flaubert y el realismo local que plantea Martel tienen como áreas de contacto las aportadas por la consolidación del ideario burgués en lo referente al prestigio cientificista, a la tendencia a un nuevo tipo de acceso al consumo (mediado, epistémicamente, por una relación novedosa del hombre con las cosas que posee32), al valor asignado a la Verdad en contra de las “tramposas” ficciones, al sistema moral recuperado de la tradición republicana que es todo el tiempo tensionado por el deseo y las nuevas posibilidades del capitalismo, etc. Sin embargo, estas áreas de contacto entre ambos realismos se ven, al menos en esta obra, diferenciadas por una distancia sustancial: lo que en Flaubert aparece como una descripción puramente placentera, que bien puede encubrir una crítica social aguda (siempre que el lector se vea incitado a hacerla en lo allí naturalizado) o no, en Martel aparece como un juicio moral completamente guiado. Esta distancia tremenda entre lo implícito y lo explícito de la politicidad del relato queda cristalizada claramente en el uso de la descripción. En el caso de Flaubert, asistimos al goce del detalle inútil, en un relato donde, como dirá Barthes,

La descripción aparece así como una suerte de “particularidad” de los llamados superiores, en la medida, aparentemente paradójica, en que no es justificada por ninguna finalidad de acción o de comunicación.33

Mientras que en Martel cada detalle está marcado con una connotación, con un sentido que reclama ser decodificado unilateralmente.

El tercer espacio que describe Martel es el hogar de Glow, recién adquirido, y cada cosa en ese lugar pareciera tener un sentido, cada luz, adorno, busto de Napoleón (sobre el cual repara Juárez Celman cuando ingresa a la fiesta), espejo. No se concibe que así no sea, ya que minuciosamente lo han acondicionado los gustos de él y de su esposa, a quien Batticuore califica como una “Bovary porteña” debido a ciertos caracteres que son papel común de la tipología femenina literaria de los ochenta y noventa. El autor nos alerta sobre la tentación que ejerce todo el tiempo para esta mujer ambigua y para el resto de las mujeres la ostentación; la condena es tajante y pregona la austeridad y el recogimiento. El texto condena la vocación de vidriera que las jovencitas tienen, al igual que los flâneurs, cuando pasean mirando sin mirar, exponiéndose, adquiriendo las formas de la mercancía.

El trastrocamiento de los objetos y su resignificación son también decisivos en la descripción que se hace de la oficina del exabogado, ahora especulador profesional, Dr. Grow. Se cuenta al detalle cómo los papeles sobre el escritorio fueron cambiando, cómo fue desvinculándose de su anterior clientela para ahora atender a sus socios, la inutilización de los libros, en fin, “la fisonomía moral” de su estudio. De los tres lugares trabajados con detalle, ninguno de los tres resistirá este apartamiento del sentido original de las cosas, denunciando su metamorfosis, la decadencia y el antiguo esplendor: la Bolsa será un manicomio de desesperación, la casa de Glow quedará derruida y vacía y su estudio completamente transformado en una cueva de estafadores. Hay una historia de las cosas y su posición que cuenta paralelamente la tragedia, mediante su mutación o ausencia.

Bestiario

Finalmente, no podemos dejar de trabajar las tres metáforas de la Bolsa que inauguran y cierran la caída, y que son cruciales para identificar aquellos elementos conflictivos que se colocarán sin mayores ajustes como los motores de la plebe. Este conjunto de imágenes construye un bestiario apocalíptico que deglute a los irracionales y afiebrados bolsistas ante los ojos de los cuerdos. Y, como dirá David Viñas, La Bolsa es un texto donde “paradójicamente, la irracionalidad de lo real intentará ser dilucidada por una perspectiva irracional”.34

Metáfora uno. Se despliega en el capítulo IX, “¡Corriendo al abismo!”, donde se presenta un desfile de carros hacia los parques de Palermo; en los vehículos y carrozas van los augustos personajes de la novela paseándose en procesión, prestos a recoger las miradas anhelantes de los estratos más bajos, entre los cuales Martel cuenta a los burgueses:

¡Pobres burgueses! Mozos de tienda, de almacén, empleadillos de todas clases, es inútil que vuestros ojos devoren a las lindas damas que cruzan como hechiceras visiones ante vosotros.35

Se encuentra también mirando la marcha un joven poeta, quien, cumpliendo el papel del intelectual iluminista que se adelanta a los hechos, describe con su pavorosa metáfora el profético derrumbe.

Cree ver, allá lejos, muy lejos, al fin de la avenida por donde corren atropellándose los coches, una boca que se abre, se abre cada vez más, que luego se convierte en catarata, y de catarata en remolino, y que aquel remolino empieza a girar, a girar, con rapidez tan vertiginosa y con tan grande poder de atracción como el abismo que sirvió a Edgar Poe para escribir ese prodigio titulado El Maelstrom. Y haciéndose la visión más clara, ve ya (sí, ve, porque los poetas lo ven todo, hasta las cosas que no han sucedido todavía) ve despeñarse en aquel abismo, en confusión horrible y desgarradora, jinetes, caballos, magnates, prostitutas […]. Las ruedas de los coches, partidas en mil pedazos, saltan y brillan al sol, crujiendo junto con las cajas y las capotas que estaban como globos en el vacío; los caballos, lanzando relinchos atronadores, caen volteando y precipitan a los jinetes en la sima profunda; las mujeres, despavoridas, se agarran unas a otras y despedazan mutuamente sus ricos trajes; pero a pesar de sus esfuerzos, no pueden substraerse a la atracción irresistible, y caen también, formando una cascada de ojos y de brillantes, de mármoles semi-velados y de curvas prodigiosas […] y el poeta oye un clamor que se levanta, un clamor inmenso, un lamento colectivo, pavoroso, que sube, sube, y puebla los aires, y se desparrama por el mundo todo. Y un himno, un himno inmenso de compasión y de ternura, brota entonces de los labios vibrantes del poeta a quien aquella sociedad desdeña porque no es bolsista.

-¡Pobre gente!, murmura poniéndose de pie y tomando el camino de su buhardilla, mientras la visión va borrándose poco a poco a la distancia.36

La visión del poeta inaugura las reflexiones, desarrolladas en las siguientes dos metáforas del canibalismo de la Bolsa. Esta imagen inicial que empieza por una boca, sigue por la catarata de una garganta y finaliza con el torbellino de un estómago, indica el carácter antropófago de esta bestia que ha sabido seducir con la retórica financiera a sus víctimas. Pero la Bolsa no es una pesadilla externa conjurada por las tendencias de una sociedad faenada por la corrupción administrativa y el emisionismo desmedido, es en todo caso un Leviatán que se desploma violando la protección de la vida, accionando contra su cuerpo. Es la propia comunidad que, como suma de voluntades, a la hora de optar ha optado por un final macabro (Martel remarca las situaciones en las cuales Glow, imagen de una sociedad políticamente sostenida bajo premisas de la virtud cívica, podría haberse bajado de la maquinita y no lo hizo). Podríamos sostener que éste es el comienzo del impulso tanático de la comunidad sobre sí, puesto que a pesar de que el epicentro de la crisis se vivió en estos centros financieros, la ola rápidamente afectó al resto de los sectores de la sociedad, especialmente a aquellos que estaban atenidos a un salario fijo.37

El poeta, desde afuera, comprende la naturaleza de la seducción del abismo, a pesar de no participar de ella, y bajo este idealizado lugar exento de la lógica mercantil, se conmueve; el poeta no es otro que el propio Martel, como lo señala Viñas:

Martel se ve a sí mismo como un profeta que rabiosamente amoroso sobrevuela la ciudad; es el único al margen, el no complicado, el lúcido, el que se ha segregado, el tierno fiscal.38

Metáfora dos. La segunda alusión sobre la naturaleza bestial de la institución la recogemos de la impresión de la tía de Margarita, esposa de Glow, que tiene el desagradable trabajo de atender a los desahuciados que van a cobrar las deudas contraídas por el agonizante doctor.

Otra cosa que le inspiraba un pavor indecible era la Bolsa, palabra que todos le repetían con acento febril, refiriéndole el desastre, el hundimiento ocurrido aquel mes, la ruina de mil familias hasta ayer opulentas […]. La señora llegó a imaginarse que la Bolsa sería una especie de Minotauro devorador de carne humana, horripilante, feroz.39

Para la tía Margarita, que, a diferencia de la esposa del doctor, está por fuera de los asuntos económicos, el peligro de la Bolsa se materializa simbólicamente como la bestia de las míticas violaciones y de la antropofagia, que espera al final del laberinto las víctimas que les serán provistas.

Metáfora tres. Finalmente se encuentra el cierre de la obra, tan comentado, en el cual el doctor bordea la locura y a la postre se sumerge en ella, e imagina la mutación de su mujer de una ninfa en la tierra prometida a una gran bestia dispuesta a devorarlo.

Y en una isla de coral próxima a la orilla, una mujer, la Cleopatra sin duda de aquella barca, que con voz hechizadora lo llamaba agitando sus brazos desnudos. Él se embarcó, seducido, y manos invisibles agitaron los remos, mientras una música deliciosa se levantaba del fondo del mar, como si las nereidas estuviesen de fiesta en sus grutas de perlas. Después, cuando estuvo al alcance de la mujer cuyas miradas lo encendían y turbaban, ella extendió los brazos y lo atrajo sobre su tibio y palpitante seno […]. Durante un momento, él probó todos los goces del amor y de la vanidad satisfecha, viéndose dueño de la criatura más hermosa que habían contemplado sus ojos. Pero de pronto vio que los brazos que lo estrechaban transformábanse en asquerosas patas provistas de largas uñas en sus extremos. Y el seno palpitante se transformaba también, y echaba pelos, pelos gruesos, largos, cerdosos, que pinchaban como las púas de un erizo. Y cuando quiso huir, arrancarse a la fuerza que lo retenía, fue en vano. Las uñas se clavaron en su piel, y sus articulaciones crujieron haciéndose pedazos. En su espantosa agonía, alzó los ojos buscando la cara que momentos antes besara con pasión, y vio que las hermosas facciones que tanto había admirado, se metamorfoseaban lentamente. La boca se alargaba hasta las orejas, y agrandábanse y multiplicábanse los dientes, en tanto que los ojos, furiosos y bizcos, se revolvían en unas órbitas profundas y sin párpados. Y él entonces, debatiéndose en el horror de una agonía espantosa ¡loco, loco para siempre! oyó esas tres palabras que salían roncamente por la boca del monstruo:

-Soy la Bolsa.40

No es casualidad que en pleno auge de la Sociedad de Beneficencia, en plena construcción estatal de una función maternal femenina tendiente a resguardar el hogar frente al avance del desquicio cosmopolita, sea la mujer del doctor comparada con la Bolsa. Margarita, representa -como ya lo habíamos señalado- un nuevo tipo de mujer capaz de comprender, de leer, de interpretar cifras. Es una figura ambigua que permanece la primera mitad de la pieza como la voz de la prudencia, mientras que en la segunda parte funde el ideario de guardiana del hogar con rasgos de profunda desesperación y -como nos quiere hacer ver el autor- de interés calculador. Esta última metáfora recoge el deseo femenino, llamando y seduciendo como las sirenas a Ulises, para aunarlo con lo bestial. El prejuicio sobre el cual se basa la analogía matriz de esta metáfora, sobre el que también se escribía en los diarios La Prensa y La Nación durante los ochenta, es la “inversión sexual”,41 figura comprendida como la subversión de los roles sociales de género que acompaña los temores de este mundo de cabeza.

Otro de los posibles males de la vida democrática que cuenta Martel es sin dudas esta progresiva autonomía femenina que trae aparejada (como nos da a conocer el penúltimo diálogo que sostiene Glow con Margarita) una visión mercantilista sobre la vida y la sociedad. “Me he convencido de que el mudo solo rinde homenaje al dinero”, dice desencantadamente Margarita, a lo que Glow contesta que no es el dinero sino el honor el valor máximo, explicándose con la división entre dos sociedades y por ende (platónicamente) entre dos clases de hombres, una ciudad ficticia hecha de luces y lujo y una real sustentada en la laboriosidad. En esta disputa argumental están colocadas dos epistemes opuestas, y es Margarita quien representa lo nuevo (y pernicioso para un conservador). Sin embargo, también ella simboliza el atrevimiento del igualitarismo con el que comenzamos el texto; la discusión, más allá de cómo termine, se desenvuelve en pie de igualdad, y Margarita se lo hace sentir.42 La sensación de Martel es, en efecto, que ya nada podrá ser igual. La pieza se presenta así como una evocación nostálgica del apogeo del orden conservador (y la segmentación que le era propia), que ha quedado arrasado junto con las tradicionales formas de la política agonizantes en “la tumba vieja” del Congreso (a la cual podríamos oponer la política de las calles). Hay en el texto una permanente búsqueda de resistencia al cambio, y finalmente un pliegue sobre la tragedia aristocrática, como una verdadera marca escrituraria que cierra tanto pedagógica como estéticamente para los lectores de Martel.

Conclusiones

El relato de la descomposición que propone La Bolsa forma parte del espíritu de época de ese tiempo; de aquellas percepciones de una literatura nacional que no hará más que agudizar los pormenores xenófobos, machistas y clasistas de su narración durante las próximas tres décadas en la Argentina, hasta que quede evidenciado el carácter litigioso de lo que ingresa y lo que no en ese apretado canon. Estamos, en el momento en el que se escribe La Bolsa, en la idealización de una literatura nacional que se da cuenta todo el tiempo de la inexistencia acabada de la propia nación. Es evidente ya para ese momento que el proyecto estatal de la generación del 80 ha fracasado; que la inmigración asistida necesaria para la “República posible” ha arrojado un resultado completamente intranquilizador para la clase dominante […] que ha generado esto que Martel recoge en forma de bestiario: una multitud de Otros enojados, anónimos, dispuestos a matar. Lo bestial es, esencialmente, aquello que no puede ser parte de la comunidad, como lo dijo Aristóteles en su Política hace veinticinco siglos. Es entonces cuando esta oligarquía conservadora, que mantenía un discurso liberal porque no tenía costo alguno en un país de caudillos, reconoce el peligro de la igualación que impone el capital. El capital, que no hace más que acrecentar las desigualdades sociales, impone la igualación de un mismo lenguaje, el del dinero; quienes accedan a él forman parte de la ficción de la república de los iguales. Este peligroso espejismo, que sobrevive a costa de la manutención de las marcas de clase, de raza y de género, se confunde todo el tiempo con la democracia. “Democracia”, a fines del siglo XIX, es el nombre que la alta burguesía le da a su mayor miedo. Faltará muy poco para que la clase dominante descubra, luego de la terrible ruptura interna que supusieron las medidas de bienestar bismarkianas para el movimiento obrero europeo, que la democracia también puede ser el nombre de una buena treta. Aún hoy, esta ambigua palabra designa estrategias políticas a veces diametralmente opuestas: el dilema democrático, si nos atrevemos a ser rigurosos y realistas, o se plantea de manera meramente formal, y la única solución coherente con el purismo igualitarista es la igualdad ante el azar, que sólo otorga el sorteo (como señala Rancière); o se plantea sustancialmente y la única salida es la distribución igualitaria de la riqueza y el reconocimiento diferencial de aquellas identidades que reclaman ser reconocidas. Es sólo la increíble capacidad prospectiva de la literatura la que puede dar cuenta de este profundo dilema cuando sus claves apenas se estaban gestando, y la novela de Martel, más allá de su siempre opinable valor literario, es un evidente ejemplo de esta asombrosa posibilidad.

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1Estamos haciendo uso aquí del concepto de Quentin Skinner que refiere a la performatividad más que a la significación de los conceptos; un sistema de creencias está conformado básicamente por los efectos que ciertas ideas tienen en la relación entre los hombres. Cf. Skinner, Lenguaje, política e historia.

2Nos referimos a una tradición política que en su versión literaria importará las formaciones estilísticas europeas, así como muchos de sus modos retóricos, para tratar los nuevos temas de la “argentinidad”. Dicha tradición sentará las bases del proyecto de una “literatura nacional” que se oponga a los modos “impuros” de creación narrativa (como los “Sainetes” en boga) y que contribuya a consolidar los ejes temáticos de un canon propio (el eje por antonomasia será el mito gaucho).

3Martel, La Bolsa, p. 6.

4Voto universal, secreto y obligatorio (1912).

5Ramo Mejía, Las multitudes argentinas, p. 110.

6Rocchi, El péndulo de la riqueza, p. 56.

7Martel, La Bolsa, p. 9.

8Martel, La Bolsa, p. 10.

9Martel, La Bolsa, p. 22.

10Martel, La Bolsa, p. 65.

11 Terán, El pensamiento finisecular, p. 336.

12 Martel, La Bolsa, p. 53.

13 Martel, La Bolsa, p. 81.

14 Martel, La Bolsa, p. 44.

15 Martel, La Bolsa, p. 72.

16 Tocqueville, La democracia en América, p. 850.

17 Martel, La Bolsa, p. 28.

18 Martel, La Bolsa, p. 80.

19 Martel, La Bolsa, p. 33.

20 Martel, La Bolsa, p. 75.

21 Martel, La Bolsa, p. 9.

22Para un análisis pormenorizado de las políticas de normativización de los cuerpos en la Argentina aluvional a través de la implementación de Manuales de buenas costumbres estatales, ver Arbuet Osuna y Musich, Literaturas disonantes.

23Martel, La Bolsa, p. 20.

24Martel, La Bolsa, p. 152.

25Martel, La Bolsa, p. 102.

26 Martel, La Bolsa, p. 35.

27 Rocchi, El péndulo de la riqueza, p. 53.

28 Martel, La Bolsa, p. 92.

29Martel, La Bolsa, p. 25.

30Rancière, Politique de la littérature, p. 64.

31Por mencionar sólo dos ejemplos sintomáticos: en Flaubert, la fijación con los zapatos y sus lenguajes (fijación analizada por Mario Varga Llosa en La orgía perpetua); en Martel, la descripción pormenorizada de los vestidos y sus signos.

32 Barthes, El efecto de realidad, p. 24.

33Viñas, Martel y los culpables del ’90, p. 35.

34Martel, La Bolsa, p. 157. Sin embargo, si nos guiamos por el estudio ya citado de Rocchi, ya para la segunda mitad del siglo XIX esto no ocurría así: “La masificación del espacio encontró su mejor ejemplo en el papel cada vez más importante que los lugares públicos ofrecían como sitios de convivencia simétrica, donde asistían no sólo individuos de distintas clases (algo que siempre había sucedido) sino que lo hacían de manera indiferenciada. Si el paseo por los parques de Palermo había sido un lugar de encuentro elegante, con familias ricas en sus carruajes, a la vuelta del siglo pasado estos sitios eran invadidos por gentes de las clases medias y bajas que alquilaban uno de esos vehículos por unas horas”. Rocchi, El péndulo de la riqueza, p. 52.

35Martel, La Bolsa, p. 110.

36“La tensión creciente provocada por la crisis económica no se reflejó solamente en la Bolsa de Comercio y demás centros financieros. La depreciación del signo monetario, si bien favorecía a algunos sectores, perjudicaba visiblemente a otros. Tal es el caso de los que dependían de un sueldo fijo, cuyos salarios no crecían con la misma rapidez que la desvalorizacón del peso”. Gallo y Cortés Conde, La república conservadora, p. 85.

37Viñas, Martel y los culpables del 90, p. 176.

38Martel, La Bolsa, p. 185.

39 Martel, La Bolsa, pp. 192-193.

40“A juicio de muchos médicos, la inversión sexual venía referida no sólo a los excesos sexuales o a una actividad sexual no encaminada a la procreación, como habían mantenido algunos, sino de forma aún más decisiva a las aberraciones respecto de la función social definida por el sexo del sujeto.” Chauncey, De la inversión sexual a la homosexualidad, p. 223.

41“Ustedes, los hombres, creen que nosotras no sabemos nada ni somos capaces de prever un desastre o salvar una situación. ¡Cómo se equivocan! Porque es creencia general que las mujeres somos superficiales, y ocupamos los ocios del hogar en aderezarnos trajes o en urdir chismes. Hay muchas así, no lo niego; pero también, ¿de cuántos hombres no puede decirse lo mismo?” Martel, La Bolsa, p. 151.

Recibido: 24 de Noviembre de 2014; Aprobado: 09 de Julio de 2015

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