Las investigaciones en torno a las creencias que se tenían sobre el ser humano entre los antiguos nahuas,1 han mostrado que éste era concebido como la unión temporal de componentes de diferente orden y naturaleza; unas, de características tangibles y pesadas y, otras, extracorporales, de materia liviana, las cuales se encontraban asociadas al devenir y desarrollo del individuo [Martínez 2011:30].
Sin embargo, se debe reconocer que aún existe muy poca información sobre cómo era conceptualizado el cuerpo del infante, ya sea desde su aspecto físico y biológico, así como también de la interpretación y simbolización que se tenía de él. En este sentido, es importante señalar que hay una clara ausencia de trabajos e investigaciones que aborden dicha temática, sin duda, debido a la escasa información en torno a la niñez prehispánica registrada en las fuentes disponibles.
Asimismo, se debe considerar que en la información contenida en los documentos coloniales relativa a las concepciones del cuerpo humano y las nociones de persona entre los indígenas, no existe una división tajante en la que se vislumbre de manera cabal a la niñez. De ahí surgen varias preocupaciones, por ejemplo, ¿en qué medida a los propios informantes o a los cronistas les era importante señalar las diferencias existentes entre el cuerpo de los niños y el de los adultos? Inclusive, ¿se podría llegar a afirmar, tal como se ha señalado para otras culturas, [v.g. entre los purépecha véase Martínez 2013:116] que los niños, en edades tempranas, aún no eran considerados como personas? Y en dicho caso, ¿a partir de qué momento comenzaban a serlo?
El primer cuestionamiento, sin duda, resulta de difícil resolución; sin embargo, como se verá más adelante, algunas de estas interrogantes podrán ser parcialmente resueltas. Así, en el presente artículo, a partir del análisis de las fuentes coloniales, de los mitos antropogónicos y de la información procedente de algunas etnografías contemporáneas, mediante las que se pretende rellenar los huecos de información, se intentará vislumbrar algunas de las concepciones simbólicas que se tenían sobre el cuerpo de los niños pequeños entre los antiguos nahuas. Se debe de advertir que los resultados aquí presentados no son del todo concluyentes, y que aún son varios los aspectos que quedarán en el tintero.
La infancia entre los antiguos nahuas
Todas las culturas han generado sus propias concepciones en torno a la infancia y la niñez, las cuales además de basarse en factores biológicos y psicológicos, se fundamentan también en aspectos legales, así como en los logros y capacidades alcanzados por los individuos, independientemente de su edad cronológica.
Además, no resulta extraño que en una misma sociedad convivan diversas formas de interpretar a la niñez, debido a que en términos generales las definiciones de lo que es un niño son flexibles, así por ejemplo, en la sociedad occidental contemporánea conviven por un lado preceptos legales sobre la infancia y la minoría de edad, mediante las que se define al niño como todo aquel que no ha alcanzado la edad suficiente para ser considerado un ciudadano [véase Convención sobre los derechos del niño 1989: art. 1], mientras que se utilizan los parámetros cronológicos, psicológicos y biológicos para delimitar a la niñez hasta un periodo que va desde el nacimiento hasta la aparición de los rasgos sexuales secundarios, entre los 10 y los 13 años de edad [véanse Coleman y Hendry 2003]. Al mismo tiempo, factores como el nivel educativo que se cursa o la “madurez” de los individuos son utilizados como norma referencial para definir a los niños.
De igual forma, en algunas sociedades indígenas contemporáneas, aunado a la presencia de las concepciones anteriores, se mantienen valores culturales mediante los que se delimita la niñez a partir de las capacidades de sus individuos, y la carga de responsabilidades dentro de la comunidad. Por ejemplo, entre los mixtecos de Juxtlahuaca, Oaxaca, dicha etapa de crecimiento culmina entre los siete u ocho años de edad, momento en el cual los individuos comienzan a tomar decisiones por sí mismos [Bertely y Saraví 2011: 97].
Como se puede apreciar, en dicho tipo de sociedades las habilidades sociales de los niños son las que delimitan a la niñez, más allá de factores cronológicos o de la edad alcanzada. Por su parte, en algunos grupos se relaciona la aparición de dichas habilidades con aspectos pertenecientes a la cosmovisión, como se atestigua entre los tzotziles de Zinacantán, Chiapas, y los mayas de las comunidades de Popolá y Kiní, en Yucatán, quienes creen que la llegada de las “entidades anímicas” (el ch´ulel e ik, respectivamente) se manifiesta a partir de que éstos comienzan a realizar ciertos actos comunicativos y/o sociales, como son el abrir los ojos, intentar alcanzar algo o comunicarse con sus padres [León 2005; Cervera 2009].
De forma similar, los nahuas del periodo prehispánico delimitaban a la niñez con base en las habilidades o capacidades alcanzadas, a las cuales relacionaban con el incremento de su carga anímica, en especial con el tonalli, aspecto que fungiría un papel importante a la hora de determinar el cambio de condición de los infantes, niños y jóvenes [Díaz Barriga 2014a].2
Ahora bien, aunque las fuentes con las que contamos no son explícitas sobre cuál era la concepción que tenían los antiguos nahuas sobre la niñez, a partir de diversos datos se puede mencionar que la infancia en general era concebida como un periodo que iría desde el nacimiento hasta aproximadamente los doce o trece años de edad; sin embargo, es menester señalar que aunque existen evidencias de la utilización de grupos de edad basados en criterios cronológicos (v.g. se creía que una etapa de vida completa era de una duración de 52 años) [López Austin 1996: I, 288], como se ha dicho arriba, los grupos de edad debieron de corresponder más allá de valores cronológicos a las capacidades, habilidades y madurez de cada individuo [Márquez 2010: 60; Mintz 2008: 91-94].3
Por otra parte, todo parece indicar que la niñez se encontraba a su vez subdividida en dos o tres grupos importantes (véase cuadro I): el primero, y al que nos abocaremos en el presente artículo, correspondía a un periodo de tiempo que iba desde el nacimiento hasta el momento en que se daba el proceso de ablactación o de cambio de alimentación, lo cual ocurría alrededor de los tres años de edad; el segundo iría entonces desde el destete hasta cerca de los seis o siete años aproximadamente, tiempo en el que los niños tenían que realizar un ritual de paso elaborado durante la veintena de Izcalli, a partir del cual ya podían comenzar a utilizar la vestimenta propia de los adultos [Díaz Barriga 2013], a la vez que iniciaban una nueva etapa de características intermedias, es decir, que ya no eran niños en el mismo sentido que utilizamos hoy en día, pero tampoco eran jóvenes aún.4 En dicho tiempo, los niños de ambos sexos tenían una mayor carga de responsabilidades, debido a que debían de culminar su proceso de aprendizaje para la vida adulta, razón por la cual también durante ese periodo de tiempo, la educación paterna y los castigos se volvían más severos [véase Códice Mendocino 1979: f. 61].
Finalmente, la niñez culminaba cuando los padres veían que sus hijos ya eran responsables y capaces de tomar decisiones por sí mismos, era entonces cuando habían de ser enviados a los templos de educación (telpochcalli, calmecac, cuicacalli),5 lugares en los que terminaba su etapa formativa, dentro de los modelos estatales, y de donde sólo saldrían para contraer matrimonio, con lo cual iniciaban ya su vida adulta.
En el cuadro I se consignan los diferentes grupos de edad de la niñez y primera juventud, a partir de los términos en náhuatl clásico utilizados para definirlos, y en el que se mencionan los diferentes rituales o actos utilizados que demarcarían el paso de una etapa a otra.
Grupo de edad | Términos utilizados para definirlos6 | Rito de paso |
Niños in utero | Chipinpiltzintli: feto de tres o cuatro meses | La hora de la muerte “nacimiento” |
0 años al destete | Recién nacidos: Celicone, Atzil, Destete Atzintli Niños de teta: Occhichi, occhichipiltontli, octototl, piltontli, piltzintli; Niños que aún no hablan: Ocatl, xochtic, octototl, conechichilli, xochitic; Niño o niña delicada, muy tierna: Conealacton, Conechichilpil | Destete |
Niños ya destetados hasta su paso por el ritual de Izcalli | Niños destetados: Tlachichihualcahualtilli; Niños: (Pronunciación femenina) Conetl, conetontli, cocone; (general) pipil. | Ritual de paso cada cuatro años en la veintena de Izcalli |
Niños mayores, hasta su ingreso al templo de educación | Niños o niñas mayores de siete años: (general) Piltontli, piltzintli, Diferenciación por género: oquichpipiltzintli, cihuapiltzintli. | Ceremonias individuales, pláticas y sermones de los adultos |
Niños y jóvenes de los templos de educación | Tlamacazqui del Calmecac Telpochtli del Telpochcalli | Ceremonias individuales, pláticas y sermones de los adultos |
La conformación del cuerpo de los niños
Para poder entrar en materia, es necesario hacer un breve recuento de los aspectos generales en torno a la concepción del cuerpo que tenían los antiguos nahuas, en este sentido, como ya es bien conocido gracias a los trabajos de diversos investigadores, como Alfredo López Austin [1996], Mercedes de la Garza [2012] y Roberto Martínez [2011], entre otros, se creía que el ser humano estaba compuesto de dos elementos, por un lado la parte corporal, de carácter “pesado” y tangible, y por el otro de las materias “livianas” contenidas por éste, de propiedades etéreas, y asociadas a diversos elementos como eran el calor, el aire, los olores, los sabores, la energía vital, la razón, el entendimiento y las emociones [Garza 2012: 20]. Ahora bien, las partes “livianas” eran comprendidas por el tonalli, el teyolía y el ihiyotl, cada una de las cuales mantenía ciertos atributos o funciones que permitían al sujeto vivir [véase López Austin 1996].
Evidentemente, la persona no podía existir sin alguna de sus partes, y la ausencia de cualquiera de ellas conllevaba a la enfermedad y la muerte, en sí, todas en conjunto conformaban una intricada red de procesos que permitía la vida del individuo, es por ello que desde la procreación de un niño se consideraba que entraban en acción diferentes elementos para la conformación del mismo.
En cuanto a la parte “pesada” o el cuerpo, creían que éste era conformado mediante la unión de los líquidos generadores de ambos padres (el oquichyotl del varón y la cihuaayotl de la mujer) dentro del cuerpo de la madre [López Austin 1996: 190, 335]. Es interesante señalar que para que hubiera una buena fecundación, se creía que era necesario continuar manteniendo relaciones sexuales durante los primeros meses del embarazo, pues era gracias a la acumulación de semen que se formaba el niño [López Austin 1996: 190, 335]. Concepciones similares aún se mantienen entre los nahuas de la Sierra Negra de Puebla, en donde se cree que mientras las mujeres contribuyen por medio de su sangre en la creación del feto, los hombres apoyan con su semen a la formación de los huesos, y mantienen las relaciones hasta muy avanzado el embarazo para que con la simiente del hombre se adquiera mayor fuerza [Romero 2011: 85].7 En sí, la relación del semen con los huesos conformaba parte importante dentro de la concepción prehispánica nahua, ya que, por ejemplo, uno de los nombres dados al semen era omicetl [Códice Florentino 1979: f. 91r] que López Austin [1996: 190] traduce como “lo óseo que coagula”. El mismo autor señala que dicho término remite al origen fisiológico del líquido, atribuyendo de esta forma que procedía de la médula ósea.8
Por otro lado, en lo referente a las partes “livianas” o entidades, éstas llegaban al cuerpo del niño aun cuando se encontraba in utero, en donde iban conformándose e intensificándose, pero sólo serían asociadas a la persona hasta momentos posteriores al nacimiento mediante rituales específicos [Martínez 2011: 32-33; también Díaz Barriga 2014b]. Se tenía la creencia de que eran insufladas por las deidades, y procedían de diversas regiones; por ejemplo, el tonalli era enviado del más alto de los cielos por los dioses creadores Ometecuhtli y Omecihuatl. Al respecto, los informantes de Sahagún registraron:
Porque allá en el piso decimosegundo está, allá vive el verdadero dios. Y (en su forma de) comparte (masculino) Ilhuicatéotl tiene por nombre Ometecuhtli; y su comparte (femenina) se llama Omecíhuatl, Ilhuicacíhuatl. Quiere decir que sobre los doce (pisos ellos) gobiernan los cielos, mandan. Se dice que allá somos creados los hombres, que de allá viene nuestro tonalli cuando se coloca (el niño en el vientre materno), cuando cae en gota el niñito.9 De allá viene su tonalli, penetra en su interior: lo envía Ometecuhtli [Códice Matritense de la Real Academia de Historia, f.175v, traducción de Alfredo López Austin 1996, I: 227].
En lo referente al teyolía, tal como ha demostrado López Austin [1996:167] con base en datos etnográficos, procedía de los cerros, en donde se almacenaban las semillas necesarias para la vida. Mientras que por otro lado, el mismo autor argumenta que el ihiyotl procedía de las estrellas y era enviado por las deidades Citlalicue, Citlallatonac y los habitantes del cielo “ilhuicac chaneque” [López Austin 2000: 210-211].
El desarrollo embrionario y el pasado pre-humano
No existe mucha claridad en cuanto a las concepciones que tenían los antiguos nahuas en torno a los infantes durante su periodo embrionario, debido a que en las fuentes coloniales se registraron pocos datos al respecto. Sin embargo, a partir de las descripciones que dieron los informantes de Sahagún en torno a las pláticas que brindaban las ancianas a las parteras encargadas de cuidar a la futura madre, se deduce que a los fetos de tres o cuatro años se les denominaba como chipinpiltzintli [Códice Florentino 1979, libro VI, cap. 27, f.129v], término que se puede traducir como “gotita de niño”,10 relacionando al infante con el agua, como se verá en el siguiente apartado.11
Ante la ausencia de más datos referentes a las concepciones que se tenían sobre dicha etapa de desarrollo, es probable que los diversos datos etnográficos procedentes de otros grupos nos logren dar luz sobre las creencias que pudieron tener. Así, se debe mencionar que en algunos pueblos indígenas se piensa que durante los primeros meses del embarazo, el embrión tiene características animales; por ejemplo, entre los tzotziles de Chenalhó se creía que el feto comenzaba a formarse como un ratón, y posteriormente se transformaba en algo similar a un sapo, hasta aproximadamente los tres meses en que comenzaba a tomar la forma humana [Guiteras 1965: 97]. Por su parte, similar a lo anterior, Laura Elena Romero [2011: 85] registró que los nahuas de la Sierra Negra de Puebla consideran que durante los primeros meses de embarazo sólo hay carne, con forma de sapo o rana, lo cual cambia cuando llega el alma o el iyollo alrededor de los tres meses.
Con base en los dos ejemplos anteriores, es interesante señalar el hecho de que los embriones o fetos no son considerados humanos hasta que tienen alma. Sin embargo, se debe considerar que entre otros grupos, para poder alcanzar la condición humana, es necesario previamente haber pasado por los rituales de paso o de agregación.12
En torno a esto, Gossen [1984: 24] encontró que a los niños chamulas se les llama monos antes de ser bautizados y adquirir con ello su nombre y el calor, lo cual ocurre entre el primer mes de vida y los dos años. Lo anterior los relaciona con los seres pre-humanos que habitaron el mundo antes del surgimiento de la humanidad. Por su parte, entre los lacandones de Chansayab, Marie-Odile Marion [1999: 280] dio cuenta de que a los niños se les denomina tlacuaches antes de haber pasado por los rituales del meek’bir, mediante el cual adquieren su identidad social.13
En el mismo sentido de ideas, los niños teenek también son identificados con los tlacuaches, y al igual que con los casos anteriores, es sólo hasta que se les realiza el ritual del bautismo que comienzan a ser considerados humanos, lo cual se demuestra con el hecho de que es en ese momento en el que se socializa el nombre del niño, mismo que sólo era conocido previamente por su familia inmediata [Ariel 2003: 642-643].
Como dato aparte, y relacionado con las problemáticas de salud que viven actualmente las comunidades indígenas del país, igualmente, entre los tojolabales, a los niños no se les considera seres humanos hasta el día en el que se les bautiza. Lo particular de este caso es que el bautismo se realiza cuando ya se tiene la creencia de que han pasado el peligro de muerte, alrededor de los cinco años de edad [Miguel Vasallo, comunicación personal, 2010].
Con relación a la época prehispánica, es muy probable que existieran creencias similares a las expuestas, y no resultaría extraño que en los periodos anteriores al nacimiento o durante los momentos previos a que se les hiciera el baño ritual e impusiera el nombre, se considerara que los niños eran como animales, o en otras palabras, seres pre-humanos, lo cual se podría inferir a partir de las concepciones que se tenían sobre el origen de la humanidad expuestas en los mitos antropogónicos, mismos con los que las creencias en torno a la concepción y el parto mantenían un fuerte vínculo.
Así, se debe recordar que en los mitos que hablan sobre el origen del hombre, se manifiesta que éste es el resultado de una serie de creaciones y destrucciones consecutivas, en las cuales los primeros seres creados por los dioses fueron animales o seres pre-humanos que manifestaban características asociadas a los animales, y los cuales fueron destruidos previo al surgimiento del hombre.
Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en el Popol Vuj [1953], en donde se narra que tras haber sido creado el mundo, los dioses formaron a los animales, los cuales fueron incapaces de recordar a sus creadores y por esa causa fueron destinados a ser el alimento de los hombres. En el mismo documento se describen las distintas creaciones que, a medida de experimentos, realizaron las deidades hasta conseguir crear al hombre con el maíz, quien ya tuvo la capacidad del habla y con ello podía igualmente recordar a sus creadores.
En lo referente a los mitos nahuas, en varias fuentes14 se describen las creaciones y destrucciones consecutivas de diferentes Soles o Eras, en cada una de las cuales los seres (gigantes y humanos) que vivían en ellas se alimentaban de distintas semillas, posiblemente las mismas que eran consumidas por los animales. Así, en la Historia de los Mexicanos por sus pinturas [2011: 31-35] se señala una interesante sucesión de alimentos propios de cada Era: en la primera fueron las bellotas de encinas; le siguieron los piñones de las piñas; el acecentli;15 el cencocopi, el cual era una especie de mata que se asemejaba a la planta de maíz [véase Wimmer 2008], posiblemente la zizania latifolia; y finalmente, el alimento propio del ser humano, el maíz [véase López Austin 2008: 65].
La sucesión de alimentos, tal como lo ha demostrado Michel Graulich [1997: 88-90], muestran una ruta evolutiva mediante la cual los hombres de las distintas Eras progresan, primero alimentándose con semillas de origen salvaje, con lo que se relacionan con el mundo natural y animal, hasta llegar al maíz.
En conjunto, tanto los mitos de origen quiché como nahua denotan la importancia del maíz como parte fundamental para la creación de los hombres, de ahí que en náhuatl el término tonacayo significa a la vez “nuestra carne” y “maíz”, y tal como ha señalado López Austin [1996, I: 172], existía un vínculo metafórico entre la corporeidad del hombre y el cereal del que se sustentaba. De igual forma, es de notar que la planta también se asocia con el conocimiento y la capacidad de los hombres de recordar a sus creadores.
Por otro lado, en los dos mitos expuestos, queda implícito que en un principio los seres anteriores a la creación del hombre fueron los animales u hombres imperfectos, los cuales sólo lograrían llegar a su completa formación hasta la aparición del maíz, ya sea como parte fundamental de su creación o como la semilla de la que se alimentaban.
En otro mito registrado en la Historia Tolteca-Chichimeca, ampliamente relacionado con las concepciones del embarazo y del parto, se puede demostrar cómo los seres pre-humanos, al igual que los niños prenatales, pertenecen al ámbito de la naturaleza y al mundo animal, estado del cual lograran apartarse mediante el consumo del maíz.
En dicha fuente se narra cómo dos personajes, Quetzaltehueyac e Icxicohuatl, llegan al cerro de Cohualtepec, lugar donde se encuentran las siete cuevas o Chicomoztoc. Ahí, dentro del cerro vivían el xicotli “abejorro o jicote” y el pepeyolli “abeja montesca”,16 que en lugar de hablar solo gruñen [Historia Tolteca-Chichimeca 1976: 163]. Dichos animales, según infieren Paul Kirchhoff, Luis Reyes, y Lina Odena [Historia Tolteca Chichimeca 1976: 164, nota 5], podrían representar a la humanidad imperfecta porque son incapaces de hablar, capacidad que sólo alcanzarán hasta que prueben el maíz, aspecto con el que concuerdo, ya que todo parece indicar que se trata de una representación de los seres pre-humanos, quienes tienen que pasar por un acto creacional (el parto), para poder subir o salir a la tierra e iniciar la transformación que les llevará a ser hombres verdaderos.17
Posteriormente, Quetzaltehueyac golpea con su bastón el borde de la cueva de Chicomoztoc con la finalidad de abrirla, acto que puede relacionarse con la cúpula y posterior fecundación de la tierra; y mediante diversos actos logra al final que salgan los chichimecas que vivían en el interior,18 es decir, genera su nacimiento en la tierra. Para culminar, el personaje en cuestión desgrana una mazorca de maíz y les da de comer, con lo cual los chichimecas “empezaron a medio hablar” [Historia Tolteca-Chichimeca 1976: 168-169].19
Encontramos en este mito nuevamente la importancia del maíz como elemento que conforma a los hombres, a la vez que, como en los casos anteriores, se refuerza el hecho de que los seres previos a la creación final son imperfectos, asociados al mundo natural en contraparte del mundo social. En sí, los mitos expuestos sirven de modelo explicativo sobre la concepción que se tenía de los niños durante el periodo de la gesta, momentos en los cuales eran conformados primeramente como seres imperfectos, pertenecientes al mundo animal o natural, al igual que los seres de las primeras creaciones o Eras, y sólo adquirían su característica humana o social mediante su nacimiento y los rituales subsecuentes, sin embargo, no serán en realidad hombres verdaderos hasta que consuman el maíz, alimento que, entre otras cualidades, los integrará totalmente al mundo de los vivos. De ahí que cuando un bebé moría sin haber probado dicho alimento, su destino era diferente al de los demás, ya que su teyolía iba al “árbol de senos” o Chichiualquahuitl,20 del cual crecían, en lugar de frutos, senos de los que manaba leche para alimentarlos. Ahí los niños esperaban hasta tener otra oportunidad para regresar a la tierra mediante un nuevo embarazo [Sahagún 2002, libro VI, cap. XXI: 542].
El cuerpo del infante y su relación con el agua
El parto entre los antiguos nahuas era denominado como imiquizpan “la hora de la muerte”,21 y tal como han demostrado diversos investigadores, se consideraba que era una batalla mediante la cual la madre podría salir victoriosa tras haber capturado un “enemigo”, que era su propio hijo, o en caso contrario, de ir las cosas a mal, moría y recibiría el destino de los guerreros muertos en combate [Quezada 1977: 313; Alcántara 2000: 37]. Aunado a lo anterior, y con base en lo que se ha presentado líneas arriba, también implicaba que el recién nacido había superado a la muerte en sí misma, al espacio de la natura, y se comenzaba a integrar en el mundo de los vivos.
Aún era un ser frío, debido a que había sido conformado dentro de un ambiente femenino de naturaleza fría y húmeda, de la misma calidad que era el mundo antes del surgimiento del Sol y del tiempo, es por ello que se le tenía que mantener guardado y junto al fuego de un hogar hasta que el especialista, el tonalpouhqui, decidiera el momento adecuado en que se debía realizar el baño ritual.22
Llegado el día para ello, la partera tomaba al niño y lo entregaba al agua, lo presentaba al Sol y lo ofrecía en propiedad, a la vez que le daba al pequeño las herramientas y utensilios en miniatura, que debería utilizar en su vida adulta. Para finalizar le imponía su nombre y su destino, afianzando con ello sus entidades anímicas [véase Sahagún 2002: 349-409; García 1969: 196-201; Díaz Barriga 2014b].
El rito brevemente descrito líneas arriba cumplía con diversas finalidades. En primer lugar, tal como se ha mencionado, era mediante éste que las entidades anímicas terminaban de afianzarse al cuerpo del niño, en especial su fuerza tonal, la cual estaba ligada a su nombre y a su destino. De igual forma, la imposición del nombre, que a partir de ese momento era socializado por las calles con un grupo de niños dispuestos para ello, incorporaba socialmente al infante dentro de la comunidad; en otras palabras, se le individualizaba y se le daba su condición humana.
Ahora bien, aunque con el ritual el niño adquiría el calor de su tonalli, éste aún era débil, y requería el paso del tiempo para permitirle sobrevivir por su propia cuenta, es por ello que era necesario que la madre le siguiera dando parte de su propio calor tonal a través de la leche materna. A este respecto se debe tener en cuenta que dentro de las concepciones que se tenían sobre el ciclo de vida, se creía que el calor del tonalli se iba incrementando con el paso del tiempo y por medio de las actividades realizadas por el individuo [véase López Austin 1996].
En sí, se podría considerar que la vida humana reflejaba en gran medida las etapas de la creación de la tierra.23 De esta forma, en los mitos se habla de un origen con características femeninas, frías, oscuras y húmedas -al igual que el bebé-, las cuales cambian con la salida del sol, con lo cual la tierra y los demás elementos se solidifican por medio de la acción del calor. Así, cuando una persona había vivido el transcurrir de 52 ciclos solares alcanzaba la ancianidad, pues se había acumulado en él todo el calor y se había solidificado en su totalidad [véase López Austin 1996, I: 288-289]. Quizás por ello es que se utilizaban algunos términos específicos para referirse a los ancianos, como por ejemplo el vocablo pipinqui, mismo que es traducido por Molina como “cosa recia y fuerte” [Molina 2004, sección náhuatl-español: f.82r]. De la misma forma se les decía chicahuac, que se traduce como “fuerte” [Wimmer 2008; López Austin 1985: 9]. En otro sentido, es significativo también que uno de los verbos referidos al crecimiento y la educación de los niños, huapahua, también significaba “endurecer y fortalecer” [Wimmer 2008; López Austin 1985: 9].
De esta manera, se tenía la concepción de que los niños se gestaban y nacían en estado líquido, y era por medio de los cuidados de la madre que se solidificarían [López Austin 1985: 9]. Es por ello que a los bebés se les denominaba como oc atl o “todavía es agua”, así como atzin o atzintli “agüita” o “gotita de agua”. En relación con el último término, Sybille de Pury-Toumi [1997:151] refirió:
La elegante metáfora del náhuatl clásico atzintli (“pequeña gota”), con la que se designa al niño, muestra que éste es concebido como una gota que cae. Chipini “gotea” podía ser también empleado metafóricamente en el sentido de “nacer”: otichipin “naciste”.
Lo anterior se corrobora con el hecho de que en el corpus de documentos sahaguntinos existen referencias en las cuales se relaciona a los niños con la “gota de agua” o chipini. Al hablar del momento en el que la mujer se siente encinta, los informantes de Sahagún registraron: “In jquac chipinj, in motlalia piltzintli” [Códice Florentino 1979, lib. VI, cap. XXIV: f.114r], lo que sería “Cuando gotea, [es cuando] se sienta el niñito”. Similar a lo anterior, en el Códice Matritense de la Real Academia de Historia se asentó: “in icuac motlalia, in icuac chipini piltzintli” que Alfredo López Austin traduce como “cuando se coloca (el niño en el vientre materno), cuando cae en gota el niñito” [López Austin 1996, I: 227]. Por otro lado, al referirse al embrión de tres o cuatro meses de edad, tal como se ha mencionado líneas atrás, en el Códice Florentino [ f.129r] se registró como chipinpiltzintli o gotita de niñito.
Por su parte, en el libro X del mismo documento [ cap. III: f.9V], al referirse a los niños pequeños se les nombra: “Conetl, chichiltzintli, atzintli, anoço hititl”, lo que traducido sería “Niño, niño de teta, agüita, o [de] vientre”. Aquí llama la atención la presencia del vocablo atzintli “agüita”, mismo que aparece nuevamente en los discursos que daban los padres a sus hijas cuando estaban por enviarlas a los templos de educación, lo que ocurría cuando ellas ya eran un poco mayores, sin embargo, los padres aquí les hablaban como si aún fueran pequeñas: “in oc tatzintli, in oc titepitzin” [Códice Florentino, lib. VI, cap. XL: f.181V] cuya traducción sería: “Tu todavía eres agüita, todavía eres pequeñita”.24 Más adelante continuaban: “ca oc tatzintli, ca oc ticonetzintli, oc tipiltzintli” [Códice Florentino, lib. VI, cap. XL: f.181V ], o “Porque todavía eres agüita, porque todavía eres niñita (de madre), todavía eres niñita (de padre)”.25
Aunado a los términos anteriores, había otros que aunque no hacían una alusión directa al agua, podrían relacionarse con algunos de sus atributos; así por ejemplo, a los niños y niñas tiernos y delicados se les decía conealacton, el cual es un vocablo de difícil traducción, que, al parecer, se trata de un sustantivo compuesto por la palabra conetl o niño, y alactic, traducido por Molina [2004, sección náhuatl-español: f.4r] como “cosa delezneable, assi como anguilla, pan de xabón mojado, o flema”, con lo que se haría entonces referencia a un niño baboso o viscoso.
Con los datos expuestos se demuestra que dentro de las concepciones que tenían los antiguos nahuas sobre los niños pequeños, existía una conexión importante entre el agua y su cuerpo, debido a que se consideraba que éste aún se encontraba conectado con lo acuático, lo femenino y lo frío; lo anterior, a la vez, podría estar relacionado con el líquido amniótico que acompaña al niño en los momentos de su gestación, y posiblemente también con el vínculo que tenían los niños en general con el poder de atraer las aguas y de germinar los granos.26
Se debe señalar que a los niños se les sacrificaba en la mayoría de las ocasiones con la finalidad de servir de intermediarios entre las deidades de la lluvia y los hombres. Asimismo, con sus lágrimas podían atraer la lluvia, y por último, su relación con el poder de germinación podría explicar la razón de que cuando morían siendo aún pequeños y sin haber probado el alimento de la tierra, sus cuerpos eran enterrados debajo de los graneros [Díaz Barriga 2009].
El cuerpo de los niños y el poder de crecimiento
En las concepciones que se tenían del cuerpo, tal como se ha señalado anteriormente, se creía que éste era el contenedor de las entidades anímicas, de entre las cuales el tonalli tenía una fuerte importancia dentro del desarrollo de la niñez, debido a que era esta entidad la que brindaba el poder de crecimiento, el cual, a su vez, mediante la acción ritual, podía ser trasladado a otras formas de vida. Es quizás por ello que al nacer su cordón umbilical se cortaba sobre una mazorca, posiblemente con la finalidad de pasar a la planta parte de la fuerza de crecimiento [Torquemada 1975, libro XIII, cap. XVIII: 202; López Austin 2000: 209]. Es probable que por dicho motivo los padres guardaran los granos de la misma mazorca para sembrarlos y realizarle al niño su primer atole [López Austin 2000: 209].
Es importante señalar que, a pesar de lo anterior, todo parece indicar que una de las principales preocupaciones que tenían los antiguos nahuas con respecto a esta etapa, era que los niños pudieran perder dicho poder. Es por ello que se ejecutaban varios actos para intensificar o fomentar el crecimiento, a la vez que se realizaban algunas acciones preventivas para evitar que éste se disipara.
En este sentido, quizás uno de los rituales más llamativos encaminados a propiciar el crecimiento era el “teizcalaanaliztli, Izcallaana o quinquechanaya” o “estirar del cuello”, acto que consistía en que los padres o los padrinos tomaran a los niños y los jalaran de todas las extremidades, con la creencia de que de no hacerlo los niños no crecerían más. Dicho ritual era realizado durante dos celebraciones. La primera era el día de la fiesta móvil dedicada al quinto sol Nahui Ollin, cada 260 días, en la cual también se les extraía sangre de las orejas para ofrendarla [Durán 2002: 247; Sahagún 2002, lib. II, Apéndiz: 292-293]. Y la segunda era realizada cada cuatro años durante la veintena de Izcalli [Sahagún 2002, cap. XXXVII: 266; Sahagún 1993: fols. 253V, 256V] como parte de los ritos de paso que se elaboraban en dicha festividad [Díaz Barriga 2014b].
En lo referente a los actos destinados a prevenir que se perdiera dicha energía, existían diversas prohibiciones encaminadas a dicho fin. Sahagún registró lo siguiente sobre las implicaciones que tenía el pasar encima de un niño:
Decían también los supersticiosos antiguos que el que pasaba sobre algún niño que estaba sentado o echado, que le quitaba la virtud de crecer, y se quedaría ansi pequeñuelo siempre. Y para remediar esto decían que era menester tornar a pasar sobre él por la parte contraria [Sahagún 2002, lib. V, Apéndiz, cap. V: 461].
Más adelante, sobre la prohibición de beber el hermano menor antes que el mayor registró:
Otra abusión tenían sobre el beber, sí bebían dos hermanos: si el menor bebía primero, decíale el mayor: “No bebas primero que yo, porque si bebes primero no crecerás más. Quedarte has como estás agora” [Sahagún 2002, lib. V, Apéndiz, cap. VI: 461].
Por otro lado, también se temía que el poder de la tierra se llevara la facultad del crecimiento de los niños. Por ello, cuando se presentaba un terremoto tomaban a los niños con ambas manos de las sienes y los levantaban [Sahagún 2002, lib. V, Apéndiz, cap. XII: 462].
Sin duda, además de las anteriores, debió de haber muchas otras recomendaciones para evitar la salida del poder de crecimiento, lamentablemente, éstas no fueron registradas en las fuentes coloniales.
Comentarios finales
Hemos visto hasta aquí algunas de las concepciones que se tenían en torno al cuerpo de los niños pequeños entre los nahuas antiguos, las cuales se encontraban ampliamente integradas dentro de la cosmovisión del grupo, y como es de suponerse, irían cambiando conforme los niños fueran creciendo y aumentando sus actividades dentro de las labores cotidianas.
Como se vio, los niños desde su formación in utero, hasta su exposición en los primeros rituales de paso, y antes de que comieran el maíz, no eran considerados como seres humanos en su totalidad, más bien se encontraban asociados a los entes pre-humanos que existieron antes de la creación de la humanidad, es decir, que eran seres pertenecientes al ámbito de la naturaleza y el mundo animal. Así, para adquirir su humanidad, era necesario que se alimentaran con el grano del maíz, cereal que a la par de otorgarles su calidad humana les integraba al mundo social.
Lo anterior se puede inferir a partir de algunas ideas presentes en los mitos cosmogónicos y antropogónicos, mismos que, como se ha visto, muestran un interesante vínculo entre las creencias en torno al origen del cosmos o de la humanidad, con las concepciones que se tenían en cuanto al origen de la vida humana.
En el mito expuesto en la Historia Tolteca Chichimeca se habla de un parto y de todos los elementos asociados a éste, de ahí que no es fortuito que en la magnífica representación de la montaña del Cohualtepec que acompaña al texto [Historia Tolteca-Chichimeca 1976: f.16r], el tlacuilo haya pintado su interior en forma de un útero humano con siete cavidades. Los habitantes del mismo son seres pre-humanos o animales que moran en un espacio frío y húmedo, por lo tanto, su cuerpo debió mantener las mismas características del entorno en el que vivían, relacionado con lo líquido y acuático, elementos que también correspondían al cuerpo de los niños que se encontraban en el útero de sus madres.
Al nacer, los niños eran seres fríos, y al igual que los chichimecas del mito, eran incapaces de hablar. Para calentarlos, y que con ello comenzaran a “solidificarse”, era necesaria su exposición al calor, y posteriormente al Sol. Es por ello que se les realizaba un baño ritual mediante el cual se les entregaba al agua y al Sol, asignándoles también su día tonal, a partir de lo cual poco a poco su cuerpo se iría endureciendo, pues adquirían en ese momento el poder de crecimiento, mismo que debía de ser cuidado para que no se perdiera.
Finalmente, algunos años después se les daba a comer el maíz, acto tras el cual ya podrían ser considerados humanos, y serían capaces, al igual que los chichimecas, de comenzar a hablar. Lo anterior sin duda debió de representar un fuerte cambio dentro de las concepciones que se tenía de su cuerpo.
Ahora bien, aunque no fueron aspectos analizados en el presente trabajo, se debe mencionar que el cuerpo de los niños después de esta etapa sufrirá otros cambios en los años siguientes. Cuando ya sus padres los consideraran listos para ello, serían expuestos a una serie de rituales de paso en la veintena de Izcalli [Díaz Barriga 2013], mediante los cuales, además de cambiar de estatus dentro de la sociedad, se les comenzaba a atribuir capacidades sexuales, y por lo tanto se les cambiaba la vestimenta, donde destaca la imposición del maxtlatl a los varones. De esta manera, comenzaba a ser más evidente la diferenciación de género, ya que se les empezaba a denominar como oquichpiltontli a los varones y cihuapiltizntli a las niñas.
Más tarde, un cambio más profundo se daría a partir de la aparición de los rasgos sexuales secundarios y la llegada de la menstruación en las niñas. Los términos que se utilizaban para definirlos cambiaban, así como las concepciones que se tenían, dado que era ya en esos momentos que los niños dejaban de serlo e ingresaban al grupo de edad siguiente, el de los telpochtli e ichpochtli.
Para finalizar, sólo resta decir que he intentado presentar en este artículo, con base en los pocos datos existentes sobre la infancia en las fuentes coloniales y etnográficas, un pequeño esbozo de las principales concepciones que se tenían sobre el cuerpo infantil, en específico entre los momentos de su formación y sus primeros años de vida. Y a pesar de que aún se hace necesario seguir inquiriendo sobre la relación que mantenía el cuerpo infantil con el poder de germinación, con las lluvias y con lo acuático, así como con los animales, este primer acercamiento muestra las diferentes asociaciones que se le daba a la conformación del cuerpo de los infantes y los valores simbólicos que éste tenía.