Introducción
Este trabajo comprende tres etapas: un primer momento -compuesto por apartados tales como “Eclipses de la teoría” y “Extensiones de la crítica”- en el cual se traza un determinado estado de la cuestión referida al estatuto de los estudios literarios en el presente; el segundo -con “Las transformaciones del texto” y “Comunidades y sujeto / Usuario y sistema”- identifica algunas de las nuevas configuraciones de los textos a la luz de su encuentro con la cultura digital; y finalmente, un tercer momento -con los apartados titulados “El regreso de la Historia”, “Historicismos del presente” y “Todos los textos, un texto”- que postula la necesidad de una historia de las textualidades, campo de trabajo donde, con el auxilio de las tradiciones de la filología, la teoría, la crítica, la historia literaria y la historia del libro, se restituya de historicidad a la textualidad contemporánea, caracterizada por el flujo de fragmentos, muchos de ellos despojados de las tradiciones y de la cadena de procedencia que los fundamenta.
Eclipses de la teoría
Una serie de diagnósticos acerca de la crisis de la teoría sobrevienen desde hace algunos años. Teóricos de diversas tradiciones de lectura hacen notar las transformaciones que embargan los estudios literarios una vez pasado aquel momento de apogeo de la teoría, cifrado entre los años 60 y 70. Para decirlo con palabras como las de Antoine Compagnon (2005), a la tan comentada crisis de la teoría se debe contestar con más teoría, esto es, emplazando en el territorio de la teoría y de la crítica el rasgo anti-moderno -anti-modernizador- y esencialmente anacrónico que habita en el corazón siempre histórico de lo literario, reflexionando así sobre la literariedad misma, evocando un momento exclusivamente relacionado con la cultura libresca o leyendo obras literarias incluso contemporáneas como si todavía no existieran Internet ni las transformaciones que la era digital ha suscitado en los textos.
Situados en el extremo opuesto de estas posiciones, para corrientes teóricas del cibertexto y la virtualidad, tal como podría llamarse hoy a determinados movimientos de finales de los años 90 del siglo XX y comienzos del XXI -donde pueden situarse autores como Katherine Hayles, Espen Aarseth, Marie-Laure Ryan y Philippe Bootz, entre otros-, se trataría, en cambio, de arrastrar el territorio de la teoría hacia un ámbito de “nuevos objetos de estudio”, siguiendo un periplo ya ensayado, y salvando las distancias, por los Cultural Studies. Para esta perspectiva habría un nuevo momento de los estudios literarios que estaría señalado por el advenimiento de una naturaleza propiamente nueva de las inscripciones y que, con el hipertexto, acelera tradiciones narrativas anteriores (como las del laberinto y la virtualidad) para pergeñar con todas ellas una nueva edad de los escritos: la de los textos en la época de la reproductibilidad digital.
No obstante, el surgimiento desde los años 80 de una literatura digital o cibernética produjo división en los estudios literarios. De acuerdo con Espen Aarseth, por ejemplo, en 1997 la tradición de la teoría literaria ya se presentaba incompleta, aunque no irrelevante. Para él, que define las producciones de la era digital como entidades atravesadas por los entresijos del medio tecnológico y que incluyen también al lector como un usuario y modificador de los textos, el cibertexto no nombraba tanto un determinado tipo de texto, sino una perspectiva: la “de todas las formas de textualidad, un modo de expandir el alcance de los estudios literarios para incluir fenómenos que hoy se perciben como externos a -o marginados por- el ámbito de la literatura”.1 El diagnóstico de Aarseth hacía notar que, aun cuando nuevas formas de la textualidad ya estaban efectivamente emergiendo, también eran las antiguas condiciones de los textos las que hacían posibles esas apariciones.
Para Josefina Ludmer, por su parte, la teoría también se corresponde con un momento muy puntual del siglo XX, circunscrito a los años 60 y 70. Para ella la palabra teoría, pronunciada en el año 2000, parecía nombrar algo arqueológico, algo reducido a un momento muy puntual de esa centuria: “Si buscás en Internet o en bibliotecas títulos de libros en los que aparezca la palabra ‘teoría’ los vas a encontrar concentrados en los años 60 y 70, después deja de existir”.2 ¿De lo que se trata entonces es de pensar un nuevo campo de trabajo que de ninguna manera puede seguir siendo concebido bajo los espectros de la teoría? ¿De qué se trataría exactamente?
Desde múltiples perspectivas -aun cuando se trate de seguir haciendo una teoría intempestiva o anacrónica como la sugerida por Antoine Compagnon, quien arrastra la teoría del siglo XX hacia atrás, utilizando así la de los años 60 y 70 para trabajar con problemas literarios del siglo XIX o de la primera mitad del XX,3 capaz de visualizar el rasgo antimoderno incluso en aquellos movimientos estéticos (snobismo, diletantismo y cosmopolitismo) que hicieron de la modernidad un valor-4 se vislumbra la presencia de una serie de transformaciones que atañen a los textos o, incluso, a la aparición de nuevos tipos de textualidades. ¿Qué hacer entonces? ¿Replegarse en la literariedad, siguiendo convicciones más firmes y gustos ya adquiridos, haciendo una apuesta fuertemente anacrónica por la autonomía de la literatura? ¿O fundar, en cambio, nuevas disciplinas y enfoques, aun cuando éste sea un momento en que la propia noción de “disciplina” también se vea fuertemente cuestionada?
Tal como se deduce de estos interrogantes, habría en la actualidad una disolución de las disciplinas del siglo XIX tal y como fueron evolucionando a lo largo de todo el siglo XX y, a la vez, existirían nuevos comportamientos de las tradiciones textuales en la era digital, que indudablemente constituyen la necesidad de nuevos enfoques dentro de los estudios literarios. Vistas en retrospectiva, las teorías literarias del siglo XX, al tiempo que mostraron su capacidad para anticiparse a la era digital, también evidencian en el presente los límites de las fronteras disciplinares, lo cual abre en los estudios literarios la oportunidad de una nueva mirada que permita abarcar los cambios que se están produciendo en sus antiguos objetos de estudio.
Ante la complejidad de un asunto irreductible a posiciones únicas, apelando a la interdisciplinariedad y a las trans-disciplinariedad-es, en todos los casos diferentes perspectivas críticas son asumidas, desde hace algunas décadas, bajo la forma de nuevas “prácticas cruzadas”. Prácticas que, incluso como en el caso de las humanidades digitales, recogen dentro de sí la propia historia de sus constituciones. Al igual que el latinoamericanismo fue renovador de los enfoques filológicos que habían caracterizado a muchas universidades norteamericanas durante buena parte del siglo XX, y si el postestructuralismo de corte derridiano y barthesiano suplantó en muchos lugares a la crítica impresionista de corte biográfico que muchas universidades anglosajonas arrastraban desde el siglo XIX, aun así, desde hace algunos años la tradición filológica, contra la cual el latinoamericanismo y el teoricismo combatieron, vuelve a ser objeto de una revisión.
En momentos de incertidumbre a veces es bueno regresar a las fuentes y volver sobre los propios pasos. ¿Cómo concebir aquella inquietud filológica que habita en el corazón de la crítica y que caracterizó trabajos tan disímiles como los de Barthes, Nietzsche o Leo Spitzer? ¿Qué nombre asumiría ese conglomerado de prácticas cruzadas pertrechadas de teoría, crítica, filología, ecdótica, historia, ensayos académicos y crítica textual? ¿Cómo se han visto transformados los textos en medio de todos estos avatares disciplinares?
En medio de este conglomerado de enfoques que abarcan a los textos como objeto, se impone un indudable regreso de la filología como campo de trabajo. Ninguno más plural, más actual, más prolífico que aquel que a lo largo de la historia siempre proveyó como punto de partida explícito el enfoque interdisciplinario -lingüístico, histórico, paleográfico, material, literario- hacia su objeto de estudio. Ese mismo carácter interdisciplinario -prístino, ab ovo- es precisamente lo que le da a la filología su fuerza para adaptarse a los nuevos tiempos y plantarse como una de las soluciones para abordar los nuevos corpus de la era digital.
Extensiones de la crítica
A propósito del surgimiento de un nuevo estado de la literatura y de “otra cultura de las artes”5 -dada la emergencia de la denominada “literatura cibernética”, “ergódica”, el “arte digital”, la “ciberpoesía”, la multiplicidad de la mirada, el hipertexto entendido como la organización no secuencial de los textos- son muchos los teóricos que desde hace algunos años visualizan las extensiones de la mirada crítica hacia un nuevo conjunto de fenómenos. Para teóricos de la “ciberliteratura” habría un estado conservador de las ciencias humanas según el cual nada se puede estudiar si no es desde un campo específico, un campo de trabajo reconocido, un territorio disciplinar instituido. Parafraseando a Saussure, para quien en tiempos fundacionales del estructuralismo el punto de vista creaba el objeto, en la era digital podría decirse, en cambio: El tipo de objeto crea el campo.
Nuevos avatares de la textualidad están suscitando la necesidad de constituir un nuevo campo de trabajo pergeñado con las tradiciones de la filología, la historia del libro, la historia literaria, la teoría y la crítica. Más allá de los esfuerzos insumidos en el siglo XX por la constitución de objetos abstractos y virtuales que fueran el resultado de la imaginación teórica, una gran cantidad de las disciplinas que ejecutaron el arsenal teórico de las humanidades y de las ciencias sociales se establecieron desde finales del siglo XIX en torno a la identificación de objetos que, hoy, nos son legados como efectivamente “preexistentes”. Así es como se habría producido una configuración empírica del campo. Literatura, historia, filología, historia del libro, antropología, comunicación, educación, psicoanálisis y lingüística se configuraron alrededor de prácticas y objetos específicos: la obra, el pasado, los textos, el libro, sus autores, la escena, los medios, la escuela, el discurso, el lenguaje, el inconsciente. Aplicado a los estudios literarios, sería difícil no considerar a la crítica y a la teoría literaria, a la filología, a la historia del libro y a la ecdótica como todo un conjunto de prácticas reunidas alrededor de ese objeto a la vez material e imaginario, virtual y concreto que es el texto. Si esto es así, en buena parte, la vacilación disciplinar de la teoría y de la crítica quizá también se deba a la diseminación de su objeto clásico, acontecimiento impulsado por las recientes transformaciones que embargan los textos.
En este contexto de transformación de los textos, la historia material del libro provee una tradición teórica que, mediante las adecuaciones pertinentes, puede resultar de importancia renovadora para el campo de estudio de las mutantes textualidades contemporáneas. Bajo la luz de esta mirada el área de la filología, por ejemplo, recupera parte de su territorio perdido, puesto que, aun antes que el texto dado, ha sido más bien la transformación misma de los textos su gran objeto.6 En ese sentido, resulta curioso que nunca se haya formalizado propiamente una historia crítica de los textos o de las textualidades como “disciplina”, más aún cuando es precisamente esa una historia que ha estado siempre acechando en el corazón de muchas prácticas que, efectivamente, como en el caso de la crítica, haciendo otra cosa también hacían historia. No es difícil ver incluso esta serie de prácticas reunidas alrededor de ese objeto a la vez plural y específico que es el texto, como un progresivo efecto de la invención de la imprenta.
Relacionada con esta doble naturaleza material e inmaterial de los textos, fue precisamente la imprenta la que fundó toda una serie de “prácticas lectoras” nuevas: la del impresor -que surge en el siglo XVI-, la del escritor, la del crítico, la del filólogo, la del editor y la del librero -surgidas entre los siglos XVIII y XIX- y la más moderna de todas ellas, la del teórico de la literatura, que aparece en el siglo XX. Es en esta intersección de prácticas, que evidencian el trance histórico ya demarcado por la materialidad del libro impreso, donde emerge entonces un nuevo repertorio de preguntas sobre los textos. No siendo ya el libro el vehículo hegemónico de los textos y no pudiendo ser ya, por tanto, la historia material del libro el campo de estudio unívoco sobre ellos, nuevos avatares envuelven el estudio de los manuscritos, los testimonios, los archivos y los impresos.
Una de las preguntas centrales de nuestra época podría consistir en interrogarnos por aquello que está sucediendo ahora con los textos. Para decirlo algunas décadas después de Bernard Cerquiglini, quien en 1989 ya había puesto el acento en la variance como un atributo central de la textualidad medieval y, junto con ello, señalado el camino de las tecnologías como un auxilio clave para la restitución de aquella “variance esencial” de los textos: en la era digital, debe decirse, las tradiciones y los textos se están moviendo a una velocidad nueva. Hay una aceleración de los textos y tradiciones, una multiplicidad de los medios y soportes de las inscripciones que están impactando de manera sustantiva en el campo de los archivos y las bibliotecas, la digitalización de los fondos y el diseño de repositorios digitales y sitios web.
En este nuevo estado de cosas que hacen a los soportes y a las “inscripciones” de lo escrito, se produce una mutación formidable en el campo de las textualidades. Pasado aquel momento de apogeo de la teoría literaria de los años 60 y 70 -que en su versión estructuralista redujo el texto a un acontecimiento ahistórico-,7 en la era digital el cibertexto (entendido como máquina de producción de variedades, organizaciones no-lineales de los textos) surge como portador de muchas formas de textualidades precedentes, cifrando en su interior, a su vez, muchas historicidades superpuestas. Entendida así, la textualidad digital comienza a dar motivos para una nueva reflexión teórico-crítica-filológica.
Si bien todos los textos son el resultado histórico de una serie de transformaciones que se libraron en el pasaje de la edad del códice a la edad de la imprenta, aún así, una novedosa serie de mutaciones anuncia el surgimiento de una nueva era postgutenberguiana. De la era manuscrita a la cultura Data Driven -la cultura basada en información-, muchas son las fases en las cuales puede concebirse una nueva historia de la textualidad.
En 1994, en la introducción a Comprender los medios de comunicación. Las extensiones del ser humano, de Marshall McLuhan, Lewis H. Lapham advertía: “Al abandonar el orden visual de lo impreso, y con ello las estructuras afines del pensamiento y del sentimiento (carreteras, imperios, líneas rectas, jerarquía, clasificación [...]), descartamos la idea de ciudadano o de morador de la ciudad y adquirimos la sensibilidad característica de los pueblos nómadas o no alfabetizados”.8
A partir de la distinción entre el paradigma tipográfico -que rigió la modernidad y la edad de la imprenta con sus jerarquías, su linealidad, sus criterios de valoración- y el postipográfico de la era digital -caracterizado por la disolución de la linealidad, la emergencia de la cibercultura y la cultura basada en la información- podemos entrever un nuevo panorama en el universo semiótico que rige el saber en las sociedades informatizadas, caracterizado por la pervivencia de la cultura humanista en medio del advenimiento de la cibercultura, los algoritmos de búsqueda y los datos masivos. En un contexto de inconmensurable circulación de la información, se vuelve ya no sólo apremiante sino ineludible el establecimiento y la investigación del nuevo estatuto que hace a la textualidad contemporánea.
Entre estas transformaciones, y por paradójico que parezca, radicalizando aún más la apología de la antimodernidad ensayada por Compagnon, aparecen sin embargo empresas teóricas que postulan el “retorno de la historia” (Gumbrecht, Romero Tobar, Rubio Tovar et al.) y, con ella, enuncian una vigencia notable -deseable, necesaria a pesar de todos los diagnósticos en su contra- de la teoría literaria, de la filología, de la historia del libro, la literatura. Y como si, a partir de una nueva edad de los textos, la teoría y la crítica, que se habían abierto paso acechando contra el positivismo decimonónico de la filología, ahora volvieran sobre sus propios pasos para hacer una nueva causa común con la vieja diosa -como Rubio Tovar llamara en 2004 a la filología- y para encontrar, en el depósito de preguntas sobre la historia que ella misma condujo, un nuevo horizonte teórico.
Las transformaciones del texto
Visto en retrospectiva, el cibertexto -entendido como esa nueva perspectiva que entrevió Espen Aarseth en 1997- no ha sido exactamente una nueva forma de textualidad. Desde los albores de la tercera década del siglo XXI, las transformaciones de la era digital han sido, en muchos casos, demasiado naturalizadas desde el punto de vista teórico. Tal es así que se produjo una progresiva expansión de la crítica hacia el territorio de la hipertextualidad: la expansión de la crítica y de lo literario hacia fenómenos nuevos e incluso marginales dentro de la tradición moderna de la literatura, que renovó la mirada no ya sólo de los textos, sino también sobre una serie de otros objetos culturales: hipertextos, film footages, apropiacionismo, proyectos de digitalización, poéticas tecnológicas, géneros menores, entre toda una serie de procedimientos y técnicas que “ripean” tradiciones, “samplean” pasado o reescriben obras específicas.
De las expansiones de la crítica ya venían dando cuenta una serie de movimientos disciplinares fundados en décadas precedentes, precisamente como resultado de esa expansión de la mirada hacia otros objetos, enmarcados muchos de ellos en la corriente de los Cultural Studies, tal una cartografía que va desde el Materialismo cultural (Raymond Williams), el Pragmatismo (Richard Rorty), el Nuevo historicismo (Harold Aram Veeser), la Teoría poscolonial (Edward Said), el Multiculturalismo (Itamar Even-Zohar), el Feminismo (Toril Moi), los Estudios de género y la Teoría queer (Teresa de Lauretis, Judith Butler, Camille Paglia et al.).9 Quizá las teorías del hipertexto, muchas de ellas ancladas en el positivismo instrumental y en la propia fascinación “maquínica” de la cual nacieron, debieron lidiar desde sus orígenes con muchas de las críticas que heredaron de los estudios culturales, acusados por los estudios latinoamericanos (afincados en las universidades latinoamericanas) de ser también el efecto colateral de la recepción del estructuralismo y del postestructuralismo en Estados Unidos, o sencilla y llanamente, por ser el emergente teórico de academias anglosajonas tomadas por rasgos de un neoliberalismo posmoderno.
En ese escenario, las teorías del hipertexto elaboradas entre finales del siglo XX y comienzos del XXI, debe decirse, muy poco pudieron hacer para desarrollar un programa de trabajo verdaderamente renovador en el campo de la teoría y de la crítica que, a la luz de los últimos años, sigue manifestando su vitalismo para comprender la dimensión textual de la literatura y sobrellevar la pesada carga de las tradiciones pero que, asimismo, evidencia muchas de las debilidades que le ha deparado la pérdida de su antiguo poder aprobador.
Cuestionada la idea misma del valor literario como criterio crítico, la teoría también fue relevada de su capacidad para impartir criterios estéticos, y ese rol fue paulatinamente asumido por el periodismo cultural o la crítica publicitaria del mercado editorial; incluso, ese papel quedó delegado a la crítica en vivo de los algoritmos de búsquedas en Internet, que también establecen jerarquías, tendencias y criterios automáticos para la lectura, pero en un contexto de entropía y disolución general del campo.
Pasadas las exigencias de una renovación disciplinar, que al parecer sólo terminó replegando a la teoría y crítica literaria sobre su propia tradición -historia de las ideas, historia literaria, historia de la crítica, metacrítica y revalorización de la filología-, se continúan imponiendo sin embargo una serie de transformaciones que atañen a los comportamientos de la textualidad en el presente y que, como tal, todavía interpelan el porvenir de los estudios literarios. Nuevos tipos de textualidad, nuevos objetos de estudio y nuevas maneras de leer continúan golpeando a la puerta de la teoría y de la crítica literaria, al parecer sin encontrar a nadie del otro lado, y promueven una serie de transformaciones de grado que la crítica, en muchos casos, todavía vislumbra de reojo, como una definitiva amenaza a su estatuto disciplinar.
Si los textos literarios que le dieron fundamento continúan vigorizando su lugar de posición en el canon occidental: ¿por qué habría de abandonar la crítica a los textos literarios y la literatura como sus objetos históricos por excelencia? ¿En nombre de qué artefacto digital con obsolescencia programada, abandonar ese enorme acervo bibliográfico que provee la tradición crítica de la literatura? Una de las claves de los “nuevos objetos” pudiera estar dada en el hecho de que la era digital, a su manera, hace una apología de los “géneros menores”. Precisamente leemos en Kafka. Por una literatura menor, de Gilles Deleuze y Félix Guattari (1978):
¿Cómo entrar en la obra de Kafka? Es un rizoma, una madriguera. El castillo tiene “múltiples entradas”, de las que no se conoce las leyes de uso y de distribución. El hotel de América tiene innumerables puertas, principales y auxiliares, en cada una de las cuales vigilan otros tantos conserjes, e incluso tiene entradas y salidas sin puertas. Parece, sin embargo, que la madriguera, en el cuento “La construcción”, sólo tiene una entrada: a lo sumo el animal sueña con la posibilidad de una segunda entrada que no tendría sino una función de vigilancia. Pero es una trampa, del animal y del mismo Kafka: toda la descripción de la madriguera está hecha para engañar al enemigo. Así pues, entraremos por cualquier extremo, ninguno es mejor que otro, ninguna entrada tiene prioridad, incluso si es casi un callejón sin salida, un angosto sendero, un tubo sifón, etcétera. Buscaremos, eso sí, con qué otros puntos se conecta aquel por el cual entramos, qué encrucijadas y galerías hay que pasar para conectar dos puntos, cuál es el mapa del rizoma y cómo se modificaría inmediatamente si entráramos por otro punto. El principio de las entradas múltiples por sí solo impide la introducción del enemigo, el significante, y las tentativas de interpretar una obra que de hecho no se ofrece sino a la experimentación.10
Además de pretender ser éste efectivamente un punto de partida para la comprensión de la obra de Kafka, ¿no podría ser ésta también una nueva definición de la cibertextualidad? Al parece el cibertexto -tan fragmentario, con múltiples puertas de entrada y de salida- por doquier nos lega una serie de momentos que se imponen -en el acto de la lectura- como pequeñas partículas de textualidad y se superponen en la cadena de montaje de las tradiciones. Hipervínculos, enlaces, glosas, sitios web, digitalización de archivos analógicos y archivos nativos digitales, fragmentos proliferantes, notas al pie, notículas, detalles: todo ello nombra a los “nuevos” géneros y modos de la textualidad contemporánea. Formas de textualidad que, debe decirse, gozan de una larga tradición en la milenaria historia del humanismo y de la cultura letrada. Así: “El cibertexto, por tanto, no es una forma de texto ‘nueva’ y ‘revolucionaria’, con unas posibilidades determinadas tan sólo por la invención del ordenador. Ni tampoco es una ruptura radical con la textualidad anticuada, aunque sería fácil hacer que lo pareciese”.11
Comunidades y sujeto / Usuario y sistema
Ante el cambio de circulación de los textos que el estado actual de la cultura supone -¿cuál es el comportamiento literario de determinados textos?- también se imponen una serie de interrogantes nuevos. El lector de la era digital ya no sólo se pregunta por el sentido de los textos sino por sus funcionamientos, sus modos de circulación y de reinserción en una cadena dentro de la cual tanto los fragmentos como los usuarios no son más que un eslabón. En este contexto emerge también la pregunta por la literariedad misma: ¿Qué último resto de literariedad sobrevive en los cibertextos? En este ámbito, campos de trabajo como los de la filología, la edición crítica o la historia del libro -con sus comprensiones históricas de los textos- otorgan marcos específicos para el discernimiento del hecho literario como un evento históricamente fechado. En efecto, si lo que se entiende o se ha entendido por literatura concierne a un momento muy preciso de la historia que va de finales del siglo XVIII, cuando Madame de Staël enarboló la noción más o menos estable que todavía se conserva de literatura12 y que, con los cambios que efectivamente pueden computarse, todavía llega hasta el presente, los tiempos posteriores a la época literaria,13 ahora una nueva ontología convoca la necesidad de repensar la inserción de determinados textos en un nuevo campo de circulación de los discursos y, con ello, reconsiderar los sentidos actuales de la tradición humanista y la cultura letrada.
¿Cuánto de aquella comprensión de la literatura enarbolada por Madame de Staël, y concebida en virtud de su diferencia con otros discursos, pervive en el universo de la proliferación inconmensurable de textos en la era digital, en la que incluso todo es “espectáculo”, “relato”, “discurso”, “ficción” o “literatura”? Acusada la ciencia de ser, asimismo, un conjunto de prácticas atravesadas de “discurso”, la especificidad histórica de la literatura también se vuelve borrosa.
Comprendida como algo definitivamente fechado en la historia, la literatura se ve interpelada por la era digital, una edad de los textos en la que, al parecer, se impone una nueva ontología, extraña a la cultura letrada. Concebida desde ese marco, lo que se entiende o se ha entendido por literatura no debería en absoluto ponerse en consideración con otras expresiones estéticas que desdibujan la literariedad de lo literario. Aun así, y puestos a pensar el concepto de “ciberliteratura”, no puede desconocerse el surgimiento de un nuevo campo abierto por la intersección que se produce entre literatura e informática, tradición humanista y cibercultura.
Es un campo enarbolado por encima de las intersecciones, encima del intersticio, la encrucijada producida por el contacto entre universos portadores de tradiciones extrañadas. La hipertextualidad emulsiona las tensiones de la historia y hace con ellas una argamasa aparentemente nueva y fluida, a la cual contribuyen la misma fragmentación y los flujos de datos. El trabajo del filólogo, del crítico y del historiador, entonces, deviene una labor de disección: la de separar aquello que, en un golpe de ojo, se nos presenta como unido.
Y, al mismo tiempo, en este nuevo contexto, una vez más: ¿Cómo comprender las antiguas funciones (sociales, culturales) de la literatura? ¿Qué es lo que queda de ellas? Otra pregunta clave aquí, que puede emerger incluso como un modo de respuesta a las cuestiones anteriores, consiste en comprender si el cibertexto, el hipertexto o Internet misma no ocupan una parte importante del lugar cultural que antaño le correspondió a la literatura. La pregunta por la función social del arte y la literatura (ya sea entendida en su carácter ocioso y pasatista, político o cultural, o atendiendo incluso a aquella función catártica que Aristóteles le asignaba al teatro en la época clásica) redespliega el sentido de las investigaciones acerca del pasaje de la lectura intensiva a la lectura extensiva en el siglo XVIII y otorga nuevo significado a la indagación actual respecto a la lectura como barrido automático de fragmentos en tiempos de Internet, capitalismo y esquizofrenia (Deleuze y Guattari, 1972, 1980).
Es en este contexto donde convergen indagaciones como las de Marie-Laure Ryan en torno a la virtualidad, una condición que conecta con aquella vocación del posmodernismo por la falsificación. La virtualidad genera un efecto de lugar -una ilusión de pertenencia- que, mediante Internet, hace una excesiva ostentación de su poder para crear simulacros, atrayendo para sí una serie de atributos que hasta antes de la cultura audiovisual eran patrimonio casi exclusivo de la cultura libresca.
Son mundos compensatorios, universos de evasión, y la era digital toma de la literatura su capacidad para crear esos otros mundos. Es que Internet hace un uso laxo de todas las tradiciones narrativas y convierte las copias en algo incluso más “deseable” que el original, promueve el surgimiento de un “pasado virtual” -siguiendo con aquella apología de los géneros menores que la época celebra- y remoza planteamientos de sociedades secretas o mundos paralelos ya ensayados por la literatura. Como en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, donde Borges remite a una lejana sociedad secreta que decide fundar un universo y lo imagina dotado de su filosofía, su geografía, su lenguaje, tal una cosmología enciclopedista que con fascinante poder de anticipación se adelanta a todo lo que efectivamente ahora se vislumbra en Internet.
Igual que en Tlön, el pasado virtual y omnipresente de la era digital se vuelve atemporal y versátil, a un mismo tiempo plástico y manipulable, tal como también lo anticiparon distopías norteamericanas y soviéticas del siglo XX -desde Yevgeny Zamyatin y George Orwell hasta Aldous Huxley y Ray Bradbury, pasando por la literatura ciberpunk de William Gibson, Bruce Sterling y Neal Stephenson-. Así, el pasado deviene también un lugar donde la historia es despojada nada menos que de su historicidad, del mismo modo que la literatura es despojada de su literariedad. Y allí es donde ese pasado historicista -reducido sólo a un conjunto de fechas y datos intercambiables, permutables entre sí, cuasi-vacíos- se vuelve “sampleable” y reeditable. La era digital surge entonces como una era de los condenados a lo virtual, los condenados a la falsificación permanente de lo plural -y ya nunca de lo singular o lo único extraviado en el océano proliferante de la reproducción-. Uno de los problemas cruciales aquí radicaría en que, a pesar de las muchas impugnaciones que pueden librarse contra este estado de cosas, no parecen ser muchas las alternativas a este presente caracterizado por “el hiperrealismo capitalista”, tal una de las consideraciones que utilizaba Mark Fisher para referirse a las condiciones culturales que hacen a la inexorabilidad del capitalismo tardío.14
En efecto, puesto que el imperio de la falsificación se yergue sobre nosotros, y dado en el siglo XX el “colapso de las totalidades -fundamentalmente, el de la totalidad histórica-”,15 ya no parecen quedar rastros de un pasado “verdadero” al cual podamos regresar. Agotada la instancia de los grandes relatos, ya no aparece la alternativa de un universo de sólidas características al cual pueda regresarse, no al menos sin reconocer consideraciones como las de Heidegger a propósito de la crisis del sujeto y de la representación.16 Un nuevo lugar se comienza a asignar a la cultura libresca y la tradición humanista en un nuevo orden del mundo. Y, al mismo tiempo, una nueva relación comienza a establecerse entre los textos y los múltiples pasados de los cuales proceden.
La multiplicación seriada de literatura en la era híper “datificada y datificante” del presente genera escrituras frías, jerarquizadas por la intermediación de algoritmos y datos que licúan las diferencias o las coordenadas de diferenciación instituidas por las disputas de campo en los tiempos de la cultura letrada. Pero es de notar que, aun así, en este contexto el campo literario todavía pervive como un campo híper específico de lenguajes en el cual un inconmensurable acervo de textos del pasado todavía pugna por hacer perdurar su autonomía en medio de un ambiente que mixtura e hibrida todo lo que toca con, precisamente, más textos.
Si el Estado narra, si las religiones narran, si los partidos políticos narran, si la publicidad e incluso hasta las tecnologías narran, ¿cuál sería la especificidad de lo literario? ¿No habría que quitarle un poco de narración al mundo? A partir de la identificación de este problema narrativo es como muchos escritores -desde las posvanguardias de los años setenta- comienzan a abjurar del relato y la narración como territorio natural de la literatura. Esta tendencia vuelve a reaparecer en el siglo XXI con la postura de algunos escritores que se “niegan a escribir”.17 La misma propensión pareciera actualizarse autónomamente en la era digital, una edad de los textos caracterizada por el imperio de fragmentos efímeros y proliferantes que fluyen por la web. Ante este escenario, y frente a la aparente disolución del pasado -siempre inmaterial, imaginario, huidizo, fungible-, la historia de los textos -la pregunta por el origen, la fuente, el lugar de procedencia de determinados fragmentos- comienza a ser una nueva tarea en común de la teoría, la crítica, la historia literaria y la filología. La historia de las textualidades asume un rol preponderante en torno a la pregunta por los orígenes de los fragmentos de textualidad flotante de la era digital, al tiempo que viene a otorgar un nuevo programa de trabajo, capaz de incluir dentro de sí muchos otros trabajos ya en curso, como el de las ediciones críticas, la digitalización de archivos y los estudios literarios de obras específicas.
El regreso de la Historia
Una serie de trabajos relativamente recientes vuelven la mirada sobre la posibilidad de pensar en la historia literaria como una coartada teórica clave, tras la serie de diagnósticos que vaticinan una crisis terminal de la teoría. Agotadas las posibilidades de la crítica para comprender las transformaciones informáticas de la textualidad, e imposibilitada también la crítica de los medios para comprender el estatuto de la hipertextualidad contemporánea, el campo nuevamente abierto por la historia literaria (Hans Ulrich Gumbrecht, David Perkins, Romero Tobar et al.) emerge como un territorio firme en el cual refugiar la potencia de la teoría y de la crítica ante los fluctuantes avatares de las disciplinas:
La apuesta por la historia es una apuesta fuerte: implica sostener que, en estos comienzos del siglo XXI, no existe mejor marco conceptual y teórico para estudiar los textos que el que provee la perspectiva histórico-cultural. Cuando las experiencias audiovisuales generadas por Internet [...] hacen del zapping y del surfing formas inusitadas de recepción, a la vez que hacen estallar el texto en la fragmentariedad heterogénea del flujo, convirtiendo a la literatura, en tanto institución libresca, en una forma cultural en retroceso, la teoría literaria fundada en el estudio inmanente del texto aislado y completo en sí mismo se revela ineficaz para construir un saber crítico sobre la cultura multimediática del capitalismo tardío. En cambio, el enfoque histórico provee un marco de inteligibilidad que, al poner los datos en perspectiva, permite comprender y asignar relevancia a los fenómenos culturales…18
Si bien la historia literaria puede circunscribirse dentro de determinadas corrientes que hacen a la historia cultural o la historia de la lectura (Roger Chartier, Robert Darnton et al.), o dentro de determinadas corrientes de la “Teoría de la lectura” (Karin Littau, Katherine Hayles et al.), Leonardo Funes la concibe como esa zona común que atañe tanto a historiadores como a estudiosos de la literatura,19 al tiempo que la considera una “tierra media”, un espacio crítico que se ha abierto sobre los territorios de la filología y la teoría literaria.20 En ese derrotero la historia literaria aparece claramente escindida de la historia de la literatura, es decir, no se trata sólo de una historia de los textos literarios que se habrían escrito desde el siglo XVIII hasta nuestros días, sino de una historia entendida en un sentido más amplio, capaz de abarcar dentro de sí todo el conjunto de textos inscritos en el acervo bibliográfico de la tradición occidental desde la época clásica hasta la actualidad.21 Aun así sobrevienen una serie de interrogantes y de dificultades metodológicas, entre ellas
cómo evitar manejarse con una noción compleja de los textos [tal como la propia era digital nos exige] y una concepción simplificada de la historia, cómo mantener con idéntica sofisticación teórica la mirada sobre la literatura y sobre la historia, sobre la labor decodificadora del objeto y sobre la labor codificadora del texto histórico-literario que lo describe y explica.22
Si bien Funes trabaja con una serie de textos dentro del hispano-medievalismo, que sirven también como fuentes de la historiografía fundamental española, su apelación a la historia literaria resulta sumamente fecunda a la hora de sortear los límites de la teoría tout court para la comprensión de la textualidad contemporánea. La posibilidad de una historia literaria emerge como un efectivo nuevo campo de trabajo a la luz de la serie de transformaciones que, procedentes de los cambios de paradigma que afectan la textualidad, están impactando también a la filología, a la crítica literaria y a la historia.
La “historia literaria”, suerte de gran disciplina dentro de los estudios literarios que se articula muy productivamente con el campo de la crítica y la teoría literaria, puede ayudar ahora a comprender mejor el esfuerzo teórico que intentaron llevar adelante entre finales del siglo XX y comienzos del XXI perspectivas como las de la teoría del hipertexto. Para quienes pretendemos continuar en el territorio de la teoría y de la crítica literaria como marco para nuestros trabajos y, al mismo tiempo, se nos torna inevitable pensar en la serie de problemas que derivan de determinados aspectos que hacen a la circulación de la textualidad en la era digital, se vuelve sumamente prolífica la constitución de un campo de trabajo como el que la introducción del concepto de historia hace posible.
Al mismo tiempo, la invocación a la era digital aparece también como la objetivación de una serie de temas aparentemente demasiado alejados de la teoría en los que habitualmente se emplaza la tradición crítica.23 Esta consideración -clave en términos metodológicos- permite el ceñimiento de variados momentos de la literatura ya no como momentos historiográficos desagregados entre sí sino que, desde la óptica de la historia literaria, se puede claramente dimensionar en ellos la historia en común de muchos “momentos de peligro”, esto es, momentos de encrucijadas y entrecruzamientos entre discursividades en “conflicto”, patrimonio nunca exclusivo de la era digital sino de muchos otros momentos culturales anteriores, tal como la propia historia de la filología nos permite reconstruir.
Concebidos así, diversos textos de la historia literaria emergen como portadores de “encrucijadas interdiscursivas”, al tiempo que diferentes momentos de la historia cultural se nos presentan como galvanizadores de discursos procedentes de diversas tradiciones. De ese modo pueden concebirse también las “emulsiones interdiscursivas”24 que se imponen en el interior de los textos de la “era digital”, una era ya efectivamente historiable y, a su manera, también cargada de “historicidad”.
Difícil no reparar en la enorme carga histórica que el presente parece concentrar. Sin dejar de atender la era digital como gran agente catalizador de la fragmentación textual, un enfoque sobre la textualidad contemporánea también implica un vuelco sobre la mirada histórica. Se aprecia esto en diferentes textos y momentos de la historiografía literaria del siglo XX que hacen a la protohistoria y a la genealogía de la era digital y que, no es casual, a menudo aparecen invocados en diferentes proyectos que toman la era digital como objeto.25
Historicismos del presente
Recalando en diferentes momentos de la historia literaria y la archivología -el archivo y, sobre todo, la edición y digitalización de archivos como puesta en escena de diferentes momentos del pasado en el presente- puede advertirse que una de las características definitorias de las “Maneras de leer en la era digital” consistiría en una suerte de “historicismo a-histórico” de ciertos modos del archivo, tal como el mismo es propiciado por maneras “automáticas” de la lectura y por determinados “dispositivos de captura”.
Ya en un trabajo de 2001 Andreas Huyssen hacía notar lo paradójico que resultaba que el siglo XX -un siglo que desde las vanguardias históricas había tenido una fuerte idea de futuro- hacia su final haya terminado activando una fuerte idea de la memoria como valor. En consonancia con perspectivas como las que Kenneth Goldsmith sostendría algunos años después, pero ya referida a los protocolos textuales de la era digital, Huyssen señalaba que era la opción por la memoria y el pasado de la modernidad la que curiosamente germinaba hacia el final del siglo más moderno, el más “futurista” de todos los siglos. Es que acaso una de las grandes claves del fin del siglo XX y los comienzos del XXI pudiera ser que, hacia la fase final de la modernidad, el propio fin de siglo habría generado un bucle retrospectivo para hacer de la historia de sí un nuevo proyecto. Como si -frente a un momento de peligro último y ante la ausencia de cualquier otro proyecto en su horizonte inmediato- la modernidad no concibiera otro futuro que el de su propio pasado.
Proyecto moderno todavía en trance de encuentros con la posmodernidad y el posthumanismo, así efectivamente pueden concebirse las encrucijadas interculturales entre cultura letrada, cultura industrial y cibercultura. Y así pueden comprenderse proyectos historicistas y pan-archivistas en el siglo XXI, como los que brotan en la era digital. Digitalizaciones de corpus, archivos digitales, puestas en valor de colecciones y curadurías de sitios web, colecciones y bibliotecas virtuales, obras literarias que se relacionan con la tradición literaria, todo ello conforma un efectivo corpus y un prolífico campo de trabajo que se abre también para la producción teórico-crítica. Pero debe notarse allí lo paradójico que resulta que, frente a la supuesta tendencia a la fragmentariedad en general de la era digital, muchos proyectos de digitalización de esta naturaleza -como el del propio Google Books Library Project (2004), nada menos, entre tantos otros- no hacen más que replicar ese carácter totalizador que embarga al presente.
Todos los textos, un texto
Ímpetu pan-archivista y proliferación de fragmentos, ambas tendencias concurren en la era digital, afirmando una tendencia que no ha dejado de profundizarse a partir de los años 60, desde que Ted Nelson -uno de los nombres caros a la historia de Internet, impulsor de la noción de hipertexto, entre otras- pergeñara el Proyecto Xanadu, que consistía en concebir un único documento global capaz de interconectar, unos con otros, todos los textos producidos por la historia de la humanidad.
El nombre de Xanadú evocaba aquella ciudad capital del imperio mongol que durante siglos sirvió como símbolo de la opulencia. No por casualidad Xanadú también se llamó el palacio donde reside y muere el ciudadano Kane en la célebre película de Orson Welles que tanto inspiró a Borges para concebir El Aleph, ese lugar del universo en el cual convergen todos los puntos del mismo y que tanto ha mutado a partir de entonces: desde la página de un libro a la pantalla de cine; de la pantalla de TV al monitor de las computadoras. Siendo un punto movedizo en el universo, las acepciones del Aleph también se mueven.
A causa de problemas que conciernen a la liberación de derechos de autor -¿una labor acaso utópica?- el proyecto de Ted Nelson poco a poco se fue apagando en el tiempo… hasta que Internet lo revitalizó, promoviendo el flujo y la explosión de textos jamás conocida que en los años 90 la World Wide Web hizo posible.
Así se comprende también la proliferación cada vez más acuciante de nuevos objetos de estudio y perspectivas de trabajo. Lejos de ser el presente sólo un momento crepuscular de la modernidad, el clima novosecular también se debate entre una serie de avatares que hacen a una suerte de encrucijada interdiscursiva procedente de varias tradiciones teórico-críticas de lecturas y herencias culturales disímiles entre sí. Historia de la cultura e historia de la lectura confluyen, como posibles perspectivas que encuentran, en la yuxtaposición de tradiciones extrañadas, la conformación de nuevos objetos.
Distintos aspectos, sustantivos aquí, se superponen en la tarea de comprender -desde una nueva perspectiva teórico-crítica- los nuevos corpus y las nuevas textualidades, dispuestos por fragmentos “automáticos”, esto es, motivados por “recortes de lecturas” muchas veces no oficiados por ningún “sujeto lector” sino por fenómenos “maquínicos” y eventuales, algorítmicos, suscitados por los propios avatares del copy-paste. ¿Cómo leer la web? Esa interrogación sobre la perspectiva -¿desde qué lugar disciplinar, cómo estudiar, con qué metodologías de trabajo, ese nuevo objeto textual inmerso en la proliferación y en la dispersión y pergeñado de fragmentos?- encuentra su respuesta en una nueva fisonomía de lo literario -su potencia, sus tradiciones, la literariedad misma- que, a su manera, se impone en la era digital. Determinados recortes -temporales, geográficos, lingüísticos, textuales- comienzan a dar forma a los efectivos corpus y los específicos objetos que empiezan a ser examinados por esa nueva perspectiva que, lo entendemos, desde diferentes campos del saber estamos construyendo.
Es en función de todos estos señalamientos que la historia de las textualidades comienza a ser una respuesta. A fin de comenzar a desandar ese arduo camino, una de sus estrategias ha consistido en tomar del modelo de trabajo de la ecdótica y la crítica textual uno para concebir una nueva historia de los textos, palpable efectivamente en un sinnúmero de proyectos de digitalización de acervos bibliográficos y fondos documentales. Al mismo tiempo, en un contexto de proliferación textual, dentro de los trabajos de digitalización emergen como fundamentales las preguntas por las fuentes fidedignas: las preguntas sobre las condiciones de producción y los avatares de la inscripción en la propia historicidad de los textos. Y, al mismo tiempo, se vuelve necesario revitalizar aquel capítulo irrepetible de la teoría y la crítica literaria de los años 60 y 70 -la época de la teoría cibernética y de las teorías del texto.
Todo eso, a su vez, emerge en los proyectos de digitalización -el campo de aplicación hasta ahora preponderante de la historia de las textualidades- con un horizonte fuertemente puesto en el examen de los protocolos de circulación de la hipertextualidad en la era digital, caracterizada por la aparición de nuevas maneras de leer en la cibercultura, diferentes sin lugar a dudas respecto a las tradiciones de la lectura en el mundo occidental. También dentro del campo de la digitalización y de la edición digital se han actualizado muchos de aquellos protocolos de trabajo específicos que sólo el oficio de la filología y la historia literaria pudo proveernos a partir de sus clásicos e insistentes interrogantes. Interrogantes que, referidos a las fuentes, han dado lugar a interrogantes nuevos, cruciales en el scriptorium de los ciberfilólogos y los digitalizadores del siglo XXI: ¿Qué queda de las fuentes originales en el repertorio de fragmentos proliferantes de la era digital? ¿Cómo reconstruir las fuentes de aquellos fragmentos dispersos que flotan a la deriva de su propia inercia por la web pero cuyos orígenes, lo sospechamos, siempre podremos entrever desde el impulso filológico que acecha en la inquietud de quienes leen, de quienes se sienten interpelados por los fondos históricos de todo texto?
Esta vocación por el pasado también se exhibe en la propia literatura contemporánea. Podría señalarse una vocación panarchivista (panhistoricista), de adición de todos los pasados posibles, como una de las grandes vocaciones de la virtualidad. Pero es esa también una vocación paradójica, sustentada precisamente en la colección de fragmentos dispersos. Esa apología por la reedición y la deformación de fragmentos es la que se encuentra en la base del incentivo a la reescritura en algunos de los trabajos del siglo XXI, como los de Kenneth Goldsmith o Reinaldo Laddaga en Estados Unidos; Pablo Katchadjian o Carlos Gradin en Argentina; Cristina Rivera Garza en México; o los escritores de la denominada Generación After-Pop en España: Agustín Fernández Mallo, Eloy Fernández Porta, Jorge Carrión, Vicente Luis Mora, por indicar solamente algunos de los muchos escritores contemporáneos que parecieran estar siendo tomados por pulsiones historicistas resignificadoras de un pasado todavía gravitante entre nosotros; un pasado compuesto por escritores caros a la tradición contemporánea, como Borges, Piglia, Rulfo, Beckett et al.26
Del mismo modo puede comprenderse la gran reflexión que en torno a los archivos se está haciendo en el presente. Siglo archivista el XXI, que ha comenzado teniendo una fuerte noción de archivo -una fuerte noción de pasado-, con diferentes maneras de leer (diferentes maneras de archivar) que se están poniendo permanentemente en juego mediante proyectos de digitalización y puestas en valor de colecciones y fondos documentales. Y que incluso, en algunos casos, transforma a los propios escritores de literatura, más que en escritores, en “operadores de archivos”.
Conclusiones
Por una “historia de las textualidades”
Como se ha estudiado en el pasaje del libro misceláneo al libro unitario,27 o como lo comprobamos en trabajos de edición crítica con fuentes medievales, la reescritura y los fragmentos han sido siempre grandes protagonistas en la historia de los textos. Y la historia de las tecnologías escritas confirma que, con el paso de los siglos, se ha producido un progresivo crecimiento de la virtualidad sobre el territorio siempre “vacilante” de lo impreso28 -la propia historia de la imprenta no hace más que corroborarlo.
Entre los últimos capítulos de esa historia, ya desde una perspectiva como la del cibertexto, el texto emerge como máquina. Máquinas textuales, el texto mismo se vuelve fungible, un huidizo material “maquínico” que se transforma con el uso. De allí que la pregunta sobre los textos ya no sólo sea una pregunta por el sentido, sino también por su historia y la de los nuevos contextos de lo literario. Nuevos modos de funcionamiento de los fragmentos se añaden a las maneras de funcionar de los textos en la tradición literaria; modos de funcionamiento de la cultura no letrada se yuxtaponen con las formas hipertextualizadas de la cultura cibernética.
Amparados en la serie de transformaciones lectoras que han embargado a textos de larga tradición como los homéricos o los de la primera poesía castellana, sobreviene la pregunta acerca de cómo circularán determinados textos en contextos no letrados y totalmente diversos al de su producción original; ya no qué leer en determinados textos, sino cómo leer la historia de sus transformaciones. A esta urdimbre de problemas, cuyos marcos teóricos también nos son provistos por la historia del libro o la bibliografía material, se añade ahora la función estética del medio. Los medios dan características estéticas a los textos, añadiendo nuevas cargas de sentido, en algunos casos totalmente alejadas del sentido depositado en la propia trama de las palabras -en un camino iniciado por la poesía concreta o la poesía visual, y que la nueva era de los medios también actualiza, a su modo.
Así, la era digital se impone como un momento de renegociación de los sentidos que envolvieron a lo literario. Retomando a Espen Aarseth, éste sería un momento caracterizado por el surgimiento de textos que, en principio, no estarían estructurados como literatura pero que, sin embargo, modifican y amplían las nociones canónicas que teníamos de lo literario. Estas consideraciones, debe decirse, también encuentran su tradición en el contexto de los debates que vienen embargando a determinada fracción de las Humanidades y las Digital Humanities con su propio slang proliferante: Minería de datos, Big Data, Cross-Reading, Macroanálisis, Distant Reading.
La hipótesis postgutenberguiana, claro está, sería que nos encontramos al final de un ciclo. Quizá algunas pistas sobre la relación entre teoría literaria e informática puedan darse en la intersección que en algún momento del siglo XX se produce entre literatura y computadoras. Ante el mundo híper “datificado y datificante” que está golpeando a la puerta, la opción por la literatura es una alternativa. Y la opción por la historia literaria es una respuesta.
Pero no cualquier historia. No una historia de la literatura -que, necesariamente, sólo estaría acotada a los siglos XVIII y XX-.29 Tampoco una historia de las obras maestras -limitada solamente a la masa intempestiva y “ahistórica” de los clásicos-. Y mucho menos una historia de los autores, sus obras, los movimientos literarios, sus estéticas, sus manifiestos, sino una historia que sea el marco general de todas ellas. Una “Historia de las textualidades” que sea capaz de abarcar la relación dialéctica entre varias historicidades en conflicto: la de los textos y la de las culturas. La cultura letrada, la cultura industrial y la cibercultura serían algunos de los grandes bloques operativos de esta historia que, desde luego, también sería necesario deconstruir. Una historia que, no pudiendo ser únicamente una historia ni de la materialidad ni de los sólidos -como la del libro, la de la escritura y la de las inscripciones- sea, sin embargo, una historia como la de la lectura, la de los discursos efectivamente inscritos en la virtualidad de la era digital o en la inmaterialidad misma de lo literario. Una historia que sea capaz de ceñir las transformaciones de los textos desde la cultura manuscrita a la época de su reproducción digital, pasando por la edad de los impresos, la cultura libresca y la cultura tipográfica.
Hablamos entonces de una historia constituida por el estudio de todas las culturas del texto, desde la época manuscrita hasta la era digital, pasando por la edad de la imprenta -su constitución, su consolidación y la historia de la cultura de masas-. Una historia, con su teoría y su práctica, capaz de encontrar en los textos esos avatares a la vez perdurables y mutantes, físicos y materiales, imaginarios y virtuales que hacen a la cosa escrita, más allá de la cultura de los soportes o de los periodos históricos de los que se trate. Una historia en la que, en esta nueva edad de los textos que golpea a nuestra puerta, los textos no sean sólo vistos como la cámara de ecos de un coro polifónico de voces que se pierden en el murmullo confabulador de un ominoso presente. O que, aun en ese contexto -también histórico-, los textos puedan ser vistos como la efectiva cámara de resonancia de muchas épocas e historicidades específicas, cada una con su propio origen, su propia genealogía, la propia historia de sus transformaciones.