La obra temprana de Federico García Lorca
García Lorca comenzó su carrera literaria hacia octubre de 19162 y muy pronto logró la publicación de Impresiones y paisajes3 (en 1918), el estreno de El maleficio de la mariposa4 (en 1920) y la aparición de su primer Libro de poemas5 (en 1921). Siendo los primeros textos que el granadino hizo públicos, podríamos considerar que estos componen su obra temprana. Sin embargo, mucho de lo que escribió entre 1917 y 1921 quedó inédito, puesto que el mismo Lorca consideró aquellos escritos como “simples ejercicios literarios”,6 según dijo su hermano Francisco. Tales “ejercicios literarios” fueron rescatados y dados a conocer entre 1994 y 1996 en las ediciones de la Poesía inédita de juventud, realizada por Christian De Paepe;7 de la Prosa inédita de juventud, preparada por Christopher Maurer;8 y del Teatro inédito de juventud, que estuvo a cargo de Andrés Soria Olmedo.9 Una vez que se dieron a conocer los inéditos, quedó claro que la primera producción literaria de este autor es mucho más amplia de lo que se creía, pues se compone tanto de las primeras obras que sacó a la luz como de los textos que había dejado sin publicar. Por consiguiente, cuando hablo de la poesía juvenil de Federico García Lorca me refiero a la que se halla en el Libro de poemas, como a la Poesía inédita de juventud.
Aunque varios hechos hermanan estos volúmenes10 y nos permiten considerarlos “como un todo homogéneo” (según señala De Paepe),11 lo que nos interesa ahora es que, dada la producción contemporánea de los textos que los conforman, en ambos libros se reiteran iguales símbolos e imágenes, como medios de expresión de una incipiente visión de mundo. De hecho, los principales temas de la lírica juvenil (la religión, el amor y la poesía) se entrelazan en la inquietud general que gesta la visión de la vida expresada en esta obra. Dicho con claridad: los asuntos más socorridos de la poesía temprana de Lorca están estrechamente vinculados entre sí debido a que el nacimiento de la vocación poética de Lorca se presenta en los textos como resultado de la necesidad de resolver en ese ámbito una crisis, tanto religiosa como sexual, que se repite continuamente en los poemas. De la expresión de tal crisis se derivan temas, motivos, imágenes y símbolos que darán forma a la poesía en la madurez de Federico García Lorca. A pesar de que esto es lo que más ha llamado la atención de la crítica que se ha acercado a la juvenilia,12 por ahora no importa cómo es que estos primeros poemas alimentaron la obra posterior del autor. Lo que me interesa explorar es la expresión de dicha crisis, vista desde una de sus aristas, en la apropiación y reformulación de uno de los símbolos religiosos más antiguos: el de la luz.
Cuando digo que una crisis de fe se manifiesta en la obra temprana de Lorca, me refiero al hecho de que en muchos de sus primeros textos hay una búsqueda de lo divino. El primero en notar esto fue Eutimio Martín, quien a mediados de la década de los ochenta estudió los inéditos juveniles, que entonces estaban en manos de la familia García Lorca. Al analizar algunas prosas y obras de teatro, Martín descubrió que para el joven poeta la creación literaria era un camino para buscar a un Dios de amor.13 Independientemente de si esta indagación religiosa obedece a motivos personales o se expresa exclusivamente en el ámbito de la ficción literaria, también ocurre en muchos de los poemas juveniles del granadino, en los que se desarrolla con gran detalle. Allí, la búsqueda se narra en algunos textos o se desarrolla en las tribulaciones del yo lírico. Sea cual fuere el caso, la exploración de lo sagrado en esta primera lírica parte de una concepción pesimista del destino del hombre en la tierra, lo que impulsa la esperanza de encontrar una vida más allá de esta. Así, esta indagación religiosa se mueve entre los extremos de la vida material, cuya finitud el yo lírico rechaza, y de la vida espiritual, cuya eternidad anhela (debido a esto, oscila también entre los ámbitos de la duda y de la creencia). Ambos extremos son representados por dos símbolos que desde épocas antiguas han aludido a la muerte y al mal (la oscuridad) y a la esperanza y la vida (la luz). Ya en otro trabajo he tratado la representación de la vida humana como un bosque oscuro en la lírica temprana de Federico García Lorca14 (es decir, ya antes me he ocupado de la expresión del primero de estos símbolos). Por eso, en este espacio intentaré dilucidar algunos de los posibles significados de la estrella, representación polisémica y cambiante de la esperanza de escapar de la mortalidad humana. Para hacerlo, estudiaré poemas como “Un tema con variaciones pero sin solución” (1917), “La gran balada del vino” (1918), “La idea” (1918), “Oración” (1918), “Santiago. Balada ingenua” (1918) “Los encuentros de un caracol aventurero” (1918), “Canción otoñal” (1918), “[Estos insectos en el remanso]” (1918), “[En la noche sin luz Job va por el sendero]” (1918-1919), “La balada de Caperucita” (1919), “[Serán mis ansias hondas de infinito]” (1919), “El diamante” (1920), “Hora de estrellas” (1920) y “Ritmo de otoño” (1920).
La búsqueda religiosa
Un ejemplo de la necesidad vital que, según estos poemas, tiene el ser humano de encontrar alguna salida de la dimensión material en la que nos desenvolvemos se halla en “Un tema con variaciones pero sin solución”. Allí, el que habla levanta la vista hacia “el cielo azul, pero sin solución” (v. 17), buscando el lugar en el que debería hallarse Dios, sin encontrar otra cosa que aquello que puede comprobar con los sentidos: la atmósfera terrestre. El poeta de este texto solo halla desesperanza, porque, desde su punto de vista, el ser humano común únicamente es capaz de percibir el espacio terrenal en el que vive. Pero, como he dicho, en la lírica temprana de Lorca tiene lugar una búsqueda religiosa y no la consolidación de un pensamiento ateo. Así que, si la esperanza persiste a pesar de que la constatación de los límites tangibles de nuestra existencia derrumbe una y otra vez la fe, es porque, para el yo lírico, hay quienes tienen la capacidad extraordinaria de superar las restricciones de la condición humana y ver más allá de su horizonte material.
Dicho lo anterior, en estos textos, la noticia de la existencia de una vida después de esta solo puede llegar a la humanidad por la mediación de seres extraordinarios, capaces de vislumbrar lo divino. Estos, por un lado, son aquellos que jamás dejan caer su fe: “los hombres que con el pecho pleno de amor a otro amor ideal se pasean por los campos mirando las enigmáticas estrellas imposibles, esos son los extrahumanos y ellos alcanzarán la quizá única verdad”,15 según se dice en la “Mística en que se trata de una angustia suprema que no se borra nunca” (prosa de mayo de 1917). Por otro lado, se trata de quienes, una vez que han alcanzado “la verdad”, están dispuestos a compartirla, como podemos ver en “Los encuentros de un caracol aventurero”. Allí, una hormiga, que parece como cualquier otra, se destaca de entre ellas porque tiene la asombrosa capacidad de creer que hay algo más allá del mundo rastrero en el que vive y, movida por esa esperanza, “sube al árbol más alto”16 (cf. v. 125) de la alameda y logra ver los luceros:
Yo he visto las estrellas.
¿Qué son las estrellas?, dicen
Las hormigas inquietas.
Y el caracol pregunta
Pensativo: ¿estrellas? (vv. 118-122).
Como muestran estos versos, lo que la hormiga ha visto es un mundo más allá del horizonte diminuto en el que viven los personajes del poema. Maravillada, lleva la noticia a los demás, cosa que debería ser un consuelo para quienes, como el caracol, quieren ver en “el fin de la senda” (v. 22) lo que está más allá de la vida.
La noticia de la hormiga, sin embargo, no es el fin de la andanza religiosa emprendida por el caracol en ese poema. Esta revelación resulta cierta tan solo para el ser iluminado que ha tenido la suerte de contemplar lo sagrado; para los demás, la divinidad sigue siendo algo inimaginable (“¿estrellas?”, se pregunta el protagonista del poema). Por eso, los que son como él y quieren creer en la luz que les ha sido anunciada, también se verán obligados a seguir los pasos de la hormiga (de la misma manera en que el cristiano deberá emular a Cristo para alcanzar a Dios), si es que quieren llegar al conocimiento de lo divino. Esto muestra que la búsqueda religiosa efectuada en la poesía temprana de Lorca se halla anclada a la visión cristiana del perfeccionamiento del alma, que Eutimio Martín había relacionado con La escala espiritual de san Juan Clímaco.17 Así, tal indagación supone que todo aquel que insista en hallar la dimensión espiritual de la vida tendrá éxito luego de muchos sacrificios que harían de él un ser extraordinario. Como se dice en un esbozo lírico de esta época, aunque “En la noche sin luz Job va[ya] por el sendero” (v. 1), mientras su fe no se rinda, él habrá de llegar a su destino hasta lograr que “sus brazos / Se clav[e]n en el cielo tocando a las estrellas” (vv. 6-7). En suma, movida por una esperanza semejante a la de este santo, cuya fortaleza es ejemplar para el cristianismo, la vida, que en poemas como “La balada de Caperucita” (1919) parece no tener ninguna dirección, en los textos más optimistas de esa época sigue el rumbo de las estrellas que los hombres anhelan.
¿Qué son las estrellas?
Cabe señalar que la síntesis previa tiene el objetivo de presentar a grandes rasgos el transcurso de la búsqueda religiosa que se desarrolla en distintos poemas juveniles de García Lorca, en tanto se dirige al extremo de la fe. Dicho de este modo tan simple, podría parecer que esta indagación llega hasta el citado final del fragmento lírico “[En la noche sin luz Job va por el sendero]” y allí termina. Sin embargo, si en textos como ese se destaca la necesidad de mantener la fortaleza para alcanzar la gracia de la fe es porque en la lírica temprana del granadino este andar es todo menos fácil y, aunque se plantea una meta, casi en ninguno de los poemas que tratan el tema se llega a ella. Por esta razón, tal asunto se presenta como una búsqueda y no como un simple viaje. Y ya que se busca, no siempre se tiene claro cuál es el destino al que se deberá arribar o qué es aquello en lo que se deberá creer.
“¿Pero qué son las estrellas?” (v. 130) se pregunta el caracol de “Los encuentros”, que se había quedado pensativo. Como él, el poeta también quisiera tener una respuesta: “¿pero qué es lo divino?”, parece preguntarse. Tal vez por este motivo, el autor pone en el símbolo de la estrella una diversidad de significados que trataremos ahora de escudriñar. Para empezar, hay que destacar que la hormiga extraordinaria de la que se ha hablado responde que estas son “miles de ojos / Dentro de [sus] tinieblas” (vv. 127-128). Pero esto no termina de explicarnos qué son las estrellas, sino que más bien nos lleva a otra pregunta: ¿de quién son esos ojos?, ¿quién está en las estrellas? “¿No está Dios en lo alto de los cielos? / Mira la cabeza de las estrellas; ¡qué altas!”, dicen las Escrituras (Job 22, 12).18 ¿No es, entonces, Dios el que nos mira desde lo alto?
En esta poesía, el mundo terrenal se ha identificado con lo bajo, cosa que he tratado en otro trabajo;19 mientras su contraparte, el mundo espiritual que Dios preside, se relaciona con las alturas. Evidentemente, el lugar común tierra-cielo, usado para representar la dicotomía materia-espíritu, proviene de la tradición cristiana: no hay más que recordar el inicio del Padre nuestro (“que estás en los cielos”) o del Credo de Nicea (“Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible”). Y lo mismo se puede decir del tópico que relaciona la presencia del Ser Supremo con la luz (cosa que también se repite en el Credo: “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”). Pero es importante señalar que, desde épocas anteriores a la religión cristiana, las culturas antiguas relacionaron la luz del sol con la luz divina, porque “el sol es el principio de la vida”, y, asimismo, vincularon el firmamento con la figura de un dios masculino, un dios Padre. Según Julio Caro Baroja, “las religiones de los pueblos más ilustres y las de los más humildes se ajustan a tal orden de un modo u otro”.20 Esta concepción simbólica del mundo espiritual fue adoptada por el cristianismo y ha llegado hasta nosotros gracias a la expansión de esta religión, “y así cuando el niño del país católico aprende las oraciones y recita el Padrenuestro o el Credo, automáticamente ordena el cosmos de suerte que coloca al Dios Padre en el cielo, como pone a los infiernos bajo la tierra y allí también el dominio de las potencias del mal”.21
En los poemas del joven Lorca, al tópico de la luz celeste se le agrega la oscuridad del cielo. Es decir, la luz en la que se pone la fe no es la del sol, sino una que apenas se vislumbra en el cielo nocturno. El contraste de estos elementos alude a la ya mencionada oposición entre los símbolos de la luz y la oscuridad. Esto, sin embargo, no cambia el hecho de que la claridad de la noche, según lo que se ha dicho, debería provenir de Dios, de aquel que se representa comúnmente rodeado de “un brillo boreal” (tópico que se repite en “La gran balada del vino”, v. 234). Y es que, aunque se halle en medio de la oscuridad, la luz siempre aludirá al Ser Supremo en esta tradición religiosa. De hecho, en las Escrituras mismas se dice que Él ha puesto un fragmento de su luz, “la luna y las estrellas para regir la noche” (Sal. 136, 9). Por consiguiente, el símbolo de la estrella, al igual que la imagen alegórica de la noche,22 no solo proviene de la simbología antigua, sino que está emparentado con la visión de mundo de la religión cristiana.
En la Biblia, el hecho de que Dios ofrezca su luz a los hombres, que viven en la oscuridad de su vida material, es muestra de que su misericordia lo acerca a nosotros, cosa que se reitera en otros momentos: “la oscuridad cubre la tierra, y espesa nube a los pueblos, mas sobre ti amanece Yavé y su gloria sobre ti aparece” (Is. 60, 2). Por el contrario, en los poemas del joven Lorca, el Dios que “brilla” “en los fondos divinos” de “La gran balada del vino” (v. 233) es distante, las estrellas23 anheladas en “Estos insectos en el remanso” son “vagas” (v. 46) e igual de inalcanzables que en “Los encuentros de un caracol aventurero”. En “La balada de Caperucita”, incluso, la luz del día que representa a Dios se retira de la tierra al atardecer, dejando apenas destellos de su luz: “En el vago horizonte, / Desmayándose humildes sobre la azul montaña, / Quedan trozos del día que el cielo sacudióse” (vv. 3-6). Allí ocurre lo contrario de lo que se destaca en la cita de Isaías: Dios abandona a la humanidad en la oscuridad del mundo; por eso el inicio de “La balada de Caperucita” se sitúa justo antes de la llegada de la noche. En todos estos ejemplos, la representación de la divinidad como una luz en medio de la oscuridad, sea o no una estrella, es una revelación desesperanzadora. Según esta visión, Dios está fuera del alcance de la humanidad (como descubre el caracol cuando se da cuenta de que es incapaz de subir a los árboles) y la ha abandonado en un mundo en el que se está a merced del mal (al igual que la Caperucita de Lorca cuando se pierde en el bosque al filo del anochecer). Esto, sin embargo, no detiene la búsqueda del ideal espiritual, efectuada en estos poemas tanto por los personajes como por la voz que se expresa en ellos; así, en otros momentos la estrella adquiere significados más esperanzadores.
La estrella de Belén
Para Piero Menarini las estrellas de “Los encuentros de un caracol aventurero” simbolizan “la verdad misma”.24 Siguiendo esta idea, lo que los hombres extraordinarios, como adoradores de los astros del firmamento, anhelan ver es la verdad divina o, como dijo nuestro poeta en la “Mística en que se trata de una angustia suprema que no se borra nunca”, “la quizá única verdad”.25 Sea producto de su esfuerzo o de una revelación, los “extrahumanos” han recibido la gracia de ver en el firmamento algo más que la desesperanza de un Dios que contempla los hombres a lo lejos. Esto quiere decir que el poeta no se conforma con darle a la estrella el significado del que se habló en el apartado anterior, porque lo que los extrahumanos buscan es, por el contrario, una luz de esperanza para el mundo, el “amor ideal”26 en pos del cual andan, es la verdad de un Dios amoroso y, como se dice en el fragmento de la “Mística” citado al principio, ellos no se darán por vencidos hasta encontrarlo. El yo lírico y los protagonistas de los poemas narrativos son buscadores en este sentido, peregrinos que nunca detienen su andar, aunque el ideal perseguido muchas veces no resulte ser lo que se esperaba. Esto explica que el mismo símbolo que en ocasiones puede ser desesperanzador, en otras sea lo contrario. Con esta perseverancia a cuestas, los “extrahumanos” de los que habla el joven Lorca son como los Magos que llegaron desde Oriente a Belén, buscando al recién nacido rey de los judíos, para adorarlo (Mt. 2, 1-12), con la sola guía de las estrellas, según se cree en la tradición cristiana.
En vista de lo anterior, en estos poemas el símbolo de la estrella no solo representa un Dios que puede estar lejano, también alude a: “the supreme form of ideal love”,27 tal y como la define Javier Herrero. Ese amor ideal que los extrahumanos vislumbran en la oscuridad es la guía, aunque también el fin, que los conduce al amor divino (a ella misma): la estrella de Belén que habrá de brillar en la tierra anunciando la presencia de Cristo. Recordemos que Jesús dijo: “Yo soy la Luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz que es vida” (Jn. 8,12). Si Cristo mismo es, en estos poemas, la estrella que ha venido a alumbrar nuestro mundo, tiene más sentido que la diminuta luminosidad de un lucero nocturno sea la que represente el ideal sagrado a alcanzar; pues esto alude a la venida del Mesías (luz divina) a la Tierra (oscuridad terrenal). Asimismo, si pensamos en la estrella como símbolo del amor de Cristo, las estrellas podrían ser vagas y lejanas, como en el poema del caracol, porque en el mundo oscuro donde se les busca, el amor al prójimo predicado por Jesús ha caído en el olvido: “la vida que ensayó / Cayó en sombra”, se dice en “Un tema con variaciones pero sin solución” (vv. 49-50). Es decir, desde esta perspectiva, la propia humanidad es la que se aparta de la divinidad.
Si bien hay momentos en los que el simbolismo de la estrella admite este y otros significados, hay casos en los que no cabe duda de que representa efectivamente esa forma de amor ideal de la que habla Herrero. Por ejemplo, aquellos que con sus acciones predican el amor están cubiertos de estrellas, como el personaje de san Francisco de Asís de “La balada de Caperucita”, que lleva “tremolar de estrellas en los pliegues del manto” (v. 85), o los guerreros de Santiago, que van “todos cubiertos de luces” (“Santiago”, v. 13). Asimismo, cuando se busca un dios misericordioso se le llama: “¡Señor de las estrellas!, Sagrario de las almas” (“La balada de Caperucita”, v. 414), aludiendo lo mismo a la bondad del Ser supremo que a la vida eterna que puede otorgar.
Podría decirse que ese “Señor de las estrellas”, al que se le suplica ayuda en la cuarta parte de “La balada de Caperucita”, expresa su amor guardando las almas en su seno (es “sagrario de las almas”) o, con otras palabras, que el amor de Dios se manifiesta en la promesa de la vida después de la vida. Si relacionamos esto con la idea de que la estrella representa un dios amoroso, recordaremos que Cristo expresó su amor por la humanidad al sacrificar su vida para abrirle el camino a la gloria, cosa que se subraya en la segunda parte de “La gran balada de vino”. En este poema se exalta la comunión con Cristo cuando el hombre bebe su sangre en el vino de la Eucaristía, celebrando el encuentro entre el humano y la divinidad. Allí, mientras se comulga con la fe en Cristo se presenta un lucero que “brilla grave” (v. 110) al final del camino de los bebedores del poema, en tanto que se oculta cuando ellos lo olvidan o desprecian. La estrella, entonces, como representación del amor de Cristo, alude también a su sacrificio y al ofrecimiento de la vida eterna para quienes crean en su promesa y sigan sus enseñanzas.
La estrella-eternidad28
A pesar de que el lugar común que representa el Paraíso en la cristiandad es el cielo, en estos poemas tempranos pocas veces se recurre a esta imagen (una de ellas es la citada al inicio del segundo apartado de este texto). En más ocasiones se usa la palabra infinito para referirse a la Eternidad. Según el DLE, infinito alude a algo “que no tiene ni puede tener término” o a un “lugar impreciso en su lejanía y vaguedad”,29 pero de ninguna manera al Más Allá. Sin embargo, el joven Lorca usa infinito como sinónimo de vida eterna en “[¿Serán mis ansias hondas de infinito?]”:
¿Serán mis hondas de infinito
Como la diosa del romance claro?
¿O en la rueca tremenda de lo Eterno
No seré nunca hilado? (vv. 1-4)
En este caso, la equiparación entre el “infinito” y lo “eterno” acentúa el deseo del yo lírico de existir perpetuamente, así como la vastedad del Reino de Dios, concebido como algo inconmensurable, sin final ni tiempo (el asunto de la lejanía lo veremos más adelante). Por otra parte, el lucero de “La gran balada del vino” es la luz de esperanza que los bebedores pueden mirar “con anhelo al final del camino” (v. 20) y es la meta a la que Santiago apóstol se dirige al pasar por el cielo de la vega, caminando hacia “la aurora que brilla en el fondo” (“Santiago”, v. 7). Hay una coincidencia, entonces, en el uso de ambas imágenes, que representan metafóricamente la misma cosa. Así, se puede decir que la estrella es el infinito que se encuentra al final de la vida, “la rueca tremenda de lo Eterno” que hila vidas para siempre. No obstante, el huso alude a las Parcas, y esto a la mitología grecorromana; en los poemas de Lorca esa “rueca” parece haber sido prometida solamente a los cristianos, ya que en el mismo texto en el que habla de “sus ansías de infinito”, el yo lírico se queja de haber sido manchado por el pecado y de tener, por lo tanto, cerradas las puertas del más allá, norma propia del cristianismo. De modo que, sin importar que las representaciones del ideal sagrado que se persigue se salgan de los límites de la iconografía cristiana, cuando la estrella que alumbra la noche y late en el “confín” (“La gran balada del vino”, v. 85) alude a la vida más allá de esta, se refiere a la vida espiritual30 ofrecida por Cristo. Desde esta visión, también podemos ver a la estrella como una luz de esperanza en la oscuridad del mundo finito en el que vivimos.
La estrella Dios-eternidad
A pesar de lo dicho, la equiparación entre el significado de la estrella y el del infinito en los poemas tempranos de Lorca no es del todo absoluta. En “Santiago”, el camino al cielo es lo que se concibe como algo infinito, “el claro infinito sendero” (v. 6), y no “la aurora que brilla en el fondo” (v. 7). Podría decirse que, en el contexto de este poema, el “sendero infinito” de la Eternidad es distinto del Dios luminoso al que se pretende llegar. Algo semejante sucede en el poema “Hora de estrellas”. Aquí, la noche en la que brillan las estrellas es llamada “pentagrama del infinito” (vv. 2-3), pues en él se asientan los luceros como las notas musicales en un cuaderno pautado. De este modo, el cielo nocturno simboliza el reino en el que el brillo de Dios se deja oír, como música divina, en el silencio de la noche. En “Hora de estrellas”, la noche en su conjunto (cielo, estrellas y quietud) encarna el ideal espiritual que se persigue, lo que nos invita a dar otra interpretación a la relación entre la luz y la noche de la que hemos mencionado hasta el momento. En este caso, la oscuridad del cielo nocturno no simboliza la vida material o la muerte; simplemente se trata del lugar ideal en el que se puede percibir con mayor nitidez la vastedad del infinito y, por lo mismo, la noche representa el momento perfecto para escuchar la calma de Dios.31 Tanto “Santiago” como “Hora de estrellas” nos remiten a la concepción de Dios como rey del cielo, lo que hace del cielo estrellado de la noche una metáfora de la unión entre Dios y su reino.
Como se puede ver, aunque el símbolo de la estrella parta de lugares comunes de la iconografía católica,32 pretende superarlos buscando, ya no el Dios que brilla como un sol, sino uno que late en el infinito de la noche. Asimismo, esos símbolos se transforman dentro de la misma obra del joven Lorca, pues lo que en otro momento se había presentado como una distancia insalvable entre Dios y los hombres, se transforma en “Hora de estrellas” en la reconfortante imagen de un Dios que cubre al mundo con su cielo. Además, esa unión nos permite comprender mejor la equiparación entre ambos significados, pues el ideal perseguido por los extrahumanos no es únicamente Dios o únicamente la vida eterna, sino ambos a la vez: es el “¡Señor de las estrellas! Sagrario de las almas” (v. 414) al que se le reza en “La balada de Caperucita”. Dicho de otro modo, la estrella del cielo nocturno es, desde esta perspectiva, símbolo del Dios-Eternidad que se desea alcanzar.
Al llegar a esta visión de la divinidad, es posible observar también que el Dios-estrella que se persigue en los poemas juveniles de García Lorca se asemeja al descrito por Miguel de Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida, obra que nuestro autor leyó sin duda y que dejó una profunda huella en su visión del cristianismo y que expresa en sus obras tempranas.33 La deidad de la que habla Unamuno es un Dios que, siguiendo la tradición católica, se concibe como un ser “eterno e infinito” en el que el hombre anhela creer, del que el hombre tiene sed: “¡Hambre de Dios! ¡Sed de amor eternizante y eterno!”, exclama este pensador. Esto se debe a que “el sentimiento trágico de la vida” es el del hombre que se sabe mortal y cifra su esperanza en la vida espiritual. Así, “de lo hondo de esa congoja, del abismo del sentimiento de nuestra mortalidad, se sale a la luz de otro cielo, como de lo hondo del infierno salió el Dante a volver a ver las estrellas”, dice el escritor. En la obra del de Bilbao, esas estrellas que se vislumbran al salir del infierno de la mortalidad humana son las de la fe en un Dios-Eternidad, cuya “voluntad no puede ser sino la esencia de nuestra voluntad, el deseo de persistir eternamente”; porque si no hay cielo, “entonces, ¿para qué Dios?”,34 se pregunta Unamuno. Así, como podemos ver, la metáfora de las estrellas, presente en muchos de los poemas juveniles de Federico García Lorca, está emparentada con la propuesta por Miguel de Unamuno, lo mismo que con su visión del Dios en el que se desea creer porque ofrece la Eternidad.
El alma es una estrella
Al leer a Unamuno, probablemente el joven Lorca se interesó en la idea de que la verdadera tragedia humana es la de saberse prisionero de su propio cuerpo, de cuya finitud no se puede escapar, a menos de que se halle un camino hacia algún plano espiritual. Digo esto, porque el autor replicó tal idea en “El diamante”:
El diamante de una estrella
Ha rayado el hondo cielo,
Pájaro de luz que quiere
Escapar del universo (v. 1-4).
Como observamos, aquí se diversifica el valor simbólico de la estrella, aunque se mantiene en el campo semántico de la espiritualidad. En este contexto, la estrella ya no es el ideal que se pretende alcanzar, sino el espíritu del hombre que va hacia él. En palabras de Javier Herrero, “the star that, like a diamond, cuts along the crystalline sphere of the cosmic prison, signifies the aspiration of the soul to infinity”.35 Al representar el alma humana con la misma metáfora con la que se alude a Dios en otros poemas, en “El diamante” el poeta logra por fin acercar a los hombres al mundo espiritual que anhelan o, más bien, señala que en ellos también hay algo de esa estrella que se busca. Es decir, con la metáfora del diamante de la estrella, el autor indica que ambos están formados de la misma materia: recalca que el hombre fue hecho “a semejanza” de la divinidad36 (Gen. 1, 26), que el diamante es una parte diminuta de la luz celeste (un destello) y que, al encaminarse hacia lo que está más allá del universo visible, no hace sino volver a su origen.
La estrella significa perfección espiritual
Asido a esta esperanza, el yo lírico procura alcanzar su propia estrella, como dice en “Oración”:
Y marcho por la senda
En espera gloriosa de una estrella lejana
Que es mía nada más,
Que brilla con la luz que mi alma le presta
Soñolienta y tranquila con aroma de siesta (vv. 40-44).
En los poemas del joven García Lorca la metáfora de las estrellas contempladas por Dante al salir del infierno37 se convierte en un símbolo que, como hemos visto, apunta en muchos sentidos a la vez. Pero solo cuando el yo lírico ansía alcanzar su propio astro, este adquiere los verdaderos rasgos de las estrellas dantescas, lo cual se debe al diálogo que los poemas tempranos de Lorca parecen entablar con la Divina comedia (especialmente “La balada de Caperucita”, asunto que ya ha tratado el crítico Piero Menarini).38 Según Giorgio Siebzehner-Vivanti, las estrellas dantescas representan la finalidad última del hombre: ascender al cielo; y por lo tanto a Dios.39 Además, en la obra de Dante, los seres más cercanos a Él, los que habitan la octava esfera, son los que irradian luz como una estrella; tal es el caso de la Virgen o los ángeles. Visto así, alcanzar una estrella propia parece el único modo de cumplir el anhelo de la niña de “La balada de Caperucita”, que anda por el cielo “En busca de la cara de Dios” (v. 140). Es decir, la estrella propia que se desea alcanzar en “Oración” alude (entre otras cosas) a una pureza espiritual, semejante a la de los santos, una necesaria para que la estrella del alma de “El diamante” (y también la de “Oración”, pues allí el espíritu destella luz) pueda conquistar un lugar cerca de Dios, en el infinito al que pertenece.40
La búsqueda de la estrella tiene, por consiguiente, rasgos del peregrinar místico cristiano, característica que el mismo Lorca atribuía a la lírica que realizaba en sus primeros años, como dijo en una carta de aquella época.41 Este asunto parece reiterarse en “La balada de Caperucita”, pues, durante su viaje al cielo, la niña insiste en entregar su alma (“flores”) a la virgen y a los santos, es decir, en entregarse a lo sagrado (cf. “La balada de Caperucita”, v. 320). Asimismo, aunque Santiago pasa por el cielo de la vega montando “un astro de brillos intensos” (v. 16), se dirige hacia “la aurora que brilla en el fondo” (v. 7), hacia una luz mayor que lo absorbe todo (él, como el diamante, es una estrella que se encamina a la luz celeste). Estos detalles ratifican la idea de que alcanzar el infinito significa lograr la unión con Dios. Sin embargo, hay que dejar claro que en estos poemas no se habla de la unión del alma con la divinidad per se. El que habla en este texto aspira a formar parte de la infinitud de Dios para así liberarse de la carne perecedera,42 aspira a unirse con Él para lograr la inmortalidad, idea que, como se ha visto, está más emparentada con el pensamiento unamuniano que con la ortodoxia católica.
Carne y espíritu
Como hemos visto hasta el momento, la imagen de la estrella tiene más significados optimistas que pesimistas. A pesar de eso, y en general, a la que aspira llegar el yo lírico no parece tan asequible como la de Belén, que según la tradición lleva a los Magos con menos dificultades hasta el Mesías. La estrella de Lorca es algo “lejano” (v. 41), como se dice en “Oración” (y aquí se retoma el segundo significado de la palabra infinito), un lucero que late en el “confín” (“La gran balada del vino”, v. 193), una “aurora que brilla en el fondo” (“Santiago”, v. 7). Y para llegar a ella hay que recorrer un “sendero infinito” (“Santiago”, v. 6), un camino que “no tiene fin” (“Los encuentros de un caracol aventurero”, v. 161). Por eso alcanzarla parece algo “imposible”.43
La reiterada lejanía del lucero implica que es tremendamente difícil acercarse a él. De tal manera, la persecución de la estrella no se queda en la simple posibilidad de vislumbrarla: una vez que se ha descubierto que hay algo más allá de la vida, queda todavía la duda de si es posible alcanzarlo. Puesto en términos metafóricos: ni siquiera la hormiga que pudo vislumbrar las estrellas en “Los encuentros de un caracol aventurero” está capacitada para llegar a ellas. Esto significa que, en el plano terrenal, nadie, ni aquellos que logran el perfeccionamiento espiritual suficiente para tener la certeza de Dios, sabe en verdad si podrá llegar a Él. Lo que sucede es que, en estos poemas, aquello que impide a los hombres creer en el Dios-Eternidad del que hemos hablado (el hecho de que la condición humana limite nuestra percepción al ámbito de la materia de la que estamos formados), parece también incapacitarlos para aproximarse a Él. Puesto en los términos alegóricos de “Los encuentros de un caracol aventurero”, la “gran torpeza” (v. 164) del caracol, su naturaleza de insecto rastrero, no solo lo incapacita para subir a la copa de un árbol y ver las estrellas, sino que le hace imposible llegar a ellas.
Es que, en la obra juvenil de Lorca, cuerpo y espíritu se conciben como cosas contrarias y, en tanto estén unidas, el hombre es incapaz de acercase al mundo de lo intangible. Por eso cuando la estrella de “El diamante” intenta “escapar del universo” (v. 4) se topa con la desesperanza:
Y huye del enorme nido
Donde estaba prisionero
Sin saber que lleva atada
Una cadena en el cuello (vv. 5-8).
Miguel de Unamuno ya había usado una metáfora semejante para explicar su experiencia de la materia, de la que se sentía preso: “el Universo visible, el que es hijo del instinto de conservación, me viene estrecho, es como una jaula que me resulta chica, y contra cuyos barrotes da en sus revuelos mi alma”.44 Cuando el poeta recupera la metáfora del “pájaro” (v. 3) prisionero del universo en “El diamante”, en la lucha del animal encadenado no solo cifra el deseo de que el alma humana sea capaz de trascender la vida terrena, también alude a la idea cristiana de que, para lograrlo, es necesario despojarse de las imperfecciones de la carne, que están representadas por la cadena de la que no se puede liberar el alma. Esto se debe a que “la promesa de vida eterna del Nuevo Testamento tiene como finalidad que el cristiano deje atrás las limitaciones de esta vida y experimente plenamente la presencia de Dios”.45 Pero si no hemos olvidado el ejemplo del caracol, sabremos que, según Lorca, la naturaleza carnal del hombre no le permitirá alcanzar ese grado de pureza, sin importar el esfuerzo que se realice ni las expectativas que se tengan, cosa que también se puede ver en poemas como “Oración”. Dicho de manera más clara: el cuerpo es el culpable de que el hombre no pueda llegar a Dios, porque la materia es propensa al pecado, y pedirle al ser humano que se purifique de los vicios del cuerpo (en especial de la lujuria), siendo aún cuerpo, parece tan difícil como pedirle que alcance la más distante estrella del cielo.46
Lo más grave de esto es que ni siquiera “el diamante”, espíritu sublime que llega a “rayar el hondo cielo” (cf. “El diamante”, v. 2, es decir, que casi ha logrado trascender la materia), consigue “escapar del universo”47. También él está encadenado al “nido” de un cuerpo como todos los demás, lo que confirma que aquello que pide la cristiandad para llegar a Dios es imposible: nadie puede despojarse de los imperativos de la carne por completo. En este punto, la duda de alcanzar ese algo que debería estar más allá de la vida cede el lugar a una franca desesperanza. Así, la misma esperanza que el poeta abraza al creer que existe otra vida después de esta lo desanima, pues para llegar a ella debe lograr un imposible. Esto lo hace exclamar en otro poema: “La luz me troncha las alas” (“Canción otoñal”, v. 5). Y es que la única posibilidad de llegar a esa luz sería dejando de ser cuerpo, como dice Lorca en “Oración” (“Que yo solo anhelo ser alma”, v. 122), pero esto solo se lograría con la muerte.48
Vaivén de fe
El hecho de que el camino a Dios se conciba como una búsqueda sugiere que no se tiene la certeza de su existencia, pero que se quiere creer en ella. Por eso, las estrellas anheladas, además de ser lejanas, muchas veces se presentan como algo “vago” (v. 46 de “[Estos insectos en el remanso]”). La imagen de la luz borrosa que no se puede ver con claridad resume el drama del hombre que quiere creer en algo que no ve y que solo parece probable (cosa parecida a lo que le ocurre al caracol). Esta visión de la fe proviene, como ya se ha dicho, de la que tenía Miguel de Unamuno, para quien: “creer en Dios es, ante todo y sobre todo, he de repetirlo, sentir hambre de Dios, hambre de divinidad, sentir su ausencia y vacío, querer que Dios exista”.49 Desde esta perspectiva, la construcción de la fe es una lucha personal que lleva de la esperanza (el hambre) a la desesperanza (la ausencia) o viceversa. Este vaivén de la fe es el que dirige la búsqueda alegórica de Dios que se lleva a cabo en los primeros poemas de García Lorca.
La necesidad de encontrar alguna señal de que algo nos espera más allá de la vida es el tema central de muchos de los textos líricos del joven poeta, como se ha dicho desde el inicio de este escrito, por lo que es natural que los personajes de otros poemas (además de los de la historia del caracol) también demuestren esa “hambre de Dios” que los lleva a buscarlo. Tal es el caso de los insectos de “[¡Estos insectos en el remanso!]”, quienes son “cazadores de lo invisible / que quizá sueña sobre las aguas” (vv. 3-4), o de los gusanos, el polvo, los árboles, las águilas, las estrellas y el cielo nocturno de “Ritmo de otoño”, seres que anhelan hallar alguna muestra de la existencia de la deidad (quieren creer), pero que jamás logran encontrar ninguna (sienten su ausencia). Si bien podrían citarse muchos otros ejemplos, en este momento basta con los mencionados, puesto que me interesa destacar que, en este último texto, la búsqueda de lo sagrado está encabezada por una multiplicidad de seres de la naturaleza porque se trata de un anhelo que, según la voz de los poemas, comparten todos los condenados a la materia, desde los más humildes hasta los más encumbrados. Desafortunadamente, y dado que solo algunos buscadores tendrán la capacidad extraordinaria de creer en Dios,50 en “Ritmo de otoño” la persecución de la fe se mueve de la esperanza hacia la desesperanza únicamente, mostrando que aquellos que aparecen allí son incapaces de trascender los límites de la existencia tangible y sugiriendo que tal vez esto ocurre porque no hay nada más allá de ella (puesto que ni siquiera donde se supone que debería estar Dios, se encuentran indicios de su presencia; cosa que se representa cuando las estrellas niegan que ellas escondan lo sagrado).
A pesar de que “Ritmo de otoño” lleva al lector hasta el pensamiento agnóstico, en otros poemas de la época (como “Santiago”) la andanza se tiñe de optimismo y se vuelca hacia la anhelada fe. Esto, sin embargo, está lejos de asegurar que, en algún momento, la búsqueda representada en los poemas llegue a la tan deseada certeza de la existencia de lo sagrado (del mismo modo que el desenlace de “Ritmo de otoño” tampoco nos permite asegurar que este andar se detiene en el escepticismo). En realidad, la mayoría de los textos que narran o tratan el tema de la construcción de la fe no tienen una respuesta clara a la pregunta sobre la existencia del mundo celestial (y mucho menos a la posibilidad de que, en caso de ser real, sea asequible. Por este motivo, la indagación al respecto se mueve continuamente de la duda a la fe y viceversa, unas veces en un solo poema (tal es el caso de “Un tema con variaciones pero sin solución”) y otras de un texto a otros (como en los ejemplos de este apartado). En resumen, para la voz de esta juvenilia todos buscamos a Dios, aunque algunas veces lo hallamos y otras lo perdemos de vista, por lo que la búsqueda es infinita.
Como se dijo antes, si esta necesidad de encontrar a Dios ocurre en todos los seres humanos, según el poeta que se expresa en los textos, es precisamente porque se quiere creer. Esto significa que la búsqueda de la estrella es una alegoría de la construcción de la fe en Dios que cada uno de nosotros hace en su fuero interno. Por este motivo, se presenta como el “sol escondido en el pecho” de la vieja de “Santiago” (v. 41) o se define como una luz que alumbra la desesperanza, es decir, como los “miles de ojos / Dentro de las tinieblas” de la hormiga en “Los encuentros de un caracol aventurero” (vv. 127-128). Considevc zrando que se trata de un deseo al que cada uno de nosotros le concede el estatuto de verdadero de manera personal, y no de algo que se pueda constatar con la experiencia, para los humanos comunes la fe es algo frágil, algo que se puede apagar, también en su interior, “como cosa de un encantamiento” (cf. “Santiago”, v. 81). Esto ocurre porque hay veces en que las ganas de creer no son suficientes para evitar la desesperanza; pero también sucede, como se dijo, porque el peregrino desconoce si será capaz de dominar los deseos carnales para lograr la pureza necesaria que le permita acercarse a Dios. Sea como fuere, el anhelo de llegar a Dios se derrumba con facilidad, tal y como confiesa el sujeto lírico de “Canción otoñal”:
Hoy siento en el corazón
Un vago temblor de estrellas,
Pero mi senda se pierde
En [el] alma de la niebla (vv. 1-4).
En estos poemas, la esperanza del hombre se concibe como algo pasajero, algo débil que cae con la misma facilidad con la que el polvo vuelve a la tierra: “cuando pienso ya en la luz quedarme, / Caigo al suelo dormido” (vv. 73-74), dice el personaje del polvo en “Ritmo de otoño”. El hombre, según lo que se propone en el poema “La idea”, vive dividido entre la fe en un Dios añorado y las caídas en “el abismo desgarrador” (v. 20)51 de la duda, entre el descubrimiento de un Dios amoroso que le ofrece la Eternidad y el reconocimiento de su propia incapacidad para alcanzarlo.
La búsqueda del bien espiritual se inscribe en este irremediable vaivén, vaivén que explica por qué en distintos momentos la imagen de la estrella es ambivalente, puede simbolizar cosas contradictorias, incluso sugerir que ella misma (símbolo de la esperanza, ante todo) propicia la desesperanza. A pesar de que esto parece inclinar de nuevo la balanza hacia el pensamiento agnóstico, hay momentos en los que el optimismo es abrumador, como en el caso de “Santiago” y otros, en los que dentro de un mismo poema se pasa de la descreencia a la creencia. Esto ocurre en “[¡Estos insectos en el remanso!]”, donde el poeta se deja arrastrar por el miedo a la aterradora nada, que según Unamuno ha ocupado el lugar del infierno en la época actual;52 pero en los dos últimos versos vuelve a la esperanza que le da la fe en Cristo, diciendo: “¡Dejad que vuelque mi vida entera / Sobre la copa de la esperanza!” (vv. 55-56). Para Unamuno la esperanza se nutre del anhelo de Dios, o sea, la fe se mueve impulsada continuamente por el acicate de la duda.53 Sin embargo, aunque en general los poemas del joven Lorca siguen este modelo de la fe, muchas veces lo que le da fuerzas al poeta o a sus personajes para seguir adelante no es la duda, sino la fe en Cristo, quien para nuestro poeta es el verdadero extrahumano que revela las estrellas a los hombres, lo mismo que el Dios de amor que podría recibir a las almas en su reino, a pesar de las imperfecciones que estas tengan. La estrella de Belén, entonces, es el hilo conductor que mantiene viva la esperanza en el Dios-Eternidad que se persigue, pero ese es asunto para otro trabajo.
Las estrellas del joven Lorca
El uso de esta imagen en la poesía juvenil de Federico García Lorca está emparentado con el antiguo símbolo religioso de la luz (el cual usualmente se relaciona con el sol, la esperanza y la vida). No obstante, la estrella, cuya luz se asoma tímidamente en la oscuridad de la noche, propone una visión de lo sagrado como algo lejano y débil que apenas se vislumbra en la oscuridad. El joven Lorca construye su visión de lo divino mediante esta imagen, probablemente para enfatizar que desde nuestro horizonte material apenas percibimos el mundo espiritual. A pesar de esto, la estrella no simboliza una sola percepción de la deidad: así como puede referirse a un Dios lejano e inalcanzable, puede representar a otro amoroso que nos ofrece la vida eterna; así como puede aludir a lo sagrado, también es una forma de presentar el alma humana que anda en pos de la perfección espiritual necesaria para trascender esta vida. Esto se debe, como se ha dicho, a que la religiosidad expresada en estos textos no pretende dar testimonio de una fe; por el contrario, se trata de un intento por construir una creencia mediante la búsqueda de un Dios de amor, así como de la eternidad que ofrece. Ese peregrinar unas veces parece conducir a la esperanza de que sea posible lograr tal anhelo y otras simplemente a la aceptación de la condición carnal y finita de la humanidad. Entre esos dos extremos se hallan las interpretaciones de este símbolo que he expuesto previamente.