Introducción
El análisis de algunas relaciones de las fiestas celebradas en el orbe hispánico durante el siglo XVII puede revelar hasta qué punto los sermones tuvieron una presencia determinante no sólo durante las celebraciones mismas, sino en los textos que se escribieron después para dar relación de ellas y convertirlas en memorias perdurables. Entre muchas otras cosas, los sermones pronunciados como parte de la celebración -que naturalmente habían sido preparados y escritos tiempo antes- sirvieron como instrumento para la construcción de los “conceptos” que vertebraban la fiesta en su totalidad; es decir, fueron decisivos a la hora de atribuir un sentido simbólico, coherente e incluso trascendente a lo que, en realidad, no era más que una acumulación inconexa de muy diversas circunstancias. Por la misma razón, el estudio de la relación editorial entre los sermones y las relaciones de las fiestas donde se predicaron puede arrojar información útil sobre la manera en la que tanto los festejos como los sermones eran vividos y asimilados por la sociedad letrada de Nueva España.
En esas ocasiones, los predicadores tenían que hacer alusión a diversos factores que concurrían con motivo de la celebración, y además debían encontrar relaciones más o menos ocultas y sorprendentes que sirvieran para vertebrar todas esas variables. En el caso de las fiestas que se organizaban en torno a la dedicación de un templo, entre esas variables estaban: en dónde se había construido, a qué santo o advocaciones divinas se dedicaba, quién o quiénes habían sido los patrocinadores, en dónde iban a llevarse a cabo los festejos y en qué días del calendario litúrgico; qué temas o acontecimientos del momento interesaba poner de relieve, qué personalidades civiles y religiosas asistirían a las celebraciones; quiénes serían los predicadores, cómo estarían representadas entre ellos las principales órdenes religiosas y qué lugar se les daría en el conjunto de las misas celebradas, etcétera. Además de todo eso, por supuesto, cada sermón tenía que partir de un thema o pasaje específico de la Biblia, extraído por lo general del Evangelio del día, y construirse en torno a ese mismo pasaje.
De todas estas y otras circunstancias tenía que hacerse cargo el autor de un sermón para, en la medida de lo posible, encontrar entre todas ellas veladas correspondencias que lo harían brillar y le otorgarían a la fiesta, desde el púlpito, un sentido trascendente. Esta labor intelectual, exegética y creativa al mismo tiempo, requería ingenio y erudición, y proporcionaba al conjunto heterogéneo de los festejos la argamasa necesaria para convertirse en una fiesta plenamente dicha, rica de sentido, y de cuyos valores simbólicos eran partícipes, en mayor o menor medida, todos los asistentes.
Es claro que dicha labor no fue privativa de los oradores sagrados. Durante el siglo XVII también la desarrollaron los autores de relaciones de fiestas, los poetas, los dramaturgos, los que ideaban arcos triunfales, los villanciqueros, los autores de convocatorias para certámenes poéticos, etcétera; pero gran parte de las estrategias y técnicas discursivas para la construcción de “conceptos” que ayudaran a vertebrar, de algún modo, las diversas circunstancias que concurrían en la fiesta habían sido ideadas y divulgadas por la oratoria sagrada.
Las circunstancias de la fiesta
Las celebraciones por la dedicación del Templo de San Bernardo y del convento de monjas del mismo nombre en la capital novohispana comenzaron el 24 de junio de 1690, día de san Juan Bautista, con el recibimiento, al son de las campanas, que hizo el arzobispo de México Aguiar y Seijas, al virrey, conde de Galve, en la puerta de la Catedral. Ambos encabezaron una gran procesión, presidida por las imágenes de la Virgen de Guadalupe y de san Bernardo, llevadas en un palio por los regidores, el deán y el arcediano García de Legazpi y Velasco, obispo electo de Nueva Vizcaya. Tras ellos iban el venerable cabildo y el regimiento secular, la Real Audiencia con el virrey, alumbrados por cirios encendidos; los seguían todas las cofradías con sus estandartes y todas las órdenes religiosas, precedidas por un gran crucifijo.
La procesión salió, entonces, de la Catedral Metropolitana y recorrió la Plaza Mayor y las calles aledañas, hasta llegar al Templo de San Bernardo. En la plaza se colocaron varios arcos adornados con vegetación fresca, y las calles, balcones y ventanas de todo el trayecto se adornaron con tapices, bordados y encajes, manteles, adornos de vidrio, plumas, objetos suntuarios y obras de arte “que cambió la mercenaria ambición por los tesoros de esta América” (19v).1 Todo ello, adquirido por mercaderes ricos, se ostentaba como signo de la opulencia mexicana, digno de las más ricas ciudades del orbe. A lo largo del trayecto se quemaron castillos y fuegos artificiales, se escucharon cantos de la capilla, música de tambores, trompetas y chirimías; se perfumó el aire con incienso, hubo danzas y una gigantomaquia. Desde las ventanas del Palacio Real, la virreina presenció el espectáculo acompañada de sus damas de honor (22r). La procesión terminó en el nuevo templo, en cuyo sagrario el arzobispo depositó el cáliz, al tiempo que las monjas de la capilla cantaban alternadamente, distribuidas entre los claustros del interior del convento y los espacios del coro.2 El autor de la relación pondera la cantidad de flores y de luces: unas provenientes de los cirios y otras de los reflejos en los múltiples dorados del templo y en la plata bruñida de jarras y pebeteros. Llega la noche y vienen los fuegos artificiales (el autor reserva su descripción, en redondillas jocosas, para el final de la relación de esta fiesta). Amanece y el sol se mantiene en su puesto, “haciendo posta al día”, hasta que pronuncian el Ave María los predicadores. La última parte de la relación propiamente dicha se dedica a subrayar la fuerza dramática que tuvo el desempeño de cada uno de los religiosos que habían sido convocados para predicar durante los ocho días de la octava.
La segunda parte de estos generosos festejos se celebró cinco meses después de la dedicación del templo, el 27 de noviembre de 1690, con una ceremonia y sermón fúnebres debidos al traslado de los huesos del primer benefactor, el capitán José de Retes Largache, de la capilla de la Cena, en la Iglesia Metropolitana de México, al templo que había hecho construir y dotado generosamente. Este capitán había sido un rico comerciante vasco llegado a Nueva España durante su juventud, a mediados del siglo XVII, que hizo aquí su fortuna con el comercio de la plata.3 Era, al parecer, muy devoto de la Virgen de Guadalupe y decidió dedicar el quinto de su fortuna a la construcción de un templo en el lugar de su aparición (2v). Sin embargo, el obispo en funciones, Aguiar y Seijas, de alguna forma lo convenció de que, en lugar de construir un templo nuevo para la imagen de la Virgen, destinara esa importante suma a la reconstrucción de la Iglesia y Convento de San Bernardo, en el centro de la capital, donde vivían las monjas concepcionistas, que estaba desde hacía tiempo en muy malas condiciones. No sabemos si de muy buen grado, el mercader aceptó la sugerencia del arzobispo, pero con la condición de que el nuevo templo se edificara, sí, con el nombre de san Bernardo, pero también con el de María Santísima de Guadalupe.4 A poco de comenzados los trabajos, el capitán, que sólo tenía una hija, murió de forma repentina, dejándola a ella como patrona del templo y a dos sobrinos como albaceas, con el encargo y la dotación económica para concluirlo. Poco después vino de España un sobrino suyo, Domingo de Retes, que se casó con su prima, heredó la fortuna de su difunto tío y juntos, sobrino e hija, gracias a este matrimonio entre primos hermanos que no dejaba de ser poco ortodoxo, dedicaron también parte de su herencia a concluir la reconstrucción del templo y del convento. Llegó entonces el gran día, que coincidió con la fiesta de san Juan Bautista.
La relación y los sermones. Historia editorial. La edición de 1691
La relación de estas fiestas, escrita por Alonso Ramírez de Vargas, se conserva en el impreso: Sagrado padrón y panegíricos sermones a la memoria debida al sumptuoso magnífico templo y curiosa basílica del convento de religiosas del glorioso abad san Bernardo, que edificó en su mayor parte el capitán don Joseph de Retes Largache, difunto caballero del orden de Santiago, y consumaron en su cabal perfección su sobrino Don Domingo de Retes, y Doña Teresa de Retes y Paz, su hija, en esta dos veces imperial y siempre leal Ciudad de México, con la pompa fúnebre de la traslación de sus huesos, que erige en descripción histórica panegírica don Alonso Ramírez de Vargas, natural de esta ciudad. Dedicado a el muy ilustre Sr. Don Gabriel Meléndez Avilés, caballero del orden de Alcántara, conde de Canalejas, etc. (México: Rodríguez Lupercio, 1691). Dicha relación, además de los paratextos de rigor,5 comprende tres apartados marcados con subtítulos: 1) La “Descripción del templo” (5v-9v), en prosa; 2) La “Descripción del altar mayor” (9v-17r), en prosa, con algunas composiciones en verso; y 3) La “Descripción de los fuegos”, en verso: 57 quintillas de tono jocoso (seis hojas sin foliar, comenzando en el vuelto del folio 27).6
En el mismo volumen, y a continuación de la relación de fiestas propiamente dicha, se incluyen los ocho sermones predicados durante la octava, precedidos por sus propios paratextos (ver nota 5). Todos tienen portadilla propia. A partir de ahí, en la primera página del primer sermón, comienza la numeración y sigue corrida hasta el final, lo mismo que las signaturas. A estos ocho sermones se suma una “Pompa fúnebre…” (113r-118r), con portadilla propia, también en prosa y también de Ramírez de Vargas, que podría considerarse como una continuación de la relación de fiestas, pues consiste en la descripción de la ceremonia -ciertamente pomposa- del traslado de las cenizas del primer benefactor del templo, don José de Retes Largache, desde la Catedral Metropolitana de México hasta el Templo de San Bernardo. Como dijimos, dicho traslado se llevó a cabo cinco meses después de la dedicación del templo y culminó con un sermón fúnebre pronunciado por fray Diego de las Casas Zeinos, incluido en el volumen a continuación de la “Pompa” (121v-129v), que lo separa de los sermones de la octava. Al igual que éstos, tiene portadilla propia [119r] y cuenta además con una dedicatoria al capitán Domingo de Retes, sobrino del difunto, encabezada por el escudo de armas del dedicatario [120r-121r]. Cierra el volumen un poema elegiaco dedicado por Alonso Ramírez de Vargas al fallecido patrón (130r-135v). Por último, hay una fe de erratas de los sermones.
Veamos ahora cuál fue la historia editorial de este volumen y qué puede decirnos sobre las prácticas editoriales de finales del siglo XVII novohispano, especialmente de las relacionadas con los sermones, así como sobre el papel que desempeñaron en los festejos y en la cultura literaria de nuestro barroco.7
De la edición que acabo de describir tengo conocimiento de tres ejemplares, dos de los cuales he tenido en las manos: uno se conserva en la Biblioteca Nacional de México, con la clasificación RSM 1691 M4RAM; otro en la Biblioteca Palafoxiana de Puebla;8 y uno más en la Library of Congress de Estados Unidos (BX2532.M4 R3). Ésta es la edición que vio Alfonso Méndez Plancarte, pues evidentemente es a la que se refiere en la nota introductoria a las “Letras de san Bernardo”:
La fundación espléndida del Convento y Templo debíase al capitán don Joseph de Retes Largache, Caballero de Santiago, natural de Vizcaya y gran benefactor de México, cuyos restos se trasladaron allí en 27 de nov. del mismo 1690; la descripción en prosa y verso de la fábrica y los festejos la hizo el capitán don Alonso Ramírez de Vargas […] en su libro Sagrado Padrón... al Suntuoso Magnífico... Templo... del Convento de Religiosas del glorioso S. Bernardo, México, Viuda de Rodríguez Lupercio, 1691 (cf. Poetas Novohispanos, III, pp. 96-101 y 104-105), donde, sin embargo, para nada alúdese a nuestra Musa; el 7° Sermón de la Octava lo predicó el padre Núñez de Miranda; y la virreina doña Elvira de Toledo, condesa de Galve, asistió con sus damas a la Procesión, “presidiendo, Rosa Augusta, animado jardín de vasallas flores”, y realzándolo con su “purpúreo lustre” y “fragante esplendor”.9
A partir de esta nota de Méndez Plancarte, los estudiosos que se han referido al Sagrado padrón han asumido que ésta fue la única edición de la obra. Marie-Cécile Bénassy-Berling, seguramente tras leer la nota anterior, obtuvo el microfilme de un ejemplar en la John Carter Brown Library, editado también en 1691, al que califica como “obra rarísima” (!), que contiene los ocho sermones de la octava y los textos que vienen a continuación (la pompa fúnebre, el sermón fúnebre y la elegía final), pero no el texto que estaba buscando, es decir, la descripción del templo y la fiesta, que aparece al principio del impreso consultado por Méndez Plancarte. Sin caer en la cuenta de que la copia que consultó era diferente de la que había tenido en las manos su antecesor (que, como acabamos de ver, se había referido a “la relación en prosa y en verso de los festejos”), simplemente atribuye la edición de los ocho sermones a Ramírez de Vargas, y se detiene en uno de ellos: el del confesor de sor Juana.10 Años después, Margo Glantz, en un artículo sobre las “Letras de san Bernardo”, retoma lo que dicen Bénassy-Berling y Méndez Plancarte sobre la presencia de la virreina, condesa de Galve, en los festejos, y la ausencia de sor Juana en la relación, así como acerca del protagonismo de Antonio Núñez entre los predicadores del Sagrado padrón, pero evidentemente no recurre al impreso.11
En todo caso, hasta el día de hoy, quienes han visto algún ejemplar de 1691 o se han referido a él, incluidos la mayoría de los bibliógrafos, no sabían de la existencia de lo que podemos considerar como dos emisiones diferentes de esa misma edición. Juan José de Eguiara y Eguren, en su Biblioteca mexicana, se refiere seguramente a la emisión que contiene tanto la descripción del templo y de los festejos como los sermones, es decir, a la emisión “completa” de 1691 (1691a);12 lo mismo sucede con José Mariano Beristáin y Souza, que registra una edición de 1691 y especifica que incluye la descripción del templo y festejos, aunque tampoco dice nada de los sermones.13 Vicente de P. Andrade sí describe detalladamente la emisión “completa” (1691a),14 y lo mismo hace Antonio Palau y Dulcet;15 por su parte, José Toribio Medina da cuenta de una edición que sólo contiene los sermones (1691b).16 Ninguno de ellos advierte que lo que está describiendo es una de las dos emisiones que se hicieron de la edición de 1691. Tampoco lo nota, en fechas más recientes, Dalmacio Rodríguez Hernández, que describe la emisión de 1691a.17
En resumen, ese año hubo dos emisiones del Sagrado padrón: la “completa”, conservada y digitalizada por la Biblioteca Nacional de México (1691a), que incluye tanto la primera parte (descripción del templo, convento y festejos, y quintillas de los fuegos) como la segunda y más extensa (los ocho sermones de la octava, la pompa y el sermón fúnebres, y la elegía en verso); y la “incompleta” (1691b), que no incluye la primera parte, únicamente los sermones, la pompa y la elegía, y se conserva, también digitalizada, en la John Carter Brown Library. De ambas -1691a y 1691b- sobreviven suficientes ejemplares para poder afirmar que ese año se hicieron, en efecto, dos emisiones. Las dos salieron de la imprenta de Francisco Rodríguez Lupercio; hasta ahora no sabemos si se distribuyeron al mismo tiempo o no. A juzgar por el número de copias que han llegado hasta nosotros, es muy probable que se haya impreso más de la emisión “incompleta” (1691b): tengo noticia de nueve ejemplares en diferentes bibliotecas de México, Estados Unidos y Chile: en la Biblioteca del CEHM-CARSO de la Ciudad de México hay uno digitalizado, cuya portada principal fue sustituida por la portadilla del primer sermón; su número de clasificación es 252RAM. Hay dos más en la Biblioteca del Instituto Nacional de Antropología e Historia, con números de clasificación BV4258 R35 y OCOG XIV.1.14. En la Biblioteca Eusebio F. Kino hay otro, encuadernado en tres partes que tienen los siguientes números de acervo:16043, 18302, 19497. Otro más se encuentra en la Colección Cervantina de la Biblioteca Cervantina del Tecnológico de Monterrey, con número de clasificación BV4258.R35 1691. En bibliotecas de Estados Unidos hay tres más: uno es el mencionado ejemplar digitalizado de la John Carter Brown Library, con el número de clasificación BA691.V297s; otro se conserva en la sección Colonial Mexican Imprints de la Cushing Memorial Library de Texas A&M University, con el número BV4258.R36 1691, y el otro en California State Sutro Library, con número de clasificación Vault BV4258.R35. También hay uno en la Biblioteca Nacional de Chile, clasificado con el número 252R173.
Las dos emisiones tienen idéntica portada y el mismo pie de imprenta (Imagen 1). Ambas tienen una única composición tipográfica en toda la obra y comienzan con idénticos paratextos generales (dedicatoria al patrón y grabados de la Virgen y de san Bernardo, en recto y verso de la misma hoja). También los paratextos de los sermones del octavario son exactamente los mismos en ambas emisiones. Finalmente, en las dos el sermón fúnebre está precedido por una dedicatoria del predicador al patrón del templo.
Lo que diferencia entre sí a las dos emisiones es que en la de 1691a, a continuación del grabado de san Bernardo, está el grupo de paratextos que corresponden a la descripción del templo y los festejos, y que comienzan con la aprobación de fray Juan de Rueda (Imagen 2). Ya que estas descripciones faltan en la emisión 1691b, en ella faltan también todos los paratextos que les corresponden, y que comienzan con la aprobación de fray Juan de Rueda; por tanto, en esta emisión, la página opuesta al grabado de san Bernardo muestra el parecer de Francisco de Florencia a los sermones que contiene esa emisión. Como dato curioso, precisamente en este lugar el ejemplar de la Biblioteca Nacional de Chile muestra las marcas de dos hojas que alguna vez estuvieron entre el grabado y el parecer, y que se han cortado, peculiaridad que no muestran los otros dos ejemplares que he visto digitalizados de la misma emisión -el del CEHM-CARSO y el de la JCBL. (Imagen 3).18
La edición de 1690
Hoy sabemos que Ramírez de Vargas desde un principio pensó publicar su relación de los festejos de manera independiente, sin los sermones, puesto que sometió a revisión un manuscrito al que se refiere como: “La descripción del templo del dulcísimo nombre de María, en el convento de religiosas de san Bernardo”, para obtener licencia de impresión, solicitud que fue turnada a la autoridad competente el 19 de julio del 1690, menos de 20 días después de terminados los festejos, como consta en un documento del Archivo de la Arquidiócesis de México publicado por Olga Martha Peña Doria y Guillermo Schmidhuber de la Mora.19 La aprobación fue otorgada, evidentemente, y el resultado fue la edición de 1690, no la de 1691 como dicen los mencionados autores (p. 317), pues ésta incluye los “panegíricos sermones” anunciados ya desde el título, mientras que la de 1690 no lo hace y, por tanto, su título no se refiere a ellos: Sagrado padrón a la memoria debida al sumptuoso, magnífico templo y curiosa basílica del convento de religiosas del glorioso abad san Bernardo. De esta edición de 1690 sólo tengo noticia de tres ejemplares: uno resguardado en la Benson Latin American Collection de la Universidad de Texas en Austin (Imagen 4) y otros dos que no he visto: uno en la Biblioteca Palafoxiana de Puebla y otro en la Avery Library de la Universidad de Columbia. Así pues, además de las dos emisiones de la edición de 1691 que hemos visto, hubo otra edición del Sagrado padrón el año anterior, menos conocida que aquéllas y que sólo contiene la descripción del templo y los festejos, es decir, la relación de fiestas. Solamente Palau (núm. 247200) y Medina (núm. 1479) registran esta emisión, y modernamente Dalmacio Rodríguez, dando como referencia a ambos bibliógrafos.20
Los paratextos de esta edición de 1690 varían en relación con los de la edición posterior; lo primero es una “Dedicatoria a la Inmaculada siempre Virgen María Señora Nuestra en su imagen de Guadalupe” de Alonso Ramírez de Vargas [1r-2r], que no aparece en ninguna de las emisiones de la edición de 1691; en cambio, en 1690 no está la dedicatoria de Domingo de Retes al caballero Gabriel Meléndez de Avilés, que viene en ambas emisiones de la edición de 1691.21 La colocación de las imágenes varía también: la dedicatoria está encabezada por el grabado de la Virgen de Guadalupe (Imagen 5), y en el verso de la última hoja de esta misma dedicatoria viene el grabado en madera de san Bernardo [2v]; en la hoja opuesta a éste se encuentra el escudo de la familia Retes [3r].22 No están las licencias del virrey ni del ordinario que sí trae la edición de 1691 (emisiones a y b), únicamente las aprobaciones de fray Juan de Rueda [3v], sin fecha, y del doctor José de Miranda Villayzán [4r], firmada el 20 de julio de 1690 (apenas un día después de haber sido sometido el texto a aprobación), así como los tres sonetos laudatorios a Ramírez de Vargas, que también están en la edición de 1691a. Comienza la numeración con el inicio del texto del Sagrado padrón: “Fío a la luz pública de los moldes borrones toscos” etcétera, que abarca del folio 1 al 27r, y al final trae un florón; por último, están las quintillas [27v-30r], al final de las cuales viene un aviso en puntaje mayor, exclusivo de esta edición y revelador de las prácticas editoriales del momento, que dice: “No se describe ahora la pompa fúnebre porque se difirió la traslación de los huesos del primero patrón. Daráse a la estampa cuando llegue el caso. Laus Deo”.23 Cierra el impreso otro florón, más pequeño que el de la edición de 1691a (Imagen 6).
Por otra parte, además de las diferentes ediciones y emisiones del Sagrado padrón que hemos revisado, existen impresiones sueltas de al menos uno de los sermones predicados durante la octava: el del dominico fray Pedro Manso, predicado el segundo día, del que hay un ejemplar en la Biblioteca Nacional de México.24 Fue registrado por Medina, quien nos dice que “circuló aparte después de incluírsele en el Sagrado Padrón”, pero por lo que hasta ahora hemos visto circuló suelto antes, no después, de ser reunido con los otros sermones en el Sagrado padrón de 1691a (Imagen 7).25
Los avatares de la historia editorial del Sagrado padrón son un ejemplo más de las prácticas editoriales del XVII novohispano, especialmente en lo que atañe a las relaciones de fiestas y los sermones, y son también una muestra del papel que éstos desempeñaron en la vida cultural de ese momento. La integración de los sermones -o la falta de ella- en el conjunto de la fiesta se refleja desde luego en dichas prácticas, pero también, como enseguida veremos, en los textos y paratextos de esos sermones y de las relaciones de fiesta que los enmarcan. Efectivamente, los predicadores sabían muy bien que, a la hora de construir su sermón, tenían que considerar el conjunto de circunstancias diversas que concurrían en los festejos y dar a ese conjunto un sentido congruente; por su parte, también los autores de relaciones por lo general cuidaban de ponderar y comentar el papel que los distintos oradores sagrados habían desempeñado en las misas celebradas durante la fiesta.
Las relaciones de fiesta y sus paratextos frente a los sermones
Cuando se planeaba una fiesta religiosa con octava, como fue la dedicación del Templo de San Bernardo en México, los oradores eran estratégicamente elegidos, y su participación cuidadosamente orquestada desde el inicio. Hoy puede parecernos extraño, pero en aquel entonces el desempeño de ciertos predicadores era considerado parte del espectáculo y en torno a ellos podía existir verdadera expectación. En consecuencia, los autores de las relaciones de este tipo de fiestas por lo regular dedicaban unas líneas, o incluso páginas, a cada uno de los oradores y a sus respectivos sermones.26
Ya desde la primera parte del Sagrado padrón de 1690, en las últimas líneas de su “Descripción del templo”, Ramírez de Vargas anuncia con bombo y platillo a los ocho oradores que predicaron durante la octava: “los que, veteranos en su milicia [de María], sirviéndoles el púlpito de tienda de campaña, dieron principio a la salva de sus primeros albores” (23v-24r) y dedica las siguientes páginas a reseñar el desempeño de cada uno de ellos.27 Al llegar al octavo orador, el autor de la relación echa mano de una alegoría que le sirve para presentar, en retrospectiva, los ocho sermones como las cuerdas de un solo instrumento armónico: la lira de Anfión que, al igual que sirvió para atraer las piedras que formarían el muro de Troya, servirá en esta ocasión para construir los muros, más duraderos, del Templo de San Bernardo. Así pues, dice Ramírez de Vargas que el octavo predicador, Juan de Narváez Saavedra: “cerró con dos claves de oro la octava, para que acabase maravilla: conocióse por su Anfión cómo era la elocuencia de Mercurio: tocó las siete divinamente suaves cuerdas que habían sonado antes y, templando la suya su modestia, suspendió los aires y atrajo los escollos, construyendo de más perpetuos muros el ámbito del templo” (26v).
La relación de los festejos cierra con un soneto que también cifra y comenta el desempeño de los ocho oradores, a quienes alude con otros tantos epítetos que se concentran en los dos primeros versos:
Clarín, estrella, luz -que lucen uno-
astro, polo, Anfïón, bajel y llama:
todos volando en plumas de la fama,
discurrió cada cual como ninguno.
A un fin, a un puerto sin peligro alguno
inmenso mar de concurrencias llama
y, por rumbos diversos que derrama,
mucho tridente hollaron a Neptuno.
De varias flores se vistió el paraíso,
poco el ángel al hombre diferencia:
cada genio distinto nos da aviso
que la hermosa de Dios omnipotencia,
criando varias mentes, hacer quiso
de varia especie cada inteligencia.28
También los autores de los paratextos se esfuerzan por encontrar -o inventar- una estructura que vertebre las piezas predicadas durante la octava y, una vez más, por hacerlas parte de la fiesta. En el “Parecer” que escribe para los ocho sermones, el célebre jesuita Francisco de Florencia los integra en una alegoría de la creación: el primero fue la luz; el segundo, el cielo; el tercero, la Tierra; el cuarto, el Sol; el quinto, las aguas; el sexto fue del primer hombre del mundo; el séptimo, de su compañera; el octavo fue la perfección de la fiesta, y en él “hicieron armonía los otros sermones”. A continuación, fray Miguel de Aguilera, autor del “Sentir”, compara a los maestros predicadores con astros que, “influyendo con diversidad de virtudes y efectos en los corazones humanos, conservarían su Iglesia como los astros materiales”, y “con la variedad de sus influjos, el mundo”, pero “con la homogeneidad de una luz examinada, cualificada y aprobada por este mismo Señor, como lo fue la del día primero”. Fray Miguel concluye diciendo que, por todo lo anterior, los ocho sermones “merecieron los aplausos que tuvieron, que llenaron su asunto, y que tocaron todas las circunstancias de él con discreción y espíritu”.
Los sermones se hacen cargo de las circunstancias de la fiesta
Sin duda, las diversas circunstancias que confluyeron en las fiestas por la dedicación del Templo de San Bernardo, aquel año en la capital novohispana, planteaban una serie de retos y complicaban la elaboración de los sermones: había que hacerle los honores al patrón muerto y agradecer debidamente su generosidad, sin opacar el esfuerzo ni el mérito de los vivos: sobrino-yerno e hija del difunto, a quienes había que halagar como benefactores, y cuyo matrimonio había que validar, por tratarse de una unión entre primos. Igualmente, había que hacer notar la asistencia al sermón de los altos dignatarios de la Iglesia o el Estado. Por supuesto, también había que celebrar a María en su imagen de Guadalupe, por expresa condición del primer patrón, y, al mismo tiempo, a san Bernardo, titular original del templo y del convento que se habían terminado de edificar y restaurar, y ahora se dedicaban. Encima de todo esto, si tocaba predicar el sermón el día en que se celebraba a otro santo o algún misterio, también había que hacer referencia a la fiesta en cuestión.
La adecuada “concordancia” o armonización, en el cuerpo del sermón, de todos esos factores concurrentes (lo que se llamaba “tocar -o hacerse cargo de- las circunstancias”) era una especie de precepto impuesto por el uso -aunque criticado por los prudentes- para el buen desempeño de los protagonistas del púlpito. Implicaba un procedimiento mental no muy diferente del que se llevaba a cabo al elaborar un “concepto” barroco: se trataba, en efecto, de hallar correspondencias entre objetos que, en un principio, no tenían ninguna relación entre sí.29 Los oyentes letrados del siglo XVII hispánico, avezados en escuchar sermones, tendrían grandes expectativas sobre las piruetas conceptuales que harían ciertos predicadores para conciliar, o concordar, en su sermón una serie de hechos diferentes.30 Veamos un ejemplo de la manera como se hicieron cargo de las circunstancias de la fiesta quienes subieron al púlpito durante esta octava.
El primer día José Vidal de Figueroa, decano de la Facultad de Teología de la Universidad, que había ganado dos veces las oposiciones a la cátedra, dice Ramírez de Vargas: “a punta de lanza, en la arena agonal de Minerva”, consideró oportuno “tocar la circunstancia” de que el nuevo patrocinador y su consorte eran primos hermanos, y tratar de armonizarla con la de la construcción y dedicación de un templo. Para ello toma como punto de partida la historia de Jacob y, echando mano hábilmente del suspense, empieza refiriéndose a la conflictiva relación del patriarca hebreo con los ángeles, de quienes recibe muestras de afecto contradictorias durante diferentes etapas de la construcción del templo de Betel:
Al poner la primera piedra, cuando se comenzó la fábrica […], todos eran cariños y agasajos los de los ángeles con Jacob, pues le guardaban hasta el sueño, y acompañaban y entretenían en el viaje de su peregrinación; después, cuando vuelve a perficionar y dedicar el templo que había comenzado a la ida, le sale un ángel al encuentro y, arrojándosele a los brazos, estuvo luchando toda una noche con él […] como si fuera su enemigo.31
El predicador entonces se pregunta por la causa de que los ángeles se comporten de manera tan contradictoria con Jacob, para responder parafraseando un comentario del jesuita Giovanni Paolo Oliva:
Cuando se comenzó a edificar el templo no era casado Jacob, iba en estado de celibato, que es propio del eclesiástico. Cuando vuelve a acabar el templo y dedicárselo a Dios, viene ya casado, y por eso el ángel, sentido de que hubiera dejado el estado de celibato, que es propio de eclesiástico, celoso riñe con él. Pero la dicha fue que esta lucha y rija no fue para baldonar a Jacobo ni maldecirlo, sino para bendecirlo casado.32
Observa a continuación que es Jacob quien le pide al ángel que lo bendiga, “señal [de] que tenía necesidad precisa de aquella bendición para algún efecto grande”, y que la prontitud con que el ángel lo hace después de haber luchado largamente contra él es prueba de que el ángel conocía la importancia de esta bendición para que Jacob pudiera conseguir lo que pretendía. Sólo cuando ha llegado a este punto, el predicador menciona que Jacob se casó con una prima hermana, y que “aunque este grado de parentesco no era impedimento entonces para el matrimonio, siempre entró la naturaleza con algún recato en el uso de los matrimonios emparentados, porque así lo dicta la razón de la honestidad en que se fundó la Iglesia”.33 Peor aún, en el caso de Jacob podría sospecharse que la causa del matrimonio había sido el interés. En este punto de máxima tensión del sermón, cuando el auditorio debía de haber estado más suspenso de la boca del predicador, éste otorga la absolución a los primos consortes:
Todas estas sospechas se borran con la bendición del ángel y [con el hecho de] dedicar a Dios un templo como el que edificó [Jacob] en Bethel. Ingenioso medio y prudente resolución para alcanzar la bendición del ángel de Roma (que es el Pontífice supremo en frase de san Juan) proponerle que se ha de edificar un templo a Dios, para que luego diera su bendición en la dispensación.34
No debe extrañarnos que, antes de concluir su sermón, tras varias páginas más en que habla de san Gregorio, del protagonismo de los ángeles y de los hombres en la celebración del templo, de Bernardo y de María en su imagen de Guadalupe, incluso de san Juan Bautista (en cuya fecha cayó ese día la octava), José Vidal explique lo siguiente: “se ha deshilado el discurso en algunas digresiones precisas para cumplir con la narración del caso que comprehende esta solemnidad”.35
El autor del sermón se ha preocupado por “cumplir con la narración del caso”, es decir, por tomar en cuenta y ponderar en su sermón las circunstancias de la fiesta. Es aquí donde la relación de fiesta y la oratoria sagrada se complementan y, momentáneamente, confluyen para formar una unidad, unidad vacilante que puede verse reflejada en la historia editorial a que me he referido en estas líneas. Por esa razón, además de intentar reconstruir la historia editorial del Sagrado padrón, he querido mostrar un ejemplo de cómo los oradores sagrados “se hacían cargo de las circunstancias” de las fiestas durante las cuales predicaban, recurriendo a una moda del momento que se había convertido prácticamente en precepto, y que no escapó a la crítica risueña de sor Juana ni a la menos risueña del padre Isla. De manera correlativa, he intentado mostrar también cómo el autor de la relación y los autores de los paratextos se esforzaron por otorgarle, de algún modo, unidad y coherencia al conjunto de los sermones, así como por integrarlos al conjunto mayor de la fiesta. Todo ello pone en evidencia las tensiones que tuvieron lugar entre dos de los géneros más importantes durante el siglo XVII en Nueva España: el sermón y la relación de fiestas.
Final de fiesta
Decía al principio que, tras los ocho sermones que formaron parte de la celebración de la octava, el narrador de estos festejos añade tres textos más: una “Pompa fúnebre”, que consiste en una relación pormenorizada de las exequias que rodearon la remoción de las cenizas del capitán benefactor, y de su traslado desde la capilla de la Cena de la Catedral de México, donde habían sido depositadas, y la colocación en una urna cubierta de terciopelo con la Cruz Roja y el hábito militar de la Orden de Santiago, de la cual había sido caballero, hasta su depósito en una ardiente pira fúnebre en el nuevo Templo de San Bernardo, cercada de hachas encendidas.
Representantes de todas las órdenes religiosas asistieron a cantar el responso; también los infantes del Colegio de San Juan de Letrán, seguidos por el clamor de las campanas. Toda la celebración tuvo el beneplácito del arzobispo Aguiar y Seijas, fue presenciada por el Venerable Cabildo y contó con “lo más condecorado de la nobleza y grande concurso” de la sociedad novohispana.
Se cantó una misa de Réquiem, ceremonia sazonada con la enternecida voz de las campanas y las mal contenidas lágrimas de familiares, amigos y beneficiados del difunto, y “acabando el Requiescat in pace, quedado en mudo silencio todo, se atendió que lo rompía en el púlpito voz sonora y eficaz: conocióse ser del aliento del reverendo padre fray Diego de las Casas Zeinos”. Después de hacer una breve apología de la persona del orador, de su sabiduría y del “poder valiente de su siempre aplaudida elocuencia”, la pompa fúnebre concluye con la solemne voz del último orador sagrado que desfila por este volumen, anunciando el comienzo del sermón fúnebre. Con éste, seguido de un poema elegiaco de Ramírez de Vargas al patrocinador, concluye el Sagrado padrón.
Conclusiones
La historia editorial del Sagrado padrón refleja la relación dinámica que existió entre los dos géneros que más ocuparon a las prensas novohispanas del siglo XVII: el sermón y la relación de fiestas. Por una parte, y como hemos visto, al ser un “texto de textos” (según expresión de Giuseppina Ledda), la relación de fiestas podía incluir, entre otras cosas, uno o más sermones y, al hacerlo, les proporcionaba visibilidad y otorgaba al conjunto de las piezas predicadas cierta cohesión y sentido orgánico, como se refleja, en este caso, en las palabras que Ramírez de Vargas dedica a cada uno de los predicadores y al conjunto de ellos -y este hecho no deja de tener su trascendencia literaria y editorial.
Por otra parte, al participar en el programa, el sermón no sólo le proporcionaba un lustre especial y un tono solemne a la fiesta, asimismo servía para comentarla, para explicar su razón de ser y su trascendencia, legitimándola así frente a la autoridad religiosa, el público letrado o la sociedad en general, como hemos podido apreciar a través de algunos ejemplos. De paso, como también se ha mostrado, la palabra de los oradores sagrados a menudo servía para poner en escena -o bien para dejar entre tenues bambalinas- las diversas pugnas y juegos de poder que estaban ocurriendo en determinado momento entre las diferentes órdenes religiosas o entre los diversos estamentos del poder civil y eclesiástico.
De esa manera, la práctica editorial de incluir los sermones predicados durante un festejo en la correspondiente relación de fiestas benefició a ambos géneros, favoreciendo una especie de relación simbiótica entre ellos. Naturalmente, dicha práctica conllevaba un alargamiento en los tiempos de publicación, además de gastos extraordinarios de impresión, especialmente cuando se imprimían todos los sermones de una octava o una novena. Esos gastos podían ser cubiertos por los patrocinadores de la fiesta (órdenes religiosas, individuos poderosos, o inclusive los máximos representantes del poder político o religioso), o bien, como parece ser el caso del Sagrado padrón, podía haber patrocinadores específicos para la impresión de la correspondiente relación.
De la particular historia editorial que hemos revisado puede deducirse que, ya fuera por la mayor o menor prisa que se tenía para publicar una relación, o de los gastos que esto conllevaba, o bien en función de diferentes grupos previstos de destinatarios, incluso por el interés personal de los autores de la relación (como también parece ser el caso de la edición de 1690 del Sagrado padrón), en Nueva España llegaron a coexistir diferentes proyectos editoriales en torno a la misma relación de un festejo.