En “¿Por qué las teóricas de género no hablan más acerca de la igualdad de género?”, Anne Phillips se refiere a tres razones principales que ayudan a explicar lo que denomina una “retirada de la igualdad”. La primera razón viene de la teoría poscolonial que sospecha de la lógica interna de la igualdad, una lógica según la cual todos aquellos sujetos que estaban, o aún están, privados del estatus de lo humano, y por lo tanto son considerados inferiores y desiguales, serán incluidos gradualmente dentro de su círculo. La segunda razón se preocupa de que el pretendido universalismo de la igualdad contribuya a crear jerarquías entre las culturas y los pueblos respecto a la forma correcta de vivir la igualdad de género, lo que provoca titubeos en los debates entre feministas de diferentes partes del mundo. La tercera razón para la retirada tiene que ver con el temor de que la búsqueda de la igualdad se confunda con la pretensión de que las mujeres se vuelvan idénticas a los varones; aquí la igualdad debe ocupar un segundo plano pues debemos ir más allá de las categorías binarias de género, en lugar de profundizar en ellas. Lo más interesante, señala Phillips, es que, independientemente de cuán agudas sean estas razones, ninguna de ellas sugiere que la igualdad no sea importante o que nuestro panorama moral pueda prescindir de ella. De ahí su llamado a una entender la igualdad como un “ideal transformador”.
La posición de Phillips asume que la igualdad es algo de valor. Quizá se objete mi uso de la palabra valor debido a sus matices kantianos. No obstante, creo que ese es exactamente el punto: la igualdad tiene un valor en sí misma como un principio que guía la empresa y la interacción humanas en la medida en que es un requisito para cualquier sociedad que se considere justa. Las sociedades imperfectas -como la nuestra- necesitan mirar e imaginar formas de igualdad no existentes para conducir sus desiguales estructuras, instituciones, políticas e interacciones hacia esas formas.
A pesar de esto, el trabajo de Phillips no se centra en la idea de la igualdad como principio, sino que su preocupación yace en “la política de la igualdad”. En un artículo titulado “Gender and Modernity”, subraya:
Lo que sucede con nociones como la igualdad depende en gran medida de lo que la gente haga posteriormente con ellas, de cómo reaccionan con los movimientos y preocupaciones políticas y del tipo de reclamos que se hacen en su nombre. Es en la política de la igualdad que sus valores son refinados y reformulados, no en el desarrollo de algún ideal inherentemente “moderno” (Phillips, 2018, p. 7).
Es decir, son los usos concretos y los malos usos de la igualdad en el ámbito político los que dan forma a la igualdad como principio, y no al revés. En otras palabras, la igualdad parece insignificante fuera de la lucha política entre individuos que discrepan sobre sus valores y significados. Cuando a alguien se le impide ingresar al club de la igualdad debido a características accidentales como su género, raza, clase u orientación sexual, lo que sigue -o lo que debería seguir- es la lucha política, no la expectativa de que el principio de igualdad lleve a cabo una rectificación espontánea de sí mismo. Si esto nos suena familiar a las feministas es porque las mujeres del siglo XVIII se vieron explícitamente excluidas del recién creado club de la igualdad. ¿Qué hicieron entonces? Dirigieron una movilización política e intelectual que identificó las contradicciones sobre las cuales se fundó el ideal de igualdad; lucharon. Si hubieran esperado a que la lógica interna de la igualdad se pusiera en marcha, la historia habría sido muy diferente; es más: podría ser que ni siquiera estuviéramos hoy aquí.
Esta noción de la igualdad es clave para la teorización feminista sobre la igualdad de género y esencial para el “sabemos que la queremos” y “sabemos que no la tenemos”, y da lugar a la idea de que la igualdad de género significa libertad y emancipación de la opresión sexista. Siguiendo a Kate Manne, el sexismo debe entenderse como “la rama justificativa de un orden patriarcal consistente en una ideología que tiene la función general de racionalizar y justificar las relaciones sociales patriarcales” (2018, p. 79). Para Manne, el sexismo contribuye a naturalizar las diferencias sexuales y a presentar sus arreglos sociales como inevitables. Sin embargo, lo más preocupante es que retrata a las personas que intentan resistirse al orden patriarcal como si estuvieran “luchando una batalla perdida” (2018, p. 79): ¿para qué serviría impulsar una división más equitativa del trabajo entre los sexos si hombres y mujeres fueran naturalmente diferentes?
El sexismo es una ideología que informa y perpetúa la desigualdad de género como una opresión natural e irremediable. Además, no funciona en solitario en la medida que involucra concepciones arraigadas de lo que son las mujeres y los hombres, de lo que son los valores femeninos y masculinos y su asignación jerárquica en la sociedad. En consecuencia, la distribución desigual del poder político, económico y social entre los sexos se acepta, sin discusión, entre grandes sectores de la población. Tal estado de cosas llama a revisar los objetivos del feminismo como teoría y práctica crítica.
Phillips, basándose en Serene Khader, está de acuerdo en que el feminismo debería preocuparse por acabar con la opresión sexista a través de la noción de igualdad transformada. Esta es, en mi opinión, la parte más provocadora de su trabajo. Con el fin de dar contenido a la igualdad transformada, Phillips habla sobre el aborto, pero lo hace indicando las debilidades de los argumentos que guían los debates sobre la salud pública, los derechos y la privacidad. En cambio, nos invita a pensar este problema tan centrado en los cuerpos de las mujeres como un asunto de igualdad, aunque no en el sentido de “tener los mismos derechos”, sino más bien en el sentido de “vivir en condiciones no opresivas”. Forzar el embarazo o la maternidad de una persona es una forma de opresión que las mujeres enfrentan de manera abrumadora y que, en muchos casos, conduce al encarcelamiento o la muerte. Esta opresión es sexista pues asume una visión esencialista de las mujeres como madres en razón de su biología y las castiga por tratar de evitar su destino natural. Utilizando la terminología de la igualdad de género, se podría decir que la demanda de las mujeres latinoamericanas por el derecho al aborto libre y legal es, al final, una demanda de igualdad entendida como no opresión sobre sus cuerpos y sus vidas, una demanda de emancipación y un desafío directo a la ideología sexista.
Estoy de acuerdo con esta posición; sin embargo, también creo que la lucha política por la igualdad de género tiene que ver con prácticas de humanización. En resumen, ser igual también implica ser vista y tratada como un ser humano. Phillips ha escrito extensamente sobre este tema. En The Politics of the Human habla de lo problemático que resulta encontrar un rasgo común que una a todos los integrantes de la especie humana, ya que supone la tarea imposible de separar “nuestro ‘yo central’ -la humanidad que compartimos- de los rasgos contingentes que nos hace quienes somos [y representar] esas ‘contingencias’ como si fuesen de menor importancia, y tal vez incluso como motivo para sentirnos un poco avergonzadas” (2015, p. 36). En esta narrativa, ser humano significa dejar nuestro género, origen étnico, clase y orientación sexual a las puertas del club de igualdad. También significa participar de una política de nivelación [levelling up] paternalista en la que la decisión de etiquetar a otros como humanos y permitirles la entrada al club depende de unos cuantos poderosos. Para ella, la política de lo humano consiste, como en la política de igualdad, de una lucha política: el significado de ser humano no se decide a priori, sino en combate.
Históricamente, las mujeres y otros grupos marginados han sido privados del estatus de ser humano. Esto supone ser vistas y tratadas como inferiores. La lucha de las mujeres y otros grupos marginados para ser reconocidos como humanos es ciertamente política en el sentido que usa Phillips. Pero también es una lucha ética que requiere una nivelación no paternalista en la que distintas prácticas sociales de humanización se traduzcan en reformas constitucionales, declaraciones de derechos humanos y narrativas del día a día entre personas concretas que afirmen que nosotras somos seres humanos, pero no a pesar de nuestro género, origen étnico, clase u orientación sexual, sino debido a ellos. Este proceso ético de reconocimiento y de nivelación no paternalista debe ser paralelo a las luchas políticas; ambos procesos son necesarios para acercarnos a la igualdad.
La opresión sexista no es el único problema que informa la desigualdad de género. El sistema económico actual juega un papel importante en la configuración de lo que significa ser hombre o ser mujer, así como en la reproducción del sexismo en las esferas doméstica, privada y pública de la interacción social (Eisenstein, 2017; Fraser, 2013). Aquí también las feministas de todos los ámbitos deben tener cuidado con los peligros de participar en luchas por la igualdad de género que son meramente instrumentales y permanecen impasibles ante el problema más profundo del binarismo de género o que asumen que la igualdad económica es el objetivo principal. La lucha por la igualdad no puede ignorar el impacto que tienen las lógicas de mercado en la vida de cada individuo y la forma en que constituyen nuevas formas de opresión de género. La exacerbación, mutación y aparición de nuevas formas de sexismo es por lo que necesitamos escuchar a Phillips con atención y hablar más sobre igualdad de género.