“Y la aspiración a no morirse del todo…”1 Con esta frase inconclusa termina paradójicamente Mi confesión, de Miguel de Unamuno. El texto permaneció inédito hasta 2015, cuando fue publicado por Alicia Villar Ezcurra. Se encuentra archivado en la Casa Museo Unamuno de Salamanca, en una carpeta junto con el manuscrito original del Tratado del amor de Dios (cmu 68/34). Contiene 19 folios numerados y escritos por las dos caras, a excepción del último, y consta de un prólogo y dos apartados: el primero con el subtítulo “Valerio Máximo”, y el segundo llamado “Verdad y vida”. Lo más interesante del descubrimiento ha sido la confirmación de que buena parte de este escrito de 1904, no solo exhibe rasgos propios del género confesional (tal como su título indica), sino que además resuena en otras obras como el ya mencionado Tratado del amor de Dios y también en el capítulo III de Del sentimiento trágico de la vida. Es decir, su reelaboración en otros textos fundamentales del escritor vasco no solo ratifica el matiz confesional de su ensayismo, sino que logra descentrar algunas hipótesis de cierta intelectualidad de posguerra, la cual relativizó la posibilidad del género tanto en la generalidad de la tradición hispana como en el caso particular de Unamuno.
Son ejemplos significativos al menos dos: tanto La confesión: género literario y método, que María Zambrano escribió hacia 1941, como el ensayo La confesión, que Rosa Chacel publicó en 1971. Ambos trabajos resultan hitos ineludibles al respecto. En Zambrano, además, son varias las reflexiones en torno al tema volcadas en su libro Unamuno, redactado hacia 1940. Según ambas autoras aparece en Unamuno el síntoma de una confesión diferida, si no frustrada, lo cual tuvo que ver probablemente con la falta de algún texto del autor que respondiera a esa exigencia determinante del género de presentarse a sí mismo de forma explícita. La legibilidad del rasgo confesional en Unamuno terminaría por comprobarse mucho después, recién con la aparición del documento en que lo explícito efectivamente se produjo. Es decir, recién cuando se halló una confesión de Unamuno que sí se había nombrado a sí misma como tal, pudo “visualizarse” lo que siempre estuvo ahí: la antigua intuición del matiz confesional —tal vez borroso e insuficiente— que Zambrano y Chacel habían vislumbrado solo tibiamente en los bordes de su narrativa, de su lírica y de su ensayística. Si, tal como opina Derrida, confesar es “confesar lo inconfesable”,2 entonces, confesar es ante todo evidenciar que se confiesa lo inconfesable. Es, de algún modo, eliminar el prefijo de negación y exponer lo confesable que hasta entonces permanecía oculto. Y, sin embargo, ante la falta de evidencia, fue persistente la sospecha de la confesión unamuniana como algo tibiamente concretado. Zambrano analiza Vida de don Quijote y Sancho como especie híbrida de confesión y guía, y al respecto matiza rápidamente: “Unamuno, por su parte, roza la confesión —como género literario y como método, se entiende— pero no entra nunca enteramente en ella”.3 Para esta autora, la poesía unamuniana sería, tal vez, una especie de “pre-confesión” ligada a Job, pero la insistencia en ese modelo más cercano a la “queja” habría impedido la verdadera entrega del autor vasco al género confesional. Chacel, por su parte, rechaza también la hipótesis de una confesión unamuniana. Si bien reconoce los intentos de confesión que habrían implicado tanto Amor y pedagogía como San Manuel Bueno, mártir, sostiene que existe en Unamuno cierta inhibición confesional ligada a un íntimo conflicto con su eros:
A Unamuno, el genio de la especie no le habla con la palabra del ‘goce’; le atormenta, en su juventud, hasta ponerle a dos pasos del suicidio; pero a tiempo zanja la cuestión casándose y racionaliza su gran intuición del misterio de la vida con la idea de la resurrección de la carne. Perduración en el hijo que, preciso es decirlo, en él tiene cierto acento erostrático.4
Huellas oblicuas de este dilema encuentra Chacel en buena parte de la obra unamuniana, al punto de sostener que no hay “castidad” en ella, sino más bien una “inconfesable lascivia”,5 es decir, no un sacrificio de la abstención sino más bien “un prurito solapado, que no se hace presente hasta que encuentra ocasión de manifestarse allí donde más difícil es descubrirla”.6 Confirmaría esta hipótesis el ejemplo de Vida de don Quijote y Sancho, por el cual Unamuno hace confesar a (su) don Quijote la preferencia de un “beso de toda la boca” de Aldonza Lorenzo7 antes que la inmortalidad del nombre y de la fama. Esta contradicción entre el eros y lo trascendente, pudorosamente soslayada, condicionaría según Chacel cierto escamoteo del yo unamuniano, cuestión que a la vez resulta paradójica en una poética signada por la hipertrofia de la individualidad.
Ahora bien, a pesar de esta sucesión de reparos, Unamuno había confesado ya. No lo sabía la posteridad, pero Unamuno sí había volcado su “secreto” en el texto de 1904, titulado justamente Mi confesión, y que permanecería inédito. Lo hizo a sabiendas de la escasa tradición española con que contaba el género y tal vez por eso optaría luego por reelaborarlo en otras obras ensayísticas. ¿Pero qué es lo que confiesa Unamuno en ese texto? ¿Cuál es el misterio que devela y qué persigue con ponerlo al descubierto?
Me propongo, pues, estudiar aquí un mal de que adolecemos con mayor o menor fuerza los más de los modernos intelectuales, aunque muchos de ellos quieran ocultárnoslo. Aspiro a despertar en los que esto lean aquel desasosiego íntimo que sacude de continuo las entrañas de mi ánimo y que es el único camino para el verdadero sosiego, para la quietud conquistada, para la que se llega a lograr […] no apartando los ojos del misterio, sino clavándolos en él.8
Así describe Unamuno su intención confesional: provocar la inquietud para hallar la paz, y hacerlo poniendo los ojos en ese misterio que es —según señala por cita la edición de Villar Ezcurra— “la terrible esfinge”9 que aparece tachada en el manuscrito.
Es sabido que la Esfinge, en Unamuno, cuenta con una trayectoria simbólica de amplísimo rango. Pedro Cerezo Galán la ha visto como símbolo poético fundamental en Unamuno: una imagen que vendría a cifrar el misterio por la ausencia o no de un sentido de la vida. En su opinión, la Esfinge aclara el concepto de libertad unamuniano, que sería “la confrontación permanente con el secreto de sí”.10 Es clara entonces la relación entre Esfinge y confesión: un vínculo que puede rastrearse desde su temprana obra teatral La esfinge (escrita hacia 1898), hasta su tardía nota “Don Marcelino y la Esfinge”, de 1934. Ahora bien, muchos de sus artículos dispersos apelan a la Esfinge sosteniendo una estrategia antierudita casi obsesiva, muchas veces asociada con su antiguo maestro Menéndez Pelayo. Vale evocar “Eruditos, ¡a la Esfinge!”, texto que se publica en 1918 en Nuevo Mundo, de Madrid, seis años después de la muerte del santanderino. La gran condensación de sentido que plantea esa Esfinge que el propio Unamuno considera “simbólica” es la contraposición de dos condenas, ambas relacionadas con la mirada: una condena mitológica ante el sujeto que le hace frente y, sin embargo, no puede responder a sus preguntas; y una condena “metafísica” en la que va a cifrar el destino trágico del espacio erudito cuya mirada “positivista” se dilata en la observación de lo nimio…
Ahora, la dificultad para estudiar esto estriba en que la Esfinge no se deja analizar tan aínas, y sí devora al que no adivina sus enigmas, y el tormento de ser devorado por la Esfinge; si es tal tormento, se acaba pronto; en cambio, al que, esquivando su mirada y sus preguntas, se le va de soslayo a ver si logra sacarle unas gotitas de sangre para analizarla o mirarle el pezón de una ubre al microscopio —la Esfinge es hembra—, a ese le patea y le magulla, que es mucho peor que devorarle. Al fin, el devorado por la Esfinge acaba por convertirse en carne y sangre de la Esfinge misma, se hace esfíngico o querúbico, mientras que el del microscopio perece entre las deyecciones de ella.11
Es claro cómo la Esfinge permite a Unamuno exponer su rechazo a la articulación epistémica de un modo caduco de conocimiento. La Esfinge es, por tradición, una instancia trágica de interpelación del saber. Guarda una especie de ley: interroga al sujeto a costa de su propia vida. En ella se encuentra la pregunta que divide, simétricamente, lo vivo y lo muerto. Es decir, en su enigma, en su petición de verdad, la Esfinge determina quién es salvado por su saber y quién merece la muerte. Pero Unamuno establece, acorde a su “sentimiento trágico de la vida”, la posibilidad de un saber doble ante la Esfinge y, por lo tanto, de una doble muerte. La primera, cuyo tormento incluso se relativiza, consiste en la propia noción de agonía, de lucha con la duda motora que torna al sujeto mismo en “esfíngico”, en víctima del enigma y a su vez en el enigma mismo a ser asediado. Una paradoja vital cuya contradicción dota de existencia al sujeto y a su búsqueda, que pasa de ser científica a ser ontológica. Esta muerte es relativa, en términos de la filosofía unamuniana. Hasta podría opinarse que esta muerte es el único tipo de vida al que puede aspirarse: una vida que se da siempre en tensión con su propio significado y cuyo persistente enigma entonces es de carácter metafísico y vital. La segunda muerte es una diatriba concreta a la erudición decimonónica e ingresa de lleno, por inmersión en el campo semántico de lo ocular, a la destrucción de la legitimidad de ese espacio. Una vez más esa muerte aparece asociada con la descripción de un método que “esquiva la mirada” de la Esfinge y se refugia ya no en el íntimo enigma vital, sino en la descripción “objetiva” de lo existente: el microscopio como medio para inspeccionar al monstruo, el análisis de su sangre, todo remite otra vez a las actividades cientificistas de un saber que se liga con el paradigma naturalista, que da preeminencia al poder de la observación y que desde el exceso de su lógica y de la persecución de una taxonomía completa no sabe qué hacer con ese espécimen que, simbólicamente, encierra la Verdad. Y, dada su parálisis ante lo inclasificable, ante lo vivo y la crisis del entorno vital, pareciera que esa erudición produce el consuelo vacuo de una verdad alterna, detenida en unos detalles que desde su acumulación solo logran herir al observador.
Por todo esto conviene volver al texto de Mi confesión y cerciorarse de que allí, lejos de confesar únicamente el exceso del erostratismo intelectual, lo que se confiesa es el credo en otro tipo de conocimiento, en otro tipo de ciencia, ya no lógica sino vital. Un conocimiento que solo puede exhibirse por el idóneo género de la confesión, por la virtud epistemológica de ese género que produce un saber alterno, y que confirma una vez más la vocación confesional de Unamuno como estrategia de persuasión para restar voluntades del territorio erudito importando sujetos al terreno del saber experiencial.
En este sentido, lo confesional en Unamuno parece alinearse con cierta idea derridiana de práctica epistemológica. A diferencia de Michel Foucault, que ve en la confesión una tecnología del yo donde se da “un proceso autoinducido de subjetivación y autocontrol”,12 Derrida focaliza en lo indecible, “y es esta indecibilidad lo que desata la escritura, lo que la hace proliferar”.13 En Unamuno hay una fuente inagotable de confesión que parece provenir de su contienda con lo erudito. Bénédicte Vauthier supo verlo en relación con los planteos en torno al “mal de España”:
En mi opinión, buena parte de las sigilosas alusiones del escritor vasco —asimismo buena parte de sus clamorosos silencios— no se pueden entender una vez se pierde el hilo de la relación dialógica que, a lo largo de su obra, mantuvo —más implícita que explícitamente, es verdad— con los autores de 1868 y la Restauración o, mejor dicho, con las obras y escritos de todos aquellos. En el ámbito “literario” se trataría de los Clarín, los Menéndez Pelayo, los Campoamor, los Galdós, etc., sin olvidar las tres generaciones de pensadores krausistas…14
Es cierto que parte del secreto que Unamuno vuelca en Mi confesión tiene que ver con la pugna del intelectualismo entre la sobrevida y la fama terrena. Afirma allí: “Presumo que la lastimosa confesión que he de hacer ahora provocará asco, pero me he propuesto ser del todo sincero, y es ella que jamás me han hecho temblar al describirme los horrores y torturas del infierno, y que he creído siempre que es mucho más aplanadora la nada que no el dolor”.15
La “aterradora pregunta de la Esfinge”16 es, en esta línea, el para qué. Y ese para qué no puede saldarse por medio de la fama. Unamuno acepta que “la vanidad arranca del deseo de sobrevivirse”,17 confiesa entender la furiosa pulsión de la fama en su “lucha a brazo partido por la sobrevivencia del nombre”.18 Escribe: “[…] Peleamos con los muertos, que nos hacen sombra a los vivos. Tenemos celos de los genios que fueron y cuyos nombres, como hitos de la historia, salvan las edades”.19 Y, sin embargo, el erostratismo, en toda su dimensión, no es el núcleo íntimo de la confesión de Unamuno. Sí, en cambio, parece serlo la irrupción original de otro concepto del saber menos lógico que vitalista. La ciencia “otra”, distinta a la legitimada por los cánones de la erudición decimonónica, parece confesarse a fuerza de reñir con el panteón de los sabios. Señala al respecto en Mi confesión:
¡Terrible mal el del intelectualismo! La inteligencia tiende a la muerte, a la estabilidad la memoria. Lo vivo que es lo absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es impensable. […] Mis propios pensamientos, tumultuosos y vivos en los senos de mi mente, desgajados de su raíz y vertidos a este papel y fijados a él en formas inalterables, son ya pensamientos muertos.20
Aparece en este texto la acostumbrada analogía unamuniana entre bibliotecas y cementerios, y lo que viene a redimir el erostratismo intelectual es ni más ni menos que un tipo de ciencia a la que califica como “escuela de humildad”.21 Esa ciencia (que Unamuno asocia con la filología) vendría a oponerse a los afanes monumentalistas de la historia literaria. Una ciencia que descansa en el saber de la lengua como síntesis de lo vivo y que, por ello mismo, ratifica que “el conocimiento es para vivir y no la vida para conocer”.22 La peste del intelectualismo, según la confesión unamuniana, nace del “conocer por conocer, saber por el puro deleite de saber”.23
Es claro, en este sentido, que la confesión de Unamuno pasa menos por su propio erostratismo que por el afán de promover otro tipo de conocimiento antagónico de la erudición legitimada, un saber más ligado a la vida. En sus palabras
los que no queremos aniquilarnos así afirmamos que la vida creó el conocimiento y no el conocimiento la vida y que la soto-vida creará el otro conocimiento. […] La realidad que solo nos revela fenoménicamente lo necesario para vivir, ¿no nos ha de revelar acaso, por otra vía, lo necesario para sobrevivir?24
A modo de conclusión, y al respecto de la confesión unamuniana, puede arriesgarse entonces que una extraña alquimia da la razón a las intuiciones de Zambrano y de Chacel, pero combinadas: ¿por qué permaneció inédito este texto? Tal vez porque en Unamuno existió un pudor, como sostenía Chacel, aunque no el pudor del goce, sino más bien el pudor de la queja, tal como lo intuyó Zambrano. Una queja reelaborada, matizada, invisibilizada como confesión, que lograría acordar mejor con la forma del ensayo que con las exigencias intimistas de lo confesional. Y sin embargo, una queja que emerge contra lo erudito y contra su falsa expectativa de trascendencia. Aunque la alternativa solo haya quedado en esa agonía suspensa que resuena paradójicamente en la última frase del manuscrito. Esa frase amputada que se mencionó al comienzo, una frase incompleta que parece cifrar todo dilema unamuniano: “Y la aspiración a no morirse del todo…”25