Introducción
La aclamada serie The Handmaid’s Tale (2017), creada por Bruce Miller y basada en la homónima novela de Margaret Atwood, es una distopía que tiene la fuerza de poner en cuestión las narrativas del progreso, de advertir la fragilidad de nuestras democracias y, como sostiene Giorgio Agamben, su contigüidad con los totalitarismos. Sin embargo, la tercera temporada pareciera abandonar estas críticas a través del desarrollo de lo que Fredric Jameson (2005) designa nostalgia del presente, que repondría una narración histórica de corte teleológico-progresista. En este trabajo -siguiendo las reflexiones de Mariela Solana (2017) - investigo de qué sentidos políticos se cargan la esperanza y la nostalgia en tanto afectos cuyos significados no es posible establecer a priori (p. 120). En última instancia, sostengo que en la serie existe una convivencia “extraña y perversa” (Ahmed, 2019, p. 337) de dos modos de entender la nostalgia que hacen estallar la dicotomía entre deseos que nos “redireccionan hacia formas sociales donde ya se han depositado las esperanzas” (Ahmed, 2019, pp. 374-375) y deseos de cambio radical.
Este artículo centra el análisis principalmente en la serie televisiva; su objetivo no es examinar críticamente la adaptación de la novela de Atwood (2018) a la serie ni realizar una comparación entre ambas.1 Asimismo, este trabajo, a diferencia de los de Nakamura y Baccolini, aborda los afectos de la nostalgia y la esperanza desde el marco teórico del “giro afectivo” para evaluar especialmente el rol que cumplen en la acción y en la imaginación política.2 Sin embargo, me sirvo de la hipótesis de lectura de la novela de Baccolini (1996; véase también Baccolini y Moylan, 2003) sobre el valor progresista que toma la nostalgia en la misma para aplicarla a la serie, aunque, a diferencia de ella, sostengo que tal valor convive en tensión con un sentido conservador. Asimismo, si bien la autora italiana muestra cierto temor a que la comercialización y masificación de la adaptación de la novela a la serie conlleve una domesticación de la potencia crítica de la distopía y a una despolitización de la esperanza (Baccolini, 2020, pp. D39-D41), aquí, sirviéndome de los desarrollos de Carolyn Dinshaw (1999; 2011; 2012), trato de mostrar que la esperanza y la nostalgia también tienen en este producto cultural masivo un contenido ambiguo que continúa invitando al público a “movilizarse en contra del presente y los riesgos de sus posibles resultados” (Baccolini, 2020, p. D44).3
A continuación, en primer lugar, expongo la manera en que en la serie se efectúa la crítica a la narrativa del progreso y la contigüidad entre las democracias y los Estados totalitarios, sirviéndome de Homo sacer I (2006) y Estado de excepción (2005) de Agamben. En segundo lugar, a partir de las declaraciones de Slavoj Žižek (7 de octubre de 2019) acerca de la serie y la novela, desarrollo cómo es que la serie “es el mejor ejemplo de lo que Jameson ha denominado nostalgia del presente”, dando cuenta de la construcción temporal no lineal producida por esta distopía. Ello habilita la reflexión en torno al sentido más común en que suele entenderse la nostalgia como afecto políticamente conservador, anhelo de un pasado al que se quiere retornar (Dinshaw, 2011, p. 226). En lo subsiguiente, dirijo algunas críticas a la posición del filósofo esloveno que me permiten notar la convivencia, en la serie, del sentido ordinario de la nostalgia con lo que Dinshaw (2011) ha llamado nostalgia crítica (p. 226). Luego, este acercamiento crítico al pasado me permite examinar, a partir de un artículo de Cecilia Macón (2016), la manera en que la esperanza puede orientarse y dirigirse, en lugar de al futuro, al pasado; con consecuencias posiblemente agenciantes, movilizadoras de la resistencia contra un presente que nos resulta insatisfactorio. Por último, observo cómo la serie, a pesar de exponer cierta satisfacción con el presente y las políticas emancipadoras concretas que se han alcanzado -que aquí no pretendo negar ni dejo de celebrar-, no obtura el deseo de cambio ni la imaginación de un futuro nuevo, aunque tampoco presenta una alternativa, lo cual, contrario a lo que podría pensarse, como dice Sara Ahmed (2019), mantiene abierto al futuro como “la posibilidad de que las cosas no sigan siendo como son, que no sigan siendo como siguen siendo” (p. 389).
I
No es en absoluto filosófico el asombro acerca de que
las cosas que estamos viviendo sean “todavía”
posibles en el siglo XX.
Walter Benjamin
La serie The Handmaid’s Tale transcurre en Gilead, ubicada en lo que supo ser el territorio estadounidense, aquel país que muchxs consideran embajador de la democracia. En Gilead impera un régimen teocrático, totalitario y gobernado por varones cis, donde quienes fueron asignadxs siguiendo una norma cisheterosexual al género femenino al nacer son esclavizadxs de distintos modos. La unidad básica de esta sociedad es una familia heterosexual conformada por el Comandante, su esposa, las “marthas” -encargadas de las tareas domésticas- y una criada. Estas últimas son cuerpos con capacidad de gestar que, o bien han tenido hijxs en el pasado, o bien se les han realizado estudios médicos que diagnostican su fertilidad. Ellas son quienes -mediante violaciones denominadas eufemísticamente “ceremonias” que se llevan a cabo los días fértiles- gestarán forzadamente hijxs para las familias de alto rango.
¿Pero cómo es que Estados Unidos se convirtió en Gilead? La serie lo explica a través de la narración de June, en primera persona -interpretada por Elisabeth Moss-, quien ha devenido en Offred, una criada en Gilead.4 En este mundo distópico se vive una crisis de natalidad global causada por la infertilidad generalizada debida a la contaminación ambiental. En este contexto, en los Estados Unidos surge una organización de inspiración cristiana denominada Los Hijos de Jacob. Esta facción orquesta una serie de atentados que son atribuidos a grupos terroristas islámicos, a partir de los cuales se declara el estado de emergencia y se anulan la Constitución y los derechos de la ciudadanía. De este modo lo relata la voz en off de June, parafraseando el famoso poema de Bertolt Brecht:
Antes estaba dormida. Así es como permitimos que sucediese. Cuando masacraron el Congreso, no despertamos. Cuando culparon a los terroristas y anularon la Constitución, tampoco despertamos. Dijeron que sería temporal. Nada cambia al instante. En una bañera calentándose lentamente, te hervirías sin darte cuenta.
En Estado de excepción (2005), Giorgio Agamben desarrolla la tesis ya planteada en Homo sacer I (2006) de la existencia de una contigüidad entre las democracias occidentales actuales y los totalitarismos europeos (Agamben, 2005, p. 25). El estado de excepción, que suspende los derechos de la ciudadanía, se presenta cada vez menos como una medida provisional y más como el paradigma de gobierno dominante en la política contemporánea, incluso en Estados que se denominan democráticos (Agamben, 2005, p. 25). Todo acontece, según el filósofo italiano, sin que lxs ciudadanxs lo adviertan (Agamben, 2005, p. 51).5
Esto aparece llevado a su extremo en la serie. Esta distopía permite realizar una lectura catastrófica de un presente en el cual “el umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo” (Agamben, 2005, p. 26) es expuesto de modo alarmantemente verosímil.
La justificación de las medidas de excepción tomadas antes de la instauración de Gilead se funda en la necesidad de salvaguardar la seguridad nacional ante los ataques terroristas. Esta forma de legitimar la necesidad de alterar provisoriamente el equilibrio de poderes propio de un régimen democrático para neutralizar una situación de peligro hasta restablecer la situación normal fue ya esgrimida por George W. Bush para reivindicar sus propios poderes soberanos después del 11 de septiembre de 2001 (Agamben, 2006, pp. 35, 58). Así, es comprensible que en la serie el pueblo estadounidense -el único que hubiera podido poner la medida y la garantía de que esos poderes de emergencia fueran utilizados con esos fines (Friedrich, citado en Agamben, 2006, p. 34)- no despertara inmediatamente, sino que tolerara las medidas por temor a la vulneración de su propia seguridad, esperando, como expresan muchos personajes, que fueran transitorias. Ello es un signo de que el paradigma de seguridad que sustituyó la declaración del estado de excepción ya se había vuelto una técnica normal de gobierno en las democracias occidentales (Agamben, 2006, p. 44).
Las manifestaciones callejeras en contra de Gilead acontecen luego de que se anularan derechos históricamente adquiridos en gran parte gracias a los movimientos feministas (se derogan derechos de las mujeres tales como el derecho a la propiedad, a tener un trabajo fuera del hogar y a administrar la propia economía) y en el espacio público apareciera una fuerza armada que no era el ejército, aunque tampoco hubiera una clara noción de qué era. Un nuevo, pero no por ello inédito, soberano estaba emergiendo a partir de ese estado de excepción, y abría espacio a un nuevo nomos -una nueva “situación normal” que se había convertido nuevamente en ley- donde las personas asignadas al género femenino al nacer no podían trabajar ni cobrar un salario.6
Aquello que en el pasado fue justificado en el nombre de la protección de la constitución democrático-liberal, ahora demostraba conducir a su propia ruina (Agamben, 2006, p. 34), funcionando más bien como una fase de transición que llevó en la serie a la instauración de un régimen totalitario (Agamben, 2006, p. 46).7
Una vez en el poder, la República de Gilead excusa su atroz régimen, en el que las libertades individuales han sido absolutamente suspendidas, mediante argumentos bio-tanato-políticos. Si el problema de la caída abrupta de la tasa de natalidad mundial se debió a una crisis de contaminación ambiental, el Estado debe cumplir la función de producir fuerzas y hacerlas crecer, multiplicar la vida ejerciendo sobre ella una administración precisa (Foucault, 1998, p. 165). En este contexto, Gilead justifica el retorno a un “estilo de vida saludable y moral” -en palabras de su ideóloga Serena Joy- en nombre de la construcción de un mundo mejor, de “la salvación de la humanidad” -como lo enuncia un pastor integrante de Los Hijos de Jacob-, en donde la contaminación disminuya, mejore la calidad de vida y la tasa de natalidad aumente. Gilead se jacta de sus logros ante la comunidad internacional: disminuyen en tres años las emisiones de carbono en 78% y nacen niñxs en todos los distritos del país.
¿A qué costo se alcanzan estos mentados éxitos? ¿Hasta qué punto aumentar la tasa de natalidad debe ser considerado un triunfo? ¿Por qué se sigue pensando a lxs niñxs como sinónimo de futuro? Como dice el comandante Waterford, “’Mejor’, nunca significa mejor para todos”.
Si bien se sostiene que en Gilead las mujeres -definidas, desde el punto de vista de Waterford, como cualquier cuerpo con vulva- son ahora respetadas, protegidas y pueden cumplir “su destino biológico en paz”, estimo, con Penelope Deutscher (2012), que aquí la maternidad no está siendo entendida solo como algo natural e inevitable sino, primordialmente, como una tecnología para asegurar el futuro de la nación (p. 54). Por un lado, quienes maternarán no son quienes gestan; por el otro, las criadas, a la vez que son concebidas como una suerte de beatas, bien supremo de Gilead, responsables de la reproducción de la vida, son también representadas como un potencial agente tanatopolítico de la destrucción de esa vida. Tienen “el potencial de destruirse a sí mismas, a sus niñxs y de destruir colectivamente el futuro de la nación” (Deutscher, 2012, p. 54). Esto último hace que, de manera concurrente -mucho más allá de los límites de la ficción propuesta en la serie-, los derechos adquiridos por los cuerpos gestantes tengan un estatus siempre endeble y estén siempre en peligro de ser anulados y disminuidos, limitados por el Estado en pos de, por ejemplo, salvaguardar la salud nacional o proteger la vida humana (Deutscher, 2008, p. 63).8
Hasta aquí he expuesto los puntos que la serie ancla y luego lleva al extremo en fenómenos que ya han sucedido, para mostrar no solo un parecido con nuestra realidad que espanta, sino para realizar una crítica de las narrativas del progreso. Estas se sostienen en una aspiración dogmática basada en la fe ciega en el progreso incesante, sin fin e imparable de la humanidad en su totalidad (Benjamin, 2008, p. 314). Ello implica una concepción homogénea y lineal de la temporalidad, como si los hechos se encadenaran uno a otro causalmente y condujeran teleológicamente hacia un futuro progresivamente “mejor”. Según esta concepción teleológico-progresista de la historia, debería asombrarnos que un futuro como el que plantea la serie fuese posible. Sin embargo, como también dice Walter Benjamin, el “enemigo no ha cesado de vencer” (2008, p. 308) y el subjuntivo de aquella frase del himno nacional argentino que expresa el deseo de que los laureles sean eternos da cuenta de que ningún “laurel” es eterno, alcanzado de una vez y para siempre, sino que todos son precarios y deben ser defendidos.
II
¿Y qué espera puede convertirse en esperanza si están
todos muertos? ¿Y cuándo vendrá lo que esperamos?
¿Cuándo dejaremos de huir? ¿Cuándo ocurrirá todo
esto? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuánto? ¿Por qué?
¿Para quién?
Alejandra Pizarnik
En la conferencia Disorder under Heaven, Slavoj Žižek (7 de octubre de 2019) sostiene que tanto la novela como la serie The Handmaid’s Tale son el mejor ejemplo de lo que Fredric Jameson (1991; 2005) ha denominado nostalgia del presente. La serie, mediante la utilización del tropo del futuro anterior, permite aprehender nuestro presente como si fuese historia o un pasado distante (Jameson, 1991, pp. 284-285). La función de esta operación es, justamente, producir una desfamiliarización respecto del presente, un cambio en la perspectiva temporal (Jameson, 2005, p. 381). Este extrañamiento se refuerza mediante un soundtrack compuesto por canciones contemporáneas que generan una sensación de anacronismo y disonancia con el mundo giledeano.9 Según Žižek (7 de octubre de 2019), esto nos permite echar un vistazo al infierno en el que todavía no estamos para así contentarnos con la sociedad liberal y permisiva en la que vivimos en contraste con la crueldad de Gilead. Más aún, de acuerdo con el filósofo, ni la serie ni el libro realizan la pregunta fundamental: ¿cómo es que nuestra sociedad liberal dio a luz a Gilead? Aparentemente, lo que gusta de la serie es “los novedosos modos en que allí se tortura a las mujeres”.
A continuación expongo, en primer lugar, de qué modo Žižek está invocando la nostalgia como afecto, para comprender de qué contenido político la está cargando. En segundo lugar, ofrezco algunas objeciones a su crítica de la serie.
Como sostiene Mariela Solana (2017), los afectos tienen un carácter transideológico, plástico e indeterminado; no se puede establecer a priori su significado político, sino que es menester investigar cómo circulan, son usados y se cargan de sentido en cada caso particular (p. 120).
La nostalgia en la interpretación que hace Žižek de la serie y la novela pareciera significar un mero “anhelo ingenuo, acrítico e irresponsable hacia un pasado idealizado” o “un escape de un presente sentido como lúgubre y poco prometedor” (Dinshaw, 2012, p. 134). Este es el caso de muchos de los personajes femeninos, en especial el de June.10
En el contraste entre estos fotogramas emerge la nostalgia acrítica. A la izquierda observamos flashbacks que figuran, con colores brillantes, imágenes de momentos de ocio y felicidad de una familia heterosexual promedio de clase media estadounidense. A la derecha, los colores opacos y oscuros figuran el clima igualmente sombrío de Gilead. De un lado, el recurso a la selfie transmite la idea de la agencia de June cuando decide tomarse una foto sonriente junto a su marido. En oposición, del otro lado, los planos cenitales comunican una situación completamente opresiva donde el único acceso a los sentimientos de June es el primer plano de su rostro. Adicionalmente, la ropa, en un caso, muestra de manera explícita los roles determinados de cada quien en la sociedad; mientras que en el otro observamos vestimentas que no están necesariamente atadas a una función social prescrita, sino que manifiestan la libertad de elección que se tenía antes de Gilead.
Este último punto es explicitado en la escena de la tercera temporada en que June habla con una de las niñas que será fugada de Gilead hacia Canadá en un avión de contrabando. Allí la nostalgia del presente brota de manera exacerbada cuando la niña le pregunta cómo es la vida afuera de Gilead, a lo que June responde: “Es como era aquí antes de Gilead. Serás libre. Podrás vestir lo que quieras. Nadie te lastimará por leer ni te dirá qué pensar o a quién amar. No tendrás que ser una esposa ni una madre si no quieres”. La niña pregunta entonces: “¿Y qué voy a ser?”, a lo que June responde: “Tú misma”. En estas líneas se esboza una clara añoranza de las libertades individuales propias de las sociedades capitalistas occidentales actuales.11
Más aún, Canadá es representado por June -al finalizar la tercera temporada, cuando, con la ayuda de otras criadas y “marthas”, logran que escape un gran número de niñxs- como la tierra prometida. Citando el Antiguo Testamento, June dice: “El Señor dijo: He visto a mi pueblo esclavizado y he escuchado su lamento en presencia de sus opresores […] vine a librarlos de la mano de los malvados para guiarles fuera de este doloroso lugar y hacia una tierra donde mana leche y miel” (Éxodo 3:7-8).12
Podría conjeturar que Canadá es el lugar de la utopía. Sin embargo, como lo indica su nombre, utopía significa no-lugar (οὐ-τόπος). Ahmed (2019) señala, siguiendo a Jameson, que las utopías no nos ofrecen una predicción del futuro ni visiones de mundos felices, sino que “la forma utópica es la respuesta a la convicción ideológica universal de que ninguna alternativa es posible” (Jameson, citado en Ahmed, 2019, p. 337); ninguna alternativa a este mundo presente que el género de la utopía y el de la distopía se disponen a criticar. No obstante, Canadá es un lugar que existe tanto en nuestro presente como en el futuro distópico de la serie; en ese sentido, difícilmente funciona como alternativa y, por el contrario, termina por llevarnos a la conclusión conservadora de que “más allá de las injusticias persistentes, el presente es mejor” (Solana, 2017, p. 122). Así, renueva una narración histórica progresista demoliendo la crítica al presente.
Igualmente, esta obturación de la imaginación de un futuro alternativo en pos de una complacencia con nuestro propio presente histórico (Jameson, 1991, p. 286) desactiva el cuestionamiento y la insatisfacción respecto del presente cuando vuelve a “direccionarnos hacia formas sociales en las que ya se han depositado las esperanzas de felicidad” (Ahmed, 2019, pp. 374-375). Aquí me pregunto, entonces, ¿qué lugar queda para la esperanza y el “deseo utópico” (Muñoz, 2009, p. 24) de cambio radical, de un futuro nuevo, cuando lo que es figurado como alternativo no es sino el mundo donde vivimos?
Cecilia Macón realiza una revisión del arco afectivo de la esperanza y lo diferencia del optimismo. Por un lado, el optimismo -basado en una temporalidad lineal sostenida en lógica teleológica del progreso- brinda, a través de un audaz salto de confianza, ciertas garantías (2016, p. 136). La operación general del optimismo como afecto es explicada por Lauren Berlant en Optimismo cruel (2020) como la fuerza que nos inclina una y otra vez hacia un objeto de deseo entendido como un puñado de promesas, en tanto “la proximidad a él implica la proximidad al manojo de cosas que el objeto promete” (p. 57). Ese optimismo se torna cruel cuando aquello que se desea -y que enciende inicialmente la sensación de posibilidad- “vuelve de hecho imposible la transformación positiva que la persona o grupo de personas se esfuerzan por alcanzar” (p. 20), al procurar obtener lo que el objeto promete. El apego optimista cruel que trabaja Berlant se refiere a la “buena vida” que lleva en sí la paradoja de ser “para muchos […] una mala vida que desgasta a sujetos que, a pesar de esto y al mismo tiempo, encuentran dentro de ella sus propias condiciones de posibilidad” (Berlant, 2020, p. 64). El optimismo cruel opera de manera desagenciante en tanto que el miedo a perder ese objeto de deseo frustra la capacidad de tener esperanza en general (Berlant, 2020, pp. 58-59).
Por su parte, una noción no progresiva de la esperanza, como la propuesta por Terry Eagleton (2016, p. 56), puede suponer una temporalidad abierta alérgica a la teleología y que se apoya en la experiencia de ansiedad, inquietud y deseo (pp. 98, 106), que presume la esperanza en tanto afecto siempre orientado hacia un tiempo que no es el presente, sino “el espacio desde donde poder escapar a la norma partiendo del señalamiento de algo no cumplido del presente” (Coleman y Moreno-Figueroa, 2010, p. 371). Es esto lo que motoriza la dimensión agencial de la esperanza (Macón, 2016, p. 135). Asimismo, la esperanza -caracterizada por Ernst Bloch (2014) como “el reino del ‘todavía no’” (p. 33)- “no apunta hacia un destino conocido sino que se sostiene en la incertidumbre” (Macón, 2016, p. 136). Así, a diferencia del optimismo, carece de un objeto predeterminado al que orientarse, lo cual la acerca al terreno de la fantasía y la imaginación, y deja espacio para la contingencia y la sorpresa (Macón, 2016, pp. 138-139).
En principio, en la perspectiva de June y de las conclusiones conservadoras a las que nos lleva la última temporada de la serie, encuentro, más que esperanza, optimismo cruel. Al orientar el anhelo hacia las democracias actuales como lugar suficientemente satisfactorio, llena al futuro de un contenido muy específico. El avión significa la posibilidad de un mañana mejor que salva del presente desdichado (Ahmed, 2019, p. 390). El avión llega y es literalmente llenado de contenido: de niñxs. Allí es donde June y la resistencia ensamblada en Gilead depositan sus anhelos de un futuro mejor por lo menos para esxs niñxs, para que vivan una vida menos horrorosa que la que les aguarda en Gilead. Este modo de poner en primer plano a la niñez como justificativo de la necesidad de la acción política se inscribe en lo que Lee Edelman (2004) denominó “futurismo reproductivo” (p. 20), según el cual se soporta el sufrimiento que ocasionan las luchas del presente en función de la promesa de un futuro feliz para las generaciones que nos siguen (Ahmed, 2019, p. 369).13
Asimismo, ese avión es un objeto feliz (Ahmed, 2019, p. 61). Se espera que su arribo a salvo a Canadá cause felicidad. De esta manera, se lo llena de antemano de un determinado contenido: la democracia canadiense como lugar de libertad y fin de la desdichada vida en Gilead. El futuro, en vez de ser el reino del “todavía no”, un espacio propicio y abierto para el trabajo de la imaginación, es el lugar donde se vuelve a arrojar el pasado idealizado para ser reiterado (Solana, 2017, p. 130). Esta determinación del objeto del anhelo y direccionamiento de nuestros anhelos y esfuerzos vitales hacia él es más propio del optimismo que de la esperanza. Este optimismo se torna cruel cuando la nostalgia del presente se vuelve acrítica; cuando el punto de comparación es tan espantoso que nos lleva a complacernos con nuestro presente histórico antes que con Gilead, sin advertir que es ese mismo presente el que ya tiene en sí infiernos similares a Gilead. Esto deja poco espacio para imaginar una alternativa.
III
Sin embargo, como señala Ahmed (2019):
Podríamos considerar que esta incapacidad de ofrecer una verdadera alternativa para la reescritura del relato de la buena vida resulta reveladora […] porque nos muestra que las alternativas no pueden trascender como por arte de magia lo que ha aparecido o ha recibido una forma dada. Esta incapacidad de trascenderlas constituye la necesidad de la lucha política (p. 375).
Es posible que aquella nostalgia acrítica del presente conviva “extraña y perversamente” (Ahmed, 2019, p. 337) con lo que Dinshaw (2011, p. 226) ha denominado nostalgia crítica.14
Al inicio del apartado II, siguiendo a Jameson (1991; 2005), me refiero al uso del tropo del futuro anterior, que permite un extrañamiento del presente tal que es aprehendido como si fuese un pasado histórico. Esa distancia es capaz de propiciar una problematización del pasado añorado -que en este caso no es sino nuestro presente- para ponerlo en relación con el presente distópico de los personajes. Se abre así el espacio para una nostalgia crítica, una búsqueda de contacto con el pasado en la que cumple un rol fundamental el deseo presente de quien se acerca a lo que ha sido para contar una historia (Dinshaw, 1999, p. 142). Ese deseo no necesariamente pretende restaurar el pasado y repetirlo, sino que en ese contacto afectivo con el pasado pueden emerger nuevos interrogantes sobre el mismo, como también se pueden encontrar en él amistades y compañerxs pretéritxs (Dinshaw, 1999, pp. 1-3). Esto hace colapsar tanto la temporalidad lineal de la historiografía progresista como la de aquella que plantea una discontinuidad absoluta respecto del pasado y permite concebir un presente híbrido contaminado, habitado por fantasmas (Macón y Solana, 2015, p. 24).
En primer lugar, encuentro que la serie ejecuta la narración de lo acontecido a partir del relato personal de uno de los personajes: June. Su estructura narrativa gravita sobre una trama no lineal que puebla de fantasmas del pasado el presente desdichado de los personajes con permanentes flashbacks. Ello habilita no solo una comparación nostálgica en el sentido ordinario y conservador, sino también el encuentro con aquellas amistades pretéritas.
El modo en que June resignifica la relación con su madre es ilustrativa de este punto. La madre es presentada como una activista feminista, lesbiana y médica a favor del aborto que ha intentado criar a una hija feminista. Aparece en los recuerdos de June haciéndole notar que para que su esposo, Luke, cocine sin ser tildado de “marica”, hubo un trabajo de luchas colectivas (Atwood, 2018, p. 176). Pero, a la vez, es ella quien -cuando ocurre el golpe de Estado y no es claro aún quién es el soberano ni qué ejército está en la calle- le dice: “el país se está cayendo a pedazos, es momento de salir a la calle y luchar, no de jugar a la familia”, y muestra así su desconfianza en la fe en el progreso. Asimismo, mientras June se asombra por los cambios que percibe como abruptos e indignantes, la madre y Moira, su amiga, ya se lo esperaban; para ellas, dormirse en los laureles no era una opción. Es a esa madre a la que añora, a quien desea tener cerca, en quien encuentra no solo los recursos para entender cómo los Estados Unidos llegaron a convertirse en Gilead, sino también la fuerza y algunas ideas para armar estrategias de resistencia en su propio presente.
Localizo aquí un tipo de esperanza ya no orientado al futuro, sino al pasado, lo que Macón (2016) denomina una esperanza contra natura. Cuando rememora, June no encuentra “experiencias pasadas de futuridad esperanzada” (Macón, 2016, p. 132), sino todo lo contrario: tropieza con las opresiones del pasado y logra ponerlas en relación con las de su presente, lo cual cambia su perspectiva. Si antes era criticada por su madre por dedicarse a editar los errores de tipeo de bestsellers, de pensar solamente en su vida y su familia, ahora, a fuerza de tortura, comunicación con sus pares y reflexión, ha entendido la necesidad de buscar, armar redes y resistir. En tal contacto con el pasado se ha topado con recursos cuestionadores de su presente que le han servido como puntos de partida para la acción. En ello consiste tener esperanza en el pasado, estar dispuestxs a tener un “enfrentamiento agenciador con la inestabilidad e inaprehensibilidad del pasado” (Macón, 2016, p. 141).
Žižek (7 de octubre de 2019), en aquella conferencia, sostuvo que el mayor atractivo de la serie se encuentra en “los novedosos modos en que se tortura mujeres”. Sin embargo, a pesar de que estoy de acuerdo en que hay cierta morbosidad en la exposición de los suplicios, estimo que no tienen nada de novedoso.15 Además, Atwood (2017, 9 de julio) -que participa en la elaboración del guion de la serie- expresó: “Una de mis reglas fue que no iba a poner en los eventos del libro nada que no hubiese ya pasado en lo que James Joyce llama la ‘pesadilla’ de la historia ni ninguna tecnología que no existiera. Nada imaginario, ni leyes imaginarias, ni atrocidades imaginarias”.
Ubico aquí el trabajo de archivo que realiza la autora canadiense, el cual implica un acercamiento al pasado que no es meramente contemplativo, sino que moviliza una dimensión hasta aquí no mencionada de la esperanza: la visceralidad. La mirada esperanzada hacia el pasado puede generar un vínculo emocional y visceral con lo que ha sido capaz de movilizar el presente (Macón, 2016, p. 141). En este caso se pone en juego lo indigerible del pasado unido a la insatisfacción con un presente en el que las opresiones no han cesado, agitando corporalmente, visceralmente, la reacción al orden establecido (Macón, 2016, p. 142).16 En Argentina, por ejemplo, la serie ha inspirado performances artísticas callejeras dirigidas a interpelar a la sociedad y a lxs legisladorxs sobre la urgencia de aprobar la ley de interrupción voluntaria del embarazo.17
Por último, quisiera llamar la atención acerca de quienes lograron escapar de Gilead y exiliarse en Canadá, donde son refugiadxs. Sus vidas están completamente dedicadas a buscar a sus amistades y familiares perdidxs en Gilead (no saben si están muertxs, si son criadas, “marthas”, si han sido llevadxs a las colonias); a ayudar a quienes sucesivamente consiguen fugarse y manifestarse en contra de la autodenominada República de Gilead.18 El gobierno canadiense y la diplomacia internacional, por su parte, se comportan de forma errática. Oscilan entre, por un lado, recibir a la comitiva giledeana “respetando sus costumbres” (por ejemplo, a Serena Joy le dan un papel con ilustraciones y sin letras, ya que no le está permitido leer) con el objetivo biopolítico de realizar un acuerdo comercial en el que, quizás, el bien de intercambio sea, precisamente, aquello que escasea en el mundo: criadas, cuerpos gestantes fértiles. Además, no ceden ante las manifestaciones de lxs refugiadxs que exigen el encarcelamiento de Fred Waterford -encargado de la misión diplomática- por crímenes de lesa humanidad, sino que eligen creer el discurso de que las criadas deciden felizmente engendrar niñxs para Gilead. Solamente cuando se filtra y publica una serie de testimonios de las criadas y sus escabrosas vidas, el gobierno canadiense le comunica a Waterford que ahora no le creen a él, sino a ellas. Así, la dinámica bio-tanatopolítica descrita en la primera parte de este trabajo no es descartada por la serie. Canadá -que ocupa el lugar de nuestro presente-, o la sociedad liberal occidental por la que June siente nostalgia, no está libre de problemas.
El avión que llega a Canadá, tierra de promesas, como metáfora del futuro, no está tan lleno como parecía de un contenido determinado. Así, la serie no ofrece una verdadera alternativa a los peligros del presente, pero tampoco necesariamente redirecciona la esperanza hacia las sociedades permisivas y liberales occidentales, plagadas de violencia estructural de clase, de género y de raza, sino que la convierte en un mero apego optimista cruel. En cambio, nos propone el presente como un espacio de lucha política donde necesitamos vivir, como lxs refugiadxs, en un estado de búsqueda, donde el futuro no está determinado, sino abierto a la oportunidad, la contingencia y al “quizás del acontecimiento” (Ahmed, 2019, p. 391).
IV
La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella
se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos
más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para
eso, sirve para caminar.
Eduardo Galeano
Como conclusión, quisiera volver a las palabras de Žižek para considerar de qué significado político carga a la nostalgia. Su crítica parecería suponer que la nostalgia del presente, entendida como añoranza acrítica, conduce a consecuencias necesariamente conservadoras, ya que mira al presente con complacencia. En el segundo apartado desarrollo el modo en que en la serie la nostalgia se carga de un significado políticamente conservador, restaurador de narrativas del progreso y del futurismo reproductivo con la posible implicancia de transformar la esperanza en optimismo cruel.
Sin embargo, si bien este tratamiento parece dirigirnos a la conclusión žižekiana de que la serie no formula una interrogación fundamental sobre cómo es que una sociedad liberal y democrática occidental devino en Gilead, aquí -como lo expuse en el primer apartado- pienso que no solo se realiza esa pregunta, sino que se ofrecen algunas respuestas que habilitan una mirada crítica -y hasta catastrofista o fatalista- de nuestro presente y de las narrativas del progreso.
¿Cómo es que conviven extraña y perversamente estas visiones catastrofistas del futuro junto con una mirada pretendidamente optimista del presente? ¿Cómo es que coexisten, asimismo, una nostalgia acrítica y otra crítica del presente? ¿Cómo es que, finalmente, se mezclan los impulsos reinscriptivos propios de un deseo por lo normativo con la insatisfacción con el presente y los deseos de cambio radical? (Solana, 2017, p. 141).
No es mi pretensión aquí desactivar la concurrente tensión que hay en la serie entre, por un lado, el elogio al presente en comparación con el posible infierno gilediano y, por el otro, la crítica a la actualidad. Siguiendo la vertiente crítica o ironista del giro afectivo (Macón y Solana, 2015, p. 19), considero que no hay afectos que tengan consecuencias necesariamente agenciantes o desagenciantes, o que sean garantes o deshabilitantes de desplazamientos emancipatorios (Macón y Solana, 2015, p. 19). En este sentido, he intentado mostrar aquí cómo la nostalgia es capaz de ser cargada con significados políticos opuestos, sin por ello ser dicotómicos. Ahora repasaré lo dicho en el tercer apartado para añadir un sentido por el cual aquellos deseos, que desde cierto punto de vista pueden ser considerados reinscriptivos, que nos permiten mirar con cierta alegría nuestro presente, no son necesariamente conservadores.
En la sección anterior me aboqué a dar cuenta de cómo el extrañamiento del tiempo actual que implica la nostalgia del presente puede cargarse alternativamente de otro significado político, uno crítico, uno que deja abierto el futuro, volviendo a asociar la esperanza a la ansiedad, al deseo de algo que puede o no suceder (Ahmed, 2019, p. 368). Asimismo, esta nostalgia crítica del presente nos facilita la observación del tiempo y el trabajo que lleva alcanzar la conciencia política (Ahmed, 2019, p. 337). Al reparar en June, advertimos que este trabajo de desarrollo de la “conciencia revolucionaria” no es de modo alguno individual, sino que una polifonía de fantasmas de su pasado opera junto a compañeras del presente que dan cuenta de “la función del trabajo colectivo en el proceso de toma de conciencia acerca de formas de opresión ligadas a la clase, la raza y al género, procesos que siempre implican un necesario extrañamiento del presente” (Ahmed, 2019, p. 337).
En este punto, quisiera señalar que, aun siendo más claro en la novela que en la serie, June sabe que es inasequible “volver atrás”, a su vida normal de antes de Gilead; dice: “Quiero tener [a mi madre] a mi lado otra vez. Quiero tenerlo todo otra vez, tal como era. Pero este deseo carece de sentido” (Atwood, 2018, p. 177). Así, incluso cuando lo que se añora es nuestro presente en una sociedad democrática, liberal y permisiva -siempre dependiendo para quién-, no pareciera que se pretende restaurarlo, o no del todo. Quizás estamos aquí ante lo que Dinshaw denominó en Getting Medieval (1999) nostalgia estratégica (p. 15) del presente: lo que se anhela acaso no sea tanto volver a la normalidad como hacer manifiesta la fragilidad de los derechos adquiridos y la necesidad de continuar siempre despiertxs.
Este último giro procura considerar que el deseo por lo que hoy es normativo no debe ser desestimado por “conservador” o necesariamente fortalecedor de las normas (Solana, 2017, p. 141). Después de todo, no conocemos “el poder desconocido del deseo por lo ordinario” que podría llevar a “resultados extraordinarios a pesar de sí mismo” (Freeman, 2011, p. 29). Como sostiene Mariela Solana, siguiendo a Judith Butler, la temporalidad política se caracteriza por su incertidumbre, no es posible determinar cuáles serán las múltiples consecuencias y resultados futuros de las acciones políticas, “el juicio sobre el carácter subversivo de una acción siempre es un pronunciamiento retrospectivo” (2017, p. 139).
No sabemos si llegaremos fatalmente a Gilead o a la instauración de un régimen totalitario a partir de las democracias protegidas en las que vivimos (Agamben, 2006, p. 46), pero tampoco creemos en la promesa de felicidad del optimismo cruel que nos ata, también fatalmente, a la fantasía del progreso acumulativo (Macón, 2016, p. 140). Es necesario mantener el espíritu aguafiestas (Ahmed, 2019, p. 45), siempre insatisfecho con un presente en que el enemigo no ha cesado de vencer, recordando que la insatisfacción y la posibilidad del fracaso son uno de los motores de la esperanza y de la agencia misma.