Pues si al mundo Adán viniera
y viese a una mejicana
bailar jarabe ligera,
temo que a comer volviera
la consabida manzana.
Niceto de Zamacois
El jarabe, 1861
Nuevos hallazgos de literatura musical
Recientemente han salido a la luz unos papeles de música para guitarra que pertenecieron al historiador y estadista Lucas Alamán. Estos documentos que comprenden los jarabes Jarave y Otro, unos incompletos Principios de música para guitarra de siete órdenes2 y una Escala natural para el mismo instrumento, se encuentran resguardados en el Centro de Estudios de Historia de México CARSO en la ciudad de México.3 La importancia de dicha documentación resulta mayúscula, principalmente por dos motivos. El primero es el hecho de que fuera propiedad de uno de los hombres más notables de la historia política e intelectual del México decimonónico. El segundo es que forme parte de las evidencias más antiguas de dos elementos clave para continuar descifrando el pasado sonoro de nuestro país: el jarabe y la guitarra séptima.
Los documentos están en el Archivo de manuscritos, impresos y copiadores de Lucas Alamán Escalada (1792-1853), fondo CCLXXXVII, carpeta 26, legajos 2266 y 2267. Consisten en siete fojas manuscritas, desprovistas de indicación alguna sobre quién y cuándo pudo haberlas escrito. Musicalmente hablando, sólo una (Jarave y Otro) pisa el terreno de la ejecución, cuatro (Principios de música para guitarra de siete órdenes) corresponden a una parte exclusivamente teórica, mientras que las otras dos (Escala natural) competen a los ámbitos de la teoría y la técnica.
No podemos decir, aunque a muchos nos gustaría hacerlo, que Alamán fue creador de los documentos. Hasta el momento no se tiene ni la menor pista que conduzca a sostener tal aseveración. La literatura musical a la que nos estamos aproximando carece de huellas que nos lleven hasta su artífice. No obstante, estas nuevas y valiosas fuentes posibilitan afirmar que don Lucas fue su intérprete; permiten ver por primera vez otro aspecto de su vida, una cara que no ha sido expuesta anteriormente: la relativa al contacto que tuvo con el mundo de la música de su tiempo y su interés sustancial, como músico aficionado, por la guitarra. Gracias a ellas el conocimiento sobre este personaje es ahora más amplio.
Alamán y su relación con el ámbito musical
Al terminar el siglo XVIII, la extensa lista de creaciones musicales presentes en la vida cotidiana de la Nueva España incluía piezas de maestros del barroco como Vivaldi, Corelli y Tartini, y del clasicismo, como Haydn, Mozart y Pleyel (Koegel, 1997, p. 25). Sin embargo, la tradición sonora del territorio se había consolidado ya antes -durante la segunda mitad de dicha centuria- como resultado del sincretismo cultural que se desarrolló progresivamente por la confluencia de americanos, europeos y africanos. Esto trajo consigo el florecimiento de los llamados “sonecitos de la tierra” y, junto con ellos, una nueva gama de configuraciones instrumentales y coreográficas. Dentro del inventario de estos sones mestizos hubo una notable suma de títulos que fueron acusados de “torpes” e “indignísimos”. El totochin, La cosecha, Pan de manteca, El temazcal, entre otros varios, generaban el rechazo de las autoridades eclesiásticas por ser antagónicos a las “buenas costumbres”.4 La causa de la desazón, que residía en los versos dichos o cantados y en el manejo del cuerpo al bailar -que iba más allá de los zapateados y la fabricación de mudanzas vistosas-, se puede entender perfectamente con la descripción extraída del expediente inquisitorial formado con motivo de la delación que se hizo de un baile que, procedente de La Habana, arribó a Veracruz en 1766: el Chuchumbé -del cual, por cierto, ya existe un sustancial corpus de textos académicos-. Éste empezaba diciendo:
Y se acompañaba de “ademanes, manoseos, zarandeos, contrarios todos a la honestidad” y daba “mal ejemplo de los que lo ve[ían] como asistentes, por mezclarse en él manoseos de tramo en tramo, abrazos, y dar barriga con barriga”.5 Consuetudinariamente, muy a pesar de la oposición del poder eclesiástico, se continuaron escuchando, a golpe de música, éste y otros cantares picarescos, y recreándose movimientos sensuales en fandangos y jamaicas, con lo cual algunos fieles cristianos, para no ser partícipes del pecado ahí cometido, tuvieron que denunciar ante las instituciones lo “deshonesto” de las acciones de quienes gustaban del convite. La invasión de este discurso estético, que ocurrió durante el resto del periodo novohispano -y se extendió al México independiente-, se dio en una considerable heterogeneidad de espacios públicos, en el marco de festejos civiles y religiosos. Como ejemplo podemos tomar los bailes de Pachuca cuyo motivo fue solemnizar la toma de posesión en 1808 de Fernando VII6 y los que se celebraron en Coyoacán durante la Pascua de Pentecostés de 17947 y años subsecuentes, hasta que en 1818 se prohibieron por ser considerados escandalosos.8
Estas manifestaciones sonoras, efusivamente impulsadas y desarrolladas colectivamente en los círculos sociales plebeyos, tuvieron también lugar en ciertos saraos y tertulias de la elite novohispana. La razón de ello podría hallarse, como ha sostenido Pérez Montfort, en el sentimiento de identidad que se generó en este conjunto de individuos alrededor de las expresiones que brotaban del suelo que les vio nacer. Tal fenómeno implicó, quizá con la influencia de las ideas francesas revolucionarias, de una “revaloración de [las] dimensiones populares [de los mestizos]” (Pérez Montfort, 2003, pp. 15-16). Se debe aquí aclarar que el intento por alcanzar en el verso, la música y el baile un referente de lo propiamente americano no implicaba que el modelo cultural español dejara de ser importado.
En las primeras décadas decimonónicas, en el ambiente aristocrático de la tertulia y el baile de salón, las músicas traídas de España y otros puntos del Viejo Mundo tuvieron una muy animosa convivencia con las composiciones nacidas en el nuevo continente. El Cuaderno Mayner y el Manuscrito de Mariana Vásquez son claros ejemplos de la diversidad del repertorio interpretado en dichas reuniones; contienen sonatas, fragmentos de ópera, valses, jarabes, etc. (Herrera, 2005a; 2005b; Valadés, 1987). Con toda seguridad, el personaje que se estudia aquí, Lucas Alamán, que asistía a esos y otros festejos organizados por las familias guanajuatenses Riaño y Septién -como coloquios o pastorales, que eran comedias para conmemorar la Navidad en los que también se hacía presente la música-, escuchó la variedad del catálogo del momento (Valadés, 1987, pp. 30-31).
En esa múltiple atmósfera de sonidos, el papel de las mujeres era esencial, pues ellas, mostrando su buena educación, debían tocar y cantar para deleitar a los asistentes. De acuerdo con los criterios de la época, el aprendizaje de la música era indispensable en las colectividades socioeconómicas de nivel medio y alto para el buen funcionamiento y embellecimiento del hogar. La experiencia en dicha materia resultaba esencial para que niñas y jóvenes adquirieran mayor capacidad de ser hijas modelo y, llegado el momento, esposas y madres ejemplares. Sin embargo, también los hombres podían acercarse a la ejecución de algún instrumento. Este hecho no significaba que las aspiraciones de esa práctica fueran profesionales, pues el ejercicio musical como oficio lo desempeñaban fundamentalmente miembros de las clases bajas (Bitrán, 2013, pp. 114-116). Las actividades laborales de los aristócratas se circunscribían a los terrenos de la política y los negocios; la música era para ellos más bien, en esencia, un divertimiento. Un claro reflejo de ello lo encontramos en el caso de Alamán.
Durante su juventud, Alamán se sintió fuertemente atraído por la vida musical. En el año de 1809, tal y como lo recordaría años después al escribir su autobiografía, pasaba sus días en Guanajuato, su tierra natal, “aprendiendo la guitarra, todo por [su] propia afición y sin dirección de nadie” (Aguayo Spencer, 1947, p. 14). Igualmente, decidió por aquellos tiempos, junto con don Bernabé Bustamante y los hijos del intendente Juan Antonio de Riaño, “formar un establecimiento de grabado de música, que era entonces muy escasa y cara”. Para ello adiestraron en el grabado de los punzones a un muchacho cuyo oficio era el de herrero y que por fabricar moneda falsa había estado preso hasta que Miguel Hidalgo, al tomar Guanajuato, lo liberó. Casi cuarenta años más tarde, nuestro célebre guanajuatense todavía poseía entre sus papeles las partituras producto de su empresa (Alamán, 1985, pp. 448-449). La significación de la iniciativa, hoy lo vemos, es en verdad gigantesca, pues no existe alusión alguna de haberse establecido antes en toda la Nueva España una imprenta dedicada especialmente a la producción de música.
Tiempo después, durante la década de los veinte, gracias a su relevancia en la política -en la conducción de las relaciones exteriores e interiores de la República-, Alamán fomentó el desarrollo musical de la capital. En 1823 fue importante su mediación para que la imprenta del Supremo Gobierno editara los Elementos de música, método teórico del músico oriundo de Valladolid José Mariano Elízaga.9 Asimismo, impulsó la creación de la primera organización que buscaba la profesionalización de la música en el país: la Sociedad Filarmónica, dirigida por el mismo vallisoletano. Juntos entregaron al Ejecutivo de la novel nación mexicana el reglamento de la flamante asociación, que funcionaría a través de lo recaudado en conciertos y de las contribuciones económicas de sus socios (Eli, 2010, p. 282). Alamán, desde luego, figuraba entre ellos. El 23 de enero de 1825 se le consultó, por medio de Francisco Victoria, si deseaba incrementar el monto de su aportación (Ynsfrán, 1954). Luego, en abril, apoyó a Elízaga para que abriera las puertas de la academia de dicha sociedad, con lo que se inauguró la enseñanza musical profesional en México (Moncada García, 1979, p. 99). Los cursos que se impartían, sin embargo, tuvieron una exigua existencia y la institución cesó sus actividades en 1827.
Aunque se ha explicado como causa del descalabro de la institución el hecho de que su fundador viajara a la ciudad de Guadalajara para ocupar el puesto de maestro de capilla de la Catedral, Jesús C. Romero, autor de una biografía del personaje, afirma que pesó más el que Alamán no pudiera continuar brindando asistencia a la causa (Moreno Gamboa, 2009, pp. 27-28). Sea como fuere, tales datos muestran definitivamente que don Lucas fue clave en el progreso musical de la época. Su interés por el terreno de los sonidos ordenados era vasto. A sus treinta y tantos años de vida, su entusiasmo por impulsar y promover la música continuaba tan fuerte como en aquellos tiempos en los que se acercó a la guitarra. Elízaga lo sabía; por eso, en 1830, una vez enterado de que Alamán se encontraba nuevamente al frente del Ministerio de Relaciones, volvió a la capital del país para continuar su carrera (Pareyón, 1997, pp. 99-124).
Los jarabes y la guitarra séptima del joven Lucas
El jarabe es un género que se gestó en el último tercio del siglo XVIII en los estratos más bajos de la sociedad novohispana. La primera mención que tenemos sobre él data de 1772; se trata del Pan de jarabe,10 un baile cuya popularidad traspasó las fronteras del virreinato y se asentó en el viejo continente hacia la segunda década del siglo siguiente. Prueba de ello es que en 1825, en Madrid, Bartolomé Wirmbs produjo una calcografía del tema. En esta impresión para voz y guitarra o pianoforte, correspondiente al número 24 de la Colección general de canciones españolas y americanas, se precisa que la composición había sido importada, pues debajo del título se lee: “Canción y baile de la Nueva España” (Wirmbs, 1825). Como otros “sonecitos de la tierra”, se desarrolló en un principio en las calles virreinales como parte de una actividad cotidiana de recreación y fiesta, para más adelante verse inmerso en el ámbito teatral, como un elemento más del espectáculo.
Las coplas que se cantaban, por ser consideradas ofensivas, llevaron a que este jarabe fuera perseguido por la Inquisición.11 Algunas de ellas son las siguientes:
Cuando estés en los infiernos
todito lleno de llamas,
allá te dirán los diablos:
ahí va la india, ¿qué no le hablas?12
En la mencionada edición madrileña de Wirmbs aparecen otras coplas cuyo asunto, en contraposición con las anteriores, no es injurioso y carece de picardía:
Yo fui tu primer amor
y ahora no te dejas ver,
que esto sucede en el mundo
a la que sabe querer.
Con tu vista, dueño mío,
fui dichosa, fui feliz;
mas ausente de tu lado
no me es dable ya el vivir.
De tu imagen la memoria
calma en parte mi dolor,
y los ayes cariñosos
me hacen grata la ilusión.13
Otra referencia que sobre esta bebida musical dulce y medicinal se conserva hogaño la encontramos en el Jarabe gatuno de 1801, y consta de registros que brindan información acerca de la manera en que se bailaba y las cuartetas que se cantaban al son de los instrumentos.14 Al ser valorada como perniciosa, su práctica llevó a que fuera igualmente censurada por las autoridades religiosas y civiles. El cómo se oía es algo que desafortunadamente se desconoce. No hay mención explícita sobre ello ni se tiene partitura alguna que lo traiga, tal y como era, hasta nosotros. A pesar de contar con el recurso de la imaginación histórica sustentada en el conocimiento sobre las estructuras musicales y los instrumentos del periodo, la reconstrucción de esta pieza es hasta el momento imposible.
Entre 1772 y 1796 el Pan de jarabe fue conocido, al menos, en Querétaro, Pachuca, México, Puebla y Veracruz. Del mismo modo, el Jarabe gatuno estuvo presente de 1801 a 1807 en los territorios de Huichapan, Pachuca, Zumpango de la Laguna, Tianguistenco, Zacualpan, México, Xalapa y Guatemala. Aliados con otros sones, ambos jarabes animaron celebraciones en las que usualmente se comían antojitos y se tomaban bebidas alcohólicas, en ocasiones al grado de que los festejos terminaban en desórdenes que podían ir desde la pequeña pelea hasta el homicidio.15 Estas fiestas que ordinariamente tenían lugar en contextos espaciales múltiples tales como plazas públicas, vecindades, huertas, conventos, haciendas, casas “ordinarias” y “principales” entre otros, germinaron por infinidad de razones. Información extraída del Archivo General de la Nación muestra que las ocasiones iban del mero solaz hasta la despedida de alguna joven por su ingreso a la vida en clausura conventual.16 Una circunstancia bajo la cual apareció el jarabe fueron los domingos queretanos de 1791: personas de ambos sexos y de “bajos oficios” se reunían a partir de las cuatro de la tarde en una capilla de la calle del Burro para que algunos hombres, fingiéndose dominicos y franciscanos, se revistieran, predicaran y confesaran a las mujeres. Todo esto se terminaba de noche con un grupo de gente bailando el Pan de jarabe.17
El jarabe, como escribe Juan José Escorza, fue consecuencia de la impronta dejada por los sones populares -particularmente la jota-18 que, provenientes de la metrópoli, se dispersaron y asentaron por diferentes puntos geográficos de la Nueva España. En él tenemos un descendiente común de los bailes zapateados peninsulares de la tradición del fandango dieciochesco. “Una simple comparación entre los elementos coreográficos y musicales […] muestra hasta qué punto existen similitudes entre ambos géneros. Hay en ellos, diríase, un aire de familia”. La china bailadora, con su “barroca y multicolor indumentaria” -derivada de la gitana andaluza- y las letras, “todas sin excepción heredadas del magnífico caudal de la copla española”, son elementos que sustentan firmemente esta idea (Escorza, 1990, p. 8).
Los manuscritos de jarabes compuestos específicamente para guitarra hasta la primera mitad del siglo XIX y que han sobrevivido hasta nuestros días son muy escasos. Tenemos el que ha sido atribuido a Manuel del Corral, del dúo Contenga usted (1816); el del método perteneciente a Ignacio Bravo hecho por el profesor DVC (1820), el del encuaderno Sutro SMMS M2 (primeros años del México independiente); la Variación del gato (Primera mitad del siglo XIX), y por supuesto los que abordamos en este artículo. Todos ellos están conformados por un único son, es decir, por una sola pieza musical. No fue sino en tiempos posteriores que se acostumbró que este baile popular se constituyera por la suma de varias obras musicales, o sea que se convirtió en una colección de varios sones. Un ejemplo de esta forma puede observarse en el conocidísimo Jarabe tapatío.
La existencia de estas partituras constata que la afición por tocar, cantar y bailar jarabes permeó desde los grupos marginales hasta los que ostentaban el poder. La forma y los medios en que los aristócratas criollos y peninsulares accedían a la práctica instrumental diferían de los de quienes no gozaban de buena posición económica. Mientras que la tradición oral fue el recurso del que se valían los menos favorecidos para extender sus saberes en este campo, el aprendizaje de melodías a través de la notación estaba destinado a los que pudieran costear las clases con profesores particulares, o bien, en caso de ser autodidacta como Alamán, los materiales necesarios para ello.
Como ya se dijo, no podemos afirmar que nuestro personaje sea el autor de los manuscritos hallados; tampoco podemos aseverar que el copista haya sido él. La usanza en la época en que surgió el material en cuestión era copiar, para su propagación y posterior ejecución, lo producido por el trabajo de los compositores y profesores instrumentistas. Una enorme crisis de ediciones de música que se había originado desde el siglo XVI y extendido hasta principios del XIX fue lo que condujo a esta práctica (Corona Alcalde, 2007, pp. 205-206). Los puntos de venta de impresos y manuscritos musicales en la Nueva España eran primordialmente las librerías. Es probable que Alamán haya adquirido los suyos en uno de estos establecimientos de la ciudad de México, donde estuvo tan sólo unos meses antes de aventurarse en el ejercicio guitarrístico. El ubicado en la calle de Tacuba, casi esquina con Santo Domingo, propiedad de Manuel del Valle, era frecuentado durante las noches de esa temporada por el joven Lucas para tomar clases de francés (Méndez Reyes, 1996, p. 87). No resultaría extraordinario que ese negocio haya sido el que le proveyó del material didáctico y el repertorio que usaría al volver a Guanajuato, ni tampoco que esos papeles fuesen de los que específicamente estamos hablando aquí.
Gabriel Saldívar estableció en su estudio sobre el jarabe que 1816 fue la fecha de gestación del, hasta hace poco, más antiguo que se preservaba para guitarra sola, y atribuyó la autoría a Manuel del Corral (Saldívar, 1989, p. 13). Jarave y Otro resultan ser fuentes valiosas pues todo indica que corresponden a partituras surgidas en un momento anterior, lo que las convierte en las primeras referencias con las que contamos hasta hoy. Pueden ser fechadas en el lapso de 1808 a 1814, es decir, poco antes de que comenzara Alamán a aprender a tocar hasta que, abandonando temporalmente los novohispanísimos jarabes y séptimas, viajó a Europa. Cabe resaltar que estas piezas representan un reto técnico incluso en nuestros días. El esquema armónico simple, de tónica y dominante, que poseen ambas composiciones -Jarave está en la tonalidad de Re y Otro en la de La- no es, a diferencia de lo que pudiera creerse, reflejo de la dificultad de su ejecución. Esto nos habla del nivel interpretativo que se había alcanzado en un muy temprano siglo XIX. Podemos decir que la Nueva España tenía excelentes ejecutantes del instrumento.
La guitarra de siete órdenes tuvo su apogeo en la segunda mitad del siglo XIX. El gran volumen de literatura musical y fotografías antiguas que se ha encontrado da muestra del buen recibimiento que tuvo en la época; empero, sin lugar a dudas había sido un elemento cotidiano de gran importancia desde la segunda mitad de la centuria anterior. La referencia conocida más remota data de 1776 y consiste en una descripción de su afinación y el número de notas que se puede tocar con ella. Está contenida en Esplicacion para tocar la Guitarra de Punteado por Mussica o Cifra y Reglas útiles para acompañar con ella la Parte de el Bajo, escrito en Veracruz por don Antonio de Vargas y Guzmán.19
La guitarra séptima, insertada en el gran universo dieciochesco, fue únicamente utilizada como acompañamiento de las melodías interpretadas por la voz u otros instrumentos musicales. Jaranas, bandolones -que también se empleaban para acompañar-, arpas y guitarras fueron comunes referentes de la instrumentación que en pueblos y ciudades de la época virreinal se usaba para pasar, por medio del baile, ratos de entretenimiento y diversión. Los músicos, evidentemente, desempeñaban un papel protagónico, pues su labor resultaba inseparable de fandangos, jamaicas, saraos y otras ocasiones de reunión y festividad.
Tonadas y rasgueos también se proyectaban en el escenario del Real Coliseo de México y en las tertulias de la aristocracia novohispana. Al casi el fin del siglo, la guitarra era un ingrediente que sazonaba los ámbitos usuales de la diversión colectiva, el ocio y las relaciones sociales. A pesar de no tener a la fecha testimonios con alusiones específicas sobre el empleo de la séptima en estas celebraciones, existen fundamentos para afirmar que fue uno más de los instrumentos presentes en ellas. En 1776 Vargas y Guzmán mostraba la convergencia que se daba entre guitarras de cinco, siete y seis órdenes, y también el papel preponderante que desempeñaban las últimas, mientras que las primeras estaban llegando al final de su ciclo de vida y las segundas apenas lo iniciaban. De que fue constante el uso de las siete órdenes durante el último tercio del Siglo de las Luces podemos tomar como señal que en los albores del México independiente se comenzó a ejecutar con ellas la melodía a la vez que el acompañamiento, sin que esto representara que su función meramente armónica decayera, algunos autores enfocaron su labor artística en esta guitarra; como fruto de ello, hasta nuestros días han llegado algunos de los papeles donde cristalizó su ingenio creador. Tal acogida no habría sido posible de no haber existido entre los novohispanos un sólido hábito de tañerla. No resulta extraño que para 1827 Carl Christian Sartorious, empresario y músico aficionado radicado en México, comunicara que la guitarra mexicana, a diferencia de la alemana, era más pequeña y tenía siete u ocho cuerdas dobles, que era el instrumento favorito de los mexicanos, que se tocaba en todas partes de la República, que tenía muy buenos intérpretes y se construía en algunas ciudades como México y Guadalajara (Koegel, 2005, p. 106).
Este dinamismo de la actividad guitarrística no era novedoso. Las últimas décadas del virreinato fueron, en dicha materia, de un esplendor equiparable con el conseguido por otros medios de producción sonora de la época. El muy limitado número de partituras de ese periodo que ha llegado hasta nuestros tiempos ha hecho creer lo contrario. No obstante, recordemos que su uso se dio, sobre todo, en un entorno donde la oralidad era la manera de transmitir los conocimientos musicales. Entre los grupos más pobres de la población se difundía de boca en boca la lírica de las músicas populares del momento y, bajo el mismo sistema, sin la necesidad de un conocimiento teórico, las armonías sencillas que poseían en su estructura los sones y jarabes de los que tanto se gustaba.
El método Principios de música para guitarra de siete órdenes y la Escala natural, de los concretamente creados para séptima, son los documentos de mayor antigüedad y los únicos de su tipo que se conservan en forma manuscrita. Es un infortunio que dentro del tratado, por estar incompleto, no se hallen ejercicios o fragmentos que puedan ejecutarse. Era usual en aquel tiempo que los tratados instrumentales comenzaran con explicaciones con información de teoría musical general y del instrumento para después ofrecer reglas de ejecución y melodías que el lector debía ensayar. El contenido del método en cuestión se encuentra limitado a la explicación de fundamentos básicos de la música, entre ellos el nombre y la duración de las notas y los silencios, claves, alteraciones y compases. Como ya se ha sugerido, es muy plausible proponer que ésta fuera la literatura musical de la que se valió Lucas Alamán en 1809 para aprender la guitarra.
Conclusiones
Negros, indios, españoles, criollos y castas convivían a finales del periodo virreinal. Con sensibilidad observaban su entorno y lo interpretaron por diversos y singulares medios; entre ellos sobresalió el de la música. En ese sentido, adoptaron, transformaron y dieron fuerza a elementos sonoros que fueron llevados a diferentes espacios de lo público y lo privado. Las múltiples prácticas y circunstancias musicales tuvieron, sin importar parentescos sociales o económicos, como común denominador el ocio, el placer y la distracción de colectivos, aunque más allá de simple recreo las músicas daban identidad y status social. En el caso de los mulatos y mestizos, cantar y tocar un instrumento era una de las pocas formas para hacerse notar en la población novohispana. En los círculos más prósperos, el arte de los sonidos ordenados fue, por una parte, una manera de hacer que el “bello sexo” se preparara para desempeñar su debido papel dentro de esa sociedad: según fuera el caso, ser buenas hijas, esposas y madres; y por otra, una más de las actividades que un hombre ilustrado desarrollaba, sin propósitos profesionales, como parte de su formación intelectual.
En la antesala de la Independencia, el jarabe y la séptima se introdujeron y afianzaron en ambientes sociales -los de mediano y alto nivel económico- que en un primer momento les eran ajenos. Justamente allí fue donde Lucas Alamán entabló un vínculo con ellos. Su caso sirve para dar un ejemplo ilustrativo del diálogo que se dispuso entre los distintos estamentos y calidades dentro de sus prácticas musicales. El uso y la importancia del género y el instrumento que han sido analizados aquí se extendieron de la parte baja hacia lo alto de la sociedad virreinal; es decir, su uso e importancia crecieron con el paso del tiempo, rompiendo las barreras sociales existentes hasta convertirse en partes indispensables para la constitución de la música nacional mexicana.
La incursión de Alamán en el mundo de la música fue relevante. Advertimos en él a una figura clave de la difusión y promoción de la música de su tiempo. Su faceta como guitarrista, impresor de partituras e impulsor de la primera Sociedad Filarmónica de México y su academia había sido prácticamente ignorada por los investigadores. Sirva este estudio como una primera aproximación a la labor pionera de este prócer en el campo musical, y como la base de futuras investigaciones en torno a éste u otros temas relacionados con las músicas -y sus personajes- de aquellos lejanos momentos en los que la Nueva España, como entidad política, estaba a punto de desaparecer.
Son varios los temas que quedan abiertos para ser posteriormente observados con mayor profundidad. Hay que decir que la arrolladora mayoría de los trabajos de los estudiosos del sonido en México se apega a una manera tradicional de ver los hechos. Generalmente los exámenes históricos-musicales y musicológicos han excluido a los grupos marginales de las sociedades pasadas; no obstante, resulta imperativo, para conseguir integridad en los resultados, incorporarlos. Por ejemplo, se ha escrito sobre la manera en que los miembros de la aristocracia aprendían a tocar algún instrumento musical, pero no acerca de los mecanismos por los cuales las comunidades más humildes accedían a ello. La oralidad como procedimiento de enseñanza-aprendizaje de la música entre los sectores populares de finales del siglo xviii y principios del XIX es uno de esos asuntos pendientes.
Jarave y Otro, Principios de música para guitarra de siete órdenes y Escala natural vienen a integrarse a la lista de significativos hallazgos de literatura musical no religiosa creada en la Nueva España, y con ello, a sumarse a la conformación de la valiosa, pero tantas veces desdeñada, historia de la música y el baile populares del territorio mexicano.