En México existe una peculiaridad en relación con la práctica docente que, de tan cotidiana, pasa inadvertida: casi nadie quiere ser maestro,1 pero todo el mundo “sabe" dar clases. Es común asumir que es suficiente con tener algunos conocimientos mínimos en una disciplina para ejercer la docencia en las aulas de educación secundaria y media superior (sobre todo en las escuelas particulares), así como en los espacios universitarios de las instituciones públicas y privadas; más común en estas últimas debido a la necesidad constante de renovar (por diversas razones) su plantilla docente.
En este contexto cabe preguntarse qué enseña un maestro2 en el salón de clases cuando su práctica docente está atravesada por una sensibilidad crítica hacia las dinámicas escolares tradicionales y orienta su desempeño con una perspectiva que podemos denominar queer: rara, extraña, desviada en relación con lo establecido por la normatividad institucional. O como “una posibilidad de revelar que la alteridad se encuentra en todos los espacios" (López, 2020, p. 58). De este modo, el maestro con un accionar queer es una apuesta provocadora por la desestabilización de lo establecido como natural, inamovible, cierto e indivisible, para trastocar el orden del espacio (escolar) y del discurso correcto; por hacer presente el deseo de (des)conocer para re/conocer desde otras aristas y enfrentar la presunción de neutralidad del quehacer docente. Se sabe que la práctica educativa se desarrolla en al menos dos canales: “el contenido a enseñar [que] es aquello que las autoridades reconocidas como legítimas determinan que debe ser presentado a los alumnos en las escuelas. Y el contenido de la enseñanza [que] es lo que efectivamente los docentes transmiten a sus estudiantes“ (Gvirtz y Palamidessi, 1998, p. 18).
Esto es, en el ejercicio de su papel social, quien está frente a un grupo (se) expone y (se) muestra de forma inmediata y visible, pero también veladamente y a largo plazo, no sólo sus destrezas para desarrollar un conjunto de conocimientos y saberes planteados en un diseño curricular cuya realización implica, las más de las veces, el ejercicio de dinámicas repetitivas que desbordan los qué (hay que enseñar y aprender) y envuelven a unos y otros (alumnos y maestros) en un conjunto de contorsiones inscritas en actuaciones específicas de un contexto educativo (motivaciones particulares y familiares, entorno social, creencias y vivencias varias, pero, sobre todo, las relacionadas con las sexualidades, identidades de género, carencias afectivas y materiales, entre otras), que podríamos identificar como los cómo y para qué del proceso de enseñanza-aprendizaje.
La cotidianidad en el salón de clases se explica, de manera general, mediante la realización de unas tareas rutinarias de obediencia, más que de conciencia, de sumisión estudiantil, antes que de construcción ciudadana y de pragmatismo escolar, en detrimento de una formación crítica, artística y política que forme de manera integral al estudiantado. Afortunadamente, existen excepciones. Desde una mirada queer se asume que:
La condición de aprender no nos confirma, no nos otorga identidad, no se resuelve en la repetición; nos resitúa en otro, se inicia en un momento en que se deshabita la experiencia previa. Algo estalla, se revela, no se define a través de lo que ya sabíamos, se reconoce en la experiencia de la transformación (Godoy, 2019, p. 345).
Pero también ausencias puntuales que invitan a indagar sobre el lugar que ocupa el cuerpo de un maestro en el espacio escolar, así como las historias que cuenta y silencia en los centros que des/dibuja en sus desplazamientos por el aula mientras ejerce su trabajo docente, cuando se observa desde otras miradas que consideran tanto lo institucional y lo pedagógicamente invisible (el currículo oculto), puesto que la relación pedagógica “no es igualitaria, ni horizontal pero sí recíproca. Afecta y nos afecta. La relación tiene que ver no sólo con lo que sucede, sino con lo que nos sucede" (Hernández, 2011, p. 16) y sus consecuencias en los cuerpos: ¿a quién le importa lo que siente un maestro?
El lugar del cuerpo en el salón de clases
La experiencia de quien ha transitado por todos los niveles educativos del sistema nacional mexicano atestigua que, para estar en la escuela, se requiere una buena disposición para estudiar y, para ello, hay que dejar afuera “todo lo demás“. Sin embargo, la institución escolar “constituye un espacio crítico donde se (re)producen subjetividades” (Barriga-Redel, Briceño y Lay-Lisboa, 2020, p. 34). Aunque el énfasis en el quehacer de la institución educativa nacional está en la transmisión de conocimientos, las estrategias de enseñanza empleadas para ello y los resultados; no en las dimensiones social y política de la práctica docente. Por ello, “pensar las prácticas de resistencia de los/as estudiantes en términos de relaciones productivas de poder puede llevar el foco de atención de los/as profesores/as a la performatividad de su propio quehacer pedagógico” (Barriga-Redel, Briceño y Lay-Lisboa, 2020, p. 35).
Ir a la escuela (frase genérica con que suele indicarse que se cursa algún nivel educativo en México) comúnmente supone el cumplimiento de una serie de disposiciones (puntualidad, obediencia, trabajo rápido y en silencio, casi siempre individual), antes que una práctica que enseñe a aprender críticamente desde el aprendizaje sentido para motivar la curiosidad y el acto de hacer preguntas. Por ello, los alumnos saben que “dejar afuera todo lo demás” supone resistir o sobrevivir a las estrategias de enseñanza y técnicas de aprendizaje docentes y aguardar resignados el fin de la jornada escolar. Aprenden también a asumir el desprendimiento del cuerpo físico que ocupa y desaloja el salón de clases con sus desplazamientos, sus ocurrencias e impertinencias y que descoloca la “autoridad” del maestro y descentra el quehacer docente. El cuerpo incomoda porque interpela, huele, se agita, reclama, se mueve, cuestiona.
El maestro debe “imponer” su autoridad mediante la voz que llama a obedecer, a cumplir deberes y a dictar sanciones por indisciplina estudiantil. Al asumir este rol, el profesorado renuncia a la conciencia de su cuerpo para realizar su práctica pedagógica con objetividad, neutralidad, sin interferencias de otra índole ajenas a lo netamente escolar, aun cuando su cuerpo funge como un instrumento de su quehacer en el aula. Dejar el cuerpo fuera del salón de clases asegura (eso se pretende) que el calor o el frío exterior e interior no intervengan en el desarrollo de los contenidos temáticos, que el dolor de cabeza, las preocupaciones familiares, las alegrías, el humor y la música, el hambre y el sueño, los enamoramientos y las tristezas, la ansiedad y el deseo no tengan cabida en las dinámicas escolares para que no intervengan negativamente (pero tampoco de modo positivo) en el aprovechamiento escolar del estudiantado.
“Vienes a estudiar” se nos dice (y repite) tantas veces, que pronto aprendemos (esa enseñanza sí que se logra) que hay que estar de mente presente y con el cuerpo negado, cuando no sometido o abandonado. El cuerpo de los estudiantes aparece bajo otras formas de violencia en los pasillos, las zonas comunes para el recreo, el patio escolar y en el aula lejos de la mirada del maestro, salvo cuando se hace molestamente visible en los actos de indisciplina. Pues como afirman Barriga-Redel, Briceño y Lay-Lisboa (2020, p.45):
La relación estudiante-profesor/a no se visualiza como un acompañamiento en tanto al estar mediada por el aprender, se habla sólo para abordar lo pedagógico (contenidos, dudas, aclaraciones), donde en la interacción entre los actores/actrices del aula, el/la profesor/a se encuentra siempre enmarcada en su figura.
Una presencia la más de las veces lejana y solitaria. El maestro aparece y existe durante la ejecución de su danza ante los ojos y oídos de su audiencia estudiantil. En silencio es una suerte de actor detrás del telón del escenario-aula y, sin embargo, sigue (veladamente) presente. Los efectos del mutismo y la ausencia que el maestro ejerce en el salón de clases también enseñan. Las restricciones de una presencia corporal explícita son de obligado cumplimiento tanto para el alumnado como para los maestros, con el fin de mantener el espacio escolar “en orden” para el cumplimiento de las acciones a las que está destinado. No obstante, “la fisicidad de los lugares y los discursos que, como usuarios de esos lugares elaboramos inconscientemente, performan nuestra identidad” (Acaso, Antúnez y Megías, 2011, p. 63).
Y aunque las actuales reformas y enmiendas educativas3 traen de vuelta el cuerpo y las emociones de los estudiantes al salón de clases, suele ser común mantenerlo disciplinado solicitándole tareas de carácter ocupacional, antes que formarles integral y significativamente, lo que incluye reconocerles como sujetos con cuerpo y acompañarlos en sus propios procesos de construcción de la subjetividad. Por ello, sostienen Maldonado, Prados y Márquez (2017, p. 383): “el cuerpo educado es un cuerpo que quiere hacerse invisible, que se construye a base de esconder emociones o sentimientos“. Dejar afuera “todo lo demás" presumiblemente contribuye al adecuado ejercicio de la práctica pedagógica y en esta operación se tuerce, expulsa y arrincona todo aquello (significado como anómalo) que suponga nombrar el cuerpo y el placer dentro del salón de clases. Aun así, tanto maestras como maestros saben que el fruto de su desempeño docente es “siempre nuevo” en tanto que comienza cada día, sesión a sesión, no es inmediato, sino a largo plazo; y fiados en esa utópica certeza (válgase el oxímoron) abordan el escenario con los riesgos y satisfacciones que brinda exponerse ante un aula diversa, dispersa la más de las veces, pasajera, pero siempre viva. En este sentido, la actuación, en su incompletitud, perdura y persiste (Muñoz, 2020, p. 196).
Por otra parte, “cuerpo docente” es una expresión común en la jerga escolar que remite a la plantilla de profesores. Lo paradójico es que por lo general exista un cuerpo docente y no un docente con cuerpo: la figura del maestro suscita pasiones. En el imaginario popular puede ser valorado como una persona a quien se le reconoce una autoridad (dentro del aula) o que se le menosprecia y niega los conocimientos y saberes que imparte en la escuela. El maestro es alguien que “sabe” o “no sabe” y, ante tal disyuntiva, requiere asumir su papel y continuar, cumplir con su rol social escolar. El maestro es ese sujeto que porta un conjunto de “verdades” sobre sí, su práctica pedagógica, su historia y su lugar en el mundo, un equipaje en el que no cabe el error ni la vergüenza ni el cuerpo ni el deseo desde la mirada “aleccionada” de quienes ocupan el salón de clases, la escuela y, por supuesto, las madres y padres de familia. Esta “verdad” la asume, primeramente, el propio maestro ante sí y frente a sus pares, no sin tensiones, y es objeto de crítica para quienes practican una pedagogía queer.
Al mismo tiempo, se reconoce que las relaciones pedagógicas que se desarrollan en las aulas son, ante todo, relacionales, intersubjetivas e íntimas. Por lo tanto, “los estudiantes necesitan confiar en sus maestros antes de poder aprender; confiar en nosotros significa conocernos, y para los profesores queer (ya sea ‘afuera’ o ‘adentro’), conocer puede significar vulnerabilidad y peligro” (Harris y Gray, 2014, p.5). Y, en consecuencia, asumir el riesgo que implica tener un cuerpo expuesto. Al respecto, Rofes (2005, p. 149) plantea: “¿Por qué nos censuramos a nosotros mismos y a quién beneficia nuestro silencio?”. ¿Qué es lo que asusta del cuerpo del maestro? ¿Lo que se ignora de él, lo que se supone del mismo o lo que no se quiere ver y saber en tanto un sujeto corporalmente presente? Y acá dejo fuera especulaciones, sospechas y otras cuestiones que rebasan las intenciones centrales de este texto que, como ya he señalado, propone reflexionar sobre la presencia corporal de quien imparte clases día con día con una perspectiva queer a un grupo variopinto de estudiantes que también, aunque resulte elemental mencionarlo, poseen un cuerpo y una subjetividad propias. La importancia de hacer aparecer el cuerpo radica, de acuerdo con hooks (2021, p. 159) en que: “la presencia del profesor como cuerpo en el aula, la presencia del profesor como alguien que tiene un efecto total en el desarrollo del estudiante, no solamente [tiene] un efecto intelectual, sino un efecto en cómo ese estudiante percibe la realidad más allá del aula”.
Es quizá este “efecto” el que suscita temores y dudas sobre la pertinencia de exponerse en el salón de clases como un maestro con cuerpo. Por un lado, el cuerpo avergonzado del docente que intenta ocultar las imperfecciones físicas, las historias de las que su corporalidad da cuenta, los deseos que pretende no mostrar para evitar la distracción con todo aquello visible e intuible de sí con el fin de mantener la atención del estudiantado únicamente en lo que sí aporta (presumiblemente) a la práctica pedagógica y, en consecuencia, al proceso de enseñanza y aprendizaje. Y por otra, el cuerpo joven, rebelde, impertinente y dinámico de las alumnas y los alumnos que incomoda la mirada del maestro. El reconocimiento de ambos cuerpos es motivo de vergüenza o desconcierto y por ello se oculta: “El borrado del cuerpo nos anima a pensar que estamos escuchando hechos neutrales y objetivos, hechos que no pertenecen a quien está compartiendo la información. Se nos invita a transmitir información como si ésta no surgiera de los cuerpos” (hooks, 2021, p. 161). El desdibujamiento de la corporalidad, la dificultad para nombrar(se), no significan necesariamente inmovilidad o resignación por parte de alumnos y maestros; al contrario, pueden interpretarse como una presencia que incomoda y desplaza:
Así, el silencio del docente LGBTQ en “el closet” en las escuelas produce saberes sobre sujetos sexualmente diversos que refuerzan la subordinación y tabú de los sujetos queer en relación con las subjetividades heterosexuales. Sin embargo, el armario también puede considerarse un espacio activo y resistente. Desestabiliza la naturalización de la heterosexualidad, ya que uno puede aparecer, o ser considerado por otros, como heterosexual y, sin embargo, ser queer. Por lo tanto, según el contexto, uno puede estar adentro o afuera, o adentro y afuera; independientemente, uno está presente (Ferfolja, 2014, p. 33).
Aunque se insiste en obviar este hecho puntual (“tenemos un cuerpo") que acontece en lo cotidiano en las aulas “debemos devolvernos a nosotros mismos a un estado corpóreo para poder deconstruir cómo se ha orquestado tradicionalmente el poder dentro del aula, negando la subjetividad a determinados grupos y otorgándosela a otros” (hooks, 2021, p. 161). El cuerpo se oculta, se camufla en el mobiliario escolar, se somete con el fin de asumirse como un maestro enteramente racional, objetivo y sin subjetividad que empañe su práctica docente y le avergüence. Sayer (2005, p. 12) señala: “El dolor y el sufrimiento no son sólo constructos. La vida de las personas puede verse arruinada por la vergüenza y la baja autoestima y, en el extremo, pueden valorar sus compromisos con los demás o con causas particulares más que sus propias vidas”.
La presión por mantener una imagen social de equilibrio, de control sobre sí y una intimidad a salvo de la mirada ajena orilla al maestro a guardar silencio. ¿Qué lleva a un maestro a esconder/se (de) su propio cuerpo? ¿Qué emociones y sentimientos paralizan su corporalidad? ¿A qué teme un maestro cuando (se) expone ante los demás? No existe el maestro asexual que la institución educativa insiste en hacernos creer, ese “sujeto calificado que encarna la profesionalidad” (Ferfolja, 2014, p. 38). El maestro posee un cuerpo (auto)eludido o revestido de vergüenza que urge a su ocultamiento en lugar de sumarlo a las estrategias de la enseñanza y el aprendizaje, y esto porque, de acuerdo con Estola y Elbaz-Luwish (2003, p. 704): “el trabajo de un maestro está marcado por muchos pequeños episodios de vergüenza. Pero a menudo estos pequeños episodios les dicen a los estudiantes más que nuestra retórica oficial”. La vergüenza entendida como “reserva”, “pudor”, “respeto” (Corominas, 1987, p. 603) condiciona la posición, los movimientos (gestualidad, expresiones, posturas, tonos de voz, actitudes) del maestro frente a unos desconocidos con quienes, paradójicamente, convive a diario y ante quienes se expone y evidencia vulnerable.
Al enseñar contenidos específicos de un conjunto de asignaturas y fomentar el desarrollo y ejercicio de habilidades para vivir en el mundo, el maestro privilegia la objetividad, la distancia y la consecución de los aprendizajes esperados de la lección antes que la interacción física entre estudiantes y docente. Pese a que “gran parte de lo que ocurre entre profesores y alumnos se emite a través de los gestos, la cara y los ojos” (Van Manen, 2008, p. 63), el contacto visual y otro tipo de acercamientos se eluden para evitar sospechas sobre el propio ejercicio docente. Más bien se prefiere mostrar cierto recelo y no seguridad mientras se está expuesto a la mirada del grupo. Lo contrario a lo que Van Manen (2008, p. 63) nos plantea, “un profesor seguro es el que demuestra confianza con su presencia". Cuando el cuerpo del maestro se manifiesta deliberadamente, éste puede ser visto como un cuerpo velado, porque, en sentido estricto, aparece ante el alumnado de manera translúcida en tanto que (se) obvian su corporalidad y desconocen sus historias; en este sentido, es un cuerpo encubierto, visto/no visto, un cuerpo avergonzado (de sí y de mostrarse a los otros). Y con ello, se pasa por alto que “el cuerpo en tanto que se conforma y humaniza mediante procesos que hacen posible la formación humana favorece una ‘pedagogía de la subjetividad corporal’” (Planella, 2006, p. 181). Al retirar su cuerpo y centrarse en “lo importante” de la dinámica del salón de clases, el maestro suele situarse pixeleado y con ello “resalta el cuerpo vivido, la experiencia corporal, la vivencia del cuerpo, la percepción, la narrativa corporal y las relaciones educación-cuerpo” (Gallo, 2009, p. 237). La máscara que intenta cubrir paradójicamente muestra del mismo modo que el mutismo obra: “En muchos sentidos, el silencio permite el poder” (Ferfolja, 2014, p. 44).
Un maestro que realiza una práctica docente con una perspectiva queer integra textos diversos que en su recontextualización en el salón de clases desestabilizan, cuestionan y proponen alternativas a lo establecido y reconocido por la escuela, a lo que “está controlado por reglas y métodos precisos y detallados” (Gvirtz y Palamidessi, 1998, p. 26). Una práctica docente queer conforma una pedagogía indisciplinada. Torcer la línea recta de la enseñanza normativa y normalizada hace posible que quien enseña aparezca como un cuerpo novelado puesto que se ficcionaliza (“¿Cómo será el profe de…?”) desde las miradas de los otros (alumnos y colegas), con lo que se refuerza la idea de un maestro con un cuerpo sin materia, sin deseos, espectral y, no obstante, rodeado de un halo de misterio que mueve a la especulación del estudiantado cuyo interés va desde la curiosidad al deseo honesto de re/conocerlo. En este tenor, Rofes (2005, p. 154) se pregunta si: “¿Es posible que el alumnado nos perciba como seres sexuales sin que tengamos que consentir los estereotipos o imponer la propia comodidad personal con el sexo a un alumnado que no comparte valores idénticos?” Podríamos plantearnos si poseemos tal madurez, asumir la diversidad y las diferencias sin temor a pensar que “desobedecemos” per se el orden de la institución escolar y sí, en cambio, reconocer que quienes habitan el aula son personas con cuerpos sexuados y sexualizados, racializados, generizados, leídos e interpretados desde distintas perspectivas que interseccionalizan la clase social, la edad, la funcionalidad corporal, los credos, el deseo, etcétera; evidenciar en la práctica pedagógica que los cuerpos importan.
Por otra parte, es posible que el cuerpo del maestro pueda ser revelado y surgir rebelado por alguna singularidad de sí, en su corporalidad, su práctica docente, su posicionamiento ideológico (un activismo en particular, por ejemplo) o algún hecho que lo presenta sorpresivamente ante el estudiantado con una voz propia y con un conjunto de expresiones no verbales que dan cuenta de su corporalidad y sus historias que quizá inquiete a los estudiantes o les cause interés, suscite preguntas acerca de la persona de su maestro en otros espacios fuera de las aulas. Al revelarse explícitamente ocupando el espacio seguro de sí el cuerpo del maestro: “se configura como un procedimiento calificador de otras informaciones, entre las que destacan la propia identidad personal, el indicador del grupo, la adscripción y la pertenencia a determinados grupos” (Martínez, 2004, pp. 138-139). Este accionar “desviado” del maestro reelabora el espacio escolar y altera la dinámica pedagógica. Así, el salón de clases devenido stage (en su acepción como “escenario” y “fase”) exhibe las constantes actuaciones del maestro en el momento de desarrollar los contenidos de un curso, discutir ciertos temas, atender y dar respuestas al estudiantado desplazando la direccionalidad del quién enseña qué a quién por un “hacer que está en el horizonte, un modo de posibilidad” (Muñoz, 2020, p. 184), un más allá de lo inmediato del aula.
De este modo, un maestro se revela ante la mirada del alumnado como una verdad subjetiva (“Así que el profe de…”) o como un misterio finalmente descubierto que a la vez asume el riesgo de su vulnerabilidad expuesta. Toda vez que “El cuerpo sigue siendo uno de los objetos más preciados y requeridos en la trama escolar. Permanece como objeto de representación, producto de imaginarios, de fantasías y de fobias. Especialmente en relación con la identidad de género y con la identidad sexual” (Scharagrodsky y Southwell, 2016, p. 12).
En este caso, el cuerpo del maestro cuyo accionar escapa al imaginario de lo normativo4 al tiempo que evita “contaminar” al alumnado, reescribe lo establecido y esperado en el acontecer del aula. El maestro “raro” se delata en su motilidad, su cuerpo vergonzante habla y calla, está oculto y perceptible, se coloca en el centro del salón de clases y al mismo tiempo habita los márgenes del espacio escolar habitual. Un docente “extraño” en el salón de clases no se nombra, sino que hace, no se muestra como modelo a imitar ni como una subjetividad a evitarse; se rebela (y revela) desde la propia vergüenza de no ser un maestro “normal” y esta “anormalidad” que enorgullece es compartida en silencio por no pocos alumnos.
Y puesto que “nuestra agencia social como docentes también permite la creación de resistencia que crea momentos de empoderamiento y liberación entre nuestros estudiantes” (López, 2020, p. 58), el maestro presente ejecuta un giro queer a las prácticas realizadas dentro del salón de clases. Una suerte de antídoto contra las vastas omisiones que integran el desempeño docente que lleva a plantearnos cómo lograr el reconocimiento del maestro que asume un cuerpo sin vergüenza a través de la práctica pedagógica queer. De acuerdo con Ahmed (2015, p. 164), “la vergüenza puede describirse como una sensación intensa y dolorosa que está ligada con el modo en que se siente el yo acerca de sí mismo, un sentimiento que el cuerpo siente y que se siente en él”. El desgaste acusado por estas emociones afecta el desempeño docente en el aula e interfiere en las relaciones sociales con el estudiantado y sus colegas. El comportamiento que se espera del maestro, el cumplimiento de su papel social y profesional entra en tensión con este sentimiento de vergüenza de estar realizando alguna acción o un discurso “indebidos". Al respecto, “La vergüenza se siente como estar expuesta -otra persona ve lo que he hecho, que es malo y por lo tanto vergonzoso-, pero también involucra un intento de esconderse, un ocultamiento que requiere que el sujeto le dé la espalda al otro y se voltee hacia sí mismo” (Ahmed, 2015, p. 164).
¿Hacia dónde huye el maestro? ¿Cómo ocultarse de sí mismo y de la mirada de los otros? ¿Cómo se sobrepone a ese “mal sentimiento”? ¿Mediante qué acciones es posible “torcer” los efectos del sentimiento vergonzante? Porque, como apunta Ahmed (2015, p. 166): “la vergüenza oculta y revela lo que está presente en el presente; consume al sujeto y arde en la superficie de los cuerpos que se presentan ante los otros”.
Una posible vía para encarar lo “distinto” es el empleo de una perspectiva distinta que abreva de algunos métodos queer que presentaré más adelante. Si el maestro traspasa los límites de la vergüenza, los estereotipos sexuales, de género, de clase y encara la discriminación desde una indiferencia premeditada por medio de la parodia, la subversión de los roles de género, la resistencia creativa y crítica, imaginativa e intelectual es posible que dé un giro a las lecturas de su cuerpo realizadas por sí mismo y el estudiantado. Este enfrentamiento crítico, creativo, imaginativo y, en última instancia, político contra lo normativo injusto, excluyente, homogenizante, puede contribuir al reconocimiento del maestro por parte del alumnado y sus pares como un sujeto rebelde que, algunas veces, desde su posición corporal y su desempeño docente resiste a los imperativos e inercias de las dinámicas institucionales y emerge como un maestro situado mediante actos efímeros que evidencian una voz y un cuerpo propios, lo cual implica asumirse de manera explícita, contradictoria, incompleto, nombrar los deseos, la inconformidad, las ilusiones, la vergüenza, es decir, reconocerse de viva voz en y con sus historias.
El “enfoque queer nos permite aproximarnos a las experiencias y voces de diferentes cuerpos, afectos, agencias y saberes, lo que nos permite crear redes de resistencia” (López, 2020, p. 56). Lo que en palabras de hooks (2021, p. 43) supone que “la mayoría de los profesores debe practicar para mostrar su propia vulnerabilidad en el aula, para estar plenamente presentes en mente, cuerpo y espíritu”. De suerte que un retorno de los cuerpos de alumnos y maestros al salón de clases dé cabida a lo central y a lo marginado de los contenidos de la enseñanza mediante intercambios con unos y otros en espacios y tiempos cambiantes en los que el affect 5 transita y da cohesión a las vivencias cotidianas. Al respecto, Rofes (2005, p. 154) señala que “lo erótico circula en el aula y con frecuencia se aprovecha como una fuente de poder que guía los métodos pedagógicos”. Dicho reto presupone para los maestros conformar una práctica docente desde un lugar que bordea las fronteras de lo normal y lo indisciplinado.
Orientaciones para una pedagogía queer
De acuerdo con Browne y Nash (2010, p. 11) “las metodologías son aquellos conjuntos de reglas y procedimientos que guían el diseño de la investigación del fenómeno o situación a investigar”; para ello se fija el sujeto-objeto de estudio y se delimita el tema y resto de las variables para mantener el control sobre lo investigado. En contracorriente, desde un pensamiento queer, “los sujetos y las subjetividades son fluidos, inestables y en constante evolución” (Browne y Nash, 2010, p. 1). Por lo que plantearse el reto de torcer e indisciplinar las estrategias para enseñar y aprender en el salón de clases por medio de una pedagogía queer requiere considerar “la inestabilidad de los significados que se dan por sentados y las relaciones de poder resultantes” (Browne y Nash, 2010, p. 4) de las interacciones sociales.
Pinar (1998) plantea: “¿Qué queremos decir cuando hablamos de ‘maestros queer’ y ‘en cuya mirada y por cuyo deseo actuamos queer’? (recuperado por Harris y Gray, 2014, p. 2). ¿Existe una pedagogía queer? Un maestro que enseña desde lo queer recontextualiza unos contenidos escolares que en su paso del currículo al desarrollo en el aula experimentan una descontextualización no siempre identificada o reconocida, y lo hace mediante un giro crítico (desobediente y afectivo a la vez) que persigue reconsiderar e incluir lo dejado fuera, nombrar lo silenciado y dar forma a una serie de temas no siempre en relación (inmediata) entre sí, al mismo tiempo que anima al reconocimiento del propio cuerpo del maestro y del alumnado. Este movimiento de torsión crea una “transposición didáctica” (Chevellard, 1998) o “recontextualización” (Bernstein, 1990) que se entiende como un “conjunto de transformaciones por las cuales un texto cultural (una obra literaria, una teoría científica) se constituye en contenido (u objeto) a enseñar y luego, ya en manos de los docentes, en contenido (u objeto) de enseñanza” (recuperados por Gvirtz y Palamidessi, 1998, p. 30).
Dicho cribado sucede en su mayoría sin ser consciente de que ocurre. Sin embargo, desde la sensibilidad de un maestro con perspectiva queer resulta un acto intencionado en tanto crítico, situado y que responde (tal es el objetivo) a los discursos establecidos. Se sabe que a través de los maestros la institución escolar comunica más que conocimientos y saberes porque la práctica docente trata de un “mensaje político y moral que sirve para enseñar a comportarse, a respetar las jerarquías o para construir la propia identidad” (Gvirtz y Palamidessi, 1998, p. 31). De suerte que, un maestro con un accionar queer integra constantemente un proceso de pedagogización queer del saber (traspone y recontextualiza contenidos desde planos indisciplinados) que adopta lo extraño, lo ajeno, lo convexo y rompe (lo intenta) la línea recta de las múltiples normalidades que rigen el día a día de la escuela y del salón de clases. Pues como apunta Da Silva (2001, p. 185) en tanto construcción social, el currículo “es el resultado de un proceso histórico cuya pregunta importante no es ‘qué conocimientos son válidos’, sino ‘¿qué conocimientos se consideran válidos?’”.
Por otro lado, vale considerar cómo se desarrollarán en el aula esos “conocimientos válidos” en función de los objetivos a lograr. Un ejercicio “desviado” por parte de un maestro cuyo cuerpo se nombra, se visibiliza, se manifiesta desde su discurso y práctica docente para poner en cuestión algunas formas de normalidad en la escuela (la consecución a priori de los objetivos del curso que predeterminan el camino a seguir conjuntamente), al tiempo que plantea y desarrolla maneras de enseñar y aprender críticamente con otras herramientas teóricas y metodológicas que también alienten al alumnado a vencer la inercia de “ir a la escuela”, puesto que no se trata de estar en el aula por cumplir. De acuerdo con Felman (1987), “enseñar es no la transmisión de un conocimiento prefabricado. Es más bien la creación de una nueva condición de conocimiento, la creación de una disposición de aprendizaje original” (en Luhman, 1998, p. 7).
Por ello, al diseñar estrategias de enseñanza y aprendizaje con un enfoque queer es necesario partir del reconocimiento de los cuerpos que habitan el aula y (la mayoría de las veces) la desbordan para enfrentar el reto que supone la inclusión de lo afectivo en diálogo con lo racional, lo diverso y diferente en relación con lo asumido como normal, lo fijo y establecido en relación con lo huidizo y efímero del alumnado, pero también de los maestros. Golding (1997, p. ii) plantea “ocho tecnologías (curiosidad, ruido, crueldad, apetito, piel, nomadismo, contaminación y habitar)” en el sentido foucaultiano del término, que define como “una especie de latidos rítmicos de una ‘otredad’ que no es más que una ‘superficie’ pluralizada” (Golding, 1997, p. iii) como respuesta para conformar la alteridad mediante otras vías. Lo anterior sitúa al maestro ante el reto de imaginar cómo ejercer alguna de estas tecnologías en el salón de clases. Asimismo, el ejercicio de una pedagogía queer nos propone repensar los objetivos (qué, cómo, para qué y para quiénes) de una práctica pedagógica que, en algunos casos, nos aproxima a la subversión tal como la entiende Luhman (1998, p. 96) “lo subversivo más que ser un contra conocimiento fácilmente identificable, radica en la capacidad de plantear preguntas sobre los desvíos para llegar a conocer y dar sentido a lo conocido”. En este caso, a lo “ya sabido” de las dinámicas de la escuela y del aula. Por otra parte, Pinar (1998, p. 17, las cursivas son mías) apunta que “una pedagogía queer sugiere que, en lugar de encontrar el yo en el conocimiento y las representaciones, el aprendizaje se trata del proceso de arriesgar el yo”. Esto es, en lugar de buscar la confirmación de lo ya conocido, habría que apostar por la búsqueda de nuevas localizaciones mediante la invención de otras rutas para alcanzar el acceso al conocimiento e incluso para significar de diferente forma el conocimiento aun desde el placer: “Un plan de estudios queer está especialmente interesado en cuestiones sobre el deseo, el placer y la sexualidad, y lo que es más importante, en cómo podemos interrumpir nuestra comprensión de éstos, incluida la forma en que se dan a conocer” (Pinar, 1998, p. 23).
Dicha propuesta no está exenta de riesgos y asunción de responsabilidad. Pues “llegar a decir una verdad reconocida también implica el seguimiento de determinadas reglas” (Gvirtz y Palamidessi, 1998, p. 25), que a la postre se integran en las dinámicas cotidianas, se naturalizan y conforman el sentido de normalidad. Una perspectiva queer supone un accionar crítico, creativo, imaginativo, humanístico, ético para llevar el contenido a enseñar más allá de lo que hasta ahora se asume como fijo, único, estable, sin fisuras, es decir, los conocimientos válidos. Apunta Lapoujade (1988, p. 241) que “los procesos imaginativos emergen en actividades sintéticas, complejas, dinámicas por las cuales el sujeto percibe, recuerda, juzga, razona; pero también sueña o crea, pudiendo incluso llegar a alucinar”.
En este sentido planteo si existe algo más queer que la posibilidad (utópica) de imaginar otras maneras im/posibles de habitar el aula y reconocer lo que enseña un maestro de cuerpo presente cuando en su práctica pedagógica tienen cabida operaciones que desafían la objetividad de la disciplina, la pretendida neutralidad de los contenidos curriculares, la normativa con respecto a los roles sexuales y los estereotipos de género y que evidencia las diferencias de clase como resultado de procesos históricos al tiempo que pone a prueba la hipotética estabilidad del salón de clases habitada por alumnos con cuerpo.
Reflexión final
La práctica pedagógica se mantiene como un espacio en constante debate abierto a las interpretaciones y propuestas para su mejora provenientes desde las distintas miradas de los múltiples contextos que la rodean y la cruzan. En ese sentido, el salón de clases, las prácticas que ahí discurren, los sujetos que la habitan, los modelos curriculares y las nuevas didácticas y tecnologías experimentan un cambio constante. “La conformación del aula no sólo materializa un discurso, sino que también lo sostiene en la misma forma que adopta” (Barriga-Redel, Briceño y Lay-Lisboa, 2020, p. 38). En este escenario se conforma, mediante las prácticas, tomas de la palabra, silencios y omisiones la subjetividad invisibilizada del alumnado y también la del maestro. Las dinámicas y los espacios que integran el día a día del salón de clases afectan a sus participantes en distintos niveles de la relación pedagógica.
Hacer aparecer al maestro con un cuerpo y dotarlo de reconocimiento digno es un proceso que comienza cada día durante la exposición de determinados temas, en la discusión de los contenidos o en la emergencia de algún hecho en la escuela o el aula; el acto acontece no sin la concurrencia del alumnado y el salón de clases como escenario. Un maestro se manifiesta desde su materialidad mientras hace cosas del orden del sentido común de una práctica docente con vocación: desautomatiza procesos de enseñanza y aprendizaje, observa, escucha, presenta ejemplos que favorecen miradas poliédricas de la realidad, motiva la generación de preguntas, hace de la evaluación no la meta, sino parte de la andadura pedagógica, se conduce con honestidad y ética, aunque sea redundante referirlo. Una pedagogía queer en su desobediencia crítica sólo es posible para un maestro indisciplinado de cuerpo presente; en el entendido de que indisciplina no es una apuesta por la anarquía. El maestro con un hacer queer además de cumplir con los objetivos educativos de la institución escolar, favorece la emergencia, presencia, movimiento y voz de los cuerpos del alumnado con la pertinencia del riesgo que supone aparecer: estar expuesto y revelarse vulnerable para crear espacios que habite “un cuerpo donde motilidad no equivale a peligro” (Sedgwick, 2019, p. 87).
Finalmente, hay que asumir que no existen indicaciones previas para integrar una pedagogía queer que en su realización nos libre de la monotonía, el cansancio y la resignación de resistir día con día a las prácticas y discursos normalizadores que enmarcan nuestra jornada escolar. Sí que cabe la posibilidad de un accionar que reaccione y responda a los dictados de lo establecido: desobedecer e indisciplinarse. Es posible combatir el rigor de la disciplina con un ejercicio de crítica y creativa desobediencia e interdisciplinariedad que lleva consigo la responsabilidad de asumir las consecuencias.
Enseñar y “aprender en queer es andar en la explosión no imaginada de los caminos posibles” (Godoy, 2019, p. 346). Sin duda, vale la pena “torcer” los caminos conocidos, aunque el recorrido cuesta arriba se realice en soledad. Después de todo, para ser libre también hay que ser independiente.