Introducción
I
En agosto de 1855 las armas liberales triunfaron y con ello no sólo lograron dar fin a la dictadura santannista, también establecieron las condiciones para que llegara al poder una nueva generación de políticos -algunos de ellos herederos del Partido del Progreso- que asumió como propia la misión de transformar al país con la aplicación de un programa que fomentaba el respeto a los derechos de los individuos, la instrucción del pueblo, la supresión de los privilegios eclesiásticos y militares, la separación entre los poderes político-religiosos y, en consecuencia, la creación de un estado laico.
Este liberalismo, el mismo que pelearía contra los conservadores en la Guerra de los Tres Años, se caracterizó también por su concepción de las leyes e instituciones como instrumentos para procurar “el progreso”.1 Al respecto, Jesús Reyes Heroles afirmó que las posturas en este grupo iban “desde el fetichismo de la ley y la institución, asignando a éstas facultades milagrosas, hasta los que siguiendo un idealismo práctico creen que, dentro de ciertos límites, el derecho público ejerce una acción transformadora de la realidad”.2
Gracias a lo anterior podemos reconocer la importancia que revistió para los liberales la promulgación de las leyes que a continuación enlistamos:
Ley de Administración de Justicia o Ley Juárez (23 de noviembre de 1855), anulaba los fueros eclesiásticos y militares.
Ley de Desamortización de Bienes de la Iglesia y de Corporaciones o Ley Lerdo (25 de junio de 1856), cuya finalidad era vender las propiedades en manos muertas de las corporaciones civiles y eclesiásticas para poner en circulación las riquezas, al tiempo que debilitaba el poder económico de la Iglesia.
Ley de Obvenciones Parroquiales o Ley Iglesias (11 de abril de 1857), regulaba el cobro de derechos parroquiales al prohibir que se exigiera su pago a quienes no ganaran más de lo indispensable para vivir.
A estos documentos, que marcaron el inicio del proceso de las transformaciones liberales en México, debemos añadir la Constitución de 1857. A pesar de que el Congreso Constituyente contaba con mayoría liberal, uno de los artículos que más polémicas generó fue el que versaba sobre la religión. En un primer borrador, el artículo 15 establecía que “no se expedirá en la República ninguna ley, ni orden de autoridad que prohíba o impida el ejercicio de ningún culto religioso, pero habiendo sido la religión exclusiva del pueblo mexicano la católica, apostólica romana, el Congreso de la Unión cuidará, por medio de leyes justas y prudentes, de protegerla en cuanto no se perjudiquen los intereses del pueblo”.3 Sin embargo, este artículo fue desechado por la falta de consenso entre los liberales puros y los moderados, de tal manera que el documento sólo incluyó una referencia en la materia, comprendida en el artículo 123, el cual señalaba que “corresponde exclusivamente a los poderes federales ejercer, en materias de culto religioso y disciplina externa, la intervención que designen las leyes”.4
Queda claro que en el proyecto modernizador liberal la religión era un aspecto importante. La Iglesia, así como quienes se adherían a sus pronunciamientos en materia económica, política y social, eran considerados una herencia del pasado virreinal,5 un obstáculo que debía superarse si se deseaba alcanzar el progreso. Esta postura, apoyada en los documentos mencionados, generó el malestar del clero y de los conservadores, que veían cómo al ser violentados los derechos de la Iglesia, no sólo se atentaba contra los principios fundacionales del país, sino también contra su naturaleza y funcionamiento. Dicho disgusto fue manifestado esencialmente en los periódicos.
La prensa se transformó en una de las trincheras más importantes para la Iglesia, los conservadores y creyentes mexicanos. Destaca el hecho de que el Episcopado mexicano de mediados de los años 50 del siglo XIX no fuera propietario de un periódico y se apoyara en las publicaciones editadas por laicos y sacerdotes que, al menos en apariencia, lo hacían a título personal. A pesar de lo anterior, la prensa católica destacó por el uso de una retórica directa, fuerte y radical -a veces incendiaria- en la cual la religión era exaltada, mientras que las ideas liberales eran cuestionadas, e incluso ridiculizadas.
En vista de lo anterior, resulta interesante analizar la alternativa política conservadora que brotó como reacción al proyecto modernizador liberal. Para tal fin, debemos señalar que no consideramos a los conservadores como un conjunto “hermético, agazapado sobre sus sueños de gloria virreinal, ciego a toda propuesta novedosa”;6 tampoco podemos hablar de la existencia de un grupo conservador en sentido estricto.7 Brian Connaughton señala que el conservadurismo era difuso y permeable a las realidades propias de cada región.8 Por ello asumimos que es más conveniente referirse a la existencia de distintas posturas conservadoras (radicales, moderadas, republicanas y monárquicas) que deseaban alcanzar el mismo fin, pero a través de caminos diferentes. Marta Eugenia Ugarte va más lejos al cuestionarse: “¿cómo distinguir la línea divisoria, si cada individuo tiene una combinación abigarrada de valores tradicionales y modernos que suelen transmutarse en su contrario de acuerdo con las circunstancias de la vida cotidiana?”.9
Dadas las precisiones anteriores, centraremos nuestro análisis en una serie de entregas que, bajo el título “De la ciencia política”, el literato y pensador conservador10 José Joaquín Pesado (1801-1861) publicó en La Cruz. Periódico Exclusivamente Religioso, Establecido Exprofeso para Difundir las Doctrinas Ortodoxas y Vindicarlas de los Errores Dominantes entre el 18 de enero -un mes después del inicio de la Guerra de los Tres Años- y el 29 de marzo de 1858. A diferencia de los escritos que publicó en este semanario, y que dieron vida a su famosa obra Controversia pacífica sobre la nueva constitución mejicana, los aquí referidos no han sido estudiados y brindan la posibilidad de plantear un estudio inicial sobre la idea de lo que debía ser la política nacional para un representante del conservadurismo mexicano a mediados del siglo XIX.
II
Más allá de las diferentes corrientes que coexistieron en el seno del pensamiento conservador en México, en el aspecto teórico hallamos un conjunto de principios y valores comunes, una serie de elementos que fueron la impronta del conservadurismo.
Nacido en el siglo XVIII a la sombra de la Revolución francesa, el conservadurismo se constituyó en la reacción contra el radicalismo filosófico y político de entonces. La tradición establece que su creador fue Edmund Burke,11 político irlandés que en 1790 escribió Reflexiones sobre la revolución francesa, texto en el cual defendía la preeminencia de las tradiciones básicas de la sociedad europea y de los valores cristianos, ideas que refleja en comentarios como el siguiente:
Es cosa bien demostrada, que en esta parte de la Europa nuestras costumbres, nuestra civilización y todas las cosas buenas inseparables de las costumbres y de la civilización, hacía muchos años dependían y eran ciertamente el resultado de dos principios combinados entre sí; quiero decir, el espíritu de nobleza y el de religión. La nobleza por su protección, y el clero por su profesión han perpetuado las ciencias aun en medio de las armas y de las turbaciones, y cuando los gobiernos existían aun informes en sus elementos; y las ciencias, en recompensa, pagaron con usura a la nobleza y al clero lo que les debían, extendiendo y adornando sus espíritus. ¡Dichosos estos, si todos hubieran reconocido siempre su unión indisoluble y su lugar propio! ¡Qué venturoso hubiera sido, si las ciencias no extraviadas por la ambición se hubiesen contentado con instruir, y no hubiesen aspirado a gobernar! Pero lo mismo que sus protectores y sus custodios, serán arrojadas al cieno, y holladas bajo las plantas de una multitud grosera.12
No fue sino hasta el siglo XIX cuando el conservadurismo se consolidó como una corriente de pensamiento y una opción política que destacó por ver con buenos ojos la transformación de la sociedad y por oponerse a los cambios violentos que atentaban contra la tradición, es decir, “admite el cambio pero asegura que éste debe ser gradual, firme y respetar el pasado”.13 Ésta es precisamente su diferencia con la reacción, que negaba cualquier clase de cambio.
En el pensamiento conservador una idea relevante es la legitimación central del dominio público, de tal manera que el hombre sólo existe en tanto se relaciona con el Estado, y éste es considerado un cuerpo supraindividual y autónomo.14 De igual forma, antepone la fe y la divina providencia a la razón, de ahí su preocupación por preservar la religión; asume como necesaria la jerarquización de la sociedad, considera que la política “no es otra cosa que la moral pública o social”15 y que la innovación ha de vincularse con las costumbres y la tradición; reconoce, en contraposición con el pensamiento ilustrado, que el hombre es un ser imperfecto y así hay que aceptarlo; defiende el derecho de cada individuo a poseer propiedad; reconoce que el mejor régimen era el constitucional, en tanto que sus leyes e instituciones son el resultado de la tradición, “porque obliga a los hombres a pensar y transar antes de actuar”;16 por último, aspira a brindar la mayor recompensa que una sociedad podía alcanzar: la felicidad, entendida como aquella que Dios había prometido a los justos tras la muerte.
Estos elementos comunes fueron el punto de partida para el desarrollo de diferentes tipos de conservadurismo, proceso que ha sido analizado en el mundo anglosajón por autores como Raymond English, William R. Harbour, Ronald Lora, George H. Nash y Clinton Rossiter. En su libro La teoría política del conservadurismo norteamericano, Rossiter establece cuatro categorías de conservadurismo: el temperamental, el posesivo, el práctico y el filosófico. El último se define como un conjunto coherente de ideas en torno al cambio, el hombre, la moral, la política y lo social, y quienes lo practican suelen ser personas conscientes y reflexivas, todas ellas características que definen a José Joaquín Pesado y su labor en La Cruz.17
De él sólo existe una biografía, escrita en 1873 por su amigo y colaborador José María Roa Bárcena.18 Si bien nuestro objetivo no es presentar un perfil biográfico completo de Pesado, lo cierto es que hay algunos elementos que consideramos necesario mencionar. Habría que empezar por señalar que el conservadurismo mexicano de mediados del siglo XIX encontró en José Joaquín Pesado a un defensor tan ferviente que Roa Bárcena no dudó en definirlo así:
La figura que voy a trazar no es vulgar ni pequeña. Forma parte de la pléyade en que se distinguen Quintana Roo y Sánchez de Tagle, Ortega y Alamán, Gorostiza y Couto, Carpio y Cuevas; patricios en quienes la política no mató ni resfrió el amor a las letras; sabios que en bien de la sociedad y de la patria pusieron en circulación el tesoro de sus conocimientos aplicándolos a todas las cuestiones importantes de su tiempo.19
Sin embargo, el propio Roa Bárcena debió reconocer que ello no siempre fue así, pues en su juventud José Joaquín Pesado abrazó las ideas liberales -pero sin renegar de sus sentimientos religiosos-, dado que creyó encontrar en ellas un futuro más sereno y esperanzador para el país;20 un “extravío” que el biógrafo justificó de manera conveniente, apelando a la juventud del político y a la época de confusión por la que atravesaba el país. Señaló, además, que fue a finales de la década de los años 30 cuando la fortaleza de sus principios religiosos lo llevó a alejarse del liberalismo y a acercarse al conservadurismo, un cambio que también marcaría su labor como poeta, pues reconoció que “Concebir belleza, bondad y verdadero amor sin religión, es crear figuras sin movimiento, o más bien cadáveres sin alma. El mundo moral sería un árido desierto si el soplo divino no lo vivificase de continuo. Si, la religión es lo único que da dignidad a los mortales, les inspira sólidos consuelos, y dirige a un rumbo seguro sus inciertas esperanzas”.21
En lo que se refiere a los periódicos conservadores, no aspiraban a ser formadores de la opinión pública ni a hacer las veces de guías al poder, por el contrario, consideraban que su función era promover los principios del conservadurismo, es decir, se asumían como una prensa partidista defensora de la idea de que la religión era el único elemento que había mantenido unido al conjunto de la sociedad mexicana.22 Esta manera de concebir la prensa, al igual que a cualquier otro medio de comunicación, ha sido definida por P. Palmgreen y J. D. Rayburn como la teoría de la expectación-valoración, la cual parte de la base de que “el pensamiento teórico sobre las motivaciones personales del uso de los medios reconoce, en general, que éstos ofrecen gratificaciones que esperan los miembros potenciales de una audiencia en función de anteriores experiencias pertinentes”.23 Visto así, el público conservador del siglo XIX podía hallar dicha gratificación en la lectura de periódicos con contenidos afines a los suyos. Se trata pues, de una labor de reforzamiento ideológico.
La prensa católica, en particular, mostraba el parecer de la alta jerarquía religiosa y de los sectores conservadores estrechamente ligados a ella, declaraba su carácter enteramente religioso y se hacía pasar como apolítica,24 pero lo cierto es que a mediados de la década de los años 50 ningún periódico católico realmente lo era, a consecuencia de los ataques recibidos de parte de sus similares liberales, ya que: “indigna la conducta de una gran parte de la prensa periódica de esta capital [Ciudad de México], que haciendo alarde del más completo exclusivismo, niega al partido conservador el derecho de concurrir con sus esfuerzos a la reorganización del país, y le insulta diariamente con los epítetos más repugnantes y ajenos de la tolerancia política, base de la verdadera escuela liberal”.25
En este contexto surgió La Cruz el 1o. de noviembre de 1855. Se trataba de un semanario editado en la Imprenta de Andrade y Escalante. Hasta su cierre, el 29 de julio de 1858, publicó siete tomos, cada uno conformado por 24 números de 32 páginas. Atribuimos su periodicidad a dos factores: las limitaciones económicas de sus editores, quienes la financiaban con sus recursos, y al hecho de que fuera habitual que en sus páginas aparecieran artículos escritos exclusivamente para el periódico con una extensión y profundidad considerables, de ahí que se publicaran sistemáticamente bajo el formato de entregas. Gómez Aguado y Gutiérrez sostienen que su labor era esencialmente combativa,26 afirmación a la cual habría que añadir que tenía un carácter formativo en materias de dogma y disciplina religiosa y que, como más adelante lo demostraremos, poseía una fuerte carga propositiva al trascender la recurrente crítica al liberalismo para plantear un proyecto político-social basado en los principios conservadores de José Joaquín Pesado.
Sabemos que monseñor Clemente de Jesús Munguía, obispo de Michoacán, inició la publicación en la fecha señalada y que Pesado -entonces alejado de la vida política- participaba con pequeñas colaboraciones literarias; sin embargo, fue a partir del inicio del segundo tomo, el 20 de marzo de 1856, cuando se convirtió en el editor y pilar del semanario al publicar sus reflexiones en “Controversias”, sección que comprendía las primeras páginas de cada ejemplar. Roa explicó que el motivo de tan peculiar cambio se debió a dos cuestiones. La primera era que, dadas las demandas propias del Episcopado, Munguía debió cesar su participación en la publicación;27 en tanto que la segunda era atribuible a la buena disposición de Pesado, quien “no vaciló en tomar la pluma en defensa de la verdad y en servicio de la Iglesia y de la patria, llevando acaso de espuela el recuerdo de la época distante en que, como periodista, y funcionario público, su fogosidad e inexperiencia pagaron tributo a las ideas y tendencias ahora en boga y queriendo dar más solemne testimonio de la rectificación de las suyas”.28 Fue de este modo como Pesado no sólo quedó a la cabeza del periódico conservador más importante de su tiempo -que, en cierto modo, daba continuidad a los trabajos realizados por La Voz de la Religión entre 1848 y 1853-, también tuvo la oportunidad de contar con un medio que daba cauce a sus ideas y a las del grupo conservador, al tiempo que le permitía participar activamente en la pugna política.
Dada la abundancia y profundidad de sus contribuciones, podemos suponer que la labor de Pesado en La Cruz fue de tiempo completo. Publicó lo mismo artículos de política que de religión y filosofía, se adentró en cuestiones teológicas -en las cuales demostró tener un conocimiento abundante- y compartió ocasionalmente con el público algunas piezas literarias, por ejemplo odas y romances.
Como articulista, su aporte más famoso fue la serie de textos que publicó en 1857 bajo el título de “Controversia pacífica sobre la nueva constitución mejicana”, a causa de su posterior compilación y publicación en un libro homónimo; sin embargo, Roa aseguró que uno de sus trabajos más notables fueron las 11 entregas que realizó entre el 18 de febrero y el 22 de abril de 1858 intituladas “Observaciones sobre la verdadera ciencia política”, divididas de la siguiente manera:
De la ciencia política
De la sociedad, su origen y su objeto
Principios sociales
Elementos sociales
De la soberanía
Del gobierno
Formas de gobierno
Las leyes humanas
Obediencia a las leyes
De la insurrección
Del tiranicidio
De la guerra y las revoluciones
De la anarquía
La barbarie
La civilización
Política del orden sobrenatural-Teocracia29
Detrás de estos ensayos breves encontramos el deseo y la vocación del autor por compartir y hacer entender a los lectores una propuesta que partió de la política, pero que no se limitó a ella. Pesado presentó un modelo conservador del gobierno, la política y la sociedad; un proyecto que se gestó desde el ámbito del deber ser, en contraposición con el ser del país, y en el cual la religión católica ocupaba un lugar prominente, por constituir el marco de referencia de la vida pública y privada. Fue, en suma, una propuesta íntima que escribió con una pluma que, siempre gustosa de reflexionar pausadamente, tuvo momentos en los cuales se dejó llevar por la exaltación.
III
Desde el primer número de la serie Pesado dejó en claro que aspiraba a poner de manifiesto los verdaderos principios de la ciencia política en contraposición con los defendidos por los liberales que, a su entender, eran falsos y cuyo origen atribuía a aquellas personas “privadas de un recto juicio o arrastradas del impulso ciego de sus pasiones”.30 En principio, cuestionaba la idea de que en el sistema democrático pudiera convocarse indistintamente al pueblo para que participara en la política y legislación. De igual forma, se manifestaba contra el contractualismo ilustrado por considerarlo antinatural y contrario a la moral, a la rectitud y a la justicia. No obstante, su mayor crítica se centró en el supuesto rechazo del liberalismo a la religión, que para él era una manifestación del repudio a toda clase de orden.31
En contraparte, la verdadera ciencia política tomaba sus principios de la ley natural y de las máximas evangélicas, es decir, de la religión, considerada:
la representación más acabada del orden […]; ella levanta al hombre a un fin superior, que desdeñan los que buscan la suprema felicidad en los goces materiales de la tierra; ella impone preceptos que repugnan las pasiones extraviadas; ella, en fin, modera la acción de los gobiernos con un saludable contrapeso que no sufren los que aspiran a ejercer sin trabas la tiranía, cubriéndola con los pomposos nombres de progreso y libertad.32
Resulta interesante observar que en Pesado la política no sólo se limitaba a la toma de decisiones para alcanzar el bien común. Apoyándose en santo Tomás y Aristóteles, explicaba que era la ciencia práctica más importante porque de ella emanaban las otras y, además, comprendía al conjunto de la sociedad, tanto de manera individual como colectiva.33 Ello puede entenderse si se asume al ser humano como un ente en cuya constitución se conjugan lo natural y lo sobrenatural. En tanto que gracias a lo primero posee razón, o raciocinio -que por sí mismo no le es suficiente-, por lo segundo ésta se ilumina y enriquece con la palabra divina.34 Visto así, y en virtud de que la razón y la revelación son complementarias, no debe extrañar que se considerara que el quehacer político alcanzara la excelencia a través de la religión, tal como lo expresó Pesado: “el orden natural de las sociedades humanas se complementa y perfecciona con el orden sobrenatural”.35
Su punto de partida era la contraposición entre la “ciencia” política liberal y la conservadora. Caracterizaba a la primera como la confrontación entre lo inmanente y lo trascendente, entre lo profano y lo sacro, entre la razón y la revelación; en tanto que en la segunda concedía a estos conceptos un carácter complementario al mismo tiempo que necesario. Detrás de este ejercicio encontramos el deseo del periodista de advertir a los lectores de La Cruz sobre la verdadera lucha que estaba teniendo lugar en México, la cual rebasaba el ámbito de lo meramente político, debido a su carácter trascendental: el enfrentamiento entre el caos del presente y el orden entendido como acto pasado y potencia futura.
Puesto que José Joaquín Pesado concebía la política como un quehacer estrechamente vinculado con la sociedad, al aceptar que su fin era procurar el bien común, bien vale la pena cuestionarnos sobre el concepto que tenía de la sociedad, así como de las explicaciones que escribió en La Cruz en torno a su origen, composición y fines.
Empezaremos por señalar que su visión de la sociedad estaba muy apegada al conservadurismo clásico y era orgánica, pues la definió como “un cuerpo y ha de tener forzosamente partes que lo compongan, intereses que lo liguen, vínculos que lo enlacen y reglas que lo rijan”;36 también reconoció que estaba dividida en dos cuerpos: el civil, conformado por los individuos y la familia, y el político, organizado en clases sociales.37
La sociedad existía como consecuencia de la naturaleza humana y sus necesidades pues, aseguraba, el hombre sólo podía ser tal cuando vivía en comunidad, ayudaba a los demás y estos salían en su auxilio. Señalaba, por el contrario y en una clara alusión al liberalismo, que las ideas igualitaristas e individualistas eran erradas además de nocivas,38 pues separaban a la sociedad, aislaban al ser humano y le restaban valía.
En lo que se refiere al principio contractualista, Pesado fue tajante al rechazarlo y ponerlo al mismo nivel que la barbarie: “Los novadores políticos y religiosos del siglo pasado establecieron, como base inconcusa de su absurdo sistema sobre el hombre y sobre la sociedad, que el estado de barbarie era el único natural a la especie humana y, engalanándolo con soñadas ficciones de candor e inocencia, lo presentaron a los pueblos como un digno modelo que imitar”.39 A ello añadió que tal género de vida, que atribuía más a la decadencia de la sociedad que a su origen, no garantizaba la consecución de la felicidad y, en cambio, atentaba contra la familia, fomentaba la violencia y conducía a la falta de religión, siendo ésta, junto con la moral, su único antídoto, por constituir la base y el origen de la civilización.
Como mencionamos, la razón de ser de la sociedad era permitir que sus miembros alcanzaran el bien común, al cual José Joaquín Pesado definió como la “felicidad”. Ello no deja de ser extraño, al menos en principio, si consideramos que el pensamiento ilustrado había llegado a la misma conclusión el siglo anterior. Para evitar confusiones, Pesado tuvo a bien distinguir, tal como lo hacía el catolicismo desde los tiempos de la Ilustración, entre dos tipos de felicidad: la imperfecta y la perfecta.
La imperfecta tenía un carácter inmanente, pues era la que algunos hombres deseaban alcanzar en la Tierra. Para ello, estaban obligados a poseer los bienes propios del alma, los del cuerpo y los exteriores40 pero, en caso de carecer de uno o dos de ellos, su felicidad sería más defectuosa. En cambio, la perfecta poseía tal condición por ser trascendente, ya que había sido “prometida por Dios a los justos en la otra vida […]. Esta postrera dicha era la que el hombre buscaba al obrar en el orden natural, y era en consecuencia, la que se constituía en el fin último de toda sociedad política. Este fin debía ser necesariamente el mismo que el del hombre”.41
Visto de este modo, la felicidad perfecta, o verdadera, no consistía en el progreso material; por el contrario, se trataba de una visión teleológica, de la existencia de un proyecto de salvación personal y colectivo que requería, como condición necesaria, de regímenes y gobernantes afines a la ley divina.
En los textos de José Joaquín Pesado la ley de Dios era un referente fundamental del orden social y del buen gobierno; sin embargo, no fue la única que reconoció, pues también destacó la ley natural. En esta materia no presentó su habitual juego de dicotomías, ya que reconoció que ambas leyes eran igualmente necesarias para el ser humano y la sociedad. Así, la ley eterna era la esencial por haber sido concebida por Dios y ser la dominante, pues de ella emanaba la totalidad del orden universal; era “la razón divina que todo lo abraza en su conjunto, todo lo llena y todo lo determina”.42
Que el periodista mencionara la razón divina no implicaba que fuera partidario de los principios ilustrados y racionalistas, porque depositaban una fe ciega en la capacidad cognitiva del intelecto humano y sólo defendían la validez de los conocimientos que éste podía obtener; el catolicismo seguía fiel a santo Tomás quien, en su obra De Veritate, afirmó que tanto los conocimientos revelados por Dios como aquellos del orden racional eran válidos, pues permitían al hombre verlo cara a cara:
aunque la luz de la fe divinamente infundida es más poderosa que la luz natural de la razón, sin embargo en nuestro estado presente nosotros participamos sólo de modo imperfecto de ella; de aquí sucede que no engendre en nosotros la visión real de aquellas cosas que nos quiere enseñar; tal visión pertenece sólo a nuestra patria eterna, donde participaremos perfectamente de aquella luz, donde, finalmente, a la luz de Dios nosotros veremos la luz.43
Por lo anterior, José Joaquín Pesado defendió la idea de que la ley natural -producto de la razón humana pero inseparable del alma- era el medio por el cual las sociedades podían “huir del mal y seguir el bien”,44 gracias a una legislación civil y una ciencia política afines a la voluntad divina. Así justificó la imposibilidad de crear leyes o establecer sistemas políticos desligados del ámbito religioso y, con ello, rechazó el proyecto de establecer en México un estado laico.
Las leyes estaban llamadas a coadyuvar al establecimiento del orden a través de la justicia, esa gran base sobre la cual los conservadores afirmaban que se debían construir las sociedades.45 El concepto poco tiene que ver con el igualitarismo democrático liberal y con las visiones tradicionales del conservadurismo, en las que destaca su obsesión por jerarquizar la sociedad. En cierto sentido, podríamos situar a Pesado entre ambas posturas. Por un lado, escribió sobre aquella justicia, la conmutativa, que regulaba las relaciones entre los hombres y en la que se les reconocían derechos y obligaciones iguales;46 pero también reconoció la existencia de una justicia distributiva, encargada de repartir entre los miembros de la sociedad la autoridad, los bienes comunes, los cargos públicos, los honores y los impuestos,47 y que, precisamente por ello, requería de la desigualdad social.
Esta desigualdad era presentada, en primera instancia, como algo natural. De nueva cuenta Pesado explicaba que, así como el cuerpo estaba compuesto por órganos de distinto tamaño y con funciones diversas, la sociedad requería de la diferenciación por condición, oficio y puesto, para alcanzar el bien común.
Los conservadores mexicanos entendían que la sociedad estaba conformada por hombres que habían nacido para gobernar, en tanto que los demás estaban allí para ser gobernados. Los primeros representaban a los “hombres de bien”,48 esos individuos que gracias a sus caudales y preparación debían ocupar los cargos más dignos, “el juez que administra justicia y conserva el orden de la sociedad; el militar que la defiende a costa de su vida y el sacerdote que la santifica, siendo al mismo tiempo el regulador de la moral”.49 Habría que destacar que Pesado no se refirió a ellos en términos de importancia o trascendencia, sino de dignidad, concepto al que ligó de manera inherente con los de abolengo y prestigio personal. La conclusión era simple: sólo “los mejores” debían gobernar pues lo contrario, es decir, la concesión indistinta del poder a todos los miembros de la sociedad, representaba un camino hacia la anarquía y la demagogia.
Que los más virtuosos fueran los depositarios de la soberanía no sólo fue una idea con la que Pesado combatió los postulados democráticos del liberalismo, también fue un precepto fundamental para aclarar, desde su perspectiva conservadora, el tema del derecho a gobernar, más aún en un país y tiempo en los que dicha facultad solía alcanzarse gracias a las asonadas y golpes militares.
La soberanía, el poder supremo, afirmó el periodista, “es de origen divino porque en uno u otro caso está manifestando el designio del Criador [ sic ]”,50 quien a su vez demandaba el uso correcto de la razón, la rectitud de juicio y la justicia. En ese sentido, lejos de considerarlo un premio o un fin en sí, el ejercicio del poder político era visto como una obligación, una responsabilidad con los demás que no estaba planteada en términos absolutos, pues también reconocía a la sociedad el derecho de rebelarse ante las malas administraciones.51 Y es que así como la soberanía era fundamental, también lo era la necesidad de contar con un buen gobierno. Por un lado, éste era la encarnación de todos los principios hasta ahora estudiados pero, por el otro, también representaba uno de los mayores dolores de cabeza que había tenido México desde la consumación de su Independencia,52 de ahí que fuera considerado un asunto fundamental.
Ya lo habíamos dicho: el gobierno era, ante todo, una responsabilidad, pues quienes lo constituían estaban obligados a mantener la unidad social y buscar el bien común. Cuando ello sucedía, entonces imperaba un estado de armonía en el que los ciudadanos podían ocuparse exclusivamente de sus intereses privados, en tanto que la autoridad hacía lo propio con los públicos.53
En sus escritos Pesado dejó entrever que el país estaba lejos de alcanzar ese equilibrio y, si bien reconocía la existencia de lazos que unían a indígenas y “descendientes de europeos”, aclaraba que ello era consecuencia más de la religión católica y no de los esfuerzos realizados por la clase política. El catolicismo no sólo había civilizado al país -afirmaba-, también impuso los principios del amor y la paz en su población, instituyó las condiciones para establecer un gobierno independiente y fomentó el desarrollo de México; asimismo, se convirtió en una presencia que, desde los tiempos virreinales, permeó al conjunto de la sociedad hasta convertirse en un símbolo de identidad, pues “el pueblo mexicano no tiene otra guía, otra compensación, ni otro vínculo que el catolicismo; él dirige sus pasos, arregla sus relaciones, pone en armonía las clases y señala a cada una sus responsabilidades”.54 No podía haber gobierno sin religión, era la conclusión, y con ello rechazaba de nueva cuenta la posibilidad de gobernar a través de una moral y un orden laicos.
Pero, ¿cuál era la mejor forma de gobierno según Pesado? Aquella que los pueblos escogieran, si bien advertía que, la mayoría de las veces, dicha elección era consecuencia más de las circunstancias que de una decisión libre y razonada.55 Defendía la existencia de tres clases de buenos gobiernos: la monarquía, la aristocracia y la república, pero que, en caso de corromperse, se transformaban en despotismo, oligarquía y democracia, respectivamente.
De la monarquía destacó su unidad natural de inteligencia y de acción, es decir, la cualidad de ser el gobierno en el que dependían de uno solo tanto la creación de leyes como la tranquilidad pública y la conservación y defensa de la sociedad. Aunque Pesado era un gran admirador del sistema monárquico, sabía que no era viable en México ni en el resto de Hispanoamérica, porque no contaba con los elementos y medios para establecerse y sostenerse.56
Los gobiernos aristocráticos, formados por los “mejores ciudadanos”, poseían el germen de la larga duración y fomentaban entre sus miembros la búsqueda del bien público como un medio para mantenerse en el poder. Por su naturaleza, solían conservar el orden existente, las tradiciones y costumbres populares, aunque también se mostraban proclives a caer en la tentación de convertirse en el gobierno de unos pocos.57
Sobre la república escribió que era un bien para las sociedades pequeñas y de costumbres sencillas, o una necesidad en aquellas que carecían de otro tipo de elemento de gobierno.58 De todos los regímenes, el republicano era el que menos agrado causaba a Pesado y reconocía, con un tono a caballo entre el realismo y la resignación, que era el único viable para México, por estar en el segundo grupo de naciones.
Que el país tuviera que ser una república por necesidad no implicaba que tuviese que vivir en el desorden que lo había caracterizado desde 1821. A reserva de las distintas formas de gobierno existentes, Pesado señalaba que todas estaban obligadas a establecer un sistema jurídico que no dependiera de la voluntad del gobernante ni del pueblo; que fuera afín a la ley natural y, en consecuencia, a la sobrenatural, y que se acomodara a la condición y moralidad del pueblo,59 todos elementos propios de un marco referencial religioso.
De lo anterior se desprende que una condición necesaria para la creación y funcionamiento del gobierno era la existencia de un marco legal, de leyes que comprendieran todos los sectores de la sociedad y favorecieran la felicidad. Dada la importancia que el tema revestía en la época, más aún a raíz de la promulgación de la Constitución de 1857 y de las polémicas que de ello emanaron, Pesado no escatimó esfuerzos para hacer un análisis profundo sobre lo mismo.
Empezó por explicar que para los católicos la ley “es un ordenamiento conforme a la razón, dictado para el bien común por la autoridad legítima”.60 Estaba en conformidad con la razón porque era el origen de la acción humana y, en consecuencia, lo era también de todos los principios que la normaban; además, su objetivo era el bien común porque garantizaba la paz social a través del respeto de los derechos de los individuos y de las clases sociales, así como del castigo a los delitos.
No obstante lo anterior, Pesado reconocía que las leyes creadas por los seres humanos no estaban exentas de errores, como consecuencia de la condición que guardaba el ser humano tras haber caído en el pecado,61 y castigaban delitos pero no pecados, siendo los últimos mucho más nocivos para la sociedad. El periodista asumió que tal fallo -con el que la legislación liberal estaba obligada a vivir pero incapacitada de solventar- no debía ser motivo de preocupación gracias a la existencia de la ley eterna, la cual:
abraza la universalidad de los seres y que su objeto es la glorificación de Dios y la felicidad de sus hechuras; de esta ley suprema y verdaderamente soberana nace para el hombre la ley natural, que lo conduce a su legítimo fin. Sobre ella, como sobre base natural, se han de levantar las leyes humanas; ellas, en último análisis, son las consecuencias necesarias de un principio altísimo y las aplicaciones de una regla universal.62
El asunto era complejo, pues se trataba de comprender el carácter complementario que existía entre las leyes humanas y la eterna. Aunque ambas llamaban a obrar en la búsqueda del bien y en la evasión del mal, las primeras, imperfectas al fin, tenían un campo de acción limitado a lo racional, a convencer; en tanto que la segunda, divina y absoluta, iba mucho más allá, pues inspiraba el deseo de impulsar a los hombres para que siguieran el camino recto. De nueva cuenta se mostraba cómo en el catolicismo la fe y la razón no se oponían, por el contrario, interactuaban en beneficio del ser humano.
Que ambas leyes fueran complementarias no significaba que se les debiera atribuir la misma importancia. Gracias a su carácter inmutable y universal, la divina era considerada un ideal regulativo que debía servir de ejemplo a las terrenas, pese a su carácter defectuoso y mutable, para que aspiraran a ser las mejores.
Pero, ¿qué requisitos debía poseer una ley para ser la mejor? Siguiendo a Pesado podríamos afirmar que, en principio, debía favorecer la obtención del bien común; sin embargo, esta meta posee un carácter dinámico, una historicidad que siempre irá de acuerdo con el progreso de la ciencia, con el devenir económico, político, religioso y social, con el ejercicio de la libertad humana…, es decir, con un sin fin de variables. Es por ello que Pesado aseguraba que las mejores leyes eran, además, aquellas que -sin ir en contra de la ley eterna, de la conciencia de los individuos y de la moral de los pueblos- se modificaban en función de las circunstancias y necesidades de su momento, para garantizar su buena aplicación y funcionamiento.63
Un término clave aquí es, sin lugar a dudas, el de conciencia,64 debido a todo lo que representó a partir de la promulgación de la nueva constitución mexicana el 5 de febrero de 1857. Por tratarse de un documento que afectaba los intereses de la Iglesia, Jean Meyer afirma que el poder civil impuso “la exigencia del juramento constitucional por parte de los funcionarios y de los sacerdotes”,65 generando con ello protestas, principalmente de la jerarquía católica, como la de Clemente de Jesús Munguía, quien en 1857 escribió: “A la vista de tantos derechos, o desconocidos, o lastimados, o completamente destruidos, ningún católico puede ya ignorar cual fuese el verdadero carácter de la nueva Constitución, ni dejar de comprender claramente que la obligase a guardarla y de hacerla guardar sería un empeño deplorado altamente por la moral”.66
No cabe duda de que Pesado tenía presente este conflicto cuando en marzo de 1858 afirmó que, ante las conciencias de los católicos, las leyes perdían el carácter de tales si atentaban contra la voluntad divina y, en consecuencia, su cumplimiento no era obligatorio. Aunque también reconocía que resultaba más fácil escribir la reflexión que ponerla en práctica y tal vez por ello se mostró cauteloso con sus lectores respecto a cómo proceder ante las leyes injustas, pues les recomendó que “si mandan algún acto notoriamente injusto el individuo debe, sin demora, oponer a ellas una resistencia pasiva. Si son únicamente contrarias al bien público, por otras razones, puede prestarle obediencia cuidando, sin embargo, de no caer por esto en algún acto que envuelva injusticia”.67 De igual manera, les sugería que en caso de que fuera imposible distinguir en una ley lo lícito de lo ilícito, lo más conveniente era respetarla.
De cualquier forma, la cuestión era delicada y podría parecernos hasta contradictoria, pues si al conservadurismo lo caracterizaba la exaltación del orden como uno de los bienes más preciados que cualquier sociedad podía tener, la justificación de la desobediencia a las leyes atentaba, al menos en apariencia, contra este principio. Es más, Pesado sabía que eso era el origen de la insurrección, entendida como la transición de la resistencia pasiva a la activa68 y como el derecho que tenían los cristianos para oponerse a un régimen civil que atacara las tradiciones y la religión, violara la legalidad y dejara de buscar el bien común para alcanzar el privado.
En realidad no se trataba de una idea nueva, mucho menos revolucionaria, pues la argumentación utilizada por el periodista era, en esencia, un resumen de lo dicho en la Edad Media por Tomás de Aquino. En su libro Del gobierno de los príncipes, el pensador justificaba la insurrección violenta, mientras cumpliera las siguientes características: que se tratara de una tiranía insoportable, que previamente se hubieran agotado todos los medios pacíficos para combatirla, que la rebelión tuviera un carácter mayoritario, que hubiera posibilidades reales de triunfar y que las calamidades generadas por la revuelta fueran menores a las provocadas por la tiranía.69
Visto lo anterior, cabe preguntarnos ¿qué hacer con los tiranos tras el triunfo de la insurrección? y ¿qué castigos se les debería aplicar? Al respecto, Pesado fue muy claro al escribir que “estas cuestiones no pueden resolverse por términos generales, sino que es necesario que los hechos se juzguen por los altos tribunales de la nación, a quienes es dado aplicar la pena conveniente al delito”.70 Una lectura entre líneas nos permitirá encontrar la crítica a lo sucedido en la Revolución francesa, inspirada probablemente en la lectura de Burke, y a la tendencia, atribuida a los liberales, de ajusticiar tiranos sin juicios previos, que era vista por el autor como un acto de sedición y no de insurrección.71
Las dos últimas entregas que publicó José Joaquín Pesado son una apología de los vínculos entre religión y política, a la par que una recapitulación de las ideas centrales del conjunto de su discurso.
De la religión expresó que era el contrapeso de la política. Toda autoridad humana sentía una inclinación irresistible a tener más poder, acumularlo y acabar con la armonía de la sociedad, resultándole además imposible encontrar en sí la armonía, menos aún en “una supuesta división de poderes, ya en el desenfreno de la imprenta, ya en el escarnio y la burla de las personas constituidas en dignidad, ya en la guerra encarnizada que los parlamentos y cuerpos deliberantes o consultivos hacen a los que tienen la desgracia de empuñar, bajo tan fatal influjo, las riendas del Estado”.72 Por el contrario, el verdadero equilibrio social debía buscarse en la religión, porque sólo ella era capaz de templar las pasiones y fomentar la moderación y la justicia, en tanto que sus ministros poseían el llamado de velar por las costumbres y mantener incólumes los principios morales de la sociedad.
Lo anterior no debería sorprendernos pues, para el periodista, la teocracia, comprendida como la unión entre política y religión, y el predominio de la segunda sobre la primera73 era común en todos los gobiernos legítimos, como una condición sine qua non para su existencia. La religión humanizaba el quehacer político, tocaba el corazón de los hombres, recordaba a los fieles sus obligaciones -y los posibles castigos de no cumplir con ellas- y ayudaba al buen gobierno, dado que: “el sacerdocio católico es el verdadero director de la política porque en las cuestiones difíciles, tiene el indisputable privilegio de trazar las líneas que separan lo justo de lo injusto. Por grandes y por importantes que sean las facultades y las operaciones de un gobierno, siempre estarán subordinadas al círculo dilatadísimo en que obra el sacerdocio cristiano”.74
Habría que matizar que con lo anterior no se estaba proponiendo que el gobierno secular se sometiera al eclesiástico de una manera directa; por el contrario, lo que Pesado buscaba, como lo había hecho en sus otras entregas, era recordar que la Iglesia era superior al Estado en alcance, fuerza, importancia y longevidad, de ahí que el poder temporal debiera proteger y venerar sus principios, honrar su culto, hacer valer sus privilegios y no contrariar sus leyes. A manera de conclusión, José Joaquín Pesado lanzó la siguiente sentencia: “quitad del mundo político el influjo religioso y las sociedades caerán en la sima de la indiferencia, del olvido de los deberes morales y de la más estúpida degradación”.75
Conclusiones
En las páginas anteriores estudiamos las ideas compartidas por José Joaquín Pesado con los lectores del periódico La Cruz sobre lo que entendía que era la ciencia política, los aspectos que debía cumplir y las formas mediante las cuales habría de aplicarse en un país que, como México, estaba inmerso en una guerra civil sostenida por conservadores y liberales.
Pesado quiso pelear en esta lucha desde el ámbito de la prensa con una serie de artículos escritos en clave de difusión y no de erudición. Contrario a la costumbre de su tiempo, para sustentar sus afirmaciones pocas veces recurrió a la historia o citó tanto a pensadores como a las Sagradas Escrituras, los Padres de la Iglesia o los santos -a excepción de Tomás de Aquino-. En realidad tampoco lo necesitaba, pues asumió que su labor era la de ser un intermediario entre estas fuentes eruditas y un público conservador que, aunque educado, no tenía una fuerte formación filosófica, jurídica y teológica. Es más, la misma metodología utilizada por él, caracterizada por la constante contraposición entre lo terrenal y lo divino como si lo primero fuera una copia burda de lo segundo, es una herramienta concebida para que sus lectores pudieran entender más, y de mejor manera, lo que les intentaba comunicar.
Lo anterior no implicaba que sus reflexiones fueran ramplonas. Por el contrario, detrás de la sencillez con que las escribió hallamos a un autor que abundaba, que se mostraba interesado por ir más allá del mandato o la orden, para justificar el “deber ser y deber hacer”.
El conservadurismo filosófico de Pesado se ve reflejado en sus convicciones en torno a lo moral, la transformación, el ser humano, lo social y lo público, lo privado y lo religioso. Entre ellas destacamos cuatro: el orden, en tanto condición necesaria para que México pudiera constituirse en una nación; la sociedad, considerada una necesidad natural del hombre, al mismo tiempo que sobrenatural, dado que a través de ella podía alcanzar la salvación; la imposibilidad de la existencia de un Estado y de una legislación separados de un marco referencial religioso, y el reconocimiento de la república como única forma viable de gobierno para México.
En suma, la labor de Pesado en La Cruz destacó por una originalidad que no radicó en los postulados que enarboló, sino en la manera en la cual los defendió y difundió. De ello se desprende, además, la importancia de seguir estudiando a José Joaquín Pesado, la prensa católica y el pensamiento conservador de mediados del siglo XIX, pues fueron voces que participaron en el diálogo, algunas veces, y en la confrontación, otras, en torno a la construcción de una identidad nacional mexicana.