Introducción3
Concepción Amerlinck y Manuel Ramos Medina (1995) han realizado una panorámica amplia de las fundaciones conventuales de segundas órdenes en la Nueva España. Sin embargo, salvo su aporte, pocos estudios han profundizado sobre los conventos de Guadalajara, lugar en el que se instalaron los principales centros de poder del reino de la Nueva Galicia. El tema nos platea la posibilidad de explorar repositorios documentales que hasta hace poco tiempo se habían mantenido cerrados. La apertura del Archivo Histórico del Arzobispado de Guadalajara (AHAG) el 5 de agosto de 2002, nos ha permitido dispoer de sus fuentes y plantearnos nuevas preguntas. Por ejemplo,
¿cómo se realizaron les fundaciones de segundas órdenes?, ¿cómo trascurría la vida conventual?, ¿cómo era su entorno y la región en la que se instalaron? En la actualidad, quienes están a cargo del archivo, coordinan un esfuerzo enorme de catalogación, debido a esto, es comprensible que diversos temas, como los conventuales, permanezcan en el tintero (Juárez, 2018). Además, falta por explorar los documentos que pudieron conservar las congregaciones que se mantienen vigentes, como las dominicas de Santa María de Gracia y las de Jesús María, las carmelitas descalzas de Santa Teresa y las capuchinas de la Purísima Concepción.
Las siguientes líneas, por tanto, ofrecen datos novedosos de fuentes inéditas del AHAG y del Archivo General de Indias que permiten esclarecer ciertos episodios e imprecisiones históricas acerca del establecimiento de las segundas órdenes en Guadalajara. El acercamiento institucional en materia conventual se enfoca en mostrar, con un carácter descriptivo, los procesos fundacionales de los cinco conventos femeninos que se establecieron en Guadalajara. Su esbozo, a la vez, permite identificar algunos aspectos sobre las dinámicas económicas, políticas, sociales y devocionales que influyeron en su institución.
La información que se ofrece en las siguientes líneas es quizá la punta del iceberg, pues sin duda son más las interrogantes que las respuestas. No obstante, uno de los cometidos del texto es incentivar estudios más amplios que permitan abonar a la historia de las instituciones conventuales, la élite que la compuso, las figuras preponderantes y los caudales precisos que favorecieron su instauración en la capital de la Nueva Galicia. Habrá que señalar que cada una de las fundaciones conventuales requerirá un estudio específico a la luz de los nuevos hallazgos documentales. En el presente trabajo se aborda en un primer momento cómo es que se llevó a cabo el proceso que culminó en la instalación de las primeras congregaciones femeninas en Guadalajara en el contexto del territorio del reino de la Nueva Galicia.
Las primeras instituciones en Guadalajara
En Nueva España, por disposición de Hernán Cortés, la Corona favoreció el patrocinio de las congregaciones de la Orden de San Francisco y la de Santo Domingo, estos frailes tuvieron la encomienda de adoctrinar y apaciguar a los indios (Semo, 1995, p. 227). Una vez conquistado el Reino de la Nueva España, se iniciaron exploraciones rumbo al noroccidente del territorio; uno de los principales exploradores fue Nuño Beltrán de Guzmán , quien abandonó el cargo de presidente de la Real Audiencia de México con la finalidad de emprender su viaje de conquista.4 La conversión de los naturales al cristianismo fue la principal justificación para que las expediciones de conquista avanzaran y ocuparan nuevas demarcaciones. De acuerdo con la tradición medieval, en defensa de la cristiandad, cada hueste contaba con presencia del clero. Se trató de un proceso de conquista y colonización en el que la espada y la cruz estuvieron presentes. Las bulas otorgadas por el papado, legitimaban para los reyes católicos la conquista y la evangelización de los territorios, con el propósito de propagar la fe cristina, por lo que el poder temporal y el espiritual se unieron en la empresa de conquista en los territorios recién descubiertos para el mundo occidental.
La instauración de instituciones evidenciaba dominio espacial y cultural a través de los cuales se desplegaron los mecanismos de evangelización y se dispusieron las formas de gobierno hispánico. Habrá que considerar que la erección de las instituciones en el Nuevo Mundo, tuvo que readecuarse y readaptarse a contextos distintos a los que prevalecían en el Viejo Mundo. Antonio Rubial García (2013) afirma que esa adaptación condicionó su actuación y, a su vez, fue atravesada por tres factores: la evangelización de los pueblos indios en el medio rural; “los fuertes vínculos que se establecieron entre el estamento eclesiástico y los sectores criollo y mestizo de las ciudades, y la presencia de la Corona española y sus funcionarios como instancias reguladoras de la política eclesiástica” (p. 39). Desde el momento de la conquista, las instituciones eclesiásticas fueron asociadas con un papel activo en la misión evangelizadora de la Corona española, por lo que contaron con mayores consideraciones por parte de los monarcas, con frecuencia se les asistió con recursos económicos para garantizar su sostenimiento (De la Corte, 1995) y la consolidación de la encomienda a su cargo.
En la Nueva Galicia, se instaló el clero secular y el regular, el primero representado por el obispo y su cabildo eclesiástico; el segundo estuvo formado por las órdenes religiosas que se instalaron en el territorio, el propósito inicial fue la evangelización. El clero regular a su vez estuvo conformado por órdenes masculinas y femeninas. Los primeros en llegar a territorio neogallego fueron los franciscanos, quienes fundaron un incipiente convento en Tetlán, en el año de 1531, su erección se atribuye a los frailes Antonio de Segovia, Juan Badiano y Antonio de Ciudad Rodrigo (Pérez Verdía, 1988, p. 20). En la región, la Orden de San Francisco administró las provincias de indios de Tonalá, Tlaxomulco, Ocotlán, Atemajac, Texuexa, Mitic, Xalostitlán, Tecpatitilán, Juchipila, Tlaltenango, Teúl, Mecatabasco, Nochistlán, Teocaltich (Jiménez, 1979a, pp. 17-18).5 Después de los franciscanos, le siguieron los agustinos y por último los dominicos. Los agustinos consiguieron licencia de Felipe II en 1573, tres años más tarde se les asignaron las doctrinas de Tonalá y Ocotlán (De la Mota Padilla, 1973, pp. 47-48; Cornejo, 1945, p. XXVII); también se les concedieron los pueblos de Atotonilco el Alto, Ayo el Chico, La Barca, San Pedro Analco y la fundación de un convento más en Zacatecas (Dávila Garibi, 1910; p. 14: Muriá, 1980, p. 362). A decir de Mota Padilla, formaron una comunidad que dio lustre a la ciudad por el buen ejemplo (De la Mota Padilla, 1973, p. 48). Los dominicos no tuvieron las mismas posibilidades que sus antecesores para instalarse en la región de manera rápida. Aunque en las fuentes, el obispo Domingo de Alzola, quien también era dominico, procuró la instalación de la orden en la región, no fue sino hasta año de 1603, que su presencia se arraigó en la ciudad, puesto que fueron los encargados de administrar el convento de Santa María de Gracia. El año de 1610 el cabildo secular les otorgó la ermita de Nuestra Señora de la Concepción, para que se instalaran en el espacio que habían dejado los carmelitas. La falta de recursos y patronazgos retrasó su presencia en la capital del reino de Nueva Galicia.6
En el valle de Atemajac se erigió la ciudad de Guadalajara el 14 de febrero de 1542, su posición cobró mayor relevancia hasta que se convirtió en capital del Reino de Nueva Galicia. En Compostela se intentó que se establecieran la Real Audiencia y el Obispado del reino; sin embargo, el primer obispo neogallego don Pedro Gómez de Maraver (1546-1551), decidió avecindarse en Guadalajara y cambiar con ello los destinos de la ciudad.7 No obstante, Compostela mantuvo un auge ganadero y fue parte del cinturón minero conformado por los yacimientos descubiertos en el decenio de 1540, entre ellos el del Espíritu Santo, Xaltepec, Guachinango, Guajacatlán, Chimaltitlán, La Purificacion, Jora, Ocotitlán, Hostotipaquillo y Ostotipac (De León, 2011, p. 482).
Con la investidura que significaba la presencia del alto clero en el valle de Atemajac se iniciaron distintas modificaciones en la traza de la ciudad y sus construcciones. La Real Audiencia se trasladó en 1560, además, surgió la necesidad, por parte de sus habitantes y de las autoridades, de establecer instituciones masculinas dedicadas a la evangelización y la educación de los habitantes neogallegos. A la ciudad se fueron acercando las órdenes religiosas que ya estaban asentadas en el reino, como los franciscanos, quienes se situaron en los pueblos de indios de Analco y Mexicaltzingo. Después prosiguió una oleada de congregaciones de carisma educativo perfiladas a la instrucción de los hombres.8
De acuerdo con las leyes de Indias, se debían fundar los monasterios necesarios para la conversión, enseñanza de los naturales y predicación del evangelio. La licencia de fundación requería del parecer y aprobación del prelado diocesano, del virrey, audiencia o gobernador respectivo, además de información que avalara la necesidad de la obra y las justas causas que lo motivaban.9 En el caso de los conventos femeninos en Guadalajara, los trámites e informes eran entregados por el obispo y la Real Audiencia, quienes pedían su parecer a las congregaciones religiosas de primeras y segundas órdenes previamente establecidas.
En lo que se refiere a las instituciones femeninas hispanoamericanas, cuyo propósito era el resguardo de las mujeres, habrá que señalar que los claustros gozaron de un lugar privilegiado en la jerarquía institucional; ingresar a la vida religiosa era un símbolo de estatus, pues dedicarse al servicio de Dios en cuerpo y alma, retribuía plenitud y dignidad a las profesas y a su familia. En orden de prelación le seguían los colegios, en especial por la connotación que adquirieron en la segunda mitad de siglo XVIII debido a los afanes educativos de la ilustración.
Los beaterios merecen una mención más detallada, por el poco conocimiento sobre la materia y porque fungieron como institución base para erigir sobre ellas conventos o colegios. En los siglos XVI y XVII resultaba usual que las mujeres con arrebatos místicos y profunda devoción, denominadas beatas, vivieran sus experiencias místicas de manera individual en el encierro de sus casas, aisladas en monasterios, “emparedadas” en pequeñas celdas, o reunidas en grupos pequeños; la mayoría de las veces, bajo la dirección espiritual de su confesor, ya que de lo contrario podrían despertar miradas inquisitivas, que las podía llevar a ser denunciadas y perseguidas por el tribunal de la Santa Inquisición.
Las beatas tomaron por costumbre adscribirse a órdenes terciarias, principalmente de franciscanos, agustinos o carmelitas, congregarse en comunidad, hacer cierta profesión de votos y transitar a conventos (Atienza, 2007, p. 147). La incipiente vida en colectividad de las beatas ofrecía un modo de vida de semiclausura, sin la exigencia de cubrir una dote, más fácil de asumir, y que preparaba a las mujeres a un rigor conventual; estas características facilitaron el tránsito a otros tipos de institutos. En los siglos XVI y XVII fue común que los beaterios mudaran a conventos, y a colegios en el XVIII; las restricciones por erigir nuevos recintos conventuales, así como el auge educativo que propició la Ilustración, fueron algunos de los elementos que marcaron la referida tendencia en las transiciones que experimentaron los beaterios.10 Por último, en la jerarquía institucional femenina se situaron los recogimientos y las cárceles.
El orden jerárquico que poseía cada institución se percibió en los patronazgos que merecieron uno u otro establecimiento. La figura del patronato11 podía recaer en un solo bienhechor, una asociación, por ejemplo una cofradía, o bajo el mecenazgo obispal o regio; en términos religiosos, la finalidad del donante era realizar una obra de caridad y, con ello, agraciarse con Dios. El convento, colegio, beaterio o recogimiento, al ser la parte beneficiada económicamente, se comprometía a elevar sus oraciones por los fundadores del patronato, a celebrar misas en su honor; a garantizarle puestos de dignidad en las festividades y sepulcros en sus templos (Muriel, 1974, p. 30).
El patronato laico denotaba la posibilidad de la salvación del alma, pero también, prestigio social por lo que, en una sociedad jerárquica y estamental que valoraba la institución conventual, fue usual que los mecenas se decantaran más por favorecer un convento que una cárcel o un recogimiento. En términos generales, la preeminencia institucional del mundo monástico obedeció a que se constituyó como un espacio en el que las mujeres alcanzaban la máxima gracia con Dios; además, en su interior gozaban de cierto margen de acción y de poder, ya que accedían a altos cargos, por ejemplo, el ser preladas, maestras de coro o de novicias. Aunque los conventos dependían del prelado o las órdenes regulares, la organización y designación de las oficialas se realizaba al interior de la comunidad por medio de votación que efectuaban las monjas de velo negro, en atención a su jerarquía. La elección debía respetarse y obedecerse por el resto de las religiosas (Lavrin, 2016, p. 160). Por otra parte, ceñirse a la vida religiosa favorecía y estimulaba una formación intelectual y cultural, ya que recibían instrucción en latín, en música, y otras artes. Las hijas de Dios y esposas de Cristo reafirmaban desde múltiples elementos su condición privilegiada, y eran en sumo estimadas por la sociedad. Las estructuras corporativas y jerarquizadas de la época se experimentaban también al interior de las instituciones. La vestimenta era un elemento que marcaba las diferencias estamentales.
En Guadalajara, a diferencia de las instituciones destinadas para los hombres, los establecimientos que atendieron a la población femenina fueron tardíos. Así como sucedió en la ciudad de México, la intención era difundir un modelo de cultura, promover la devoción familiar, pero además su establecimiento suponía la vinculación de las familias con la élite de la región (Loreto, 2010, p.238). La presencia de conventos y colegios de niñas dependió, entre otros aspectos, de los recursos con los que se contara para su erección. El número de monacatos en una urbe era un elemento que evidenciaba la importancia de una ciudad.12 La ciudad de México concentró diecinueve claustros de vida contemplativa y dos de vida activa (Amerlinck, y Ramos, 1995). Puebla de los Ángeles estuvo en segundo lugar, con 11; después se situó Antequera, con 6; y Guadalajara, con 5.13
En las primeras cuatro décadas de la formación de Nueva Galicia, las hijas de los conquistadores que sentían la necesidad de consagrarse a Dios se veían obligadas a trasladarse a la ciudad de México o a la angelópolis. En Guadalajara, 46 años después de su fundación definitiva en 1542, surgió la primera orden de religiosas. Las segundas órdenes, en un primer momento, florecieron a un ritmo lento y espaciado, porque se vivió en medio de la zozobra por la constante irrupción de los indios del Norte; después, por el limitado crecimiento demográfico y económico que se reflejaba en la poca recaudación de diezmos. El factor monetario fue de gran importancia para la erección de los conventos, una institución sin recursos no fue viable porque no podía garantizar los recursos para mantener su población.
Sobre la situación económica de Guadalajara, Eric Van Young afirma que la consolidación de la ciudad fue un proceso lento, ya que a pesar de ser sede política y diocesana, en sus primeros decenios no gozó de una población estable que le permitiera desarrollar una economía sustentable, sino que perdió bastantes habitantes que se aventuraban a las zonas mineras de Zacatecas y Bolaños (Van Young, 1989). El crecimiento poblacional que experimentó la ciudad entre 1680 y 1700 la llevó a contar con cerca de 7,200 almas, sin sumar en ello el número de habitantes en los pueblos de indios. Este aumento demográfico, que se mantuvo al alza a lo largo del XVIII, dinamizó su economía (Calvo, 1992; Becerra y Regalado, 2016; De la Torre y Fuentes, 2016). Es precisamente en este periodo de repunte económico y consolidación regional, que han estudiado Eric Van Young (1989) y Ramón María Serrera (1977), en el que florecieron las segundas órdenes en la ciudad, por lo que sin duda no es fortuita su correlación.
Diversos autores coinciden en afirmar que el estudio de la institución de monasterios, de uno u otro sexo, devela las estrategias e intereses que desplegaban las élites locales y que se entretejían en cada proceso, en busca de la primacía y afianzamiento familiar (Romero, 1993, p. 43; Gonzalbo, 1995, p. 429; Amerlinck de Corsi y Ramos Medina, 1995, pp. 23-28). Por lo tanto, en la erección de cada congregación de segundas órdenes se puede apreciar la realidad social, económica y política que se vivía en los territorios de la Nueva Galicia, además, deja entrever el influjo religioso de determinadas devociones, el impulso fundacional de ciertas ramas y el freno de otras.
Santa María de Gracia: un lugar para las mujeres de la élite neogallega
Procurar la educación de las doncellas, en especial de las hijas de los conquistadores, fue una de las principales preocupaciones del obispo Francisco Gómez de Mendiola (1574-1576), quien impulsó la fundación de un colegio de niños y uno de niñas. En 1571 el prelado logró congregar a un grupo de mujeres dispuestas a recibir niñas e instruirlas en la doctrina católica y rudimentos de escritura y lectura. Con la finalidad de afianzar su empresa, el obispo dispuso de una parte de su peculio y adaptó unas casitas con las piezas necesarias para un espacio colegial; por ejemplo, las aderezó de oficinas, refectorio, dormitorios y sala de labor. Además, solicitó a la ciudad de México el envío de una instructora que fungiera como maestra principal, el cargo recayó en María Catalina de Carbajal. El establecimiento se erigió bajo la advocación de Santa Catalina de Siena (Muriel, 2004b, p. 50). Sobre esta institución se cimentó lo que a la posteridad sería el primer claustro de la región: el convento de Santa María de Gracia.
Tras la muerte de Gómez de Mendiola, el colegio de niñas quedó siete años en manos del cabildo de la catedral, en sede vacante. En 1583 llegó a Guadalajara el nuevo obispo, se trataba de un fraile de la Orden de Predicadores, Domingo de Alzola, quien se empeñó en elevar el colegio al rango de convento. Don Hernán Gómez de la Peña, vecino de Compostela, se comprometió a otorgar la fianza para su establecimiento, y donar para ello una hacienda productora de cacao y una estancia de ganado; aunque en lo económico Gómez de la Peña se instituía como patrono, dejó que el obispado gozara de esta dignidad. La cesión de los caudales se formalizó el 22 de agosto de 1586 y de inmediato se iniciaron las gestiones necesarias para obtener la licencia real, por lo que se enviaron informaciones correspondientes al Consejo de Indias. En respuesta a las peticiones, el rey contestó al llamado y expidió una cédula fechada en San Lorenzo, el 13 de junio de 1588, al mismo tiempo que solicitó se le enviara más información; además aportó 30 mil pesos para su fábrica material, en atención a que en toda la provincia de Nueva Galicia no existía un lugar en que pudieran servir a Dios las hijas y nietas de personas pobres que le hubiesen servido en el descubrimiento y pacificación de esas tierras (Rivera, 1924, p. 8).
Por disposición de Alzola y su filiación dominica, el convento se apegó a la regla de Santo Domingo y no a la predominante de la Inmaculada Concepción,14 que en ese momento era la que prevalecía en el centro de la Nueva España.15 Alzola solicitó al obispo de Tlaxcala, Diego de Romano y Govea (1578-1606),16 que le enviase monjas dominicas del claustro de Santa Catalina de Siena.17 El 28 de junio de 1588, Romano y Govea otorgó la debida licencia para que las religiosas salieran de la sede de Puebla, se dirigieran a Guadalajara y realizaran la fundación de Santa María de Gracia (Romero, 1982, p. 5). Las madres que se remitieron por fundadoras fueron: María Antonia Catalina, en calidad de priora; María Francisca de Santa Cruz, supbriora; María de la Cruz, portera; Francisca de Santiago, proveedora y María de Santa Catalina. En el trayecto a su nuevo hogar fueron escoltadas por dignidades del cabildo catedralicio y vecinos distinguidos de la ciudad, a su arribo se establecieron en la casa del obispo Mendiola, lugar en el que estaban las beatas y colegialas de Santa Catalina de Siena. El complejo edilicio se consagró en solemne celebración el 17 de agosto de 1588 (Muriel, 2004b, p. 51).
Tiempo después de la fundación de las dominicas, y tras una mala administración de sus rentas, el obispo don Alonso de la Mota y Escobar (1598-1608) dispuso, en 1603, el asentamiento de la rama masculina y les entregó el monacato femenino con el objeto de que lo administraran (Amerlinck y Ramos, 1995, p. 237). Josefina Muriel destaca como característica particular de Santa María de Gracia el hecho de que la erección del convento no significó el término del colegio; es decir, no se transitó a otro tipo de establecimiento a costa de su grupo fundador, sino que ambas obras se fusionaron y lograron persistir (Muriel, 2004b, p. 52); esta situación hizo evidente la insuficiencia de las casas que habitaban las monjas y colegialas, por lo que fue preciso mudar de sede. El 13 de noviembre de 1590 se trasladaron al solar y fábrica que albergaba al hospital de San Miguel, ubicado a un costado de la primitiva catedral, mientras que los clérigos hospitalarios se acomodaron en las fincas que tenían las enclaustradas. El edificio del que se hicieron las dominicas abarcaba seis manzanas, con huerta, ojo de agua, patios y celdas para cada una de las profesas; a la postre cada aposento se convirtió en una pequeña vivienda que incluía una cocina, lo cual refleja la suntuosidad de sus habitantes (Cornejo, 1945, p. XXX; Romero, 1982, p. 5). Este fue el primer monasterio que se fundó en la Nueva Galicia y uno de los más importantes y ricos de la región.
En el interior del convento de las dominicas calzadas, como era el caso de Santa María de Gracia, se establecieron rígidas jerarquías sociales, marcadas por las cifras que las devotas aportaban tras su ingreso: las que aspiraban a religiosas de coro, velo negro y voto, pagaban una dote de tres mil pesos; las mujeres que ingresaban con esta categoría tenían el privilegio de que en el claustro vivieran sus sirvientas. En cambio, durante los primeros años del monacato las de velo blanco sufragaban la mitad de la dote, y posteriormente a algunas se les exoneró del pago, por este motivo ellas no gozaban de prebenda alguna y se dedicaban a las labores domésticas, aunque eran tenidas por siervas de Dios, se encontraban en un nivel inferior. Además de las profesas y novicias, el convento tenía su propia servidumbre, vivían en él sin ser necesariamente mujeres dedicadas a la religión y prestaban servicio a toda la comunidad. Otro elemento de distinción fue la vestimenta. Por ejemplo, en el año de 1702 se presentó una controversia en Santa María de Gracia, el motivo fue que algunas mujeres decidieron usar velo de seda negro en lugar del tradicional lino, quienes se oponían a la utilización de seda, argumentaron que usarlo iba contra las disposiciones del convento, el cabildo eclesiástico respondió que podían vestir lino o seda “de acuerdo a su estado y según el dictamen de su conciencia de cada una”.18 Quienes se oponían a la seda pretendían no contravenir las constituciones, sin embargo, prevaleció la calidad o el estado de las religiosas desde el punto de vista económico; el estado implicaba la posición que ocupaban en la sociedad, los recursos con los que contaban, por lo que la utilización de la vestimenta también fue un elemento de diferenciación social. Con esta resolución se reconocía que el estatus y honor de las dominicas variaba, su heterogeneidad se materializó en una prenda.
En 1661 el claustro recibió un legado de 10 mil pesos por disposición testamentaria de don Pedro Vidarte Pardo, quien tenía hijas en el monasterio. La suma recibida fue utilizada en construir un nuevo templo, sus obras comenzaron el 6 de abril de 1661. La colocación de la primera piedra y la respectiva bendición por parte del obispo Juan Ruiz de Colmenero (1646-1663) conllevó una suntuosa ceremonia a la que asistieron los principales de la ciudad y el pueblo. La solemnidad del evento mereció 40 días de indulgencia plenaria a los asistentes, y una detallada relación ante el notario don Tomás Muñoz (Rivera, 1942, p. 11). Es probable que el donativo de Vidarte alcanzara para realizar algunas modificaciones al edificio conventual, ya que el 30 de julio de ese año Ruiz de Colmenero ordenó la separación de colegialas y de religiosas; aunque permanecerían en el mismo complejo unas y otras contarían con sección propia. El 3 de agosto de 1661, por disposición del obispo, el colegio adjunto a las dominicas tomó por nombre el de San Juan de la Penitencia.19
Mientras que en los siglos XVI y XVII el centro y el sureste de Nueva España experimentaron una expansión de los monasterios femeninos, en Guadalajara, por más de un siglo, Santa María de Gracia persistió como la única opción para realizar votos religiosos. Thomas Calvo (1999) afirma que en 1620 vivían en el interior del claustro 200 mujeres entre religiosas, colegialas, esclavas, servidumbre y mujeres de “dudosa moralidad que eran obligadas a pasar un tiempo en el convento mientras se creaba un lugar de verdadero recogimiento” (pp.101-102).20
Durante más de un siglo, Santa María de Gracia fue el único convento en la región, es posible que se pueda explicar a partir de las condiciones poblacionales y económicas de la ciudad, como se puede inferir a partir de la descripción de la ciudad que realizó el obispo don Alonso de la Mota y Escobar (1597-1606),21 quien señaló que Guadalajara estaba compuesta por 1200 habitantes, 500 de ellos españoles, con pocos vecinos principales, “tres con nombre de ricos, que el caudal de cada uno llega a cien mil pesos” (Hillerkuss, 2016, p. 371). La inestabilidad financiera de Guadalajara se agudizó de 1620 a 1650, tras una crisis agrícola y, después, una minera; esta última se resintió hasta 1690 (Becerra y Regalado, 2016, p. 444). Sin duda, una ciudad con pocos vecinos, con limitados recursos económicos, no estaba en posibilidad de sostener más fundaciones conventuales de segundas órdenes.
La vida conventual no estaba exenta de complicaciones, las fuentes documentales nos permiten visualizar imágenes desagradables a las que se enfrentaron las religiosas y ruidos de quienes transitaron entre la vida y la muerte; esa fue la situación que se presentó el año de 1791, cuando Juan García Caro, mayordomo del convento de Santa María de Gracia, pidió se retirara la horca de la plazuela del convento, según señaló desde 1789 se trasladó a ese lugar la horca para el suplicio de los malhechores, que antes estuvo en la plaza principal, mientras se llevaban a cabo los festejos por la proclamación del monarca. En dos años no se había presentado ninguna ejecución en la plazuela, pero llegó el momento en 1791 y el convento tuvo graves inconvenientes, no era agradable escuchar lo suplicios de un moribundo, por lo que el mayordomo pidió ante la Real Audiencia que retiraran el patíbulo de la plazuela.22
La condición de fragilidad femenina de quienes habitaban cerca de la plazuela fue uno de los argumentos utilizados para sustentar la petición. El mayordomo afirmó que su representación la podía fundar en “los terrores, imaginaciones y sobresaltos naturalísimos por la inmediación del patíbulo, en una comunidad, cuyos individuos por su sexo y profesión tienen los corazones que se deja entender, y las imaginaciones nimiamente susceptibles de imágenes tristes, capaces de hacer en sus espíritus las más funestas impresiones, que produzcan resultas de mucha consecuencia”,23 además afirmó que había un principio legal por el cual no se debía causar daños a terceros. A los señalamientos antes mencionados agregó las dificultades que tenían las religiosas al desarrollar sus actividades cotidianas y de convalecencia, puesto que la enfermería estaba ubicada a un lado de la plazuela donde se encontraba la horca. El día que se presentó el ejercicio de la justicia y se condenó a la horca a un reo, en el lugar se podía escuchar, según mencionó, el ruido, las voces y las “exhortaciones últimas al reo agonizante” como si ahí mismo estuviese aconteciendo la ejecución. Antes de ejecutar la pena, las enfermas y ancianas se llenaron de terror, según planteó el mayordomo, además tuvieron que sacarlas en brazos del lugar “y por la agitación o por las tristes ideas del día [… y] por continuarse los suplicios, casi todas se han agravado”.24 Las religiosas sanas también tuvieron que padecer, ninguna de ellas se atrevía a entrar al coro y para rezar tuvieron que cerrar las ventana y puertas. Ejercer la justicia y condenar a un reo a la horca tuvo sus consecuencias, trastocó la vida cotidiana de las religiosas de Santa María de Gracia; no podían rezar, no estaban tranquilas en su convalecencia, algunas de ellas se agravaron, según se planteó. La delicadeza de las mujeres, su imaginación y su debilidad fueron los argumentos más contundentes para solicitar que se removiera la horca de la plazuela contigua al convento. El mayordomo señaló que se trataba de “unas personas cuyo sexo se caracteriza con la viveza delicada de la imaginación, docilidad a recibir tristes impresiones y firmeza para retenerlas, mayormente cuando a esas naturales calidades se agregan las disposiciones de tranquilidad y dulzura que inspira la vida religiosa, y a que tanto chocan las sangrientas, aunque justísimas demostraciones con los facinerosos”.25
Las argumentaciones presentadas por Juan García Caro surtieron efecto de manera inmediata, según señala, no fue necesario que la petición llegara al presidente de la Audiencia, sólo se le insinuó el contenido al fiscal del crimen y se procedió a retirar la horca del lugar que trastocaba la cotidianidad de las religiosas. La fragilidad femenina, la vida conventual implícita en la vida religiosa, había sido perturbada por el ejercicio de la justicia y la decisión de las autoridades de establecer la horca en la plaza del convento de Santa María de Gracia, finalmente la petición fue atendida y las religiosas no tuvieron que escuchar más el suplicio de los condenados a la horca como si lo hubieran matado en la misma enfermería.
El convento de Santa María de Gracia fue uno de los primeros que se establecieron en el reino de la Nueva Galicia y en la capital neogallega. Las monjas que habitaron el claustro aún tienen muchas historias que contar, de ellas y de su entorno social. La reciente catalogación de los documentos y su acceso a los investigadores, permitirán en un futuro reciente, saber más acerca de las religiosas. Ámbitos como el económico, el social y el político, a través de los conflictos que se presentaron con los distintos centros de poder, desde luego que es una tarea pendiente por realizar por quienes están interesados en las fundaciones conventuales, así como la vida pública y privada que en los claustros se desarrolló.
De las congregaciones calzadas a las descalzas del convento de Santa Teresa
El segundo monasterio del reino de la Nueva Galicia, que se instaló en la ciudad de Guadalajara, fue el de las monjas descalzas de Santa Teresa quienes pertenecían a la Orden del Monte Carmelo. Su establecimiento se comprende a partir del auge que alcanzó la reforma carmelita, que en 1562 enarboló Teresa de Jesús, quien pugnó por la reinstauración de una vida con mayor respeto por los principios de pobreza, clausura, el ayuno y la oración; con el propósito de cumplimentar estas prácticas estableció el convento de San José en Ávila (Ramos, 1997, p. 12). La profunda transformación de las carmelitas que se planteó Teresa de Jesús buscaba crear la vertiente de descalzas, vivir de las limosnas, eliminar la necesidad de dote para el ingreso y los certificados de limpieza de sangre, lo esencial se trasladó a la vocación de las postulantes (Ramos, 1990, p. 37).
La reformadora carmelita fundó quince monasterios más de descalzas en España, sus postulados proliferaron también en los territorios de las Indias Occidentales, y continuaron con ahínco cuando se le confirió el título de santa. Teresa de Cepeda y Ahumada, la santa de Ávila, falleció en 1582, fue beatificada en 1614 y canonizada en 1622. A principios de 1615, en un momento de efervescencia teresiana arribaron a Nueva España dos mujeres procedentes de la isla de Santo Domingo, las viudas doña Catalina Rendón, natural de Jerez de la Frontera, y doña María Linares y Ahumada (De la Mota Padilla, 1973 p. 402), ambas salieron de su terruño con la firme intención de impulsar la regla reformada de Teresa de Ávila, tan afamada en Europa y Ultramar. Sin embargo, al desembarcar en Veracruz se encontraron con la noticia de que la congregación ya tenía presencia en las ciudades más importantes de la región. En 1602 el papa Clemente VIII proclamó la bula fundacional del claustro de San José de Puebla y se erigió en solemne celebración el 27 de diciembre de 1604 (Ramos, 2015, p. 265); el 19 de mayo de 1615 se concedió licencia para instaurar otro monasterio, bajo la misma advocación, en la ciudad de México; y en Querétaro se estableció en 1614 (Ramos, 1997, pp. 254-258).
La comunidad de carmelitas descalzas de la capital novohispana fue obra de sor Inés de la Cruz, monja concepcionista de Jesús María, quien desde 1597 deseaba profesar una vida más austera. Años después, el obispo fray Juan Pérez de la Serna y el virrey Diego Fernández de Córdoba, marqués de Guadalcázar, se sumaron a su proyecto y concertaron que las fundadoras de la orden carmelitana sólo procediesen del de Jesús María, es probable que por esta razón doña Catalina y María no fueron consideradas para formar asientos en la urbe capitalina. No obstante, sus confesores, probos testigos de su entrega a la vida religiosa, las pusieron en contacto con don Francisco Martínez Tinoco, chantre de la catedral de Guadalajara. Martínez Tinoco recibió a Catalina y a María en 1617, les otorgó unas fincas y 6 mil pesos para iniciar el establecimiento de la orden carmelita descalza. A la primitiva comunidad se sumaron tres jóvenes más, avecindadas en la región. Sin embargo, el clérigo benefactor expiró y la donación entró en pleito. Mientras tanto, la devoción a santa Teresa se intensificaba tras su canonización sucedida en 1622; en Nueva España abundaron las novenas y los panecitos milagrosos de la venerable Teresa (Ramos, 2015), y es probable que el entorno fervoroso mantuviera los ímpetus por establecer el claustro de Guadalajara.
De acuerdo con Mathias de la Mota Padilla, en junio de 1637 don Juan de Canseco y Quiñones, presidente de la Real Audiencia, envió un informe al rey con el objeto de conseguir la licencia fundacional de la rama de las carmelitas descalzas, en el escrito se comprometían 47,000 pesos que distintos vecinos estaban prontos a donar a la empresa conventual; no obstante, el obispo no remitió su parecer y la petición quedó sin resolución. Los bienhechores eran don Gonzalo Fernández Pacheco y don Miguel Hernández con 30,000 pesos por el patronato; Baltazar de la Peña y Catalina Mendoza con 1,200; don Alonso Hidalgo, vecino de las minas de Jora en el Nayarit, con 2,000; Diego Flores, 2,000; Hernando Costilla Espinosa, con 1,000. (De la Mota Padilla, 1973, pp. 402-403). En esos años los territorios novogalaicos atravesaban un prolongado periodo de crisis que permeó en diversos ámbitos económicos; además, la única preocupación obispal era concluir el edificio catedral, su conclusión fue la gran obra del siglo XVII (Regalado y Becerra, 2016, p. 478). Es probable que por este motivo el obispo encaminara los recursos de la región al proyecto de catedral. El caso de Santa Teresa muestra que, además del elemento económico, otro de los factores que influyeron en la lenta instauración de más claustros femeninos fueron los conflictos jurisdiccionales entre las autoridades eclesiásticas y la Real Audiencia, ya que cada nueva congregación requería el beneplácito de ambas instancias.
En real cédula fechada en 10 de julio de 1651, el rey Felipe IV concedió licencia de fundación a las principales promotoras del convento, las beatas Catalina de Jesús María y María de Jesús. La aprobación se otorgó con la condición de que para su instauración se contara con la efectiva disposición de fondos seguros para su manutención.26 Sin embargo, Guadalajara experimentaba una situación de penuria que se inició en el sector agrícola desde 1620, la cual comenzaba a dar tregua en 1656; la crisis económica de la región se agudizó con la caída de la actividad minera (Becerra y Regalado, 2016, p. 444). Doña Catalina y doña María no lograron sumar bienhechores a su causa y ambas fallecieron sin haber conseguido su propósito, la primera en 1654 y la última en 1645.
En 1685 doña Isabel Espinosa de los Monteros, viuda del capitán don Cristóbal Gutiérrez, por recomendación de su confesor, ofreció para la fundación del claustro teresiano la suma de 40,000 pesos bajo la institución de patronato a su favor; de acuerdo con sus disposiciones la mitad del monto referido tendría como destino la construcción material del complejo edilicio y el resto se destinaría a la manutención de las religiosas: la entrega del caudal quedó condicionado a que la fábrica del monasterio se iniciara en un plazo de cuatro meses y al derecho de gozar de manera absoluta el patronazgo; esta última petición creó graves conflictos, en especial con el obispo Juan de Santiago Garabito (De la Mota Padilla, 1973, pp. 492-493). La cantidad ofrecida y la solicitud del patronato habían sido presentadas al Consejo de Indias a través de la Real Audiencia por el oidor don Fernando López Ursino.27 La comunidad de beatas aceptaba el ofrecimiento de la viuda Espinosa de los Monteros, pero el obispo se opuso las intenciones de doña Isabel y argumentó que la real cédula que avalaba la constitución del convento se otorgó a las primigenias promotoras, y por lo tanto quedaba sin validez debido a su fallecimiento. Además, señaló que con anterioridad se habían ofrecido mayores recursos y consideraba agravante la injerencia de la Real Audiencia, por lo que envió consulta ante el Consejo de Indias para que decidiera la controversia. Ante la situación doña Isabel mandó testimonio de los autos que hasta ese momento se seguían y aumentó 2,000 pesos a la cifra total, finalmente obtuvo la real cédula de aprobación y se concedió a la bienhechora el patronazgo el 6 de diciembre de 1687 (De la Mota Padilla, 1973, pp. 403- 404).28
Obtener el patronato de una institución conventual no era cosa menor. La posesión y perpetuidad del patronazgo era un recurso que se empleaba para ascender socialmente. En el momento que Isabel Espinosa de los Monteros decidió invertir en Santa Teresa, su hijo, José Gutiérrez de Espinosa, comenzaba sus estudios de bachiller en Teología y Filosofía en la Universidad de México, allí obtuvo también el grado de doctor en 1695; después ingresó como colegial en el colegio Mayor de Todos Santos, donde también llegó a ser rector. En su relación de méritos, que presentó ante el Consejo de Indias en 1718 para obtener un curato, enlistó en primer lugar la posesión del patronato de Santa Teresa.29
La construcción del convento teresiano se inició formalmente el 25 de mayo de 1690. El edificio siguió el modelo del claustro carmelita de la ciudad de México, la Real Audiencia nombró por maestro mayor a Mateo Núñez, y por su oficial a Gaspar de la Cruz, y su edificación se extendió por más de tres años (Ramos, 2015, p. 269). Para la fundación del monasterio de Santa Teresa de Jesús en Guadalajara se solicitó al obispo de Puebla, don Manuel Fernández de Santa Cruz, la remisión de carmelitanas del de San José.
El traslado de las monjas fundadoras era todo un suceso que se encomendaba a distinguidos vecinos. En el caso de las teresianas, la comitiva con la disposición de carruajes, mulas de recambio y avíos necesarios, estuvo a cargo del oidor Francisco Feijó Centellas, que posteriormente se mantuvo como uno de sus principales benefactores (Belgodere, 2003, pp. 74 y 86). El 3 de marzo de 1695, el presbítero don Juan Antonio Chipres Videgaray, quien sería capellán del convento de Santa Teresa, salió de la ciudad con la encomienda de dirigirse al obispado poblano y escoltar a las carmelitas descalzas de la angelópolis rumbo a Guadalajara. La comitiva de teresianas se formó de cuatro monjas, dos novicias y una hermana de velo blanco: por madres fundadoras iban Antonia del Espíritu Santo de apellido Oñate y Rivadeneira en calidad de priora; Isabel Francisca de la Natividad Alarcón y Castro, subpriora (Gómez, 1732, p. 429); Leonor de San José de Palacio y Birmeso, maestra de novicias;30 Antonia Timotea de San Miguel Hoyo y Fernández, provisora y tornera (De la Mota Padilla, 1973, p. 405). Las novicias fueron Luisa Manuela de Santa Cruz y Micaela de Castro Alba (Belgodere, 2003, p. 81).
En su viaje, las fundadoras fueron custodiadas por el capellán del convento de San José de Puebla, don Alonso Berruecos, y llegaron a Guadalajara el 20 de mayo de 1695, con una procesión presidida por el Santísimo Sacramento, candelas, repique de campanas, artificios de pólvora, y canticos se dirigieron a su nueva morada (Amerlinck y Ramos, 1995, p. 244; Belgodere, 2003, p. 75). La congregación de Santa Teresa se limitó a un número de 21 profesas, y dos mujeres que colaborarían en los servicios domésticos. Las devotas que ingresaron al convento desde su erección hasta el año de 1800 fueron 72, y su procedencia iba más allá de la región novogalaica, atrajo a algunas mujeres de la ciudad de México y de Puebla de los Ángeles (Valle, 2006, p. 93).
El establecimiento de la rama femenina del Monte Carmelo en Guadalajara precedió a la masculina, la cual después de dos intentos, uno en 1593 y otro en 1651, logró establecerse hasta 1724 gracias al apoyo del presidente de la Real Audiencia, don Nicolás Rivera Santa Cruz, a la donación de don Bernardo Miranda y a la entrega de un extenso solar en los límites ponientes de la ciudad (De la Mota Padilla, 1973, p. 492).
El convento de Jesús María, entre el beaterio y el colegio
Otra fundación conventual que se instaló en Guadalajara fue la de Jesús María, este establecimiento tuvo sus orígenes en un beaterio que se formó en Compostela alrededor de 1685. El bachiller Fernando de Amezquita Ramón de Moncada, cura en la ciudad de Compostela, trató de mantener bajo su custodia un gran número de niñas a quienes recogió y dirigió fervorosamente con la finalidad de que vivieran en comunidad y se entregaran al servicio de Dios; las mujeres se consagraron a Jesús Nazareno y por ello vestían con saya de lana en color morado obscuro (De la Mota Padilla, 1973, p. 413). El hábito cubriría del cuello al suelo y estaría ceñido a la cintura con un escapulario, las tocas serían del mismo tono, largas hasta el pecho y por detrás caería sobre el principio de la espalda.31 En 1687, con el firme propósito de afianzar su obra, Amezquita dotó por vía testamentaria al beaterio, entre sus bienes se encontraba la hacienda de Pachula. Las beneficiarias del clérigo eran cada una de las beatas: María de Jesús, quien fungía como hermana mayor, Antonia del Sacramento, María de San Joseph, Melchora de Santa Catarina, Thomasa de Santa Teresa, Ana de Jesús, Andrea de San Francisco, Ana de San Felipe, Antonia de San Pablo y María de San Miguel, las diez de estado doncellas.32
Cuando murió su benefactor, su hermano, el capitán Antonio de Amezquita, reclamó para sí la heredad que su pariente legó a las beatas, ante las circunstancias adversas el obispo Juan de Santiago y León Garabito tomó la defensa del caudal para el beaterio, la controversia de lo testado se resolvió en la Real Audiencia de Nueva Galicia y una vez concluido el proceso a favor de las beatas, el prelado optó, por supuestas voces de las devotas, trasladarlas a Guadalajara, esto sucedió en los primeros meses de 1692.33 El traslado de Compostela a Guadalajara no era fortuito. El movimiento atraía el capital monetario del beaterio a la ciudad y con ello se afianzaba el poderío institucional de la capital neogallega.
Una vez instaladas en la capital del reino, María de Jesús, en su calidad de hermana mayor, solicitó al prelado que las dotara de constituciones, con el objeto de perfeccionar su vocación. El obispo aceptó la petición y elaboró sus estatutos, en el cuerpo de las referidas ordenanzas se estipuló que el beaterio permanecería dentro del gobierno y arbitrio del obispado; en cuanto al ingreso, se determinó que “las hermanas que quisieren entrar en adelante en dicha congregación y recogimiento ha de ser gente honrada, y las que fueren muy necesarias para el servicio de la casa han de ser mulatas o indias”.34 Las nuevas integrantes de la comunidad se distinguirían en su vestimenta por el uso de un escapulario y en el pago de su manutención, ya que los fondos que heredó Amezquita sólo consideraron el número de diez congregantes. Asimismo, los lineamientos determinaron la elección anual de una beata que fungiría como hermana mayor, en consideración de su santo patrono, la votación se realizaría el día 2 de mayo, vísperas de la Santa Cruz. Dos días después la hermana mayor repartiría el resto de oficios; entre ellos, los cargos de asistenta, portera, enfermera, provisora y maestra lectora. Las beatas carecían de capilla propia, por lo que sus únicas salidas del recogimiento se justificaban en sus visitas a la eucaristía, la confesión o al santísimo sacramento, y eso no lo harían solas, sino con compañeras o en comunidad; faltar a este precepto era sancionado con un día de encierro a pan y agua la primera vez, si reincidía sería reprimida por el obispo y si se recaía por tercera vez se le expulsaba definitivamente.35
En esos mismos años de 1690, el jesuita Feliciano Pimentel, natural de San Luis Potosí, congregó a un grupo de mujeres procedentes de Valladolid, que le siguieron a Guadalajara, las perfiló a la vida en comunidad e instituyeron un colegio de niñas nombrado Jesús María; sin embargo, sus superiores le mandaron abandonar esa empresa, pues era rector del colegio jesuita de Santo Tomás (Palomar, 2014, p. 155). El obispo dominico fray Felipe Galindo Chávez (1695-1702) tomó a su cargo las bases colegiales de Pimentel y decidió unificarlo con el beaterio de Jesús Nazareno. Galindo construyó un edificio con el propósito de que correspondiera a las necesidades de la empresa y comenzó a solicitar las licencias pertinentes ante el Consejo de Indias. En la real cédula del 30 de enero de 1699, el rey otorgó su aprobación y sometió al establecimiento a seguir las constituciones del colegio de niñas de Nuestra Señora de la Caridad de la ciudad de México, fundado en 1548 (Muriel, 2004a, p. 129). En 1707, cuando el obispo Diego Camacho y Ávila entró en posesión del obispado, informó que se encontró en la ciudad dos congregaciones de beatas; una de dominicas recoletas y otra de agustinas, ambas en conveniente situación para poder convertirse en convento.36 Las dominicas que Camacho y Ávila refería eran las beatas de Jesús Nazareno, y las mónicas, congregación impulsada por Feliciano Pimentel.
En 1715 las devotas de Jesús Nazareno, respaldadas por el incremento de sus arcas, que ascendían a 46 mil pesos, solicitaron licencia para tomar el hábito dominico. El 13 de marzo de 1721 se les otorgó real cédula de autorización, las religiosas fundadoras procedieron del convento de Santa María de Gracia, se trató de María Crisósfora de la Santísima Trinidad, priora; María Teresa de Jesús, supriora; Margarita del Sacramento, maestra de novicias; María Concepción del Espíritu Santo, portera; Leonor de la Cruz y la novicia Margarita de San Clemente (Muriel, 2004, p. 161). El 30 de mayo de 1721, las profesas dejaron su claustro para instituir el nuevo convento de dominicas, que tomó por nombre el de Jesús María, la regla del convento estableció que sólo admitiría un número de 33 religiosas profesas.
Santa Mónica, un convento de agustinas
En 1589 la Orden de San Agustín, inspirados en los postulados teresianos, emprendió un profundo proceso de reforma en su vertiente varonil y femenil, de este movimiento surgieron los agustinos recoletos que buscaban mayor recolección, perfección espiritual y pobreza. En España el primer claustro de estas monjas reformadas se instauró en 1589 y a partir de 1603 comenzaron una vertiginosa expansión que se mantuvo hasta 1688.37
La expansión de las agustinas recoletas en territorios novohispanos estuvo marcada por la influencia de don Manuel Fernández de Santa Cruz,38 obispo de Puebla (1676-1699), quien conoció los monasterios de Salamanca, Palencia y Valladolid en España; este personaje impulsó la instauración de las agustinas recolectas en su diócesis, para ello tomó como base las ruinas del recogimiento de María Magdalena, destinado a mujeres desamparadas, sobre él fincó el colegio de Santa Mónica en 1682,39 y por último, promovió su elevación a convento bajo la misma advocación. La licencia regia la obtuvo el 7 de octubre de 1686 y la venia papal el 12 de diciembre de 1687, finalmente el 24 de mayo de 1688 profesaron las 24 novicias que formó Fernández de Santa Cruz. En la sede conventual de Puebla se tuvo la particularidad de que el ingreso se realizaría sin necesidad de dote, con la finalidad de favorecer a “las niñas pobres y virtuosas” que eran hijas de españoles (Gómez, 2016, pp.73-103). Las recoletas, por ser fruto de la promoción obispal estuvieron sometidas a su autoridad y no a la rama varonil de agustinos, ya que estos, además, no pertenecían a la vertiente de recoletos. Del primer brote en la capital angelopolitana derivó la comunidad que se asentó en Antequera con el nombre de Nuestra Señora de la Soledad en 1697.
La influencia de Fernández de Santa Cruz también es perceptible en la extensión de las mónicas en Guadalajara, lugar donde había sido obispo por un breve periodo, de 1674 a 1676. En el tiempo en que Feliciano Pimentel se dedicaba a formar el colegio de Jesús María, el prelado poblano tuvo noticia de la pretendida fundación, se dirigió al jesuita y le propuso que las mujeres que congregaba tomaran la regla de San Agustín (Alegre, 1842, p. 188). Es probable que la invitación e injerencia del obispo de Puebla en los terrenos del obispado de Guadalajara, con el empeño de establecer agustinas, fuera una de las causas que motivaron a fray Felipe Galindo, de la orden de Santo Domingo, a separar a Pimentel de las colegialas de Jesús María y con ello poner un freno a la intromisión de Fernández de Santa Cruz.
Feliciano Pimentel dejó en manos del obispo Galindo a las niñas del colegio de Jesús María, pero continuó con el intento de establecer monjas agustinas, e inició la formación de una segunda corporación de devotas en 1700. Esta comunidad se asentó en las fincas que para el efecto proporcionó don Martín de Santa Cruz, la medida se adoptó mientras se conseguía un solar oportuno en el que se realizara la fábrica conventual. Las primeras cinco niñas congregadas tenían por confesor a Pimentel, unas eran naturales de la ciudad y otras de fuera, tiempo después se sumaron cuatro mujeres foráneas, una de ellas de Valladolid. De las niñas referidas, tres, María, Isabel y Concepción, eran hijas de don Diego Alderete y doña Inés Valdivia; Ana era primogénita de don Joseph Delgadillo y doña Magdalena Ruelas, vecinos de Cuquío; los padres de Francisca fueron Francisco Gómez Rendón y doña María Álvarez Tostado, de Teocaltiche; María Loreto era hija de Martín de Santa Cruz y de doña María Ortega; Estefanía fue hija de don Joseph Rodelo y Juana Alcozor; otras beatas fueron doña Francisca Ontiveros vecina de Guadalajara y doña Josefa natural de Valladolid.40 La primera superiora fue doña María Alderete, una joven de 25 años que enviudó a los meses de casada, su estado rememoraba la vida de Santa Mónica,41 por lo que la viudez se convirtió en un elemento característico de las primeras seis preladas del monasterio.
Pimentel, al parecer poseedor de un gran carisma, logró involucrar a diversos vecinos y dignidades clericales a su proyecto, entre ellos al bachiller don Juan de los Ríos, el clérigo don Juan Gamboa, el hermano político de Pimentel, don Joseph Robles, e incluso sumó a las peticiones al cabildo de Zacatecas. Reunir el capital y las voluntades para afianzar una empresa conventual era una cuestión política y una estrategia social, envuelta en una profunda práctica devocional, cada vecino que aportó a la aspiración de erigir Santa Mónica tenía un par de hijas perfiladas a tomar el hábito. Por otra parte, los clérigos y oidores que apoyaron su instauración se tuvieron como claros competidores del claustro de Jesús María, apoyado totalmente por el obispo. Los enfrentamientos fueron acalorados, según se lee en una memoria anónima de una de las mónicas fundadoras, esta religiosa relata que en los primeros años vivían con temor y usaban con reserva las campanas pues enfrentaban persecuciones de personas principales de la ciudad que continuamente levantaban tumultos contra Pimentel y Juan de los Ríos.42
A pesar de las voces que podían estar en contra del claustro de Santa Mónica, el jesuita inició las gestiones necesarias para conseguir el beneplácito del rey en 1706, y solicitó a su hermano de religión, Juan Antonio de Oviedo, que intercediera por su empresa durante sus estancias en Roma y Madrid, ya que tenía relación directa con el confesor de Felipe V, el jesuita francés Guillaume D´Aubenton (Palomar y Verea, 2014, p. 157). Las primeras diligencias dieron resultados negativos, quizá porque al mismo tiempo corrían los trámites fundacionales de Jesús María. Las peticiones de licencia se repitieron y fueron otorgadas finalmente el 25 de abril de 1718, esto sucedió tres años antes de la formal autorización de Jesús María.43 La venia real de fundación, y el auspicio económico por parte de la Corona, fue posible gracias al caudal que lograron reunir las aspirantes a agustinas, el cual se estimó en 40,000 pesos efectivos, más 4,000 en alhajas, mientras que en casas y fábrica conventual se le reconocían 25,000. La hacienda de Santa Mónica se formó de las donaciones del presbítero José Gamboa, el capellán don Pedro de Salazar, Martín de Santa Cruz, Juana Ibáñez, Joseph Delgadillo, Miguel Portillo, Diego de Ulibarri, entre otros.44 Además, al peculio se sumó la dote de 3,000 pesos que otorgaban las mujeres a su ingreso. En estricto sentido, Santa Mónica se convirtió en el tercer convento de Guadalajara, aunque la comunidad de Jesús Nazareno que daría forma al claustro de Jesús María se remontaba a fechas precedentes. La pronta resolución favorable que autorizaba el establecimiento de las mónicas fue visto como un acontecimiento prodigioso por parte de su impulsor Pimentel, aunque debe destacarse la influencia jesuítica, ya que los miembros de la Compañía de Jesús prevalecieron como confesores reales de la Casa de los Borbón de 1700 hasta 1755 (Astrain, 1925, 147). En la concreción de Santa Mónica y Jesús María jugó un papel fundamental el aumento poblacional y el incremento económico que experimentaba Guadalajara, esto último se aprecia en la recaudación de diezmos, que se elevó de manera considerable a partir de 1690 (Calvo, 1992, p. 249; Regalado y Becerra, 2016, p. 481).
El 30 de agosto de 1719 el jerarca de Guadalajara, Manuel de Mimbela, se puso en contacto con su homónimo de Puebla, don Pedro de Nogales y Dávila, con la finalidad de solicitarle recoletas de Santa Mónica, un día antes las niñas aspirantes a profesar escribieron una carta a las mónicas poblanas y les suplicaron que aceptaran pasar a Guadalajara, dirigirlas y tomar la administración del monasterio. El acto formal de fundación se efectuó el 8 de septiembre de 1719, a partir de ese momento las beatas tomaron hábito e iniciaron su formación de noviciado en febrero de 1720.45 Las madres fundadoras fueron cinco: Ana Manuela de San Pedro Alcántara, en el siglo Ana de la Ventosa, originaria de Flandes, por priora; Catarina de Santa Cruz, natural de Huamantla, y protegida que fue del obispo Fernández de Santa Cruz, por subpriora; Inés de la Madre de Dios, maestra de novicias; María Antonia de la Concepción, de Puebla, pasó con el cargo de tornera; Magdalena de Cristo, fundadora de la sede Poblana, por maestra de coro.46 Después de un viaje de 22 días las agustinas recoletas arribaron a Guadalajara el 20 de noviembre de 1720, pasaron una noche con las teresianas y al siguiente día; por la mañana, en suntuosa procesión se dirigieron al claustro de Santa Mónica, allí las esperaban 27 novicias y Pimentel, quien fue confesor de la comunidad hasta la fecha de su fallecimiento el 9 de abril de 1733 (Palomar y Verea, 2014, p. 158). Aunque la regla de las agustinas recoletas proponía el manejo de conventos pequeños, con 24 integrantes, 20 profesas y cuatro novicias, como se llevaba en Puebla, el de Guadalajara en cambio tuvo 32, pues al poco tiempo del ingreso de las monjas precursoras profesaron las 27 novicias.
Transcripción cartela: V.R. de la Venerable Hermana Magdalena de Cristo fundadora del convento de N. M. Sta. Mónica en el convento de agustinas recoletas de las de Guadalajara como lo fue en la Puebla de los Ángeles, donde profesó de 20 años de edad, fue religiosa y falleció a 28 de abril de 1732 años. Fuente: Portal Mediateca INAH.
Las Capuchinas: La Purísima Concepción y San Ignacio de Loyola
Las capuchinas de la regla de Santa Clara de la orden de san Francisco fueron las últimas que se asentaron en el territorio novogalaico; estas monjas seguían la reforma que impulsó Santa Coleta en 1434, el primer convento que se fundó bajo estos principios se remonta a 1538, en Nápoles. En España su presencia data de 1613; en territorios novohispanos su expansión fue posible gracias al impulso y fervor del arzobispo de México, don Mateo Segade y Bugueiro (1655-1662), él acordó el traslado de capuchinas de Toledo a la ciudad de México, consiguió por mecenas a la viuda doña Isabel de Barrera (Romero, 1999), y finalmente establecieron monasterio de manera formal el 29 de mayo de 1666, con el nombre de San Felipe de Jesús, según lo dispuso la bienhechora. La vertiente femenil de San Francisco dilató en asentarse en Nueva Galicia.
En 1730 las franciscanas clarisas de san Juan de la Penitencia de la ciudad de México, sor María del Sacramento y sor María de San Juan Crisóstomo, entablaron comunicaciones con el presidente de la Real Audiencia de Guadalajara con el objeto de extender su comunidad a la región, para esta empresa también contaban con el apoyo económico del arcediano de la catedral tapatía, don Salvador Jiménez Espinosa de los Monteros. Las religiosas, entendidas de que la capital de Nueva Galicia albergaba dominicas, carmelitas y agustinas, proponían dar “armonía y composición al ramillete de la Iglesia” con ellas, las hijas de san Francisco (Dávila, 1963, pp. 680-681);47 no obstante, sus deseos no se concretaron, ya que el obispo Nicolás Gómez de Cervantes no concordaba con que las clarisas estuvieran bajo la jurisdicción de la provincia franciscana, y no bajo su arbitrio.48
En Guadalajara, 30 años después de la petición de expansión de las clarisas de la ciudad de México, la rama femenina de San Francisco obtuvo una oportunidad para tener presencia en la región a través de las monjas capuchinas. En lo económico, su asentamiento en la capital de la Nueva Galicia fue posible gracias a la minería, que repuntó a mediados del siglo XVIII y tuvo una tendencia a la baja después de 1780 (Ibarra, 2017, p.71)
Con una expansión lenta, las capuchinas marcaron su presencia en Nueva España a partir de las primeras décadas del siglo XVIII; en Puebla se instauraron en 1703, en Querétaro en 1717, en Antequera en 1745, y en Santa María de los Lagos en 1756. La villa de Lagos, al noreste de Nueva Galicia, gozaba en ese momento de una pujante economía ganadera y comercial, allí, en enero de 1743, un grupo de niñas de la Tercera Orden de San Francisco, dirigidas por el clérigo Diego José de Cervantes, promovieron ante el obispo, Juan Gómez de Parada (1735-1751), la erección de un beaterio bajo la advocación de Santa Clara (Dávila, 1963, p. 723). El sucesor de Gómez de Parada, fray Francisco de San Buenaventura Martínez de Tejeda (1751-1760), visitó aquel poblado y se percató del esmero con que 23 beatas vivían la regla capuchina, en una casa pobre y humilde, que por dieta llevaban un alimento austero, estaban ceñidas al hábito franciscano, e ingresaban sin necesidad de dote, estos elementos movieron al prelado a elaborar un escrito a favor de la institución de un convento y lo remitió al Consejo de Indias el 2 de noviembre de 1752. Uno de los argumentos que se expuso en el referido informe consistió en resaltar la ubicación del monasterio en la villa de Lagos, con mayor cercanía a la demarcación del obispado de Durango, y por lo tanto benéfica para las dos sedes obispales.49 El promotor, el párroco Cervantes, también insistió en la prosperidad comercial de la villa, en su relevancia como productor agrícola y ganadero, y en su lejanía de las fronteras chichimecas (Rosas, 2015, pp. 88-89).
El 5 de febrero de 1756 se fundó formalmente el claustro de San José de Gracia de Pobres Capuchinas. La consolidación de sus rentas estuvo auspiciada por diversas familias laguenses, entre ellas la familia Manzo de Zúñiga, quien tenía diversos cargos de gobierno temporal y espiritual. De acuerdo con Lina Cruz, con la activa participación en el proyecto de las capuchinas, la familia Manzo de Zúñiga tejió nuevos intereses, pues su parentela femenina figuró como parte del grupo de beatas fundadoras que a la postre, una vez con el hábito, desempeñaron el cargo de abadesas. Además, Isabel Ortiz de Parada y Manzo de Zúñiga fue una de las monjas elegidas para pasar al claustro de Guadalajara como fundadora (Cruz, 2015).
La acaudalada doña Ana María de Garcidías, viuda del coronel José Luis Jiménez y dueña de las minas de Bolaños, auspició la congregación de religiosas capuchinas en Guadalajara; esta empresa empezó a gestionarse en 1759 por sugerencia del confesor de doña Ana, don Salvador Antonio Verdín, quien era presbítero del oratorio de San Felipe Neri y fungió como su albacea. La predilección por instaurar capuchinas se fundamentó con las peculiaridades que poseía esta rama franciscana, ya que al no exigir dote de ingreso sería más provechoso para las niñas pobres que quisieran profesar (Amerlinck y Ramos, 1995, p. 253). El proyecto contó con el apoyo del obispo franciscano Martínez de Tejeda, quien efectuó los trámites necesarios para conseguir la licencia real. Con el caudal suficiente que permitía garantizar la institución del monasterio, la autorización se consiguió en breve tiempo, Carlos III la aprobó el 15 de marzo de 1761. En ese momento el obispado se encontraba ya en sede vacante, debido al fallecimiento del prelado Martínez de Tejeda, acaecido el 20 de diciembre de 1760, por lo que el prebendado de catedral, don Manuel Colón de Larreátegui corrió con las diligencias que culminaron con su instauración.50
En 27 de agosto de 1761 se realizó la formal solicitud de las madres fundadoras al monasterio de San José de la villa de Santa María de los Lagos, y ese mismo año a finales del mes de noviembre se trasladaron al convento de La Purísima Concepción y San Ignacio de Loyola, las remitidas fueron: sor María Josefa Ignacia, como abadesa electa; sor María Ana Josefa, vicaria; sor María Ignacia Josefa, primera tornera, sor María Bárbara Josefa, segunda tornera; sor María Clara Josefa, maestra de novicias. Además, se enviaron siete consiliarias: sor María Felipa Josefa, sor María Dorotea Josefa, sor María Leocadia Josefa, sor María Coleta Josefa, sor María Petra Josefa, sor María Teresa Josefa y sor María Magdalena Josefa (Amerlinck y Ramos, 1995, p. 253; Méndez, 2014). El primero de diciembre la comitiva de religiosas arribó a la villa de San Pedro y al siguiente día entraron a Guadalajara en solemne procesión, en compañía de don Francisco Ignacio de Aysa y su esposa Manuela Lucio Carrera, marqueses del Castillo de Aysa (Amerlinck y Ramos, 1995, p. 253; Garibay, s. a.). A la procesión también asistió el cabildo de la ciudad, el de la catedral que se encontraba en sede vacante, los miembros de la real caja, los prelados de las órdenes masculinas, los capellanes y demás vecinos distinguidos, a excepción de la Real Audiencia; su ausencia se debió a que no se invitó a las esposas de los oidores a ser madrinas de las monjas fundadoras.51 Ser madrina implicaba ataviar con flores a las religiosas, en ocasiones también se les daba una prenda o alhaja, y acompañarlas en su último recorrido por las calles de la ciudad, hasta entregarlas a las puertas del convento.
La constitución de las capuchinas, a diferencia del resto de conventos de Guadalajara, no derivó de un beaterio, sino que se erigió del todo con las religiosas de Santa María de los Lagos, por este motivo la congregación permaneció su primera década con sólo 12 devotas, ya que era el número que podía sufragar el peculio conventual, y al profesar una vida mendicante no podían poseer más bienes en lo individual ni en comunidad, salvo los necesarios para su sustento, de suerte que se mantenían de la caridad y de su trabajo manual (Jiménez, 1979b, p. 213). Después, quizá debido a un incremento en las donaciones que recibían, se elevó el número de profesas a 25. Con su fundación las capuchinas completaron “el ramillete de la Iglesia” en la Guadalajara dieciochesca.
Institución base | Año fundación | Nombre | Institución derivada | Año fundación | Nombre | Observaciones |
Colegio | 1571 | Santa Catalina de Siena | Se adhirió al convento de Santa María de Gracia y mudó al nombre de San Juan de la Penitencia | |||
Convento | 1588 | Santa María de Gracia | Orden de Santo Domingo, calzadas | |||
Beaterio | 1617 | teresianas | Convento | 1687 | Santa Teresa | Orden del Monte Carmelo, descalzas |
Beaterio | 1685 | Jesús Nazareno | Colegio | 1699 | Jesús María | El beaterio se inició en Compostela |
Convento | 1721 | Jesús María | Orden de Santo Domingo | |||
Beaterio | 1700 | agustinas | Convento | 1719 | Santa Mónica | Orden de San Agustín, recoletas |
Colegio | 1703 | Ntra. Sra. Del Refugio | Colegio | 1712 | San Diego | |
Recogimiento | 1751 | Casa Recogidas | Institución de índole correctivo | |||
Beaterio | 1751 | Santa Clara | Colegio | 1783 | Casa Maestras de Caridad y Enseñanza de Ntra. Sra. De Guadalupe | Tercera Orden franciscana |
Convento | 1761 | La Purísima Concepción y San Ignacio de Loyola | Orden de San Francisco, Capuchinas |
Instituciones femeninas en la Guadalajara colonial. Fuente: Muriel, 2004b; Castañeda, 2012; Juárez, 2013. Tomado de Juárez, 2020, p. 57.
Consideraciones finales
Sin duda, los procesos fundacionales de las segundas órdenes iban más allá de las necesidades espirituales de las mujeres que deseaban profesar.
También entretejían diversos mecanismos y estrategias de ascenso social, consolidación familiar y afianzamiento de redes políticas, más allá de las necesidades espirituales de las mujeres que deseaban profesar. La institución de monasterios femeninos, como unidad de análisis, permiten vislumbrar las fricciones entre las autoridades de la jerarquía eclesiástica y las de la Real Audiencia, como se ilustra en el caso de Santa Teresa.
Por otra parte, la dinámica fundacional de las segundas órdenes muestra una mayor cercanía de los obispos de Guadalajara con los prelados poblanos. En cambio, la correspondencia con la capital novohispana parece esquiva, pues no se permitió que religiosas de la ciudad de México expandieran sus órdenes a Guadalajara, ni se les consideró para ser madres fundadoras de los conventos que se erigieron en la ciudad.
El hermetismo de la diócesis de Guadalajara pudo envolver estrategias sociales de ascenso, que permitieran la implementación de mecanismos económicos que retuvieran los caudales de dotes de las profesas en las arcas regionales, pues cada convento se convertiría en una conocida y recurrida fuente de crédito; estos capitales dinamizaron, por ejemplo, las actividades ganaderas de la región (Regalado y Becerra, 2016, pp. 481-485). La institución de los patronazgos devela también la situación de la élite tapatía, en franca consolidación desde finales del siglo XVII pues, aunque el convento de Santa María de Gracia se instituyó en Guadalajara, su hacienda se compuso de la fortuna de un vecino de Compostela. Los claustros que se fundaron después muestran que el capital financiero de los novogalaicos se amplió y diversificó con las actividades mineras, además de las ganaderas que predominaban en la región. Santa Teresa, a pesar de la efervescencia devocional de la santa de Ávila, permaneció siete décadas como beaterio hasta que consiguió el auspicio de la viuda doña Isabel Espinosa de los Monteros. Los monasterios de Jesús María y Santa Mónica corroboran que Guadalajara no poseía fuertes haciendas que sufragaran de manera individual los costos de una empresa conventual; la ausencia de fortunas consolidadas fue suplida por la suma de caudales menores y limosnas que recaudaron los impulsores de estos conventos. La coincidencia temporal de estos proyectos fue motivo de solidaridad y de pugna, por el afán de sobreponerse uno al otro, y es que la consolidación de uno podría mermar los esfuerzos de su contraparte o anular las posibilidades de ascenso social de las familias interesadas. Toda vez que ambas empresas lograron su cometido, con una corta diferencia de años, las rivalidades quedaron soterradas. La erección de la comunidad de Capuchinas fue posible gracias al auge minero de la región de Bolaños; el claustro de la Purísima Concepción y San Ignacio de Loyola disfrutó del derrame económico de las minas y de la bondad de la viuda doña Ana María Garcidías, su dueña.
En Guadalajara, el ramillete de las hijas de la Iglesia se nutrió de dominicas, teresianas, agustinas y franciscanas. La dinámica fundacional de los conventos femeninos de la región devela momentos de auge económicos, devociones en boga, preeminencia de ciertas reglas, intereses particulares de los obispos, y confrontaciones entre autoridades. Con su presencia, los claustros de segundas órdenes contribuyeron a aumentar el poderío institucional y la dignidad de la ciudad, por lo que contribuían a consolidar su posición como centro urbano, capital del Reino de la Nueva Galicia.
Observar a la ciudad de México con sus 21 conventos, Puebla con 11, y Guadalajara con 5, muestra de manera irrefutable que la capital novogalaica, pese a ser sede de la Real Audiencia y del obispado, no contó con las mismas posibilidades económicas, demográficas y sociales para contar con un mayor número de monasterios. De manera general, en este texto se procuró dar algunas pistas al respecto, sin embargo, es un tema que se debe profundizar y debatir.