El cambio demográfico en todo el mundo es ya una realidad, misma que ha alcanzado al ámbito de la salud. Los avances en el conocimiento médico y la tecnología aplicada al diagnóstico y al tratamiento han permitido que la expectativa de vida sea cada vez más amplia. Sin embargo, el riesgo de padecer enfermedades crónico-degenerativas va en aumento, de manera paradójica, a la par del desarrollo económico y social; asimismo, los estilos de vida sedentarios son un grave riesgo para la expectativa de vida saludable durante el envejecimiento (diabetes, hipertensión, obesidad, síndrome metabólico).
Países en desarrollo como México, reportan tasas de crecimiento de estas enfermedades, así como de sus complicaciones, tal es el caso de la enfermedad renal crónica de la que se estima que ha aumentado cerca de 300% en las últimas décadas. Esto tiene un impacto directo en la población, ya que cada vez es más frecuente diagnosticarlas en edad productiva, lo que incrementa la prevalencia de adultos mayores con enfermedad importante que acorta su vida libre de enfermedad y agrega una carga económica, no sólo individual, sino también a las instituciones de salud que soportan altas demandas de atención.
Las personas mayores en México representaban entre 7.3 y 20.9% de la carga de enfermedad en 1990; para 2015 se incrementó hasta 35.7%. Enfermedades como la diabetes mellitus, la cardiopatía isquémica y la enfermedad renal crónica son las más frecuentes.
No sólo la cantidad de pacientes mayores de 60 años con carga de enfermedad ha aumentado, sino que la atención hospitalaria por enfermedades crónicas es más demandada, al igual que la necesidad de ingreso a las Unidades de Cuidados Intensivos. Hasta 25% de los enfermos que ingresan a la Unidad de Terapia Intensiva en países desarrollados son mayores de 80 años. A pesar de que no existe un consenso sobre los criterios de ingreso de este grupo, se ha demostrado que estos pacientes se benefician del tratamiento en las Unidades de Cuidados Intensivos cuando tienen una enfermedad aguda grave tratable y requieren monitoreo estrecho. Por desgracia, la mayoría de los estudios clínicos que se han aplicado a la población de enfermos graves han descartado a grupos de edad de 60 a 65 años, por lo que en la mayoría de las ocasiones tomamos decisiones clínicas basados en evidencia científica no acorde a la población que vemos de manera más frecuente en nuestras Unidades de Cuidados Intensivos.
El avance de la edad conlleva una pérdida progresiva de la función orgánica, misma que es independiente de la carga de enfermedad, lo que hace que la respuesta fisiológica al estrés sea alterada, modificando el tiempo de recuperación y disminuyendo aún más la reserva orgánica. El sistema inmunológico y la respuesta inflamatoria a menudo se ven alterados, los signos y síntomas pueden no estar presentes o bien estar enmascarados, fenómeno que es más frecuente cuando además existe polifarmacia y fragilidad. Esto implica que el reconocimiento oportuno de síndromes geriátricos podría identificar un grupo especial de pacientes que se beneficien de los cuidados intensivos, que deben ser referidos de manera oportuna en programas de rehabilitación temprana y nutrición para restaurar la funcionalidad previa. Estos objetivos se deben sustentar en protocolos específicos, como el cuidado de la piel, el soporte ventilatorio de acuerdo con el deterioro pulmonar previo, protocolos de sedación y analgesia basados en farmacodinamia y farmacocinética, escalas de delirium, movilidad y rehabilitación temprana, evaluación y terapia nutricional temprana, etcétera.
A pesar de lo que representa la atención del adulto mayor en la Unidad de Cuidados Intensivos, no existe en nuestro país una normatividad, política o consenso que se haya involucrado en este escenario, por lo que es importante desarrollar una política de salud normativa, institucional y colegiada que aborde este sensible tema que impacta a una población vulnerable.