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Letras históricas

versión On-line ISSN 2448-8372versión impresa ISSN 2007-1140

Let. hist.  no.19 Guadalajara sep. 2018

 

Entramados

Policía urbana, usos del agua y cambio social. El proceso civilizatorio en la ciudad de Aguascalientes. 1880-1940

Urban police, water use and social change. The civilizing process in the city of Aguascalientes. 1880-1940

Francisco Javier Delgado Aguilar1 

1Universidad de Colima, Centro Universitario de Investigaciones Sociales, México. Av. Gonzalo de Sandoval 444, Col. Las Víboras, CP 28040, Colima, Colima, México


Resumen:

La noción de “proceso civilizatorio” que propuso Norbert Elias es el punto de partida para estudiar los cambios en las prácticas y costumbres relacionadas con las formas de abasto de agua en la ciudad de Aguascalientes a finales del siglo XIX y principios del XX. El texto abre con el análisis de las disposiciones de los reglamentos de policía vinculadas con el abasto de agua y prosigue con el impacto del sistema de abasto a domicilio en las costumbres de los habitantes de Aguascalientes. El objetivo es demostrar que el nuevo sistema de abasto modificó conductas prohibidas por los reglamentos de policía e impulsó lo que Elias definió como “proceso de la civilización”.

Palabras clave: historia urbana; Aguascalientes; abasto de agua; reglamentos de policía; proceso civilizatorio

Abstract:

The notion of “civilization process” proposed by Norbert Elias is the starting point to study the changes in practices and customs related to the forms of water supply in the city of Aguascalientes in the late nineteenth and early twentieth centuries. The text begins with the analysis of the provisions of the police regulations linked to the water supply and continues with the impact of the system of supply to home in the customs of the inhabitants of Aguascalientes. The objective is to demonstrate that the new supply system modified behaviors prohibited by the police regulations and promoted what Norbert Elias defined as “civilization process”.

Key words: Urban history; Aguascalientes; water supply; police regulations; civilization process

Propuesta y planteamiento

En este texto describo los cambios en la organización urbana de la capital del estado de Aguascalientes entre los finales del siglo XIX y la primera mitad del XX, fenómeno que corrió a la par de una modificación en las formas de comportamiento social de los habitantes de la ciudad. Sostengo que ambos procesos pueden enmarcarse en lo que Norbert Elias (1989) denomina “proceso civilizatorio”, una de cuyas facetas fundamentales es la regulación más estricta del comportamiento, un aumento del autocontrol, un avance de los “límites de la vergüenza” y la consiguiente exclusión de las necesidades corporales de la vida pública. Esto fue posible “porque, a la par con la sensibilidad creciente, se inventó un utensilio técnico que resolvió de algún modo este problema de la exclusión de tales funciones de la vida social y su reclusión en otros lugares”. El desarrollo de estos aparatos “supuso una consolidación extraordinaria de las costumbres cambiantes” y “sirvió al mismo tiempo para la reproducción continua de las pautas sociales y para su difusión”.

Propongo que este cambio civilizatorio es visible en la evolución de las prácticas y tecnologías surgidas alrededor de las formas de abasto de agua, que contribuyeron a redefinir la manera en que los habitantes (principalmente los grupos populares) satisfacían dos necesidades corporales fundamentales: el baño y el consumo de agua para usos domésticos. Ambas actividades ocupaban un lugar destacado en los reglamentos de policía de fines del siglo XIX, que las autoridades utilizaron para tratar de reordenar -casi siempre infructuosamente- los usos del espacio y mejorar la higiene pública.

No es la primera vez que se utiliza la noción de proceso civilizatorio para abordar un proceso histórico local. Ana Lilia Ruiz (2009) lo tomó como referente al estudiar la creación en 1879 de la Junta de Beneficencia Pública y analizar la forma en que las elites urbanas utilizaron dicha institución (junto con los reglamentos de policía) para tratar de vigilar, controlar y castigar los comportamientos y prácticas de los grupos populares. Desde la perspectiva que ensaya Ruiz, se trataba sobre todo de reforzar el control social para civilizar las clases bajas y llevar su comportamiento por los previsibles cauces de la moralidad, la higiene y la civilidad.

La noción de proceso civilizatorio permite ensayar un acercamiento diferente a la relación entre elites y grupos populares, pues en lugar de enfatizar las tareas de control, vigilancia y castigo (que en la mayoría de los casos resultaban inútiles para modificar las prácticas y formas de vida de las clases bajas), vincula el cambio de costumbres con procesos como la centralización política, la monopolización de los medios de violencia y el aumento de la división de las funciones sociales (Guerra, 2012, p. 68). Dada la amplitud de este enfoque, el presente trabajo se limita a demostrar la vinculación entre el cambio tecnológico y el proceso civilizatorio en un contexto urbano.

Comenzaré con el estudio de las disposiciones de los reglamentos de policía -en las que se plasmaba un ideal urbanístico compartido por elites y autoridades- para después señalar cómo el crecimiento urbano y las modificaciones del sistema de abasto de agua propiciaron un cambio estructural que contribuyó a difundir los valores y aspiraciones que animaban el ideal urbano. Concluyo con algunas reflexiones sobre los alcances y el significado de estos cambios en relación con la noción de proceso civilizatorio de Norbert Elias.

Policía urbana y usos del agua a fines del siglo XIX

El reglamento de policía para la capital de Aguascalientes publicado en 1875 y vigente hasta los primeros años del siglo XX remite a la importancia concedida al paisaje urbano y a la vida cotidiana en los espacios públicos.2 Así, procuraba regular el mantenimiento de banquetas, fachadas y desagües, prohibía a los peatones sentarse en las aceras o formar corrillos; a los cargadores estorbar el tránsito en las banquetas y circular después de las oraciones de la noche, y a los artesanos sacar de sus talleres la maquinaria que utilizaban en sus labores o encender fogatas en las banquetas. Se castigaron las “palabras obscenas e injuriosas” y los vendedores ambulantes no debían ofrecer sus mercancías con anuncios “anfibológicos” o ambiguos que ofendieran la moral pública. Las señas y las conversaciones a silbidos también quedaron proscritas.

En el reglamento de 1875 destacaban las disposiciones orientadas a mantener la higiene pública a través de un control de las formas de abasto de agua. Así, se prohibió introducir o lavar vasijas en las fuentes públicas, “evacuar el vientre” en la vía pública y arrojar basuras en las acequias o utilizarlas para bañarse. De esta forma se quería convertir la ciudad en un lugar limpio, homogéneo y agradable a la vista del gobierno y las elites, donde la circulación fuera lo más rápida y sencilla posible e imperaran el orden, la moralidad y la civilización (Delgado, 2000, pp. 211-252).

Como se sabe, las autoridades porfiristas estuvieron lejos de alcanzar el ideal urbano que se plasmaba en el reglamento de policía. Hacia 1885, el jefe político de la capital sostenía que la ausencia de drenajes y resumideros y la existencia de “ciertas costumbres” arraigadas en la mayoría de los habitantes volvían inútiles los esfuerzos oficiales por mantener limpia la ciudad (Delgado, 2000, p. 234). El señalamiento ofrece un indicio relevante sobre las causas que originaban el marcado contraste entre los reglamentos de policía y la realidad urbana que tanto afligía a las autoridades. En este sentido, más que a una presunta resistencia de los habitantes a obedecer los reglamentos de policía, las razones del incumplimiento de la norma se debían a las características de sistema de abasto de agua, que influía en la organización del espacio urbano y la forma en que los vecinos se apropiaban de dichos espacios para obtenerla.

A finales del siglo XIX el sistema hidráulico de la ciudad de Aguascalientes estaba marcado por la preeminencia del riego de huertas y la convivencia de distintas maneras de obtener agua para usos domésticos sin pagar una cuota establecida por la autoridad. La ciudad contaba con diversos manantiales y ríos, aunque las principales fuentes de abasto eran los manantiales del Ojocaliente (a unos tres kilómetros al oriente de la ciudad) y del Cedazo (cuatro kilómetros al sur de la capital). Los acueductos y acequias para transportar el agua desde ambos lugares habían sido construidos durante la época virreinal y atravesaban toda la ciudad en múltiples direcciones (Gómez, 2014, pp. 19, 46-52; Bernal, 1928, p. 325; Díaz de León, 1892, p. 205).

Las huertas rodeaban la capital por el oriente, sur y poniente. A mediados del siglo XIX, en el oriente sólo había huertas y algunos humildes caseríos. Algo similar ocurría al sur, en los barrios de Triana, la Salud y los Adoberos, donde se cultivaban huertos desde la época colonial. Por último, en el poniente, por el barrio de San Marcos, las huertas conformaban un gran vergel y las pocas y pequeñas viviendas que existían alojaban a sus cuidadores. Además de esta impronta en la organización del espacio urbano, las huertas eran una fuente de ingreso del erario municipal (gracias al cobro del agua utilizada para regadío), lugares de recreación (pues los vecinos de la ciudad las visitaban en los días de asueto) y ensalzadas como factor positivo para la salud pública y base de la alimentación de los habitantes (Gómez, 2015).

En sus Apuntes para el estudio de la higiene, el afamado médico local Jesús Díaz de León sostenía que la salud pública “aconsejaba el plantío de árboles cerca de las poblaciones”, por lo que era preciso “ver de mejorar la vegetación de nuestro suelo, de plantar nuevas alamedas y de procurar remedio a la tala de nuestros bosques”. Como las huertas también proveían buena parte de los alimentos consumidos en la ciudad, Díaz de León consideraba necesaria una acción decidida para sacar a la “industria hortícola […] del profundo abatimiento en que se encuentra”, pues la alimentación de los vecinos era “cada día más pobre, aun entre las familias acomodadas”. Por esta razón, el médico alabó la iniciativa para construir una presa en los manantiales del Ojocaliente, pues con dicha obra -“de tan vital importancia y de tanta utilidad pública”- se salvaría la horticultura y mejorarían “nuestras condiciones climatéricas (sic)” (Díaz de León, 1892, pp. 211, 214, 248).

Los manantiales también abastecían baños y fuentes públicas. A fines del siglo XIX existían 23 fuentes en plazas, mercados y jardines, espacios de reunión cotidiana que, en palabras de un observador de la época, funcionaban como “lugares de recreo para el público, bastante abiertos y despejados […] o con bastante vegetación, como son los jardines de San Marcos, Plaza de la Constitución, Porfirio Díaz y Zaragoza” (Díaz de León, 1892, pp. 191, 200; Bernal, 1928, p. 327; Espinosa, 1897, pp. 7-8). Los principales baños públicos eran los del Ojocaliente y los llamados baños de Los Arquitos. Estos últimos prometían a sus visitantes un “rato agradable” y garantizaban un espacio

donde todo es alegría: una bonita música de cuerdas ejecuta sus mejores piezas, y en el jardín de la finca se sirven cervezas Iron beer, sodas minerales, refrescos, sándwiches, pollas y nieve. En desayunos y meriendas, chocolate, café y te. Precios baratos. Una vez va usted y queda convidado para volver. Un lugar de recreo entre árboles y flores, música y alegría.3

El costo de la entrada variaba entre 15 y 25 centavos, lo que daba derecho a los usuarios a “una toalla o bien una amplia sábana, un estropajo de ixtle y un pedazo de jabón”. Con estos instrumentos, el cliente entraba a una de las 25 tinas, donde podía permanecer hasta una hora (Martínez, 1978, pp. 49). En la década de 1880 la “gente acomodada” se bañaba en las “piscinas naturales o tinas construidas en los baños de Los Arquitos, que se surten del manantial del Ojocaliente”. La misma “gente acomodada” solía tener en su casa un pozo particular, o bien compraba a los aguadores agua para beber y para la limpieza doméstica (Díaz de León, 1892, pp. 205, 220-221).

Mientras que las clases altas y medias asistían a los baños públicos, los pobres de la capital acudían a las acequias. El lugar más socorrido era la llamada acequia del Ojocaliente, ubicada al oriente, entre los baños de Los Arquitos y la estación del ferrocarril. En dicha zona, gracias a los desagües y fugas, se formaba una especie de alberca que el pueblo utilizaba como lavadero y baño público.4

Además de ser puntos de abastecimiento, acequias y fuentes eran espacios de convivencia popular en los que predominaban costumbres y prácticas que trascendían el simple hecho de obtener agua y eran contrarias a los reglamentos de policía (Castañeda, 2005, p. 85, 89; Camacho, 2005, p. 69; Suárez, 1998, p. 37). Sabemos que a las fuentes de las calles del Obrador y el Encino acudían “las mujeres de nuestro pueblo, los criados de casas particulares, los cargadores que especulan con la venta de agua y otros varios, y entre ellos mucha juventud de ambos sexos”. Debido a la escasez de agua, ocurría a menudo que toda esta gente debía esperar varias horas, y cuando por fin salía el líquido, forcejeaba y formaba “una masa compacta alrededor de la fuente”, golpeándose y profiriendo groserías que, a decir de algún vecino, “ofenden altamente a la moral y a la sociedad” (Delgado, 2000, pp. 229-230).

En la acequia del Ojocaliente era común “la aglomeración de individuos de ambos sexos bañándose en todo el trayecto libre de la acequia”. El médico Díaz de León (1892) censuró acremente la costumbre, al tiempo que se preguntaba:

¿Aún nos permitimos preguntar a nuestros filósofos jurisconsultos si una costumbre semejante, que ahoga el pudor y facilita el incentivo de las pasiones, no podrá contribuir en gran parte para elevar la cifra de los delitos de incontinencia que se registran en los tribunales? Trabajar, pues, por poner los medios de refrenar las pasiones, de hacer respetar en la mujer, por baja e infeliz que sea, el atractivo que la puede elevar a la categoría de buena esposa y virtuosa madre, el pudor, es un deber que tenemos que llenar como higienistas, puesto que en este punto está íntimamente enlazada la buena higiene y el aseo común con la moral de las poblaciones (pp. 220, 221).

Al acudir a las fuentes o ir a las acequias para lavar ropa, los habitantes hacían algo más que conseguir agua y cubrir sus necesidades domésticas: realizaban un acto público y establecían vínculos de unión e intercambio con sus semejantes. En el proceso, violaban continua y reiteradamente las disposiciones oficiales que buscaban ordenar, higienizar y moralizar la ciudad. Las coacciones externas de las elites y autoridades, que buscaban civilizar el entorno urbano y el comportamiento de sus vecinos, chocaban con la orientación misma del sistema de abasto de agua, que propiciaba reuniones y aglomeraciones de gente que no compartía los prejuicios de las clases altas para desnudarse y satisfacer sus necesidades en público.

Cultura urbana y sistema tecnológico en el cambio de siglo

Los cambios acelerados que experimentó la capital en los últimos años del siglo XIX y las primeras décadas del XX contribuyeron a modificar las costumbres construidas alrededor del sistema de abasto de agua y aunque el ideal urbano de los reglamentos policiacos estuvo lejos de volverse realidad, muchos de los hábitos proscritos comenzaron a desaparecer. Esto comenzó a ser evidente desde 1880, cuando en la ciudad comenzó un proceso de industrialización y expansión que modificó su estructura social y orientación económica.

La llegada de grandes fábricas, la expansión del consumo y el comercio propiciaron el fortalecimiento de grupos de clase media y el surgimiento al norte y al oriente de colonias populares. En su mayor parte, estas colonias fueron habitadas por trabajadores e inmigrantes que debieron adaptarse a un entorno urbano hostil y en donde los servicios públicos y la infraestructura eran prácticamente inexistentes. Junto a los obreros y trabajadores habría que mencionar los grupos de clase media conformados por profesionales, comerciantes o pequeños empresarios, cuya presencia se hizo cada vez más notoria gracias al desarrollo del sector de servicios (Martínez, 2009; Salmerón, 1998, p. 68).

Junto con el crecimiento económico y la expansión urbana ocurrió una innovación tecnológica de primer orden que modificó el funcionamiento de la infraestructura hidráulica: la introducción de tubería de fierro que permitía llevar el agua del manantial del Ojocaliente directamente hasta las viviendas. Estos elementos contribuyeron a cambiar la organización de los espacios urbanos, las prioridades que determinaban el uso del agua y las costumbres prohibidas por los reglamentos de policía porfiristas.

Las primeras tomas domiciliarias de agua se instalaron en 1899. Las autoridades locales demandaban un pago mensual por este servicio y aunque los grupos que demandaban acceso al agua no aceptaron fácilmente estas modificaciones (pues estaban acostumbrados a obtener el líquido con métodos y premisas diferentes), terminaron por aceptarlas, lo que cambió los principios de la relación entre gobierno y sociedad con respecto al abasto urbano (Camacho, 2001, pp. 178, 179, 181).

A principios del siglo XX el abasto domiciliario estaba limitado al centro de la ciudad. Los que solicitaban el nuevo servicio pertenecían casi siempre a la elite: hacendados, políticos, notarios, comerciantes, industriales e impresores. En varios casos, las mercedes se utilizaban en establecimientos comerciales o públicos, como bancos, hoteles, mesones, escuelas e incluso el cuartel de caballería de la ciudad y el Teatro Morelos.5

Arturo Pani (1961) pone de manifiesto la novedad y el carácter elitista asociados con el abasto domiciliario. Al referirse a la casa de su familia a fines del siglo XIX, recuerda que

a pesar de no existir todavía la ingeniería sanitaria, [había] un baño con agua fría y caliente que brota de llaves de bronce como cuellos de cisne y ¡oh maravilla!, un excusado inglés con taza de porcelana y agua corriente. Es ésta, ciertamente, una casa muy adelantada para los tiempos que corren, y, sobre todo, para Aguascalientes (p. 19).

Aunque muchos usuarios se resistieron tenazmente a contratar una merced o a pagar en tiempo y forma las cuotas establecidas por el cabildo, hubo otros que adoptaron el servicio como una necesidad y un derecho ciudadano. Con el correr del siglo XX, el número de mercedes domiciliarias aumentó y la red hidráulica se expandió hasta alcanzar los nuevos barrios populares que surgieron al norte y oriente de la ciudad. Así, el servicio terminó por convertirse en una necesidad y fue reivindicado como derecho ciudadano por buena parte de los actores urbanos, incluyendo los de origen popular.6

Para exigir al gobierno un abasto de agua continuo y eficaz, los vecinos retomaron y modificaron el discurso sanitario oficial. De esta forma, se demandó la mejora del servicio de agua como parte fundamental de una reforma urbana que implicaba la desaparición de huertas, la clausura de acequias contaminadas y la supresión de baños públicos en aras de civilizar la ciudad.

El análisis de las solicitudes de agua a domicilio demuestra que muchos habitantes se familiarizaron rápidamente con el servicio, hasta llegar a considerarlo como una necesidad inaplazable. En 1921, Jesús M. Valdés pidió autorización al ayuntamiento para instalar una merced de agua, pues aseguraba que era “un elemento indispensable para una casa”.7 Al año siguiente, 30 vecinos del barrio del Obraje solicitaron al cabildo que extendiera la tubería municipal “desde la calle de Pimentel hasta la escuela del Obraje”, pues -sostenían- el agua era “absolutamente necesaria […] tanto para los usos domésticos como para evitar el desarrollo de enfermedades o epidemias que pudieran propagarse por toda la ciudad”.8

Las quejas por la suspensión del servicio debido a la falta de pago o por las constantes fallas en el sistema de distribución también revelan la consolidación y expansión del abasto domiciliario. En 1929, el periódico La Opinión exigía que el servicio de agua se otorgara “de día y de noche”. Aunque el periódico concedía que si “bien es cierto que se comienza a suministrar agua desde temprana hora […] el líquido no llega a determinadas alturas sino hasta muy tarde”. El problema dio pie a numerosas quejas de los vecinos que vivían al norte de la ciudad -en las llamadas “partes altas”-, pues “no llega el precioso líquido a los baños y llaves de sus casas sino hasta muy tarde, dándose el caso de que no pocos jefes de familia de dichos barrios, especialmente los de las calles de Zaragoza, el Encino y otros, se vayan a sus quehaceres sin el necesario regaderazo que tan indispensable resulta en la presente época”.9

En junio de 1941, ante la escasez de agua que se agravaba cada año durante el verano, el presidente municipal Celestino López Sánchez difundió por radio, en la “Hora Cultural Militar”, una especie de balance de la situación y un recuento de las gestiones oficiales para solucionar la falta de líquido. Para explicar el problema, el primer regidor se refirió entre otras cosas al “progreso de los tiempos”, que llevaba a los vecinos a usar “el baño día tras día” y no únicamente los sábados, como se acostumbraba en años anteriores.10

También resulta relevante que los vecinos de la Gremial -habitada principalmente por trabajadores de los talleres del ferrocarril- sostuvieran que el carácter civilizado de la ciudad dependía de la existencia de un servicio eficiente que proporcionara agua para todos los habitantes. El argumento resulta evidente en un extenso escrito que a principios de 1943 enviaron al ayuntamiento de la capital. En el documento se aseguraba que la “intolerable escasez de agua que siempre se ha acentuado en el sector norte de la ciudad y que ya comienza a generalizarse en toda la población” obligaba a

protestar enérgicamente porque varios Ayuntamientos anteriores, NADA ABSOLUTAMENTE HICIERON POR SOLUCIONAR ESTE SERIO PROBLEMA que bien amerita considerarse de primera importancia; ya estamos cansados de promesas, cuando para nadie es desconocido que líquido que pedimos por nada es substituible como algunos otros elementos, he ahí la razón que asiste a no menos de 30 000 habitantes de esta víctima ciudad que se considera entre las civilizadas, pero que desgraciadamente en las condiciones que se le tiene abandonada, es un absurdo considerarla como tal. 11

El conflicto por los usos del agua y los límites del proceso civilizatorio

En este contexto de crecimiento urbano y consolidación de los usos domésticos del agua, huertas, acequias, fuentes y baños públicos perdieron su anterior funcionalidad y comenzaron a ser vistos como una amenaza para la salud pública y un obstáculo para la expansión de la ciudad. La mayoría de los testimonios disponibles para el siglo XX señalan la progresiva desaparición de huertas ante el asalto urbanizador. En 1914, el regidor José Arteaga propuso modificar el sistema de regadíos “en vista del considerable número de huertas que por la parte noroeste de la ciudad han desaparecido o se han reducido en superficie debido a la construcción de casas y a la apertura de amplias avenidas por el mencionado rumbo de la población”.12 En 1934 un funcionario del gobierno federal señalaba como causas de la reducción de las huertas “el aumento de población, ampliación y urbanización de las calles”, así como “la disminución del agua para riego, pues a medida que crecía la población aumentaban sus necesidades de aguas domésticas y públicas”.13

A lo anterior se debe agregar la convicción de que las huertas amenazaban la salud pública, creencia adoptada por un creciente número de propietarios que, al ver sus casas afectadas por la humedad de las acequias, pedían al ayuntamiento la supresión del riego en nombre de la higiene urbana. Así, en un entorno donde predominaban cada vez más las casas habitación, huertas y acequias quedaron catalogadas como “antihigiénicas y peligrosas”.14

El gradual conflicto de intereses entre el crecimiento urbano y la higiene pública, por un lado, y el riego de huertas, por el otro, se ilustra claramente en un escrito de Alberto E. Chávez, dirigido al cabildo en octubre de 1907. Chávez decía haber invertido diez mil pesos en la construcción de tres casas al oriente de la capital, “pero el desaliento me amenaza -aseguraba ante el cabildo- porque lindando con mis casas está una huerta de la señora doña Refugio Jiménez, que al regarla hace que la humedad se infiltre hasta los pavimentos de mis casas, y haciéndolas por lo tanto inhabitables, con lo que me resultarían grandes perjuicios”. En su argumento para pedir la suspensión del riego, Chávez no se limitaba a denunciar los daños que recibían sus fincas, pues también aludía al crecimiento de la ciudad y lo contraponía a la horticultura. Según Chávez,

el ensanche asombroso de la ciudad, muy especialmente en el lado oriente […], hace que ya no se pueda considerar como orilla o suburbio la parte de la ciudad comprendida entre las calles de Oriente y del Apostolado, puesto que en ese lugar existe un magnífico templo católico, un excelente establecimiento de instrucción primaria, algunas tiendas de muy regular surtido y dos líneas eléctricas que van a la Estación del Ferrocarril por cada una de las calles mencionadas.15

Por esta razón -continuaba el quejoso- el ayuntamiento, institución “encargada de velar por los intereses sociales”, debía suprimir las huertas y en su lugar impulsar la construcción de casas al oriente, que “es por donde los capitales se están fincando con más entusiasmo y actividad”.16

Además de ser criticadas en nombre del crecimiento urbano, las huertas fueron señaladas por contribuir a la falta de agua. Una protesta que 24 habitantes de la calle de Oriente presentaron en mayo de 1921 ilustra esta noción de escasez y remite a los derechos creados por el pago de mercedes domiciliarias, así como a la preferencia que -según los quejosos- debía otorgarse a los usos domésticos por encima de los agrícolas. Los vecinos habían contratado el servicio antes de que fuera declarado obligatorio y después de no recibir líquido durante varios días, decían sufrir graves perjuicios, pues “el agua es quizá lo más indispensable para todos los usos de la vida”. Según los quejosos,

la falta de agua obedece a las numerosas concesiones de mercedes de agua dadas a huertas por el rumbo de San Marcos y adyacentes, que controlan la mayor cantidad de agua y presión por estar en la parte más baja del tubo principal, y que naturalmente que ahora, con el excesivo calor que hace, tienen abiertas sus llaves día y noche para regar sus terrenos, consumiendo por lo mismo una gran cantidad de agua y quitándole la necesaria presión para que pueda llegar hasta nuestro rumbo, colocado como ya quedó dicho, en la parte final del tubo que abastece a toda la ciudad.17

Lo anterior era doblemente agraviante porque los vecinos sostenían haber pagado “con la debida oportunidad las mercedes de agua que se han servido fijarnos, sin que recibamos como ahora absolutamente nada de ese líquido, o en cantidad muy limitada cuando llega hasta nosotros”. Apoyados en estos hechos, los inconformes de la calle de Oriente elevaban ante los regidores del ayuntamiento:

una enérgica protesta […] esperando que con dicha protesta ustedes, que son los encargados de velar por nuestros intereses y por los intereses del municipio, pondrán inmediato remedio a los males que dejamos apuntados, dictando las medidas radicales encaminadas a suprimir en lo absoluto el abuso cometido con dar concesiones de agua a huertas de ninguna clase, cuando falta esa agua en domicilios particulares que deben tener absoluta preferencia.18

Varias de las consecuencias de la difusión y arraigo de la demanda de abasto domiciliario se encuentran en esta petición, desde la interiorización del servicio como un elemento necesario “para todos los usos de la vida”, hasta la exigencia de recibir agua de manera continua como un derecho que nacía del pago por las mercedes contratadas. Además, se consideraba que este derecho debía ser garantizado por el ayuntamiento y que dicha autoridad debía preferir al abasto domiciliario por encima del riego a las huertas, que por su ubicación y consumo de agua eran señaladas como responsables de la escasez que sufrían los habitantes. De esta forma, poco a poco el interés público dejó de identificarse con la horticultura y comenzó a relacionarse con el crecimiento de la ciudad y con una idea de higiene urbana que rechazaba la presencia de huertas tanto en el centro de la capital como en las nuevas colonias.

El rechazo a las huertas iba de la mano con la crítica a las acequias que permitían el riego de cultivos en la ciudad. Cuando funcionaban, los habitantes las usaban para bañarse y con fines de abasto doméstico (al igual que en los años del porfiriato tardío); cuando no llevaban agua, se volvían depósito de basura y desperdicio y provocaban mal olor y enfermedades como paludismo. No resulta extraño que muchas acequias fueran vistas como una amenaza a la moral y la higiene públicas. Para las décadas de 1920 y 1930, era común que los vecinos del oriente construyeran tomas clandestinas de agua para sangrar la acequia de Texas. Aunque se sabía que la acequia transportaba agua que había sido previamente utilizada en los baños de Los Arquitos, los vecinos la usaban para bañarse, lavar ropa y como drenaje, por lo que se encontraba “sumamente sucia”.19

La persistencia de estas prácticas provocó continuas quejas. En 1925 los vecinos de la calle Gómez Farías utilizaron el argumento higiénico al sostener que la acequia que pasaba enfrente de sus casas se encontraba “en completo estado de insalubridad, toda vez que las basuras que allí permanecen juntamente con el cieno y otras inmundicias que se recolectan despiden muy mal olor, que podrá ocasionar alguna epidemia o enfermedad a los vecinos del trayecto de dicha calle, por ser del todo punto insoportable el mal olfato y aspecto que presenta el acueducto en cuestión”.20

Todavía hacia 1945 los periódicos denunciaban que la acequia “seguía siendo utilizada por numerosas personas como baños públicos, pues a mañana y tarde puede verse a hombres y mujeres efectuando su aseo personal a la vista de todo el público que transita por allí”. En el mismo tono con que se condenaba dicha práctica desde finales del siglo XIX, el redactor de la nota sostenía que nada se había hecho “para suprimir esta costumbre, que desdice mucho del nivel cultural de una capital de estado”.21

A la par del arraigo de esta costumbre, los vecinos de las nuevas colonias comenzaron a utilizar argumentos similares a los de las elites y autoridades para denunciar las actividades indecentes que tenían lugar en las acequias. Podemos citar el caso de Edmundo Delgado, que entre 1917 y 1941 solicitó repetidamente que el alcalde prohibiera “al público en general que sigan haciendo uso del trayecto de la acequia que pasa por las calles de Pedro Parga a la de Oriente, debido a las inmoralidades que continuamente se están viendo, con gente que se va a bañar en plena hora del día”. Delgado aseguraba que las personas que lavaban ropa en la mencionada acequia -conocida como acequia de Texas, la destruían y arrojaban “muchas porquerías e inmundicias […] dando por resultado que todas estas porquerías van a dar al agua que se gasta en riegos de las verduras del pueblo”.22

Al igual que las huertas, los baños públicos fueron criticados por afectar la higiene pública debido a su falta de limpieza y mantenimiento. En junio de 1920 se discutió en sesión de cabildo un dictamen en el que se criticaba a Los Arquitos por encontrarse “en pésimas condiciones tanto en lo relativo a su higiene como a su servicio”. Según los munícipes, las tinas y baños del establecimiento no se limpiaban suficientemente y el piso se encontraba lleno de basura. De hecho, el “desaseo y abandono” de los baños era tal que se recomendaba su clausura, por ser “un foco de infección y peligro para quien vaya a tomar el baño”.23 Los propietarios negaron todas las acusaciones y tanto la clausura como la limpieza quedaron pendientes.24

No resulta extraño entonces que en 1928 el periódico La Opinión difundiera varias quejas ocasionadas por la falta de limpieza en las albercas de los baños, lo que propiciaba la multiplicación de “partículas o microbios que pueden ocasionar alguna infección de aquellas personas que van con la idea de asear su cuerpo”. Por esta razón, más que favorecer la higiene personal, los baños eran un “foco de infección” que era necesario eliminar.25

Los baños gratuitos ubicados en la calzada Alameda también fueron señalados por no cumplir con las normas básicas de higiene. En este caso, las críticas provenían del ingeniero Romualdo Godínez, quien en 1934 sostenía que no llenaban “su cometido desde el punto de vista higiénico” porque eran abastecidos con aguas contaminadas usadas previamente por los baños del Ojocaliente. Estas mismas aguas eran transportadas por el llamado “canal del Ayuntamiento”, donde “se bañan gentes y hasta animales y se lava toda clase de ropa”. Lo anterior convertía a los baños en un foco de infección que más valía clausurar si no se les proporcionaba agua limpia.

Según Godínez, los baños públicos de la calzada de la Alameda debían ser trasladados a un lugar más alejado de la ciudad, pues ésta se había extendido y “las colonias nuevamente trazadas se van poblando aunque sea poco a poco y ya hay algunas construcciones con las que hacen feo contraste los baños”. A esto había que agregar que dicho establecimiento se encontraba precisamente al principio de la Alameda, lo que reducía la entrada y dificultaba el paso de automóviles, peatones y jinetes.26

También debe mencionarse que los baños comenzaron a ser vistos como causantes de la escasez de agua para consumo doméstico. Así, en marzo de 1942, 112 vecinos del barrio del Encino denunciaban ante el ayuntamiento que “desde hace un mes se ha venido escaseando el agua, pero en estos últimos días ha escaseado por completo”. Para los quejosos, este problema se debía “al exceso de número de baños públicos que hay por estos rumbos, ya que se hacen ascender a más de sesenta”. Por lo anterior, solicitaban al presidente municipal que tomara “las medidas que el caso requiere, ya que estamos expuestos a que se llegue a desarrollar una epidemia por falta de agua para el lavado del drenaje y todos los usos domésticos, pues no creemos justo que por cuatro o cinco personas que están lucrando con los baños estemos todo el vecindario sufriendo las consecuencias de la mencionada falta de agua”.27

Conclusiones

Señaladas y condenadas por la elite y las autoridades porfiristas, las formas en que los vecinos de la capital se abastecían de agua y satisfacían sus necesidades corporales estaban íntimamente relacionadas con los rasgos y la orientación del sistema hidráulico, que daba preferencia a los usos agrícolas y se basaba en la existencia de acequias y fuentes públicas.

Bañarse en las acequias o defecar al aire libre implicaban una relación con el cuerpo libre de inhibiciones y eran actividades profundamente arraigadas en la vida cotidiana, por lo que no es extraño que las coacciones externas de los reglamentos de policía fueran inútiles para erradicarlas. Fue necesario un cambio drástico y acelerado de la estructura social para comenzar a difundir entre las clases medias y populares el ideal urbano civilizado que autoridades y elites habían plasmado en los reglamentos de policía del porfiriato.

La introducción y expansión del sistema de abasto domiciliario en Aguascalientes fue el elemento o “utensilio” tecnológico que contribuyó a modificar -en el sentido de un mayor control y regulación- las pautas de comportamiento público proscritas por los reglamentos de policía de fines del siglo XIX. Este proceso ocurrió a la par del creciente desprestigio de huertas, acequias y baños públicos, que constituían las formas de abasto alternas que predominaron en la ciudad hasta las primeras décadas del siglo XX. Cuando el cambio tecnológico y el crecimiento urbano cancelaron estas opciones, empezó un proceso que llevó a privatizar las funciones corporales, lo que produjo una reconfiguración de los espacios públicos y privados.

Como lo demuestra la arraigada costumbre de bañarse en las acequias (que sobrevivió hasta bien entrado el siglo XX), en Aguascalientes el “cambio civilizatorio” que menciona Elias fue lento, errático e incompleto. No obstante, el proceso estaba en marcha y marcó el rumbo y la orientación de la cultura urbana, reconfiguró la división entre lo público y lo privado en la vida cotidiana y modificó la relación de los actores urbanos con la autoridad política.

Siglas

AHA, AS,

Archivo Histórico del Agua, Fondo Aprovechamientos Superficiales, Ciudad de México

AGMA, FH

Archivo General Municipal de Aguascalientes, Fondo Histórico, Aguascalientes

AHEA, FPE, SGG

Archivo Histórico del Estado de Aguascalientes, Fondo Poder Ejecutivo, Secretaría General de Gobierno, Aguascalientes

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2 Un ejemplar del reglamento se localiza en AGMA, FH, caja 38, expediente 8.

3(15 de abril de 1911) El Clarín.

4AGMA, FH, caja 237, expediente 16: 3 de marzo de 1897, “Solicitud de condonación de multa por infringir el reglamento de regadíos”.

5AGMA, FH. caja 250, expediente 13.

6Respecto a este punto es importante el señalamiento de Aboites, quien asegura que los esfuerzos del gobierno y de los grupos sociales sentaron “las bases para nutrir la expansión de los servicios de agua entubada y alcantarillado a lo largo del país, especialmente en las ciudades grandes y medias” (Aboites, 2009, p. 193).

7AGMA, FH, caja 505, expediente 77, fs. 2f.: 2 de marzo de 1921, “Jesús M. Valdés solicita permiso para instalar una merced de agua”.

8AGMA, FH, caja 568, expediente 25, fs. 3f.: 22 de febrero de 1922, “Solicitud de agua para el barrio del Obraje”.

9(20 de junio de 1929) La Opinión.

10AHEA, FPE, SGG, caja 461, legajo 1, expediente 2: 27 de junio de 1941, “Informe del presidente municipal Celestino López Sánchez dirigido al gobernador del estado”.

11AGM, FH, caja 958, expediente 3, fs. 9f.-10f.: 29 de enero de 1943, “Del presidente de la Junta de Usuarios, Pedro Covarrubias, al presidente municipal”.

12AGMA, FH, caja 402, expediente 17: 6 de diciembre de 1914, “José Arteaga escribe al ayuntamiento de la capital”.

13AHA, AS, caja 2068, expediente 31288, fs. 9f.-54f: Julio de 1934, “Estudio de los manantiales del Ojocaliente y de sus aprovechamientos, para su reglamentación, ubicados en la ciudad de Aguascalientes”.

14AGMA, FH, caja 384, expediente 23: 28 de mayo de 1912, “Solicitud de supresión de acequia por afectar finca”; caja 439, expediente 35, fs. 3f: 15 de noviembre de 1920, “Ocurso pidiendo se corte el servicio de riego a una huerta por daños a finca”; caja 762, expediente 60: 4 de diciembre de 1931, “Sobre inundación de cuarto de vecindad por riego de huerta”; caja 946, expediente 7, fs. 176f: 11 de junio de 1941, “Escrito del presidente municipal Celestino López Sánchez al encargado del Departamento de Mejoras Materiales”. AHA, AS, caja 285, expediente 6832, fs. 42f: 28 de octubre de 1941, “Alberto Esparza escribe al jefe de los Servicios Sanitarios Coordinados en el estado de Aguascalientes”.

15AGMA, FH, caja 329, expediente 44: 28 de octubre de 1907, “Alberto E. Chávez escribe al ayuntamiento de la capital”.

16AGMA, FH, caja 329, expediente 44: 28 de octubre de 1907, “Alberto E. Chávez escribe al ayuntamiento de la capital”.

17AGMA, FH, caja 505, expediente 60, fs. 7f.: 17 de mayo de 1921, “Protesta de varios vecinos de las calles de Oriente por mal servicio de agua”.

18AGMA, FH, caja 505, expediente 60, fs. 7f.: 17 de mayo de 1921, “Protesta de varios vecinos de las calles de Oriente por mal servicio de agua”.

19AGMA, FH, caja 707, expediente 19: 17 de enero de 1927, “Informe del Jefe de Departamento de Salubridad sobre la acequia de Texas”. AHA, as, caja 2068, expediente 31288, fs. 9f.-54f.: Julio de 1934, “Estudio de los manantiales del Ojocaliente y de sus aprovechamientos, para su reglamentación, ubicados en la ciudad de Aguascalientes, en el municipio y estado del mismo nombre”.

20AGMA, FH, caja 570, expediente 3: 11 de septiembre de 1925, “Solicitud para que sea cubierta la acequia de la calle Gómez Farías por insalubre”.

21(2 de septiembre de 1945 y 20 de abril de 1946) El Sol del Centro.

22AGMA, FH, caja 942, expediente 37, fs. 4f.: 17 de diciembre de 1917, “Solicitud para que no se permita hacer uso de la acequia como baño público”. AHEA, FPE, SGG, caja 462, legajo 8, expediente 1: 17 de diciembre de 1941, “Edmundo Delgado Torres escribe al presidente municipal Celestino López Sánchez”.

23AGMA, FH, caja 494, expediente 21: 17 de junio de 1920, “Informe del regidor José María Durán sobre la inspección de los Baños Grandes y de Los Arquitos”

24AGMA, FH, caja 470, expediente 16: 18 de julio de 1920, “Informe sobre los baños de Los Arquitos”.

25(9 de agosto de 1928) La Opinión.

26AHA, AS, caja 2068, expediente 31288, fs. 9f.-54f: julio de 1934, “Estudio de los manantiales del Ojocaliente y de sus aprovechamientos, para su reglamentación, ubicados en la ciudad de Aguascalientes”.

27AGMA, FH, caja 1067, expediente 19, fs. 344f: 29 de marzo de 1942, “Vecinos del barrio de Triana escriben al presidente municipal”.

Recibido: 22 de Abril de 2017; Aprobado: 07 de Febrero de 2018

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