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Debate feminista

versión On-line ISSN 2594-066Xversión impresa ISSN 0188-9478

Debate fem. vol.64  Ciudad de México  2022  Epub 20-Mayo-2023

https://doi.org/10.22201/cieg.2594066xe.2022.64.2287 

Artículos

Movimiento de mujeres contra el extractivismo: feminismos y saberes multisituados en convergencia1

The Anti-extractivist Women’s Movement: Feminisms and Multisituated Knowledge in Convergence

Movimento de mulheres contra o extrativismo: feminismos e saberes multisituados em convergência

Melisa Cabrapan Duarte* 
http://orcid.org/0000-0002-5510-4937

* Instituto Patagónico de Estudios de Humanidades y Ciencias Sociales, CONICET, Ciudad de Neuquén, Neuquén, Argentina. Correo electrónico: mcabrapan@unrn.edu.ar.


Resumen

Este artículo indaga en la configuración de un movimiento de mujeres contra el extractivismo en América Latina. Para esto, revisa y analiza teóricamente las convergencias de: i) la movilización social por demandas de carácter ambiental y en contra del extractivismo de la naturaleza, con foco en la incorporación del género y la ecología política feminista; ii) la reivindicación y revalorización de experiencias territorializadas, tanto para la defensa de los territorios y los cuerpos como para la producción de saberes situados por parte del feminismo comunitario en conexión con otros feminismos; y iii) un diverso movimiento de mujeres que incorpora la lucha contra el extractivismo desde las ciudades, interpelando su origen rural y a sus principales actoras -mujeres indígenas, afrodescendientes y campesinas-, pero que la resignifica desde las problemáticas socioambientales propias del contexto urbano. Así, este trabajo se propone reflexionar en clave de género sobre las resistencias ante la avanzada extractivista neoliberal en Latinoamérica.

Palabras clave: Movimiento de mujeres; Feminismos; Antiextractivismo; Convergencias; Latinoamérica

Abstract

This article explores the emergence of an anti-extractivist women’s movement in Latin America. To this end, it reviews and theoretically analyzes the convergence of i. social mobilization for environmental demands and against the extractivism of nature, with a focus on the incorporation of gender and feminist political ecology; ii. the vindication and revaluation of territorialized experiences, both for the defense of territories and bodies and for the production of situated knowledge by community feminism in connection with other feminisms; and iii. a diverse women’s movement that incorporates the anti-extractivist struggle from cities, questioning its rural origin and its main actors -indigenous, Afro-descendant and peasant women-, while resignifying it through the socio-environmental problems of the urban context. This article therefore proposes using a gender perspective to reflect on the resistance to the progress of neoliberal extractivism in Latin America.

Keywords: Women’s Movement; Feminisms; Anti-Extractivism; Convergences; Latin America

Resumo

Este artigo investiga a configuração de um movimento de mulheres contra o extrativismo na América Latina. Para isso, revisa e analisa teoricamente as convergências de: 1) a mobilização social de cunho ambiental e contra o extrativismo dos recursos da natureza, privilegiando aquelas que incorporam questões de gênero e ecologia política feminista; 2) a reivindicação e revalorização de experiências territorializadas, tanto para a defesa de territórios e corpos quanto para a produção de saberes situados pelo feminismo comunitário em conexão com outros feminismos; e 3) um movimento de mulheres diversificado que incorpora a luta contra o extrativismo desde as cidades, apontando à sua origem rural e seus principais atores -mulheres indígenas, afrodescendentes e camponesas- para a ressignificar a partir dos problemas socioambientais do contexto urbano. O propósito é refletir no papel do gênero na resistência ao avanço extrativista neoliberal na América Latina.

Palavras-chave: Movimento de mulheres; Feminismos; Anti-extrativismo; Convergências; América Latina

Introducción

Durante la última década, la problemática del extractivismo se ha vuelto más visible junto con las demandas ambientales y las resistencias de los movimientos sociales en general y, en particular, del movimiento feminista o de mujeres en Latinoamérica. Sin desconocer la diversidad regional de este último, así como las múltiples perspectivas que lo convocan, existen frentes comunes y conexiones que han puesto la denuncia antiextractivista en foco. Esto responde, a mi entender, a la confluencia de distintos elementos que propongo mapear y analizar: la avanzada extractivista en contextos diversos, pero con procesos sociopolíticos y económicos similares; las experiencias territorializadas que han sido y son recuperadas desde una específica producción teórica-activista la cual, a su vez, ya tenía cierta presencia en el campo de la investigación-acción de la ecología política; y la fuerza de un movimiento de mujeres que, entre las demandas que visibiliza, coloca las ambientales en nexo con la economía y el género, y logra, bajo la noción de “cuerpo-territorio”, aunar distintos frentes de lucha feminista.

El movimiento social de mujeres en Latinoamérica es multisituado y diverso, no solo respecto de la autodenominación o no como feministas de quienes lo integran, sino también por su composición, localización, formas de organización, acciones y líneas de pensamiento a las que se adscribe y, a la vez, produce. Este amplio movimiento, en años recientes, ha incorporado la temática extractiva a sus principales o más visibles demandas. Es decir, el grito de combate a la violencia machista y por el aborto legal, seguro y gratuito, con el que irrumpió masiva y radicalmente, y sobre todo desde los centros urbanos, ha confluido con un activismo anticolonial y antiextractivista que convierte en consigna luchas iniciadas en contextos específicos y bajo paradigmas y genealogías de acción territorializados.

Dada la complejidad y actualidad del tema, no pretendo realizar un desarrollo exhaustivo y acabado del mismo, pero sí analizar las convergencias que dan lugar a las cada vez más visibles luchas y resistencias de mujeres contra el patriarcado, el extractivismo y el colonialismo/neoliberalismo en América Latina. La finalidad es reflexionar acerca de cómo el género se articuló con -y produjo la visibilización de- la lucha antiextractivista, no solo en tanto fue y es movilizada masivamente por mujeres, sino también porque las propias demandas y entendimientos del género (desde diferentes influencias teóricas, políticas e institucionales) particularizan y fortalecen esas resistencias, y más cuando se entrecruzan con las dimensiones étnica, racial y de clase. Para ello, propongo analizar tres dimensiones que confluyen en lo que hoy puede evidenciarse como un movimiento antiextractivista de mujeres en Latinoamérica.

En primer lugar, retomo definiciones y características de los movimientos sociales, en lo que compete al específico cruce entre mujeres y ambiente, para plantear algunas aproximaciones sobre las que profundizaré después. En esa línea, lo que sigue es situar la problemática del extractivismo, las implicancias y resistencias, así como la producción teórica-activista de la ecología política (y de ahí, del ecofeminismo y algunas de sus atenciones al género). Luego, analizo cómo la lucha antiextractivista desde el movimiento de mujeres recupera fuertemente las experiencias de defensa y saberes territorializados de actoras específicas, y esta atención ha devenido en una producción teórica propia en la que confluyen los feminismos comunitarios, populares, autónomos y decoloniales, o corrientes sin adscripción al feminismo. Por último, me detengo en cómo el movimiento feminista o de mujeres en América Latina reconoce los dos puntos anteriores, es decir, recibe la influencia de la ecología política feminista y de los feminismos territorializados, convierte ciertas consignas en bandera e irrumpe masivamente en la escena de los movimientos sociales feministas en las ciudades.

A partir de estas dimensiones de análisis, a su vez interconectadas, el objetivo es mostrar cómo se va configurando una lucha antiextractivista de mujeres que puede ser comprendida como un movimiento social que nuclea una diversidad de grupos y colectivos, en términos de sexo-género, de clase, étnicos, geográficos y respecto de sus tradiciones de pensamiento-acción. Serán estas múltiples confluencias las que fortalecerán las resistencias en América Latina contra la avanzada extractivista neoliberal.

La movilización social por el ambiente y la emergencia del género

Como punto de partida respecto de los movimientos sociales, además de reconocerlos como formas de acción colectiva que enfrentan y movilizan un conflicto (Melucci, 1986), retomo la propuesta de Arturo Escobar (2014) de que deben ser considerados como productores de conocimiento en sí mismos, en tanto la articulación de saber y resistencia de los movimientos sociales produce un conocimiento situado, pero que a la vez trasciende lo local, y porque el conocimiento orienta la propia experiencia de la lucha al tiempo que produce una crítica sobre determinadas teorías académicas que acompañan los procesos. Asimismo, el conocimiento de los movimientos sociales “es producido en el diálogo, la tensión y la interacción con otros grupos [y a la vez] […] es enactuado y trabajado en redes” (Escobar, 2014, p. 40).

En esta dirección, también resulta útil retomar la conceptualización de Sonia Álvarez (1998) de movimiento social, en lo que compete a su reflexión sobre el movimiento feminista en Latinoamérica en particular, definido por la autora como un campo discursivo de actuación y acción, enmarañado en las disputas por los significados; de ahí que se trate de una batalla esencialmente cultural. Álvarez entiende el movimiento social feminista de la década de 1990 en nuestro continente como un campo de conflicto no solo con su exterior, sino internamente, que se enfoca en la ONGeización, en las influencias de la cooperación internacional, y en las políticas y agendas de género incorporadas desde las convenciones internacionales, en contraposición -pero, al mismo tiempo, en articulación- con un feminismo que sucede “en y desde las calles”. Aquí la autora atiende a la heterogeneidad de un movimiento de mujeres cuyas acciones y demandas comienzan a visibilizarse tres décadas atrás, no sin -o a la par de- un feminismo institucional que habilita la atención desde el estado a las problemáticas planteadas originalmente desde la organización de base.

Hay que reconocer que las temáticas de género se han convertido en política gubernamental, y en ello existe una trayectoria que se puede rastrear y cuestionar, tal y como ciertos feminismos lo han hecho. En esa dirección, cabe preguntarse cómo se ha conjugado esa inclusión de la perspectiva de género en el estado con la movilización social de las mujeres por derechos específicamente ambientales. No obstante, si bien la institucionalidad es una característica presente sobre todo en el tratamiento transnacional de la cuestión ambiental, para el movimiento antiextractivista, son los estados los primeros en ser impugnados porque promueven e incorporan los regímenes extractivistas a partir de lógicas desarrollistas y colonialistas, porque criminalizan la resistencia y la protesta, y dejan impunes -si no perpetran- las muertes de defensoras de los territorios, así como por las desigualdades socioambientales y económicas que producen y refuerzan sus proyectos.

Por otra parte, determinadas líneas de pensamiento-acción del feminismo, como la decolonial, se nutren y proyectan en el vínculo con los movimientos sociales, de mujeres en particular, pero también con el movimiento indígena, afro, campesino, de trabajadoras/es y sectores populares, y producen desde la cercanía y el acompañamiento una crítica a la academia central y, sobre todo, al feminismo hegemónico. Las feministas decoloniales desde Abya Yala pusieron en el centro la praxis y los saberes locales, y a partir de ello se distanciaron de “la mirada hegemónica [eurocéntrica y colonial] sobre qué es conocimiento, ya que se reconoce que los movimientos sociales lo producen y hacerlo es una preocupación de orden político y un campo de batalla” (Espinosa et al., 2014, p.18).2

En este sentido, desde corrientes (sobre las que luego profundizaré) como la ecología política y los feminismos decoloniales, comunitarios y populares, hay un énfasis compartido en que los movimientos sociales, y en particular los que suceden en América Latina, “constituyen una forma de contrapoder” que desafía a los poderes dominantes y abre “la posibilidad de otro tipo de sociedad basada en valores distintos” (Bebbington, 2007, p. 31) en lo que respecta a la justicia socioambiental y al desarrollo. Sin embargo, esto no implica que la acción colectiva esté concentrada u orientada de igual modo, o que sea constante, sino que puede ser difusa en términos espaciales y temporales. Puede presentar altibajos y no compartir las mismas visiones, ya que los actores y grupos involucrados en los movimientos sociales son diversos, tanto en su interior como en la relación con otros actores en los marcos de la gobernanza trasnacional ambiental.

Con esto no me refiero únicamente a las dinámicas de cooperación y regulación internacional en un contexto de interdependencia global orientado a garantizar una serie de derechos humanos, sino que esas agendas trasnacionales son también modeladas por los movimientos sociales. Es decir, la conformación de una “sociedad civil global” (Benhabib, 2007) responde a las interconexiones que articulan, al mismo tiempo, las demandas locales y localizadas, las redes entre múltiples actores y sus estrategias e intereses, y así producen territorios de acción y resistencias bajo procesos que operan a distintas escalas, pero que, a la vez, se ensamblan.3

De este modo, el movimiento social ambientalista y de mujeres, al devenir antiextractivista, actúa y se desenvuelve en concordancia con otras dimensiones que, al mismo tiempo, lo constituyen: la gobernanza en sus niveles regionales, nacionales y trasnacionales; la sociedad civil que moviliza el agenciamiento y administra recursos económicos; y el diálogo y retroalimentación teórica-política con diversas corrientes de pensamiento (Peet y Watts, 1996; Escobar, 2010; Bebbington, 2007).

Por último, cabe decir que la atención que daré aquí a la feminización y feministización del antiextractivismo se enmarca en reflexiones y procesos propios de los movimientos sociales en el continente, por un lado, en su “ambientalización” o conformación de un “pensamiento ambiental latinoamericano” (Leff, 2006), y por el otro, en la “inflexión extractivista” de la última década, como la denomina Maristella Svampa al referirse a:

la explosión de conflictos socioambientales, visibles en la potenciación de las luchas ancestrales por la tierra, de la mano de los movimientos indígenas y campesinos, así como en el surgimiento de nuevas formas de movilización y participación ciudadana, centradas en la defensa de los bienes naturales, la biodiversidad y el ambiente (Svampa, 2012, p. 19).

Ecología política feminista para otro abordaje del extractivismo

Una de las definiciones de “extractivismo” hace referencia al modelo económico que involucra la extracción intensiva de bienes de la naturaleza con una finalidad exportadora, bajo una lógica monoproductiva y de economía de enclave, no solo minera e hidrocarburífera, sino también del agronegocio y los biocombustibles, entre otros. El extractivismo requiere del desarrollo de una gran infraestructura energética y de transporte (por ejemplo, represas hidroeléctricas, hidrovías, gasoductos, corredores bioceánicos) (Gudynas, 2009; Svampa, 2012). Asimismo, retomo la conceptualización de Machado Aráoz (2015) de “regimen extractivista”, que resulta sugerente en tanto lo caracteriza como formaciones sociales geoeconómicas estructuradas a partir de la extracción y comercialización de los recursos naturales que, por un lado, expresan dimensiones relativas a la vinculación de la sociedad con la naturaleza y, por otro, son formas de organización social a partir de la (no) distribución de los recursos económicos.

Los abordajes de tipo economicista han abundado desde la perspectiva de la resource curse (maldición de los recursos) o “paradoja de la abundancia” (Omeje, 2017), la cual señala que, a pesar de la existente “riqueza en recursos naturales”, en las regiones sometidas al extractivismo son comunes los bajos índices de crecimiento económico y la alta susceptibilidad a la crisis de los modelos de desarrollo basados en bienes primarios, que se expresan en distintos problemas económicos (por ejemplo, la “enfermedad holandesa”, el crecimiento empobrecedor, la fuga de capitales, el endeudamiento externo, el auge temporal del consumo o monomentalidad exportadora, entre otras) (Schuldt et al., 2009).

Y en el plano social, destacan que esa abundancia no contrarresta las desigualdades en el acceso al trabajo, la educación, la salud y la vivienda, entre otras, sino que las profundiza (Gilberthorpe y Papyrakis, 2015). En ese sentido, se denuncian las diversas patologías sociales, políticas y económicas, además de los problemas ambientales que generan las actividades extractivas, no sin resistencias, agenciamiento y activismo de los movimientos sociales, como atiendo aquí (Mastrangelo, 2017).

Estos análisis también despliegan una crítica al extractivismo como saqueo de la naturaleza y acumulación originaria y por desposesión, como lógica para la reproducción del capital (Coronil, 2013; Harvey, 2004) que, además, se remonta a la colonización de América como evento estructurante. Sin perder de vista ese origen, el extractivismo en su expresión actual, en términos tanto tecnológicos como espaciales con la incorporación de territorios considerados antes “improductivos”, se constituye como expresión del capitalismo neoliberal, del control socioeconómico sobre el Sur Global mediante el “consenso de las commodities”, basado en la exportación de bienes primarios a gran escala, lo que supone un incremento en la reprimarización de las economías en Latinoamérica y, al mismo tiempo, se implementa a través de dinámicas y discursos desarrollistas o “eldoradistas” y del (mal)desarrollo (Svampa, 2019).4

Asimismo, lo que comparten estos análisis sobre el extractivismo es la problematización del entendimiento respecto de naturaleza/economía-cultura y de lo humano/no humano. Estas dicotomías -abordadas originalmente desde la antropología y la ecología cultural (Steward, 1955), luego profundizadas con el giro posmoderno y posestructuralista al indagar qué subyace a esa dualidad propia de Occidente (Descolá y Palsson, 1996)- contribuyeron al desarrollo de la ecología política desde la década de 1980. No obstante, esto sucedió a la par de “un compromiso político y práctico con nuevos movimientos, organizaciones e instituciones de la sociedad civil que [desafiaron] las nociones convencionales de desarrollo, política, democracia y sostenibilidad” (Peet y Watts, 1996, p. 3).

Este registro de coproducción y reflexión, a la par de una fuerte crítica multidisciplinar a los discursos de la modernidad, y de la efervescencia de los movimientos sociales, provocó que la ecología ensamblara las discusiones, así como las insatisfacciones, con la ecología cultural y la economía política, para complejizar la comprensión de lo “social-natural” desde el poder. Esto implicó indagar en “las relaciones de poder y desigualdad que determinan quiénes tienen acceso a los recursos naturales, quiénes no y quiénes pueden definir el uso de estos recursos” (Bebbington, 2007, p. 28), por lo que la atención a los procesos ambientales debió superar el análisis localizado y ambiental incorporando una perspectiva política (Leff, 2006).

Por lo que respecta a las reflexiones feministas sobre la ecología, que introduzca en esta instancia sus aportes teórico-activistas en torno a la cuestión ambiental no quiere decir que las investigaciones y acciones de la ecología feminista no hayan comenzado a la par, o incluso antecedido, la emergencia de la ecología política, y en articulación con distintos campos disciplinares (por ejemplo, la economía ecológica, el derecho ambiental, la antropología de la naturaleza-cultura, la ética política), como lo sugiere Arturo Escobar (2007):

Las luchas de las mujeres contra la capitalización de la naturaleza y el control patriarcal han permanecido invisibles […] Muchas de las preguntas que las feministas han planteado al desarrollo todavía no han sido abordadas por los economistas verdes y otros ambientalistas (Harcourt 1994, citado por Escobar, 2007, p. 338).

De este modo, considerar que las feministas realizaron “después” que los hombres sus análisis, o que lograron intervenir con sus propuestas “luego” de la aceptación de ciertos paradigmas, habla del sesgo androcéntrico en la ciencia y en la sociedad. Asimismo, explicita la efectiva exclusión de las mujeres, como investigadoras y como sujetos de estudio, y también la desatención al género en los estudios socioambientales que, además, es concebido erróneamente como equivalente a mujeres.

El ecofemismo, la filosofía ambiental feminista y el feminismo ecológico crítico, para nombrar solo algunas perspectivas, llevan décadas de desarrollo, revisión y retroalimentación con distintas disciplinas. Desde la década de 1970 comparten como base la teoría feminista y, en efecto, el cuestionamiento a la opresión de las mujeres y al orden sexo-género heteropatriarcal, así como su articulación con las reflexiones en torno a las oposiciones mujer/ hombre, naturaleza/cultura y ambiente/sociedad, entre otras (Ortner, 1979). Este nexo inscribió la crítica ecológica en los debates académico activistas de los feminismos y, a la vez, la colocó en interlocución con otros campos e incluso cambios de paradigmas, como el que acontecería con el posestructuralismo y el giro decolonial.

Sin embargo, el compromiso político compartido por las diversas líneas del feminismo ecológico y su común exclusión, producto del androcentrismo, no implicaron -ni implican- acuerdos plenos entre ellas, sino que sus elaboraciones teóricas, disciplinares y éticas varían en sus concepciones y articulaciones con otros campos y desafían comprensiones y fronteras políticas, económicas y filosóficas (Agarwal, 1992; Plumwood, 1993). Una explicación de estas diferencias -que asume el riesgo de simplificación- es que, mientras cierto ecofeminismo (Shiva, 1995 [1988]) enfatizó la conexión cercana y “especial” de las mujeres con la naturaleza por sus supuestos atributos biológicos intrínsecos, otra línea fue reacia a esta postura y señaló que las diferencias entre hombres y mujeres no tienen raíces per se en la biología, sino en su interpretación social y en las construcciones mismas del género que, a su vez, varían cultural y contextualmente (Rocheleau et al., 1996).

Hay que reconocer que esas nociones de vínculo innato “mujer-naturaleza” pueden ser operativas y fuertes discursivamente para la defensa del ambiente y que el ecofeminismo que las elaboró ha sido crucial para resaltar el rol de las mujeres en la sostenibilidad y la sobrevivencia humana.5 Sin embargo, también naturalizan órdenes de dominación y esencializan la desigualdad de sexo-género, aspecto crucial y de impugnación fundante de los feminismos y fundante también del ecofeminismo crítico (Herrero, 2013) que remarca las responsabilidades compartidas entre hombres y mujeres en la reproducción social y, por tanto, en el vínculo sociedad-naturaleza. Pero no hay que olvidar que esta crítica no resuelve el asunto plenamente porque sugiere, primero, una distinción insalvable y jerárquica entre lo humano y lo natural, y el hombre y la mujer y, segundo, refuerza la dicotomía occidental “naturaleza-cultura” y expresiones de un feminismo liberal:

La vieja conexión mujer/naturaleza será reemplazada por el modelo dominante de distanciamiento humano y trascendencia, y control de la naturaleza. El examen crítico de la cuestión debe ocupar un lugar importante en la agenda feminista para que este modelo altamente problemático de lo humano, y de las relaciones humanas con la naturaleza, no triunfe por defecto (Plumwood, 1993, p. 23).

Esta tensión atravesará en las décadas siguientes las diversas posturas del feminismo ecológico. Asimismo, en sintonía con esas discusiones y en lo que respecta a la problemática extractivista, algunas teóricas señalan que el género ha sido desatendido en las reflexiones teóricas y activistas sobre la extracción de recursos naturales o que su incorporación se ha basado en concepciones esencialistas de las relaciones entre mujeres y hombres, que colocan a las primeras siempre en subordinación respecto de los hombres. Los primeros abordajes al tema han hondado en la dimensión de los impactos -sobre todo los negativos y los que afectan a las mujeres en particular- de la introducción de actividades extractivas, en términos de transformación de roles tradicionales, salud, trabajo productivo/reproductivo, y violencias de distinta índole (de género, económicas, simbólicas) (Nash, 1972).

En efecto, ha predominado una perspectiva que silenció la agencia y resistencias de las mujeres en esos entornos, aunque, cabe decir, los movimientos sociales y feministas las hayan visibilizado y reivindicado durante los últimos tiempos, y a la vez, han denunciado el “patriarcado del extractivismo”. También se incorporaron, en años recientes, investigaciones y perspectivas críticas e interdisciplinarias sobre el extractivismo en el Sur Global desde los estudios de género y feministas (Lahiri-Dutt, 2012; Hofmann y Cabrapan, 2019) que problematizan dimensiones menos abordadas hasta el momento, como el racismo, la sexualidad, y los debates ontológicos.

Por último, aunque en conexión con los sucesos aquí destacados sobre la configuración de una ecología política feminista y de reflexión-acción específica sobre el extractivismo neoliberal, hay que mencionar la importancia del surgimiento de acuerdos internacionales en la década de 1990.2 Con esto, inicia una gobernanza que ya no desoirá las problemáticas ambientales y la multidimensionalidad de las mismas y, al mismo tiempo, producirá discursos sobre el “desarrollo”, luego -o simultáneamente- impugnados por los movimientos sociales antiextractivistas.

Feminismos contrahegemónicos y resistencias territorializadas

Ahora, en continuidad con lo presentado antes, pero desplazándome hacia otra dimensión para el análisis de la movilización de mujeres contra del extractivismo en América Latina, quiero identificar algunas perspectivas o corrientes feministas locales, tanto teóricas como activistas que, a partir de sus fundamentos y desarrollo, se expresarían como antiextractivistas. Esto presupone una selección funcional al argumento principal, por lo que en esta sección atenderé a los feminismos autónomo, decolonial y, especialmente, comunitario, devenido en territorial. Más allá de sus diferencias, me interesa caracterizarlos en lo que respecta a la organización autónoma y comunitaria, a la defensa de los territorios en manos de mujeres, y a la etnicización y feministización de las resistencias y saberes, por lo que estructuraré el apartado en torno a ello.

Como mencioné anteriormente, la crítica a la institucionalización del género, y también a la ONGeización, iniciada en la década de 1990, sucedió junto con un fuerte cuestionamiento al neoliberalismo y una desmarcación con el feminismo liberal blancocéntrico, no solo respecto de su composición, sino también por las características de sus demandas, juzgadas como clasistas, capitalistas, heterosexistas. La cooperación internacional y multilateral, con financiamiento empresarial de los países centrales, fue y continuó siendo cuestionada como una forma de control y dominación, como lo expresó “Mujeres Creando” desde Bolivia: “De un lado se promueve la impunidad y prepotencia de los cooperantes y las imposiciones de la cooperación, y de otro lado se fomenta el servilismo de nuestra gente” (MCFAL, s.f., p. 46, citada en Falquet, 2014, p. 46).

Esta crítica produjo la emergencia de un feminismo autónomo de la mano de un proceso de movilización a lo largo y ancho de América Latina, por ejemplo, con el levantamiento zapatista en México, las manifestaciones por la paz en Colombia, la lucha por la tierra en Brasil, la defensa de los territorios y la naturaleza, y las resistencias indígenas, negras y campesinas reafirmadas con los 500 años de la conquista. De esta manera, el cuestionamiento del feminismo autónomo también se orientó hacia la producción del saber-poder de la academia hegemónica, tanto feminista como de las ciencias sociales en general, sobre procesos sociales de base, y promovió la organización intracomunitaria, la autogestión y también la propia producción teórica y práctica. Aquí, fue ineludible la perspectiva decolonial que evidenció las limitaciones de pensar el género y sus demandas de forma independiente de una serie de opresiones de clase, raza-etnia y sexualidad, entre otras (Espinosa et al., 2014).

Este énfasis orientó la definición y posicionamiento de y desde el feminismo decolonial, alineado a la crítica colonial realizada por Enrique Dussel y Aníbal Quijano, entre otros, pero con el foco en la colonialidad del género, y en el patriarcado como sistema de dominación estructurante de las relaciones de clase y poder en Latinoamérica (Lugones, 2011). Asimismo, la dicotomía feminismo institucional/feminismo autónomo, provocó “antagonismos mentirosos entre feministas que trabajan en las instituciones y feministas autónomas que pretenden institucionalizar la autonomía declarándose sus fundadoras y dueñas” (Paredes, 2010, p. 117), lo que condujo a nuevas tendencias o redefiniciones, como la del feminismo comunitario, cada vez más presentes e interpeladas desde los movimientos de mujeres durante la última década, y desde el antiextractivista, en particular, en años más recientes.

En continuidad con los feminismos autónomo y decolonial, el comunitario acentuó su carácter orgánico mediante el reconocimiento de la organización y política comunal indígena, la dimensión territorial-territorializada y la revalorización de prácticas, resistencias y saberes situados, ancestrales y de mujeres. Postulado como “pensamiento-acción” desde los pueblos y como propuesta para un proceso de cambio, el feminismo comunitario desde geografías bolivianas, por ejemplo, colocó en primer lugar la apuesta por la construcción de una “comunidad de comunidades” y del buen vivir (Paredes, 2010) que parte de una concepción del territorio como algo producido por las relaciones políticas de los pueblos originarios (Paredes, 2015) y por las relaciones comunitarias entre mujeres y hombres (Tzul Tzul, 2015). De este modo, el feminismo comunitario no se declara separatista, sino que se fundamenta en el reconocimiento de que las opresiones estructurales también configuran las experiencias de los hombres.

No obstante, lo último no significa que las feministas comunitarias no pongan el foco en las mujeres, pues lo que se denuncia es el patriarcado colonial -así como también el patriarcado originario ancestral- y el capitalismo neoliberal que, con su dinámica extractivista, no solamente avanza sobre los territorios, sino también sobre los cuerpos:

Es una propuesta feminista que integra la lucha histórica y cotidiana de nuestros pueblos para la recuperación y defensa del territorio tierra, como una garantía de espacio concreto territorio donde se manifiesta la vida de los cuerpos. Es esta una de las razones porque las feministas comunitarias en la montaña de Xalapán hemos levantado la lucha contra la minería de metales, porque la expropiación que se ha hecho sobre la tierra, por la hegemonía del modelo de desarrollo capitalista patriarcal, está poniendo en grave amenaza la relación de la tierra que tenemos mujeres y hombres, con la vida (Cabnal, 2010, p. 22).

La feminista comunitaria maya-xinka Lorena Cabnal, en torno a la noción de “territorio-cuerpo-tierra”, se remite a la afectación y resistencia de los cuerpos por los procesos de despojo de los territorios, históricos y contemporáneos, mediante la explotación de la naturaleza, como efecto del estar allí, o sea, de una presencia directa y protagónica de los pueblos y, en particular, de las mujeres. De ahí que se recalquen y pongan en valor los saberes territoriales, y a las mujeres como “sujetas epistémicas” que hacen parte, interactúan y comparten sus conocimientos con los movimientos feministas de Abya Yala: “no tener miedo a crear teorías, conceptos o explicaciones, no dudar en interpretar lo que nos pasa, tampoco tener miedo a proyectar nuestros deseos, nuestros sueños y nuestras utopías” (Paredes, 2010, p. 109).

De esta manera, la experiencia corporalizada y territorializada condujo al surgimiento de los feminismos territoriales indígenas, afros y campesinos en América Latina para la defensa de la vida frente al extractivismo (Ulloa, 2016), y le atribuyó al “territorio-cuerpo” y a readaptaciones como la de “cuerpo-territorio” la primera vivencia y la afectación directa de la explotación capitalista, como la que se expresa con los asesinatos de defensoras y defensores de la tierra, que persistieron e incluso se incrementaron durante la pandemia por COVID-19 (Global Witness, 2021).7 La persecución, criminalización y asesinato de mujeres que se han negado y resistido el avance de los proyectos extractivistas mineros, petroleros, de la agroindustria o forestales, principalmente, son fuertemente impugnados desde el movimiento feminista antiextractivista. La pérdida de mujeres indígenas como Bety Cariño, Berta Cáceres, Cristina Lincopan y Macarena Valdés, entre muchas otras, pertenecientes a los pueblos mixteco, lenca y mapuche, las ha reafirmado como referencias o lideresas en continuidad con sus luchas en vida, y sus muertes se han convertido lastimosamente en aliento para la organización comunitaria y la defensa del ambiente por parte de mujeres en distintos territorios de Abya Yala (Echart y Villareal, 2019).

A pesar de las diferencias entre conflictos socioambientales y contextos de lucha, la violencia es el factor común: la que se ejerce directa o indirectamente sobre los cuerpos de quienes resisten, ya sea por los efectos de la contaminación ambiental -que provoca múltiples enfermedades- o por la violencia física que despliegan fuerzas armadas estatales y grupos paramilitares o privados en complicidad con las empresas extractivas. Como señala Jules Falquet (2017), los territorios que defienden distintas/es actoras/es, cuya acción ha intentado acallarse mediante múltiples atropellos tienen en común los procesos de despojo y sufrimiento históricos que se actualizan con el extractivismo neoliberal:

Las violencias relacionadas al extractivismo a menudo ocurren en los mismos lugares de las masacres anteriores, incluso afectando a veces a lxs sobrevivientes directxs del genocidio [...] Y volvemos a encontrar también el uso de las violencias sexuales contra las mujeres, que participan activamente de todas las luchas y son objeto de numerosas violencias (Falquet, 2017, p. 135).

Esto demuestra el entramado de las distintas dimensiones de la afectación que el feminismo comunitario, principalmente, y las mujeres organizadas desde los territorios han definido con la idea-fuerza de “territorio-cuerpo” y su giro a “cuerpo-territorio”, como se comprenderá mejor en el próximo apartado. Cabe decir, respecto de las habitualmente interpeladas como “mujeres originarias” que, por ejemplo, en Argentina, su participación en la larga trayectoria del movimiento amplio de mujeres ha demostrado que las luchas son conjuntas, aunque no necesariamente se autoidentifiquen como feministas (Sciortino, 2015). Es la violencia machista, neocolonial y estructural perpetrada sobre los cuerpos de las mujeres la que las reúne en un mismo frente y la que las habilita, desde diferentes realidades, problemáticas y geografías, a tender lazos de solidaridad y potencia feminista.

Es así, para finalizar, como el discurso del cuerpo-territorio se constituye en una “cosmopolítica” que articula la urbanidad y el mestizaje de los movimientos feministas con la ruralidad y etnicidad de mujeres organizadas en el movimiento antiminero, como analiza Johanna Leinius (2020) en Perú. Retomaré esta cuestión en lo que sigue, ya que resulta central para analizar la configuración de un movimiento de mujeres antiextractivista diverso en su composición y localizaciones, poniendo el foco en los feminismos urbanos que recuperan, resignifican y reposicionan tanto la categoría de cuerpo-territorio como el rechazo al extractivismo desde diversas demandas, así como variadas adscripciones feministas, étnicas-raciales y de clase.

Antiextractivismo desde las ciudades: un continuum de luchas y resignificaciones

El movimiento feminista en América Latina se caracteriza, actualmente, por su masividad y radicalidad, lo que le ha dado gran visibilidad, así como alcance en las diversas demandas a los estados y a la sociedad en general. Como sostiene Verónica Gago (2019), se ha convertido en un sujeto político con fuerza enunciativa contra una serie de problemas que implican y afectan a mujeres y disidencias sexogenéricas, tales como la violencia machista, los feminicidios, el desempleo, la explotación laboral, la falta de derechos (no) reproductivos, entre otras. Además, el movimiento de mujeres ha recuperado y consolidado acciones feministas en fechas específicas, como el paro nacional de mujeres del 8M, el 25N, o el 3J por “Ni Una Menos”, los cuales han convertido a las distintas ciudades del continente en verdaderas “mareas verdes” en lo que respecta particularmente a la movilización por el derecho al aborto. La presencia multitudinaria en las metrópolis, tanto para exigir su legalización y despenalización como para colocar en la agenda estatal distintas denuncias, como la que nos compete en esta reflexión, al extractivismo, ha demostrado la traducción, influencia y adaptación de luchas originadas en los territorios, habitualmente rurales, por “la versatilidad del movimiento feminista para territorializar conceptos en prácticas diversas” (Gago, 2019, p. 111). De ahí que la demanda antiextractivista desde las grandes urbes permita “ampliar la noción de extractivismo más allá de las materias primas y más allá de los territorios campesinos e indígenas hacia territorios urbanos y suburbanos” (Gago, 2019, p. 106).

Aquí, además de expresarse un desplazamiento socioespacial del extractivismo (por ejemplo, del campo a la ciudad, de lo rural a lo urbano), sucede que se habilita una ampliación a otros ámbitos, no estrictamente vinculados con la extracción de recursos naturales/bienes de la naturaleza, sino que también apunta a denunciar el extractivismo de los bienes comunes urbanos (Federici, 2020). En este marco, en las ciudades, aunque no estrictamente desde sus centros, sino desde las periferias, la larga historia de las mujeres en la organización de base ha consolidado un feminismo popular, cuyas actoras y militancias ponen en cuestión la percepción imaginaria de que en la ciudad predomina un feminismo hegemónico y blanco.

Por el contrario, una alta presencia de mujeres ha hecho del barrio y de la calle sus territorios, y la feminización de la pobreza ha encontrado respuesta en la feminización de las resistencias (Korol, 2016), mediante acciones directas en el espacio público, la creación de escuelas o centros de formación, la promoción de la economía solidaria, de la soberanía alimentaria y de las ollas populares, y en la ocupación y recuperación de tierras para vivir, entre otras. El feminismo popular desde las ciudades también ha puesto, al igual que el feminismo comunitario, el cuidado en el centro, revalorizando y politizando el trabajo reproductivo y cooperativo:

En tanto visibiliza cuán arraigadas son las relaciones que generan común en nuestra vida afectiva, cuán esenciales son para nuestra supervivencia y la valorización de nuestra vida, al tiempo que nos da fuerza y coraje ante el ataque más violento y brutal que ha lanzado el capitalismo (Federici, 2020, p. 219).

Asimismo, discursos feministas cada vez más resonantes, como el de “vivir bien” o el de poner la vida en el centro, también están en conexión -¿o influencia?- con las cosmovisiones u ontologías de los pueblos originarios basadas en entendimientos y modos de habitar en/con la naturaleza. Es decir, las mujeres que viven en la ciudad también reivindican la importancia del sostenimiento de la vida, de la reproducción y del cuidado, y proponen formas de organización cooperativas y autónomas para garantizar y exigir derechos básicos (Parra y López, 2020). Y esto ocurre en sintonía con el entendimiento de que el cuerpo es el primer territorio, consigna compartida con -si no es que aprehendida de- los feminismos comunitarios, así como influida por un ecofeminismo que enfatiza la economía familiar, la relevancia del trabajo femenino o feminizado y su dimensión ecológica en crisis (Agarwal, 1992).

De esta manera, las resistencias de las mujeres indígenas, afrodescendientes y campesinas, desde otros territorios, encuentran eco en las luchas de las mujeres en los márgenes urbanos, y que las alianzas o convergencias, tanto prácticas como simbólicas, son efecto del reconocimiento de que las últimas “guardan la memoria de nuestras ancestras indígenas, negras, mestizas, migrantes, desarraigados de territorios brutalmente colonizados” (Korol, 2016, p. 17).

Este señalamiento de Claudia Korol posibilita considerar, a partir de la propuesta de Verónica Gago sobre una noción de extractivismo ampliado, que se trata de un efecto del extractivismo originario o primero, el cual ha despojado territorialmente a determinadas poblaciones (campesinas, indígenas) y, en consecuencia, las ha desplazado a las ciudades mediante procesos más o menos forzosos y de proletarización propios del avance del capitalismo. No obstante, pese a esta habitual tendencia de las migraciones internas en distintos países de Latinoamérica, la consigna feminista de “cuerpo-territorio”, de fuerte resonancia urbana, parece interpelar sobre todo a grupos -de mujeres principalmente- situados en espacios rurales y pertenecientes a pueblos originarios, y se pierde de vista que las poblaciones que habitan las ciudades también tienen trayectorias marcadas por esos procesos o son efecto de estos. En esta dirección, respecto de lo que pone en duda la suposición de que el extractivismo y sus consecuencias solo ocurren en territorios rurales, “no es posible observar el proceso de despojo vinculado a los megaproyectos extractivos sin ver el anverso de los espacios urbanos cada vez más poblados [y con] población urbana empobrecida procedente del campo” (García Torres et al., 2020, p. 31).

Esta consideración cada vez más presente en el movimiento de mujeres, con un fuerte activismo en las ciudades, y sobre todo desde las periferias, hace que se reconozcan y rechacen las injusticias que provoca el extractivismo tanto en su lugar de origen como en su destino. Y, al mismo tiempo, esa conciencia, originalmente expresada en el apoyo a la defensa de los territorios -“del interior”, alejados, desconocidos- también ha promovido cada vez mayor atención. Es decir, se han identificado y denunciado las “propias” problemáticas naturaleza-sociedad en la ciudad y sus implicancias en la propia realidad urbana a través de propuestas como la de la economía popular y la soberanía alimentaria, por ejemplo, guiada por preceptos del ecofeminismo (Korol, 2016).

Por último, la noción de “cuerpo-territorio” cada vez resuena con más fuerza en el movimiento de mujeres en las metrópolis, sobre todo durante la última década, aunque predominantemente en consignas por el aborto legal, seguro y gratuito. Sin embargo, a pesar de que la expresión se encuentre en sintonía y empatía con la de “territorio-cuerpo” alineada con la crítica al extractivismo de los recursos naturales, con la demanda por la despenalización del aborto se enfatiza la capacidad de decisión sobre el propio cuerpo en términos de sexualidad y gestación y, en efecto, se coloca en primer lugar la agencia del cuerpo y su defensa. Como observa Leinius, esta confluencia de distintos usos del concepto ha dado lugar a equivalencias estratégicas y, además, “las preocupaciones feministas por la autonomía corporal y los derechos sexuales y reproductivos [también] se han trasladado al mundo de vida de mujeres indígenas y campesinas” (Leinius, 2020, p. 12).

Sin perder de vista que este análisis corre el riesgo de presuponer que ciertas luchas son propias o innatas de ciertas mujeres y que son algunas -habitualmente las feministas urbanas, profesionales y de clase media- las que les “enseñan” a otras -indígenas, afrodescendientes o campesinas- cuáles son sus derechos (Mohanty, 1984), así como sugiere que solo las segundas priorizan la defensa territorial o de la naturaleza, los múltiples escenarios de encuentro que las mujeres y disidencias vienen promoviendo a lo largo y ancho de América Latina las han puesto en interacción y fortalecido sus luchas. Una diversidad de experiencias de clase, sexualidad, edad, raza y etnia, entre otras, ha hallado conciliación ante el extractivismo al comprender que la avanzada neoliberal está mediada por la “repatriarcalización de los territorios” (García Torres et al., 2020).

La lucha feminizada y feminista contra el extractivismo -que se originó sobre todo en territorios rurales y ha sido visibilizada por las mujeres, aunque en entornos comunitarios compartidos con hombres y en una íntima vinculación con la defensa de la naturaleza- se ha desplazado a la ciudad y ha referenciado y acompañado esas resistencias, aunque articulándolas con los problemas propios de la urbanidad. Todo esto permite entender que los procesos extractivos y las resistencias están conectados y forman parte de un continuum, porque uno de los efectos del despojo del territorial rural es la migración a los centros urbanos y la proletarización y precarización de las poblaciones en las ciudades, aunque cada localidad tenga aspectos singulares. Pese a las variaciones contextuales de cada región y país, son los feminismos populares, interconectados y mutuamente influidos, los que enuncian múltiples demandas articuladas para producir un movimiento de mujeres antiextractivista y colocar en el centro la consigna “cuerpo-territorio” que reclama desde el acceso a la tierra y a la vivienda digna hasta los derechos sexuales y (no)reproductivos.

Prácticas y saberes multisituados ¿en convergencia o en tensión?

El objetivo transversal de este artículo ha sido indagar en la configuración de un movimiento social de mujeres contra el extractivismo en Latinoamérica considerado en interacción con diversas prácticas y saberes situados y corrientes de pensamiento-acción. Desarrollé las que identifico como influencias y manifestaciones fundamentales de este fenómeno para comprender las convergencias del presente. Esta es una lectura posible entre muchas otras, ante un escenario complejo y diverso que, además, se particulariza en cada contexto no solo regional, sino también en lo que refiere a la distinción rural-urbano, que también debe ser puesta en tensión, en tanto las afectaciones, espacialidades y luchas están conectadas y crean un continuum.

La conceptualización de un movimiento social no solo en sus formas de acción y demandas específicas, sino también en tanto creador de conocimiento, es crucial para reconocer su incidencia en la producción y transformaciones disciplinarias, y en lo que compete en particular a la ecología y los feminismos, en torno a la problemática socioambiental. Su peso también se expresa en la interlocución con el estado en torno al reclamo y resolución de conflictos; esa relación está intervenida, al mismo tiempo, por distintos niveles gubernamentales, desde los supranacionales y multilaterales hasta los regionales y locales. Aunque este punto no fue desarrollado aquí, reviste una dimensión importante a analizar en tanto los estados resultan actores fundamentales para dirimir la conflictividad socioambiental y también, según el carácter de sus agendas entrelazadas de género y ambiente, para potenciar u obstruir el movimiento antiextractivista de mujeres.

La movilización de distintos grupos sociales por la defensa de la naturaleza ante la avanzada extractivista de signo neoliberal está acompañada por una reflexión académica multidisciplinaria adscrita al giro decolonial y comprometida con la investigación-acción. La visibilización de las resistencias territorializadas, particularmente a cargo de mujeres, se articula en torno a la conceptualización de “territorio-cuerpo” de los feminismos comunitarios para la defensa de los territorios, así como de las experiencias corporales y subjetivas que vehiculan fuertemente el rechazo a las violencias de las que muchas mujeres, interpeladas por el movimiento como líderes, resultaron víctimas. Así, los efectos de la avanzada extractivista contra defensores y defensoras, mediante el hostigamiento, la criminalización y la muerte, se conectan con las violencias que se impugnan en y desde los contextos urbanos y que imposibilitan el sostenimiento de la vida o del vivir bien, como plantean los feminismos populares.

El movimiento social de mujeres en contra del extractivismo surge, se visibiliza y se sostiene por múltiples confluencias no solo de consignas que migran, se intercambian o resignifican, sino porque lo que converge en su expresión de resistencia logra trascender las divisiones local-global y rural-urbano, y moviliza pública, subjetiva y colectivamente distintas demandas. Los discursos y acciones feministas de mujeres se muestran ensamblados y conectados por las resistencias antiextractivistas de la naturaleza y del territorio, pero también de los cuerpos y de la reproducción de la vida en cualquier localidad.

No obstante, reconocer los alcances del amplio movimiento de mujeres y su potencial para unir los feminismos y los distintos frentes de lucha, así como su influencia para visibilizar masivamente la denuncia a los extractivismos, no debe impedir el análisis crítico y las distinciones a que está obligada la reflexión académica. En esa dirección, queda pendiente considerar los efectos que tienen los intercambios, apropiaciones y convergencias en los usos de consignas y de la interpelación de las diferencias -genéricas, espaciales, étnicas, raciales y de clase- más allá del fortalecimiento de las resistencias, en este caso, contra el extractivismo.

En otras palabras, no se puede desatender los modos en que ciertas movilizaciones por la defensa de la vida humana y no humana, así como algunas interpretaciones teóricas, esencializan y fijan determinadas diferencias, naturalizan la feminización del cuidado de la naturaleza, descontextualizan las dimensiones estructurales de los conflictos así como los múltiples procesos que los producen, y vehiculan usos políticos mediante determinados discursos, tanto desde el poder como por parte de quienes lo disputan. De ahí la necesidad de hacer investigación etnográfica o de carácter empírico. Las convergencias para un movimiento de mujeres anti-extractivista en Latinoamérica nos desafían a encarar todas estas tensiones.

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1 Este artículo se produce en el marco del Proyecto Unidades Ejecutoras (IPEHCS/CONICET/ UNCO) titulado “La (re)producción de las desigualdades en la Patagonia Norte. Un abordaje multidimensional” (22920180100046CO).

2Abya Yala se refiere, en lengua kuna, al territorio de América Latina. La designación es cada vez más usada desde los movimientos sociales para referirse al continente, en contraste con la denominación colonial de América Latina o Latinoamérica que utilizo en este texto como genérico.

3Todas las traducciones son de la autora.

4La conceptualización del consenso de las commodities “apunta a subrayar el ingreso a un nuevo orden económico y político, sostenido por el boom de los precios internacionales de las materias primas y los bienes de consumo, demandados cada vez más por los países centrales y las potencias emergentes” (Svampa, 2012, p. 16).

5Elaboraciones teóricas como las de Vandana Shiva, Maria Mies y Carolyne Merchant, entre otras, han abonado a la reflexión sobre la conexión entre mujeres, ambiente y colonialidad, desmantelando la visión occidental, androcéntrica e instrumentalista de la naturaleza y colocando en el centro la dimensión cotidiana de los impactos ambientales en las tareas de cuidado feminizadas, como la provisión de agua y el manejo de los alimentos. Hay que decir que esta corriente del ecofeminismo ha tenido una gran difusión, así como traducción, desde su lugar de producción teórica académica en el Norte Global hacia Latinoamérica, pero aquí también estaban emergiendo ecofeminismos locales menos resonados y con otras influencias, como la de la Teología de la Liberación (Arriagada y Zambra, 2019).

6Por ejemplo, la primera Cumbre de la Tierra, y la Conferencia de Naciones Unidas sobre Desarrollo y Medio Ambiente en Río de Janeiro, Brasil, en 1992. Estos encuentros inaugurarán alianzas mediante la cooperación entre estados, organizaciones no gubernamentales y movimientos sociales. Los países miembros ratificarán e incorporarán legislación relativa a los principios definidos.

7Véase también el Informe Global Witness (2016) <https://www.globalwitness.org/en/reports/terreno-peligroso/>.

Recibido: 19 de Abril de 2021; Aprobado: 30 de Diciembre de 2021; Publicado: Abril de 2022

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