En los últimos decenios se ha desarrollado un interés muy amplio hacia las relaciones de confianza, que ha implicado ambientes disciplinarios muy diversos, desde la economía a la psicología, desde las ciencias políticas a las filosóficas. Se descubre cuánto esta dimensión de la vida humana es omnipenetrante y esencial. La filósofa americana de origen sueco Sissela Bok, por ejemplo, ha escrito que «en todo aquello que cuenta para los seres humanos, la confianza es la atmósfera en la cual se desarrolla» [1]. Y Annette Baier ha agregado que «la mayor parte de nosotros nota más fácilmente una cierta forma de confianza sólo después que ésta desaparece imprevistamente o es seriamente disminuida. Habitamos en un clima de confianza así como habitamos en la atmósfera, y la notamos como notamos el aire, solamente cuando se vuelve escaso o contaminado» [2, p. 98].
También los estudiosos de ética médica, sobre todo en el área anglosajona, han comenzado a dedicar atención a este tema. En una conferencia tenida en la John Coley Foundation of Philosophy and Medicine en octubre de 2016, Carlos A. Pellegrini, cirujano de fama mundial especializado en las patologías del esófago, ha observado agudamente que la confianza se puede parangonar a la clave de bóveda que fue descubierta por los antiguos etruscos y romanos como elemento arquitectónico decisivo para construir los arcos. Así como un arco se puede sostener en modo autónomo y estable sólo después que se ha insertado la piedra que cierra el arco en la cúspide, la confianza, afirma Pellegrini, es aquello que fundamenta la integridad de las relaciones humanas firmes y duraderas [3].
En el ámbito médico se presentan muchos tipos de relaciones de confianza. Existen formas de confianza interpersonal, como aquélla entre médico y paciente o entre el médico y los colegas, y las otras figuras profesionales con las cuales colabora, así como se dan formas de confianza social, como aquéllas entre el médico o el paciente y las instituciones. Aun si todas son merecedoras de ser investigadas para aclarar las responsabilidades éticas del médico como origen y como destinatario de confianza, a continuación intento detener la atención sobre la confianza entre médico y paciente, especialmente sobre la confianza del paciente hacia el médico.
En particular, ya que la confianza entre el médico y el paciente puede ser puesta en crisis por diversas causas -algunas de las cuales son imputables a individuos o instituciones, mientras otras exceden la responsabilidad de alguno-, me parece importante analizar aquellas causas que son identificables como formas de sobre-poder o abuso de poder por parte del médico. Reflexionar sobre la relación entre la confianza y el ejercicio del poder, de hecho, puede ofrecer importantes indicaciones éticas con el fin de reforzar una auténtica relación de confianza médico-paciente.
1. La confianza como fundamento de las relaciones
Según Philip Pettit [4], la confianza en las otras personas puede ser entendida al menos según tres significados. En sentido muy general, es la confianza en el hecho de que los otros, aun si son desconocidos, nos tratarán bien; en un sentido más específico, es la confianza en el hecho de que si nos confiamos en alguien, como sucede cuando subimos a un autobús o adquirimos comida preparada, ellos no buscarán dañarnos; en un sentido todavía más restringido, es el ponerse a sí mismo en las manos de otro, en modo que éste sea consciente. Es este tercer tipo de confianza el más importante en las relaciones de tratamiento, por tanto sobre él detenemos nuestra atención.
En primer lugar, podemos observar que existe una relación entre este modo de confiarse y la creencia. Al filósofo inglés Henry Habberley Price (1899-1984) toca el mérito de haber mostrado la distinción entre creer en (alguien) y creer que (algo será hecho) [5]. Creer en alguien predispone a confiar en el hecho de que la persona en la cual creemos se comportará de un cierto modo. Gracias a esta distinción podemos comprender que la confianza se establece con alguien en relación con algún bien[3, p. 101]. Una madre se fía de la niñera y le confía a su hijo, porque está convencida que cuidará de él con competencia y afecto. El pensionado se fía de un inversionista, porque cree en aquello que le dice y se convence que hará fructificar sus ahorros. El paciente se fía del médico porque cree que pondrá a su disposición su competencia para cuidar de su salud y no para causarle daño. La confianza es en resumen una respuesta que tiene siempre dos referencias: la otra persona de la cual me fío, y un bien que le confío. Si me fío de alguien tengo fe en aquello que él dice, tomo por verdadero aquello que me dice, creo en ello, y al mismo tiempo estoy dispuesto a confiarle algo que para mí es relevante.
De nuevo Price observa que es posible creer en alguien en un cierto aspecto (creo en el profesor, en el enfermero y en el abogado por su competencia profesional) y el creer en alguien como confianza total en otro, como persona (son de este tipo, por ejemplo, la confianza del niño pequeño hacia sus padres, del creyente en Dios, entre amigos fraternos o esposos que se aman profundamente). Ahora bien, las relaciones profesionales se refieren al primer tipo de creencia, pero están sometidas a la tentación de expandir sus límites, en modo de correr constantemente el riesgo de llegar al límite de la creencia como confianza total. Se trata de un peligro en el cual pueden incurrir tanto aquellos que buscan confianza -pensemos en el empresario centralizador o en el médico paternalista que pretenden confianza ciega y absoluta- como en aquellos que establecen la confianza, por ejemplo el dependiente excesivamente abnegado o el paciente que transforma la confianza en una fe absoluta en el poder del médico. Aquí comenzamos ya a descubrir la unión entre la confianza y el poder de quien atiende o cuida, sobre el cual regresaremos enseguida.
Por el momento, la confianza como creer y confiarse nos lleva a reflexionar sobre la relación con la libertad humana. Decir que la confianza es un presupuesto necesario en las relaciones sociales, de hecho, no significa afirmar que se da automáticamente: al contrario, precisamente los casos en los cuales falta o entra en crisis nos revelan que ésa es fruto de la libertad personal. Por otra parte, sin embargo, no parece que el hecho de recibir confianza de los otros pueda ser producto simplemente de nuestra libertad directa: nadie puede afirmar haber simplemente causado la confianza que los otros tienen en él. Ésa parece más bien pertenecer a aquel ámbito de condiciones que no podemos llevar a la existencia por el solo hecho de quererlo, sino que podemos sólo favorecer, por tanto que cae bajo la esfera de influencia de nuestra libertad indirecta. Si bien todo profesionista pueda buscar comportarse en modo de inspirar confianza en sus clientes, pacientes o alumnos, su empeño no siempre llega a buen fin, precisamente porque la confianza es una respuesta libre por parte de los otros: se desprende en fin tanto de la libertad de quien quiere obtenerla, como de la libertad de quien la concede. Por otra parte, existen casos en los cuales el confiarse no parece el fruto de decisiones voluntarias, cuanto más bien el efecto de necesidades innatas del hombre, como la confianza del niño pequeño hacia sus padres, o de la persona anciana o frágil hacia quien cuida de ella. Por esto, algunos ponen en duda el carácter racional y voluntario del acto con el cual concedemos confianza. En realidad estos dos fenómenos son más complementarios que contradictorios: el hombre manifiesta una tendencia originaria a fiarse de la realidad y de los otros, espontánea y a priori respecto de la verificación de la efectiva confiabilidad de aquello de lo cual se fía, y la diferencia se presenta como un comportamiento inducido por la experiencia de fracasos de la confianza. Con la maduración intelectual, emerge también la capacidad de someter a la razón la concesión de la confianza en los otros, por tanto una forma de confianza que podríamos llamar a priori, basada en alguna verificación o garantía respecto de la oportunidad de fiarse y fruto de una decisión. El deber de informar correctamente al paciente, por tanto, podría ser visto como una condición que permite al paciente fiarse del médico con base en razones, por tanto de transformar la confianza espontánea y «a priori» en el médico en una respuesta intencional y racional. Precisamente por este motivo la comunicación con el paciente es un deber moral importante de los profesionistas de la atención médica.
Podemos entonces preguntarnos cuáles son las condiciones que favorecen la confianza. Si regresamos a los aspectos del creer y del fiarse que hemos constatado poco antes, podemos indicar dos: la credibilidad y la confiabilidad de la persona a la cual se otorga la confianza. Ambas concurren a hacer una persona digna de confianza. La credibilidad en general indica aquella calidad de la persona con base en la cual los otros la pueden reconocer como verídica y sincera, por tanto no mentirosa ni hipócrita. En el ámbito profesional está también ligada a la posesión de la competencia necesaria para desempeñar una determinada actividad laboral y en el hecho de que tal competencia sea manifiesta, pueda ser reconocida por los otros. La confiabilidad, en cambio, está más ligada a la responsabilidad como virtud que una persona puede poseer en grado mayor o menor: reconocemos esta cualidad a quien demuestra la disposición de asumir la responsabilidad respecto a sus propias acciones y a sus consecuencias, a dar cuenta de lo que hace a quien le corresponde por deber, y respetar los compromisos asumidos. En el ámbito profesional incluye, además de la competencia, también otras cualidades permanentes de la persona, como la fortaleza, la prudencia, la justicia y la templanza. El prestigio profesional, entonces, debería derivar del hecho de que un profesionista es creíble y confiable, por tanto es verdaderamente digno de confianza. No puede ser reducido a los conocimientos científicos y a las capacidades técnicas que cada uno posee, porque incluye algunas cualidades morales.
La dimensión moral de la confianza emerge también si nos preguntamos cuáles obstáculos impiden que se instaure una relación de auténtica confianza, o bien pueden ponerla en crisis enseguida. Por parte de quien debe inspirar confianza se puede dar la simulación: se finge ser sinceros y confiables. Es esta la causa principal de la confianza mal puesta. Por parte de quien debe conceder confianza, en cambio, es posible que sea particularmente cauteloso o escéptico, y por tanto no responda con la confianza, aun si la persona a la cual debería concederla es creíble y confiable. Luego que se ha instaurado, la confianza puede ser puesta en discusión por motivos objetivos; por ejemplo, se llega al conocimiento de algún hecho que mina la credibilidad o la confiabilidad del médico, o bien por motivos subjetivos; por ejemplo, a causa de una desilusión familiar o de un agotamiento nervioso cualquiera deja de confiar en su prójimo, por tanto se vuelve cauteloso hacia todas las personas a las cuales había ya concedido confianza o podría razonablemente concederla en el futuro.
Entre estos fenómenos, sin embargo, lo más ilustrador para comprender la naturaleza moral de la confianza es el hecho de que puede ser traicionada. La calumnia por parte de un amigo, el fraude de parte de un socio, la copia de una tarea de clase por parte de un estudiante, muestran que la confianza es una relación entre dos personas, en la cual se da un pacto, al menos tácito, con base en el cual quien concede la confianza espera que el otro se comporte en modo de merecerla, y no cometa actos que la puedan minar. El pacto puede ser ratificado por un vínculo formal, o bien estar basado en la naturaleza misma de la relación. En el adulterio se traiciona el pacto formal constituido por el matrimonio. En algunas relaciones profesionales la confianza está garantizada por un contrato, por el cual si el otro no cumple lo pactado (entonces traiciona mi confianza) puede ser perseguido legalmente. En otras relaciones, por ejemplo aquélla entre médico y paciente, entre maestro y alumno, frecuentemente no hay un explícito compromiso formal: existe sin embargo un pacto tácito, porque la confianza forma parte del contenido material de estas relaciones, es necesaria para su buen funcionamiento. Se ha ya mencionado el hecho de que no siempre el proceso con el cual se crea una relación de confianza es plenamente consciente e intencional, a veces es iniciado por nuestra tendencia espontánea a fiarnos de los otros. No obstante, cuando nos damos cuenta que nuestra confianza es traicionada, emerge con evidencia que es disminuida una cosa que antes no estaba o que habría debido estar: aquel cierto tipo de relación que describimos como confianza se ha corrompido y tal corrupción es percibida como moralmente injusta. La traición de la confianza, aun cuando es una respuesta espontánea y no fruto de una decisión consciente, tiene el carácter de la violación de un deber moral.
La posibilidad de que la confianza concedida al otro pueda ser traicionada indica también que esta relación incluye siempre un riesgo: así como yo soy libre de conceder mi confianza a un médico o a un profesor, éstos son libres de no corresponder, con su comportamiento, a la confianza que les he concedido. Para confiarse es necesario vencer el miedo, tanto de equivocarse sobre la confiabilidad del otro (es decir, el temor hacia la confianza mal puesta), como de ver traicionada la propia confianza y como que el otro abuse del poder que le otorgo en el concederle mi confianza. Hemos visto que quien se fía acepta confiar algo que para él es precioso (un secreto al amigo, un hijo al entrenador de básquet, la propia incolumidad al taxista) o a algún otro. Por esto se vuelve vulnerable, y por tanto conceder confianza es un acto de valentía [4, p. 208; 3, p. 104].
Conceder la propia confianza a alguien, además, comporta cargar al otro con una responsabilidad. El médico quizá puede negarse a atender a un paciente, pero en el momento en que acepta, entre las responsabilidades que debe asumir está también aquélla de no traicionar la confianza que ha recibido. También en este caso las formas patológicas sirven para comprender mejor la esencia de la confianza. Por una parte, la aceptación de la responsabilidad por parte de aquél al cual es concedida la confianza debe ser proporcional al tipo de relación: al médico se le pide cuidar la salud del paciente, no de resolverle todos sus problemas relacionales, profesionales o financieros. Incluso, un médico que aprovecha la confianza del paciente para interferir en las esferas que no son de su competencia podría ser justamente acusado de injerencias indebidas. Por otra parte, tampoco quien concede confianza puede tener expectativas desproporcionadas, como en el caso en el cual el paciente atribuye al médico dotes omnipotentes o lo carga de la responsabilidad de quitar todo obstáculo a su felicidad. Es claro que ningún ser humano puede corresponder a una confianza de este tipo.
Podemos entonces concluir que la relación de confianza llega a plenitud cuando alguno concede confianza a otro, y éste responde en modo adecuado a la confianza recibida. Si la confianza resulta bien atribuida, y aquél al cual ha sido concedida corresponde con su propio comportamiento a cuanto es requerido por aquella particular relación, se crea un círculo virtuoso, por el cual la confianza inicial genera nueva confianza. Quien ha recibido la confianza estará cada vez más motivado a serle fiel, y quien la ha concedido será confirmado en su propia decisión, en modo que su margen de riesgo se restringirá progresivamente. Se puede entonces hablar de un clima de confianza que puede referirse tanto a las relaciones entre dos, como a las relaciones al interior de comunidades de personas, por tanto, entre médico y paciente o bien en una sección de un hospital o en un consultorio médico.
En la relación médico-paciente, la confianza asume los aspectos que hemos descrito recientemente, pero comprende también características específicas. Pellegrini, por ejemplo, pone de relieve que la confianza del paciente tiene un componente afectivo particular, que se experimenta como aquel “sentimiento tranquilizador” que se desprende del confiar en el médico y en el confiarse a él. El hecho de que el paciente decida fiarse depende de varios elementos, en particular de la percepción de la competencia técnica del médico, de sus capacidades relacionales, aunque también de la reputación de la institución en la cual trabaja. Si el paciente se fía del médico, será más probable que siga sus indicaciones y también que sea satisfecho del modo en que es tratado. Existe, además, una relación de influencia recíproca entre la confianza que el paciente pone en el médico y aquella que otorga a la institución en la cual este último trabaja [3].
Cuanto hemos visto sobre la confianza en general y sobre aquélla del paciente en particular nos permite comprender por qué el médico tiene la obligación moral de respetar la confianza que recibe del paciente, de no aprovecharse en su beneficio y de dedicarse a alimentar y mantener tal confianza. Dicha obligación asume un peso muy relevante en la ética de la profesión médica, no sólo porque en ella la confianza es verdaderamente la clave de bóveda de la relación médico-paciente, sino también porque el paciente se encuentra siempre en una posición de particular vulnerabilidad, tanto porque generalmente no posee los conocimientos médicos necesarios para afrontar su problema de salud, como por su condición de enfermedad o discapacidad.
En lo últimos decenios se ha desarrollado una reflexión sobre la confianza que se inspira en los primeros tratados de ética médica redactados en inglés, y en particular en las obras de John Gregory (1724-1773) [6] en Thomas Percival (1740-1803) [7]. Ellos buscaron dar una respuesta a cuestiones de ética de la profesión médica que eran actuales entonces, tanto cuanto lo son ahora, como la necesidad de que los médicos basen su propio actuar sobre un riguroso conocimiento científico y el problema de evitar que las exigencias de contención de los costos de las instituciones de salud puedan deteriorar la calidad de los tratamientos ofrecidos a los pacientes, sobre todo de los indigentes. Inspirándose en Gregory y Percival, Laurence McCullough y Frank Chervenak han propuesto entender las relaciones entre médico y paciente (así como entre médicos y administradores de instituciones de salud) a la luz del concepto de responsabilidad co-fiduciaria (cofiduciary responsibility). El término “fiduciario” tiene un origen jurídico, pero por estos autores es interpretado en sentido específicamente ético, para indicar el rol que quien está investido de confianza por parte de algún otro tiene el deber de asumir, un rol que requiere responsabilidad y fidelidad. El hecho mismo de que el médico sea siempre el destinatario de la confianza de los pacientes, por tanto, puede ser el fundamento de la ética médica porque impone al profesionista una serie de obligaciones morales: en primer lugar, el deber de adquirir y mantener una excelente competencia científica, aunque también el ejercicio de algunas virtudes éticas, el compromiso de hacer prevalecer el beneficio de los pacientes sobre el propio interés y la dedicación para contribuir a crear una cultura que respete estos mismos requisitos éticos en las instituciones a las cuales se pertenece [8, p. 174; 9].
La tesis que quisiéramos sostener en cuanto sigue es que, a fin de que el clima de confianza entre médico y paciente pueda florecer y perdurar, es necesario que las relaciones de recíproca influencia entre las personas respeten los límites que le son propios. Por esto es esencial individualizar criterios que vuelvan las relaciones de poder justas y respetuosas hacia el paciente. En un artículo publicado luego de la primera redacción del presente texto, también McCullough ha reconocido la importancia de estudiar el poder del médico sobre los pacientes y hacer de la ética del poder un concepto fundamental de la ética clínica. Los médicos, él ha recordado, tienen un poder considerable sobre los pacientes: sólo por poner un ejemplo, formulan diagnósticos y prescriben terapias, deciden cuál y cuánta información dar a los pacientes sobre su condición, sobre las patologías, sobre eventuales discapacidades, sobre las alternativas terapéuticas y, por tanto, influencian las decisiones de los pacientes o pueden adicionalmente manipular, precisamente gracias a cómo transmiten esa información. Si no se establecen límites éticos, ha agregado McCullough, el poder del médico corre el riesgo de volverse depredador en relación con los intereses, con los derechos y con el bienestar de los pacientes. Podemos observar que la historia de la práctica médica de los últimos siglos ha mostrado ya ampliamente la posibilidad del abuso de este poder depredador por parte de los médicos; por ejemplo, en los casos de experimentos en pacientes que los desconocen o con el abandono terapéutico de los pacientes incurables. Para ofrecer una contribución al intento de insertar la ética en el poder al interior de la ética médica, en lo que sigue trato de proponer una fenomenología de las relaciones de poder dirigida a evidenciar sus implicaciones éticas [10].
2. El poder como acción y su objeto
La capacidad humana de realizar acciones, o sea de intervenir voluntariamente en el mundo y en los demás, revela que todo hombre ejercita formas de poder, en cuanto puede influir en infinitos modos diferentes sobre aquello que lo rodea. Es por tanto posible analizar el fenómeno del poder a la luz de las características de las acciones. Una distinción esencial a este propósito es, entonces, entre el aspecto objetivo de la acción, aquello que la acción causa en el mundo, y su aspecto subjetivo, o sea el punto de vista de aquel que actúa y en particular sus motivaciones e intenciones.
Reflexionar sobre el objeto de la acción de poder significa sobre todo considerar la finalidad que una determinada acción de poder posee en sí: el poder de alegrar, el de aliviar y el de herir a alguien, difieren porque son actos que tienen objetos diversos. El alegrar tiene como objeto el poner más contenta a la otra persona, el aliviar tiene como objeto el restablecer la salud, el herir tiene como objeto el causar un mal físico, psíquico o espiritual a otra persona. El poder, en fin, es siempre un poder de hacer algo. Para comenzar a estudiar su esencia, es necesario detener la atención en este algo.
La observación del poder del hombre sobre el mundo de la naturaleza que nos circunda, por ejemplo en el trabajo del cultivo de las plantas o de la crianza de los animales, nos sugiere que el poder puede asumir tres formas fundamentales: a) aquélla del custodiar, mantener o defender aquello que ya existe, como la obra de protección de las plantas de la intemperie y de los parásitos, o del ganado, de las enfermedades o del frío; b) la del promover o hacer crecer para llevar a la existencia algo nuevo, como sucede al abonar o al hacer reproducir ovejas y vacas; c) la del destruir, eliminar o extirpar, como sucede al extraer las hierbas de la tierra o al suprimir los animales enfermos para prevenir una epidemia.
La diferencia entre el poder de custodiar, el poder de hacer crecer y el poder de destruir se puede encontrar en muchísimos ámbitos de la acción humana. También en el ámbito de los cuidados médicos, algunos están dirigidos a preservar la salud, pensemos en las vacunaciones; otras a hacer crecer, como las terapias que potencian el desarrollo o mejoran la fertilidad humana; otras incluso a eliminar aquello que amenaza la vida o la salud, como la cirugía dirigida a remover los tumores. Podemos entonces observar que todas ellas son formas de poder presentes en la experiencia humana. Privilegiar sólo una implica una visión reductiva del poder.
Las tres formas de poder dependen de tres características objetivas que la realidad puede presentar: la fragilidad (que invoca el poder de custodiar), la potencialidad (que invoca el poder de desarrollar) y la amenaza (que invoca el poder de destruir). De ello podemos concluir no sólo que el poder como acción toma su propia justificación del hecho de ser la respuesta a una apelación que la realidad pone a aquel que tiene poder, pero también que tal apelación es posible sólo si reconocemos que la realidad misma está dotada de valor. Es de algún modo portadora de una importancia. Si la realidad fuese indiferente o neutra, no habría ningún criterio -fuera de las preferencias subjetivas de quien tiene poder- para establecer cuándo es oportuno intervenir para custodiar aquello que existe, para hacer crecer o desarrollar aquello que es sólo potencial, o para eliminar las amenazas: en el fondo, no existiría ningún límite al arbitrio del poder del más fuerte.
Si, en cambio, comprendemos que en la realidad existen aspectos positivos y negativos, condiciones nocivas y condiciones convenientes, de los bienes y de los males, no sólo podemos tener un criterio para establecer cuál poder es más oportuno en las diversas circunstancias, sino debemos también reconocer que el hombre es el único ser capaz de comprender las diversas formas de importancia, de captar su orden jerárquico, y de darle una respuesta, a través de su poder de intervenir en el mundo. Él solo es responsable de esta respuesta, que debe ser verdadera, auténtica, adecuada a la realidad y no impulsada por razones ficticias o falsas. En este sentido se puede decir que al hombre está confiada la realidad -encontramos un término que ya ha surgido para describir la confianza-, mientras los animales y las plantas no tienen esta responsabilidad. Esta perspectiva es evidentemente lo opuesto de la voluntad de potencia, según la cual, al contrario, la realidad de por sí no tiene ningún valor ni significado, pero este valor y significado es conferido por el hombre, precisamente gracias a su poder. No obstante el éxito que esta idea ha tenido en la cultura del siglo veinte, sobre todo gracias a Nietzsche, ya Max Scheler en un escrito de 1926 afirmaba que el poder, siendo fin a sí mismo, es insensato y fruto de elucubraciones de los intelectuales, del todo lejanas de aquello que las cosas son [11].
Que las tres categorías apenas descritas puedan ser una referencia útil también para la ética médica, emerge del hecho que ya en los estudios de los autores citados precedentemente, que se inspiran en Gregory y Percival, hacen referencia a que una de las tareas del médico es la de «utilizar sus propios conocimientos y sus propias capacidades clínicas principalmente para proteger y promover los intereses relativos a la salud de los pacientes» [9, p. 16]. Esto impone, por ejemplo, ejercitar el propio poder de atención en modo racional, por tanto ni insuficiente (por ejemplo, abandonando al paciente), ni exagerado (por ejemplo, con el ensañamiento terapéutico), así como el deber de abstenerse de toda acción dañina o destructiva en relación con el paciente, aun si existiesen casos en los cuales para proteger su vida se debiera eliminar aquello que la amenaza, por ejemplo extirpando un órgano enfermo o una extremidad gangrenosa. Un primer límite de la ética del poder del médico, en fin, abarca el recurso equilibrado al poder de promover, de proteger y de destruir.
3. Las motivaciones del hombre de poder
Como hemos mencionado, si estudiamos el poder como acción es necesario considerar, además del objeto del poder -aquello que causa en el mundo-, también el punto de vista de aquel que tiene poder.
En el hombre están presentes necesidades, instintos, impulsos que escapan de su control; sin embargo, las reflexiones filosóficas sobre las acciones, desde Aristóteles, nos permiten comprender cómo el comportamiento humano implica aspectos que son esencialmente diferentes de aquellos que encontramos en el comportamiento de los otros animales Entre ellos, las acciones humanas pueden ser fruto de la libertad; por tanto, con la expresión de Aristóteles, son aquellas cuyo principio reside en el sujeto, en aquel que actúa y no al exterior de él [12, III, 1111a; 21-25]. No obstante, dos aspectos que ilustran este hecho son la presencia de la motivación, una razón por la cual las acciones son realizadas, y de una intención, que indica precisamente la voluntariedad impresa por quien realiza la acción.
Ya Anselmo d’Aosta en el De Veritate reconoce que el hombre no actúa nunca si no tiene un porqué por el cual actuar: «toda voluntad tiene un qué cosa y un porqué», en cuanto no queremos absolutamente nada, a menos que no exista una razón por la cual lo queremos [13, p. 83]. La motivación es comparable con la causa final de una acción, en el sentido que ofrece, a aquel que actúa, la finalidad por la cual él emprende la acción: por ejemplo, salgo para ir a comprar el periódico, me lavo los dientes para preservarlos de la caries, estudio un artículo científico para mantenerme actualizado.
Ahora bien, me parece que las motivaciones que pueden mover al hombre de poder son atribuibles a cinco categorías: 1) obtener ventajas personales, 2) imponerse a sí mismo, 3) mejorar el mundo, 4) el odio, y en fin 5) el amor, en el sentido de la benevolencia, del querer el bien del otro. Sobre este tema son muy interesantes algunos textos de Vaclav Havel, dramaturgo, disidente y luego primer presidente de Checoslovaquia después de la caída del muro de Berlín [14]. En un discurso del 28 de mayo de 1991 en Copenhague, al recibir un premio por su contribución a la civilización de Europa, él enlistó tres motivos que impulsan a las personas a buscar el poder, que corresponden, si bien según un orden diverso, a las tres primeras motivaciones que he indicado. En otro discurso realizado algunos meses antes, el 28 de agosto de 1990 en Oslo, sobre la Anatomía del odio, él describió en modo muy agudo los aspectos esenciales de la cuarta motivación, mientras su entera reflexión sobre el correcto ejercicio del poder, presente en muchos otros de sus escritos y discursos, nos ofrece un ejemplo del hombre de poder que actúa movido por la quinta motivación. Él hace siempre referencia al hombre político, pero según mi parecer sus análisis se aplican al hombre de poder en general.
Entre las motivaciones que pueden impulsar al hombre político, Havel reconoce que puede estar el deseo de gozar de los beneficios y de los privilegios que en general están concedidos a quien tiene una posición de poder. Aun siendo un motivo comprensible, sobre todo en quien proviene de situaciones de pobreza u opresión y con el poder obtiene también la riqueza, según Havel tal deseo tiende a volverse una amenaza para cualquiera que esté en el poder por un cierto tiempo, porque los privilegios crean apego. Además, en El poder de los sin poder, uno de los textos que más inspiraron a los disidentes de los países del Este Europeo para rebelarse contra la dominación soviética, Havel había observado que quien reduce su propia responsabilidad sólo a aquello que se refiere a su ventaja personal atenta contra su identidad, al punto de volverse una persona des-moralizada[15]. El ejercicio del poder para obtener ventajas personales, en fin, tiene consecuencias negativas tanto para quien sufre el poder, como para quien lo ejerce.
Otra motivación que según Havel puede motivar al hombre de poder es el deseo de afirmarse a sí mismo, de dejar una huella, de ser respetado y apreciado. Esta motivación corresponde a una característica de la persona humana, porque el hombre tiene una necesidad innata de ser reconocido por los otros y de reconocerse a sí mismo en el efecto de sus propias acciones. Ya Santo Tomás de Aquino defendió como esencial la necesidad del hombre de ser honrado, reconocido como bueno y capaz de hacer el bien [16, II-II, 27, 1, ad 2]. Por otra parte, sin embargo, también esta motivación presenta un peligro, que es el de ser absolutizada hasta volverse el único motivo para anhelar el poder: en este caso toda la acción de poder se transforma en una búsqueda espasmódica de la celebración de sí, del reconocimiento ajeno, de complacencia de la propia vanidad. Havel comenta que quien invierte todos sus esfuerzos en el celebrarse a sí mismo, termina por transformarse en aquello que busca crear, un busto de piedra, sin vida. Podemos agregar que la segunda motivación permite explicar por qué la posesión de un poder por parte del hombre lleva siempre consigo el peligro de la arrogancia: junto a la posibilidad de hacer visible su excelencia, quien llega al poder se topa también inmediatamente con la tentación de perder el sentido de las proporciones, de olvidar que su poder de ser humano, mortal e imperfecto, no es valorado sólo parangonándolo al poder de los otros seres humanos, sino en absoluto, en modo de conservar la conciencia que aquello que tiene será siempre muy poca cosa respecto al poder absoluto de un ser perfecto e infinito.
Havel reconoce que una motivación del hombre de poder puede ser el deseo de realizar un mundo mejor, de organizar la sociedad (un estado, una empresa, una asociación, o cualquier iniciativa humana), sobre la base de determinados valores en los cuales se cree. Él nota agudamente que quienquiera que tenga poder está siempre inclinado a declarar que ésta es su sola motivación. Por este motivo, es necesario estar vigilantes sobre sí mismos, con el fin de darse cuenta si la motivación altruista originaria no se ve ofuscada, con el tiempo, por una de las precedentes que hemos mencionado. La cuestión fundamental puesta por este tipo de motivación, de por sí altruista y loable, se refiere a la conciliación entre la tensión ideal y un correcto diagnóstico de la realidad. Si el ideal es falso, o el análisis de la realidad es deficitario, el poder creará situaciones de injusticia, sufrimiento o al menos fracaso y frustración, aun siendo movido por las motivaciones más elevadas.
La cuarta motivación que puede impulsar a quien tiene poder es el odio, en sus diversas declinaciones. El hombre de poder puede quererse vengar por una injusticia (real o presunta) sufrida, puede haber identificado un chivo expiatorio sobre el cual descargar la culpa de una situación crítica, suya personal o que afecta a un cierto grupo social del cual forma parte, puede experimentar rencores personales o envidia hacia un concurrente o un adversario, y así sucesivamente. En todos estos casos la finalidad de la acción del poder es acarrear daño al destinatario del odio; es decir, destruirlo o al menos vencerlo, superarlo. La presencia del odio conduce fácilmente a un exceso en el ejercicio del poder, al uso de la fuerza y de la violencia, a abusos que desembocan en efectos mucho más destructivos y devastadores que cualquier motivación racional pueda haber impulsado a actuar.
La quinta motivación que puede mover a quien tiene poder, en fin, se funda en una actitud que es exactamente opuesta a la precedente, y consiste en el amor hacia los destinatarios de la acción de poder. La historia del cristianismo muestra que todos aquellos que, estando en una posición de poder, han ejercitado las virtudes cristianas a un nivel tal de ser reconocidos como santos por la Iglesia, estuvieron impulsados por esta motivación. También en la vida profesional existen personas que desempeñan su propio trabajo movidos por el amor a la profesión y a las personas que les están sometidas. Sólo para poner un ejemplo de emprendedor italiano recientemente desaparecido, Giovanni Ferrero, conocido por haber inventado muchos de los dulces más amados de los últimos ochenta años, ha administrado siempre sus empresas con atención a las personas y a su bienestar.
Si aplicamos este análisis sobre las motivaciones de quien tiene poder a la profesión médica, es posible concluir que también las diversas motivaciones de quien tiene poder imponen límites éticos. Las finalidades de su profesión imponen al médico extirpar el odio entre los motivos de su actuar profesional, aunque también de respetar un orden jerárquico en las motivaciones que guían su comportamiento. En particular, la consecución de los valores primarios de la profesión, o sea la excelencia del cuidado y el bien del paciente, deben ser antepuestos a la afirmación de sí y a la búsqueda de los beneficios personales que la profesión permite obtener.
4. La intención del poder: los significados del servir
Un segundo aspecto importante para comprender el poder desde el punto de vista de quien lo ejerce se refiere a la intención. Este término es utilizado por la teoría de la acción para indicar la voluntad que pone en movimiento a la acción. La intención tiene una relación muy estrecha con la motivación, porque la finalidad que me propongo cuando actúo (finis agentis [fin del agente] o motivación) determina también la voluntad que me mueve en el actuar. Sin embargo, la intención comprende muchos aspectos, además de la motivación, por ejemplo el objeto que la acción de por sí persigue, los medios elegidos para alcanzar la finalidad, las consecuencias previstas o al menos previsibles, las circunstancias relevantes para la acción. Es la intención la que nos permite identificar en qué modo una acción es voluntaria, tanto que para evaluar una acción, ya sea desde el punto de vista legal como desde el punto de vista ético, la cuestión del involucramiento del sujeto se resume en la pregunta sobre si y en qué medida la acción era intencional.
También para el acto de poder es muy importante establecer en qué modo sea intencional. Se ha ya mencionado el hecho de que es posible que el hombre esté impulsado por los instintos, y esto puede suceder también cuando ejerce el poder. Sin embargo, sus actos son tanto más humanos, cuanto más son fruto de su capacidad de entender y querer. Por esto es importante reflexionar sobre la intencionalidad. Un criterio para evaluar la intención en las acciones de poder puede ser encontrado a partir de los conceptos de usar y servirse. Más exactamente, es necesario considerar la diferencia entre tres tipos de intenciones que se pueden presentar en el ejercicio del poder: 1) intención de servirse de algo, 2) intención de someter a algún otro o a algo distinto de sí, 3) intención de servir a algún otro o alguna otra cosa.
4.1 El poder de servirse de...
La forma de poder típica de la relación entre el hombre y la naturaleza inanimada es el actuar técnico o instrumental, o sea la capacidad de transformar las cosas en instrumentos útiles para alcanzar algún fin. Éste es el ejemplo emblemático de la intención de servirse de algo, gracias al propio poder. Tal tipo de poder puede ser ejercido también en relación con los otros seres vivientes (utilizo un caballo como medio de transporte y una gallina para obtener sus huevos) y a nuestros semejantes (contrato a un jardinero para que se ocupe de mi jardín, voy al peluquero y me hago cortar el cabello). En el ámbito profesional existen innumerables formas de este tipo de poder. Es este el poder de servirse de alguno o algo, para alcanzar un fin. El poder como relación que usa a los otros como instrumento tiene como criterio de valor de referencia aquello que pertenece a lo útil. La acción, las personas implicadas, las finalidades alcanzadas tienen valor en cuanto son eficaces para alcanzar determinadas finalidades.
El problema ético fundamental puesto por las relaciones entre un hombre y otro, en las cuales uno se sirve de otro, es si es lícito usar a otra persona. Usar o servirse, de hecho, inevitablemente tratan al otro como una cosa. La experiencia nos muestra muchos casos en los cuales eso es considerado del todo lícito. El general que manda a su ejército, el dirigente que imparte directrices a sus dependientes, así como el cirujano que se hace ayudar por los asistentes en la sala de operaciones, instauran relaciones de poder en las cuales alguno “se sirve” de algún otro para obtener finalidades que son diversas de la directa ventaja para los interesados: pueden constituir una ventaja para quien detenta el poder, o bien ser un bien común, como los bomberos que son empleados para combatir un incendio. En otros casos, este bien común está también a favor de aquéllos de quienes se sirve quien manda, como los empleados que contribuyen a la prosperidad de una empresa y, alcanzada la finalidad, pueden gozar de la seguridad económica y de los premios por sus prestaciones.
¿Qué cosa justifica, por tanto, la posibilidad de utilizar el poder para servirse de otras personas con el propósito de alcanzar un fin? Una primera condición es que los otros den su consentimiento y, en el caso de las relaciones profesionales, sean recompensados por un estipendio y por otros beneficios. Una segunda condición es descrita por Kant con un imperativo enunciado en la Fundación de la Metafísica de las Costumbres[17, II]: «actúa en modo de tratar a la humanidad, tanto en tu persona, como en aquélla de cualquier otro, siempre como fin y nunca simplemente como medio». Este principio reconoce que existen casos en los cuales es lícito servirse de las otras personas, aunque tal instrumentación tiene un límite insuperable. Existe una diferencia fundamental entre los casos en los cuales el objeto es reducido a mero instrumento para el ejercicio de un poder, como la gallina que se vuelve el plato principal de una comida, o el esclavo que es encadenado y azotado para que continúe remando, y el caso en el cual el objeto es utilizado como instrumento, aunque no reducido a instrumento. Sobre este principio se basa, en el ámbito médico, el deber de intervenir al que está por nacer sólo si aquello le acarrea una ventaja en términos de salud, así como la prohibición de recurrir a la maternidad subrogada.
El hombre es capaz de ejercer el poder hacia sus semejantes reduciéndolos a meras cosas. La experiencia nos dice que existen casos excepcionales en los cuales está justificado actuar en alguno sin considerarlo como un tú. Por ejemplo, en el socorrer a un paciente inconsciente y en peligro de muerte, el médico no sólo tiene el derecho, sino incluso la obligación moral y jurídica de intervenir, tratando al personal de la sala de operaciones sólo como medio para salvar al enfermo, y sin instaurar ninguna relación yo-tú con el enfermo privado de conciencia. Pero ni siquiera en estas situaciones el médico puede olvidar que sus colaboradores y el paciente son seres humanos y no cosas o animales. Mas en general, podemos decir que el poder sobre los otros no puede ser ejercido sin su conocimiento o contra su voluntad, si éstos son capaces de entender y querer. La instrumentalización, en fin, no puede ser el único modo de ejercer el poder sobre las otras personas. Los regímenes totalitarios que han intentado e intentan aún aplicar esta forma despersonalizante e instrumentalizante de poder sobre enteras poblaciones, realizan acciones criminales no sólo contra las víctimas, sino contra la humanidad entera.
4.2 El poder de “someter a sí”
Una segunda categoría de intenciones de aquel que tiene poder puede ser entendida como la voluntad de someter a alguien o a algo a su propio querer. La forma de poder tradicional de la relación entre el hombre y muchos tipos de animales es el poder de someter y domesticar, o sea de sujetar al animal a su propia voluntad, con el fin de que haga aquello que el hombre quiera. El someter implica afirmarse a sí mismo en detrimento de los otros, poniéndose por encima de los demás (cosas, animales o personas), subordinándolos a su propio querer. Si nos referimos a la relación de sometimiento con otros seres humanos, la subordinación puede usar la fuerza, la implicación de la emotividad, los argumentos lógicos, pero también el terror, la manipulación, o el engaño. La intención de someter a sí a los otros ha sido descrita también como voluntad de poseer, dominar y delinquir. Ésa contiene siempre una motivación egocéntrica, porque la libertad del otro está sometida a la propia y sus intereses son ignorados, en ventaja del control que se quiere ejercer sobre él.
El sometimiento no implica simplemente la relación de dependencia entre un padre y su hijo, un profesor y su alumno más destacado o un empleador y sus dependientes. Indica más bien una dependencia indebida, en la cual la dependencia trasciende cuanto es ínsito en la naturaleza de aquella relación. Mientras está en la naturaleza de la relación entre maestro y discípulo la gratitud, el respeto y el aprecio por cuanto se ha recibido, y el maestro puede tener legítimas expectativas respecto de ellos, el impedir a sus alumnos su propia autonomía en las decisiones personales o profesionales, a causa de aquello que se ha hecho por ellos, implica en cambio una intención de sometimiento, por tanto es una pretensión moralmente ilícita.
Ya que la intención de someter a si comporta la voluntad de instaurar con el destinatario del poder una relación de posesión, ésa conduce de por sí al abuso del poder: la finalidad perseguida con el poder no es ya el objeto propio de la acción de poder, sino un tipo de relación que al hombre está permitida sólo para aquello que le es inferior. Que cualquier querer de dominio y sometimiento sea incompatible con las relaciones humanas, porque inevitablemente carece de la consideración a quien está sometido al poder en su dignidad de persona, ha surgido con la fatigosa lucha contra la esclavitud que ha comprometido a nuestros antepasados hace siglos. Y bien, el sometimiento queda como una tentación para cualquiera que tenga un poder. En ámbito médico, tanto los comportamientos vejatorios de los docentes hacia los estudiantes de medicina o los colegas más jóvenes, como los humillantes u ofensivos hacia los pacientes, pueden ser expresión de esta forma de abuso de poder y son por tanto éticamente inaceptables [18].
4.3 El poder de «servir al otro» y la relación de tratamiento
Un tercer tipo de intención de la acción de poder, en muchos sentidos opuesta a la precedente, es aquélla de quien entiende el poder como servicio al otro.
Para reflexionar sobre el significado del servir puede ser útil considerar las características del buen servicio, que podemos encontrar también en las relaciones comerciales. Considérese, por ejemplo, el servicio ofrecido a los clientes por un hotel, por un banco o por una agencia inmobiliaria.
En primer lugar, podemos observar que el buen servicio no es del todo reducible a las categorías de la eficiencia y de la productividad. Éstas pueden ser una ayuda para un buen servicio, pero la esencia de la relación de servicio es el elemento personal, humano. El buen servicio, de hecho, no necesariamente es aquél más eficiente, porque la eficiencia frecuentemente implica, junto a la racionalización, a la velocidad, y al recorte de lo inútil; también despersonalización, mecanización, estandarización. El buen servicio, al contrario, es el individualizado, personalizado, ad hoc (especialmente dispuesto): está bien representado por el mayordomo perfecto, alguien que sabe responder con competencia, prontitud y trato a las exigencias de su empleador. En este sentido no implica para nada sumisión pasiva, renuncia a la iniciativa personal, o servilismo. Su esencia está en la respuesta personal a las necesidades de otra persona. Y requiere una sensibilidad específica, el sentido de la dignidad del servir, que deriva de la dignidad de las personas involucradas, de quien sirve y de quien es servido.
Además, identificar el buen servicio con la personalización es todavía poco. El servicio de hecho toma su propio valor simplemente de las preferencias subjetivas de aquel que lo recibe, y de la capacidad de quien lo ofrece, de adecuarse a estas preferencias. El servicio es también una respuesta a las cosas, a cómo deben ser. Paradójicamente, también el servicio oculto tiene este significado: aun si las manos que han preparado con cuidado una habitación de hotel o una comida en el restaurante permanecen anónimas, aquel trabajo da testimonio del valor en sí, a la vez ético y estético, de las acciones de servicio a otros y de tratamiento de las cosas. Da testimonio del elemento de don gratuito que está contenido en todo buen servicio, prescindiendo de cuán remunerado o mal pagado sea, de cuán satisfecho quede el cliente. El buen servicio excede la dinámica del mero do ut des (doy para que des). Escribe Hillman: «Quizá el mejoramiento no es sólo un deseo humano. Quizá el progreso hacia la perfección, hacia la realización del ideal, es inherente a la verdadera esencia de las cosas, que el servicio reconoce haciendo aquello que puede sostener este deseo de potenciamiento, extrayendo de todas las cosas su mejor forma posible. Éste es el impulso espiritual que es la verdadera raíz del servicio. Nuestro servicio en la vida y nuestro servicio para la vida, intentan reconducir cualquier cosa que hacemos a una visión utópica, el ideal del cielo, que cada uno de nosotros siente en el corazón como un gozo estético cada vez que algo está hecho en su punto justo» [19, p. 74].
El análisis de la relación de servicio muestra cómo ésta tiene como efecto la valoración de la realidad, de la persona que recibe el servicio, pero sobre todo de aquel que sirve, que a través de este poder profundiza la conciencia de la esfera de los valores y a ellos responde libremente, con un tipo del todo particular del don de sí. No obstante la minusvaloración que el servir ha sufrido en el curso de los siglos, esta intención se fundamenta en el reconocimiento de la dignidad de la persona y de su relación con los valores que la realidad nos presenta. Precisamente un análisis atento de la esencia de las relaciones de poder dirigidas a servir, nos puede mostrar cómo éstas son las que mejor pueden garantizar una buena relación entre médico y paciente y favorecer la confianza. En ellas el paciente puede percibir que la intención del médico es la de estar a su servicio, en el sentido preciso de la intención de perseguir como finalidad primaria aquello que es mejor para él.
5. Conclusión
Ahora bien, hemos visto que en las relaciones de poder movidas por la intención de servirse de y de someter al otro, este último es reducido a medio, mientras en las relaciones en las cuales hay al menos una intención de servir al otro, este último asume el rol de fin en sí. La tradición individualista que se ha abierto camino en la época moderna y ha desembocado en la afirmación de la autonomía radical del hombre, entendida como un ideal de independencia de cualquier atadura o condicionamiento externo, conduce a entender toda relación de poder como instrumentalización del otro. Para justificar el hecho de que la experiencia no nos presenta sólo relaciones de poder instrumentales, se replica que también la relación que en apariencia es más altruista y abnegada, en realidad tendría siempre la intención de ligar a la otra persona a sí, y de usarla para obtener satisfacciones personales, por ejemplo para realizar la propia necesidad de sentirse indispensable.
Si consideramos, sin embargo, las diversas características del poder que hemos descrito, es posible captar que la persona humana es capaz de poner en acto también relaciones de poder en las cuales el otro no es usado sólo como un medio, sino que es considerado como un fin en sí, y por tanto reconocido y tratado como un bien en sí y la verdadera finalidad de la relación de poder. Relaciones como aquélla entre médico y paciente, entre maestro y alumno y entre padres e hijos pueden perder su vocación originaria, y transformarse en relaciones de poder en las que el otro es instrumentalizado. Pero percibimos como injustas las relaciones en las cuales el padre usa al hijo para afirmarse a sí mismo o para desfogar su propio instinto, ya sea el de paternidad/maternidad o instintos más bajos, como el de dominar y someter, o el médico que usa a los pacientes como medio para hacer carrera o para demostrar su poder.
El tratamiento médico requiere considerar a aquel que recibe los cuidados, y por tanto es objeto de la relación de poder, como un ser a respetar, proteger y custodiar, y también de hacer crecer. La acción terapéutica, entonces, puede tener un objeto que pertenece a todas las categorías que hemos presentado (el custodiar, el hacer crecer y el destruir aquello que es nocivo). No es así, en cambio, por lo que se refiere al punto de vista de quien toma a su cuidado: este tipo de relación tiene como motivación más adecuada el amor de benevolencia, que pone el bien del otro al centro, y como intención privilegiada aquélla de intervenir por el otro, por tanto de servir al otro, y no de servirse de él ni de intentar someterlo a sí.
He aquí por qué podemos afirmar que el poder de cuidar es un aspecto esencial para el ser humano. En primer lugar, porque todo hombre pasa necesariamente por fases de la vida en las cuales tiene necesidad de los cuidados de los otros (infancia, ancianidad, enfermedad, discapacidad, experiencia del sufrimiento psicológico y moral). En segundo lugar, porque la persona humana realiza su propia capacidad de amor, en el sentido de la benevolencia y del don de sí que ésta comporta, principalmente en la búsqueda del bien del otro, por tanto en el ofrecer cuidados [20]. En fin, la relación de ofrecer cuidados es, junto a la actividad laboral, una vía privilegiada para dar sentido a la propia existencia. El cuidado auténtico es una relación que hace florecer precisamente a quien ofrece cuidados.
Si quisiésemos, entonces, regresar al tema inicial de este ensayo, podemos encontrar la unión íntima que conecta el poder del médico y la confianza, precisamente en el entender la relación de tratamiento como servicio benevolente, o como ha sido recientemente definido en referencia a la educación, como responsabilidad generosa para el otro: sólo si entendemos el poder de este modo, éste podrá crear aquel clima de confianza recíproca que es condición necesaria para que pueda llevar a plenitud a todas las personas involucradas [21].
Perseguir el objetivo de ejercer el propio poder como responsabilidad generosa, sin embargo, exige al médico poseer cualidades personales específicas. Junto a conocimientos y habilidades científicas y gerenciales, él debe adquirir también una competencia ética. Chervenak y McCullough [22], por ejemplo, retomando la propuesta de Pellegrino y Thomasma [23] proponen cuatro virtudes que deberían constituir la base de la relación entre médico y paciente y podemos observar que tienen una relación directa con el ejercicio del poder por parte del médico. Las virtudes son: la modestia (self-effacement), que conduce a ser imparcial en los juicios, a no hacer discriminaciones y a no actuar con base en prejuicios; el espíritu de sacrificio (self-sacrifice), por tanto la capacidad de hacer prevalecer el interés del paciente respecto de aquéllos de otra naturaleza, aun con el costo de asumir riesgos personales, si son requeridos por las necesidades del paciente; la compasión (compassion), o sea la capacidad de comprender el sufrimiento ajeno y el compromiso para aliviarlo; en fin, la integridad (integrity), que impone actuar según los estándares de excelencia intelectual y moral, así como de no recurrir a la mentira, al engaño y a comportamientos dirigidos a evitar asumir la responsabilidad de sus propios errores.
El empeño por alcanzar aquella excelencia moral que fundamenta la ética del poder del médico permitirá, entonces, reforzar la confianza interpersonal, del paciente hacia el médico, pero también la social del paciente hacia las instituciones. Podemos entonces concluir citando nuevamente a Pellegrini y su imagen de la confianza como piedra angular. «Mi consejo para ustedes es que en sus futuras interacciones con los pacientes tengan siempre en mente el poder que tienen, con sus palabras y con sus comportamientos, de reforzar tanto la confianza social, como la interpersonal. La confianza es en tal medida la piedra angular en la relación médico-paciente, que es una virtud indispensable del buen médico. Sin esta virtud, la relación con el profesionista se desintegra, así como sucede a un arco cuando la piedra angular le es removida. Con ella, aumentamos nuestra capacidad de sanar el cuerpo y el alma del paciente, del doctor, y del equipo. Creo que en el corazón de la ética profesional existe el concepto que impone a los miembros de la profesión la obligación de fidelidad a la confianza» [1, p. 98].