Introducción
Desde una perspectiva histórica, los debates sobre el respeto a la autonomía y al consentimiento del paciente1 surgieron, en primer lugar, en relación con las personas que se convierten en sujetos de investigación en experimentos biomédicos. Entre los ejemplos notables figuran los experimentos médicos realizados en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial y el Experimento Tuskegee en los Estados Unidos, que duró de 1932 a 1972, y que, finalmente, condujo al famoso Informe Belmont, en el que se explicó por primera vez y con autoridad el principio bioético del respeto de la autonomía del paciente (Comisión Nacional para la Protección de los Sujetos Humanos de las Investigaciones Biomédicas y del Comportamiento 1979).
La investigación biomédica en la que participan personas con una capacidad de decisión limitada sigue siendo un enigma ético ampliamente reconocido. Sin embargo, también es una esfera en la que, por esa misma razón, se han elaborado muchas políticas éticas bajo los auspicios de organizaciones mundiales, como la Asociación Médica Mundial (AMM) y el Consejo de Organizaciones Internacionales de Ciencias Médicas (COICM). Si bien la legislación no es perfecta, los derechos de los sujetos vulnerables de la investigación están protegidos de manera bastante sólida, en particular cuando se los compara con los pacientes con limitaciones similares en la toma de decisiones y que se someten a intervenciones de atención de la salud. Esta revisión se centra en el contexto de la atención de la salud; es decir, en las intervenciones que tienen por objeto restablecer, mejorar o al menos mantener el estado de salud de las personas que se someten a esas intervenciones. Por el contrario, el objetivo principal de la investigación biomédica es obtener nuevos conocimientos que se espera beneficien a los futuros pacientes.2
Dos de los especialistas en bioética que participaron en la redacción del mencionado Informe Belmont de 1979, publicaron más tarde y en ese mismo año la primera edición de su libro de texto Principios de Ética Biomédica, ahora en su 8ª edición (2019). En él, Childress y Beauchamp desarrollaron lo que se conoció como «principialismo». Esta teoría de la ética o, más precisamente, este método de análisis ético, está estructurado en torno a un conjunto de cuatro principios propuestos por Beauchamp y Childress: respeto a la autonomía del paciente, beneficencia, no maleficencia y justicia (distributiva). El segundo y el tercero de estos principios tienen raíces históricas que se remontan al Juramento Hipocrático; el primero y el cuarto son más recientes.
La idea de que los proveedores de atención de la salud deben respetar la autonomía del paciente, se interpreta con frecuencia como un contrapeso a una larga tradición de paternalismo médico; es decir, que los médicos toman todas las decisiones relacionadas con la atención de la salud para sus pacientes, sin hacerlos participar en el proceso de adopción de decisiones (paternalismo blando) o, incluso, en contra de los deseos explícitos de los pacientes (paternalismo duro). Este paternalismo se consideró en su día éticamente justificado, cuando y porque era para el bien del paciente y lo protegía contra el daño o, en la jerga moderna, cuando y porque cumplía los principios de beneficencia y no maleficencia. Así surgió una dicotomía muy desafortunada, y de hecho incorrecta: los principios de beneficencia y no maleficencia llegaron a equipararse con los juicios unilaterales de los proveedores de servicios de salud sobre lo que es bueno para el paciente desde la perspectiva de la ciencia biomédica, mientras que la consideración de las necesidades y deseos del individuo único que recibe el tratamiento se consideró una cuestión de respeto a la autonomía del paciente.
En su versión más extrema, como propugnaron otros líderes de la bioética estadounidense, como Veatch y Engelhardt, esto significaba que los profesionales de la salud debían abstenerse de emitir juicios sobre los intereses particulares de un paciente individual, porque no podían hacerlo. Sólo el paciente individual puede saber lo que realmente le interesa. Por lo tanto, es derecho, pero también responsabilidad de los pacientes individuales tomar todas y cada una de las decisiones relativas a sus propios intereses, o eso es lo que han argumentado los partidarios de esta comprensión de la relación entre el proveedor de atención sanitaria y el paciente (30).
Como O’Rourke y Boyle resumen bien en la cuarta edición de su Ética médica. Fuentes de las enseñanzas católicas, en este sistema secular de bioética «el deseo subjetivo del paciente se convierte en la norma de oro para determinar la norma moral de la atención de la salud» (15, p. 16). Continúan contrastando esta perspectiva secular con una comprensión católica de la autonomía y el papel del consentimiento informado: «En la teoría católica de la bioética, el consentimiento informado se requiere como un medio para reconocer la dignidad de los pacientes, lo que les permite a ellos o a sus representantes tomar decisiones libres de acuerdo con la ley moral. Así, pues, la norma moral de la ética católica es básicamente objetiva, aunque los deseos subjetivos del paciente son a menudo significativos» (15, p. 16).
Para comprender mejor esta diferencia esencial entre la comprensión secular del agenciamiento y la autonomía del paciente, representada de manera más conmovedora por Engelhardt y Veatch, y un enfoque católico, será útil examinar brevemente la relación entre un proveedor de atención de la salud y un paciente, y las diversas fases de adopción de decisiones dentro de un encuentro típico entre el proveedor de atención de la salud y el paciente.
1. La relación terapéutica y el encuentro clínico
La relación entre un proveedor de servicios de salud y un paciente ha sido objeto de muchos análisis, y se han propuesto diversos modelos para describir la naturaleza específica de esa relación. Se trata de una relación compleja, que se entiende de manera diferente según el contexto. Por ejemplo, muchos códigos de derecho civil definirán la relación en términos contractuales, en virtud de los cuales el proveedor de servicios de salud y el paciente acuerdan intercambiar tratamientos específicos por pagos específicos. Este intercambio es similar a otros intercambios comerciales. Por otra parte, la mayoría de esos códigos de derecho también reconocen que la atención de la salud es distinta de otros productos básicos que pueden comercializarse en el mercado libre, y que los pacientes son distintos de los consumidores asertivos que pueden adquirir o renunciar a los servicios ofrecidos. Por lo tanto, la relación también está calificada como una relación fiduciaria por esos mismos códigos civiles.
Para complicar aún más las cosas, la experiencia que ofrece el proveedor de servicios de salud es sólo genérica. Por definición, la ciencia biomédica se aplica a grupos de pacientes que comparten alguna característica. Cuando se trata de pacientes individuales, los hallazgos científicos sólo son probablemente verdaderos. La ciencia no puede acceder a las características, necesidades y objetivos únicos de los pacientes individuales. Tradicionalmente, la medicina ha sido llamada una ciencia y un arte. La forma en que el aspecto artístico de la relación terapéutica debe realizarse es mucho menos clara que el aspecto científico. Sin embargo, como mínimo, requiere que el proveedor de atención médica y el paciente se reúnan como personas en un diálogo continuo. En la Nueva Carta de los Trabajadores de la Salud, publicada por el Consejo Pontificio para la Pastoral de los Trabajadores de la Salud, se dice: «La relación entre el trabajador de la salud y el paciente es una relación humana de diálogo, y no una relación sujeto-objeto» (20, p. 71).
En su Declaración de Consenso de 2017, la Asociación Internacional de Bioética Católica (AIBC) explica con más detalle que «los pacientes y sus proveedores de atención de la salud tienen cada uno funciones específicas, y ambos se esfuerzan, mediante el diálogo, por discernir qué evaluaciones e intervenciones de atención de la salud son médicamente apropiadas y aceptables». Las aportaciones de los pacientes y de sus familiares ayudan a los profesionales de la salud en sus diagnósticos e intervenciones recomendadas. La deliberación ética implica que el paciente y la familia disciernen entre las opciones propuestas, con miras a identificar las intervenciones preferidas en función de sus valores y objetivos de atención» (28, p. 322-323).
Por lo general, este diálogo se desarrollará en tres fases: a) evaluación y diagnóstico; b) planificación del tratamiento, y c) terapia propiamente dicha. Éstas se entienden a menudo como fases médicas y el dominio propio del profesional de la salud. De hecho, cada una de ellas requiere la participación del paciente si se quieren cumplir los principios éticos de beneficencia y no maleficencia.
a) Participación del paciente en la evaluación y el diagnóstico
En la primera fase de la relación terapéutica, el proveedor de atención médica trata de determinar las necesidades e intereses del paciente individual que se acerca al proveedor de atención médica para recibir asistencia. Evidentemente, esta primera fase no puede ser realizada únicamente por el propio paciente. Es por eso que busca la ayuda de un profesional de la salud. Sin embargo, normalmente los proveedores de salud tampoco pueden hacer esa evaluación por sí mismos; necesitan involucrar al paciente. Típicamente, el paciente puede y debe participar con su proveedor de atención médica en esta primera fase mediante: a) la descripción del problema, los síntomas o cualquier otra preocupación. A continuación, se pedirá al paciente que, b) comparta información sobre su historial médico. A veces, esto puede requerir que el paciente, c) divulgue información privada, sensible o incluso dolorosa. Por último, d) el paciente tendrá que cooperar en diversos exámenes de diagnóstico, ya sea mirando simplemente a la izquierda y a la derecha, facilitando una muestra de orina o sometiéndose a una evaluación neuropsicológica repartida en múltiples sesiones.
b) Participación del paciente en la planificación del tratamiento
La fase de evaluación y diagnóstico generalmente irá seguida de un intento de prevenir, curar o, al menos, aliviar las necesidades, síntomas y preocupaciones del paciente. Como han subrayado prácticamente todos los especialistas en bioética de los últimos cincuenta años, incluidos los principales especialistas en bioética católicos como Sporken (26), Grisez (7) y Sgreccia (25), esto no puede ocurrir de manera eficaz, a menos que el proveedor de atención médica sepa qué resultados busca el paciente. Por lo tanto, se le debe invitar a explicar lo que espera o los médicos esperan que se pueda lograr mediante el tratamiento médico.3
A veces, los proveedores de atención de la salud simplemente suponen que ya saben lo que quiere el paciente. Presumiblemente, un paciente que acude al médico con una infección del tracto urinario, o al dentista con un dolor de muelas, quiere que el dolor desaparezca. Sin embargo, es arriesgado hacer tales presunciones. Diferentes pacientes pueden preferir diferentes resultados, particularmente cuando sus condiciones son complejas o crónicas y no hay una intervención fácil para curar rápidamente al paciente. Además, la intervención médica puede tener en sí misma consecuencias indeseables, que van desde la incomodidad hasta el alto costo, y desde la necesidad de limitar el estilo de vida hasta poner en peligro la vida del paciente. En el caso de algunos, determinadas creencias religiosas o culturales pueden desempeñar funciones que no son pertinentes para otros. También pueden estar en juego intereses y preferencias verdaderamente singulares. Para que la relación terapéutica no vuelva a caer en una relación paternalista, equilibrar todos estos efectos secundarios y sopesar las probabilidades estadísticas de que se produzcan requerirá por lo general, f) una conversación detallada con el paciente que, después de todo, es el que va a sufrir la mayoría o todos estos efectos. En palabras de Sgreccia: «La participación del paciente en la gestión de su propia enfermedad y la personalización (cuando sea posible) de los planes de tratamiento y los protocolos de atención de la salud son... todos objetivos que deben perseguirse, de acuerdo con una ética que mire a la dignidad de la persona, promueva la humanización de la medicina y se esfuerce por sustituir el modelo paternalista por el modelo de beneficencia basado en la confianza» (25, p. 227).
c) Participación del paciente en la terapia propiamente dicha
En casi todas las intervenciones de atención de la salud, g) se requiere la participación activa del paciente a fin de maximizar el éxito del tratamiento. Esto es particularmente cierto en el caso de los cambios en el estilo de vida o de los regímenes de ejercicio, pero también en el caso de la ingesta programada de medicamentos o el autocuidado postoperatorio. Si los pacientes deciden no cumplir con un tratamiento prescrito, o por otras razones no pueden hacerlo, su eficacia puede disminuir considerablemente, y el paciente puede estar en peor situación que sin el tratamiento. Incluso si el paciente decide cumplir, el éxito final de la intervención sólo puede determinarse, h) aprendiendo del paciente hasta qué punto sus quejas han sido realmente escuchadas, sus necesidades satisfechas y sus preocupaciones aliviadas.
Es evidente, pues, que el diálogo entre los proveedores de atención de la salud y sus pacientes debe continuar a lo largo del tiempo. Como subraya la Declaración de Consenso de la AIBC de 2015, «Los proveedores de atención médica, al planificar la atención con sus pacientes, siempre deben evaluar los objetivos, beneficios, riesgos y cargas de las diversas intervenciones para cumplir esos objetivos. También deben seguir evaluando, junto con sus pacientes, los resultados reales de las intervenciones iniciadas, y estar dispuestos a interrumpir las que no hayan logrado los beneficios esperados o se hayan vuelto desproporcionadamente gravosas para determinados pacientes» (27, p. 13; la cursiva es nuestra).
Así pues, al menos podemos discernir ocho formas diferentes repartidas en tres fases, en las que es necesario que los pacientes participen activamente en su propia atención de salud para lograr un resultado verdaderamente beneficioso (Tabla 1). Para decirlo en términos de principios: el cumplimiento de los principios de beneficencia y de no maleficencia requiere el compromiso activo del paciente.
Paralelamente a estas tres fases en el proceso de lograr una atención beneficiosa, los profesionales de la salud deben respetar, además, el principio de la autonomía del paciente. También en este caso se pueden distinguir al menos tres componentes que se superponen, pero que son diferentes.
(i) Confidencialidad y protección de la privacidad del paciente
Como ya se ha mencionado, el paciente debe a menudo revelar información delicada y de otro tipo de carácter privado, a fin de poder realizar una evaluación precisa y un plan de tratamiento beneficioso. Los pacientes sólo lo harán, y seguirán haciéndolo, si pueden confiar en que: a) el profesional de la salud mantendrá la confidencialidad. En términos más generales, los pacientes sólo confiarán en los profesionales de la salud si, b) todos ellos respetan y salvaguardan la privacidad de los pacientes.
Principio ético | Componente | Compromiso específico del paciente |
---|---|---|
Beneficencia y no maleficencia |
I. Evaluación y diagnóstico | (a) Describir el
problema, los síntomas, las necesidades, etcétera.
(b) Proporcionar información sobre el historial médico. (c) Divulgar información privada. (d) Participar en exámenes de diagnóstico. |
II. Planificación del tratamiento | (e) Explicar expectativas/esperanzas.
(f) Evaluar medios, efectos secundarios, estadísticas, etcétera. |
|
III. Terapia real | (g) Cumplir con los tratamientos.
(h) Evaluar el éxito de los tratamientos. |
|
Principio ético | Componente | Compromiso profesional de HC |
Respeto por la autonomía del paciente |
(A) Confidencialidad | (a) Salvaguardar la privacidad de los
pacientes individuales. (b) Garantizar la confianza de los pacientes en general. |
(B) Información | (c) Informar para permitir la
participación activa del paciente. (d) Informar por respeto a la dignidad humana. |
|
(C) Consentimiento | e) Verificar (no) consentimiento antes
de iniciar la intervención. (f) Verificar (no) dar su consentimiento para su continuación. |
Fuente: Elaboración propia.
En la Tabla 1 se resumen las múltiples formas en que es necesaria la participación activa del paciente para cumplir los principios de beneficencia y no maleficencia, así como el principio de respeto de la autonomía. Sin embargo, el cuadro tiene el defecto de sugerir que a los ocho primeros compromisos les siguen otros seis, cuando los últimos seis son concurrentes con los ocho primeros.
Una imagen más correcta sería la de un camino por el que el paciente y el proveedor de atención médica viajan conjuntamente. Así, los tres primeros componentes (I, II y III) son análogos a los marcadores de kilometraje en el lado de la carretera. Y los tres últimos (A, B y C) son las líneas blancas que marcan los carriles dentro de los cuales el viaje es seguro.
(ii) Suministro de información adecuada al paciente
En segundo lugar, los proveedores de atención de la salud deben proporcionar información adecuada a los pacientes; c) es necesario que lo hagan para hacer avanzar el proceso de diagnóstico o para motivar el cumplimiento de un tratamiento prescrito, pero no sólo por esas razones instrumentales; d) los pacientes deben ser informados por los profesionales de la salud, porque lo que se ve afectado es su salud, su cuerpo, su mente y su vida. Incluso si su condición está más allá del alivio médico y, por lo tanto, no es necesario tomar decisiones sobre el tratamiento, es necesario que se les informe sobre ese hecho. La información no es simplemente un medio para lograr otro fin, ya sea un diagnóstico más preciso, un mayor cumplimiento o una decisión más racional. Informar al paciente es una parte importante del respeto de su dignidad.
Sin duda, proporcionar a los pacientes información correcta, adecuada y útil es, en sí mismo, un proceso complejo y desafiante, tanto para los proveedores de atención médica como para los pacientes. De hecho, es un proceso fluido e interminable. Sin embargo, la dignidad misma de aquellos a quienes atienden los proveedores de salud requiere que no se les mantenga en la oscuridad o, más aún, que no se les mienta. Los pacientes pueden elegir no ser informados, pero, excepto en situaciones muy raras, esa elección no puede hacerse por ellos.
(iii) Consentimiento del paciente
En tercer lugar, los pacientes siempre deben tener la oportunidad de consentir libre y explícitamente o rechazar las intervenciones de atención de salud que se les ofrezcan. El consentimiento no puede simplemente presumirse; en todo caso, no si el paciente es competente para tomar decisiones en materia de atención de la salud, como lo advirtió el Consejo Pontificio para la Asistencia Pastoral de los Agentes Sanitarios en 1995.4 La elección del paciente competente, ya sea para consentir o rechazar los tratamientos propuestos, debe ser respetada. En palabras de Sporken, «una actitud éticamente responsable requiere que uno se tome en serio al otro incondicionalmente, que -movido por la necesidad del otro- esté dispuesto a considerar los auténticos intereses del otro como norma de la atención» (26, p. 100).
Está claro que, si las intervenciones médicas propuestas son muy gravosas o peligrosas, se necesita el consentimiento del paciente para iniciarlas. Sin embargo, incluso para los tratamientos que son evidentemente beneficiosos, debe obtenerse el consentimiento del paciente: «El profesional no podrá realizar ningún examen ni aplicar ningún tratamiento sin la autorización explícita o implícita del paciente» (22, p. 298-299).5
La obligación del profesional de la salud de obtener el consentimiento no sólo se refiere a las nuevas intervenciones propuestas, sino también, f) a las intervenciones ya iniciadas. El mero hecho de que se hayan iniciado no justifica que se coaccione al paciente para que las continúe (más sobre esto a continuación). A veces los pacientes pueden terminar el tratamiento por su propia voluntad. A veces una terminación repentina del tratamiento puede ser peligrosa o gravosa y el proveedor de atención de la salud debe tratar de facilitar la interrupción segura del tratamiento que ahora no se ha autorizado. A veces los pacientes son físicamente incapaces de terminar el tratamiento por sí mismos (como en la ventilación mecánica de un paciente tetrapléjico), en cuyo caso el proveedor de atención de la salud debe deshacer la intervención. Independientemente del grado de ayuda que se necesite para interrumpir un tratamiento determinado, los proveedores de atención de la salud deben respetar el rechazo del paciente a seguir el tratamiento. El paciente puede conceder al proveedor de atención de la salud el derecho a iniciar el tratamiento con su consentimiento, pero por la misma razón, el paciente también puede volver a rescindir ese derecho retirando su consentimiento.
En efecto, hace casi 70 años el papa Pío XII ya reconoció que un proveedor de servicios de salud, por el mero hecho de ser un experto que puede y quiere beneficiar al paciente, no obtiene por ello el derecho a imponer intervenciones médicas a otro ser humano: «En primer lugar, hay que suponer que el médico, como persona privada, no puede tomar ninguna medida o intentar una intervención sin el consentimiento del paciente. El médico sólo tiene sobre el paciente el poder que éste le otorga, ya sea explícita o implícita y tácitamente. El paciente, por su parte, no puede conferir derechos que no posea. El punto decisivo en este problema es la legitimidad moral del derecho que el paciente tiene a su disposición. Aquí es donde se marca la frontera moral para el médico que actúa con el consentimiento del paciente... El médico... dispone de los derechos, y sólo de esos derechos, que le son concedidos por el paciente» (16, p. 200).6 En 1980 y 1982, esta opinión fue confirmada por el papa Juan Pablo II,7 y nuevamente por el Consejo Pontificio para la Pastoral de los Agentes Sanitarios en 1995.8 En otras palabras, sin consentimiento, el profesional de la salud no está autorizado a iniciar un tratamiento. El consentimiento otorga al profesional de la salud un derecho que antes no tenía; es decir, pasar de la benevolencia (querer el bien del paciente) a la beneficencia (hacer el bien del paciente). «Sin esta autorización, el trabajador sanitario se arroga un poder arbitrario para sí mismo» (20, p. 96).
Hoy día, las palabras de Pío XII a pocos lectores parecerán tan radicales. Sin embargo, ya en 1976, escribiendo en el prestigioso Journal of the American Medical Association, el Dr. Eugene Laforet insistía todavía en que «el consentimiento informado es una ficción legalista que destruye la buena atención al paciente y paraliza al médico de conciencia». Cubre la situación experimental con barreras que no pueden ser superadas. No es aplicable, ni siquiera por definición, a un gran segmento de la población involucrada. El término no tiene cabida en el léxico de la medicina» (10, p. 1584-5).
Cabe señalar que el Dr. Laforet no sólo fue Jefe de Cirugía Torácica del Hospital Newton-Wellesley de Boston, sino que también fue profesor de ética médica en el Boston College (una destacada universidad jesuita de Estados Unidos) y editor del Linacre Quarterly (una destacada revista católica de ética médica).
Sin duda, dentro de un marco de referencia católico, los proveedores de servicios de salud tienen la obligación moral de ofrecer ayuda a otros que necesiten su experiencia. Ese deber, sin embargo, no conlleva el derecho de imponer sus acciones benéficas a los pacientes. El Consejo Pontificio Cor Unum lo expresó con fuerza en su informe de 1981: «El paciente no puede ser objeto de decisiones que no tomará o, si no puede hacerlo, que no podría aprobar. La ‘persona’, principal responsable de su propia vida, debe ser el centro de toda intervención asistencial: los demás están para ayudarle, no para sustituirle» (18, p. 1137, n. 2.1.2). Salvo raras excepciones, esa fuerza será una violación de la dignidad humana fundamental de las personas.
Esta es una idea de importancia crucial. Como ya hemos visto en la introducción de este documento, el respeto de la autonomía del paciente no es sólo una cuestión de respeto de su libertad. Desde una perspectiva católica, también es eso, porque nadie puede asumir la vocación de otra persona de ser un buen administrador de su vida. Sin embargo, en primer lugar y ante todo, «el principio del consentimiento informado se basa en la dignidad y la inviolabilidad de la persona humana» (Griese, 1987, p. 154).
Es necesario hacer dos comentarios finales sobre el consentimiento del paciente. En primer lugar, es importante subrayar que el derecho del paciente a dar su consentimiento a los tratamientos propuestos no equivale a un derecho a exigir tratamientos. Como subraya la propia palabra consentimiento (del latín con = con), el derecho del paciente se limita a aceptar o rechazar una intervención propuesta por el proveedor de atención de la salud. Como se ha explicado anteriormente, el profesional de la salud sólo puede proponer intervenciones que sean beneficiosas y, por lo general, el proveedor de atención de la salud sólo podrá elaborar un plan de tratamiento beneficioso en estrecho diálogo con el paciente. Las necesidades de un paciente pueden ser únicas y los proveedores de atención de la salud deben tenerlas en cuenta para que la intervención propuesta no acabe perjudicando al paciente. Por lo tanto, con este entendimiento del consentimiento, un paciente no puede entrar en un consultorio médico y exigir una intervención determinada.
En segundo lugar, es importante destacar que el respeto genuino de la elección del paciente no consiste simplemente en darle la oportunidad de decir «sí» o «no» a una intervención propuesta. El proveedor de atención de la salud debe permitir al paciente tomar una decisión que, en la medida de lo posible, refleje su libertad y sus auténticos deseos. Por ello, el criterio de referencia para el consentimiento es el consentimiento informado, y corresponde al proveedor de atención de la salud proporcionar al paciente la información necesaria para alcanzar ese consentimiento informado. La 6ª edición de las Directrices Éticas y Religiosas para los servicios católicos de atención de la salud (DER), publicada por la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos (COCEU), insiste en que «la persona o el sustituto de la persona reciba toda la información razonable sobre la naturaleza esencial del tratamiento propuesto y sus beneficios, así como sobre sus riesgos, efectos secundarios, consecuencias y costo, y sobre cualquier otra alternativa razonable y moralmente legítima, incluida la ausencia total de tratamiento» (29, p. 27).
2. Diferentes formas de consentimiento
Hemos visto que el consentimiento es una condición necesaria para el tratamiento. Sin el consentimiento, el tratamiento no puede iniciarse ni continuarse. El consentimiento informado explícito es el estándar de oro. Sin embargo, como no siempre es posible obtenerlo de manera explícita, se pueden utilizar otras formas de consentimiento en esas circunstancias. Entre los ejemplos cabe citar los siguientes:
- Consentimiento implícito (cuando el consentimiento para un componente particular de un tratamiento abarcador puede deducirse lógicamente del consentimiento explícito del paciente para ese tratamiento más abarcador).
- Consentimiento anticipado (otorgado por el paciente antes de quedar incapacitado para tomar decisiones; por ejemplo, en un testamento en vida).
- Consentimiento sustitutivo o de sustitución (cuando una tercera persona está autorizada a «hablar en nombre de» [del latín subrogare] un paciente ahora incapacitado), también llamado consentimiento por poder.
- Consentimiento de los padres (cuando el paciente es menor de edad).
- Consentimiento presunto (cuando, en una verdadera emergencia, no se puede obtener el consentimiento explícito del paciente o del sustituto ni se dispone de ninguna otra forma de consentimiento como las enumeradas anteriormente, y los proveedores de atención de la salud suponen que el paciente habría consentido si hubiera sido competente para hacerlo).
Cada uno de los tipos de consentimiento mencionados plantea sus propios problemas éticos. No es sorprendente que los autores que escriben en la tradición católica también tengan opiniones divergentes acerca de su validez y de lo que puede o no puede hacerse si, en una situación particular, se descubre que un paciente es incapaz de tomar decisiones explícitas con conocimiento de causa.
a) Consentimiento implícito
De todos los tipos de consentimiento enumerados anteriormente, sólo se puede decir que dos se aproximan al patrón de oro del consentimiento explícito e informado del propio paciente: el consentimiento implícito y el consentimiento anticipado. Porque sólo estos dos consentimientos son emitidos por el propio paciente.
La Nueva Carta para los trabajadores de la salud explica: «El trabajador de la salud puede intervenir si ha obtenido previamente el consentimiento del paciente, implícitamente (cuando los actos médicos son rutinarios y no implican riesgos particulares) o explícitamente (en forma documentada cuando los tratamientos implican riesgos)» (20, p. 96). Como indica el término, el «consentimiento implícito» sólo puede invocarse si el consentimiento explícito de un paciente previo a un tratamiento, también implica el consentimiento para una intervención menor que sea un componente del tratamiento ya consentido, o una intervención posterior que esté lógicamente relacionada con el tratamiento consentido.
Lo que está implícito y lo que no lo está no siempre está claro. Sin embargo, no se trata de que la intervención sea rutinaria y libre de riesgos particulares, como sugiere la Nueva Carta. Más bien, a) debe haber una conexión lógica entre la intervención a la que el paciente ya ha dado su consentimiento explícito. Considérese a la paciente con cáncer de ovario. El consentimiento explícito para someterse a la extirpación quirúrgica de sus ovarios cancerosos incluye el consentimiento para realizar análisis de sangre, cauterización de los vasos cortados y suturas postoperatorias. No implica el consentimiento para extirpar su útero. Entre otros factores que pueden requerir un consentimiento explícito separado para una intervención se encuentran los siguientes: b) la intervención es realizada por un proveedor de servicios de salud diferente que, por lo tanto, debe ser autorizado por separado por la paciente. Por ejemplo, el consentimiento para la anestesia generalmente no se considera implícito en el consentimiento quirúrgico, porque es un anestesiólogo, y no el cirujano, el que se encarga de realizar la anestesia; c) hay diferentes formas de realizar la intervención, cada una con sus propios beneficios y efectos secundarios perjudiciales; por lo tanto, cada una de las cuales debe examinarse por separado, de modo que la paciente pueda elegir con conocimiento de causa entre ellas; d) La intervención plantea preocupaciones morales específicas que pueden ser evaluadas de manera diferente por diferentes grupos de pacientes. Un ejemplo de ello es una transfusión de sangre de emergencia durante una cirugía: dado que los testigos de Jehová evalúan una transfusión de sangre de manera muy diferente de la de los católicos, es necesario un consentimiento explícito para la transfusión.
b) Consentimiento anticipado (consentimiento mediante testamento en vida)
El segundo tipo que se aproxima al consentimiento explícito del paciente es lo que aquí se llama «consentimiento anticipado». Es un consentimiento para el tratamiento, o el rechazo del mismo, dado por el paciente antes de quedar incapacitado para tomar decisiones sobre la atención médica. Cuando se hace por escrito, se llama comúnmente testamento en vida.9 Sin embargo, a diferencia del consentimiento implícito, el consentimiento anticipado ha sido criticado por muchos estudiosos católicos como una forma de consentimiento moralmente problemática o, incluso, inaceptable.
El consentimiento anticipado generalmente se justifica argumentando que la autonomía individual no es simplemente una cuestión de la libertad de una persona para tomar decisiones en el aquí y ahora. Más bien, es la libertad de moldear la vida de uno en el futuro. El consentimiento para la cirugía oncológica de mama no se requiere simplemente porque la extirpación del tumor suponga una invasión del cuerpo de la mujer, sino que es la forma particular en que se desarrollará la vida de la mujer después de la cirugía -una forma que será diferente si se selecciona una terapia diferente o ninguna terapia en absoluto-, lo que hace que sea tan importante respetar la autonomía de la mujer al obtener su consentimiento. Desafortunadamente, muchos de nosotros, en algún momento de nuestra vida, seremos incapaces de dar forma a nuestras vidas de forma autónoma. Para prepararse para esa eventualidad, una persona puede, antes de quedar incapacitada para tomar decisiones sobre la atención médica, anotar sus decisiones sobre el consentimiento o el rechazo de futuros cuidados.
Lo ideal es que dicho consentimiento previo sea un consentimiento previo informado; es decir, que el paciente haya sido informado sobre su diagnóstico, pronóstico y opciones de tratamiento antes de escribir sus decisiones. Sin embargo, con demasiada frecuencia esas decisiones se escriben sin esa información detallada, sin que el paciente tenga una experiencia de primera mano de las condiciones que limitan la vida previstas años antes de saber cómo se desarrollará la vida (31).
Insistir en que ese consentimiento anticipado equivale a un consentimiento informado explícito es entender mal el objetivo principal del consentimiento del paciente; es decir, permitir que los pacientes den forma y sigan dando forma a sus vidas. Con esa insistencia se corre el riesgo de que el paciente sea rehén de las decisiones que se tomen mientras siga siendo capaz de tomar decisiones informadas, en lugar de ayudarle a seguir dando forma a su propia vida a pesar de esa incapacidad para tomar decisiones.
No obstante, muchos autores de la bioética contemporánea, en particular de la bioética secular, insisten en que un testamento vital prevalece sobre cualquier decisión expresada por el paciente ahora incompetente. Sostienen que el estado de plena capacidad de ejercer la propia autonomía es moralmente superior al estado de capacidad sólo parcial de ejercer la propia autonomía, o a la incapacidad total de actuar de forma autónoma debido a las limitaciones en la toma de decisiones. Por ello, insisten a menudo en que un testamento en vida, redactado cuando la persona todavía es competente, no sólo es una guía importante y significativa a la hora de tomar decisiones en materia de atención de la salud para un paciente incapaz de tomar decisiones de forma independiente, sino que debería ser la última palabra. En otras palabras, parecen insistir en que no se debe respetar a la persona tal como existe en el aquí y ahora, sino como existió en el pasado.
Este enfoque está fundamentalmente en desacuerdo con una antropología cristiana, en la que el viaje de la vida continúa desde la concepción hasta la muerte, siendo cada etapa de ese viaje importante y significativo por derecho propio. Dentro de la tradición católica, los testamentos en vida y otras expresiones de los pacientes de sus deseos y sus permisos para someterse a ciertos tratamientos (o no) deben ser tomados muy en serio. Sin embargo, incluso el testamento vital más informado, explícito y detallado, rara vez es una guía suficiente para los profesionales de la salud a la hora de decidir sobre la atención sanitaria de los pacientes que actualmente son incapaces de tomar decisiones independientes, precisamente porque esos documentos son siempre históricos, aunque el viaje de la vida continúa.
El grado de obligatoriedad de un testamento vital para los profesionales de la salud puede depender de lo que ese documento pretende hacer. Como se mencionó anteriormente, un testamento en vida en el que una persona exige tratamientos no obliga al proveedor de atención médica. Una de las razones por las que algunos comentaristas católicos rechazan la validez de los testamentos en vida es exactamente por el temor a que los pacientes exijan ciertas intervenciones en estos documentos que están en desacuerdo con la doctrina moral católica (por ejemplo, la eutanasia), y que los proveedores de atención médica estén entonces legalmente obligados a acatar esos testamentos en vida. Sin embargo, este temor refleja una comprensión incorrecta de la naturaleza de los testamentos vitales (aunque no se puede negar que algunas legislaciones, lamentablemente, refuerzan esta comprensión incorrecta).
Por el contrario, un testamento en vida, en el que un paciente solicita determinados tratamientos, es más complicado. Esas solicitudes pueden entenderse de dos maneras. En primer lugar, proporcionan una indicación de las necesidades, los deseos y los valores del paciente, todos los cuales son de crucial importancia para elaborar un plan de tratamiento beneficioso, en particular cuando el paciente ya no es capaz de explicar sus necesidades, valores y deseos. Sin embargo, como hemos visto, las necesidades, los deseos y los valores pueden cambiar a lo largo de la vida del paciente. No se fijan de repente cuando y porque el paciente haya perdido la capacidad de tomar decisiones.10
En segundo lugar, las peticiones del paciente de un tratamiento pueden entenderse como una señal de consentimiento. Se podría pensar ahora que el paciente, de haber sido capaz de dar su consentimiento, habría consentido el tratamiento si lo hubiera propuesto el proveedor de servicios de salud, autorizando así a éste a iniciar la intervención.
Esta es una conclusión razonable, siempre que no haya actos realizados por el paciente que contradigan esa conclusión. Consideremos el caso de la paciente que había expresado su deseo de recibir alimentación artificial en su testamento vital. Ahora, en medio de la demencia, ya no puede cambiar esa autorización. Ahora está confundida y asustada por el tubo que entra en su abdomen y sigue sacándolo. Su sentido de alienación y miedo, que claramente no se predijo cuando redactó su testamento vital, debería suscitar dudas sobre el beneficio general de la alimentación artificial. Si añadimos eso a la realidad estadística de que la nutrición artificial no es probable que prolongue la vida de los pacientes con demencia avanzada, surge la pregunta de si la nutrición artificial continuada es incluso beneficiosa y, por lo tanto, debe ser propuesta por el médico. Sin embargo, incluso si, por razones de argumentación, suponemos que la nutrición artificial está médicamente indicada en este caso particular, la cuestión sigue siendo si el cirujano está autorizado por el testamento vital del paciente a seguir reinsertando la sonda de alimentación. Hay que dudar de que el consentimiento informado original del paciente para someterse a la nutrición artificial pueda caracterizarse realmente como un consentimiento informado. Incluso si la paciente fue informada de la posibilidad de que, como resultado de la demencia en curso, pudiera tener miedo de la sonda de alimentación en su abdomen y tratara de sacarla, el hecho de que se le informara de esa hipótesis teórica es muy diferente de la experiencia real de una sonda de alimentación como una especie de invasión extraterrestre.
La cuestión de si un testamento en vida conserva su poder de autorizar a los proveedores de atención médica cuando la enfermedad del paciente progresa, se producen cambios de personalidad y cambian las necesidades y los deseos, es discutida con frecuencia por los especialistas católicos en bioética, pero hasta ahora no se ha resuelto este complejo dilema ético. Lo que está claro, sin embargo, es que este problema sale a la superficie independientemente de si el paciente da su consentimiento para los tratamientos en su testamento vital (como en nuestro escenario anterior) o los rechaza. Sin embargo, algunos estudiosos católicos parecen rechazar la validez de los testamentos vitales sólo cuando el paciente los utiliza para rechazar los tratamientos, específicamente los tratamientos para salvar vidas. Este rechazo selectivo es ilógico. Se recuerda a los lectores que el consentimiento es una condición necesaria para iniciar o continuar cualquier tratamiento. Por lo tanto, si el testamento en vida en el que un paciente rechaza el tratamiento X se considera inválido, el resultado neto es el mismo que si el testamento en vida hubiera sido aceptado: el equipo de atención de la salud no tiene consentimiento para tratar y, por lo tanto, no puede iniciar o continuar el tratamiento X. Incluso si X es un tratamiento de emergencia, es probable que no se inicie porque, como veremos en breve, los ERD insisten en que ese tratamiento de emergencia sólo puede iniciarse sobre la base de un consentimiento presunto si no hay indicios de que el paciente, de haber sido competente, habría rechazado el consentimiento para el tratamiento. El rechazo del tratamiento X en un testamento en vida, incluso si el testamento en vida no se considera vinculante, sigue siendo una indicación de que el paciente habría rechazado X si hubiera sido competente en lugar de consentir X.
c) Consentimiento por medio de un sustituto o de un apoderado
Debido a los desafíos éticos que implican los testamentos vitales, muchos comentaristas católicos prefieren el consentimiento por medio de un sustituto o de un apoderado. Los sustitutos pueden derivar su autoridad de una declaración emitida por el propio paciente (lo que, en la jerga estadounidense, significa que el sustituto tiene entonces el «poder para la atención médica»). Pueden derivar su autoridad del tribunal, cuando un juez los designe para esa función. En el caso de los pacientes menores de edad, no es necesario un veredicto judicial de este tipo, ya que la ley estatal suele asignar a los padres ese derecho a tomar decisiones en nombre de los niños inmaduros. En algunos estados, la ley hace asignaciones similares para los pacientes adultos que son incompetentes.
Además de la cuestión de quién hablará en nombre del paciente, está la cuestión de cómo el sustituto tomará una decisión. Se trata de una cuestión ética compleja, sobre la que ya se han escrito varios tratados extensos, inclusive por parte de éticos católicos, por ejemplo, Mazur (11).11 Incluso un resumen de estos análisis excedería el alcance de este artículo de revisión. Baste señalar que normalmente se distinguen dos modos de toma de decisiones: «Las decisiones del sustituto designado deben ser: 1) fieles a... las intenciones y valores de la persona, o 2) si las intenciones de la persona son desconocidas, al mejor interés de la persona» (29, p. 25). El primero es comúnmente llamado juicio sustituto, porque el sustituto se pone en el lugar del paciente ahora incompetente, y trata de determinar lo que el paciente habría decidido si fuera competente. La cita de la COCEU deja claro que el segundo modo de toma de decisiones sólo será empleado por los sustitutos si no pueden hacer el primer tipo, porque carecen de la información necesaria sobre el paciente para reconstruir lo que éste habría consentido o rechazado si hubiera sido competente.
Obsérvese que los mismos problemas éticos que surgieron en relación con los testamentos vitales afloran en relación con los juicios sustitutivos. Para que un sustituto reconstruya lo que el paciente habría decidido si hubiera sido competente, debe basarse en las expresiones de voluntad expresadas por el paciente antes de caer en la incompetencia. Se trata, por definición, de expresiones del pasado, expresadas cuando el paciente no se había visto privado aún de su capacidad de decisión por la progresión de la enfermedad o por un traumatismo inesperado. A diferencia del paciente que redactó un testamento en vida y ya no es competente para actualizar ese testamento, el sustituto sigue siendo competente y podría intentar dicha actualización. Sin embargo, al hacerlo, el sustituto debe basarse en fuentes de información distintas de las expresiones de voluntad del propio paciente en el pasado. La cuestión sigue siendo si los sustitutos pueden realmente hacerlo sin que su juicio se convierta en un juicio de interés superior (31).
Se recuerda una vez más a los lectores que un paciente que es incompetente para dar su consentimiento a un plan de tratamiento propuesto, de modo que un sustituto o apoderado tenga que autorizar al proveedor de atención de la salud iniciar o continuar el tratamiento, no es necesariamente incapaz de participar en la elaboración del propio plan de tratamiento.12
d) Consentimiento presunto
El consentimiento presunto tiende a ser la alternativa cuando no se puede obtener ninguna otra forma de consentimiento. Es tentador invocarlo porque permite a los profesionales de la salud proporcionar el tratamiento que ellos mismos consideran beneficioso y que están deseosos de proporcionar. Como ha señalado el Consejo Pontificio (19; 2017), el consentimiento presunto no debe invocarse a la ligera.13 El riesgo de paternalismo indebido sigue siendo importante. Por lo tanto, el COCEU insiste, en las mencionadas DER, en que el consentimiento sólo puede presumirse si se cumplen al menos cuatro condiciones: 1) debe haber una emergencia médica; 2) el paciente no es competente para dar su consentimiento; 3) no hay un sustituto que pueda dar su consentimiento en nombre del paciente y, lo que es más importante, 4) no hay indicios de que el paciente, de haber sido competente, hubiera rechazado el consentimiento para el tratamiento (29, p. 26).14
La reanimación cardiopulmonar (RCP) es un buen ejemplo para ilustrar cuándo se puede asumir el consentimiento y cuándo no. Si un paciente sufre un colapso en el trabajo debido a un paro cardiopulmonar y es llevado inconsciente a la sala de emergencias en una ambulancia, el equipo de la ambulancia puede invocar el consentimiento presunto e iniciar la RCP. Sin embargo, la situación cambia fundamentalmente si un paciente anciano con antecedentes de incidentes cardiacos es admitido en el hospital debido a una persistente falta de aliento. Supongamos que este paciente sufre un paro cardiaco al cuarto día de su hospitalización. Muchas políticas hospitalarias no requieren el consentimiento explícito del paciente, pero permiten iniciar la reanimación cardiopulmonar sobre la base de un presunto consentimiento. Lo mismo ocurre con muchas leyes estatutarias, y la misma opinión se expresa en muchas publicaciones de bioética. Sin embargo, en este escenario no se cumplen todas las cuatro condiciones enumeradas anteriormente. Primero, no hay una emergencia real. Se sabía que el paciente tenía un mayor riesgo de paro cardiopulmonar, y claramente hubo tiempo para discutir con el paciente la opción de RCP. En segundo lugar, este paciente es competente para dar un consentimiento informado explícito. En tercer lugar, si el paciente no es competente después de todo (por ejemplo, debido a la demencia), hay tiempo suficiente para identificar un sustituto. Lo más importante es que hay razones importantes para suponer que el paciente, si hubiera sido informado y luego se le hubiera pedido que diera su consentimiento, no habría dado su consentimiento. La tasa de éxito de la reanimación cardiopulmonar intrahospitalaria es desalentadora y la intervención es rechazada frecuentemente por los pacientes (y por la gran mayoría de los proveedores de atención de la salud cuando ellos mismos se han convertido en pacientes). Por lo tanto, la política común de presumir el consentimiento para la RCP intrahospitalaria de los pacientes admitidos también viola la cuarta condición enumerada en las DER.15
3. ¿Se justifica alguna vez forzar el tratamiento a un paciente?
Hemos visto que la enseñanza moral católica respalda la importancia del agenciamiento del paciente y, por lo tanto, la necesidad de respetar su autonomía y de obtener su consentimiento para una intervención médica. Eso no significa que la razón para respaldar el agenciamiento del paciente y el consentimiento sea exactamente la misma razón que la avanzada por la bioética secular. Hemos visto que la autonomía debe ser respetada, no porque la dignidad de un ser humano sea una función de su libre autodeterminación. Más bien, para los cristianos, esa dignidad se basa en que cada persona humana es creada por Dios y a su imagen, y en que es llamada específicamente por Dios para llevar una vida de vuelta a Él. Sin embargo, este llamado es único y debe ser libremente aceptado y luego libremente cumplido por esa persona. Una persona no puede cumplir esa responsabilidad por otra persona. Puedo tratar de ayudar a otros a tomar decisiones acertadas, pero no tomar las decisiones por ellos, ni siquiera cuando están a punto de tomar decisiones imprudentes, para que no corra el riesgo de violar su libertad y, en última instancia, su dignidad.
En la práctica, esto significa que las intervenciones médicas no pueden ser forzadas en los pacientes, ni siquiera los tratamientos que son objetivamente beneficiosos.16 Anteriormente vimos que varias autoridades católicas (8, 9, 16, 17, 19, 20) afirmaron que obtener el consentimiento de un paciente capaz de tomar decisiones es un requisito necesario para el tratamiento médico. Sin dicho consentimiento, el tratamiento no puede ser impuesto al paciente.
Otras autoridades católicas, sin embargo, parecen no estar de acuerdo. Por ejemplo, la COCEU instruye a todos los centros de atención de la salud de Estados Unidos que «la decisión de atención de la salud libre e informada de la persona... debe seguirse siempre y cuando no contradiga los principios católicos» (29, pág 24; las cursivas son mías). Esto parece sugerir que si un paciente se niega a recibir tratamiento, se le puede obligar cuando el rechazo contradiga los principios morales avanzados en la tradición católica; por ejemplo, cuando el paciente se niega a una intervención médica ordinaria.17 Otros autores que escriben desde una perspectiva específicamente católica expresan opiniones similares. Por ejemplo, Brugger insiste en que un médico «tiene el deber de negarse a llevar a cabo la intención de morir de un paciente mediante una orden de retirar o retirar el soporte vital» (3, p. 167). Al comentar un tipo específico de documento de planificación de la atención médica anticipada conocido como las Órdenes Médicas para el Tratamiento de Sostenimiento de la Vida (OMTSV), Brugger y sus colegas se quejan de que «el modelo OMTSV y los formularios OMTSV no hacen ninguna distinción entre los medios ordinarios y los extraordinarios». Esto establece un conflicto evidente entre la obligación moral de las instituciones católicas de no honrar, en palabras de DER (29, no. 24), «una directiva anticipada que es contraria a la enseñanza católica» y «las libertades legales de los pacientes de esas instituciones para redactar tal directiva» (4, p. 113).18 Esta línea de razonamiento lleva lógicamente a la conclusión de que los profesionales de la salud católicos pueden o deben obligar a un paciente, antes incompetente, a recibir los tratamientos ordinarios para mantener la vida, incluso si éste ha rechazado esos tratamientos en un testamento vital.
Otros parecen buscar un punto medio. Por ejemplo, Sgreccia (25) ha argumentado que «en el caso de un paciente adulto intacto que rechaza los tratamientos médicos, el médico no puede consentir... la interrupción de los tratamientos eficaces y proporcionados... porque no puede actuar contra la vida y el bien del paciente». Sin embargo, el médico puede solicitar una consulta e intentar que el paciente sea consciente tanto de su deber de buscar y aceptar la atención adecuada como de las consecuencias de su negativa. Si el paciente persiste, el médico no puede obligarlo, sino que debe pedir que se le libere de sus propias responsabilidades...»19
A juzgar por los ejemplos dados, la mayoría de los autores que favorecen el tratamiento forzado de los pacientes con capacidad de decisión lo permiten sólo cuando ya se ha iniciado un tratamiento ordinario y el paciente quiere ahora que se le retire. Cuando un paciente con capacidad de decisión rechaza un nuevo tratamiento propuesto por un proveedor de atención de la salud, no se le puede obligar a que lo haga, aunque ese rechazo sea inmoral (por ejemplo, porque el tratamiento rechazado es «ordinario»). Por lo tanto, podemos concluir que la diferencia de opinión entre las autoridades citadas en el segundo párrafo de esta sección, que nunca permiten el tratamiento médico forzado, y las que se inclinan a aceptar la fuerza en algunas circunstancias, refleja la divergencia en su comprensión de lo que, moralmente, supone retirar el tratamiento.
Existe un consenso entre ambos grupos, en el sentido de que iniciar un nuevo tratamiento médico supone un cambio fundamental en el curso natural de los acontecimientos, del que se puede considerar moralmente responsable a la persona que inicia el tratamiento. Para actuar de manera responsable, el nuevo tratamiento debe, como hemos visto, beneficiar al paciente y, al mismo tiempo, mantener al mínimo los efectos secundarios perjudiciales. También debe ser aceptado por el paciente. Si alguna de estas dos condiciones necesarias no se cumple, el tratamiento no puede iniciarse. Se debe permitir que el curso natural de los acontecimientos se desarrolle.
Los autores que aprueban la coerción limitada parecen sostener que, una vez iniciado el tratamiento, éste pasa a formar parte del curso natural de los acontecimientos. El médico que tenía que justificar el inicio del tratamiento ya no tiene que justificar su continuación, en referencia a las dos condiciones necesarias mencionadas. En cambio, el estado de estar conectado a alguna maquinaria médica se considera un estado natural del paciente; lo que ahora debe justificarse es la interrupción de ese estado natural que se produce cuando se retira la maquinaria.
Esta opinión está en realidad bastante extendida entre los profesionales de la salud, incluidos los proveedores no católicos. La capacidad de las modernas tecnologías médicas de mantenimiento de la vida para sostenerse, casi siempre genera, ciertamente sin la ayuda de los médicos que las atienden, un sentimiento o deseo entre los médicos de no seguir siendo responsables de la continuación de las tecnologías. Como resultado, la interrupción de la tecnología se convierte en la decisión moralmente desafiante. Muchas autoridades jurídicas sostienen, asimismo, que la retirada de un tratamiento de mantenimiento de la vida es un nuevo acto, una nueva intervención en el curso natural de los acontecimientos, que debe justificarse y, si la retirada no puede justificarse, el tratamiento tiene que continuar por defecto.
No podemos aquí intentar resolver este desacuerdo ontológico y ético fundamental sobre el papel de la tecnología médica -véase (19) para una revisión de los debates actuales dentro de la bioética católica-. Tampoco podemos discutir aquí si retirar un tratamiento médico de soporte vital que ahora es rechazado por un paciente incapaz de tomar una decisión es, en efecto, moralmente más precario que no iniciar nunca el mismo tratamiento, sobre todo cuando lo rechaza un paciente capaz -véase (33) para un análisis más profundo-. Baste decir que la tendencia a desdibujar los límites entre el estado natural del ser humano y el estado tecnológico del ser es más precaria. No es sorprendente, pues, que los mismos autores que están dispuestos a difuminar esa frontera cuando los pacientes rechazan un tratamiento ordinario de mantenimiento de la vida en un testamento vital, estén mucho menos dispuestos a difuminar esa frontera cuando un paciente competente insiste en la reproducción artificial o en la mejora humana. El riesgo moral de respetar el no consentimiento de un paciente para el tratamiento expresado en un testamento vital que se reconoce que es defectuoso, puede ser mucho menor que el riesgo moral en el que incurrimos al difuminar la frontera entre la naturaleza y la tecnología.
Conclusión
En el presente documento hemos sostenido que la elaboración de un plan de tratamiento que beneficie verdaderamente al paciente único y, al mismo tiempo, evite el daño a esa persona -como exigen los principios bioéticos de beneficencia y no maleficencia- requiere la participación activa del paciente. Si un paciente no puede aportar esa participación, ello complicará seriamente la elaboración de ese plan de tratamiento. El principio bioético de respeto de la autonomía del paciente subraya, además, la importancia de mantener y apoyar el protagonismo del paciente. Ello se debe a que ni siquiera un tratamiento objetivamente beneficioso puede ser impuesto a un paciente. Esa fuerza socava la libertad, la responsabilidad personal y, en última instancia, la dignidad intrínseca del individuo en cuestión.
Para que se inicie el tratamiento, el paciente debe dar su consentimiento. Este consentimiento autoriza al profesional de la salud a iniciar la intervención propuesta. Por lo tanto, si el paciente no da su consentimiento para el tratamiento, en principio éste no puede iniciarse y, si el paciente retira su consentimiento, el tratamiento debe detenerse.
El paciente puede estar cometiendo un error moral, al no dar su consentimiento para el inicio o la continuación de una determinada intervención médica (por ejemplo, porque se trata de un tratamiento ordinario necesario para mantener su vida). En esos casos, los proveedores de atención de la salud pueden y deben hacer un esfuerzo adicional para comprender, informar e incluso asesorar al paciente. Sin embargo, el proveedor de atención de la salud no puede anular de forma paternalista los deseos del paciente y comenzar o continuar el tratamiento del paciente de todos modos.
La norma de oro para el consentimiento de un paciente es el consentimiento informado explícito. Es responsabilidad del equipo de atención de la salud proporcionar al paciente la información suficiente para llegar a una decisión auténtica. Se pueden invocar otras formas de consentimiento del paciente para iniciar o continuar el tratamiento si no se puede obtener el consentimiento informado explícito, en particular cuando el paciente no es capaz de dar su consentimiento explícitamente. Entre los ejemplos cabe citar el consentimiento dado por el propio paciente antes de quedar incapacitado para dar su consentimiento; el consentimiento de los padres en el caso de los menores; o el consentimiento de un sustituto; es decir, de una persona autorizada para tomar decisiones de consentimiento (o no) en nombre del paciente. Cada una de estas formas alternativas de consentimiento no alcanza el patrón de oro, aunque lo hacen de diferentes maneras. Por consiguiente, los equipos de atención de la salud deben proceder con gran cautela al invocar estas formas alternativas de consentimiento. Sin embargo, la más precaria de estas formas alternativas de consentimiento es el consentimiento presunto. Por lo tanto, sólo se puede presumir el consentimiento en emergencias genuinas, cuando el paciente no puede dar su consentimiento por sí mismo y no se puede obtener otra forma más fiable de consentimiento.
Por último, es importante subrayar que, incluso si se considera que un paciente es incapaz de dar su consentimiento de forma autónoma a las intervenciones propuestas, debe garantizarse y fomentarse en la mayor medida posible la participación activa del paciente en su propia atención de salud. Porque, como se dijo al principio de esta conclusión, la elaboración de un plan de tratamiento que beneficie verdaderamente al paciente único, y al mismo tiempo prevenga el daño a ese individuo, requiere la participación activa del paciente. Además, un paciente puede perder su competencia jurídica para dar su consentimiento, pero esa pérdida no entraña una pérdida de dignidad. Debemos ayudar a esos pacientes a maximizar su capacidad para configurar libremente sus propias vidas y debemos, en la medida de lo posible, respetar sus decisiones a tal efecto.