En la época colonial los conflictos entre autoridades temporales y espirituales estuvieron presentes en el territorio neogallego. Aparentemente cada uno tenía bajo su dominio ámbitos jurisdiccionales distintos: a la Iglesia le competían los asuntos relacionados con la evangelización y proporcionar el pasto espiritual, en tanto que las autoridades temporales tenían como propósito buscar el cumplimiento de la justicia, lograr el buen gobierno y mantener la armonía en los territorios adjudicados a la monarquía hispana. Sin embargo no todo fue tan claro; el Regio Patronato planteaba posibilidades para la intervención en asuntos que involucraban a los eclesiásticos, la intención era salvaguardar los privilegios de sus súbditos en una sociedad eminentemente corporativa (Rubial, 2013, pp. 32-37; Hera, 1992.)
El presente trabajo pretende dar cuenta del conflicto generado entre autoridades temporales y espirituales en el territorio bajo la jurisdicción de la Audiencia de la Nueva Galicia teniendo como ventana los recursos de fuerza que llegaron ante sus tribunales.2 El recurso de fuerza remite a la posibilidad que tenían los súbditos de la Corona para apelar las sentencias de las autoridades eclesiásticas ante la autoridad real. Su existencia estaba sustentada en la protección que el monarca debía a sus vasallos, fueran eclesiásticos o legos, por lo que también fue utilizado por los eclesiásticos que se sintieron agraviados por una autoridad superior. El recurso abría la puerta para la defensa de cualquier tipo de abuso o violencia que pudieran sufrir los vasallos; el propósito final era conservar el orden natural e impartir justicia (Gamiño, 2009). Uno de los casos que resulta de gran interés por la cantidad de elementos que se conjugaron y que traducen las pugnas entre autoridades temporales y espirituales es el que se presentó entre el teniente de Mocorito y el párroco de la comunidad, conflicto que se prolongó desde 1800 hasta 1806. El recurso de fuerza es la ventana que ha permitido observar los conflictos entre autoridades temporales y espirituales, pero también permite visualizar situaciones conflictivas entre las autoridades espirituales que en algunos casos acudieron a las Audiencias para solicitar la protección real.
En esta serie documental, las pugnas trastocaron las fronteras jurisdiccionales de la Audiencia y se trasladaron hasta la ciudad de México en busca de soluciones, a pesar de que la Audiencia de Nueva Galicia mantenía autonomía con respecto a la de México. La autoridad temporal cuestionó los argumentos del poder espiritual, despreció la excomunión y consideró la casa del cura como lugar profano. Por su parte, la autoridad espiritual excluyó a los funcionarios de participar en las celebraciones públicas de carácter religioso e hizo el llamamiento para que se retirara el saludo a los excomulgados, por lo que las autoridades temporales tuvieron que cargar con el estigma que significaba estar excomulgadas. La excomunión llevaba implícita la prohibición a los feligreses de saludar a los públicamente excomulgados o venderles alimentos. En este caso, por tratarse de autoridades temporales, se pidió que no acudieran a la justicia temporal so pena de ser excomulgados, situación que podría trastocar un orden jurídico más amplio, el delegado por la monarquía en sus funcionarios. Desde la mirada de la autoridad espiritual, el desprecio a la excomunión por la autoridad temporal era un delito perseguido por la Inquisición.
Los documentos que traducen el caso contienen elementos que permiten ubicar a los personajes en las redes del poder y de qué manera utilizaron sus estrategias, acomodaron su discurso e interpretaron las leyes desde la posición que ocupaban y desde el cargo que desempeñaban. El caso hace posible reconstruir los acontecimientos que enfrentaron a la autoridad temporal y espiritual en una región, que a pesar de la distancia, mantenía su comunicación con la Audiencia de la Nueva Galicia.
A partir del relato de los actores, sus discursos y el análisis de sus posturas, se puede dar cuenta de los enfrentamientos entre autoridades temporales y espirituales. Permite observar las distintas estrategias y los efectos de poder, los significados de la excomunión cuando se dirigía a los funcionarios reales, así como el entredicho en la región, la preocupación por la posible invasión de los ingleses, los temores de insurrección de los habitantes por ser considerados desobedientes, y sobre todo la defensa de las jurisdicciones a partir de la interpretación de las acciones de otros.
Mocorito
El municipio de Mocorito se ubica al nordeste del estado de Sinaloa; actualmente tiene 2 405.49 km2 de superficie. Sus límites geográficos son, al norte, con el municipio de Sinaloa, al sur con el municipiode Culiacán, al oriente con el municipio de Badiraguato y al poniente con los municipios de Salvador Alvarado y Angostura.3
En 1530 Nuño de Guzmán encabezó una expedición al noroeste novohispano. En su tránsito por la región fundó la villa de San Miguel de Culiacán; en ese lugar dejó como alcalde mayor a Diego de Proaño (Porras, 1980, p.12). De Culiacán en 1533 partió Sebastián de Évora con dirección al noreste de Sinaloa y descubrió el río de Mocorito (Ortega, 1996, 1993,1987, y Padilla, 1742).
La insumisión de los indígenas hizo casi inhabitable la región; la pacificación se comenzó a concretar en 1564 con la expedición a cargo de Francisco de Ibarra. El territorio fue entregado en encomienda por Ibarra a Pedro de Tovar, sin embargo, éste tampoco permaneció mucho tiempo en la región. La conquista espiritual en un primer momento estuvo a cargo del jesuita Gonzalo de Tapia, a quien nombraron Superior de la Misión de Sinaloa. El religioso acudió a la ciudad de México para solicitar el envío de otros padres que apoyaran en la conversión y pacificación de los indígenas. Finalmente, con el objetivo de garantizar el poblamiento de la región, se fundó la misión de San Miguel de Mocorito en 1594 y estuvo a cargo del jesuita Juan Bautista Velazco (Gámez, 2010, p. 26).
Fue en este poblado en la Sierra de Sinaloa donde en los primeros días del año de 1800 sus habitantes, indios, españoles, criollos, clero regular y secular, fueron testigos de los enfrentamientos entre dos autoridades con jurisdicciones distintas, una temporal y otra espiritual; presenciaron también los efectos que para unos y otros tuvo el poder que intentaron ejercer.
Los intendentes y subdelegados
El establecimiento del sistema de intendencias en el periodo de los Borbones transformó la geopolítica del virreinato de la Nueva España (Pietschmann, 1996; Diego-Fernández y Gutiérrez, 2014). El ascenso de la nueva dinastía al trono estuvo caracterizado por ideales reformistas e ilustrados, además por las trasformaciones económicas sugeridas como producto de la guerra de sucesión (Franco, 2001, p. 35; Lynch, 1991). Para superar la crisis administrativa y fiscal, se estableció el sistema de intendencias cuyo origen derivaba de la influencia francesa (Guerrero, 1994, p. 232).
En América la primera intendencia se estableció en La Habana en 1764, y un año después en Luisiana. Ese mismo año José de Gálvez llegó a Nueva España para establecer el sistema de intendencias en el virreinato (Mantilla, Diego-Fernández y Moreno, 2008, p. 23). En el año de 1770 se estableció una intendencia más, Arizpe fue la capital, bajo su jurisdicción se encontraba el pueblo de Mocorito, y en materia de patronato y apelación estaba subordinada a la Audiencia de la Nueva Galicia. En 1771 fue nombrado intendente interino Pedro Corbalán (Alcauter, 2012, p. 42). El intendente se encargaba de recaudar los tributos y las alcabalas, administrar los estancos de pólvora y naipes, además de recabar y cuidar el quinto real (Guerrero, 1994; Ortega, 1999). Con la promulgación de la Ordenanza de Intendentes en el año de 1786 se crearon once intendencias más: las de México, Zacatecas, San Luis Potosí, Durango, Santa Fe de Guanajuato, Valladolid, Mérida, Veracruz, Guadalajara, Oaxaca y Puebla (Gálvez, 1996, p. 10). En la Ordenanza se estableció que el intendente tendría bajo su control los ramos de justicia, hacienda, guerra y policía, y estaría supeditado a la Audiencia de su territorio (Diego-Fernández, 2015).
Desde 1796 Alejo García Conde se desempeñó como intendente en Arizpe y permaneció en el cargo hasta 1813, por lo que fue testigo de los conflictos que se suscitaron en el poblado de Mocorito. La población de la intendencia en el año de 1800 era de 125 000 individuos, de los cuales 55 000 eran indígenas, y la mayor concentración estaba en el partido de Sinaloa; los grupos indígenas con mayor presencia eran yaquis y mayos, que hablaban la lengua cahita (Ortega, 1999).
La intendencia de Arizpe tenía jurisdicción en Cieneguilla, San Antonio de la Huerta, El Fuerte, Culiacán, Cosalá, El Rosario, Álamos, Ostimuri, Copala, Maloya y Sinaloa. Además estaban bajo su jurisdicción los presidios de Santa Cruz de Terrenate, Tucson, Altar, San Miguel de Horcasitas, San Carlos de Buenavista, San Miguel de Bavispe, San Rafael de Buenavista y Mazatlán (Medina, 2014, pp. 190-191).
Con las reformas borbónicas también surgió la figura del subdelegado (funcionario que reemplazó a los antiguos alcaldes mayores), el cual estaba subordinado al intendente (Guarisco, 2014). Bajo su responsabilidad quedaban las causas de justicia, policía, hacienda y guerra. Entre sus obligaciones también estaba la de “mantener a los naturales de su jurisdicción en buen orden” (Franco, 2001, p. 105). Para ocupar el cargo de subdelegado era necesario antes de tomar posesión depositar una fianza. Iván Franco Cáceres señala que generalmente los que intentaban ocupar estos cargos acudían a los mercaderes o a personas acaudaladas para que fungieran como sus fiadores, lo que generaba vínculos entre los subdelegados y personajes de influencia económica en la región (Franco, 2001, p. 162). El funcionario debería ser de origen español, peninsular o criollo, de preferencia peninsular (Franco, 2001, p. 105). El subdelegado a su vez estaba facultado para delegar autoridad temporal en un teniente.
Como encargados del poder civil, intendentes y subdelegados tenían también bajo su cargo lo referente a la defensa de los intereses de la Corona frente a cualquier forma de usurpación por parte de las autoridades espirituales en el territorio bajo su jurisdicción. Es así como el caso que ahora se presenta permite, a partir de la introducción del recurso de fuerza, visualizar de qué manera se presentaron las disputas entre las autoridades temporales y las espirituales en un poblado de la sierra de Sinaloa.
Rafael Ortiz, subdelegado de Sinaloa: el enfrentamiento con la autoridad espiritual
El 7 de julio de 1800, Rafael Ortiz de la Torre, subdelegado de Sinaloa, fue interceptado por un mensajero cuando se dirigía al Real de Álamos; el enviado le entregó una carta relativa a la disputa que sostenía dicho subdelegado con el párroco de la iglesia de Mocorito. En la misiva se le hizo saber que en la puerta mayor de la iglesia se había fijado un texto por el cual se le declaraba privado de participar de los sacramentos. El escrito decía: “tengan todos y traten por excomulgado a don Rafael Ortiz de la Torre por haber violado la inmunidad de la Santa Iglesia de Mocorito [...] no la quite nadie”.4 La excomunión fue lanzada por el obispo de Sonora, fray Francisco Rouset, y la ejecutó el párroco comisionado José Barrios, quien se encargó de promulgar la censura.
Pero ¿qué significaba estar excomulgado y por qué se le acusaba de haber violado la inmunidad? En términos generales, la excomunión era uno de los mecanismos utilizados por la Iglesia para obligar a los creyentes a cumplir con los mandatos religiosos, con ella se “pretendía romper la relación del pecador con Dios y con la Iglesia” (Berman, 1996, p. 82). En este caso, la excomunión invitaba a la población a desobedecer a los tribunales civiles y a mantener en el aislamiento a la familia de un funcionario que había osado desafiar al cura de la región. Nancy Farriss (1995, p. 14) menciona que la influencia del clero aumentaba en las zonas rurales y que a menudo podía poner en entredicho la autoridad del magistrado local con amenazas de excomunión. En este caso no se trató únicamente de amenazas, se efectuó la censura y el subdelegado tenía que buscar las estrategias para eliminar las consecuencias que la mencionada disposición eclesiástica podría acarrearle.
Rafael Ortiz expresó su preocupación no sólo por sí mismo, también por su familia y, sobre todo, por ser responsable ante el rey de impartir la justicia en el poblado de Mocorito. En su discurso señaló:
Dejo a la prudencia de V.S. la vergüenza que recibiré llegado que sea a mi casa, en qué consternación hallaría a mi familia el dilatado tiempo para la absolución, porque precisamente debo esperar, y el escándalo ahora causado al público, pues aunque tengo el consuelo de que no hay causa sobre que haya recaído la censura, asegurándome sujeto de profesión que después de hecha la propuesta no liga, pero el escándalo ya no se evitó.5
El subdelegado estaba confiado de haber actuado conforme las exigencias del cargo, había administrado la justicia correctamente aun a costa de la salvación de su alma, pero esto no le evitaba las penurias por las que pasaría su familia. Sin embargo no dejaba de estar preocupado, porque las censuras eran agravadas cada día por el cura y su teniente. Rafael Ortiz se quejaba de que:
ha llegado el caso de haberme maldecido el día antes de ayer por este señor cura desde el altar y su teniente desde el púlpito apagando velas que fue la tercera monición y prometió para el próximo domingo tocar el entredicho y que nada me vendan para mí ni a mi familia.6
El entredicho consistía en la prohibición para hacer o decir alguna cosa relacionada con el ámbito eclesiástico y se aplicaba de forma personal, local y mixta. La primera consistía en aplicar la prohibición a una persona; la segunda estaba encaminada a prohibir ciertas cosas en algunos lugares y la tercera incluía a las personas y a los lugares (Escriche, 1998, p. 232). En este caso se puede considerar que el entredicho era de carácter mixto: al subdelegado se le prohibió recibir los sacramentos, asistir a misa y comunicarse con otros individuos, en tanto que a los pobladores de la región se les prohibió tener cualquier tipo de contacto con el funcionario, se les exigió que no se comunicaran con él por escrito y menos verbalmente, y el castigo para quienes violaran esta disposición era la excomunión. Entre los efectos del entredicho general se puede señalar que mientras duraba, no había entierros, no se administraban los sacramentos, las misas eran a puerta cerrada y las campanas permanecían en silencio mientras no se levantara el castigo sobre la región (Escriche, 1998, p. 232).
El entredicho significaba agravar las censuras, pero también la intimidación a los otros fieles de la región. Con la amenaza del entredicho se buscó amedrentar a los pobladores para que ninguno dirigiera la palabra al subdelegado ni le prestara ayuda en lo más mínimo. Aunque el subdelegado estaba seguro de no haber incurrido en la violación de la inmunidad del clérigo, el obispo interpretó de forma distinta la actuación de Rafael Ortiz y los acusó a él y a su teniente, de infractores de la inmunidad e irreligiosos, por violentar la inmunidad local al extraer a “una mujer retraída” en la casa curial.7
La comunidad de Mocorito, según señaló Ortiz, estaba contenta con lo que le pasaba; en el discurso planteó que
Se han alegrado de la tropelía que con mi persona se ha executado por la curia eclesiástica (no me hace fuerza por último criollos), y tal vez éstos aconsejaron a los demás no me den obedecimiento, tal vez [en] sus partidos se levantarán sus tumultos, unos se castigarán por inobedientes [sic], otros se defenderán; muchísimos se ausentarán, el señor obispo tal vez ocurrirá al entredicho y todo se convertirá en tragedia.8
Al señalar lo anterior el subdelegado argumentó su decisión de nombrar nuevo teniente y a través de él ejercer la jurisdicción. El objetivo era evitar que la situación conflictiva se agravara mientras la Audiencia resolvía el recurso de fuerza. El subdelegado afirmó que algunos habitantes de la región no obedecían a su teniente, no pasaban por la calle en que vivía el subdelegado, le retiraron el saludo y oyó decir que el cura solicitó al teniente secular que lo apresara para mandarlo como reo de la Inquisición.
Los temores que tuvo el subdelegado en lo que consideró “el violento despojo de la jurisdicción civil” lo condujeron a pedir apoyo al subdelegado de la villa de El Fuerte, al que solicitó de 25 a 50 hombres para la protección de la jurisdicción real. Sin embargo, esta petición no fue contestada satisfactoriamente, pues el subdelegado de El Fuerte se negó a proporcionar la ayuda que le pedía Rafael Ortiz.9 El argumento que planteó fue la posible invasión de los ingleses a los territorios indios. En el ambiente estaba el temor de que invadieran el territorio porque continuamente se les veía surcando los mares de California, por lo que no podía dejar desprotegido el territorio bajo su jurisdicción y acceder a la petición de Ortiz. Los conflictos entre los ingleses y la Corona española no eran recientes, pero se intensificaron en el siglo XVIII; para los ingleses el territorio americano constituía una oportunidad de expandirse y conseguir mayores riquezas, La Habana era la ruta del tesoro, en tanto que América Central significaba una fuente de productos y el Río de la Plata era la ruta ideal para el contrabando de los productos ingleses (Lynch,1991, pp. 119-120); a lo anterior hay que añadir que la Corona española no contaba con la flota suficiente para responder a las incursiones inglesas.
En cuanto a las sublevaciones indígenas, cabe mencionar que el temor que sentía el subdelegado de Sinaloa de una revuelta e inobediencia a la justicia temporal, era compartida por el gobernador e intendente de las provincias internas de Arizpe; los pobladores eran considerados propensos a desobedecer y podrían “insolventarse más contra los jueces reales al ver vulnerada esta jurisdicción por la eclesiástica”.10 El intendente Alejo García Cano responsabilizó al obispo de Sinaloa por los desórdenes que se pudieran presentar en la región.
En la memoria de los funcionarios aún se encontraban presentes las revueltas que hubo durante los años de 1740, periodo en que se sublevaron los indios mayos, yaquis y otras naciones más; la rebelión causó estragos entre la población española, acabaron con el ganado, destruyeron haciendas, mataron a gran cantidad de pobladores incluidos los niños y las mujeres, y los que se salvaron tuvieron que refugiarse en los presidios de Álamos y Sinaloa. Según apunta Matías de la Mota Padilla, en 1742 el alcalde mayor del Rosario y el gobernador de Vizcaya tuvieron que enviar gente para que auxiliara a los que estaban siendo atacados por los indígenas (Mota, 1870, p. 520).
El origen de los disturbios se debió, según parece, a los abusos a los que decían los indígenas que los sometían los misioneros jesuitas, quienes fueron acusados de que los hacían trabajar con exceso, los castigaban con azotes y de sus cosechas alimentaban a la población de Baja California, sin importar el abastecimiento de la comunidad que producía los alimentos; además se quejaron de que en sus comunidades se habían nombrado como administradores a mulatos y mestizos (Ortega, 1999). Las misiones jesuitas ya no mantenían el orden en la región, por el contrario, estaban causando más problemas que beneficios a la Corona. A esto hay que añadir que se dijo que los misioneros estaban acumulando para sí beneficios económicos a costa de los indígenas y de la misma Corona.
En términos generales, para Rafael Ortiz la excomunión representaba un abuso de autoridad por parte del cura y una transgresión a la jurisdicción temporal. Le preocupaba sobremanera la violencia que podría acarrear entre los pobladores la decisión del obispo de excomulgarlo, el escándalo para él y su familia, y además dejaba clara su percepción de la población. Estaba convencido de que los vecinos se habían alegrado al enterarse de las censuras de que fue objeto, su preocupación era la justicia real y mantener el orden en la región a su cargo. Pero también le preocupaba que el obispo recurriera al entredicho. La amenaza del entredicho fue uno de los principales argumentos para nombrar un sustituto, cuando menos ese fue el argumento que esgrimió ante el intendente gobernador de Sonora. Las amenazas de la autoridad espiritual ocasionaron que la justicia temporal cambiara de estafeta y se depositara en un subdelegado interino mientras se tomaban decisiones más enérgicas en resguardo del orden establecido por Dios.
La manzana de la discordia: la india Serafina
La mujer a la cual se refería el obispo y que había sido sustraída de la casa curial era la india Serafina, quien se había escapado del rancho del Malinal, propiedad de Francisco Vega, ahí se encontraba en depósito para su corrección.11 La justicia temporal del pueblo de Capirato la acusaba de “llevar una vida escandalosa” por vivir amancebada con un indio, además se sabía que tenía una vida “desarreglada [...] lo más huyendo en los montes con un indio”.12 Se encontraba desterrada de Culiacán, lugar en el que había cometido el delito. Según ratificó Francisco Vega, la india escapó a la casa del alcalde indio y de ahí a la casa del cura. El cura José Perfecto Gómez defendió a la india y señaló que la entregaría a la justicia siempre y cuando la depositaran en otro lugar, puesto que en la casa de Francisco Vega la ponían todos los días a moler grandes cantidades de maíz “entre dos piedras y sin máquina, casi un almud de maíz necesario para el sustento de una familia”.13 Según aparece en el discurso del cura, la india que amparaba era explotada y estaba desprotegida, por lo que el párroco sentía la obligación de protegerla y acogerla bajo su protección. José Perfecto defendió a Serafina diciendo: “estas pobres no tienen otro padre que yo, es fuerza ampararlas”.14
Una vez que sacaron a Serafina de la cocina de la casa del cura, el teniente le preguntó los motivos de haberse escapado y ésta contestó que “su amo era muy bueno, pero que su ama era muy impertinente”. Francisco Vega contestó a la acusación afirmando que Serafina se quejaba porque “no se le daba libertad”, pero que no le faltaba ni ropa ni comida,15 por lo que su huida era injustificada. El fiscal Juan Ignacio Munilla respondió a las afirmaciones del cura y avaló el depósito en la casa de Francisco Vega diciendo que la india “se hallaba remitida en casa honesta, como era la de su amo, para corrección y enmienda de su libertinaje y [para] que ganase salario para vivir”.16
La excomunión de Joaquín Pérez Baro
El encargado de la extracción de Serafina fue Joaquín Pérez Baro, originario de los reinos de Castilla y teniente del subdelegado, tenía 33 años y trece de ellos había vivido en Mocorito.17 La noticia que tuvo acerca de su excomunión le llegó nueve días después de haber sacado a Serafina, cuando acudió a misa y en el camino se encontró con un “muchacho nombrado Mariano Montoya [que] le dijo estaba públicamente excomulgado”.18 Joaquín no creyó en lo que le decían, estaba convencido de haber actuado correctamente, pero como “las gentes no le hablaban y huían de él, creyó ser cierta la noticia”.19 Apenas lo constató a través de las actitudes que otros tenían con él, acudió a comunicarle al subdelegado lo que estaba aconteciendo en Mocorito; el subdelegado Ortiz intentó tranquilizarlo diciéndole que acudiría con el gobernador para que resolviera el asunto. La autoridad temporal hacía uso de sus redes a fin de evitar los mayores daños a la potestad real. En tanto, el teniente recurrió a mecanismos alternos para anular la excomunión al solicitar la absolución, sin embargo, el cura le hizo llegar una carta en la que el obispo manifestaba que no se la podía conceder a menos que la pidiera por escrito. Joaquín efectuó la operación y mandó un escrito en el que señaló que no había sido su intención “violar el estado eclesiástico, pero que si por ello había incurrido en culpa, pedía la absolución”.20
Para concederle la absolución, el obispo señaló que el teniente debía pagar una multa de 20 pesos, se le exoneraba de pagar las costas del notario y del comisionado por el obispo para efectuar la excomunión. También se le conminó a que se pusiera de rodillas ante el cura y con los testigos que habían presenciado la extracción de la india, pidiera una disculpa pública, además tenía que restituir a la india del lugar de donde había sido sacada. La absolución, según señaló el teniente, la pidió por el temor de experimentar mayores consecuencias de las que ya tenía, aunque él estaba seguro de que era una pena injusta. Las consecuencias personales de la excomunión para el teniente no se hicieron esperar, su exclusión le valió que su esposa abortara “una criatura como de dos meses” y la pérdida de la comunicación con los pobladores ante los que ejercía la jurisdicción temporal.21
Los curas podían sentenciar a quienes consideraban transgresores sometiéndolos al castigo público y a la humillación ante la feligresía (Brading, 1997), y la excomunión era uno de los más graves castigos que podía recaer contra un feligrés y era mucho más grave cuando el excomulgado era un funcionario. Las censuras lanzadas por el cura se apoyaron en que, según señaló el obispo de Sinaloa, el teniente puso “las manos violentas [...] a su párroco”.22 No era la primera vez que el teniente ponía las manos sobre el cura; Joaquín Pérez comentó que el cura tenía genio violento y que en otra ocasión había efectuado la misma acción cuando demandó a un sujeto llamado Marcelino Díaz, maltrató al teniente y lo contuvo con la misma acción de asirle de los brazos.23
El teniente pidió la absolución a pesar de que consideró que su excomunión y la de Rafael Ortiz fueron injustas, para evitar mayores agravios de los que ya padecía. Cuando el asesor del intendente lo interrogó sobre el caso, señaló que no todos los eclesiásticos estaban de acuerdo con la decisión de excomulgarlos, afirmó que el teniente del cura José María Urdiaín se manifestó públicamente contra la excomunión y eso le ocasionó que el comisionado Barrios le ordenara salir del pueblo en 24 horas; expresar su descontento le ocasionó ser exiliado al Real de San Xavier.
En los argumentos esgrimidos por el teniente se observa la inquietud que tenía por la imposibilidad de cumplir con las obligaciones que su cargo implicaba, pues la justicia ordinaria no se podía aplicar en tanto él estuviera excluido de la comunidad religiosa. El que hubieran fijado su nombre en la tablilla de los públicamente excomulgados significaba más que la no participación en los sacramentos. Implicaba el aislamiento del excomulgado, la prohibición de entablar comunicación con otra persona; pero en este caso, dada la calidad del excomulgado, una de las consecuencias que se podía esperar era un vacío en el poder temporal y que los criminales actuaran al margen de la ley sin que hubiese más autoridad en la región que la del cura José Perfecto Gómez.
Joaquín fue absuelto de la excomunión, pagó los 20 pesos24 que le pedían de multa y José Antonio Montoya, uno de los que acompañaron a Joaquín, presenció el momento en el que el teniente “se hincó de rodillas, le pidió perdón y se abrazaron mutuamente”.25 Lo que no refiere la serie documental es si se entregó a Serafina al cura o si ella permaneció en la casa de Francisco Vega. Sin embargo la excomunión sobre el subdelegado seguía en pie y continuaba agravándose con las declaraciones semanales del cura.
Alonso Tresierra y Cano: la extracción de Serafina y la preparación del proceso
La preocupación de las distintas autoridades temporales estaba en el ambiente, y no era para menos; el poder temporal estaba siendo trastocado y la justicia real vulnerada, a esto hay que añadir que los ingleses surcaban el golfo de California y era necesario que “aquella parte confinante con la mar se halle siempre en defensa de los insultos que amenazan los enemigos ingleses”.26 Con el peligro de los ingleses, la protección a la región se convertía en asunto de suma importancia. Las señales de que recientemente habían navegado a lo largo de California fue para la intendencia un motivo suficiente para apresurar la documentación del caso y proceder conforme a derecho. Al subdelegado de El Fuerte, como ya se vio, un posible desembarco de los ingleses lo contuvo de brindar apoyo militar al subdelegado de Sinaloa, pero su superior utilizó los cauces legales para formular el proceso e indagar a la brevedad el origen de los conflictos. El intendente de Sonora y Sinaloa Alejo García Cano comisionó a su asesor Alonso Tresierra y Cano para que reuniera la información sobre la excomunión de los funcionarios y las transgresiones a la jurisdicción temporal. Una vez que se le nombró para el caso, se le proporcionó una escolta de “cuatro hombres de tropa del presidio de Buena Vista”,27 esto con el objetivo de que lo auxiliaran en caso de ser necesario, y se tomaron 1 000 pesos de los bienes de la comunidad para los gastos de la comisión.
Al llegar a Mocorito, Alonso Tresierra hizo comparecer a quienes participaron en la aprehensión de Serafina y a los que de una u otra forma se enteraron del suceso. De las pesquisas el asesor reconstruyó lo acontecido y dijo que el teniente acudió a requerir verbalmente al cura la entrega de la india, pero éste se negó; no estaba de acuerdo en que Serafina fuera entregada nuevamente en depósito a la casa de Francisco Vega y dijo que la entregaría únicamente si la ponían en otra casa; el teniente consultó a Rafael Ortiz sobre la negativa y le mandó que la extrajera, por lo que Joaquín Pérez Baro
llegó a la casa del cura, reconvino por última vez con política al eclesiástico y habiendo procedido algunas réplicas y alteraciones de una y otra parte, éste quiso cerrar la puerta de la casa para impedirle la entrada al juez real, quien en vista de la resistencia asió del brazo al cura para impedir la cerrase, mandó a los que lo auxiliaban sacasen a aquella mujer como la sacaron, conduciéndola al depósito.28
Auxiliaron a Joaquín Pérez para sacar a Serafina de la casa de José Antonio Montoya, originario de Agua Caliente y de 40 años, quien permaneció fuera de la casa y únicamente oyó voces, pero ayudó a llevar a la india al lugar de su depósito; Mariano Sánchez, de 25 años; Vicente Inzunza, de 30 años; Francisco Castro, de 50 años, y el indio Francisco Xavier Juárez, de 40 y originario de Mocorito, quien además fungía como teniente de justicia de los naturales del pueblo y era el único que conocía a Serafina, por lo que su presencia era indispensable. Al teniente de los naturales el cura le obstruyó el paso sujetándolo de la camisa; todos ellos coincidían en que el lugar de donde se había sacado a la india no era sagrado y afirmaron que el teniente y el subdelegado habían actuado conforme a las leyes.
El asesor de la intendencia consideró que el cura no actuó a la altura del cargo que representaba, aunque justificó su actitud señalando que apenas un año atrás José Perfecto Gómez se encontraba “donado en la religión de San Francisco, sin más estudios que gramática y alguna de moral”,29 pero a quien no justificaba era al Obispo, por querer adjudicarse una jurisdicción que no le competía.
Durante el proceso, el asesor aconsejó al intendente que emitiera un decreto para que la justicia ordinaria fuera obedecida; esto no fue del agrado del obispo de Sinaloa, que canalizó su enojo dirigiendo un documento a la Audiencia de Guadalajara, en el que señalaba la osadía del asesor al considerar que la excomunión era injusta. Afirmaba que era inaceptable el decreto que el intendente Alejo García Cano emitió para eliminar los efectos de las censuras lanzadas, argumentó que el gobernador intendente y su asesor se excedieron en los términos de sus deberes, puesto que los efectos de la excomunión no se eliminan a menos que se emita la absolución, y que el “juez que está excomulgado o declarado por tal, no puede ejercitar su jurisdicción con los fieles si no es quitándole primero la excomunión por medio de la absolución”.30 El obispo denunció la usurpación de las funciones eclesiásticas por los funcionarios de la intendencia al ordenar el desacato a las censuras, por lo que podrían ser considerados reos de la Inquisición. Efectivamente, el intendente no podía eliminar las censuras, pero sí podía rogar y encargar al obispo que lo hiciera, todo ello apelando a no trastocar más la administración de la justicia.
La desautorización del poder temporal
Así como el asesor de la intendencia formó proceso para restituir la autoridad temporal del subdelegado y teniente, el obispo de Sinaloa Francisco Rouset salió a defender la postura del cura de Mocorito y del comisionado para la excomunión, y arremetió contra el intendente Alejo García Conde y contra su asesor Alonso de Tresierra y Cano. En el documento dirigido a la Audiencia, el obispo se quejaba de que los excomulgados no se conducían como cristianos, porque aún excomulgados seguían ejerciendo su jurisdicción, y se quejaba de que continuaban “comunicándose como es preciso con los fieles entre tanto que se pide, se libra y llega la real provisión para que se absuelvan”.31 En su texto, el obispo mostraba su inconformidad ante la Audiencia, pero sobre todo se quejaba de la desautorización que habían hecho los funcionarios reales de su autoridad eclesiástica, esto cuando mandaron que los funcionarios siguieran ejerciendo su jurisdicción en tanto la Audiencia resolvía el recurso de fuerza que ante ella se había presentado.
La autoridad del obispo se vio vulnerada por las decisiones y acciones del asesor letrado de la Intendencia y por el mismo intendente. Por un lado, se puede fundamentar esta desautorización en la contraorden que dio el intendente para que el excomulgado ejerciera su jurisdicción, pero también tal acción se puede interpretar de una manera distinta, o mejor dicho, desde la otra cara de la moneda, la de la autoridad temporal; desde esta otra perspectiva las acciones implementadas por el intendente no son más que la restitución de una autoridad que fue violentada por las acciones del cura al mezclarse en los asuntos temporales, así que visto desde este otro ángulo las acciones del intendente se presentan como el respaldo y la defensa de la justicia temporal. De esta manera, se puede observar cómo los actores interpretan las acciones de los otros desde la posición que ocupan en la esfera institucional y desde los intereses que representan y que están convencidos que tienen que defender. La desautorización de las autoridades se presentó a través de las acciones y de los discursos puestos en juego para intentar convencer a los destinatarios de que su razón era la que debía prevalecer.
El enfrentamiento entre autoridades temporales y espirituales fue abierto, un primer conducto fue la documentación enviada a las autoridades de posición jerárquica mayor a la de los actores involucrados de manera inmediata. La Intendencia, la Audiencia y el obispo de Sinaloa recibieron la información sobre el caso. Cada uno de los actores cumplió el papel que le correspondía defender, la Intendencia fungió como apoyo del subdelegado y su teniente, en tanto que el Obispado defendió las acciones de su cura.
Conforme el proceso se fue desarrollando, tanto el obispo como el intendente entraron en una pugna más allá de los textos enviados a la Audiencia, que era la encargada de dirimir conflictos jurisdiccionales. Su enfrentamiento logró penetrar en la comunidad y se presentó de manera más recia cuando el intendente publicó un bando en el que mandaba que los súbditos del rey obedecieran al subdelegado a pesar de estar excomulgado. El decreto se fundamentaba en la preocupación que tenían el asesor y el intendente de que este llamado a desobedecer a la autoridad temporal pudiera tener mayores consecuencias en la región, ya que según argumentaron “los habitantes eran propensos al desobedecimiento, podrán insolentarse más contra los jueces reales y ver vulnerada esta jurisdicción por la eclesiástica”,32 y además los ingleses estaban rondando cerca.
A raíz de este decreto, el cura de Mocorito intensificó las censuras contra el subdelegado, el obispo defendió la postura del cura, señaló que esta reiteración de censuras estaba apoyada en los acuerdos del Concilio Tercero Mexicano, en el que se acordó que “cada ocho días se publicaran las excomuniones agravándolas y reagravándolas con el anatema”.33 El anatema consistía en condenar a la muerte eterna, era una “maldición que se pronunciaba con pompa y aparato lúgubre al tiempo de aplicar la pena de excomunión” (Escriche, 1998, p. 32; Berman, 1996, p. 276). El obispo se quejaba de que, aunque existiera recurso de fuerza interpuesto, la autoridad temporal pretendiera desautorizar a un obispo, y peor aún que “publique por injustos sus mandatos y haga que sus diocesanos los desobedezcan y desprecien públicamente”.34
El obispo Francisco Rouset, interpretó el bando como un desafío abierto a su autoridad y a la de Dios, ya que según dijo en el texto se incitaba a obedecer primero a los hombres y después a Dios. La interpretación que hizo de los mandatos de la autoridad temporal lo condujo a afirmar que el intendente y su asesor despreciaban la autoridad eclesiástica. El enfrentamiento fue público, cada uno puso en práctica sus estrategias para defender su propia jurisdicción; el obispo mandó que se volviera a declarar públicamente excomulgado al subdelegado, en tanto que el intendente ordenó se publicara nuevamente el bando en que se pedía obedecer a la justicia ordinaria, aunque su funcionario estuviera excomulgado.
Imaginar los distintos escenarios no resulta difícil, puesto que los discursos de los involucrados van dibujando los mapas por los que hay que transitar para ubicarnos en el tiempo, en el espacio y en el sentir de los actores. Así, transitando por el tiempo se puede recorrer la plaza de Mocorito un domingo del mes de julio, por supuesto día de asistir a misa, y oír a son de caja “por boca de un pregonero la contraorden del señor gobernador intendente para que se desentienda la voz de la Iglesia y su pastor”.35 Los que no llegaron a la plaza y que decidieron acudir más tarde a misa pudieron oír el repique de las campanas que anunció nuevamente la excomunión del subdelegado; los que estuvieron en el templo pudieron escuchar al cura expresar los mandatos del obispo prohibiéndoles tener cualquier tipo de comunicación con el funcionario excomulgado, pues de hacerlo correrían la misma suerte que el subdelegado.
La inmunidad eclesiástica y los usos del espacio
Al subdelegado se le acusó de haber violado la inmunidad local del párroco de Mocorito, esto por haber ordenado la extracción de Serafina. En este caso, la infracción contra la inmunidad a la que se referían tanto las autoridades temporales como las espirituales permite reconstruir los distintos significados que un mismo lugar tenía para diferentes actores. En ese sentido se puede constatar la afirmación de David Harvey (1990) cuando señala que las prácticas espaciales nunca son neutrales en las cuestiones sociales, y además la interpretación y resignificación de los espacios por parte de los actores, en muchos casos, pone en evidencia las constantes luchas sociales y la posición que ocupan dichos actores en la escena de conflicto.
El poder temporal defendió con ahínco su postura en torno a la inmunidad de la casa del cura, alegando que no se podía tomar como sagrado el espacio, en tanto que el obispo le daba un significado distinto argumentando que por el solo hecho de vivir el cura en ese lugar, el espacio se convertía en lugar sagrado. A través de su discurso los actores plasmaron la posición que defendían y el lugar que ocupaban en la sociedad de la época, pero también incluyeron los mapas de recorridos que permiten reconstruir los distintos usos del espacio en controversia, las actividades que en ellos se realizaban y la ubicación física de los actores en el sitio en disputa.
La inmunidad
Para aclarar las disputas que sobre el lugar tenían las autoridades temporales y las espirituales es necesario indagar qué se entendía por inmunidad. Ésta era considerada un privilegio concedido a las iglesias para que los delincuentes se acogieran a ellas y no se les pudiera castigar; sirvió para eliminar el rigor de las penas aplicadas a los delincuentes, pero se fue transformando y fue utilizada para cometer “los crímenes más espantosos” (Escriche, 1998, p. 318), por lo que se hizo necesario establecer criterios acerca de los lugares aceptados como inmunes y los delitos exceptuados; estos criterios estuvieron enmarcados en las relaciones que se establecieron entre la Iglesia de Roma y los príncipes católicos. El derecho canónico definió la inmunidad como “el derecho por el cual los lugares, las cosas o las personas eclesiásticas quedan libres y exentas también de los oficios seculares” (Murillo Velarde, 2008, pp. 413-418). Tres eran las formas de inmunidad reconocidas, la personal, la real y la local. La primera abrigaba a los eclesiásticos, quienes gozaban de fuero; la real era la que protegía a iglesias, monasterios, así como los integrantes del clero regular; en tanto que la inmunidad local se aplicaba a los reos que habían cometido un delito y se refugiaban en lugar sagrado (Gamiño, 2009, p. 196).
Los orígenes de la inmunidad eclesiástica se remontan a la antigüedad, desde que se adoraba a los ídolos y desde el origen mismo de los templos. Los que gozaban de inmunidad eran aquellos que se acogían “a la puerta de un cementerio, al techo, tejado, torre, patio o pared de la iglesia”, podían gozar de inmunidad, si así lo requerían, los que se refugiaban en el palacio episcopal o que se acercaban al sacerdote mientras éste tenía la custodia del Santísimo Sacramento” (Martínez, 1774, p. 185)
Una de las causas de conflictos entre magistrados y eclesiásticos era precisamente la acusación de violación de la inmunidad (Gamiño, 2009, pp. 195-248). En este sentido, hay que señalar que dos privilegios formaban parte de la inmunidad, el fuero y el derecho del canon; el primero exentaba a los eclesiásticos de cualquier acción judicial que no viniera de un juez eclesiástico, y el segundo protegía a los eclesiásticos de las acciones violentas en su contra (Farriss, 1995, p. 17). Este último privilegio se puede ejemplificar con la interpretación que el cura dio a la acción del teniente Joaquín Pérez cuando lo sujetó para que permitiera que el teniente indio Xavier Juárez entrara a la casa y extrajera a la india Serafina.
Es pertinente aclarar que en el periodo en que se inscribe este caso, las políticas restrictivas de la comunidad eclesiástica son más intensas. Con la llegada de la dinastía de los Borbones en 1700 se inauguró una política que pretendía la centralización del poder monárquico en todos los ámbitos. La Iglesia en Indias no escapó a tales intentos reformistas, por lo que en este periodo se presentó un mayor control sobre los eclesiásticos restringiéndoles los fueros de que gozaban. Esta política se desarrolló con mayor intensidad bajo el reinado de Carlos III; a su muerte, Carlos IV heredó la política que se caracterizó por fomentar la expansión del poder real y mantener lo ya conseguido, “el privilegio de fuero fue restringido a los eclesiásticos propiamente dichos. El derecho de inmunidad, una de las atribuciones más respetadas por la Corona, no fue abolido, pero sí significativamente reducido” (Sanciñena, 1999, p. 219).
La inmunidad en el siglo XVIII, vista desde los recursos de fuerza, revela los cambios de la política de la Corona en materia eclesiástica, los intentos de la nueva dinastía de mantener y ejercer el control sobre el clero regular y secular se ven reflejados en las distintas cédulas reales emitidas sobre el asunto a lo largo del siglo XVIII, las cuales generaron debates desde la postura real y desde la eclesiástica. En ésta podemos citar al obispo de Michoacán Abad y Queipo, quien en 1798 se quejó ante la Corona por las restricciones de la inmunidad de los eclesiásticos (Brading, 2004). El obispo definía la inmunidad como los privilegios y favores concedidos a quienes se consagraban a Dios (Llanes, 2003, p. 166), por lo que no estaba de acuerdo con dichas restricciones que podían llevar a los eclesiásticos a ser juzgados por tribunales ordinarios. Aunque en el caso que se presenta no se intentaba enjuiciar a los eclesiásticos, nos permite observar las distintas argumentaciones y visiones con respecto a la inmunidad desde la visión eclesiástica y desde la posición de los delegados del poder real en las Indias, defensa que al igual que la de Abad y Queipo también la hizo el obispo de Sonora al intentar proteger los intereses y la investidura del párroco de Mocorito.
La acusación que sobre Rafael Ortiz pesaba se inscribía en el ámbito de la violación a la inmunidad local, por haber sacado por la fuerza a Serafina, pero el lugar que se le acusaba haber violentado no tenía el mismo significado inmune para los que efectuaron la extracción, que difería de lo que el obispo y el cura consideraban como lugar inmune. A fin de esclarecer la excomunión de Rafael Ortiz y su teniente Joaquín Pérez Baro, el asesor de la intendencia Alonso de Tresierra hizo comparecer a los involucrados. Los que no estaban relacionados directamente coincidieron en que el curato no era visto como lugar sagrado. Ortiz fundamentó la no inmunidad del lugar más allá de lo que le tocó vivir, escuchar y ver; señaló que en la cédula de 9 de noviembre de 1773 se mandó que, arreglado a la bula de Benedicto XIV, no se tuviera más que un lugar sagrado o dos cuando la jurisdicción fuera amplia.36 La parroquia que se consideraba lugar inmune en la región era la de San Benito y no el lugar de donde se había sacado a la india Serafina. Rafael Ortiz afirmó que aunque la iglesia de Mocorito fuera inmune, la inmunidad tendría que estar limitada al templo, por lo que la casa parroquial no gozaba de inmunidad, y a esto agregó que la iglesia fue profanada en 1779.
El obispo fray Francisco Rouset no estuvo de acuerdo con los señalamientos de Ortiz y le contestó que aunque hubiese existido la profanación y su consecuente destrucción de la inmunidad, “si ya ésta se acabó en el día [...] y ya volvió la casa dicha a su antiguo destino, sólo vive en ella el cura con su familia y está, como antes, unida a la iglesia interior, y en libre comunicación con ella”, entonces no se podía hablar de lugar profano, sino más bien sagrado por el uso que en ese momento se le daba al espacio.37 El obispo argumentó que para eliminar la profanación no eran necesarias las “bendiciones o exorcismos, ni se hallan éstos en los rituales para que vuelva a servir a su destino”, por lo que la utilización que el cura Perfecto Gómez le daba al espacio era la adecuada y se había cometido un sacrilegio con la extracción de Serafina.38
Los usos del espacio
Quienes sacaron a Serafina de la casa del cura no compartían las interpretaciones del obispo con respecto al lugar, esgrimiendo como razón las actividades que en la casa curial se efectuaban antes de la llegada del cura José Perfecto Gómez y durante su estancia como cura en Mocorito. El curato y espacios contiguos fueron utilizados para distintos propósitos que no tenían que ver con las funciones eclesiásticas, pues eran de carácter profano. Desde 1777 hasta 1799 José Flores era teniente del partido y se dedicó a vender plata ahí, y “en un corral contiguo junto al de las cabras y de los caballos también hubo un taller de platería que se encontraba bajo un toldo que formó José Flores contra la pared”.39
José Barrios, el comisionado del obispo, al reunir la información para la excomunión, reconoció esa anterior actividad comercial, sin embargo afirmó que la venta no se efectuaba en las piezas principales ni en la habitación del cura.40 Lo que nunca dijo José Barrios fue que él también obtuvo ingresos por los negocios profanos que se efectuaron en el lugar. Francisco de Castro afirmó que en la casa del cura hubo “tienda de comercio y que se manejaba siendo cura de aquél partido don José Barrios con su cajero don Miguel Zubizar”.41 También el comisionado del obispo había estado implicado en comercio en un lugar profano que a la luz de las disputas se pretendía hacer pasar por sagrado.
Francisco de Castro participó en la extracción de Serafina, y al ser interrogado su discurso se orientó a defender su participación y demostrar que el lugar de donde la sacaron era un lugar profano; de no comprobarse lo anterior él también corría el riesgo de ser excomulgado o cuando menos ser cuestionado severamente por sus acciones en cumplimiento de su obligación ante las autoridades temporales. José Barrios, por su parte, ocultó las actividades que desarrolló cuando era encargado de la parroquia de Mocorito y centró su discurso en defender el lugar como sagrado y que fue profanado por el teniente y sus hombres. Afirmó que de “donde se extrajo a la mujer dista 16 pasos a pie perdido de la pared que hace la espalda al altar mayor”.42 Lo anterior significaba, desde la perspectiva del comisionado, que el sitio en cuestión era sagrado por la cercanía del altar mayor de la iglesia.
Las actividades que se habían efectuado antes en el curato no se inscribían únicamente en el ámbito comercial. Ahí también se congregaban algunas personas de la región para realizar actividades prohibidas por la Corona como jugar a los naipes y albures en la sala principal de la casa; ahí “Francisco Castro y Francisco Leyva jugaron con algunos párrocos”.43 También hubo párrocos alegres que celebraron fandangos y bailes públicos, a los bailes también asistió Francisco Castro en más de una ocasión, según argumentó el interrogado, por lo que podía sustentar que no se trataba de un espacio sagrado.
En el patio de la casa curial, la pared que daba al altar mayor de la iglesia se usaba como chiquero, se cebaban marranos para matarlos y elaborar jabón, como testigo material de esta práctica aún permanecía en el lugar la paila en que se hacía el jabón; las utilidades de esa actividad las capitalizaban los curas que antecedieron a José Perfecto.44 Sin embargo, el asunto no era quién se beneficiaba de qué, sino demostrar que la población de Mocorito no conocía como lugar sagrado la casa del cura y que no se podía considerar como inmune la cocina de donde se sacó a Serafina, por encontrarse cercana al chiquero, y por lo tanto la excomunión de los funcionarios era totalmente injusta. Además, en esa casa se habían celebrado todo tipo de actividades que nada tenían que ver con el culto divino.
La casa también fue escenario de actividades moralmente inapropiadas para la población: en la puerta de la sala, esto ya en el periodo del cura José Perfecto, se detuvo a dos amancebados que ahí dormían, y hubo otros casos de reos acusados de “incontinencia”, entre ellos un criado de Francisco Leyva. Éste fue interrogado por el comisionado de la intendencia porque con él se encontraba el subdelegado cuando le notificaron que el cura no quería entregar a la india Serafina.45
El 24 de diciembre de 1800 Tresierra consideró que el expediente estaba conformado, por lo que remitió la información que logró recabar al fiscal de la Audiencia José Ignacio Munilla, quien a su vez, con la autorización del tribunal, remitió los autos a la Audiencia de México para que determinara en discordia lo que fuera más conveniente para la justicia real. Para remitir los autos a México, el fiscal de la Audiencia de la Nueva Galicia se apoyó en las cédulas de 20 de mayo de 1550 y en la de 4 de septiembre de 1701, esta última dirigida a la sede de Guadalajara, en la que el rey disponía “que en los casos que hay precisión se consulte a la Real Audiencia de México”.46 El fiscal también apoyó su solicitud diciendo no ser de su invención la posibilidad de que la Audiencia de México resolviera el asunto, ya que, según afirmó, esto mismo se practicó con anterioridad con don Antonio Colazo en la causa seguida contra Casimiro Contreras por homicidio. El documento se hizo llegar a la Audiencia de México el 20 de mayo de 1801. Se pidió que se considerara para la resolución del caso la cédula de octubre de 1770 en la que el rey disponía que “el juez eclesiástico hace fuerza en conocer y proceder en causa de inmunidad local cuando el sitio de donde se extrajo al reo no es sagrado, también es indubitable que violentan la jurisdicción real”.47 El fiscal afirmó que en la Audiencia de Guadalajara no se contaba con fiscal del crimen y Casimiro Aguilar fue recusado por el obispo, lo que dificultaba la correcta aplicación de la justicia real.
Como respuesta al expediente remitido, la Audiencia de México contestó en mayo de 1802 que en Guadalajara ya había dos ministros nuevos y uno más por llegar, así que ya no habría motivos para su intervención en el caso, así que los documentos se volvieron a remitir a Guadalajara para que ya con nuevos funcionarios se resolviera si había cometido o no fuerza el obispo al excomulgar a los funcionarios reales.
El 6 de octubre de 1802 la Audiencia determinó que el obispo hizo fuerza en conocer y proceder como conoce y procede, ya que no hubo motivos suficientes para apropiarse de la jurisdicción temporal.48
El recurso de fuerza se introducía contra un juez o autoridad eclesiástica cuando quebrantaba la ley y faltaba al orden judicial, el ámbito jurisdiccional en el que se enmarcaba tenía competencia eclesiástica pero el procedimiento no había sido el adecuado (Gamiño, 2009, p. 73). En este caso el obispo tenía autoridad para emitir la excomunión; sin embargo, la forma en que había procedido no había sido la que correspondía conforme a derecho. En cuanto al lugar, se resolvió que la casa de donde se extrajo a Serafina no gozaba de inmunidad. Pero los efectos tanto de un bando como del otro ya se habían hecho sentir.
Los efectos del poder a partir de la declaratoria de la fuerza
Una vez que la Audiencia declaró que se cometió fuerza contra los funcionarios, el fiscal de lo civil, José Ignacio Munilla, exhortó al obispo para que levantara las censuras que aún pesaban sobre Rafael Ortiz. La Audiencia también emitió una real provisión el 8 de enero de 1805 para que se pagara el costo del proceso, que ascendió a 1 809 pesos con 2 reales; se ordenó que este pago lo cubrieran el cura José Perfecto Gómez y el comisionado José Barrios de forma mancomunada. Cada uno tendría que pagar 995 pesos y 5 reales.49 A quien no se le requirió pago fue al obispo fray Francisco Rouset, a pesar de haber sido él quien mandó al comisionado para ejecutar la excomunión de los funcionarios.
El 14 de junio de 1805, Matías Games, quien fungía como subdelegado interino de Sinaloa, acudió a la casa de José Barrios para notificarle lo resuelto por la Audiencia, a lo que respondió que él únicamente cumplió órdenes. Pero al no lograr que los mandatos cambiaran, tuvo que conseguir el dinero que se le solicitaba, así que se trasladó de Mocorito a Culiacán para que sus conocidos le pudieran prestar dinero, pues la cantidad que le requerían dijo “no tenerla en su casa ni haber en el distrito a quien pedirla”.50 Solicitó se le concediera un plazo de seis días para cubrir la deuda, por encontrarse Culiacán a 40 leguas de Mocorito.
Una vez que estuvo en Culiacán, logró que uno de sus conocidos, Carlos Rentería, se presentara a pagar el dinero que adeudaba. La cantidad iba a ser cubierta en plata, pero no hubo conductor para llevarla al “superior gobierno” y se determinó que la plata quedara en poder de Barrios, obligándosele a pagar la cantidad requerida. Uno de los primeros costos que tuvo que pagar José Barrios fue de carácter económico; asumió su responsabilidad en el caso una vez que consultó con el obispo, e hizo lo necesario para cumplir con el pago.
Los efectos del poder sobre José Perfecto Gómez también se hicieron sentir, pero los mecanismos a los que éste recurrió lo libraron de pagar las costas del proceso. Sin embargo, a cinco años de distancia, su carrera eclesiástica prácticamente estaba concluida. Su estancia en Mocorito fue su debut y despedida como cura titular de una parroquia. Antes de que fuera nombrado a la parroquia estuvo durante un año en un colegio franciscano y no se conocía que hubiese estado como encargado de otra parroquia, por lo que es de suponer que a sus 55 años su carrera como cura apenas comenzaba, y la vio truncada por haber defendido a la india Serafina contra la autoridad temporal de la región.
Cuando se exhortó a José Perfecto a que cubriera la parte que le correspondía, se encontraba en el Real del Rosario bajo las órdenes del cura José María Riva y Rada; su oportunidad de hacerse de otra parroquia la dejó atrás por las censuras que levantó contra los funcionarios reales. La Corona no iba a permitir que sus intereses fueran violentados en favor de la autoridad del párroco en la región.
Para que se le exonerara del pago de las costas, José Perfecto justificó su condición de insolvencia haciendo un recuento de las propiedades que tenía. Señaló que contaba con tres labores cortas, en una de ellas sembraba maíz, en otra tenía un jacal en el que vivía la familia, además tenía ahí “dos yuntas de bueyes; dos becerros; un macho para la noria y nueve asnos incluidas tres crías; tres solares; uno de éstos cerca del monte que costó seis pesos; el otro costó 35”, y uno más con un jacal semidestruido que le costó 20 pesos.51 En la última labor tenía una noria que regaba la caña que ahí tenía sembrada, esta caña la vendía, pero como no tenía molino prácticamente la malbarataba y se la daba a sus bestias. El sueldo que percibía era de 500 pesos, que le correspondían por ser teniente del cura, pero apenas le alcanzaban para medio mantenerse y además tenía una deuda de 300 pesos, por lo que le era imposible pagar el monto que le solicitaban.
Después de leer estos argumentos, los miembros de la Audiencia Pedro Carani, los oidores Manuel del Campo y Rivas, don Juan Antonio de la Riva y Cecilio Odoardo, comunicaron a través del fiscal Munilla que si José Perfecto Gómez acreditó la insolvencia “uno en defecto del otro debe pagar el total importe de las costas”. El dinero debía depositarse en la secretaría de cámara para que de ahí se remitiera a la caja de comunidad de Mocorito, de donde se había sacado para solventar el proceso. Finalmente no tuvo que pagar las costas del proceso judicial.
Reflexiones finales
La política de los Borbones buscó defender los derechos de la Corona en el ámbito eclesiástico a expensas de la jurisdicción papal; se buscó una menor intervención de Roma en los dominios españoles y mantener a la jerarquía eclesiástica bajo el control de la Corona (Lynch, 1991, p. 168). El concordato firmado en 1753 aumentó las regalías de la Corona, con lo que los reyes de España tenían el derecho de presentar a los obispos, de nombrar a quienes consideraban idóneos en los cargos eclesiásticos que redituaban grandes dividendos económicos; además, controlaban sus ingresos y se quedaban con las percepciones en las sedes vacantes (Lynch, 1991, p. 169). A cambió de estos beneficios la Corona entregaba a Roma regalos para el Papa, según apunta Lynch (1991); en 1753 se enviaron a Roma 2.5 millones de pesos para compensar las pérdidas por los nombramientos eclesiásticos. No todo era la salvación de las almas; también había que mantener llenos los bolsillos para continuar predicando la fe. Con esta política se incrementó el control de los eclesiásticos en las Indias, por lo que el recurso de fuerza a finales del siglo XVIII cobró mayor importancia como mecanismo para evitar cualquier usurpación jurisdiccional de las autoridades temporales.
El recurso de fuerza se introdujo en las Indias con el objetivo de proteger a los súbditos de los abusos institucionales. Se planteaba también como un elemento que permitiría ejercer la justicia y dar a cada uno lo que en derecho le correspondía según la corporación a la que se pertenecía; cuando menos ése era el discurso que prevalecía, pero también sirvió como válvula de escape para dirimir conflictos jurisdiccionales y de competencia, y en algunos casos sirvió para distender las relaciones entre las autoridades temporales y espirituales. Desde luego que en muchos otros casos en lugar de eliminar tensiones las incrementaba, por el carácter mismo del recurso que llevaba implícita la intervención de la autoridad civil en asuntos que podrían considerarse únicamente de carácter eclesiástico. En otros más, el recurso sirvió como un mecanismo utilizado por los eclesiásticos para defenderse de autoridades superiores solicitando el apoyo de las autoridades reales, partiendo de la premisa de que eran, además de eclesiásticos, vasallos del monarca.
En este caso, el recurso de fuerza fue más allá de la protección real. La relajación de las relaciones no siempre era la consecuencia en el auxilio de la fuerza, ya que como se ha podido observar en este caso, la introducción del recurso y su tardía resolución permiten canalizar la observación hacia otros elementos conflictivos que se encontraban en la sociedad y que juntando las piezas de ese rompecabezas, tomando como estrategia la recolección de los indicios que han dejado los productores documentales, es plausible dar cuenta de diversos aspectos y de las problemáticas de los actores, los valores, los significados e interpretaciones que hacían de su realidad, la forma en que eran vistos los indígenas, los cuerpos eclesiásticos, las autoridades temporales organizadas de tal manera que hacían frente a los requerimientos de sus subalternos y la forma en que se enfrentaban a otro poder inscrito en su ámbito jurisdiccional o en otro distinto. El recurso de fuerza y sus posibilidades para el estudio del pasado colonial neogallego es un tema en el que aún hay mucho por explorar; lo que aquí se presenta es una pequeña muestra de la riqueza del material y las posibilidades que puede brindar el estudio de un mecanismo jurídico que permite vincular distintos ámbitos del pasado colonial hispanoamericano.
Archivo consultado:
ARANG Archivo de la Real Audiencia de Nueva Galicia, Guadalajara México.
Documentos citados:
Ramo civil, c-224-9- 2940.
Ramo civil, c-171-15-1902.
Ramo civil, c-210-4.
Ramo civil, c-224-9-2940.
Ramo civil, c-210-4-2652.
Ramo civil, c-171-6-1955.
Ramo civil, c-232-13-3038.
Ramo civil, c-219-7-2807.