Prolegómeno
La historiografía que hasta hoy se ha ocupado de la fiesta en general, así como de las diversas formas de diversión de la sociedad mexicana decimonónica, permite apuntar una coincidencia interesante, y es el hecho de que, prácticamente desde el inicio de la república y el resto del siglo XIX, siempre hubo fiesta, aún con los consabidos problemas por los que transitó la nación en su desarrollo político y económico. Por tanto, se sabe que, en cada momento de la historia de México, incluso en los periodos de mayor crisis, que los hubo con frecuencia hasta iniciado el porfiriato, en 1876, el festejo social fue parte de la vida cotidiana.
La fiesta ocurrió por motivos diversos, no obstante los estudios al respecto permiten reconocer dos ejes esenciales: el festejo cívico o patrio -siendo el más importante el 16 de septiembre por el inicio de la lucha por la independencia, suceso ocurrido en 1810-, y la conmemoración religiosa dedicada a los santos patronos de pueblos o barrios de las ciudades. A partir de dichos ejes solían organizarse desfiles o procesiones, según fuera el caso, funciones de teatro con representaciones escénicas o tertulias literarias y musicales, bailes públicos, las populares ferias con sus juegos de azar, o paseos llevados a cabo en zonas arboladas, donde lo mismo se disponían tardes de campo o carreras de caballos protagonizadas por caballeros, aunque también participaban señoritas, quienes hacían lo propio conduciendo calesas. También se realizaban con bastante frecuencia las infaltables corridas de toros y peleas de gallos, sin olvidar una tradición sumamente arraigada en las sociedades urbanas: el carnaval. Las dos primeras actividades fueron socorridas en las fiestas mexicanas decimonónicas, e incluso, su organización trascendió más allá de la ocasión religiosa o cívica, por lo que particulares convertidos en “empresarios” vieron como negocio el hecho de llevar a cabo corridas de toros y peleas de gallos.
Ese México extraordinariamente festivo ha sido estudiado y revalorado recientemente, explorándose las formas de esparcimiento, los espacios festivos y las maneras en que la sociedad mexicana tejió sus redes de convivencia. En los dos tomos de La Fiesta Mexicana, obra coordinada por Enrique Florescano y Bárbara Santana Rocha (2016), se hace una revaloración del festejo público en cuanto a su génesis e importancia social, destacando aspectos fundamentales tanto del festejo civil como del religioso.2 Se trata de un esfuerzo extraordinario por redescubrir la república musical mexicana en sus diversas facetas y etapas históricas, trabajo que, no obstante, no ha sido el único en los últimos años, ya que un esfuerzo importante por mirar el jolgorio y sus maneras lo coordinó en 1998 el escritor Herón Pérez Martínez, quien dirigió a una treintena de investigadores por aspectos, regiones y tintes del festejo, en una serie de ensayos que evocan correctamente el elocuente título del libro que los contiene: México en Fiesta. La importancia del trabajo radica, entre otras cosas, en que sitúa al lector en la importancia del festejo para la sociedad mexicana, ya no como una actividad de uso corriente y cotidiana, sino como una manera de ser en sociedad. Se trata, en todo caso, de un muy buen intento por explicar el festejo colectivo con las características particulares de la nación mexicana.3
Los trabajos donde se explora la fiesta son, sin embargo, más amplios y numerosos desde la historia de la música, los músicos y las músicas por ellos formadas. Desde el clásico libro Mitote, Fandango y Mariacheros, que el preclaro historiador Álvaro Ochoa Serrano publicó en 1992, a la fecha se han sumado historias musicales diversas ocurriendo un interesante proceso de revisión crítica de las músicas mexicanas y su importante papel en el devenir social, no solo como entes de diversión, sino como catalizadores de identidad, de cambio o rebeldía, o como forjadores de lazos de unión y pertenencia.4
Una singularidad en casi todos estos estudios es que no se ha profundizado lo suficiente en el examen de una particular consecuencia de los festejos sociales, y una de ellas es el desorden que comúnmente ocurría en el entorno del jolgorio donde la música y el consumo de alcohol disponían el escenario perfecto para que emergieran diferencias entre individuos o grupos determinados, que iban desde insultos verbales a veces de forma colectiva, donde solía evidenciarse lo que ciertos sectores de elite consideraban “inmoralidades”,5 hasta riñas que derivaban en heridos leves por golpes. Incluso, en no pocas ocasiones los pleitos terminaban en muertes provocadas por armas blancas o de fuego.
A partir de estas aseveraciones, me propongo analizar los excesos ocurridos en el marco de festejos colectivos de convocatoria general, y a partir de ello, dilucidar la forma en que, reconociendo lo significativo que era la fiesta para la sociedad mexicana, las autoridades competentes dispusieron medidas para permitir la diversión pública pero con orden y seguridad, lo cual llevó a establecer reglamentos específicos sobre fiestas determinadas, sobre todo en corridas de toros, peleas de gallos y festejos de carnaval.
Se parte de la idea de que el festejo era una necesidad imperativa para una sociedad que debió afrontar asonadas y motines políticos, guerras internas e invasiones extranjeras gran parte del siglo XIX, por lo que la fiesta significó una forma de desafiar el contexto y hacer llevadero a la vez el proceso de consolidación del Estado, y al mismo tiempo, como reflexionó Roger Chartier (1995, p. 20), sirvió de enlace entre las culturas populares y los sectores dominantes. De ahí el consentimiento por permitir e impulsar, según fuese el caso, todo un abanico de conmemoraciones cuya característica principal era un pretexto común, ya fuese el festejo patrio o la conmemoración religiosa, o simplemente la necesidad de divertirse acudiendo a un evento organizado por algún empresario, empero, con la anuencia de las autoridades correspondientes.
El estudio se pretende a partir del examen de ejemplos que remiten a los pormenores ocurridos en León, Guanajuato, por lo que la fuente de información principal son expedientes ad hoc que han sido consultados en el Archivo Histórico Municipal de León (AHML), haciéndose uso, en este caso, de la hermenéutica como método de análisis. Los documentos en cuestión son perfectos para los fines del trabajo, debido a que hay hechos emblemáticos del desorden ocurrido en el entorno del festejo social. Ahora bien, la elección del sitio de análisis se relaciona, en parte importante, al evidente centralismo historiográfico que ha tomado la Ciudad de México como eje de estudio, también desde la fiesta, dejando de lado la perspectiva regional, siendo que esta ofrece una visión más amplia en los procesos históricos generales. En este sentido, examinar la ciudad de León representa un espacio idóneo de estudio, al ser una ciudad progresiva que evolucionó a la par de las principales urbes mexicanas del siglo XIX.
La temporalidad, por su parte, se relaciona con un periodo particular de construcción del Estado mexicano; esto es, desde la consumación de la independencia, en 1821, al inicio del porfiriato, en 1876. El propósito aparece en función del interés concreto del trabajo, que es el examen de la importancia de la fiesta en el marco de una nación en desarrollo, y la manera en que, a pesar de los continuos problemas sociales, se permitió el festejo público a partir de medidas particulares de control. El estudio termina en los inicios del régimen de gobierno conocido como porfiriato (1876-1911).6
Una necesidad social
La fiesta encarna todo aquello que implique identidad y comunidad, valores y memoria, por tanto, su práctica es imperativamente necesaria. Coincido con Enrique Florescano en cuanto a que la fiesta es “una concepción del mundo”, ya que en el entorno festivo se crea, fortalece y consolida el sentimiento de comunidad, se construye una memoria colectiva y, al mismo tiempo, se comparten valores específicos que fortalecen los vínculos entre los individuos. La fiesta permite, pues, construir el sentido de pertenencia (Florescano y Santana, 2016, p. 11).
Siguiendo la misma tónica, son correctas las conclusiones a las que ha llegado el socio antropólogo vizcaíno José Ignacio Homobono. En su trabajo Fiesta, Tradición e Identidad Local, sostiene que el ritual festivo tiene como función principal el expresar la aspiración de integración e identidad de una comunidad determinada. Todo festejo, sostiene Homobono (1990, pp. 44-45), muestra el horizonte de afinidad y vivencia del grupo social que lo genera, lo cual permite al investigador indagar en el modo en que la colectividad se reconoce a sí misma en cuanto a los valores que construye, precisamente, en el entorno festivo. Esta apreciación es común en los resultados que diversos estudiosos han compartido respecto de los orígenes y función del festejo social, al grado de otorgar a la fiesta, además, un sentido triunfalista que permite a la sociedad que se reúne y practica un ritual festivo emerger a una “edad de oro”.7
A partir de esto puede decirse que no hay sociedad sin fiesta, ya que su práctica permite reafirmar los vínculos entre sus miembros, siendo importante reconocer que cada sociedad construye elementos culturales que la hacen particular, que la distinguen de otras. Para el caso de México existen múltiples referencias y ejemplos que comprueban ese carácter jocoso y divertido, que lo mismo se observa en el entorno rural que en el urbano, y en todos los ámbitos sociales y económicos en cualquier época histórica. Al respecto, tal y como reflexionó Octavio Paz (2012) en su extraordinario Laberinto de la Soledad:
El solitario mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas. Todo es ocasión para reunirse. Cualquier pretexto es bueno para interrumpir la marcha del tiempo y celebrar con festejos y ceremonias hombres y acontecimientos. Somos un pueblo ritual. (...) Nuestro calendario está poblado de fiestas. Ciertos días, lo mismo en los lugarejos más apartados que en las grandes ciudades, el país entero reza, grita, come, se emborracha y mata en honor de la Virgen de Guadalupe o del General Zaragoza (p. 51).
El juicio del notable escritor aparece en justa correspondencia con el talante del mexicano, quien dio continuidad al festejo religioso católico -que era una herencia virreinal- a lo largo del siglo XIX, e inició a la vez la tradición de festejar la patria. En este sentido, la historia de México -con todas sus particularidades- puede construirse también desde el análisis de la fiesta y los procesos de diversión social, siendo metodológicamente útil hacerlo desde los dos ejes enunciados.8 En lo que corresponde al festejo religioso, la costumbre social de venerar deidades proviene de la época prehispánica. Aquella sociedad dedicaba parte importante de su tiempo colectivo en la conmemoración de sus referentes religiosos,9 por lo que el carácter festivo de las culturas prehispánicas fue uno de los rasgos que permaneció en el periodo siguiente: el virreinato. En este tiempo se fortaleció la costumbre de venerar ahora a Jesucristo, a la Virgen de Guadalupe y al cúmulo de santos y vírgenes de la religión católica, siendo la fiesta una forma de facilitar la conversión a la nueva doctrina. De hecho, de esta época proviene la amplia tradición mexicana que implica que cada pueblo, villa, ciudad o barrios de las urbes, tenga un santo patrono al que se le celebra en su onomástico, siendo que, en ocasiones, rememorando a Octavio Paz, el festejo puede durar varios días.
Por su parte, el calendario cívico celebrado a lo largo del siglo XIX comenzó a gestarse con toda formalidad al consumarse la independencia, en 1821.10 Con la entrada a la Ciudad de México del Ejército Trigarante -hecho que marcó el inicio de la nueva nación- la sociedad festejó con la amplitud que permitieron las circunstancias del momento,11 por lo que las celebraciones se replicaron en diversas partes del territorio. En lo sucesivo, cada acto heroico de personajes y circunstancias históricas que permitieron la consolidación política del país a lo largo del siglo XIX, abonaron a la construcción de un holgado almanaque de fechas y sucesos que posibilitaron erigir la identidad nacionalista.
Ahora bien, como decía en el inicio del trabajo, en cada festividad, ya fuese religiosa o cívica, la sociedad festejaba organizando actividades diversas, por lo que de forma paulatina a lo largo del México decimonónico se fue consolidando un extenso panorama que incluía desde conciertos vocales e instrumentales en teatros construidos ad hoc para ese tipo de representaciones, hasta funciones de teatro con ópera o zarzuela, o veladas literarias y musicales. El panorama festivo solía incluir serenatas y audiciones musicales en espacios de reunión colectiva, tertulias públicas o privadas, procesiones o desfiles -según fuera el caso-, carreras de caballos, las denominadas jamaicas -bailes-, espectáculos de ascensión de globos aerostáticos y, por supuesto, las populares corridas de toros y las jugadas o peleas de gallos. Este panorama estuvo favorecido por el apoyo de autoridades y asociaciones civiles, ya que fue evidente la exigencia social no solo de cubrir la necesidad de diversión, asunto inherente a toda colectividad, además, como se apuntaba al inicio del apartado, cada actividad festiva comunitaria propició la constitución de la memoria colectiva, de pertenencia e identidad a la nación en ciernes.
Es posible señalar entonces que era plenamente justificado permitir la organización de un festejo colectivo en vista de su importancia social. No obstante, para el caso particular de la sociedad festiva mexicana decimonónica, es mayormente viable el examen del entorno urbano, debido a que son más extensos y completos los documentos que se han resguardado y que remiten a los festejos en las ciudades, como lo es el caso de León, Guanajuato.
Fundada en 1576 como Villa de León, de ser un poblado de unas cuantas “almas” creció hasta convertirse en una de las urbes más importantes del reino. Según fuentes diversas, en la segunda mitad del siglo XVIII su población habría llegado a las 18 000 personas, y a casi 30 000 hacia 1810 (Navarro, 2010, p. 115). En 1854 -ya en el México republicano- tendría unos 80 000 habitantes y cerca de 100 000 entrado el porfiriato (Villaseñor, Manrique y Pacheco, 1969, pp. 16, 55). Esta evolución poblacional se explica por el desarrollo de diversas actividades productivas, entre estas la agricultura, la ganadería y el comercio, lo cual incentivó la migración de personas en su afán de prosperidad. León se convirtió, además, en una urbe ampliamente festiva y cultural que evolucionó a la par de otras de su tipo en el país. En 1854, el presbítero Luis Manrique escribió que la ciudad era grande y hermosa, con amplias y limpias calles. Para entonces, siguiendo a Manrique, brillaba a plenitud su plaza principal, “o de armas”, funcionaba correctamente un Colegio Seminario que tenía una Iglesia del mismo nombre, y figuraba como eje de gobierno la casa del Ayuntamiento con todo y su cuartel principal y su alhóndiga. Además, la ciudad contaba con “muchas casas de comercio adornadas con una vistosa y decente portalería”. Manrique refiere otros templos como el de la Compañía ⎯que habría sido destinado a catedral⎯, y sitios de recreo, como la plazuela de Hidalgo y la calzada de la entrada Oriente de la ciudad, fundamental como espacio social, y por supuesto, dos plazas de diversión colectiva, una de toros y otra de gallos.12
La descripción coincide con otras parecidas, como la que realizó en 1842 Marcial Pacheco Guzmán (citado en Villaseñor et al., 1969, pp. 30-39) o la que hizo un visitante en 1889 (pp. 52-79), en tanto a que la ciudad contaba con diversos y variados espacios públicos, sin olvidar en ello los históricos barrios, como El Coecillo, los conocidos como el de Arriba o el de Abajo, el de San Miguel o el emblemático barrio de San Juan de Dios. En todos ellos ocurrieron vistosas reuniones colectivas por motivos de festejos religiosos y cívicos, y en todos ellos también, sucedieron desórdenes en el entorno del festejo público, mismos que a continuación serán objeto de examen.
La fiesta y sus consecuencias
En diciembre de 1821, en la ciudad de León se llevó a cabo un festejo destinado a conmemorar la independencia del “Imperio”. En el extenso expediente sobre el caso, conservado en el AHML, se da cuenta de los gastos derivados de la conmemoración. Se erogó entonces en materiales para erigir un tablado -adobes, ladrillos y madera-, tela para adornar el templete y para la elaboración de un pendón, así como hojas de lata, aceite de chicalote y pintura. La fiesta duró cuatro días, que incluyó una lotería y “tres noches de serenata a toda orquesta”.13
Esta nota es evidencia temprana de la necesidad de la fiesta, pues luego de una década de guerra era preciso festejar de manera colectiva el destino común, tratándose en este caso de la consumación de la independencia; aquella ocasión podía significar, como reflexionó Claudia Macías (2008), el emerger a una “edad de oro”.
En lo sucesivo, cada etapa de la historia nacional se acompañó de diversas actividades tendientes a la diversión social, ya que era justo que la sociedad viviese la libertad que tanto trabajo había costado conseguir. No obstante, desde el inicio del México republicano, los gobiernos en turno procuraron que la nueva nación se consolidara a partir del orden, por lo tanto, a la par de la organización de la semana santa o de las fiestas de los santos patronos de barrios, pueblos y villas, de las ceremonias por el aniversario del inicio de la guerra por la independencia, o de festejos populares que comenzaron a organizarse de forma independiente a las fiestas religiosas o cívicas tales como las corridas de toros, las peleas de gallos, las loterías14 y otras diversiones.15 Paulatinamente se establecieron medidas de control que respondían a la evidencia real de los festejos sociales que apuntaban a que en el entorno del jolgorio, con música y consumo de alcohol, solían emerger las rencillas entre individuos que en ocasiones llegaban a pleitos donde había heridos o incluso muertos.
Las pruebas apuntan a perturbaciones sociales en todo tipo de reuniones públicas, motivo por el cual las autoridades leonesas procuraron disposiciones tendientes a mantener la armonía en las reuniones colectivas. Para la semana santa de 1822, se pidió a la recién conformada comandancia de armas cuidar el orden en las procesiones, debido esto a “la concurrencia de gentes y desórdenes que en ellas se observan”.16 Lo mismo ocurrió al año siguiente, en un caso más que ejemplifica, precisamente, que en la semana mayor y en la pascua subsiguiente, que eran celebraciones con tono sagrado, era común el abuso en el consumo de alcohol y la consecuencia inmediata: pleitos entre vecinos que evidenciaban los excesos en la fiesta pública.17
Por esta situación, en tanto que el país se anotaba apenas su primera década como nación independiente,18 el jefe de policía de León expedía diversos bandos respecto del abuso en el consumo de alcohol, cuestión que ya destacaba como la principal causa de desorden en el marco de festejos sociales. Por esto, el 13 de junio de 1835 se dispuso un reglamento donde se estableció que en días de fiesta quedaba prohibida la venta de bebidas embriagantes antes de la 1:00 de la tarde, siendo la razón de esto la tradición heredada, ya que la medida se estableció “para de este modo se corrija que cumplan con el precepto de la misa, muchos que se quedan sin ella por embriagarse”; se prohibía también la venta de alcohol después de las 10:00 de la noche.19
Hay pruebas de que no todos respetaron las medidas impuestas, por lo cual no pocos negocios fueron multados o clausurados.20 También hay evidencias de multas a aquellos quienes organizaron algún evento público, y que no siguieron las indicaciones signadas por las autoridades a partir de los permisos otorgados ad hoc. En efecto, desde los inicios de la república hubo empresarios leoneses y foráneos que se dedicaron a organizar espectáculos diversos, desde corridas de toros, peleas de gallos o funciones de circo; esto con el objetivo de proveer a la sociedad local de momentos de diversión.
Al respecto, hay todo un cúmulo de solicitudes para la realización de diversiones populares a lo largo del siglo XIX. Uno de los primeros un caso fechado en 1825,21 cuya característica principal, al igual que otros de su tipo como lo demuestra un expediente sumamente interesante de 1833,22 era que quien recibía un permiso oficial para organizar un festejo popular se comprometía a garantizar la seguridad de los asistentes a dichos eventos, sufragando el pago por honorarios de los agentes de policía asignados para cuidar el orden. Esto implicaba la firma de un convenio entre el empresario y la autoridad. Un expediente fechado en diciembre de 1845 es ejemplo fidedigno de compromisos de este tipo.
El expediente en cuestión se refiere a un remate público de la plaza de toros -conocida desde principios del siglo XIX como Plaza de gallos-, donde la autoridad municipal, que tenía la propiedad del inmueble, disponía al mejor postor el negocio de administrar los eventos que allí habrían de realizarse. Quien ganara la licitación debía pagar el impuesto correspondiente, erogar el gasto de vigilancia pública, garantizar la “moralidad” y la seguridad de los asistentes y, además, comprometerse a no admitir el ingreso de menores de edad y personas en estado de ebriedad.23
Los elementos señalados no se daban de manera fortuita. Del análisis de cada expediente consultado sobre el tema en cuestión se desprende el hecho de que había un claro interés de las autoridades y de las elites intelectuales leonesas, de cuidar la conducta social y, de paso, mantener su hegemonía como grupo de poder frente a los sectores populares.24 Es por esto por lo que, en cada evento de carácter público, era designado un representante del gobierno que, como “autoridad” -también denominada “juez”-, debía garantizar la seguridad y el orden procurando con ello controlar los impulsos incivilizados que solían ocurrir en las corridas de toros o en otros festejos de carácter popular.
El 23 de octubre de 1871, un “paisano” agredió a un oficial asignado como guardia en la plaza de toros; este se defendió haciendo uso de su arma, por lo que golpeó al agresor hasta herirlo en la cabeza.25 En otro caso singular, el 6 de abril de 1874, en el curso de una función de circo ocurrió un zafarrancho, mismo que fue registrado por los tres policías designados para la seguridad del evento:
Dio parte el cabo habilitado Francisco Vázquez que fue a custodiar la diversión de circo en la plaza de toros, que el cabo del doce batallón Preciliano Núñez andaba ebrio golpeando a los cirqueros, y lo entregó un oficial del once batallón para que lo trajeran preso a su cuartel, habiendo salido de la plaza de todos echó mano el cabo a la bayoneta, y dio sobre los policías, y al policía Bonifacio Ramírez le partió la chaqueta en dos partes y una al pantalón con dicha bayoneta, a ese tiempo llegaron dos oficiales uno del once y otro que andaba vestido de paisano dándoles de caballazos a los policías, lo que ocasionó que se atumultuara la plebe gritando que murieran los policías y tomando piedras a la mano, viéndose afligidos los policías pidieron auxilio al cuartel de la artillería que les dio al momento; y queda preso el mencionado cabo en el cuartel de artillería.26
El parte de novedades es prueba no solo de un caso de violencia y desorden en un evento colectivo, también es un testimonio de la conducta social en reuniones populares; esto significa que parte del público no tenía empacho en agredir, en este caso, a la autoridad, convirtiendo el evento en una romería desagradable que era necesario reprimir con medidas que se verán en su momento.
Ocurría entonces y con suma frecuencia que durante una corrida de toros u otro espectáculo público la gente solía proferir agresiones verbales o lanzaba objetos diversos a toreros, soltadores de gallos o a actores en un espectáculo de circo o de teatro, lo cual era considerado ominoso por parte de las autoridades. Entrado el porfiriato, Francisco García, quien había sido designado como juez en una función de teatro, se quejaba de la poca educación del público. El relato en cuestión es interesante para lo que nos ocupa:
Habiendo sido designado por conducto de la secretaría del ayuntamiento para presidir el espectáculo [teatro] que se dio en la plaza de gallos el domingo próximo pasado, no me fue posible reprimir la inmoralidad que reinó allí, primeramente por el baile obsceno efectuado por una de las actrices, a causa de ser reducido el resguardo; y creo por lo tanto conveniente, C. jefe político, que se sirva usted mandar redoblar el resguardo para lo sucesivo, para que la autoridad que presida, no se vea en el duro caso de transigir con personas de clase determinada, como la militar, o con personas que pertenezcan a cierta esfera social. Salvo su mejor parecer, creo también conveniente que se exija al empresario que publique los artículos referentes a la materia, ya que se desconoce casi por completo el reglamento.27
Del tema de la conducta moral en diversiones públicas hay evidencia en León desde inicios de la república. En un expediente fechado el 25 de enero de 1825, hay una mención a los juegos de azar que se ponían en la plaza principal de la ciudad. Según la opinión que un tal “Conde de la Presa”, quien escribió la nota respectiva al comandante y encargado de la seguridad, dichos juegos eran un mal ejemplo, sobre todo para los jóvenes.28 En otra mención hecha seis años después, se dice que dichos juegos favorecían la “corrupción de la juventud, la ruina de las familias y la pérdida de la moral”.29
Lo cierto es que los juegos de azar eran habituales en las fiestas de la comunidad, y aunque había opiniones en contra, su práctica fue cotidiana, incluso, en la fiesta más grande de León: la feria. Dedicada a san Sebastián por ser el patrón de la ciudad, cada 20 de enero desde la época virreinal León se vestía de fiesta. No obstante, fue hasta la segunda mitad del siglo XIX que el festejo tomó tintes magníficos. En 1876 se inició la costumbre de llevar a cabo un desfile con carros alegóricos y, para entonces, se dedicaban varios días a conmemorar el onomástico del santo patrono. En dichos días la sociedad se desbordaba acudiendo a serenatas y audiciones, llenando los lugares disponibles en funciones de circo, títeres y otras prácticas populares, entre estas las denominadas jamaicas -bailes-; en tanto, las elites asistían a tertulias en teatros y casonas privadas. Adjunto a la algarabía, en el tiempo que duraba la fiesta, según se da fe en partes oficiales y notas periodísticas, aumentaban los robos, las riñas y, en general, el desorden social.
Es por esto por lo que, para garantizar diversión con seguridad, las autoridades debieron precisar rigurosas medidas de orden y control, para lo cual promulgaron interesantes reglamentos, en especial para aquellos eventos que solían ser mayormente populares y socorridos en los partes de vigilancia por los señalamientos de riñas y demás conflictos. Estos son las corridas de toros, las peleas de gallos y las conmemoraciones por el carnaval.
Reglamentos de fiestas populares
La historiografía reciente muestra indicios de la forma en que los grupos de poder del periodo de estudio normaron la fiesta pública, en especial las diversiones de mayor demanda. En La República de la Música, Luis de Pablo Hammeken (2018) apunta detalles interesantes sobre las maneras de fomentar el orden y control de los espectáculos teatrales en la Ciudad de México, con atención específica a las funciones de ópera. Al considerarse los teatros espacios fundamentales para el proceso civilizatorio de la nueva nación, se hizo prudente normar su funcionamiento interior, de ahí la existencia de reglamentos al respecto desde muy pronto en el México republicano.30 Ahora bien, imponer reglamentos, a decir de Yael Bitrán Goren (2020, p. 19), tenían dos objetivos. Por una parte, se buscaba un control del espacio y, por tanto, aquello significaba una forma de “institucionalizar el poder”. Al mismo tiempo se favorecía una conducta social correcta, de cara al modelo cultural impulsado en el México decimonónico en las primeras décadas de la república, que consistía en emular las naciones altamente desarrolladas, como las europeas, donde asistir a la ópera, por ejemplo, era sinónimo de modernidad y civilización.
No obstante, no solo las actividades al interior de los teatros se consideraron vitales en la formación social, ya que las corridas de toros, las peleas de gallos y las fiestas por el carnaval, fueron objeto de una especial atención por parte de las autoridades, debido esto a que dichos espectáculos eran más concurridos y por amplios sectores, que otras opciones culturales, por lo que las autoridades y las elites intelectuales tuvieron en esencia el mismo objetivo que con los teatros y sus reglamentos -como bien han examinado recientemente Hammeken y Bitrán para la Ciudad de México-, esto es, que debían ser sitios de diversión pero con orden y seguridad, y, aunque a diferencia del teatro y la ópera, que fueran además considerados eventos útiles para educar socialmente, y en este caso se buscó que las “buenas costumbres” predominaran cada forma de diversión permitida.
Es por esto que en el AHML se conservan sendos expedientes con bandos, permisos y licencias de fiestas y reuniones públicas, lo cual remite a un interés por parte de las autoridades locales por normalizar la actividad social limitando la venta y consumo de alcohol, imponiendo normas relativas a la seguridad en eventos diversos; esto incluía multas por conductas contrarias a lo dispuesto oficialmente, y un aspecto de interés especial: reglamentos específicos en las peleas de gallos, las corridas de toros y en las populares fiestas de carnaval.
La plaza de gallos
El sitio de mayor tradición en el siglo XIX leonés era el denominado sitio de gallos, también conocido como plaza de gallos. Los indicios más antiguos de la existencia del inmueble los refiere el cronista de la ciudad de León a finales del siglo XVIII. Según los hallazgos del Lic. Navarro (2010, p. 315), el lugar comenzó a funcionar alrededor de 1798, empero, fue en el México republicano que el espacio se consolidó como referente social. Se tienen pruebas de que el inmueble fue propiedad del gobierno leonés desde la década de 1820, no obstante, por conveniencia económica sobre todo, la plaza se arrendaba en subasta pública al mejor postor.31 Esto explica que en su interior se hayan llevado a cabo todo tipo de espectáculos públicos y populares, desde las peleas de gallos -de ahí el nombre-32 a las corridas de toros, aunque también se organizaron zarzuelas, pastorelas, funciones de teatro, títeres, circo y actos de prestigitación, y hasta espectáculos de ascensión de globos aerostáticos.
El primer acto público llevado a cabo en el sitio en cuestión data de 1826, y de ahí y el resto del siglo XIX, la plaza de gallos se convirtió en el lugar más importante de reunión social popular, lo que en consecuencia derivó en un mayor índice de casos de disturbios en el entorno del festejo social, ocasionando la publicación de reglamentos específicos.
Las peleas de gallos
De herencia virreinal, las peleas de gallos fueron comunes desde muy temprano en el México republicano, y aunque su práctica era considerada bárbara por los sectores de elite, su carácter popular llevó a que fuese parte de la vida cotidiana. Por esto, en tanto el nuevo país intentaba consolidar sus instituciones, en 1825 apareció el primer bando oficial de control de las peleas de gallos en León, al imponer que dicha práctica fuese solamente en el lugar dispuesto para ello, es decir la plaza de gallos, “sin conceder licencia para que puedan lidiar en los barrios”.33 A partir de entonces aparecieron varias medidas de orden sobre la práctica enunciada, no obstante, en 1835 se publicó el primero de dos reglamentos que normaban, de manera particular, las peleas de gallos en León.34
El reglamento consta de 26 artículos, destacándose el hecho de que 18 de ellos estaban destinados a garantizar que cada pelea fuera legítima, para lo cual se especifican cuestiones como los movimientos que tenían permitido los soltadores, el amarre de navajas y los detalles más particulares de las justas. Se establecían, además, pormenores de las apuestas y el pago de derechos por peleas, incluyéndose el importante asunto de la seguridad, por lo que se determinaba el pago de gendarmes y el monto por honorarios del representante del gobierno local, el denominado “juez”, quien debía vigilar que cada evento se llevara a cabo con orden, seguridad y en paz.
Es importante señalar que el reglamento examinado no fue el único, pues en cada convenio signado entre autoridades y empresarios se imponían las normas a observarse en la organización de cada evento público permitido. En este sentido, el 6 de octubre de 1854 se presentó un proyecto de arrendamiento que incluía un interesante reglamento. En el documento en cuestión se establece que el arrendatario se comprometía a llevar a cabo en la plaza solo peleas de gallos, acordándose días y horarios específicos de cada evento, siendo establecidos para tal efecto: lunes, jueves y domingos. Uno de los compromisos era la presentación de un “parte de novedades” que debía entregarse a las autoridades locales, esto por cada función; he aquí el control referido por parte del sector dominante. En otros asuntos, se prohibía el juego de naipes y se establecía una sanción fuerte de permitirse el ingreso de menores de edad. Si bien en el reglamento propuesto no se vetaba el consumo de alcohol, se estipuló el compromiso del empresario de cuidar la entrada de licores de forma clandestina; tampoco habría de permitirse el ingreso a personas en estado de ebriedad. En más, y de acuerdo con el artículo 7º del reglamento examinado, se establecía que “El contratista se compromete bajo su más estricta responsabilidad, a evitar en la plaza de gallos los pleitos y desórdenes que suelen cometerse por las diferencias en el juego”.35
Así, una práctica sumamente popular era objeto de una férrea disciplina, siendo evidente que cuando no se cumplía con las disposiciones, las consecuencias iban desde multas, hasta la clausura definitiva de los convenios signados. Al final, lo que contaba para las autoridades era permitir la diversión pues ello les generaba un beneficio económico por concepto de impuesto, empero, cuidando el respeto y los valores que entonces se tomaban como ejes de comportamiento social, siendo, como se ha visto, que el entorno festivo popular era mayormente proclive a los desórdenes; uno de ellos era la fiesta brava.
Las corridas de toros
La región del Bajío ha sido, históricamente, una zona de alta afición taurina. Derivado del estudio que realicé al respecto de la música y la fiesta en Guanajuato durante el siglo XIX (Mercado, 2017, pp. 164-170), pude identificar la existencia de plazas de toros en diversas ciudades y pueblos, así como de un linaje familiar taurino que favorecía el cultivo de la técnica del toreo y, en consecuencia, el surgimiento de matadores de excelencia y de subalternos (banderilleros y picadores). De la misma forma, en Guanajuato había al menos nueve ganaderías de donde se surtían toros bravos para las lides. A todo esto, además, se suma la amplia publicidad que la prensa guanajuatense daba a las corridas de toros, en la que se destaca el hecho particular del lenguaje especializado que aparecía en los periódicos estatales, lo que habla de una afición sumamente conocedora que se presentaba entusiasta y apasionada por la tauromaquia.
Al igual que con las peleas de gallos, en el caso de las corridas de toros también se otorgaban permisos a determinados empresarios. El 20 de abril de 1831, Juan Buzo firmó un convenio con las autoridades de León, esto a fin de realizar una “diversión de toros” hasta por 40 funciones. Lo interesante del acuerdo es que el citado Buzo se comprometía a garantizar un buen espectáculo, cuidando de conseguir toros “bravos y propios para lidiarse”, y así mismo, a toreros y subalternos. El compromiso incluía favorecer la limpieza y seguridad de la plaza, garantizando para ello la contratación de policías suficientes.36
El convenio referido no fue el único, hubo varios durante el siglo XIX que incluían cláusulas específicas que prevenían los eventos con orden y seguridad, no obstante, un reglamento a toda forma, extenso y preciso, se publicó en 1873. El documento fue firmado por el jefe político de León y se dispuso de forma impresa, lo que favoreció su amplia distribución. En los 19 artículos con que consta el reglamento se perciben dos principios: la moral social y la responsabilidad civil. Esto significa que en cada evento de toros debía observarse una conducta colectiva correcta, acorde con la civilización que por entonces pretendía construirse. Para lograr esto, en el artículo 13º se establecía que los toreros no debían presentarse borrachos ni “vestidos de manera indecorosa”, en tanto que en el 16º se lee que: “Se prohíbe a los espectadores injuriar a los empresarios, a los toreros o a cualquiera otra persona, así a decir palabras obscenas, arrojar cojines, frutas y otros objetos al lugar de la lid”, y en el 17º se dice que el “payaso” no debía “aludir a alguna persona y recitar versos o relaciones injuriosas o inmorales”.37
El resto de los artículos del reglamento se refieren a los detalles de las suertes, la responsabilidad del juez de plaza y la conducta de toreros, banderilleros y picadores. Al final, los reglamentos de corridas de toros se veían en el mismo sentido que las peleas de gallos, esto es, de la idea que se ha venido señalando con cierta insistencia, y es el hecho de permitir eventos populares, pero con orden, y lo mismo ocurría en un festejo urbano en las calles: el carnaval.
Los reglamentos de carnaval
En el caso de los festejos por el carnaval, actividad que se realizaba con antelación a la cuaresma, las autoridades leonesas se preocuparon también por establecer medidas que restringían la conducta inmoral, por una parte, y por otra, los excesos derivados del consumo de alcohol y los conflictos entre individuos que en consecuencia solían emerger.
He logrado ubicar hasta cinco reglamentos de festejos de carnaval durante los dos primeros tercios del siglo XIX: 1869, 1871, 1873, 1877 y 1882. En todos estos ordenamientos sociales destaca el modelo cultural pretendido por las elites que imponía, entre otras cosas, que el festejo se realizara solo en lugares previstos por la autoridad, siguiéndose para tal efecto un estricto protocolo donde no cabían expresiones populares exageradas, sino solo actitudes consideradas propias de una sociedad civilizada.
En el reglamento de 1869 se disponían medidas como la iluminación obligada de las calles principales de León en los tres días que solía durar el carnaval. Además, cada participante debía utilizar máscara y vestir de manera apropiada, de tal manera que no se ofendiera la moral pública. Se prohibía correr a caballo y las competencias de carruajes, siendo causa de multas por parte de la autoridad, además, arrojar piedras a los participantes en las calles y paseos designados para la fiesta. Se permitía la organización de bailes, tanto públicos como privados, pero solo con la anuencia de la autoridad correspondiente.38
En los reglamentos publicados en años siguientes se continuó con la misma tónica, empero, se incluyeron algunas medidas más estrictas en cuanto al consumo de alcohol y en cuestiones de seguridad. En el reglamento de 1871, por ejemplo, se prohibía la venta de licores en los salones de baile,39 disposición incluida en el documento de 1873, donde además se prohibió portar armas en los “paseos y reuniones públicas”. Es interesante que en el ordenamiento de este año se haya dispuesto un artículo que hacía específico el modo de llevar a cabo el baile de máscaras, donde habría bastoneros suficientes para encargarse del orden de las parejas y su posición en la pista, todo ello para garantizar una armoniosa fiesta sin pleitos ni alboroto alguno.40
Al final, el examen de los reglamentos de carnaval remite al modelo cultural impuesto por las elites decimonónicas que buscaban imponer una conducta social acorde con las sociedades desarrolladas de Occidente, es por esto que en los reglamentos de 1877 y 1882 se acentuaron las restricciones de consumo de alcohol y la portación de armas de fuego. Incluso, la reglamentación en las fiestas de carnaval se dispuso en medida similar a las peleas de gallos y las corridas de toros, con el claro objetivo de mantener un control sobre la conducta social.
A manera de conclusión
Como se ha hecho evidente a lo largo del trabajo, la fiesta pública fue fundamental para la convivencia de una sociedad que emergía al siglo XIX en medio de amplias necesidades, por ello, los sectores de poder permitieron los festejos colectivos al reconocer en ello la importancia de la diversión para el desarrollo social. No obstante, el espacio de fiesta fue controlado mediante medidas específicas, como fue el caso de los permisos y reglamentos que fueron impuestos para constreñir la fiesta a la hegemonía de las elites, especialmente en los eventos de mayor presencia popular, lo cual significa que la fiesta se permitía solo si se mantenía una conducta propia al modelo cultural impulsado por los grupos de poder.
De lo anterior puede conocerse por los estudios que recientemente se han publicado sobre la fiesta en México, tal es el caso, por ejemplo, de Invitación al Baile: Arte, Espectáculo y Rito en la Sociedad Mexicana (1825-1910), extraordinario libro de Clementina Díaz y de Ovando (2006), que a pesar del señalado centralismo historiográfico que atañe también a los estudios sobre la fiesta y la música en México, impulsa a realizar investigaciones como la que aquí se ha presentado, en un intento por examinar con la profundidad que permiten las fuentes, el desorden en la fiesta decimonónica y el control del Estado en la materia, tema que ha quedado hasta ahora al margen de los estudios al respecto, sobre todo en lo que corresponde a los abordajes regionales, de ahí que se haya elegido una ciudad decimonónica de provincia que fue en el siglo XIX una de las más importantes de la república.
Como colofón, cito una interesante carta fechada el 27 de mayo de 1833 desde la Hacienda de los Sauces, ubicada al sur de la ciudad de León. La misiva estaba dirigida al jefe político por parte de un tal J. F. Pérez, quien denunciaba en el contexto de una boda que había comenzado por la tarde y continuó la madrugada del día siguiente, que había habido un pleito entre algunos invitados en el que uno de ellos fue herido con cierta gravedad. El referido Pérez aducía a la música, en conjunto con el consumo de alcohol, como catalizador para los desórdenes en el marco de un festejo social, de ahí que la carta tenía un objetivo principal: solicitar la prohibición de la música en las fiestas.41 Otros casos en la realidad festiva leonesa decimonónica remiten a quejas por el “escándalo” que parroquianos o músicos hacían al tomar y cantar en la vía pública, al continuar la fiesta que habían iniciado en alguna cantina o billar de la ciudad, o en los burdeles que también existían, aunque con bastante oposición social.42
La fiesta tuvo como elementos comunes la música y el alcohol, y aunque se reconocía de cierta manera el vínculo de tales elementos con los pleitos entre los asistentes a una pelea de gallos, una corrida de toros o en los festejos por el carnaval, nunca se prohibió ni el consumo de alcohol ni por supuesto la música, pero sí se buscó un control específico, de ahí que hubiese solicitudes, incluso, para hacer música.43 Al final, la fiesta fue necesaria aun con sus consecuencias, y continúa en nuestro México festivo, como una herencia perenne.