Introducción
La clave para una celebración perfecta -sea una fiesta de XV años, una boda o un aniversario- es la óptima organización. En México, los preparativos del Centenario de su Independencia se llevaron a cabo unos años antes, en los albores del siglo XX, suscitando debates por toda la república. Ya en diciembre de 1900, en El Tiempo -periódico católico dirigido por Victoriano Agüeros, de 1883 a 1911- se publicó un artículo en el cual se discutían los monumentos (estatuas, obeliscos o torres) que conmemorarían el Centenario a celebrarse en 1910, fecha de trascendental importancia para brindar homenaje al progreso de la nación mexicana desde su independencia de España.1 Según el editorial, los monumentos históricos “no sólo tienen la misión de poner en relieve el tipo heroico predominante en una nación, sino también la de expresar cuáles son los sentimientos de admiración que normalmente viven en la conciencia popular”.2 Durante esa primera década del siglo XX, tanto el pueblo como los políticos se dedicaron, con profundo fervor nacional, a gestionar los símbolos, los eventos y las instituciones que definirían adecuadamente a un México con cien años de libertad, es decir, se buscaron cuáles serían las canciones, las artes y los héroes del Centenario.3
Como se verá en el presente artículo, dicha faena clasificatoria no fue fácil. Parecía inalcanzable que todos los bandos políticos, religiosos y culturales concordaran en gustos, objetivos y mensajes. En 1907, entre las discusiones del sinfín de discursos, desfiles, fiestas y símbolos que conmemorarían la Independencia de México, el gobierno federal convocó a la creación de una Comisión Nacional del Centenario.4
Los monumentos que se erigirían (¿a quiénes?, ¿para qué?, ¿cómo?) fue, desde el principio, una preocupación constante en esa época, conocida como el Porfiriato (1876-1911); por ello, no es de extrañar que uno de los primeros textos teóricos que indagaban sobre monumentos -su significado, clasificación y valor cultural- se publicara en 1903.5 El afán de levantar estatuas -el anhelo nacionalista que se vivía en ese periodo y el que se desplegaba en los años previos al Centenario- dio paso también al debate que rodeó tal entusiasmo.6 Hasta el día de hoy, el Porfiriato es reconocido por su gran legado monumental y arquitectónico,7 como el Ángel de la Independencia, el Hemiciclo a Juárez y el Palacio de Bellas Artes, los cuales siguen siendo los lieux de mémoire más emblemáticos de México, en particular, de su gran capital. Paradójicamente, aunque el principio del siglo XX atestiguó un verdadero auge del monumentalismo, diferentes teóricos analizaron la inoportunidad y el anacronismo de los monumentos.8 La llamada “pax porfiriana” nunca estuvo libre de debates, conflictos y visiones divergentes acerca de la trayectoria de la nación.
Mientras esto sucedía, ciertos periódicos de la época fueron publicados con el propósito de otorgar voz a los marginados -los que se quedaron fuera del festín nacional que sería el Centenario-. Al respecto, cabe hacernos la pregunta: ¿realmente lograron destacar una versión no oficial de la historia? El Centenario sirve como punto de inflexión, un momento para pensar hasta qué punto existía una prensa obrera durante el Porfiriato. Si bien se sabe que tales celebraciones servían como foros políticos en los cuales los distintos bandos ideológicos abogaron por construir cierta imagen de la historia nacional, debemos analizar si se hizo oír la voz del proletariado.9 Mediante un estudio de la prensa obrera del momento, ¿podemos decir que el Centenario otorgó la oportunidad al proletariado mexicano para expresar sus opiniones, quejas y desacuerdos? En las siguientes páginas indagaremos sobre estos temas.
Con el análisis detallado de uno de los periódicos obreros más notables del Porfiriato, El Diablito Rojo, veremos cómo fueron objeto de crítica los planes porfiristas para el Centenario, los cuales tenían el mismo afán monumentalista de la época. A través de los editoriales y de las portadas -varias litografías de José Guadalupe Posada-, El Diablito Rojo se valió de un lenguaje humorístico y chacotero para excoriar al grupo organizador de las actividades del Centenario. La publicación fue dirigida por Régulo Rodríguez durante su primera época (1900-1901) y más adelante, después de una larga pausa, bajo la dirección de José M. Ramírez y Ramón Álvarez Soto, se volvió a publicar durante tres años (1908-1910). Álvarez Soto fue el más renombrado, y en el encabezamiento del periódico se explicaba que es a él “a quién deberá dirigirse toda la correspondencia”.10 También apareció como “Director del ‘Diablo Rojo’” en una de las guías callejeras de Ciudad de México publicada en 1903 (el Directorio general de la República Mexicana), donde se señala que el periódico tenía su oficina en el apartamento 828 del número 11 de la calle Santa Isabel.11
En los albores del siglo XX, Álvarez Soto ya había sido periodista en El Español y también en El Paladín.12 Anteriormente fue redactor en El Monitor Republicano, periódico que se consideraba portavoz de los llamados liberales puros -que defendían la Constitución de 1857 y se rehusaban a aceptar la ideología positivista promovida por Díaz y su elenco de científicos-.13 Que Álvarez Soto se asociara con El Monitor Republicano le brindaría cierto notorio renombre, especialmente entre los pliegues de El Hijo del Ahuizote, cuyos redactores lo tacharon de “agachupinado”, cuyo trabajo constaba de una “apología de la boina y de la alpargata, y con un calor como si su editor hubiera nacido en los suburbios de Bilbao”.14 Asimismo, Álvarez Soto formaba parte de la Prensa Unida de México, organización en la que, en 1907, asumía el puesto de “vocal propietario”.15 Como muchos otros periodistas de su época, también fue encarcelado numerosas veces por acusaciones de difamación, calumnia y desprestigio, y pasó mucho tiempo en las bartolinas de Belén durante los últimos años del siglo XIX y la primera década del XX; incluso coincidió con otro periodista célebre del Porfiriato, Filomeno Mata.16
El compromiso social y político de El Diablito Rojo -periódico que se definía como un “semanario obrero de combate”- parece evidente, ya que no existe una sola edición en la que no se haga referencia a la clase obrera -su lucha, sus condiciones sociales y su honradez-, sin embargo, y como a continuación veremos, los puntos ciegos del periódico fueron significativos. Nuestro argumento para analizar El Diablito Rojo tendrá su base en el pensamiento de Antonio Gramsci, teórico italiano que planteó que las normas culturales vigentes de una sociedad son impuestas desde arriba, por la clase hegemónica.17 Aun siendo opositores al régimen, los creadores de El Diablito Rojo no se abstuvieron de participar en una fiesta que prometía ser, en una palabra, “monumental”.
Como Revista Moderna, otra publicación porfiriana algo parecida a El Diablito Rojo, el periódico de Álvarez Soto nunca asimiló por completo el discurso del movimiento socialista;18 es más, según lo plantea Juan Felipe Leal, muchas disertaciones políticas que pretendían oponerse al régimen de Díaz, aunque atendían “la condición de los campesinos y los obreros”, eran, a fin de cuentas, programas “para una burguesía nacionalista”.19
Preocupaciones en la prensa durante los albores del Centenario
En los preparativos del Centenario, no todo en México fue color de rosa. Desde luego, la fiesta estaba programada, pero no había consenso en los procedimientos y presentación de las celebraciones. Varios de los desacuerdos políticos, culturales y sociales se expresaron en la prensa del Porfiriato.
Fue el 5 de febrero de 1857 cuando, durante el mandato de Ignacio Comonfort, se ratificó una Constitución para México, documento que se consideraría uno de los más liberales de las Américas, tan progresista que, cien años después de su aprobación, el historiador Edmundo O’Gorman lo calificó de “utópico”.20 Entre los asuntos más polémicos que trataba el nuevo código estaba la Ley de Amparo, la cual consistía en proteger los diferentes derechos del individuo frente al Gobierno y al comercio. También resultó llamativo el hecho de que la nueva Constitución no señalara explícitamente el catolicismo como religión oficial del Estado mexicano. Con la consolidación de los llamados científicos -la élite política que ocupó puestos importantes en el gobierno de Díaz, y que solía promover soluciones a los dilemas estatales basadas en la filosofía positivista-, se empezaron a debilitar algunas de las garantías sociales más destacadas. Para la élite porfirista, el continuo progreso de la nación requería fórmulas programáticas que sirvieran para “administrar” la pax porfiriana; sin embargo, el idealismo político y la libertad individual les importaban menos. Publicaciones como El Diablito Rojo se dirigían principalmente a los del otro bando, a los “liberales puros”, quienes lamentaban lo que percibían como un deterioro de los derechos individuales que supuestamente se habían garantizado en la Constitución de 1857. En la portada del número publicado el 8 de febrero de 1909 se hace referencia a un imaginado “Museo de Antigüedades” en el que se resguarda la Constitución, con lo cual simbolizaban que los valores de dicho documento se habían relegado al olvido: “En la actual transformación / de México viejo en nuevo, / el Pueblo -pobre mancebo- / se halló una Constitución”.21 Con el Centenario próximo, se cuestionaba de nuevo cuál sería la herencia de este gran estatuto.
Otros asuntos políticos también se discutían con la llegada de la mencionada conmemoración nacional. Se ha examinado a detalle la celebración de ciertos héroes patrios, ya que en ese momento se tuvo la necesidad de elegir a los padres fundadores que se debían enaltecer. Una figura en particular se convirtió en tema de discusión: Agustín de Iturbide, un militar que, entre otras cosas, apoyaba la monarquía y fue apologista de la Iglesia católica. Después de llevar a cabo exitosamente el Plan de Iguala, proyecto militar y político para la consumación de la Independencia de México, se proclamó emperador (julio de 1822 a mayo de 1823). Una de las mayores preocupaciones, entonces, fue integrar la figura de Iturbide en el desfile histórico que se realizó por las calles capitalinas el 15 de septiembre de 1910, así como la alusión a su efímero imperio en la letra del himno nacional.22 Como es de suponer, fue principalmente en los periódicos de índole católica donde se abogó por la inclusión de este personaje. La desconfianza -si no el insulto- hacia el comité que nombró Díaz para preparar los festejos de 1910 se registró en una columna de la primera página de La Voz de México, poco más de un año antes de la celebración: “En vano la Comisión del Centenario procura animar a los pueblos. Una glacial indiferencia responde a sus obligados llamamientos”.23
En la prensa de oposición hubo una particular reflexión que fue, por mucho, la más seria rumbo al Centenario de México: el continuo encarcelamiento de periodistas. Durante la década de 1880, los cambios al Artículo 7 de la Constitución generaron la facilidad para el arresto y encarcelamiento de periodistas, cuyos textos habrían ofendido a un periodista rival que tenía acceso a un amigable juez de distrito.24 Antonio Saborit señala que la última década del Porfiriato se caracteriza por su profunda tensión en el ámbito periodístico: “la toma de protesta de Porfirio Díaz en diciembre de 1900 y su renuncia en mayo de 1911, al tiempo que la prensa lograba hacerse escuchar, la imagen de la cárcel de Belén, en particular, o la de la celda, en general, acabó de fijarse como uno de los principales escenarios de la prensa”.25 Precisamente en esa época la Prensa Unida, una organización de periodistas cuyo propósito fue proteger y promover los derechos del gremio, encontró un segundo impulso mientras retomaba el crucial asunto de los periodistas encarcelados.26 Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de Ireneo Paz, la organización se enfrentó a una falta de cohesión en la mayor parte del Porfiriato; por lo menos, después de la sesión de una noche de noviembre de 1907, los editorialistas reportaron que: “Nos complace observar el espíritu de armonía con que se ha establecido la unión de periodistas, por cuya solidaridad perpetua abogamos para bien de los que componemos el cuarto poder del Estado”.27
Los periodistas no ignoraron el aniversario de la Independencia de México y la atención que la comunidad internacional dirigió al país, por lo cual el Centenario “tuvo un enorme apoyo de la prensa escrita”.28 Periódicos de distintos arraigos gastaron mucha tinta en las festividades: “De los aspectos sobresalientes del periodismo, fueron los festejos conmemorativos del primer Centenario de la Independencia de México”.29 Aquellos que estaban a cargo de organizar esta celebración explícitamente animaron al gremio editorial para que se sumara a su difusión. A inicios de 1907, la Comisión subrayaba la importancia de la prensa para el éxito del Centenario: “tratándose de una solemnidad que a todo mexicano interesa, la Comisión Nacional cuenta ya con el apoyo de los Sres. Gobernadores de los Estados, así como con el no menos valioso de la prensa toda del país”.30 No es exageración que “desde abril de 1907 y hasta finales de 1910 no hubo día en que no apareciera en la prensa cotidiana alguna nota referente a la celebración”.31
Nadie faltó a las fiestas, lo cual brindó a los periódicos de oposición una oportunidad para dejarse oír. Las celebraciones prometían una gran ocasión para llamar la atención sobre los periodistas presos que seguían consumiéndose en lugares temibles como la Cárcel de Belén. ¿Acaso se celebraba una fiesta así, detrás de barras? En marzo de 1910, unos seis meses antes de la inauguración de los festejos, el periódico El Constitucional lamentaba el continuo encarcelamiento de articulistas en un editorial de la primera página, titulado “¡Que no haya periodistas presos en el Centenario!”. En la columna, escrita por Rafael Martínez, bajo su seudónimo Rip-Rip (que también usarían Manuel Gutiérrez Nájera y Amado Nervo), se lee: “En el año en que la Nación celebra el centenario del Grito de Libertad, deplorable sería que la libertad de la Prensa exhibiera como emblema periodistas tras las rejas de la cárcel; algo así como el derecho de pensar sujeto a un grillete”.32 Se expresarían los mismos temores y enojos entre las páginas de El Diablito Rojo un año antes, cuando México ya pensaba el Centenario: “Cierto, que en estas fechas, / El que se duele de cualquier periodista / Piensa en la muerte, / Pero es el caso, / Que en estas y en las otras / Se os llevó el diablo”.33 Como se comentó, el mismo director de El Diablito Rojo, Ramón Álvarez Soto, también cayó preso numerosas ocasiones.
Durante los años, meses y días previos al Centenario fue, quizá, El Diablito Rojo el periódico que más se destacó por atacar a los organizadores de estas fiestas tan esperadas. ¿Qué tenía que celebrar México, país en donde una camada de tecnócratas se interesaba más por engrasar las palmas de financieros extranjeros que por mejorar las condiciones en las que vivía la mayoría de la población, fueran indígenas, campesinos u obreros? Los editores de El Diablito, junto con uno de los litógrafos más renombrados del Porfiriato, José Guadalupe Posada, se dieron a la tarea de criticar a quienes detentaban el poder durante el Centenario.
Apreciar cómo Posada, a través de su arte, trató dichos festejos sirve para lograr un mejor entendimiento de su posicionamiento socio-político dentro de la sociedad porfiriana. Debido a las múltiples referencias e intertextualidades de sus caricaturas, las cuales en diversas oportunidades nos remiten a la cultura artística europea, podemos decir que, lejos de encarnar al cien por ciento la identidad de la clase obrera mexicana, Posada, tal vez como su público de lectores, se encontraba en una encrucijada de discursos -por un lado, pendiente del pensamiento de las élites y los llamados “magos del progreso” y, por otro, simpatizante de las luchas de la clase obrera-.34 Como plantea José Mancisidor, varios periodistas enfrentaban condiciones laborales algo parecidas a las del proletariado, ya que también “permanecieron al margen del festín porfiriano”.35
Las litografías de Posada -halladas en el periódico de Álvarez Soto- nos permiten presenciar los límites de la oposición política durante el Porfiriato. El Diablito Rojo tal vez nunca fue una publicación por y para los obreros, sino un impreso dirigido a un público de lectores que “compadecían” a la clase trabajadora -lo que varios estudiosos han referido como, más bien, un “gesto retórico”-.36 En el siguiente apartado matizaremos la afirmación de que la publicación que nos ocupa fue “antiporfirista” y “obrera”.37 Como nos recuerda Carlos Illades, acudiendo a la teoría gramsciana, tal planteamiento no implica que estos “pequeños caprichos individuales”, como “su pensamiento, arte, escritura o ciencia carezcan de valor, sino que han abandonado aquella función conectiva”.38 Es decir, examinar el trato que se dio al Centenario en El Diablito Rojo resalta la brecha ideológica que se vivía en la supuesta “prensa obrera”.
El Diablito Rojo, sus monumentos críticos del Centenario
La reacción de El Diablito Rojo hacia el Centenario fue, hasta cierto punto, ambivalente. Por un lado, los editores se aprovechaban de los extravagantes preparativos para criticar fuertemente el gobierno de Díaz y su camada de tecnócratas. Por otro lado, parece que a los periodistas de este medio les fue imposible no dejarse llevar por el entusiasmo nacionalista que aseguraba el Centenario. Las festividades y el fervor patriótico servían para animar las mentes y conmover los corazones; no había nadie que no fuera invitado a la fiesta.
La fuerza discursiva del gobierno central fue tanta que incluso estableció las condiciones de la conversación pública en torno de las celebraciones que se preparaban. Los sentimientos nacionalistas que se exaltaron fueron hegemónicos, pues hasta las voces disidentes estaban incluidas. En relación con el Centenario, se estaba gestando un sentir cuya estructura se basaba en el patrón ideológico concebido por las autoridades; los objetivos porfiristas se convirtieron en numen político y saber universal. Los planteamientos del filósofo italiano Antonio Gramsci -contemporáneo de los editores de El Diablito Rojo- valen para explicar cómo la desiderata política porfiriana se hizo y se impuso como el espíritu del momento.39 Gramsci detalla su concepto de la hegemonía, que describe la manera en que el grupo político dominante logra promover un tipo de consenso. En pocas palabras, los editores de El Diablito Rojo no pudieron faltar a la fiesta más grande del siglo, su ausencia era inimaginable. Asimismo, al parecer, no podían concebir una fiesta sin algún tipo de monumento construido con el explícito propósito de conmemorar tanto el orgullo como el irónico dolor de pertenecer a la clase obrera.
Al principio del siglo XX -una década antes del Centenario- varias voces públicas en México ya meditaban cómo brindar un mejor homenaje al país, por su siglo de independencia; y, por su parte, El Diablito Rojo desarrollaba una respuesta irónica y sardónica al afán monumentalista porfiriano. Contra los monumentos oficiales -los proyectos de gobierno, el discurso oficial y la construcción masiva-, esta publicación periódica ofreció una mordaz crítica de las fiestas.
Para tal efecto, los editores aprovecharon la oportunidad de burlarse de los extravagantes planes presentados por el célebre diputado Juan A. Mateos, a finales de 1900. Periodista, abogado, novelista y político, Mateos era una de las figuras que más apoyaba el nacionalismo mexicano -y enaltecía a los héroes y los hitos nacionales-, sobre todo durante la época de la República Restaurada. A través de sus novelas de índole histórica (El sol de mayo, El Cerro de las Campanas, y Sacerdote y caudillo) Mateos idealizó a las figuras históricas más destacadas del siglo, tales como José María Morelos, Benito Juárez e Ignacio Zaragoza.40
No es de sorprender que fuera Mateos quien, en plena celebración del Centenario, dijera uno de los discursos más destacados de las festividades -el de las 9 de la mañana del 16 de septiembre de 1910-, que tuvo lugar en la glorieta principal de la Alameda central con la presencia del presidente de la república, el general Porfirio Díaz.41 Previamente, el diputado se había dejado llevar por el entusiasmo arquitectónico, el 6 de diciembre de 1900, cuando promovió, frente a la Cámara, un proyecto para la construcción de un monumento que homenajeara el siglo XIX.42 No fueron pocos los cotidianos que ridiculizaron la propuesta, sobre todo la prensa católica. Y un día después, La Patria de México se refirió a esa propuesta como “un proyecto disparatado” cuya “absoluta carencia de seriedad” parecía más “una función de circo”.43 Aún más crítico es un artículo de La Voz de México, que asemeja el discurso del político con el anticlericalismo: “La pieza del señor Mateos es una avalancha de incoherencias que se derrumba con el estruendo propio de las cosas inútiles; y tiene la particularidad que caracteriza todas las obras del clerófobo mexicano; es decir, que no se entiende”.44 Finalmente, nunca se construyó el monumento tan alabado por Mateos.
El Diablito Rojo también decidió opinar al respecto. En la primera página de la edición del 31 de diciembre de 1900 aparece el jorobado Mateos al lado de un inversionista, quien parece cautivar, si no seducir, al diputado con un monumento en construcción (Imagen 1). Éste, que tenía entonces unos 70 años de edad, examina con cara de escrutinio y entrecerrando los ojos la base de la obra, la cual están trabajando unos albañiles con palas y picos, todos sonriendo como con idiotez. El monumento inacabado es nada más una base circular hecha de ladrillos, también luce una sonrisa tonta, guasona, incluso necia; y parece como si estuviera viva y deforme, horripilante, consciente del sinsentido del proyecto de Mateos y el posible despilfarro de fondos. Junto al dibujo hay tres estrofas de cuatro líneas cada una, que riman y describen al diputado como un “esperpento”. Curiosamente, el monumento parece, más bien, un pozo, es decir, un agujero en el suelo, lo cual sugiere la infecundidad y falta de sentido. La rima apostrófica dice: “Desde adentro de este pozo cuatro siglos se están riendo!”.45 Con esto, los editores del El Diablito Rojo empezaron su crítica del Centenario.
Más adelante, en 1909, cuando México estaba en los preparativos inmediatos de los festejos, vemos ya en El Diablito Rojo el desarrollo de un discurso crítico sobre tales celebraciones. En varias ocasiones durante aquel año preparativo, los editores lamentaron la falta de cohesión y colectividad que existía entre la clase obrera; así lo proclama el titular de un artículo que data del 27 de diciembre de 1909, en el cual se hace alusión explícita al Centenario, “la gran manifestación debe ser colectiva”.46 En otras columnas, los articulistas se quejaban de la falta de “centros recreativos cultos y baratos para el proletario”, una petición que se hacía más patente mientras se acercaban las fiestas.47
Muchas veces estas llamadas a crear un espacio dónde cultivar el espíritu de una colectividad gremial aparecieron en una columna diaria publicada en la segunda página de El Diablito Rojo, llamada Crónicas Color de Hormiga, escrita bajo un seudónimo -un tal Felipe Derblay, nombre del protagonista titular de la novela del francés Georges Ohnet-. En dicha columna se abogaba por nuevos programas y oportunidades para la clase proletaria. En un artículo titulado “El Centenario de la Independencia y las Sociedades Mutualistas”, el enigmático articulista Derblay plantea la creación de un “parque-casino” en los llanos de Balbuena, ubicados al oeste del centro histórico de la capital mexicana. La construcción de dicho parque debía ser “algo patriótico y útil para todos”, y de “manera urgente”.48
Otro artículo de esa columna, del 2 de agosto de 1909, afirma que los “dos grandes problemas de actualidad” son las “elecciones y el Centenario”, y reprueba la falta de la presencia obrera en las fiestas: “En cuanto al elemento obrero, el trabajador, el alma del pueblo, no sabemos que se haya tomado iniciativa alguna para su participación digna en la fiesta patria. Esa participación no debe consistir en ampliadas procesiones, exhibición de estandartes, discursos y ofrecimiento de flores en monumentos o altares patrios”. El Diablito Rojo proponía, pues, que los obreros también fueran considerados dentro del imaginario nacional.
Era de esperarse que el Álbum dedicado al obrero mexicano saliera a la venta ese mismo año y que también se anunciara su publicación, por primera vez, en El Diablito Rojo los primeros días de agosto de 1909.49 Mientras el estado porfirista preparaba la publicación de Crónica oficial de las fiestas del primer centenario de la Independencia de México, bajo la dirección de Genaro García, los editores de El Diablito enfatizaban las realidades y emociones que les tocaba vivir.50 También fue producto de ese momento el Álbum, antología de unas 190 páginas que incluía intervenciones sobre la educación, la domesticidad, la salubridad y la higiene del obrero (Imagen 2). De especial interés en esta obra es un texto corto -de dos páginas- del periodista disidente Paulino Martínez,51 cuyo título es “¡Despierta, obrero!”, escrito en forma de diálogo, una conversación entre un obrero -escéptico de entregarse a todo lo que implica la fanfarria del Centenario- y el narrador, tal vez más sabio y reflexivo, listo para apaciguar las dudas del obrero acerca de su participación:
La patria va a celebrar su centenario.
¿No escuchas el rumor de sus hijos, que se preparan a festejarla dignamente?
¡Arriba tú también!
¿No tomas participio en esa gran fiesta, que nos recuerda nuestro nacimiento a la vida de hombres libres, de seres civilizados?
¿Por qué no?52
Martínez planteaba que el obrero debía participar en las fiestas; a primera vista, el Centenario parecería dirigirse a las élites del Porfiriato: los burócratas, los tecnócratas, los dignatarios y “barcelonetes” que apoyaban al duradero régimen de Díaz. Sin embargo, este autor asegura al supuesto lector -al obrero humilde, al ebanista, al tipógrafo- que también tendría que ser parte de las festividades. Entonces, no es que El Álbum anime a la clase obrera a que ignore las celebraciones del Centenario ni mucho menos a que se deje llevar por la agitación política, por el contrario, exhorta a que las aproveche para hacerse oír. Como el periodista oaxaqueño Manuel H. San Juan expone en su “Amor a la patria” -otra breve intervención en el Álbum-, la clase obrera deberá buscar “los cuentos y las leyendas, las crónicas y las historias, las rutinas y los monumentos, las obras de arte y los libros sagrados de las religiones, y dondequiera encontraréis el espíritu de la patria”.53
Llama la atención en esa misma obra el ensayo de Álvarez Soto, titulado “El trabajo y el ahorro”, en el cual exige a la clase obrera que no gaste más de lo que gana. Escribe: “[ahorrar] es la única tabla de salvación del obrero honrado”.54 Como Robert Buffington ha planteado, la perspectiva del editor de El Diablito Rojo siempre encarnaba una visión “más moralista” que la de sus colegas.55 Steven Bunker también notó la abundante publicidad que tienen varias publicaciones “progresistas”, entre ellas El Diablito. Como plantea este historiador, en las páginas del periódico de Álvarez Soto nunca se critica el sistema económico en sí.56 En la cúspide del Centenario, la misión del obrero no fue la de rechazar las pasiones patrias, sino acaudillar con el objetivo de cohesionar su movimiento. El discurso de El Diablito Bromista -otra publicación de la época que llevaba por subtítulo: Órgano de la Clase Obrera, Azote del Mal Burgués y Coco del Mal Gobierno-, por ejemplo, dialogaba con las disertaciones oficiales del régimen de Díaz y se asignaron la tarea de renegociar los términos de la apuesta nacional mexicana.
Para tal efecto, un año antes del Centenario, en 1909, El Diablito Rojo decidió festejar el 15 de septiembre con una edición a “doble tamaño y a colores”. Además, en la mencionada columna Crónicas Color de Hormiga, los editores defendieron el derecho del pueblo para celebrar las fiestas patrias a su manera, sobre todo, con el renombrado “grito”. Parecería que el texto servía como respuesta a quienes habían querido eliminar dicho acto, pues los autores calificaron esta supresión como “antipatriótica”.57
Sin lugar a dudas, el Centenario puso al descubierto notables disidencias políticas: el hecho de que algunos seguidores de Francisco I. Madero se aprovecharan del momento para abuchear al gobierno de Díaz no pasó por alto.58 Pero El Diablito Rojo nunca quiso dejarse llevar por las apasionadas masas, ni apoyaba el revoltijo político en sí ni promovía un violento golpe de Estado. Entre otros periódicos de la época dirigidos a la clase obrera -por ejemplo, La Guacamaya, El Diablito Bromista y la mordaz publicación escrita por los Hermanos Flores Magón, Regeneración-, El Diablito Rojo era uno de los más conservadores, teniendo en cuenta que pocas veces abogó por la huelga, la más común y tal vez más útil herramienta política del proletariado.59 La publicación siempre promocionaba los llamados “buenos modales” y exhortaba a que los trabajadores no pasaran sus días entre pulquerías, despilfarrando sus ganancias de parranda en parranda;60 de igual forma, los animaba a que practicaran la buena higiene, objetivo que encajaba perfectamente con el mensaje oficial de la tecnocracia porfirista.61
No obstante, quienes escribieron en El Diablito Rojo eran sospechosos de activismo e insurrección, y con justicia, pues como se explica en una de las intervenciones en la columna de crónicas, en 1909, “a algunos obreros nacionales -no a todos- ha encontrado el cacicazgo un nuevo empleo: los ha hecho ‘manifestantes’ y contramanifestantes a un tiempo mismo”. El artículo sugiere que ninguna de las presentes opciones políticas es convincente: “¿Qué es, pues, el obrero nacional? ¿Pórfro-corralista, o disidente reyista? Ni uno, ni otro”.62 Incluso, la publicación critica la utilidad de las sociedades mutualistas: “El mutualismo social, tal como está constituido en las corporaciones obreras de la República, es una explotación en provecho de unos cuantos”.63
Así que, en efecto, el mensaje de El Diablito Rojo nunca fue contra el Estado, sino para eliminar los límites del obrero dentro del liberalismo porfirista, lo cual no implica que su sarcasmo no fuera atinadamente mordaz, particularmente en el momento de imaginar los monumentos del Centenario, muchas veces a través de las litografías de la portada del periódico. Y, como mencionamos, en múltiples ocasiones estas imágenes fueron producto de la mano hábil del renombrado litógrafo José Guadalupe Posada, quien empezó a colaborar con el periódico desde su comienzo.64 Varias de las litografías que Posada creó para El Diablito Rojo podrían considerarse un contrapeso de los monumentos del Centenario.
Tres años antes de la fecha de aniversario, las fiestas nacionales empezaron a tomar forma: “Desde su nacimiento -1 de abril de 1907- y a lo largo de sus casi cinco años de existencia, la Comisión Nacional del Centenario cumplió una función social trascendental”.65 No es de sorprender que El Diablito Rojo haya publicado a principios de junio de 1909 su propio tipo de monumento, el cual aporta una visión distinta del Porfiriato y su tan esperado Centenario. Sin hacer referencia explícita al gobierno de Porfirio Díaz ni a su gabinete de científicos, la imagen de la portada, creada por Posada, representa una visión sorprendente (Imagen 3). Ahí vemos una escultura de composición triangular en donde los grupos que tradicionalmente han sido marginados en México se ven asediados por diferentes fenómenos: “miseria”, “cacicazgo” y “negreros y cabecillas”. En el centro hay una representación antropomorfa de “el pueblo”: un señor con rasgos indígenas cuya indumentaria consiste en huaraches, una camisa desabrochada y un sombrero de paja y ala ancha, estilo campesino; a su izquierda se encuentra una mujer con falda y huipil, vestimenta característica de la población indígena femenina; a su derecha, un hombre con rasgos mestizos que lleva una gorra, prenda común de la clase proletaria urbana. Cada una de estas figuras lucha por liberarse de un grupo de serpientes feroces, las cuales simbolizan los vicios sociales mencionados: pobreza, caciques y esclavistas. En la base de dicha composición, encima de la cual se balancea la figura nombrada “el pueblo”, se lee una especie de llamado a las armas: “viva la penca”; efectivamente, animando a los espectadores -al pueblo, a los pelados y hasta a los canallas, a todos los de abajo en México- a que se sumen al proyecto “monumental”. Es decir, que los verdaderos mexicanos -los que se encuentran oprimidos- promuevan su propio Centenario o hasta una “contracelebración”. En la parte inferior de la litografía se leen dos estrofas:
Donde el Cacicazgo medra
y el pobre pierde el derecho,
debe perpetuar el hecho
la estatua de bronce ó piedra
Pueblo heroico a quien no arredra
la fuerza bruta en combate,
que ante ninguno se abate
y es fuerte en todo momento,
debe alzar un monumento
contra el tirano magnate.
Será la masa de hierro
de la estatua, una protesta
muda, eterna, gigantesca
contra el opresivo yerro;
domine montaña y cerro,
y de un mar hasta otro mar,
puedan los pueblos mirar
en el momento altivo,
contra qué monstruo nocivo
deben unirse y luchar.66
Aquí Posada hace una parodia de Laocoonte y sus hijos, grupo escultórico griego que representa la advertencia de Laocoonte a los troyanos para que tengan cuidado con el caballo que los griegos les dieron como regalo. De esa forma, se sugiere que los lectores de El Diablito Rojo no acepten sin meditación los “regalos” del Centenario. Como explica John Lear, el taller de Posada estaba a pocos pasos de la antigua Academia de San Carlos, donde se resguardaba un molde de yeso de dicha estatua.67 En muchos sentidos el ilustrador -junto con los editores y, tal vez, los lectores de El Diablito Rojo- se encontraba en las penumbras de la cultura “occidental” y “oficial” y, así, desarrollaba su propia crítica.
Aunque el mensaje del poema parece bastante claro, vale la pena notar cómo el narrador se opone a los poderes: “contra el opresivo yerro”, mediante “una protesta muda”. También es llamativo el énfasis en las obligaciones de estas figuras oprimidas que deben “alzar un monumento contra el tirano magnate” y “deben unirse y luchar”. Así es como se va conformando la crítica de El Diablito Rojo al Centenario.
En los siguientes meses, cuando la publicación vuelve a comentar las festividades en su portada, los editores se enfocaron en uno de los proyectos más polémicos -hasta acalorados- de la celebración: la composición y puesta en escena de una ópera, género musical asociado con la cultura europea y sus perspectivas de raza, género e identidad nacional.68
Sin duda, fue difícil que una ópera -aunque basada en la historia, gente y sociedad de México- no emulara sumisamente la cultura europea;69 no obstante, los porfiristas siguieron adelante con sus planes para un Centenario que recogiera la atención mundial y con géneros artísticos relacionados con la cultura occidental.70 Díaz no se perdería la oportunidad de presumir frente al mundo entero, mientras que El Diablito Rojo, en plan de defender a la clase obrera, tampoco dejaría pasar la oportunidad de criticar los sueños de la élite porfiriana: esos “fifís”, “vendepatrias”, “afrancesados” y “agringados”.
A petición del mismísimo Porfirio Díaz, el 30 de agosto de 1909, el renombrado compositor potosino Julián Carrillo empezó a componer una ópera cuyo título, como luego se daría a conocer, sería Matilde, o México en 1810. El músico expresó a la prensa, el 14 de marzo del año siguiente, que pensaba entregar la obra personalmente al presidente el 2 de abril de 1910.71 A finales de septiembre de 1909 -pocas semanas después de la petición original de Díaz- se difundió la noticia en la prensa capitalina. También se dio a conocer que, en preparación del libreto de la ópera, Carrillo trabajaba con los redactores Luis G. Urbina y Leonardo S. Viramontes, quienes escribían en el periódico semioficial del gobierno porfirista, El Imparcial.72 Ambientada durante la guerra de Independencia, la obra narra una trágica historia de amor entre los personajes Matilde y León. El padre de ella, don Juan, es un capitán realista, y su enamorado, León, es un criollo que se empeña en luchar por la libertad de México. Al final, Matilde se suicida mientras que su padre asesina a León, el desventurado amante.
Por razones todavía desconocidas, Matilde no se estrenó durante las festividades del Centenario. Hay quien sospecha que hubo algún tipo de riña profesional o artística entre Carrillo y el intelectual porfirista Justo Sierra.73 Parece que éste último -político, positivista y fundador de la Universidad Nacional de México, hoy en día Universidad Nacional Autónoma de México- abogaba por la composición de una cantata, pieza lírica sin historia, en vez de una ópera, producción artística que aborda una narración. Otra posible pieza que se consideraba en ese entonces fue la ópera Isabeau, compuesta por Pietro Mascagni y basada en un libreto de Luigi Illica.74 Por último, también se ha especulado que no sería bienvenido un argumento teatral que “se desarrolla en los momentos previos al estallido de la Independencia”, o que debido al entusiasmo por parte de Carrillo se incluyeran nuevos elementos en sus partituras, dada su “inquietud de experimentar”.75 A fin de cuentas, la ópera fue puesta en escena cien años después del Centenario, el 30 de septiembre de 2010.76
El Diablito Rojo no tardó en satirizar, sobre de todo el entusiasmo que provocaba la obra destinada a fracasar. Muchos en la época opinaban que sencillamente no había tiempo suficiente para componer una ópera entera, en especial porque el Teatro Nacional (hoy en día, Palacio de Bellas Artes) todavía no se había terminado de construir.77 Entre los más incrédulos estaba el pianista y director Carlos Meneses, famoso por ser el primero en dirigir las sinfonías de Beethoven en tierras mexicanas y quien, en 1908, fue nombrado director del Conservatorio Nacional de Música de México. El 10 de diciembre de 1909, se difundió la noticia de que los músicos de la orquesta bajo la dirección de Gustavo E. Campa no podían tocar en otros grupos, frustrando la posibilidad de ensayar la ópera Matilde de Carrillo.78 Desde luego, el compositor tenía sus enemigos.
De esta manera, las críticas de El Diablito Rojo no fueron las únicas que circulaban en Ciudad de México. Según varias voces, no sólo el asunto de Matilde sino todo el negocio de la comisión encargada de la organización inspiraba muy poca confianza: “la Comisión Nacional del Centenario duerme el sueño de los bienaventurados y que no aparece por todo esto un Cristo milagroso que diga: ‘levántate y anda’”. Se señalaba que toda la organización de esta celebración “cada día se hace más y más premiosa”.79 Desde la perspectiva de la clase obrera, tales debates seguramente parecían, más bien, una desalentadora y hasta sosa “querella de unas élites”, como se ha caracterizado astutamente a la última etapa del Porfiriato.80
Son dos las portadas de El Diablito Rojo que abordan el caliente tema de la ópera: la del 14 de junio de 1909 y la del 4 de abril de 1910. Estas dos ediciones utilizan (o, según el habla del día, “reproducen”) la misma imagen tripartita en la que aparecen, de izquierda a derecha, las figuras del Padre Tiempo, dos mujeres -robustas y con un gran busto, que parecen ser divas de ópera- y, por último, uno de los héroes de la Independencia mexicana, Miguel Hidalgo, quien ve la escena tumbado en un sillón, cabizbajo y aburrido (Imagen 4). El barbudo y alado “Tiempo” llega a la puerta de las guapas tiples con cara de enojo, llevando una formidable guadaña sobre su hombro. Detrás de la puerta, entreabierta por el anciano, esperan las dos divas de la ópera, una de ellas representando la “ópera mexicana” y la otra, una “cantata”. Mientras la primera se ha quedado tumbada en la cama durmiendo, la otra parece estar lista para salir al escenario, a la tarima, para cantar con toda su fuerza, con los brazos levantados y el pecho al aire. El famosísimo Hidalgo, padre de la patria, está en la parte derecha del tríptico, con cara de cansancio y frustración. Su mirada lacónica expresa el hastío que siente, mientras observa cómo los dos factores en juego -el tiempo y el arte- pugnan, con la esperanza de resolver sus diferencias. Irónicamente, este héroe de la patria, quien deberá asumir un puesto privilegiado en el Centenario, movilizó la guerra con los españoles, pero parece haber sido olvidado. El elemento más importante de las fiestas de la Independencia se ha quedado en el tintero.
De manera similar a lo que realizó en su sátira de Laocoonte, aquí Posada pretende establecer un diálogo con las mujeres desnudas sedentes tipo Dánae, como la representaron Rembrandt y Tiziano -incluso en La maja desnuda, de Goya, o la Olympia, de Manet-. Así, también Posada y El Diablito Rojo se posicionan en la encrucijada de discursos, lo cual no implica que reduzcamos “a México y Latinoamérica a la condición de ‘receptores’ y no de productores”, sino que el periódico respondió a los discursos modernizantes con ironía, crítica y sazón.81
Las dos estrofas que se incluyen en la segunda portada (Imagen 5) se leen así: “Es decir, que ahora se trata, / no de una linda canción, / sino que haya una audición / de ópera, no de cantata. / Julián Carrillo retrata / con su ópera la labor / del arte máximo en flor, / y dirá a los feministas, / que hay aquí arte y artistas, / como en el país mejor”.82 Esta rima, jovial e incisiva, asocia en tono irónico a los llamados “mejores países” -es decir, lo que se puede considerar como las naciones europeas- con el movimiento feminista. Dentro de la burlona lógica parece que serán ellas, zeitgeists o espíritus de la época, quienes van a aplaudir o a quienes las celebraciones del Centenario deberán complacer.
En pocas palabras, se sugiere que los lectores de El Diablito Rojo se quedan alegremente alejados de los discursos modernizantes de su momento histórico, tales como el feminismo, que disminuyen el orgullo nacional, supuestamente encarnado en el Centenario. Los editores plantearon que la inclusión de una ópera en las festividades nacionales era ridícula, al considerarlo un género artístico ajeno a la riqueza cultural mexicana y a la experiencia obrera. Según la tradición, y como producción artística, una ópera no está dirigida -como lo estaba El Diablito Rojo- a un público masculino y obrero, sino a un público burgués, con sus propios valores, política y vida. Esta publicación periódica se contrapone a la modernidad a la que quería llegar, pues, si decidiéramos usar el lenguaje común, “el futuro es femenino”; y de esta manera, los editores construían su crítica al Centenario.
Es notorio, además, que el tratamiento de los planes para la Matilde de Carrillo, publicado en la portada de El Diablito Rojo, sirve para menguar, minar y hasta menospreciar una concepción certera de la historia, para la que quieren aportar los tradicionales monumentos. Mientras que éstos enaltecen una versión “petrificada” de la historia -oficial, estática, tal vez higienizada y, en una palabra, pulida, para ofrecer una visión autorizada por las autoridades-, los “monumentos” ilustrados de El Diablito Rojo se dan a la tarea de cuestionar las certidumbres históricas. La imagen de la portada que analizamos señala el transcurso del tiempo, indica el hecho de que no hay nada en este mundo que sea permanente ni seguro. Entonces, aunque hoy en día la sabiduría convencional considera que la ópera es y, quizá, será para siempre la culminación artística de la civilización -nada menos que nuestro apogeo musical-, las ilustraciones en El Diablito no pasan por alto la posibilidad de que mañana nos encontremos marchando al ritmo de los estridentes himnos pueblerinos, que cantan al unísono un corrido cien por ciento mexicano, sea La cucaracha o La Valentina.
Pero regresemos a la primera portada, que trata del empeño fracasado de Julián Carrillo; en ella se representa más explícitamente el rostro cambiante del tiempo (Imagen 4). Ese frontispicio del 14 de junio de 1909 pregunta sin tapujos, abordando una analepsis del porvenir: “¿Qué hubo con el Centenario?”, casi como si ya se hubiera pasado el momento apropiado para realizar todas las tareas relacionadas con las esperadas celebraciones:
Hidalgo, esperando el pobre;
la ópera duerme que duerme;
la cantata aquella, inerme,
y el Arte enseñando el cobre;
éste espera que aquél obre,
aquél yo no sé qué espera;
y de esa y de otra manera
lo mejor del tiempo pasa,
y el Centenario fracasa,
porque se hace á la carrera.
-¿El Nacional? -En veremos.
-¿Programas? -En eso andamos.
-¿Pero siempre lo estrenamos?
-Todavía no lo sabemos.
-Sí, como todos creemos,
se acaba, el estreno sale;
si no se acaba, equivale
á meter toda la pata.
-¿Y la ópera? ¿y la cantata?
-Todos buenos. Gracias, vale.
La rima ridiculiza los extravagantes planes del Centenario y el lento transcurso de los proyectos. Según estos pasajes, ningún preparativo ha dado frutos, no hay nada listo para las festividades. El héroe de la Independencia mexicana, Hidalgo, sigue esperando; Carrillo no ha concluido su Matilde y, en pocas palabras, el tiempo se pasa volando y México se queda con un sinfín de expectativas y pocos resultados: “lo mejor del tiempo pasa, / y el Centenario fracasa”. Curiosamente, y como ya se ha dicho, esta imagen destaca el paso del tiempo, la fugacidad de creaciones y construcciones, y la mezquindad de las obras. El Nacional no está listo, un edificio que sería el auditorio ahora conocido como el Palacio de Bellas Artes y cuyos trabajos fueron interrumpidos -numerosas veces- por razones financieras y técnicas desde que el mismo Porfirio Díaz solicitó su construcción en 1904. En contraposición a la permanencia de los tradicionales monumentos, los “monumentos” en las portadas de El Diablito Rojo se caracterizan por su carácter efímero y mutabilidad.
Por su parte, no solamente es lo transitorio lo que destaca la rima en la portada del 5 de septiembre de 1910, sino la notable pobreza que se vive en México. Con el título “Lo que viene al Centenario” se señala que no es la elegancia ni la riqueza y el reconocimiento mundial lo que aportarán las fiestas del Centenario; por el contrario, se aprecia en la imagen lo escandaloso, “la miseria” y “la crisis” que traerían las festividades (Imagen 6):
Chilla más escandalosa
que la que hay actualmente,
no se ha visto ni en Oriente,
que es la tierra más quejosa:
pero en México, la cosa
es la de nunca acabar,
porque aquí vamos a estar,
por la escasez de los cobres,
pobres… pero retepobres
para nunca más pecar.
Por un blanquillo, el tendero
cobra y exige un tesoro;
la carne se paga en oro,
vale el pan más que el dinero;
pero en cambio, el empeñero,
aunque nadie se lo explique,
al infeliz echa a pique,
y por él y por la crisis,
el Comercio tiene tisis,
y se enriquece el Cacique.
Como se sabe, en los albores de la Revolución mexicana, el país enfrentaba notables problemas económicos, en especial “la depresión de los mercados de Estados Unidos y de Europa” y “la crisis de la deficiente organización bancaria mexicana”.83 El renombrado historiador Moisés González Navarro documenta el brutal ambiente económico de México en aquel entonces, cuando un enorme número de braceros marcharon a Estados Unidos sólo para encontrar más desempleo, pobreza y escasez de oportunidades. En la portada de El Diablito Rojo que referimos, un tren fugitivo lleva a un elenco de personajes “a la porra”: una mujer -tal vez, representación de la nación misma- carga una petaca que dice “crisis”, mientras un “cacique”, un “tabernero” y un “empeñero” la intentan retener. Estos personajes en el dibujo son quienes ejercen el poder sobre los que se quedan, digamos, a la orilla del progreso nacional: una figura agachada, con su cabeza entre las rodillas y llamada “comercio”; otra figura desarrapada y sollozante se llama “industria”, y un pájaro -podría ser un zopilote o un cuervo- llamado “miseria” sobrevuela la escena, acechando en busca de carroña. El tren aquí es el símbolo del progreso nacional, de la modernización, el cual representa la trayectoria oficial de México.
Si parafraseáramos al célebre filósofo alemán Walter Benjamin, en su famosísimo ensayo “Tesis sobre filosofía de la historia”, podríamos plantear que el tren de Posada nos “arrastra irresistiblemente hacia el futuro […] a la tempestad que llamamos progreso”.84 Sin embargo, es una parte de la sociedad -su comercio, industria y los pobres que sufren bajo el yugo de las autoridades políticas- la que no disfrutará las fiestas del porvenir. En este país, donde “el Comercio tiene tisis, / y se enriquece el Cacique”, el Centenario va “a la porra” debido al personalismo que impera en México, la mafia del poder que dirigió el país antes y después de la Revolución.85 Quienes quedan fuera del sueño modernizador se encuentran a la izquierda de la imagen, a semejanza de un tótem “monumental”.
Conclusiones
En los meses previos al Centenario de la Independencia mexicana, El Diablito Rojo cuestionó, al grado de ridiculizar, una gran parte de la fanfarria programada. El periódico se burló de las diputas artísticas que surgieron alrededor de las fiestas, de los ricos que las financiaron y del público aburguesado a quienes estaban dirigidas.
Contra el “monumentalismo” del Centenario, los editores de esta publicación plantearon una respuesta: crearon una manera de manifestar el descontento de los grupos sociales que estaban excluidos de los sueños modernizantes del Porfiriato, que prometían culminar en las celebraciones del Centenario. Sin embargo, nunca lograron cuestionar del todo esta versión triunfal del discurso modernizador.
Las imágenes publicadas en El Diablito Rojo -litografías de José Guadalupe Posada- también servían para destacar tanto las posibilidades como las limitaciones de la lógica monumental. A fin de cuentas, nadie quería faltar a la fiesta.
La apropiación del periodismo como espacio cultural y socioeconómico -su resignificación- se vuelve fundamental para la colectividad, sobre todo cuando hay un sistema oficial fraccionado. México ya no es el país del general Porfirio Díaz, ni del periódico El Diablito Rojo, sin embargo, sigue disfrutando de una rica herencia monumental para expresar otras historias y otras voces que buscan, con esperanza, ser escuchadas y consideradas dentro del imaginario nacional.86