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Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas

versión On-line ISSN 2448-8488versión impresa ISSN 2448-9018

Cuicuilco. Rev. cienc. antropol. vol.24 no.68 Ciudad de México ene./abr. 2017

 

Reseñas

El pueblo furtivo

Francisco Barriga Puente1  * 

1Dirección de Lingüística, INAH

Zabel, Rudolf. El pueblo furtivo. Vivencias de un explorador junto a la fogata y ante las cuevas del pueblo original de los indios tarahumara. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México: 2016. 292p.


Este libro es el último de una docena, que el alemán Rudolf Zabel publicó sobre diferentes temas de antropología e historia. Salió a la luz en el Berlín de las entreguerras, en 1928. El pueblo furtivo es poco conocido en nuestro medio debido a que no había sido traducido al español y fue gracias a la iniciativa de Alejandro González Villarruel, el trabajo de Stephanie Cruz de Echeverría Loebell y Gabriela Mariana Fenner Sánchez, que ahora lo podemos leer en nuestra lengua. La revisión de la traducción, la elaboración de las magníficas notas a pie de página y la “Presentación” de la obra corrió a cargo de Ana Paula Pintado.

La edición del INAH -fechada en 2016- se extiende a lo largo de 292 páginas, está profusamente ilustrada con una centena de fotografías y un puñado de mapas. Además, viene acompañada de un dvd, con una duración de 17 minutos y 14 segundos, de la filmación que grabó Zabel entre los tarahumaras. Cabe subrayar que estas imágenes son de las más viejas que les conocemos, pues sólo son superadas en antigüedad por las que Carl Lummholtz capturó entre 1890 y 1910.

El autor de El pueblo furtivo -quien nació el 1 de septiembre de 1876, en Wollin, Alemania- conjugaba el credo evangélico con el difusionista cultural; por lo que no debe extrañarnos que Zabel le haya encargado la “Introducción” del libro a Leo Frobenius, quien, a finales del siglo XIX, desarrolló la hipótesis de los kulturkreise, como centros donde se difundían rasgos culturales por todo el planeta, como si fueran las ondas que se producen en un estanque tras aventar dos-tres piedras. Al leer dicha “Introducción”, uno empieza a sospechar que, para Frobenius, la diferencia entre difusión y evolución -la distinción fundamental entre préstamos y reflejos- era una cuestión de poca importancia, una insignificancia, una bagatela. De ahí que haya afirmado muy alegremente que tarahumaras y navajos son parientes -y que consecuentemente el Djilyidje quacal y el Tutuburri sean reflejos de una especie de proto-ritual- incluso cuando, desde aquel entonces, ya estaba plenamente demostrado que los tarahumaras son yutoaztecas y los navajo son atabascanos. En todo caso, ambos rituales ejemplificarían una instancia de difusión, mas no de parentesco, constituirían un rasgo areal y no uno genético.

Es importante señalar que el conjunto de capítulos, que integran El pueblo furtivo, se puede dividir nítidamente, a partir de su contenido, en un par de subconjuntos bien diferenciados. El primero conforma la crónica del viaje CdMex-Nurogachik-CdMex y el segundo contiene las descripciones etnográficas de la expedición. En su totalidad, la obra fue concebida como un complemento del documental cinematográfico, que es mudo y elíptico, por definición.

En cuanto a la crónica del periplo, hay que reconocer que los asombros y las vicisitudes de los viajeros no sólo atrapan la atención de los lectores, sino que también les proporcionan un contexto histórico fiel, tanto en lo que toca a la vida en el México de 1925 -cuando tiene lugar la expedición, un poco antes de que estallara la Guerra de los Cristeros- como en lo que concierne a las actitudes y cosmovisiones de los alemanes, mexicanos mestizos y tarahumaras, que van apareciendo a lo largo del relato.

Anticipándose en tres décadas a lo que sería el estilo que el beat Kerouac estrenaría en On the Road, nuestro etnógrafo nos relata cómo él y los demás miembros de la expedición abordaron el Kansas City, Mexico and Orient Railway hasta la ciudad de Miñaca, para de ahí trasladarse todos en un armón Tuff-tuff hasta Bocoyna. Luego -tras enfrentar tres días a la burocracia estatal y cargar sus 700 kilos de equipaje, en los lomos de ocho mulas- viajaron en caravana, por caminos y veredas de herradura hasta el pueblo de Sisoguichik -a 120 tormentosos kilómetros de distancia- donde iban a filmar la fiesta india de otoño. El rodaje no pudo llevarse a cabo debido al retraso que las cuestiones administrativas provocaron en Bocoyna. Ciertamente, cuando llegaron a Sisoguichik la fiesta había terminado y los indios brillaban por su ausencia.

La expedición estuvo a punto de terminar con un rotundo fracaso, cuando Zabel se enteró que la mentada fiesta india de otoño se celebraría la siguiente semana en Nurogachik, 130 kilómetros al norte. Sin pensarlo demasiado -y con tal de no regresar a Alemania con el rabo entre las patas- los expedicionarios tomaron rumbo a la región Cumbre de la Sierra Tarahumara y tras peregrinar una semana por la imponente Barranca del Cobre -a ratos trotando y a ratos galopando- al fin llegaron a la misión jesuita donde los indios iban a celebrar su fiesta. De acuerdo con el relato, pudieron llegar a tiempo -en buena medida- gracias a la terquedad de una mula zaina, tal y como corresponde a toda mula que se respeta.

Finalmente, entre el domingo 11 y el lunes 12 de octubre de 1925, los expedicionarios pudieron llenarse los ojos de tarahumaras y la camára cinematográfica de Zabel pudo filmar un chumari, más o menos tolerado por los jesuitas. Como a las cinco de la tarde concluyó todo y los indios empezaron a retirarse a un lugar secreto, donde habían cocinado un toro sacrificado ritualmente y se iban a beber tesgüino. Ambas cosas les resultaban molestas a los jesuitas, pero no tenían más remedio que tolerarlas y hacerse de la vista gorda.

Gracias a la muy desarrollada competencia comunicativa de las monjas de la misión, Rudolf Zabel se enteró que la fiesta de Nurogachik sólo era el preludio de la única y verdadera gran fiesta de otoño, que los indios celebran en sus parajes, con un mayor número de ritos y danzas. En función de lo anterior, el etnógrafo alemán se dirigió a “Jarres” -el jefe de los tarahumaras- para solicitarle ser invitados a esa gran fiesta y, de paso, ofreció financiar tanto el toro para el sacrificio como el tesgüino. “Jarres” consultó con la asamblea indígena y antes de retirarse de la misión le comunicó a Zabel que las bases habían aprobado su solicitud. Los preparativos se echaron a andar de inmediato. El jefe de los tarahumaras se encargó de invitar a todos sus gobernados. Los expedicionarios, por su parte, se dieron a la tarea de empacar la cámara fotográfica y la cinematográfica, los dos tripiés, las latas de película, sus tiendas de campaña, sillas, mesas, lámparas, catres, cobijas, ropas, trastes, víveres, cigarros y, por supuesto, la botella de ron Habanero. A propósito del destilado de caña cubano, Zabel escribió en el libro en cuestión: “¡Qué no se maldiga el alcohol, que en el cuerpo se quema convirtiéndose en agua! Uno no puede vivir de él, ¡pero sí revivir!” (46).

Una vez que los 700 kilos de equipaje estuvieron colocados en los lomos de las mulas, los expedicionarios salieron de Nurogachik, cruzaron el río Urique y llegaron al paraje conocido como Siguerichik. Casi al mismo tiempo, también fueron llegando los 150 invitados, provenientes de todos los pueblos de la comarca. El jefe -quien ya los esperaba- les dio la bienvenida a todos y es a partir de este momento que el texto alcanza su mayor intensidad etnográfica, pues empieza a describir y tratar temas que se ubican de lleno en el terreno de la cultura tarahumara y poco o nada tienen que ver con el viaje en sí. Respecto a éste, cabe hacer notar que una revisión pormenorizada de la descripción rebasa los límites que impone una presentación tan acotada como ésta, razón por la cual me limitaré a señalar algunos de los particulares que más llamaron mi atención y a compartir, con ustedes, algunas de mis reacciones, tanto en lo que toca a los mismísimos datos etnográficos, como en lo que atañe a las interpretaciones del autor.

Para empezar, quiero abordar la atávica cuestión del fuego, elemento de gran simbolismo que congrega, da calor, purifica, ilumina y sirve para cocinar; pero que también quema, incendia, calcina y conflagra. Ese elemento que algunos de nuestros más antiguos antepasados tenían que recolectar, transportar de un lugar a otro y cuidar afanosamente -so riesgo de que se les apagara- pues no fue sino hasta la última edad de hielo que lograron producirlo. Menciono lo anterior porque en el libro de marras (209), Rudolf Zabel menciona que la fogata de los tarahumaras no puede apagarse nunca y que cuando se anda de viaje, se llevan dos-tres brasas en una olla de barro, lo cual, en el primer cuarto del siglo XX, suena más a una romántica conducta ancestral que a la incapacidad de hacer arder un leño por fricción, o unas hojas secas con pedernal, o unos ocotes con cerillos, para obtener el preciado e hipnótico fuego.

Otro tanto se puede decir a propósito de la creencia en que los nombres propios se relacionan con el destino de quienes los llevan, misma que se refleja en el bien conocido adagio de los romanos: nomen est omen. El supuesto anterior implica que los antropónimos pueden ser utilizados en perjuicio de sus referentes. Consecuentemente, quienes piensan de esa manera, consideran que es mejor ocultar su nombre e ir por la vida con un pseudónimo. Según Zabel es el caso de los tarahumaras, o sea que el jefe “Jarres” en realidad no se llama así. “Jarres” es sólo un pseudónimo y su verdadero nombre -por cuestiones de seguridad- es un secreto muy guardado. De acuerdo con los exégetas del pensamiento mágico, éste opera metafórica y metonímicamente, lo cual equivale exactamente a la ya centenaria división que hace Frazer de la magia, en homeopática y contaminante. Si a todo lo anterior agregamos el hecho de que, históricamente, el pensamiento mágico constituye el punto de partida para el desarrollo del pensamiento lógico, entonces deberemos conceder que la secrecía del nombre propio entre los tarahumaras de Zabel también constituye una pauta cultural fosilizada, arcaica, que tiene por objeto la prevención de un posible daño de magia contaminante.

Algo parecido se puede decir de la -no atestiguada por el autor- orgiástica noche de fertilidad, con la diferencia de que en este caso se trata de una operación de magia homeopática. La idea de que la semilla germinada en la tierra se puede equiparar con un vientre preñado es obvia y explica por qué este tipo de ritos de fertilidad están extendidos por todo el mundo. Al respecto, nuestro etnógrafo apunta: “…en las orgías nocturnas que siguen a las fiestas de tesgüino, se da una arbitraria mezcla de ambos sexos sin ningún reparo en las uniones matrimoniales… tener relaciones sexuales en el campo agrícola es considerado como un acto de magia para bendecir la tierra arada” (198). Lo que si no está tan extendido es que durante los apareamientos rituales lleguen a ser ultimados algunos maridos por sus propias esposas. En cuanto a ello, Zabel reporta en la página siguiente: “… en ese tipo de noches sexuales se ha dado el caso de que las mujeres matan a los hombres que les corresponden. Ésta es la única forma de homicidio entre los tarahumaras de la que tuve noticia. Supuestamente a ello no le sigue ningún tipo de castigo, sin embargo, dudo de que se trate de un impulso salido únicamente de un arrebato pasional”. Doble contra sencillo que al doctor Freud le hubiera encantado el dato, porque éste hubiera objetivado su idea de concatenar las pulsiones de vida y muerte, de instalar a Eros y Thánatos como los inquilinos más estresados de la psique humana, desde los comienzos de la historia.

Y ya que se toca el tema de las mujeres, resulta imposible dejar de mencionar que su posición en la sociedad tarahumara es realmente alta y para muestra bastan un par de botones. En primer lugar, la observación de que no están excluidas de las asambleas comunitarias ni de las ceremonias religiosas. Y en segundo, el hecho de que gran parte de la cultura material pasa por sus manos. Y qué decir de su fortaleza. Todo el tiempo están embarazadas y, con frecuencia, amamantando hasta cuatro niños de diferentes edades, porque los destetan hasta los cinco años. Por cierto -y dicho sea de paso- la foto 47 que muestra a una hija de “Jarres” amamantando a una cabrita huérfana es particularmente conmovedora. Bien merece que los lectores se detengan a echarle una mirada. Además -agrega el autor, a propósito de las tarahumaras- no envejecen prematuramente y los senos no se les cuelgan hasta que alcanzan la edad de ser abuelas. Es bien conocido el hecho de que cuando les llega la hora de parir se amarran a un árbol, se acuclillan y paren solas. Al día siguiente vuelven al trabajo, como si nada. Sus jornadas van de sol a sol, todos los días del año. Y cuando corren -no para practicar un deporte, sino para darle cumplimiento al ritual llamado ariweta- lo hacen con la misma enjundia y resistencia que los hombres. Se sabe que llegan a recorrer -a campo traviesa, aventando un aro de sotol cubierto de tela- más de 300 kilómetros en 24 horas. Que no quepa, entonces, la menor duda: ¡las tarahumaras son unas supermujeres!

A diferencia de la conservación del fuego, de la secrecía del nombre y de las orgías rituales que, a mi parecer, caen todas en el capítulo de los atavismos, la cuestión del altar con las tres cruces, el sacrificio del toro y el Tutuburri dan la impresión, más bien, de ser rasgos difundidos por contacto. Parece inevitable pensar en un sincretismo religioso, máxime que para la época en que se escribió el libro, las relaciones entre tarahumaras y católicos -con sus consabidos altibajos- ya se había extendido por más de tres siglos.

Con respecto al altar, Rudolf Zabel señaló que éste consistía de una mesa -un tanto cuanto improvisada- donde colocaban las ollas de barro y las jícaras que contenían la bebida y los guisos ofrendados. Por detrás de la mesa, los tarahumaras clavaron tres postes en la tierra, a los cuales un sacerdote indígena les amarró los travesaños, para así formar las cruces. Finalmente, las susodichas cruces fueron vestidas con telas de algodón muy coloridas y les colgaron collares hechos con cuentas de vidrio, semillas y canutos de caña, para que dieran la apariencia de figuras humanas. De bote pronto y sin muchos afanes interpretativos, el altar, en su conjunto, remiten al episodio del Gólgota y a la idea de expiación por sangre. La impresión es más intensa después de observar la filmación del sacrificio de un toro, frente al altar. Tras ser sometido por cuatro tarahumaras, el sacerdote principal le corta la yugular y recolecta la sangre. ¡Es el toro expiatorio que remueve culpas y pecados!

Tres días después del sacrificio -tres días de danzas- se celebra el Tutuburri. Cuatro sacerdotes se dirigen al altar de las tres cruces con vasijas de barro, jícaras e incensarios; con la carne del toro cocinada en caldo y con el tesgüino mezclado con la sangre del astado sacrificado. Después de santiguarse, el sacerdote principal y sus ayudantes beben del tesgüino con sangre y prueban un bocado de la carne. Acto seguido, proceden a compartir con todos y cada uno de los asistentes, la bebida y la comida preparadas para la ocasión.

Tras describir detalladamente todo lo anterior, Zabel se pregunta sobre el sentido del ritual. ¿Qué habían experimentado los participantes? Él mismo se responde: “¡Una eucaristía común y corriente!” Continúa preguntándose: “¿No son éstas influencias cristianas?” Y nuevamente se responde: “El rito de la eucaristía de los tarahumaras es una forma autóctona, que sólo puede estar emparentado con el rito cristiano a través de antepasados remotos que probablemente son muchos siglos más antiguos que la era cristiana”.

Bueno, así las cosas no nos quedan sino volver al principio, regresar al problema de distinguir entre evolución y difusión; cuándo dos rasgos tienen un mismo origen y cuándo son transmitidos a través del contacto; cuándo son reflejos y cuándo préstamos. Lo curioso de este caso es que no obstante las credenciales difusionistas del autor, ante lo que se pueden considerar claros casos atávicos, opta por el expediente de la difusión; y ante lo que más bien parecen rasgos difundidos, opta por el del remoto origen común. Mas yo no quisiera concluir la reseña con el espeso e incordiado punto anterior; prefiero terminar haciendo mención de la película que viene incluida en el libro y de la cual el autor subraya que filmarla era el objetivo principal de la expedición. La aspiración era producir un documental muy a la Nanuk, de Robert Flaherty, que muestra la vida de los esquimales y, al mismo tiempo, satisface a cabalidad el enfoque etnológico. Esto no pudo ser así porque, desafortunadamente, el viaje tuvo que ser interrumpido abruptamente y ya no pudieron ser filmadas las escenas que complementarían el trabajo. Tras rumiar su frustración y como corolario de la aventura, Zabel nos cuenta que al llegar a la capital se encontró con la novedad de que el gobierno mexicano no dejaba salir del país películas sin revelar. La traba se veía color de hormiga. Doble contra sencillo que el etnógrafo no quería confiar su material expuesto a cualquier desconocido. En esas estaba, cuando apareció en escena el también alemán Hugo Brehme, quien a pesar de que por aquel entonces andaba enfrascado en la tarea de publicar México pintoresco, le echó la mano a su paisano para que pudiera revelar el material cinematográfico que había traído de la Tarahumara. El libro concluye con la siguiente declaración del propio Zabel: “… para revelar mis 6 500 metros de película de México, estuve cinco semanas en el cuarto oscuro, desde la mañana hasta la noche”. Pero a fin de cuenta lo logró y nosotros, en el inah, nos congratulamos que así haya sido.

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