Introducción1
La UNESCO revela la urgente necesidad de reflexionar acerca de por qué, cómo, qué, dónde y cuándo se aprende. Su análisis parte de la crisis del mundo actual y concluye que la educación aún dista de alcanzar el objetivo de contribuir a la construcción de un mundo justo, sostenible y pacífico. No obstante, también se refiere a la esperanza en la educación como un nuevo contrato social (UNESCO, 2021). Por lo tanto, es importante que consideremos las diferentes posibilidades que como docentes tenemos en la configuración de ese nuevo contrato, más aún dentro de sociedades marcadas por escenarios de conflicto.
Colombia es un país que ha vivido momentos violentos a lo largo de su historia, con un contexto político, económico y social que pareciera perpetuar distintas formas de violencia. El ejercicio cotidiano de convivencia con ese “otro” que piensa, siente y vive diferente se ve con frecuencia atravesado por máximas populares tales como el “ojo por ojo y diente por diente”. La violencia y la inseguridad han sido una constante en muchas regiones del país, lo que ha generado un ambiente de miedo, desconfianza e incluso indiferencia en la comunidad. Pareciera que los colombianos hemos normalizado las escandalosas cifras de muertes y otros hechos de violencia que, en muchos casos, permanece invisibilizada, aunque latente en nuestras regiones (Indepaz, 2022).
Por otro lado, la falta de recursos y la desigualdad económica han limitado el acceso a una educación de calidad para muchos niños y jóvenes, lo que ha aumentado la exclusión y la discriminación. Según la OCDE, el colombiano promedio requiere por lo menos once generaciones para salir de la pobreza. Dicha organización clasifica a Colombia como uno de los países más desiguales de Latinoamérica, con mayor empleo informal, poco acceso a educación de calidad y crecimiento en las tasas de deserción escolar (OCDE, 2022). Más allá de las cifras, se forjan imaginarios de interacción comunitaria perjudiciales que provienen de posiciones de desigualdad social y económica, y de contradicciones ideológicas (Moreno, Durán y Olarte, 2022) ¿Cómo invisibilizar las amargas consecuencias de esta cruda violencia y prorrogada pobreza? El conflicto silenciado por décadas sembró en muchos colombianos hondas heridas sociales, económicas, familiares y personales que aún intentamos cicatrizar.
Un proceso de cambio requiere en inicio conocer nuestra historia como país, y partiendo de ella, propiciar la formación social que debe darse idealmente en el contexto educativo. Este ejercicio de formación implica una transformación de la manera tradicional en que entendemos el concepto mismo de justicia, pues incluso desde el marco de la escuela, la sanción y el castigo han sido con frecuencia la forma de gestionar todo aquello que ha sido entendido como una falta a las normas de convivencia.
Hoy día, en el país se vive un proceso de “postacuerdo” y en el marco de la normatividad especial desarrollada para este periodo, aparece la noción de justicia restaurativa. Como su nombre lo indica, este tipo de justicia se enfoca en la restauración de las víctimas, atiende sus necesidades y posibilita la reconstrucción de tejido social, a partir de la inserción de una dimensión psicosocial del daño y sus consecuencias (Wachtel, 2013; Zehr, 2006).
Hace alrededor de dos décadas, este enfoque sobre la justicia llegó como propuesta para el abordaje de la convivencia dentro de las instituciones educativas en Colombia, aunque hasta el momento no ha sido ampliamente implementado. El modelo de la Justicia Escolar Restaurativa (JER) propone una nueva comprensión de la noción de víctima, así como un énfasis en la resolución dialogada de los conflictos, donde se busca siempre que el agresor no sólo reconozca lo que hizo, sino que proponga acciones concretas para reparar el daño causado. Sin embargo, como se mencionó antes, la escuela y sus docentes han promovido durante décadas una noción de justicia centrada en el castigo. De ahí que esta transformación representa todo un reto para el propio sistema educativo.
En este artículo pretendemos mostrar, desde el caso colombiano, cómo la escuela en general y los docentes en particular, tenemos la posibilidad de aportar a la reconstrucción de tejido social y a la construcción de una cultura de paz, cuando logramos cambiar nuestra forma de entender y ejercer la justicia dentro de los contextos educativos. Para construir nuestra argumentación respecto a las posibilidades de la JER y las necesarias transformaciones que exige su implementación, inicialmente propondremos una contextualización sobre el conflicto interno en Colombia; en segundo lugar, analizaremos las características de los dos modelos de justicia que han prevalecido en la escuela y, por último, discutiremos el rol de los docentes en la construcción de nuevas formas de justicia, a partir del análisis de experiencias de implementación de la JER, incluyendo algunas extraídas de la literatura, así como una experiencia propia desarrollada en una institución educativa en la ciudad de Bogotá.
La escuela y el conflicto interno armado en Colombia: una mirada al contexto
La historia colombiana ha estado atravesada por diversas épocas de violencia que han dejado huellas profundas en la memoria del país (Guerra, 2019). Y, en la estela de esas huellas, han sido diversos los intentos por generar un cambio real en la sociedad a través de variadas propuestas que han apuntado a la construcción de paz desde diferentes contextos (Villamil, 2013). Por desdicha, los resultados en este campo parecen haber sido poco significativos hasta ahora, en particular debido a la existencia de problemáticas sociales que siguen afectando la realidad del país (Duque, 2017). En esa medida, frente a la necesidad de desarrollar acciones concretas que permitan transformar la cultura de violencia en una cultura de paz, el entorno educativo se ha presentado como un escenario ideal para llevar a cabo dicha tarea en vista de su carácter preventivo y proactivo (Boqué et al., 2014).
Durante mucho tiempo pareció existir en la situación escolar un importante germen de lo que, a gran escala, ocurre en la sociedad colombiana: al no conocer con claridad las causas y dinámicas de sus violencias, es una sociedad que no termina de comprender de qué manera podría superarlas, y lo que implica alcanzar la paz, el perdón y la reconciliación en el marco de un proceso de “postacuerdo”. Aun en la actualidad, un sector importante de la población colombiana continúa viendo en ese conflicto una simple expresión delincuencial o de bandolerismo, y no una expresión de problemas más profundos en la configuración social y política del país (Grupo de Memoria Histórica, GMH, 2013). Esto llevó a pensar la solución a dichos problemas en los términos simplistas de exterminio del adversario político, o bien en la creencia ingenua de que era posible acabar con la violencia sin tener que transformar la situación social del país (GMH, 2013).
Así, de acuerdo con el GMH “en Colombia ha predominado una concepción de la política en la cual el disenso o la oposición son vistos antes que como elementos constitutivos de la comunidad política, como amenazas a la integridad de ésta” (GMH, 2013, p. 15). Se refieren con ello a la peligrosa persistencia de una cierta cultura política que aún no ha logrado integrar la diferencia de forma constructiva en la disputa por el poder. Los investigadores del GMH consideran que, en lugar de ello, predomina “una tentación latente al pensamiento único o al dogmatismo, que limita con la violencia o la alimenta. Es bajo esta perspectiva que el campo político integró como rasgo distintivo de sus dinámicas la eliminación del adversario o del disidente” (GMH, 2013, p. 15). En otras palabras, el otro en Colombia se ha construido bajo la figura del enemigo. Y, tal como recién lo afirmara la Comisión de la Verdad, “Esa construcción del enemigo trascendió a las relaciones personales e íntimas, a las instituciones y a la manera de interpretar y aplicar la ley, y muy especialmente al campo político... afectando gravemente la democracia” (Comisión de la Verdad, 2022, p. 689). Y en dichos escenarios, frente a ese enemigo, la única forma de justicia que parece percibirse como válida es la asociada al castigo.
En esa construcción del otro como enemigo, podemos identificar lo que Byun-Chul Han (2013) denomina un paradigma inmunológico. Esto es, aquel que remite a una violencia de la negatividad que rechaza y repele al otro. Tal paradigma, extendido desde el campo de la biología hacia la esfera de lo social, tiene que ver con el principio de repeler todo lo que se considera extraño: “aun cuando el extraño no tenga ninguna intención hostil, incluso cuando de él no parte ningún peligro, será eliminado a causa de su otredad” (Han, 2013, p. 7). En esa medida, una cierta racionalidad de la violencia sería inherente al paradigma inmunológico: se trataría de una violencia que ha pasado a formar parte constitutiva de la subjetividad misma, y que, por paradójico que parezca, consigue encontrar razones para neutralizar la amenazante alteridad del otro (Benavides, 2020; 2022). Y esa racionalidad persistiría en la escuela y sus lógicas, desde sus orígenes modernos, en las formas en que se enseña a pensar en el otro (Benavides, 2022). En consonancia con ello, nos parece que una predominante preferencia por lo punitivo, como la forma que debe adoptar la justicia en la esfera social, y que se extiende también a las formas de impartir justicia en el ámbito escolar, puede entenderse como un aspecto de esa racionalidad de la violencia en la escuela colombiana.
En medio de esta situación, el debate acerca del papel que debe jugar la educación en la configuración de una cultura de paz y de un nuevo paradigma de justicia, comenzó a ser considerado dentro de la agenda política y social del gobierno. Y justo por ello, se dio una renovada importancia al tema de la Formación Ciudadana desde la perspectiva, dominante hoy en día, del enfoque por competencias, y se instituyó la implementación, en las instituciones educativas, de una Cátedra para la paz y de unos comités de convivencia que velaran por una sana convivencia escolar: nuevos espacios y estrategias académicas que propenderían por el desarrollo y fortalecimiento de la tan deseada cultura ciudadana para la paz. Sin embargo, se hace necesario problematizar el papel que la educación colombiana ha jugado en la construcción de esa cultura de paz.
Así, de acuerdo con Zapata, aunque palabras como democracia, participación y paz se repiten de forma invariable en los textos y normativas que tienen que ver con la convivencia escolar, las relaciones dentro de las comunidades educativas “siguen enmarcadas en la intolerancia, la exclusión, la invisibilización, el autoritarismo y otras formas de violencia legitimadas históricamente como ethos de lo escolar” (Zapata, 2017, p. 210).2 Se trata, como se dijo antes, de formas de violencia que informan acerca de una racionalidad que, desde la escuela, pasa a formar parte constitutiva de la subjetividad de niños y jóvenes. En particular, el papel que juega el docente en esta tarea de formar la subjetividad de los estudiantes es de primer orden: las creencias3] que determinan su acción pedagógica pueden contribuir a la persistencia de la mencionada racionalidad de la violencia y de las condiciones de legitimación de la violencia en la sociedad colombiana, o bien, pueden contribuir a la construcción de una cultura de paz.
Al respecto, es importante mencionar aquí que, en lo relacionado con la violencia derivada del conflicto interno armado en Colombia, se presentó durante mucho tiempo, en el ámbito educativo, un preocupante silencio. Y es que, según una investigación realizada por la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia, y cuyos resultados fueron presentados en el libro Pedagogía de la memoria para un país amnésico (Ortega et al., 2015), durante el periodo comprendido entre 1964 y 2011 las políticas educativas en Colombia evidenciaron una preocupante ausencia de iniciativas en torno a la enseñanza de la historia reciente, y persiguieron la formación de una ciudadanía abstraída de las dinámicas históricas del conflicto interno armado y de los efectos de ese conflicto en la población colombiana. Los investigadores de la Universidad Pedagógica Nacional afirman que, durante el mencionado período -1964-2011-, el conflicto interno armado, así como sus causas, actores y dinámicas, no fue enunciado bajo ninguna denominación. Es decir, resultó abstraído de un abordaje pedagógico por la vía de la propia política educativa nacional.
No obstante, ya en el artículo 67 de la Constitución de 1991, se hablaba de una formación en el respeto a la paz; y en la Ley General de Educación -ley 115 de 1994 (Congreso de la República de Colombia, 1994)-, el artículo 14 prescribía la formación en unos valores que promovieran una cultura respetuosa de los derechos humanos. Y es que, tal como afirma Sánchez (2010), el valor de la paz pasaría a ser una de las directrices del sistema educativo colombiano, aunque permanecería en un nivel de abstracción y de lineamientos meramente axiológicos. Así, aunque la Ley General de Educación en su artículo 5, numeral b), menciona la paz como uno de los fines de la educación, y en el artículo 14, numeral d), obliga a todos los establecimientos de educación formal en los niveles de la educación preescolar, básica y media a educar para la paz, durante mucho tiempo en las políticas públicas educativas estos mandatos permanecieron inmaterializados, puesto que ni la jurisprudencia ni el Plan Decenal de Educación habían consagrado acciones concretas.
Ahora bien, no deja de ser paradójico el hecho de que mientras comenzaba a configurarse ese enfoque que apuntaba a la construcción de una cultura de la paz en Colombia a través de la educación, los imaginarios sociopolíticos de la sociedad colombiana parecían orientarse en un sentido opuesto. Es así como, durante la primera década del presente milenio, un importante sector del país acogió con beneplácito la propuesta de “seguridad democrática” del expresidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010). Esto resulta en particular inquietante, en la medida en que esta situación suponía la legitimación, por parte de la sociedad colombiana, de la idea de una “solución” militar del conflicto armado interno y, por consiguiente, la eliminación del opositor político como única alternativa de solución a dicho conflicto. Como es lógico, ello implicaba una idea eminentemente punitiva de justicia en la que el único castigo posible para quienes subvertían el orden social colombiano era la muerte. Dicha alternativa conducía a la exacerbación de la guerra en el campo colombiano, y, en consecuencia, durante los años de la “seguridad democrática”, la sociedad colombiana vivió momentos de intensa violencia, tales como tomas guerrilleras a poblaciones rurales, masacres de campesinos llevadas a cabo por grupos paramilitares, o crímenes de lesa humanidad perpetrados por el propio ejército nacional (GMH, 2013; Comisión de la verdad, 2022), entre otros. Al hacer una mirada retrospectiva a ese contexto, resulta en especial preocupante el hecho de que esos discursos educativos, que comenzaban a hablar de paz, parecían mostrarse indiferentes frente a esas violencias (Ortega et al., 2015) y poco críticos frente a las alternativas de construcción de paz y de establecimiento de justicia que se proponían desde instancias gubernamentales.
Como se mencionó antes, fue en la Constitución de 1991 donde se incluyeron los temas relativos a la construcción de paz y las competencias ciudadanas en la legislación colombiana. Incluso, dicha Constitución inauguró un nuevo campo de actuación que dio paso a importantes avances en la creación de instrumentos para la convivencia pacífica y la igualdad de derechos. Sin embargo, después de más de dos décadas de haber sido expedida la Carta Política del 91, los avances en materia de Educación para la Paz en Colombia fueron insuficientes, y no llegaron a concretizarse en las políticas públicas educativas sino hasta el 2015, con la promulgación de la ley que establecía la obligatoriedad de la Cátedra de la Paz (Sánchez, 2010). Así, la Ley 1732 (Congreso de la República de Colombia, 2014) estableció la Cátedra de la Paz como asignatura independiente en todas las instituciones públicas y privadas del país, con el propósito de consolidar la escuela como un espacio para el aprendizaje, la reflexión y el diálogo en torno a la paz (Giraldo et al., 2015).
Un hito importante en este trayecto hacia la consolidación de una cultura de paz a través de la educación fue la creación del Sistema Nacional de Convivencia (Congreso de la República de Colombia, 2013), mediante la Ley 1620. Dicha ley se estableció con el objeto de promover la convivencia escolar, la formación en Derechos Humanos, la educación para la sexualidad, el fortalecimiento de la formación ciudadana y la reducción de la violencia escolar y el embarazo adolescente. Pero el aspecto que más nos interesa destacar de esta ley es su adopción del enfoque restaurativo como aproximación clave para abordar situaciones de conflicto en la escuela. Sin embargo, como es lógico, lograr que la escuela se apropie de este modelo de justicia no es un asunto que dependa de forma exclusiva de la imposición de una norma jurídica que carece de la capacidad de transformar, por sí sola, prácticas enraizadas en la comunidad educativa, y que tienen que ver con ese difícil proceso de acercamiento a la cuestión de la paz, presentado en este apartado.
Como se verá, en el ámbito escolar colombiano coexisten modelos de justicia que transitan entre dos paradigmas conceptualizados como modelo retributivo y modelo restaurativo. Paradigmas que plantean disyuntivas frente a la comprensión de la justicia entendida, para algunos, como el castigo al culpable y, para otros, como la reparación del daño a la víctima (Britto, 2010). En nuestra comprensión, la apuesta por la construcción de una cultura de paz implicaría abandonar la idea de una justicia punitiva y abrazar la idea de reparación. Y para ello, sostenemos que, dentro del proceso de promoción de cultura de paz en las escuelas, los docentes adquieren un papel protagónico al dejar de ser meros transmisores de conocimientos, y convertirse en constructores de espacios de paz que pueden ser estimulados durante el desarrollo de las clases (Abarca, 2014), y en los que se cuestione la conformación de esa racionalidad de la violencia que ha alimentado la subjetividad de los estudiantes desde las dinámicas mismas de la escuela.
Sobre las formas de justicia y la implementación de la JER
De acuerdo con Zapata (2017), las propuestas educativas de este tiempo tienen el deber de deconstruir los parámetros desde los cuales se ha erigido tradicionalmente el sistema educativo, en busca de una visión más humanizada de la educación. Esto es, una visión en la que la formación integral supere lo meramente discursivo y se instale en las prácticas cotidianas de la escuela y el aula (Zapata, 2017).
Aquí la idea de formación es fundamental, y, tal como lo plantean Masschelein y Simons (2014), no es sólo una especie de actividad auxiliar de la escuela, sino que tiene que ver con la posibilidad de transformación del estudiante. En otras palabras, la formación implica la posibilidad de que el estudiante salga de sí mismo, se trascienda (Masschelein y Simons, 2014). Y en ese movimiento se puede encontrar con el otro y su radical alteridad. Por eso la necesidad imperiosa de rescatar el papel formativo de la escuela en pro de la humanización del acto educativo, y por ello, a decir de Zapata (2017), se postula la justicia restaurativa en el ámbito escolar como enfoque posibilitador de esa tarea humanizadora.
Ahora bien, como es sabido, la noción de justicia en el ámbito escolar se constituye en un concepto relevante en las lógicas de convivencia, “en la medida en que la organización escolar desde sus orígenes ha llevado consigo la impronta del poder disciplinario… con la sanción como columna vertebral de dicha lógica” (Zapata, 2017, p. 212). Por eso, hablar de convivencia en la actualidad debe implicar propuestas de experiencias que pongan en jaque esa concepción tradicional de la escuela, y en los que adquieran protagonismo propuestas de democratización de las relaciones escolares, la construcción de paz y la resolución pacífica de conflictos (Zapata, 2017). Y ello implica, por supuesto, la superación de prácticas punitivistas de justicia en el ámbito escolar. En países en contextos de transición, como Colombia, el ejercicio de la “justicia” es sumamente complejo, y está estrechamente ligado a las creencias y experiencias que hemos tenido, en tanto sociedad que ha atravesado un conflicto interno armado. Para profundizar en el tema de la justicia es necesario señalar dos corrientes que, pese a que se complementan, son opuestas en sus ideales y métodos. En primer lugar, la justicia retributiva, punitiva, penal o tradicional que hace referencia al poder asignado a una autoridad para castigar a las personas por un comportamiento negativo tipificado en la ley. Éste se conoce como delito y busca conducir al castigo que, normalmente, incluye la privación de la libertad. Márquez (2007) enfatiza que la justicia retributiva se fundamenta en dar un mal por otro mal, y retribuir al delincuente con un castigo. La otra corriente hace referencia a la justicia restaurativa, que ha cobrado relevancia reciente en la normativa nacional e internacional.
En procesos judiciales de la justicia ordinaria es frecuente que las víctimas se sientan ignoradas, abandonadas e, incluso, hasta vulneradas. Y por ello, con ocasión del desarrollo de la criminología en los años setenta en Estados Unidos y Canadá, empieza a aparecer una fuerte crítica a la eficiencia del sistema de justicia tradicional, formalizado y centrado en el ofensor y, en general, en el modelo rehabilitador y su sistema carcelario. Esta insatisfacción frente al modelo tradicional de la aplicación de la justicia impulsó respuestas alternativas para la solución de los desórdenes sociales y los conflictos generados como consecuencia de la comisión de delitos. Una de dichas alternativas fue el modelo de justicia restaurativa, que implica procesos de tipo terapéutico y psicosocial que contribuyen a satisfacer, en alguna medida, las necesidades de la víctima. Se trata de procesos que han redefinido, configurado y construido el actual concepto de justicia restaurativa (Zehr, 2006).
La justicia restaurativa consta de respuestas formales o informales al delito y otras conductas indebidas, una vez que éstas ocurren. No obstante, la definición que ofrece el Instituto Internacional de Prácticas Restaurativas (IIRP) también incluye el uso de procesos informales y formales que anteceden a las conductas indebidas. Se trata de procesos que forjan de forma proactiva relaciones y crean un sentido de comunidad para evitar el conflicto y las conductas indebidas (Wachtel, 2013).
En esa medida, es fundamental para la reconstrucción social en la escuela comprender que las prácticas restaurativas se basan en la comunicación y el diálogo, en cuanto aspectos que permiten a los estudiantes aprender a resolver conflictos de forma pacífica, y fomentar la empatía y el respeto hacia el otro. Además, el docente puede utilizar estas prácticas para promover la inclusión y la equidad en el aula, permitiendo que todos los estudiantes se sientan valorados y respetados (Zehr, 2006). Así pues, en la actualidad la implementación de prácticas restaurativas en las escuelas ha demostrado una reducción en el acoso escolar y la violencia, así como un aumento en la satisfacción de los estudiantes con el clima escolar (Hopkins, 2018).
Una experiencia que podría ser ejemplo de cómo una comunidad educativa puede abordar la situación de la memoria, el perdón y otras prácticas restaurativas en un país que convive con las consecuencias del conflicto interno, es la apuesta por una cultura de paz, denominada MEPACO (Memorias para la Paz y la Convivencia). Esta iniciativa es implementada con éxito en el Colegio la Victoria (IED), en la localidad de San Cristóbal, Bogotá (Colombia). La experiencia hace parte de la línea temática “Pedagogías de la verdad y las memorias”, y es liderada por tres docentes del colegio, aunque también cuenta con un alto porcentaje de participación comunitaria. Su lema “Vidas enraizadas con la paz” lleva implícito el mismo objetivo de fortalecer las distintas formas de relacionarse promoviendo una cultura de reconciliación. Una forma de vida que promulga la transición hacia una reconciliación nacional y enfatiza el perdón, la verdad y la memoria en la escuela como territorio de paz (García et al., 2023).
Ahora bien, cuando se hace referencia a la JER es fundamental el ejercicio de comprender qué se entiende por “restaurar”. Este concepto por necesidad implica que hubo una ruptura, un daño, una lesión, y que ésta debe ser enmendada, reparada, reconstruida o rescatada. En el marco de la educación, puede referirse a un daño ocasionado en el encuentro con el otro y que produce lesiones, que pueden ser sutiles o que hacen énfasis en aspectos que pueden ser no tan evidentes, y que tienen lugar en el marco de la confianza, de los derechos humanos, la dignidad y la construcción de tejidos sociales en la escuela (Castellanos, 2018). Por otro lado, los ofensores, desde la perspectiva restaurativa, asumen una posición de responsabilidad que trasciende lo moral y se ubica en lo ético.4 Es decir, aquí el ofensor se plantearía la pregunta, ¿cómo me hago responsable de mis acciones?, lo que permitiría un cambio de mirada importante en relación con la justicia ordinaria, en la que el castigado y acusado defiende sus intereses sin asumir las consecuencias de sus acciones. Allí, el castigo se limita a lo normativo, económico y operativo. Pero la justicia restaurativa implica una sensibilización acerca de las limitaciones y las consecuencias negativas del castigo. Aún más, en esta perspectiva se sostiene que el hecho de sufrir un castigo no implica una responsabilidad activa real, y se afirma que los ofensores necesitan, de la justicia: responsabilidad activa, motivación para una transformación personal, motivación y apoyo para reintegrarse a la comunidad y, por último, reclusión temporal o permanente para algunos de ellos (Zehr, 2006).
De manera que, en este enfoque, el ofensor reconoce el dañocausa, se confronta con su víctima y realiza labores concretas que puedan enmendar esa ruptura en el proceso, pero también en la víctima. De hecho, la posición de víctima no sólo implica a la persona afectada, sino que incluye también a la comunidad que sufre las consecuencias de las acciones que atentan contra los derechos y libertades de sus integrantes, destruyen su tejido social, la confianza y las relaciones que se construyen con el otro. De esa forma, la comunidad cuenta con un rol protagónico en el ejercicio de la justicia restaurativa. Es ella la que sobrelleva, resiste y se adapta a patrones culturales, sociales y educativos que se resignifican a partir de la relación entre víctima y victimario y las acciones que entre éstos se generan. Las comunidades necesitan el ejercicio de la justicia; esto es, brindar atención a las necesidades de las víctimas, generar oportunidades para desarrollar un sentido de responsabilidad de los unos por los otros, y motivación para asumir sus responsabilidades en pro del bienestar de todos sus miembros, incluidas las víctimas y los ofensores, y fomentar las condiciones para crear y sostener relaciones sanas con el otro. Así pues, mientras el interés de los sistemas legales o de justicia penal gira en torno a ofensores y castigos, velando por que los ofensores reciban el castigo que merecen, la justicia restaurativa se centra más en las necesidades de las víctimas, los ofensores y sus comunidades (Zehr, 2006).
Ante el panorama señalado, la escuela tiene la responsabilidad de comprender cuál es el rol que tiene en esta nueva construcción social. Esto es, entender cuáles son los retos que enfrenta la educación en una sociedad dividida y en posconflicto. Frente a este interés por encontrar otras formas de convivir se hace necesario pensar una escuela que se constituya en el espacio donde tienen lugar otras maneras de entender, interpretar y, en especial, enseñar la equidad, la justicia, y el perdón. Es que, como se señaló antes, Colombia tiene una historia de conflicto armado y violencia, y por ello resulta importante que sus escuelas sean un espacio seguro y pacífico, en el que se brinden posibilidades de aprendizaje para el contexto y la vida real de los estudiantes.
Ahora bien, el abordaje tradicional que algunas instituciones educativas dan al enfoque punitivo en los contextos escolares limita la idea de conflicto a un error que merece castigo, perdiendo así una increíble oportunidad de aprendizaje. Sin embargo, hoy en día existe en el mundo una preocupación por las consecuencias negativas de los patrones de exclusión y segregación en las escuelas. Estudios realizados en países como Estados Unidos (Morrison, 2013), Australia (Bleakley y Bleakley, 2019), Brasil (Reis y Guimarães, 2019), Sudáfrica (De Jong y Spijker, 2021) y Rusia (Belonogova y Prokopyeva, 2020) concluyen que, en la medida en que se segrega a los estudiantes, éstos tienden a abandonar la escuela y, en el peor de los casos, a terminar en prisión. Frente a ello, resulta importante reiterar la pregunta por el papel de la escuela en el ejercicio de la justicia: ¿quién se beneficia cuando se expulsa a un estudiante? En algunas situaciones, se podría afirmar que los mayormente favorecidos serían los maestros o las instituciones ya que se “liberan del problema”. Sin embargo, ese estudiante expulsado sigue perteneciendo a la misma sociedad que lo traslada de colegio en colegio. En algunos casos su comportamiento se modifica, pero, según los estudios mencionados antes, existe una alta probabilidad de que ese niño o joven deserte del proceso escolar.
Ahora bien, la compleja realidad abordada en el apartado anterior permite cuestionarse acerca de los avances en la investigación y aplicación del conocimiento referente al tema de la JER en Colombia. Una iniciativa relevante es el desarrollo del Plan Sectorial de la Secretaría de Educación de Bogotá: la educación en primer lugar 2020-2024. En específico, el inciso 2.3.6. que se refiere al programa de educación socioemocional y ciudadana, y a la construcción de escuelas como territorios de paz. Dicho programa aborda la JER como uno de sus ejes temáticos, y cuenta con producción académica con respecto a la justicia restaurativa en los contextos escolares (Secretaría de Educación del Distrito, 2021). Otros avances en el tema son: la guía sobre prácticas restaurativas para construir relaciones de cuidado (Alcaldía Mayor de Bogotá y Fundación Terre des hommes Lausanne, 2013), una cartilla sobre justicia restaurativa en entornos escolares que realizó una institución educativa pública (Gimnasio Sabio Caldas IED, 2018), y otros documentos oficiales (Departamento Administrativo de la Función Pública, s. f.). De manera que se puede afirmar que, en Colombia, se llevan a cabo iniciativas con el enfoque restaurativo que se encuentran en proceso de implementación, y se espera que en el futuro se evidencien avances significativos en esta temática con los resultados de estas investigaciones. Fundamentalmente, la investigación educativa en países con contextos similares al de Colombia, y que se encuentren en el marco de la justicia transicional.
Esta necesidad se hace aún más visible al realizar una revisión inicial de la literatura, ya que, a pesar de identificarse un interés general por el tema de la justicia restaurativa, el énfasis temático se encuentra en su mayoría en las categorías legales y penales, de justicia transicional en el posconflicto armado, y disminuye notablemente en lo referente al contexto escolar, refiriéndose más en específico a los temas de conflicto, violencia, agresión, acoso, mediación, paz y reflexión sobre la convivencia. Al respecto, destacamos que la JER se propone como una estrategia política y pedagógica para posicionar la paz como derecho y la restauración como fundamento de la reconciliación desde la escuela. Mediante el fortalecimiento de las capacidades socioemocionales y ciudadanas de los estudiantes, y bajo los principios de las pedagogías de la verdad y las memorias, este enfoque brinda apoyo para que las experiencias pedagógicas de la escuela incorporen la perspectiva de la restauración y puedan reparar las relaciones quebrantadas en la comunidad educativa contribuyendo a la reconciliación, a las garantías de no repetición y a la construcción de escuelas como territorios de paz (Secretaría de Educación del Distrito, 2021).
Así pues, la JER se constituye como una de las respuestas pedagógicas que podría orientar los métodos de construcción de comunidad y convivencia en la escuela, permitiendo un nuevo enfoque para la aplicación y enseñanza de la norma encaminada al reconocimiento y formación de la víctima, el victimario y los integrantes de la institución. Esto, por cuanto tiene como principio el restablecimiento de derechos del niño, niña o joven afectado, a partir de la indagación por la verdad, y del establecimiento de estrategias de restauración y de garantías de no repetición que la convierten en una oportunidad extraordinaria para construir nuevos aprendizajes (Britto, 2010). Es así como el enfoque de la JER implica un proceso de desarrollo socioemocional, al mismo tiempo que el ejercicio de prácticas restaurativas cuando ocurre un evento que afecta la convivencia. Al respecto, Britto (2010) destaca la importancia de una práctica restaurativa en la escuela, que se fundamente en la transformación del conflicto en una oportunidad para aprender. Al tomar distancia de los enfoques punitivos en los que las situaciones de violencia se manejan a través de castigos y sanciones, el enfoque restaurativo retoma y entiende la dimensión humana en las acciones conflictivas, brindando espacios para transformar el conflicto y formar valores y habilidades para enfrentar las complejidades de un contexto en proceso de postacuerdo como el colombiano.
Esta respuesta pedagógica a la solución de conflictos y el hecho de transitar de un enfoque punitivo a uno restaurativo, no sólo implica una mayor eficiencia en la aplicación de la norma o disciplina, sino que la convivencia escolar, en general, resulta ampliamente beneficiada. Así, por ejemplo, el Colegio Nuevo Horizonte (IED), ubicado en la localidad de Usaquén, ha logrado realizar un maravilloso trabajo encaminado a fortalecer la convivencia escolar con padres, estudiantes, maestros y demás miembros de la comunidad educativa:
Hemos logrado ver el conflicto como una oportunidad para llevar una convivencia pacífica, dejar de ver el manual de convivencia de forma punitiva y darle un enfoque restaurativo, entendiendo que todos los actores son importantes y que entre todos construimos paz (García et al., 2023, p. 52).
La escuela y el profesor en la movilización hacia nuevas formas de justicia
Ante el llamado social que se materializa en el acuerdo de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, 2021), en el que se solicita hacer de la educación un nuevo contrato social, no es posible olvidar que, en este contrato, las comunidades necesitan reconocer al maestro como un constructor de paz y una figura clave en la transformación de las sociedades. Y frente a esa necesidad, cabe preguntarnos, ¿qué exige el contexto colombiano a un docente?, y, en particular, ¿qué implica para un docente pensar en la justicia desde el paradigma restaurativo en la escuela colombiana?
Si acordamos la necesidad de un nuevo contrato social que se fundamente en una transformación de la educación, la experiencia de diversas prácticas a nivel mundial y, en especial, desde culturas ancestrales, aporta un horizonte interesante a la construcción de paz y justicia social. Una concepción distinta de la justicia, en la que, como ya se mencionó, la infracción o el delito como acción tienen un impacto que va más allá de la víctima. Esto es, una acción que implica la disolución de las relaciones que fundamentan la comunidad. En esta perspectiva, las heridas y cicatrices sociales que dejan los conflictos armados requieren procesos de restauración y garantías de no repetición.
Un ejemplo de ello es el caso de Nueva Zelanda, que ha sido líder en la implementación de prácticas restaurativas en las escuelas. Su programa “Justicia Juvenil Familiar y de la Comunidad” se realizó en todo el país, y demostró ser efectivo en la reducción de la delincuencia juvenil y en la reincidencia en el delito, así como en el fortalecimiento de los lazos comunitarios (Kehoe, Bourke y Broderick, 2018). De la misma manera, en Brasil la justicia restaurativa se introdujo formalmente en 2004 a través del Ministerio de Justicia, desde su Secretaría de Reforma Judicial, que elaboró el proyecto “Promoción de Prácticas Restaurativas en el Sistema de Justicia Brasileño”. Esto fortaleció un movimiento hacia la implementación de prácticas restaurativas a otras realidades e instituciones, como las escuelas (Schilling y Kowalewski, 2021).
En este contexto, se abrió el espacio para una cierta comprensión del rol docente en la implementación del mencionado paradigma. En dicha comprensión, los docentes como líderes del proceso de transición hacia esas prácticas restaurativas tienen la responsabilidad de formar para la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición. Este nuevo rol implica propiciar un clima escolar seguro y estar en la disposición de aprender y adquirir nuevos conocimientos en prácticas y técnicas restaurativas. Un aspecto vital hace referencia a la constitución de una relación más horizontal con los estudiantes y la comunidad educativa. En el enfoque de la JER el docente prioriza la participación, motiva, forma y acompaña los procesos democráticos. Así pues, se hace necesario que cultive sus competencias emocionales y habilidades comunicativas para promover una cultura de escucha honesta, la responsabilidad del actuar personal y colectivo, la reconciliación y el aprendizaje del error.
Pero los docentes, esos héroes requeridos para el cambio, también son humanos rodeados de angustias y responsabilidades socialmente asignadas (Schilling y Kowalewski, 2021), y en múltiples ocasiones no cuentan con los recursos y apoyo suficientes. Se espera que ellos por sí solos resuelvan de manera casi mágica una herida que ha sido heredada por décadas. Esto de por sí ya es una carga emocional adicional para el docente (Rainbolt, Sutton y Cumings, 2019). A lo que puede agregarse las críticas de los mismos compañeros, las exigencias de los directivos, los informes, el papeleo, el constante enfrentamiento con los acudientes y todas las aristas de estos procesos formativos.
De manera que, tal como lo plantea Schilling (2018), introducir al docente en la instauración de procesos restaurativos en la escuela debe ser un proceso honesto, constante, motivado y, por supuesto, financiado, ya que sin duda implica mucho más trabajo y compromiso. Ello implicaría enfocarse, en primer lugar, en el grado de sensibilización y conocimiento de los docentes colombianos para contribuir a la consolidación de ese nuevo paradigma de justicia, ya que la lógica de la punición parece persistir en las aulas de clase, a pesar de los esfuerzos gubernamentales por superarla. Y es que, más allá de los arreglos institucionales que, por supuesto, son fundamentales, ¿no habría que comenzar por resolver ese problema que tal vez obedezca a lógicas sociales y escolares muy arraigadas en los docentes? Lógicas que, a nuestro parecer, llegan a manifestarse en sus creencias y a materializarse en su acción pedagógica.
En esa medida, un aspecto importante a considerar en torno al papel del docente en el paso de unas prácticas punitivas a unas prácticas restaurativas de justicia en el contexto escolar son las creencias de éste y su relación con la construcción de paz. Las creencias de los docentes son un foco esencial en la investigación en educación (Pajares, 1992). Las verdades personales o disposición para actuar con respecto a ellas pueden dar vida o entorpecer los procesos restaurativos en la sociedad en general, y en la escuela, en particular. Así, por ejemplo, en Ghana, en 2012, los maestros continuaban creyendo que el castigo corporal era una práctica útil, efectiva y necesaria (Baker, MacKenzie y McCormick, 2021). Y, de esa manera, lo que ellos sentían y creían acerca de los procesos de justicia escolar, con seguridad se encontraba profundamente relacionado con aquello que enseñaban, replicaban y practicaban en sus colegios.
En esa medida, es fundamental entender que las creencias de los docentes pueden tener un impacto significativo -tanto positivo como negativo- en la construcción de paz en la escuela. Así, por ejemplo, la creencia mencionada antes que, de acuerdo con el GMH, ha dominado el imaginario político colombiano, según la cual el disenso o la oposición no son vistos como elementos constitutivos de la comunidad política, sino como amenazas a la integridad de ésta, contribuye a la construcción del otro como el enemigo sobre el cual debe recaer el peso de la ley en la forma del castigo. Esa creencia adoptada por un docente se convierte en un lastre en el ejercicio de transitar hacia una comprensión restaurativa de la justicia en el contexto escolar. De esa manera, se requiere la configuración de una cultura institucional que contribuya a la superación de esas creencias limitantes y debilitantes de la vida democrática. El docente, por su parte, tiene la responsabilidad de estar alerta a la latencia de esas creencias en sí mismo, en sus colegas y en sus estudiantes, y problematizarlas cuando éstas se manifiesten. Ello implica, por supuesto, que las instituciones trabajen en serio en el fortalecimiento de la comprensión de aquello que está en juego con las prácticas restaurativas.
Así pues, es importante que los docentes crean en el poder de estas prácticas para lograr un cambio positivo en la convivencia escolar y estén dispuestos a comprometerse con su implementación de manera consistente. Por ejemplo, las creencias que un maestro tenga acerca de la responsabilidad compartida en la resolución de conflictos, la importancia de la conexión y la empatía entre los estudiantes y la posibilidad de cambio y crecimiento personal pueden influir en la implementación exitosa de un programa escolar de prácticas restaurativas. A manera de ejemplo de lo expuesto, nos parece pertinente describir brevemente una experiencia desarrollada en la Institución Educativa Distrital (IED) Colombia Viva.
El colegio Colombia Viva IED se encuentra ubicado en una zona de Bogotá de nivel socioeconómico medio bajo. Esto hace referencia a personas de bajos ingresos económicos que tienen trabajos regulares, temporales o informales. En esta localidad se evidencian serios problemas de tipo social como el atraco y el microtráfico de estupefacientes. Al mismo tiempo, un aspecto característico de la población es su resiliencia y fortaleza (Gómez, 2020). El colegio era señalado por el incontrolable consumo de sustancias psicoactivas y por la gran cantidad de situaciones violentas que desembocaban en peleas callejeras y amenazas a los profesores. En 2015, el colegio se concentró en una sola sede y se nombró un nuevo equipo directivo que decidió hacer un alto en el camino y empezar por una evaluación formativa de los procesos educativos. Al realizar el diagnóstico se reconocieron las fortalezas, límites y deficiencias que tenía la institución, y decidieron enfocarse en la construcción y reparación del tejido social (Institución Educativa Distrital Colombia Viva, 2019).
Un aspecto interesante que determinó el diagnóstico fue el poco éxito con el que contaba el método punitivo convencional en aprendizaje y superación de situaciones convivenciales. Los estudiantes eran castigados y expulsados, pero caían en un largo ciclo de ingresos y expulsiones en las diferentes escuelas cercanas. En un alto porcentaje, su destino fue la calle o la cárcel. Estudios denominan este fenómeno como “Tubería de la escuela a la prisión” (Casella, 2003; Ladson, 2001; Morgan, 2021). Esto condujo a una reflexión conjunta de docentes, padres y estudiantes que se enfocó en buscar una alternativa a los métodos tradicionales de disciplina y resolución de conflictos. Se decidió que, de acuerdo con el Proyecto Institucional, se propondría un enfoque basado en los principios fundamentales de la justicia restaurativa buscando promover la responsabilidad, la reparación y la reconciliación, en lugar de sólo castigar a los estudiantes por sus comportamientos problemáticos.
Como ya se mencionó, en estas situaciones es vital identificar las creencias del maestro en relación con su entorno social (Donoso, 2015; Ponte, 1999). Las creencias personales sobre un mundo justo y sobre cómo se ejerce la justicia en la escuela pueden influir, de manera positiva o negativa, en la forma en que un docente ejerce su práctica profesional (Murillo, 2019). Por eso en este caso específico, la identificación y el análisis de dichas creencias fue un ejercicio que en inicio no se realizó de manera consciente, pero que con el tiempo fue tomando fuerza, hasta convertirse en objeto de diálogo constante en los diferentes espacios que la institución generó. Estos espacios se dieron en reuniones de grado, área y jornadas pedagógicas.
Un aspecto fundamental en esta experiencia fue el rol del equipo docente. Ellos impulsaron a la comunidad a participar y a crear en conjunto los siete acuerdos de convivencia. Ésta fue una tarea compleja debido a que cada profesor tenía su propia percepción de lo que significa la convivencia y de cómo ésta debería implementarse. Todas sus voces fueron escuchadas, y de todas se aprendió. Los maestros, después de mucho diálogo, voluntad y consenso, lograron establecer un plan de acción que incluyó la adquisición de conocimientos actuales en prácticas restaurativas, técnicas de JER y mecanismos de apoyo entre la comunidad para fortalecer esta construcción de tejido en la que niños, niñas y adolescentes también ejercen un liderazgo democrático y armónico. Se puede afirmar que, contando con la apertura de los docentes a desafiar sus propias creencias sobre la justicia, se logró tener un Sistema de Convivencia funcional que permitió la disminución de los casos considerados “difíciles”, en el término de tres años.
Conclusiones
Las escuelas y los maestros tienen un papel protagónico en la transición a un nuevo paradigma de justicia en el país. No obstante, se avista un largo y sinuoso camino para una implementación exitosa de dichas prácticas en el actual periodo de posconflicto. Transitar del paradigma de la justicia retributiva a la justicia restaurativa en el contexto escolar implica esfuerzo, compromiso y vocación para superar los fallos del sistema educativo colombiano, la ausencia de recursos, la infraestructura precaria y el mínimo apoyo gubernamental.
Aunque se presentan avances, el sistema educativo necesita actualizarse, repensarse y establecer nuevos horizontes para determinar políticas y direccionamientos contextualizados en la diversidad y la multiculturalidad, pero también en las tensiones derivadas de esa diversidad. En esa medida, es importante que todos los miembros de la comunidad educativa, entre ellos, los docentes, aprendamos a convivir con las diferencias que históricamente nos han configurado como nación y que superemos esa racionalidad de la violencia que ha permeado nuestras formas de entender al otro y de relacionarnos con él.
Es vital que la sociedad colombiana -así como otras- resignifique el rol docente como líder en la construcción de nuevas relaciones sociales. Esto implicaría reconocerlo como ser humano, ciudadano y heredero también del lastre de un conflicto, además de comprender que él o ella tiene pensamientos, sentimientos y experiencias que configuran sus creencias personales y que éstas, conscientes o no, permean el proceso educativo en su práctica cotidiana.
El apoyo continuo de las autoridades educativas, así como la apertura de nuevos espacios para la reflexión y el diálogo permitiría a la escuela y a los docentes dar un paso más hacia la implementación de un enfoque de justicia restaurativa escolar. Así, tal vez la escuela cumpla de manera eficaz con su función de formar ciudadanos críticos, solidarios y respetuosos de los derechos humanos (Corte Interamericana de Derechos Humanos y Mujica, 2007).