I. Concepción cartesiana del conocimiento
El pensamiento filosófico, en la discusión acerca del problema del conocimiento, se ha periodizado de múltiples maneras a lo largo de la historia reciente; entre ellas, destacamos una, que se caracteriza por las preguntas que permite plantear y las respuestas que hace posibles, así como por las variadas posibilidades que abre a otros grupos de problemas. Nos referimos aquí a la que asume como base tres categorías que han sido las predominantes en sucesivas etapas de la historia de la filosofía. De acuerdo con esta, habría, primero, una forma de pensamiento ontológica que corresponde al predominio de la categoría del ser, en la que el sujeto de conocimiento se relaciona con el mundo y con los demás; después, una segunda forma de pensamiento que corresponde a la filosofía de la reflexión, en la que predomina la categoría de la conciencia (corriente a la que algunos autores engloban bajo el nombre de mentalismo); entre ambos tipos de filosofía, las que se centran en el ser y las que se enfocan en el problema de la conciencia, hay un cambio muy notorio, puesto que, si en la primera el sujeto se relaciona solo con el mundo y los demás como objetos, en la segunda el sujeto se relaciona consigo mismo y con ello consigue tener acceso a una esfera interna de representaciones de aquel mundo de objetos representados. Volveremos enseguida a esta segunda forma de entender el mundo para conocerlo. La tercera manera de comprender el conocimiento corresponde a la fase en la que aparecen las filosofías en las que predomina el problema del lenguaje, que se agrupan bajo el nombre genérico de filosofía lingüística.2
El cambio experimentado entre la segunda y la tercera fase es mucho más profundo en la forma de considerar la cuestión del conocimiento, pues hasta entonces prácticamente no había cambiado la idea que se tenía acerca del lenguaje y que a grandes rasgos corresponde a como lo pensaba Platón: como un instrumento para significar cosas e ideas que se asumían como susceptibles de ser conocidas de modo independiente de ese mismo instrumento. De acuerdo con esa concepción, las lenguas naturales tienen un cierto papel en la formación de ideas y experiencias, pero solo muy precariamente permite expresarlas o representarlas. Humboldt y otros pensadores que se asocian al romanticismo alemán iniciaron un movimiento que permitió dejar atrás esas concepciones de las filosofías centradas en el sujeto, en las que el problema fundamental, ya sea que consideremos solo la primera fase o las dos primeras, era cómo un sujeto aislado puede adquirir el conocimiento de objetos y personas que están fuera de su mente. En el siglo XX ocurre ese ya mencionado cambio en la filosofía y las ciencias humanas que situó la interacción social en una posición central en la filosofía, cambio que permite dejar a un lado la experiencia psicológica y volcarse hacia el lenguaje como el lugar adecuado para investigar el conocimiento; como se dijo, este cambio es lo que se conoce como giro lingüístico, y que es de hecho lo que hace posible una nueva concepción del conocimiento.
Ese problema presente en las filosofías de la conciencia, aquel que se pregunta cómo un sujeto aislado puede conocer objetos y personas que están fuera de su mente, tiene en su base el llamado dualismo conceptual entre sujeto y objeto (es decir, entre mente y materia) postulado por Descartes.3 Se puede sintetizar la visión cartesiana en tres tesis: a) distinción entre cuerpo y mente (dualismo), lo que plantea una existencia lógicamente independiente de esas dos partes; b) cada sujeto tiene un conocimiento inmediato e infalible sobre sus propios estados de conciencia por medio de la introspección, y c) los contenidos mentales del sujeto, en tanto que experiencia interna a la cual solo el sujeto en cuestión tiene acceso, son el fundamento del conocimiento objetivo.4 En la primera tesis se afirma la existencia de dos sustancias, una material y otra mental, cada una con características propias y mutuamente excluyentes. Esta separación introduce un problema complejo: el del dualismo mente/cuerpo, de acuerdo con el cual cada sujeto vive dos historias paralelas: una vida física, la del cuerpo, que transcurre en el espacio y en el tiempo, y otra mental, que ocurre solo en el tiempo. El problema del dualismo plantea una dificultad mayor, que es dar cuenta de la conexión (si es que hay alguna) entre ambas, que permita hablar de una mutua dependencia entre las dos sustancias. La segunda tesis postula que habría una especie de mirada interna de cada uno a sus propios pensamientos o contenidos mentales y, por tanto, que esos contenidos de la mente son transparentes para cada uno, lo cual indica que se pueden conocer directamente, aunque ese ámbito privado de lo mental es inaccesible a cualquier otro sujeto. De allí el carácter egocéntrico del modelo mental cartesiano con el que queda planteado el problema de la existencia de otras mentes. La dualidad mente / cuerpo y la consiguiente dificultad de establecer una relación entre ambos lleva a la conclusión de que es imposible el conocimiento de lo que ocurre en una persona distinta; incluso en una sola persona hay disociación, pues no hay un vínculo conceptual entre lo que ocurre en su cuerpo y lo que ocurre en su mente. Respecto a la tercera tesis, el conocimiento de los contenidos mentales es el fundamento de un conocimiento objetivo porque, como hay un acceso directo e inmediato a esos contenidos, siempre se conoce mejor la mente que el cuerpo.5 Una consecuencia es la idea de que los términos para nombrar nuestra vida mental son incomunicables, ya que la base de la comunicación es que los conceptos en uso sean inteligibles para los interlocutores; por tanto, allí se ubicaría el argumento del lenguaje privado, que será sometido a crítica más tarde, sobre todo por Wittgenstein.
La visión cartesiana, expuesta aquí de modo muy simplificado, es la más acabada concepción de una epistemología tradicional en la cual ocupa un lugar fundamental la idea de que solo se puede determinar lo que es posible decir legítimamente acerca de las cosas si antes ya hemos resuelto el problema del conocimiento. Desde esta postura epistemológica se asume que se puede llegar al fondo del conocimiento sin tomar en cuenta nuestra comprensión de la experiencia y de la vida humana. Allí se concibe el conocimiento como algo que presupone la recepción pasiva de las impresiones del mundo exterior; por tanto, que depende de una cierta relación entre esos componentes del mundo exterior y ciertos estados internos, causados en nosotros por esa realidad externa.
La concepción cartesiana es uno de los componentes de aquel segundo grupo antes mencionado, el de la filosofía de la conciencia, aunque estrictamente hablando no es la única presente en ella, puesto que se acostumbra hablar de ellas en plural porque no se trata de una corriente o de una escuela filosófica, sino que así se denomina a un amplio espectro de enfoques que abarca varios ángulos, entre otros el de la subjetividad cartesiana, que entiende al sujeto como el lugar de una mente; el del dualismo metafísico, que concibe dos sustancias, la pensante y la extensa; el de la metafísica sujeto-objeto, que concibe el mundo como una totalidad de objetos frente a una pluralidad de sujetos que no forman parte del mundo en el que operan; el del positivismo lógico, que considera que el conocimiento está en los datos sensoriales y, de modo más general, en la búsqueda de certezas, así como en la consideración de la filosofía como algo necesario para demostrar la validez de los modos científicos de búsqueda. Otras ideas asociadas a la filosofía de la conciencia son el atomismo social, que piensa a los sujetos individuales como ontológica y lógicamente previos a las realidades social, política y ética; también la de pensar la comunidad como la suma de relaciones entre sujetos discretos previamente constituidos, por tanto, como presociales; finalmente, la consideración de la sociedad como un macrosujeto, como un todo unitario y orgánico, como una persona colectiva y no una pluralidad agregada de individuos.6 Todas estas corrientes de pensamiento filosófico sintetizadas en el nombre filosofías de la conciencia, sitúan el conocimiento en el centro de la filosofía y no toman en cuenta, al menos no directamente, la interacción social.7
Lo que domina la tradición de la epistemología cartesiana y a las filosofías de la conciencia en su conjunto es un punto de vista monológico, el cual ha modelado nuestro sentido del yo por el hecho de que cada individuo se considera como una mente pensante responsable, dotada de un juicio autónomo. La tradición cartesiana considera al agente humano básicamente como sujeto de representaciones tanto del mundo exterior como de los fines, deseados o temidos; y el sujeto monológico está, de acuerdo con Taylor,8 en contacto con un mundo exterior, que puede incluir otros aspectos, pues es verdad que ese sujeto se relaciona tanto con objetos como con otros sujetos, pero este contacto se realiza no de manera directa, sino a través de representaciones que tiene en su interior. Es decir, el sujeto monológico no es más que un mero espacio interno donde los demás pueden estar contenidos, incluso pueden ser responsables de algunas de esas representaciones, pero el yo, el espacio interior en sí mismo, se define de modo independiente de los demás.
En esa concepción cartesiana cabe incluso considerar que el agente coordina sus acciones con las de los otros, pero esa coordinación no puede dar cuenta de la manera en que una gran cantidad de acciones requieren no de un agente individual, sino de un agente colectivo, porque las acciones son dialógicas, se realizan por agentes no individuales, sino integrados, por lo cual, para aquellos que están implicados en ella, “la identidad de esta acción, en tanto que acción dialógica, depende esencialmente del hecho de que la posición de agente sea compartida. Estas acciones son constituidas como tales por una comprensión común a quienes componen el agente común”.9
II. Concepción dialógica
El conocimiento del otro, de los seres humanos en general y de la diversidad de las culturas, requiere, pues, de una concepción dialógica, de la superación de esa epistemología cartesiana, puesto que no es posible entender la vida humana solamente en términos de sujetos individuales que forman representaciones acerca de los demás y responden unos a otros; una parte considerable de la vida humana, de las acciones humanas en general, solo es posible en la medida en que el agente se constituye y se entiende a sí mismo como una parte integrante de un nosotros. De esa manera, nuestra comprensión del yo, de la sociedad y del mundo se realiza, en su mayor parte, a través de acciones dialógicas. El lenguaje mismo establece espacios de acción común, lo que significa que “nuestra identidad nunca está definida simplemente en términos de nuestras propiedades individuales. Nos sitúa también en algún espacio social”.10
Aunque se hace visible a principios del siglo XX, el giro hacia el lenguaje comenzó a gestarse en todos los ámbitos de las nacientes ciencias sociales desde mediados del siglo anterior, y allí tuvo un papel singular la nueva ciencia de la lengua. Desde ahí, los problemas de lo que existe, de lo que puede ser conocido y de cómo se puede conocer, se piensan como problemas del significado, es decir, de aquello a lo que nos referimos y a la manera en que lo hacemos. En palabras de Habermas, mientras que el signo lingüístico
[…] se había considerado hasta entonces como instrumento y elemento accesorio de las representaciones, ahora es ese reino intermedio que representan los significados lingüísticos el que cobra dignidad propia. Las relaciones entre lenguaje y mundo, entre oración y estados de cosas disuelven las relaciones sujeto-objeto.11
De hecho, en los inicios del siglo XX surge y se desarrolla en los países de habla inglesa una tradición filosófica, la filosofía analítica, que se caracteriza por un énfasis en el lenguaje y por su claridad y rigor en sus argumentos, que hace uso de la lógica formal y las matemáticas y, en menor grado, de las ciencias naturales. Originalmente, la meta central de esta corriente ha sido la claridad conceptual, en nombre de lo que Moore y Russell acusaron de oscuro al hegelianismo. Inspirado por los desarrollos de la lógica formal, Russell reclamó que los problemas de la filosofía podrían resolverse al mostrar los constituyentes simples de los problemas complejos. Algunas figuras importantes en su nacimiento y desarrollo son Frege, Russell, Moore y Wittgenstein, y más tarde los de los positivistas lógicos, Carnap en particular, Quine y Popper. Hasta 1930, Russell y Wittgenstein pensaban que sería necesario crear un lenguaje ideal para el análisis filosófico, el cual debía estar libre de las ambigüedades del lenguaje ordinario que, según decían, es lo que imposibilita el pensamiento filosófico. Ambos querían entender el lenguaje (y por tanto los problemas filosóficos) a través del uso de la lógica para formalizar la manera como se construyen los postulados filosóficos. Russell abogaba por el atomismo lógico y Wittgenstein desarrolló un sistema comprehensivo del atomismo lógico en su Tractatus, según el cual el universo es la totalidad de los hechos y estados de cosas y que estos pueden expresarse por medio del lenguaje en una lógica de predicados de primer orden. De esta manera se podría construir una imagen del universo a través de la expresión de los hechos en la forma de proposiciones atómicas y su encadenamiento por medio de operadores lógicos. Paralelamente, los filósofos del círculo de Viena desarrollaron el formalismo de Russell y Wittgenstein en una doctrina conocida como positivismo lógico (o empirismo lógico), que usaba los métodos de la lógica formal para hacer un recuento empirista del conocimiento. Ellos sostenían que las verdades de la lógica y las matemáticas eran tautologías, y que las de la ciencia eran reclamos empíricos verificables. Ambos tipos constituían el universo completo de los juicios significativos; todo el resto era sinsentido. De allí que los reclamos de la ética, la estética y la teología se redujeran a proposiciones que no son ni empíricamente falsas ni verdaderas, y que por tanto no tienen sentido. Popper, en reacción a los excesos del positivismo lógico, introdujo la categoría de falsación o falsificación en filosofía de la ciencia, la que, como método general, formó parte de la tradición analítica. Los positivistas habían adoptado el principio de verificación, según el cual cada postulado significativo es ya sea analítico o capaz de ser verificado por la experiencia; por eso el positivismo lógico rechazaba muchos problemas tradicionales de la filosofía por no ser significativos, en especial los de la metafísica o de la ontología. Para ellos, la única función de la filosofía era aclarar el pensamiento.
En las décadas de los cuarenta y los cincuenta, la filosofía analítica se orientó hacia la llamada filosofía del lenguaje ordinario en dos líneas principales: una continuó la filosofía del último Wittgenstein, que difiere radicalmente de sus trabajos tempranos; la otra, conocida como la “filosofía de Oxford”, donde se incluía a J. L. Austin. En oposición a los primeros filósofos analíticos, que pensaban que los filósofos debían evitar las trampas de las lenguas naturales con la construcción de lenguajes ideales, los del lenguaje ordinario reclamaban que este lenguaje representa muchas sutiles distinciones que no se reconocen en la formulación de los problemas filosóficos tradicionales. En tanto que algunas escuelas como el positivismo lógico ponen el énfasis en los términos lógicos, que supuestamente son universales y separados de factores contingentes (como la cultura, la lengua, las condiciones históricas), la filosofía del lenguaje ordinario acentúa el uso de la lengua por las personas ordinarias.
Richard Rorty, filósofo norteamericano que en sus primeras épocas estuvo muy cercano a la corriente analítica, popularizó en 1967 un término que sería ampliamente difundido, el de giro lingüístico, y con él se refiere originalmente a una nueva concepción de la naturaleza de la filosofía y de sus métodos, según la cual esta no se propone la investigación de las características esenciales de la realidad, sino que se trata de una disciplina que tiene como objetivo aclarar las complejas interrelaciones entre los conceptos filosóficamente pertinentes, tal como se han adoptado por el uso lingüístico común y, con ello, disipar confusiones conceptuales y resolver problemas filosóficos.
En ese texto, que en realidad es la introducción a una compilación de escritos sobre el tema, Rorty se propone “proporcionar materiales de reflexión sobre la revolución filosófica más reciente, la de la filosofía lingüística”; para él, la filosofía lingüística sería:
[…] el punto de vista de que los problemas filosóficos pueden ser resueltos (o disueltos) reformando el lenguaje o comprometiendo mejor el que usamos en el presente. Esta perspectiva es considerada por muchos de sus defensores el descubrimiento filosófico más importante de nuestro tiempo y, desde luego, de cualquier época. Pero sus críticas lo interpretan como un signo de la enfermedad de nuestras almas, una revuelta contra la razón misma, y un intento autoengañoso (en palabras de Russell) de procurarse con artimañas lo que no se ha logrado conseguir con trabajo honesto.12
El término mismo, giro lingüístico, fue en realidad acuñado por el filósofo Gustav Bergman, en su artículo “Logic and reality”, de 1964; Bergman, antiguo integrante del círculo de Viena, encaminó sus esfuerzos a reformular la filosofía con respecto a la sintaxis y la interpretación, y el propio Rorty llegó a reconocer que la frase giro lingüístico es de aquel: “hasta donde yo sé, de su propio cuño”.13 El giro lingüístico ha tenido un fuerte impacto en muchas disciplinas, ya sea a través de la idea de construcción social o por medio de la extensión del método interpretativo en las ciencias humanas, incluso también en el dominio de las ciencias naturales. Uno de los resultados de este giro ha sido colocar al observador dentro del campo de observación, es decir, situar el objetivo (o uno de los objetivos) de la disciplina en relación con el significado. La antropología es un ejemplo de una disciplina que no busca establecer un conocimiento científico en general, sino la interpretación hermenéutica de las culturas; lo mismo ocurrió en otras ciencias sociales y humanas que, después del giro, tomaron el lenguaje como modelo para la comprensión. Por otro lado, los estudios acerca de la sociedad basados en la comprensión y el significado comenzaron durante la segunda mitad del siglo XIX y culminaron de cierta manera con los trabajos de Max Weber acerca de la acción a principios del XX, pues fue él quien planteó la necesidad de combinar la observación externa del comportamiento de los individuos con la comprensión del significado interno o subjetivo de la acción; con ello da un paso muy grande en esa dirección al postular el sentido como concepto central.14 Desde su punto de vista, la comprensión de la acción se realiza por medio de la interpretación del comportamiento dentro de un contexto de propósitos, valores, necesidades y deseos; para él, una acción es significativa (y por tanto inteligible) si se puede relacionar con un contexto adecuado de medios y fines, es decir, si se puede entender desde una razón; y esto es un avance respecto a sus predecesores, pues desde el punto de vista de estos, el significado no proviene solo de considerarlo como respuesta a un estímulo externo. Weber introduce, pues, el concepto de significado como un elemento básico en su teoría de la acción y gracias a él distingue las acciones de los meros comportamientos observables.15 Sin embargo, no consigue dar el paso hacia una teoría del significado, pues no lo relaciona con el medio lingüístico, no asume el modelo de la lengua, de la cual en su época no se había desarrollado una concepción científica; piensa el significado sobre la base de las creencias e intenciones de un sujeto tomado en principio de manera aislada y en una relación que remite “a la actividad orientada hacia un fin de un sujeto actuante solitario”, en lugar de ver la comprensión como una relación interpersonal entre al menos dos sujetos hablantes y actuantes —una relación que remite a la comprensión a través del lenguaje—”.16Al pensar la cuestión del sentido solo por referencia a intenciones y creencias de un sujeto aislado, y no como producto de una relación interpersonal de al menos dos sujetos, Weber asume que el individuo razona únicamente desde su propio punto de vista, y con ello asume que los seres humanos no serían más que simples portadores presociales de necesidades y deseos; y no solo todavía no sociales, sino incluso considera que todavía no alcanzan el carácter de individuos; de allí la consecuencia de que no pueda ver los significados como públicos y compartidos. Para que esto pudiera ocurrir hacía falta tomar en consideración el cambio que hemos empezado a describir en líneas anteriores, el llamado giro lingüístico, que se observó tanto en la filosofía como en las ciencias humanas, y con el cual se consiguió ver desde otro ángulo la interacción social y al lenguaje como el lugar adecuado para investigar el conocimiento.
III. Entrada en escena del lenguaje
Frente al llamado paradigma de la conciencia, representado por toda la filosofía moderna y contemporánea desde Descartes, los enfoques posteriores asumen lo que se acostumbra llamar el paradigma del lenguaje. Las filosofías de la conciencia defienden una teoría del conocimiento basado en la representación de un objeto por parte de un sujeto, mientras que, después del giro lingüístico, las investigaciones sobre el conocimiento se enfocan hacia la construcción pragmática de este por medio del lenguaje. Y este hecho tiene repercusiones importantes, pues si, desde la perspectiva de la conciencia, se considera el conocimiento como un hallazgo definitivo que resulta de una relación individual y monológica de un sujeto con un objeto de investigación, desde la otra se defiende un modelo de conocimiento falible, y por tanto susceptible de revisión y de crítica, que se construye de manera dialógica no por un sujeto sino por un grupo a través de la intersubjetividad del lenguaje.17
Considerar al sujeto y a la relación entre sujeto y objeto con respecto al conocimiento como lo hacen las filosofías de la conciencia, conduce, como antes se dijo, a posiciones por lo menos parciales, ya que quedan excluidas formas de razón, de acción y de experiencia dialógicas. Desde principios del siglo XIX se cuestionó el razonamiento cartesiano y de sus continuadores porque refleja solamente la actitud de un observador aislado; sin embargo, pensadores anteriores al giro, como Hegel, critican esa posición. Él había sostenido que una visión coherente del conocimiento requiere otro método de razonar en el cual el sujeto y el objeto, la comprensión teórica y la vida práctica, se muestren como parte de una totalidad concreta simple. Él mismo adelanta la idea de la intersubjetividad comunicativa, que identifica el hablar como la expresión más original de la conciencia; el acto social de nombrar y clasificar cosas se hace posible por la repetición, por la identificación conceptual de entes particulares antes de cualquier división entre sujeto y objeto: todo se percibe siempre como elemento de algo que lo engloba de acuerdo con reglas convencionales de clasificación. Hegel vio que la estructura fundamental de la vida social es el mutuo reconocimiento que involucra a dos o más personas. Otras formas de reconocimiento mutuo (como la de los derechos individuales en el nivel de la sociedad civil y la de las leyes en el nivel del Estado) expanden el alcance del reconocimiento mutuo hasta incluir relaciones universales.18 Posteriormente, Husserl renovó esta crítica por otro camino, el de la introspección de la experiencia, pues la actitud teórica del razonamiento analítico congela y objetiva el mundo en cosas estáticas con propiedades discretas y opuestas a la conciencia, con lo cual las abstrae de la experiencia del mundo como fenómeno significativo de una conciencia unificada que fluye en el tiempo. Por esta y otras vías se llegó a la conclusión de que el conocimiento no puede ser visto sino como producto de la socialización; una persona se convierte en independiente y autónoma con una identidad estable solo por el hecho de que se refleja ella misma a través de los ojos del otro. La relación sujeto-objeto supuesta en la dialéctica de la Ilustración deriva de la relación más básica que es la de intersubjetividad, en la cual los interlocutores afirman su mutua humanidad. En esa línea de pensamiento, se hace cada vez más notorio que apelar al concepto de persona constituye un punto de vista que todavía no es social ya que solo en una red de reconocimiento recíproco puede un individuo desarrollar y reproducir en cada caso su propia identidad. Incluso el núcleo más íntimo de la persona está internamente vinculado y enlazado con la amplia periferia de una densa y ramificada red de relaciones comunicativas. Aquí están en germen algunos elementos que llevarán hasta una visión dialógica, al planteamiento de la interacción, que se convertirá en un concepto fundamental de las posturas que van más allá de la filosofía de la conciencia.
Aunque muchos estudiosos del área ven históricamente el inicio del giro lingüístico en las ideas de Frege y en las primeras manifestaciones de la filosofía analítica, en realidad sus raíces están en el romanticismo alemán del siglo XIX. Humboldt no solamente proporciona una explicación de la manera en que el lenguaje es esencial para el pensamiento humano, sino que también sitúa la capacidad de hablar no en el individuo aislado, sino primordialmente en una comunidad de habla. Varios estudiosos contemporáneos del ámbito alemán, Habermas y Apel entre ellos, consideran a Humboldt como el padre de tres grandes tradiciones de la filosofía llamada posmentalista que configuraron el giro lingüístico: la de la hermenéutica, la de la semántica formal y la de la pragmática. Hemos recordado que, antes del giro lingüístico, se pensaba el lenguaje verbal solo como un instrumento para significar cosas e ideas, que se presumía que eran cognoscibles sin la intervención de dicho instrumento, pues no se consideraba que las lenguas naturales pudieran tener algún papel en la conformación de ideas y experiencias, pensadas estas como universales e inmutables; en el mejor de los casos, las lenguas solo se veían como capaces de representar o de expresar tales ideas y experiencias. Los románticos, en especial Herder y Humboldt, invirtieron esta prioridad al argumentar que las lenguas naturales constituyen y expresan las perspectivas mentales discretas de un pueblo o de una nación entera ya que cada pueblo o nación entiende el mundo a su manera.
Cristina Lafont, en su estudio sobre la tradición alemana de la filosofía del lenguaje, habla de lo que se conoce como la tradición de las tres haches, es decir, la de Hamann, Herder y Humboldt,19 cuya concepción del lenguaje se esboza en la obra de los dos primeros y se desarrolla ampliamente en el tercero. Esa tradición, dicen por otro lado Lafont y Peña, se refuerza en la hermenéutica filosófica de Heidegger y Gadamer, cuya influencia llega a autores actuales como Apel y Habermas. La característica principal de aquellos filósofos románticos, la conformada por las tres H, es su postura crítica con respecto a la concepción del lenguaje como mero instrumento para designar entidades extralingüísticas o para la comunicación de pensamientos igualmente previos a sus realizaciones lingüísticas. Lafont y Peña añaden que solo “tras la superación de esa comprensión del lenguaje, es decir, tras reconocer que al lenguaje le corresponde un papel constitutivo en nuestra relación con el mundo, puede hablarse en sentido estricto de un cambio de paradigma de la filosofía de la conciencia a la filosofía del lenguaje”.20 Solo con la crítica a la concepción tradicional del lenguaje como instrumento se podrá considerar este como instancia constitutiva del pensar y del conocer; y así, como condición de posibilidad tanto de la objetividad de la experiencia como de la intersubjetividad de la comunicación.
De acuerdo con Habermas, Humboldt distingue en la lengua tres dimensiones: “la cognoscitiva (producción de pensamientos y representaciones de los hechos), la expresiva (que sirve para exteriorizar sentimientos y suscitar emociones) y la comunicativa (cuya función es hacer saber cosas sobre el mundo, formular objeciones y, por tanto, producir acuerdos)”.21 El hecho de postular tres funciones para la lengua (cognición, expresión y comunicación) hace posible que se pueda situar a Humboldt en el origen de las tres grandes tradiciones ya señaladas —hermenéutica, semántica formal y pragmática—, cuya fusión da como resultado el giro lingüístico; cada una de ellas, a su manera, articula esas tres funciones. La tradición hermenéutica, primero, cuyos nombres principales son los de Dilthey, Heidegger y Gadamer, enfatiza la función expresiva de la lengua y la concibe como aquello que proyecta un marco trascendental para interpretar la realidad. Segundo, la tradición de la semántica formal, que está representada por Frege, Russell y el primer Wittgenstein, destaca la función cognoscitiva de la lengua, pensada esta como la totalidad de las proposiciones o representaciones cuyos elementos atómicos (nombres y predicados) derivan su significado descriptivo de estados o acontecimientos observables. Y tercero, la tradición de la pragmática, en la que se destacan Bühler, Austin y el último Wittgenstein, que acentúa la función comunicativa de la lengua, pero aquí esta se considera como la totalidad de los actos de habla por medio de los cuales hablantes y oyentes coordinan sus acciones en busca de la comprensión mutua.
Cada una de las tradiciones derivadas de Humboldt se traslapa con las otras, pero ninguna por sí sola ha generado un acercamiento sintético que dé cuenta adecuadamente de las tres funciones de la lengua porque, primero, la hermenéutica desecha el uso descriptivo y proposicional como derivativo, abstracto y artificial, en comparación con nuestra comprensión expresiva de la vida práctica; de ahí que reduzca la función cognoscitiva a la función de apertura del mundo (Heidegger), que asimila la experiencia de verdad y la objetividad a las expresiones lingüísticas de un pueblo o una época particular, pero con ello deja fuera el uso descriptivo del lenguaje verbal. En segundo lugar, la semántica formal, que sí trata la función de describir el mundo pero que, al rechazar el idealismo de la hermenéutica filosófica, reduce el lenguaje a elementos atómicos que derivan su significado de las relaciones observadas entre objetos y no reconoce el hecho (como sí lo hace la hermenéutica) de que el significado es holístico; ignora, además, su uso no representacional. Y en tercero, la pragmática, que recoge esta dimensión, pues de acuerdo con Wittgenstein el significado está gobernado por reglas y debe entenderse en términos de uso, pero que al pensar de acuerdo con el modelo de los juegos de lenguaje, según el cual las normas que rigen el significado solo se justifican porque quienes las usan se ajustan a ellas como base de socialización, lo conduce a un cierto relativismo, pues no reconoce bases objetivas (empíricas y racionales) para confirmar la verdad de las descripciones.
Como se puede observar, Wittgenstein está presente en dos de estas tres tradiciones; si en un primer momento, en el Tractatus logico-philosophicus (1921) dice que el lenguaje sirve para la representación del mundo, pero a esta visión le opone posteriormente, en las Investigaciones filosóficas (1953),22 su concepción de los juegos de lenguaje, que son algo así como modelos simplificados en los cuales se describe una situación comunicativa en la que uno o más sujetos participan de una actividad o una práctica que se lleva a cabo típicamente a través del uso de la lengua.
El primer Wittgenstein está, junto con otros nombres, en el origen de la tradición de la semántica formal, cuyo enfoque inicial es el estudio del significado. Esos primeros intentos se orientaban hacia la correspondencia entre la lengua y el mundo, entre enunciados y estados de cosas. Habermas había mencionado que tales estudios solo fueron posibles con el paso de la referencia (un concepto desarrollado por Frege) a una semántica de la verdad, pues con ello se libera de la visión de que la función representativa se explica con el modelo de nombres que designan objetos.23 Pero, tanto el significado como la comprensión de los enunciados no se pueden separar de la relación, que es inherente al lenguaje, respecto a la validez de esos enunciados. Por tanto, el significado de una frase estará determinado por sus condiciones de verdad; y, desde esa perspectiva, hablante y oyente entienden el significado de un enunciado cuando conocen las condiciones que la establecen. Desde la perspectiva de una semántica de la verdad, se piensa la conexión interna entre el significado de una expresión y su validez con relación a la representación lingüística de estados de cosas. Sin embargo, una teoría basada en la verdad tiene la deficiencia de que solo puede funcionar para una pequeña parte del conjunto total de enunciados, formado por los proposicionales o descriptivos, pero no sirve para explicar frases tan comunes como “¿cómo está usted?”, ya que no tiene sentido investigar si esta es verdadera o falsa.24
Tomar en cuenta exclusivamente la función representacional, como se hace desde esta visión de la lengua, deja de lado varios de sus usos: primero, las maneras en que la lengua se utiliza para hacer cosas; segundo, que se use también para comprometer a los destinatarios y para solicitar su cooperación; finalmente, asumir que las intenciones que expresan no solo son subjetivas, sino que también piden una respuesta de los otros. Porque hablar es un proceso simultáneo de llegar a la comprensión mutua y al acuerdo entre hablante y oyente acerca de esos actos sociales. De ahí que se requiera una teoría que se enfoque no solo en lo que se dice sino también en lo que se hace; es decir, lo que hacía falta era una teoría pragmática; es ese el camino que se abre a partir de la visión de la lengua postulada por Bühler: como una herramienta con la cual se comunica algo a alguien a propósito del mundo. Así como Humboldt habla de tres funciones de la lengua (expresión, cognición y comunicación), de la misma manera Bühler también postula tres funciones, que corresponden a la perspectiva de las tres personas gramaticales y las llamó: a la primera, función expresiva, y es la que se refiere a las experiencias del hablante; a la segunda, la función apelativa, que es la que hace requerimientos al destinatario, y a la tercera, la función cognoscitiva, que es aquella que representa estados de cosas.25 El enfoque formal del significado de la postura de la semántica formal puede integrarse con el de Bühler, pero con la condición de que pueda proporcionar una base sistemática a las funciones apelativa y expresiva. Eso se consigue con el cambio introducido por Austin por medio de la teoría de los actos de habla, la cual es una síntesis de teoría de la lengua y teoría de la acción; esa síntesis rompe con el privilegio de la función representativa.26 De ahí la idea de Habermas de que la función pragmática de la lengua sea llevar a los interlocutores a una comprensión compartida y establecer con ello un consenso intersubjetivo, y que esa función deba tener al menos igual importancia que la función cognoscitiva de decir qué es el mundo y que se refiere solo a la verdad de las proposiciones.27
Las teorías analíticas del significado tienen interés porque no se enfocan en las intenciones del hablante, como lo hacen las posturas mentalistas, sino que se orientan hacia la estructura de las expresiones lingüísticas y permiten considerar el problema de cómo las acciones de los actores se eslabonan unas con otras en diferentes espacios y tiempos con el objetivo de llegar al entendimiento. Estas teorías analíticas sostienen, como hemos establecido antes, que el significado de una expresión se entiende cuando se sabe en qué condiciones es verdadero y, aunque la verdad no sea el único criterio de validez, este hecho basta para dejar atrás la concepción objetivista de los procesos de llegar al entendimiento como un mero flujo de información entre emisores y receptores, y se orienta hacia el concepto de interacción entre sujetos actuantes y hablantes; está, por tanto, mediada a través de actos que conducen a la comprensión. Pero, como concluye el mismo autor en otro lugar, esta corriente analítica sigue aferrada “al primado de la aserción y su función expositiva”; por ello se puede considerar la perspectiva analítica como una continuación de la teoría del conocimiento con otros medios.28
IV. Hacia una pragmática
Se mencionó antes que Humboldt distingue tres funciones de la lengua: la cognoscitiva, que es la de producir pensamientos y representar hechos; la expresiva, la de exteriorizar sentimientos y suscitar emociones, y la comunicativa, la de hacer saber algo, de formular objeciones y también de generar acuerdos. La relación entre estas funciones se ve de una forma distinta según como se asuman una y otra perspectivas: desde el punto de vista semántico, como una organización de los contenidos lingüísticos y, desde el punto de vista pragmático, como búsqueda del entendimiento entre los participantes en un diálogo, pues, mientras que el análisis semántico se concentra en la imagen lingüística del mundo, en el análisis pragmático lo más importante es el diálogo. Esto permite una ampliación de la concepción de Humboldt, pues su tratamiento de la función cognoscitiva es en relación con los aspectos expresivos de la mentalidad y la forma de vida de un pueblo, mientras que desde la pragmática esa misma función se trata en relación con las expresiones lingüísticas concebidas como partes de diálogos y, por tanto, que involucran preguntas y respuestas, y que pueden llevar a acuerdos (o desacuerdos).
El análisis semántico introducido por Frege y acentuado por los filósofos analíticos da cuenta solamente de una parte del conjunto de funciones de la lengua puesto que se limita en lo esencial al análisis lógico de la forma de las proposiciones simples. De allí que la semántica formal no tome en cuenta la dimensión comunicativa de la lengua, donde estaría la racionalidad del entendimiento del análisis lógico, y con ello queda relegada a una investigación de tipo empírico. Incluso con todas esas limitaciones, el análisis lógico del lenguaje tiene gran importancia puesto que pone en cuestión los fundamentos mentalistas que sostienen el paradigma de la conciencia al unir una teoría empirista del conocimiento de tipo tradicional con la explicación de las formas de los pensamientos por medio de un análisis lógico de las formas lingüísticas. Esto, sin embargo, no llega a transformar las bases que sostienen la filosofía de la conciencia, que tendrán que esperar las posturas de Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas para lograrlo.
De la misma manera, Heidegger sigue solamente la veta semántica, pero, a diferencia de Frege, no se centra en la función expositiva, sino de lo que él llama la función de apertura del mundo del lenguaje, y su análisis semántico se orienta hacia las estructuras conceptuales y de las redes de sentido que son inmanentes al lenguaje.29 Así, desde perspectivas diferentes y en cierto sentido opuestas, la postura de Frege y sus continuadores y la postura hermenéutica de Heidegger se limitaron al aspecto semántico: por un lado, a la relación entre proposición y hecho, y, por otro, a la articulación conceptual del mundo, inmanente a toda lengua. También divergen en el uso de instrumentos: la corriente analítica usa los recursos de la lógica, mientras que la hermenéutica usa métodos de una ciencia de la lengua orientada al contenido. Pero en los dos casos la pragmática se considera como secundaria; en todo caso no se piensa que “las cualidades estructurales del habla discursiva pudieran hacer una contribución propia a la racionalidad del entendimiento”.30
La tercera tradición derivada de las posiciones de Humboldt con respecto a la lengua es la tradición de la pragmática, que destaca a Bühler, Austin y el segundo Wittgenstein; allí el énfasis está sobre la función comunicativa de la lengua, pero aquí se considera a la lengua como la totalidad de los actos de habla por medio de los cuales hablantes y oyentes coordinan sus acciones en busca de la comprensión mutua. Según dice Habermas, con Wittgenstein y Austin se da paso a “una inclusión de componentes pragmáticos en un análisis formal […]. El paso siguiente es el análisis de los presupuestos universales que han de cumplirse para que los participantes en la interacción puedan entenderse sobre algo en el mundo”.31
Si para Wittgenstein el significado de la expresión era principalmente una función de su uso, Austin fue más allá desde la teoría de los actos de habla, y mostró que una misma proposición puede ser usada para realizar actos diferentes (como prometer, ordenar, pedir, prevenir, etc.); es decir, que esa proposición se usa no solamente con el propósito de describir sino sobre todo con el de hacer; porque hablar es una acción. Un acto de habla consiste en una secuencia de fonemas que posee una estructura que concuerde con las reglas sintácticas de la lengua, o sea, con las reglas que gobiernan la manera en que los elementos lingüísticos pueden ser combinados en totalidades y que incluyen las normas fundamentales de la estructura de una lengua; entre ellas están las reglas que gobiernan la estructura de la frase, la sintaxis gramatical, y la sintaxis de la lógica formal que rige las combinaciones de frases, una estructura sintáctica correcta; pero no basta la posesión de una estructura sintáctica correcta para constituir un acto de habla, pues se requiere también que esa frase tenga significado. Hasta allí estamos en el terreno de la lingüística, de la ciencia de la lengua; pero como ese acto normalmente no es una acción refleja sino una acción humana deliberada, tiene un propósito; normalmente, en general, el propósito es producir ciertos efectos, que varían con factores diversos. Cierto tipo de actos de habla están calculados para producir en un oyente determinado, en condiciones también determinadas, efectos de un cierto tipo, por ejemplo, cognoscitivos, emotivos o volitivos; se dice que estos efectos son la función del tipo de acto de habla conocido como locucionario o locutivo. Y aquí estamos ya en el terreno de la pragmática.
La tradición de la pragmática, como hemos adelantado, acentúa la dimensión comunicativa de la lengua; pero el concepto de comunicación tal como aquí se entiende, a diferencia de los usos comunes que encontramos tanto en los enfoques desde la teoría de la información como en la gran masa de trabajos desde la lingüística o la literatura o la llamada ciencia de la comunicación, no puede limitarse a tratar solamente del intercambio de contenidos de información intercambiados entre dos o más personas, sino que necesariamente debe hacer intervenir también otro tipo de hechos que ocurren en este proceso, porque la comunicación no tiene una sola función sino varias, se usa con variados objetivos; obviamente para transmitir información, pero también para establecer relaciones sociales con otras personas, o para expresar opiniones o sentimientos. En el enfoque de la pragmática, la comunicación no aparece tanto como una noción abstracta, sino más bien se usa el concepto de acto o de acción comunicativa, que se refiere a un modo de hacer algo en el mundo a través de algún tipo de manifestación simbólica; entre otras cosas, este hacer se puede referir a cosas múltiples, como amenazar, ordenar o prometer. De allí que, en el nivel más básico, actuar comunicativamente sea asumir que los otros entienden esa acción, que comparten el mismo lenguaje, que tanto el hablante como el oyente entienden el mundo externo de la misma manera, que ambos comparten las mismas normas y convenciones sociales, y, finalmente, que el oyente es capaz de comprender la expresión personal del hablante y que puede saber cuándo lo hace en broma o de una manera irónica. Hay interacción entre los individuos cuando dos o más personas entienden las normas y reglas sociales que deben guiar sus acciones de modo que tengan expectativas recíprocas acerca de sus respectivos comportamientos. El hablante, en su interacción con el oyente, puede anticipar la respuesta de este a lo que dice ya que ambos comparten la misma comprensión del mundo y las reglas que deberían gobernar sus acciones. Con eso, ambos dan sentido a las expresiones y a las acciones de cada uno.
Por tanto, la comunicación es un proceso en el cual dos o más personas llegan a compartir una visión de mundo o, al menos, a reconocer aspectos de su mundo común acerca de los cuales pueden o no concordar. Llegar a la comprensión es el proceso de llegar a un acuerdo entre sujetos, que, por su propia estructura, no puede ser inducido por algún influjo externo, sino que tiene que ser aceptado como válido por los participantes; todo acuerdo obtenido de forma comunicativa tiene una base racional y no puede ser impuesto por alguna de las partes sino basarse en convicciones comunes. Pero, para que la interacción se realice con éxito, se deben cumplir las condiciones especificadas: que las expresiones de uno de los sujetos tengan sentido para el otro; que ambos compartan su comprensión del mundo (es decir, que puedan discutir los hechos tanto físicos como culturales del mundo); además, como el hecho de hacer o decir algo es iniciar una relación social, las dos partes deben concordar en que cada uno tiene el derecho de expresarse; finalmente está la condición de que todo enunciado tiene que ser sincero. En resumen, esta perspectiva pragmática insiste en que decir algo es suponer algo acerca del mundo, que lo que se dice es coherente, que lo que dice es correcto en el lugar y el momento preciso y se tiene derecho a hacerlo, y que es la expresión sincera de un estado subjetivo. De igual manera, el oyente asume, a menos que haya evidencia de lo contrario, que lo que el hablante dice sobre el mundo es verdadero, que reconoce que aquel puede expresarlo, que sabe que es sincero y que lo que dice tiene sentido. Sin estas condiciones no podría darse la interacción comunicativa. El oyente podrá entender lo que el hablante quiso decir solo en la medida en que conozca las razones que hacen que un enunciado aparezca como racional; es decir, solo si ve por qué el hablante se siente capacitado para hacer una aseveración y considerarla como verdadera, a reconocer como correctas determinadas normas, y a expresar como sinceras las experiencias expresadas.