Introducción
A lo largo de las páginas que siguen nos hemos propuesto pensar, desde una lectura heideggeriana que podemos denominar fenomenológico-hermenéutica, el carácter trascendental, léase: estructural, del fenómeno interpretativo y el lugar que la interpretación, así comprendida, tiene en el conocimiento de la historia. Para poder hacerlo, en un primer momento nos detendremos en esa suerte de naturalización que el uso cotidiano del término interpretación pone de manifiesto. Posteriormente, analizaremos la concepción que de la interpretación tiene Heidegger para solo así, finalmente, poder advertir su función en el conocimiento histórico o de la historia (aquí tomados como sinónimos).
I
En su artículo dedicado al vínculo entre percepción e interpretación en el campo de la filosofía heideggeriana, Ramón Rodríguez señala: “Interpretación es hoy un concepto completamente habitual en nuestra práctica lingüística. […] El uso del término interpretación resulta ser del dominio de todos los campos, disciplinas y ámbitos del saber, a tal grado que se ha convertido en un tópico prácticamente incuestionable”.1 Parece que todos entendemos de qué se trata cuando se habla de interpretación, en efecto:
Interpretación funciona hoy como un concepto transgenérico que se usa sin recato en todos los ámbitos de la vida, desde los aspectos más cotidianos y triviales hasta las consideraciones más sesudas en filosofía, historia, política, economía, incluso deporte. Los profesores saben bien que en el aula equivale crecientemente a opinión: “tener una interpretación” es tanto como opinar sin más sobre algo y las opiniones, como se dice, son siempre “subjetivas” […].2
La consecuencia de este uso indiscriminado del concepto lleva consigo la omisión de la pregunta sobre su naturaleza. No sabemos con claridad qué significa interpretar. Que esta claridad no se logre en el ámbito de nuestra vida cotidiana no representa ningún problema, pero que su sentido permanezca en la ambigüedad, cuando no en la obscuridad, resulta un problema importante en el campo de la reflexión y el análisis del conocimiento científico.
Es bien sabido que en el siglo XIX Dilthey propone una distinción del conocimiento basada en el objeto de estudio que compete a las ciencias, a saber, la naturaleza y el mundo del espíritu. Al primer ámbito de conocimiento lo denomina ciencias de la naturaleza, al segundo, ciencias del espíritu. A cada uno pertenece un método de estudio distinto. Mientras que las primeras tienen como parámetro de verdad aquello que es posible medir y cuantificar, las segundas tienen como objeto lo que podríamos denominar la vida del espíritu. De tal suerte, las primeras se rigen por el principio de causalidad y las segundas por la comprensión (Verstehen), que debe distinguirse de la explicación, y da cuenta de la finalidad e intencionalidad de las manifestaciones del espíritu humano.3
A la comprensión (Verstehen) le es propia la interpretación (Auslegung) como forma de realización. Reconocer el carácter interpretativo de dichas ciencias sin llevar a cabo cuestionamiento alguno supondría abandonar a la ambigüedad el conocimiento que nos proporcionan y a renunciar a acceder a la verdad que se busca en cada una de ellas.
Probablemente el caso de la ciencia histórica sea uno de los más ilustrativos con respecto al problema de la interpretación. En efecto, la aspiración del historiador de dar cuenta del pasado suele enfrentarse con la disyuntiva entre la teoría del conocimiento de raigambre positivista, según la cual es necesario volver a los hechos brutos, a los datos puros, o la respuesta a esta postura, enfáticamente pronunciada por Nietzsche, según la cual “no hay hechos, solo interpretaciones”.4 El problema de esta disyuntiva, según la fenomenología hermenéutica, es que la contraposición entre hechos e interpretaciones supone la idea de que existen hechos en sí mismos o sentidos en sí mismos, de manera que toda intervención por parte de un sujeto cognoscente llevaría consigo, irremediablemente, su distorsión.5
Una concepción de este tipo descansa sobre una comprensión determinada del sujeto y de la realidad.6 Ciertamente, desde este punto de partida, el hombre se entiende como un sujeto que se enfrenta al mundo como a una realidad neutral. Sin embargo, es precisamente esta noción de realidad la que debe ponerse en tela de juicio. Por realidad suele comprenderse “un ámbito de las cosas cuya existencia es autónoma, aquello que es por sí y no por otro, a diferencia de las cosas cuya existencia depende de la mente como, por ejemplo, el conocimiento”.7 Así considerada, la realidad sería el conjunto de las cosas existentes fuera de nosotros en el que la conciencia humana no tendría ninguna incidencia, sería lo meramente subsistente y, en consecuencia, la verdad vendría a ser el resultado de la adecuación o concordancia con la cosa que está simplemente ahí, esperando a ser conocida.
De acuerdo con la fenomenología hermenéutica, no es a la realidad —entendida como aquello que subsiste con independencia del sujeto—, sino al mundo al que la existencia humana está dirigida. En efecto, al cuestionar el esquema sujeto-objeto, propio de la modernidad, resulta que aquello a lo que irremediable y estructuralmente está referido el hombre es al mundo y este forma parte de su modo de ser. La comprensión del hombre como ser-en-el-mundo supone que antes de toda representación o reflexión estamos en medio de lo otro y de los otros, tratando de manera significativa con todo aquello que nos rodea y forma parte de nuestro mundo circundante. En la medida en que el hombre es ser-en-el-mundo, todo aquello que le es dado surge ya desde el sentido. Precisamente, una de las tesis fundamentales de la fenomenología hermenéutica consiste en afirmar que el sentido no es algo que se agrega posteriormente a los hechos, sino el horizonte o fondo desde el cual estos tienen lugar. Aquí radica el carácter “previo”, a priori del sentido, que justifica por qué hablar de interpretación no implica, en ningún caso, abandonar el pensar al ámbito de lo meramente relativo y “subjetivo” de la opinión, sino un retorno de la mirada a su carácter estructural. Por ello: “La interpretación no arroja ‘significado’ sobre el nudo ente que está ahí, ni lo reviste con un valor, sino que lo que comparece dentro del mundo, ya tiene siempre, en cuanto tal, una condición abierta en la comprensión del mundo, y esta condición queda expuesta mediante la interpretación”.8
II
Sin duda, el problema de la interpretación pertenece al ámbito de la hermenéutica. En sus inicios ligada a la retórica y a la comprensión de los textos sagrados, en el siglo XIX será vinculada al ámbito de la vida por Schleiermacher y al campo de las ciencias del espíritu por Dilthey.9
A principios del siglo XX, Martin Heidegger puso en tela de juicio la consideración que dichos autores habían llevado a cabo de la interpretación, ya que, a sus ojos, dichas formas de entender la hermenéutica pierden de vista el objetivo de verdad de toda comprensión e interpretación,10 y propuso una radicalización de la hermenéutica que implicaba un desplazamiento de la interpretación (Auslegung) como operación cognitiva a condición o forma de la existencia (Dasein). Su concepción de la comprensión (Verstehen) como distinta de la explicación, propia del conocimiento teórico y representativo, fue determinante para lo que en adelante se entenderá por filosofía hermenéutica. En efecto, lo que en los siglos XX y XXI se comprende bajo dicho rótulo es deudor del cuestionamiento heideggeriano. Autores como Gadamer o Ricoeur no vacilaron en reconocer este legado en su propio pensamiento. Comprensión (Verstehen) e interpretación (Auslegung) no fueron ya entendidas como operaciones de la conciencia, sino como formas de la existencia, a saber, del hombre comprendido como Dasein y, por ende, como ser-en-el-mundo. En efecto, “La apertura del comprender concierne siempre a la constitución fundamental entera del ser-en-el-mundo”.11
En tanto que ser-en-el-mundo y no frente al mundo, el hombre debe ser comprendido como instancia de sentido, esto es, como lugar de encuentro con aquello que llamamos mundo. Como lugar de encuentro supone que todo lo que nos es dado, inevitable e irremediablemente, nos es dado desde la comprensión y, por ende, desde la interpretación. Comprensión e interpretación no son sinónimos; esta última debe ser entendida como el desarrollo de la primera; en efecto: “[La interpretación] es el desarrollo en el que el comprender se apropia de lo previamente comprendido”,12 de modo tal que: “En la interpretación el comprender no se convierte en otra cosa, sino que llega a ser él mismo. La interpretación se funda existencialmente en el comprender, y no es este el que llega a ser por medio de aquella”.13 En este sentido, es posible afirmar que comprender e interpretar, en la medida en que pertenecen al modo de ser de la existencia humana, tienen estatuto ontológico, lo cual significa que tienen carácter estructural y por ende irrenunciable. El encuentro con el mundo se lleva a cabo, necesariamente, de manera significativa; por ello el sentido no es algo que agreguemos a las cosas ya conocidas, sino el horizonte desde el cual comparecen.14
Ahora bien, comprender y entender son términos que cotidiana y regularmente están vinculados y que técnicamente deben distinguirse. Que el comprender determine el entender y el conocer pone en evidencia la primacía de lo preteorético frente a lo teorético, suelo originario al que Heidegger pretende conducir el quehacer filosófico. La interpretación (Auslegung) entendida como estructura básica de la vida humana,15 pone de manifiesto que nuestro modo de ser en el mundo, primeramente, no tiene carácter reflexivo o teórico sino práctico y significativo.16 De manera que:
lo que precede a la interpretación y la funda es […] un tener [y un ver] ya previamente lo que va a ser percibido, consistente en la pura familiaridad práctico-operativa con una trama de relaciones como posibilidades de acción, en la que la cosa está inserta […] Ambos, tener y ver previos, son perfectamente atemáticos y preconscientes e indican una instalación en el mundo siempre significativa, un moverse ya en campos de posibilidades de acción que constituyen horizontes de sentido. Por eso la interpretación no constituye el sentido, no lo alumbra o inaugura, sino que lo supone […].17
Sin duda, el ser humano comprendido como Dasein no es un sujeto frente a un mundo, sino en el mundo (In-der-Welt-sein) en medio de los entes (Sein bei) que le rodean y le incumben. En la medida en que somos en el mundo y no frente al mundo, nuestro conocimiento siempre está determinado por el sentido, de modo que, todo nos es dado desde un horizonte que suele pasar desapercibido.18 Que la interpretación se funda en la comprensión implica que siempre se da sobre algo, a partir de algo, desde un contexto. No hay interpretación que brote del vacío. Por eso, en sentido estricto, hay que afirmar que: “La interpretación no arroja cierto ‘significado’ sobre el nudo ente que está-ahí, ni lo reviste con un valor, sino que lo que comparece dentro del mundo, ya tiene siempre, en cuanto tal, una condición respectiva abierta en la comprensión del mundo, y esta condición queda expuesta por medio de la interpretación”.19
Si nos atenemos a la experiencia en términos fenomenológicos, esto es, a la cosa misma en su darse, hay que reconocer que nunca experimentamos simplemente cosas o entes. Las cosas en cuestión están ya siempre revestidas de sentido, no les agregamos, en un momento secundario, etiquetas con un significado preciso. El sentido no es una propiedad o una cosa, sino el fondo u horizonte desde el cual comparece lo que me es dado. De tal forma, es posible afirmar que:
La interpretación no es jamás una aprehensión, sin supuestos, de algo dado. Cuando esa particular concreción de la interpretación que es la interpretación exacta de los textos apela a lo que “está allí”, lo que por lo pronto está allí no es otra cosa que la obvia e indiscutida opinión previa del intérprete, que subyace necesariamente en todo quehacer interpretativo como aquello que con la interpretación misma ya está “puesto”, es decir, previamente dado en el haber previo, la manera previa de ver y la manera de entender previa.20
Si, tal y como hemos dicho, toda interpretación tiene como base la comprensión, y si ambas nociones tienen carácter a priori, entonces es necesario afirmar que el conocimiento se mueve en un círculo. Desconocerlo y considerarlo como círculo vicioso (circulus vitiosus) significa no comprender en absoluto la estructura del conocimiento. En efecto, “El argumento del círculo […] tiene una importancia capital para entender la labor hermenéutica, ya que lo que podría parecer en principio una refutación es más bien ‘…una positiva posibilidad del conocimiento más originario’”.21 Heidegger lo dice así:
[…] el cumplimiento de las condiciones fundamentales de toda interpretación exige no desconocer de partida las esenciales condiciones de su realización. Lo decisivo no es salir del círculo, sino entrar en él en forma correcta. Este círculo del comprender no es un circuito en el que gire un género cualquiera de conocimientos, sino que es la expresión de la estructura existencial de prioridad del Dasein mismo.22
Así las cosas, es posible afirmar que en el círculo hermenéutico se expresa la naturaleza misma del conocimiento más originario, esto es, aquel que precede de la experiencia comprendida como nuestro inmediato estar-en-medio-de-las-cosas que nos rodean, de manera que cualquier tipo de conocimiento basado en la representación y susceptible de ser conceptualizado tiene necesariamente carácter derivado. 23
En este sentido, resulta importante advertir que, desde esta consideración estructural de la interpretación, esto es, previa o a priori, la verdad no está en la consecución de lo objetivo e imparcial, sino justamente en la atención a su naturaleza eminentemente comprensiva e interpretativa. Por ello, es posible afirmar que en los fenómenos de la comprensión y la interpretación se hace patente lo inadecuado que sería, por un lado, comprender al hombre como separado del mundo, y, por el otro, la búsqueda de neutralidad y objetividad respecto del objeto conocido. 24
III
Resulta muy importante advertir que la hermenéutica parte de la base de que la experiencia humana está atravesada por encubrimientos, en efecto, el llamado fenomenológico ¡a las cosas mismas! pone de manifiesto que estas no nos son dadas libres de encubrimiento. Ser inmediatamente en el mundo no significa que nuestro encuentro con los otros entes —tanto con aquellos que tienen nuestra misma forma de ser, como con los entes intramundanos en general— sea transparente. Inmediatez no es sinónimo de transparencia. En efecto, cotidianamente estamos a tal grado inmersos en el mundo, tanto prácticamente, por ejemplo, cuando preparamos el café de la mañana, escuchamos una clase, estamos listos para comer, caminamos para reunirnos con alguien; como teóricamente, cuando leemos y estudiamos un texto determinado, que no advertimos hasta qué punto eso, con lo que se establece un encuentro, está determinado por múltiples e implícitas interpretaciones que pueden encubrir el asunto en cuestión dándolo por obvio.
Recordemos que el objetivo de la fenomenología es precisamente dar cuenta de las cosas mismas, tal y como nos son dadas y en los límites en los que nos son dadas.25 En su lección de 1923, Ontología. Hermenéutica de la facticidad, Heidegger hace explícita esta determinación: “La fenomenología tiene como propósito dar cuenta del acceso a las cosas mismas”.26 En este sentido, hay que decir que: “Fenomenología es ante todo un modo de investigar: hablar de algo tal como ese algo se muestra y solo en la medida en que se muestra”.27 De lo anterior se desprende que la idea de método, esencial a la fenomenología, debe deslindarse de la noción de metodología, si por esta se entiende un conjunto de técnicas o herramientas para la investigación. En efecto, para Heidegger: “El método no es ningún procedimiento externo, sino que se halla en estrecha relación con su objeto […]. El método filosófico no es, pues, ningún medio técnico o herramienta, sino solo posible al incluir al ‘objeto’ por investigar. En sentido estricto, el método es determinado por el ‘objeto’”.28 Para la fenomenología, fenómeno no refiere a cierta región de entes o a determinados temas que habría que desarrollar, sino al modo de acceso a las cosas mismas: “El término fenómeno no es una categoría sino que hace referencia al cómo del acceso, de la aprehensión y la verificación”.29 Por eso, resulta fundamental hacer énfasis en que la fenomenología no hace referencia a un “qué”, sino al “cómo”, esto es, al modo, en que tiene lugar el encuentro con el ente.
Puesto que el encubrimiento que afecta la posibilidad de aprehender la cosa misma no es total: “La hermenéutica [interviene] como movimiento de descubrimiento, de des-velamiento, des-enmascaramiento. [...] En efecto, la invocación a las cosas mismas supone que no las vemos en sí mismas, sino encubiertas en un campo que las distorsiona y desfigura (como, por ejemplo, el de una tradición que nos enseña qué cosas vemos y cómo tenemos que verlas)”.30 Este movimiento de des-velamiento no tiene como propósito aniquilar los supuestos, sino ponerlos al descubierto, hacerlos relevantes, de manera que es posible afirmar que la tarea de la fenomenología hermenéutica consiste en tratar de sacar a
la luz la historia del encubrimiento.31 Su propósito consiste en remontar la tradición que constituye y determina el conocimiento hasta las fuentes del asunto.32 Esta tarea solo puede llevarse a cabo a través de una crítica histórica radical, que necesita del desmontaje. Solo a partir del desmontaje crítico de la tradición es posible configurar de nuevo la posición originaria desde la cual se lleva a cabo el comprender y la interpretación.33
El proceder crítico que se desarrolla a partir del desmontaje recién aludido es denominado por Heidegger destrucción (Destruktion).34 Esta forma parte de uno de los tres momentos del método hermenéutico fenomenológico.35 Y constituye la piedra angular de la hermenéutica; en efecto, Heidegger señala que
La hermenéutica cumple su tarea solo a través de la destrucción. […]. La destrucción es más bien el único camino a través del cual el presente debe salir al encuentro de su propia actividad fundamental; y debe hacerlo de tal manera que de la historia brote la pregunta constante de hasta qué punto se inquieta el presente mismo por la apropiación y por la interpretación de las posibilidades radicales y fundamentales de la experiencia.36
En las lecciones del verano de 1923, Ontología. Hermenéutica de la facticidad, vuelve sobre lo antes dicho y señala: “En este sentido, la verdadera tarea de toda investigación, que pretenda llegar a lo más originario, consistirá en una labor desconstructiva y crítica. La hermenéutica es desconstrucción. […] Todas las indagaciones deben comenzar en el ahora mismo y ser de modo concreto siempre desconstructivas de lo histórico decisivo determinado”.37
En Ser y tiempo (1927), Heidegger reitera la importancia de la destrucción de esta manera: “[…] la destrucción no tiene el sentido negativo de un deshacerse de la tradición ontológica. Por el contrario, lo que busca es circunscribirla en lo positivo de sus posibilidades, lo que implica siempre acotarla en sus límites, es decir, en los límites fácticamente dados en el respectivo cuestionamiento y en la delimitación del posible campo de investigación bosquejado desde aquel”.38
En efecto, el cometido de la destrucción supone una revisión profundamente histórica anclada en la propia historicidad del hombre; sin embargo, esta última tiende a ser olvidada. La tendencia deshistorizante del conocimiento científico se extiende a la filosofía y a la historia misma, la cual silencia su propia historicidad y se pierde en objetivaciones que hacen del pasado algo así como un fósil anquilosado, que ya nada dice de la conexión fundamental entre vida e historia. Se olvida que del carácter histórico del hombre nace la posibilidad de la ciencia histórica y en general de toda ciencia.
IV
Así pues, tal y como lo hemos señalado, comprensión e interpretación ponen de manifiesto la necesidad de mediación que caracteriza el conocimiento humano. En el caso del conocimiento de la historia la necesidad de esta mediación es, todavía, más evidente, ya que su objeto de estudio no se da nunca de manera “presencial”. El pasado, como objeto de la historia, nos es dado siempre e inevitablemente desde un presente que lo determina, pero al que dicho pasado ya no pertenece, por ello, el conocimiento histórico es un querer saber de lo ausente, de lo que ya no está, y, por ende, de los muertos.39 No es casual que, desde otro campo del conocimiento, a saber, el de la sociología y el de la epistemología de la historia, Michel de Certeau afirme que la historia es una heterología. Ciertamente: “Las ciencias humanas, entre las que se encuentra la historia, podrían calificarse como saberes heterodoxos; saberes cuya finalidad es alterar la propia ortodoxia”.40 En efecto, la historia elaborada de alteridad y ausencia consiste en el reconocimiento del otro en tanto que otro.41 Y la interpretación que la constituye debe advertir y atender esa distancia insalvable entre el presente en el que se lleva a cabo, y el pasado del que intenta dar cuenta: “Hacer historia es construir, después de ciertas operaciones, lo diferente y no lo semejante […]. Cuando entendemos que ayer las cosas se habían percibido, pensado, razonado desde un a priori distinto del nuestro, en ese momento surge la inquietud, y ella siempre expresa la existencia de la extraña familiaridad, es decir, de que el mundo no siempre ha sido como el nuestro”.42
En este sentido, la hermenéutica, y con ella la interpretación, se convierten en una suerte de traducción, no ya solo de textos, sino de la vida misma, que consiste en convertir (sin deformar) lo extraño en familiar. En efecto: “La interpretación, en resumidas cuentas, es un procedimiento de transferencia de algo desconocido a algo conocido. Es un proceso de traducción en el que se transforma algo en otra cosa”.43 El malentendido y el error tienen lugar cuando no se reconoce la distancia y la labor de traducción que toda interpretación lleva
consigo. El no reconocimiento de la distancia violenta la comprensión y homogeniza la diversidad de los sentidos. En el campo de la historia esto suele suceder cuando no se advierte la multiplicidad de registros y matices interpretativos que constituyen el hecho mismo. El peligro del anacronismo en la construcción del conocimiento histórico tiene lugar, precisamente, cuando se sitúa una persona o una cosa en un periodo que no se corresponde con el que le es propio.44 Cuando no se advierten los distintos registros interpretativos de quien ha dado cuenta de lo sucedido y de los diversos registros desde los cuales tenemos noticia de determinado hecho histórico. Además, claro está, de reconocer nuestra propia situación o condición interpretativa.
Advertir esta diversidad de registros interpretativos permite poner al descubierto el horizonte de interpretación desde el cual tenemos noticia de los hechos y por ende la posibilidad de conocerlos con verdad. Existe, pues, una paradoja inherente a la hermenéutica que consiste en el reconocimiento de que la interpretación como una forma de traducción que consiste en hacer familiar lo desconocido, solo se logra cuando se reconoce la distancia, a veces infinita, que caracteriza toda forma de alteridad.