Introducción
Con el presente artículo quiero honrar la memoria familiar, a través de las huellas de un policía investigador del siglo XIX, que fue el bisabuelo paterno de mis hijas. Su nombre es José Salvador Chávez Corona, nacido en 1884, en la ciudad de Querétaro. Él estuvo casado con Josefina Luna, con quien procreó un hijo llamado Rafael, y una hija llamada Estela. Aunque no sabemos la fecha exacta de su fallecimiento, todo indica que fue en 1934, pues en ese año Rafael tuvo que dejar la universidad para asumir el cuidado y manutención de su madre y hermana. Infiero que José Salvador murió alrededor de los 50 años y sabemos que su ausencia produjo un dolor tan profundo, que permaneció en la familia Chávez a lo largo de los años.1
Mi interés sobre la historia de José Salvador surgió a medida que encontraba evidencias que hacían cada vez más enigmático al personaje: había una historia familiar que no se reflejaba en las fotos o imágenes, el padre amoroso se manifestaba en cartas, pero no encontré ninguna foto familiar o del matrimonio, por ejemplo. El acceso a las fuentes primarias fue a través de cartas personales, fotos y relatos, todo conservado por su familia durante décadas. Todos los hallazgos en el archivo familiar tienden a confirmar que el bisabuelo Chávez se convirtió en un personaje legendario para su propia familia, quienes solían comentar sus múltiples hazañas como investigador de la policía durante la Revolución Mexicana.
Durante su infancia y parte de su juventud, José Salvador Chávez (ver Figura 1) radicó en su lugar de origen, pero cuando tenía 15 años, -según la leyenda familiar- lo enviaron a estudiar a la preparatoria en la Ciudad de México. Se trasladó en tren y durante el trayecto charló amenamente con un hombre de apellido Farfán, que era investigador privado. Farfán se convirtió en su mentor y le enseñó muchas cosas de la profesión. Su hija Estela recordaba a menudo que su papá era muy divertido y solía contar que en una ocasión murió un gato en la casa y lo empacó perfectamente en una caja de cartón, con cintas, como si fuera un regalo. Después se dirigió a la central de autobuses, se sentó y simuló olvidar la caja en una banca que por supuesto no tardó mucho en ser arrebatada por un ladrón. Este recuerdo se lo contaba a mis hijas cuando las cuidaba, seguramente a ella se lo contó su papá y se reía.
Después conoció a Josefina Luna, originaria de la Ciudad de México. Ella era tres años mayor que él, según consta en el acta de matrimonio. La Figura 2 ilustra el reverso de la foto del bisabuelo, está fechada en 1906 y se la dedica a Josefina: “Al obsequiarte este mi retrato, mi encantadora y simpática Finita, junto con él, te regalo mi corazón que es tuyo y sólo a ti te pertenecerá siempre mientras viva”.
Es evidente que el trabajo de José Salvador no le permitía vivir en un solo lugar y quizás por esta razón se casaron después de tener a sus hijos. Un dato importante es que no encontré ninguna foto de la familia completa ni de su unión religiosa, sino que aparecen imágenes aisladas, a pesar de que había diversos registros de matrimonios religiosos de otras parejas. Tanto su mujer, Josefina Luna, como sus hijos durante su infancia, tuvieron una relación principalmente epistolar con el padre de familia.
El primogénito, Rafael, nació en 1910, en plena Revolución Mexicana, Estela en 1915 y el matrimonio civil se celebró hasta 1917, cuando el padre pudo establecerse definitivamente en la Ciudad de México. Durante la Revolución, José Salvador viajaba al interior del país como policía encubierto y se sabe que tuvo acceso a información de primera mano, porque se la enviaba a su mujer, aunque -lastimosamente- cuando muchos años después murió la bisabuela Josefina, las cartas fueron recortadas y destruidas en algunas partes porque contenían “información delicada” en palabras del abuelo Rafael quien, a diferencia de su padre, siempre fue temeroso. A pesar de ello, hay una carta completa que es importante para ser analizada en el presente texto, porque tiene información suficiente para evidenciar la “educación” de la infancia en una época de guerra y el trato inhumano a la muerte del adversario.
Consideraciones teóricos-metodológicas
El presente artículo se indagó a través de tres fuentes de información: testimonios de su hijo Rafael, el abuelo de mis hijas (memoria declarada); cartas personales y documentos históricos. Estos relatos familiares, documentos y cartas personales de un momento histórico en nuestro país, nos ayudan a comprender la transmisión de creencias que se encarnan en el presente y conforman una visión del mundo. La narración estructura una historia que se puede comprender desde un marco de referencia cultural y los relatos se entretejen a partir de un horizonte de sentido (Ricoeur, 2004).
Somos auto creación incesante a partir de relatos históricos y de ficción que constituyen la historia de una vida. Por esta razón denominamos investigación implicada2 a este proceso epistemológico de investigación, el cual se genera a través de la memoria declarada (testimonios), pasa por los archivos, hasta llegar al análisis de textos. La memoria es el mejor dispositivo para el olvido y se estructura a través del sentido, la experiencia y a veces la escritura. Esto me conduce, desde el presente, a un diálogo a la distancia con el pasado, para develar lo no dicho al interior de la familia, desde un proceso de comprensión-explicación. El proceso metodológico de seguir una huella es pensar, en términos de causalidad, operaciones que implican una interpretación, porque es sólo un signo de haber-sido. Para recordar, para construir la fidelidad del recuerdo, los seres humanos recurrimos a la veracidad de la huella. Los historiadores se apoyan en pruebas documentales, como marcas del pasado que exigen una interpretación a la que se considera un ejercicio de reconfiguración narrativa. De acuerdo con Ricoeur (1996):
La noción de huella constituye un nuevo conector entre las perspectivas sobre el tiempo que el pensamiento especulativo disocia (…) para mostrar que la huella es requisito de la práctica histórica, basta con seguir el proceso del pensamiento, que, partiendo de la noción de archivo, encuentra la de documento (p. 802).
Las cartas personales de José Salvador las dirige a su familia y en especial a sus hijos, estos pueden considerarse documentos, que se convierten en un archivo familiar, cuando buscamos en ellos un vestigio, que deja huella como “marca dejada por una cosa” (Ricoeur, 1996, p. 807). De ahí que la práctica histórica vincula el archivo y la huella como formas epistemológicas del pensamiento, que se van articulando con los testimonios de su hijo y documentos históricos considerados como archivos institucionales.
El análisis de la infancia durante la Revolución Mexicana es un tema que ha ganado relevancia desde la interdisciplinariedad, tomando categorías de la sociología, la antropología o la psicología, con el objetivo de replantearse el desempeño de actores sociales ignorados por la historia convencional. Identidad y pertenencia son los hilos conductores de la memoria histórica, de quienes siendo niños en el periodo revolucionario, maduraron en forma paralela a la reconstrucción del país, por lo que en los estudios de infancia durante la Revolución se sugiere que se estudie el impacto que tuvo en las nuevas generaciones, de una manera diacrónica y sincrónica. En este caso, comprenderemos su impacto generacional a través de los juguetes de la época para explicar la muerte, situación que analizaremos más adelante a través de una carta personal.
Memoria archivada: el testimonio
El análisis de las fuentes se realizó durante varios años. Conforme encontraba nuevas fotografías me surgían más preguntas que respuestas. Una de las imágenes fue captada en la toma de posesión de Francisco I. Madero y está en el archivo de la familia porque José Salvador trabajaba en la Oficina de Información del cuartel Constitucional, sello que tiene la fotografía al reverso (ver Figura 4).
En la Figura 3 aparece el primer gobierno que tomó el poder de manera legítima y con apoyo popular con el triunfo de la Revolución Mexicana. El sello del reverso nos indica que se trata de una fotografía oficial y original. Madero gobernó solamente tres años (1911-1913), hasta que fue derrocado por un golpe militar, traicionado por Victoriano Huerta, su jefe del Ejército, rebelión que es conocida en la historia mexicana como La Decena Trágica, diez días de tragedia nacional en los que hubo enfrentamientos armados hasta culminar con el magnicidio y el reinicio de la lucha armada.
José Salvador Chávez Corona formaba parte de la policía reservada y, seguramente, la familia Chávez, que vivía en la Ciudad de México, vivió momentos difíciles durante la revuelta. Su hijo Rafael recordará vagamente algunos eventos, como por ejemplo el día que vio muertos por primera vez. Contaba que él era tan pequeño (debía tener 3 años) que sus padres lo cargaban y algunas veces él saltaba cadáveres tirados en la calle para no tropezar. Habría que considerar la edad del niño en esta experiencia de guerra y los vínculos cercanos que pudieran ayudar a sanar esta imagen traumática. Recordar los eventos traumáticos infantiles en un relato autobiográfico puede sugerir que fueron niños ensimismados, con los ojos fijos en el espectáculo trágico de la Revolución, particularidad que tenían especialmente los niños de clase media y alta que miraban la guerra desde la ventana, como es el caso de la familia Chávez. En su autobiografía durante la Decena Trágica, Juan Bustillo recordó los cañones, las ametralladoras y la histeria de las mujeres y el mal humor de los hombres. No se podían acostumbrar a la muerte, aunque se volviera parte de la vida cotidiana (Sosenski y Osorio, 2012).
En este mismo sentido, hay un relato de infancia del abuelo Rafael, a finales de 1914, cuando tendría alrededor de 4 años, que habla de las imágenes que se quedaron para siempre en el niño-abuelo. Él recordaba que una vecina del lugar invitó a su mamá a una feria que había en un pueblo cercano a la Ciudad de México y su madre, por acompañar a la joven, llevó a sus hijos. José Salvador llegó a su casa de improviso, se percató de la ausencia de su familia y alarmado preguntó al vecino. Este le informó del lugar a donde se habían dirigido. El bisabuelo sabía que los villistas andaban por esa zona, fue a averiguar sobre el paradero de su familia y cuando al llegar se enteró que su vecina Juana había sido secuestrada por un soldado villista; buscó un salvoconducto para solicitar ayuda: el soldado que se llevó a Juana fue fusilado y el abuelo Rafael recordaba la escena tan vívidamente que no la podía borrar de su mente, llegando a ocasionarle pesadillas nocturnas.
El anterior relato condujo a identificar los eventos que dieron origen a la presencia de los villistas en la Ciudad de México (ver Figura 5). Los recuerdos del abuelo son de 1914, año en que Francisco Villa, caudillo del norte y Emiliano Zapata del sur, se encontraron en la Ciudad de México para formar la famosa alianza de la revolución del norte y del sur del país. La inestabilidad de la nación siguió y la Ciudad de México era el centro de la discordia.
Al encuentro de delegados de todos los jefes militares revolucionarios en Aguascalientes se le llamó La Convención, en la que tanto Villa como Zapata desconocieron al bloque Constitucionalista encabezado por Venustiano Carranza. A mediados de junio de 1914, los rebeldes del sur tenían la certeza de que Huerta estaba vencido y planeaban atacar la Ciudad de México; este objetivo también lo tenían los revolucionarios del norte y ejército del sur (Gómez, 2013).
Los intelectuales que apoyaban a Zapata realizaron un manifiesto para los habitantes de la Ciudad de México, en el que anunciaban su ataque, el cual no se llevó a cabo, aunque a la población llegó un discurso emotivo con reminiscencias de los hermanos Flores Magón. En este discurso, Gilly (1971) sostiene que los obreros y artesanos de la capital miraban con simpatía a los ejércitos campesinos; había entre los revolucionarios una sensación colectiva del triunfo que culminaría en la capital del país. Sin embargo, esta opinión no la tenía toda la población, entre ellos la familia Chávez, pertenecientes a una clase media que leía periódicos que relataban que cuando los zapatistas ingresaron al Palacio Nacional no lograban caminar sobre el mármol que cubre los amplios corredores. Al mismo tiempo, los capitalinos de clase media tenían una gran curiosidad por conocer a los combatientes, que en su mayoría tenían “rasgos propios de las razas aborígenes, contados eran los barbados, aunque casi todos estaban greñudos y mugrientos, con churretes de sudor en las mejillas, y nada limpia vestimenta, el miserable aspecto de andrajosos” (Ramírez et al., 2017). La prensa y el miedo jugaron un papel importante en la lucha ideológica en la Ciudad de México.
Los discursos políticos se fueron consolidando años atrás, a través de intelectuales destacados como los hermanos Flores Magón, quienes desde Estados Unidos, como asilados políticos, divulgaban sus ideas anarquistas a través del periódico Regeneración. Desde septiembre de 1911 el Partido Liberal había lanzado un manifiesto en el cual llamaba a “abolir la propiedad privada” y levantaba la consigna que Marx dio a la Primera Internacional: “la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos”. De ahí que la entrada del ejército revolucionario a la Ciudad de México -en 1914- esté documentada en la historia del país como un evento fundacional de la Revolución Mexicana, a pesar de que ocurrió después de varios años de guerra civil. Los hermanos Casasola hicieron un registro fotográfico de la entrada de ambos ejércitos revolucionarios a la Ciudad de México. La Figura 6 muestra la visita de los revolucionarios a un restaurant elegante ubicado en el Palacio de los Azulejos3. Actualmente existen varias fotografías que documentan este acontecimiento en el mismo lugar y forman parte de la memoria colectiva de la capital.
En enero de 1915 se retiraron los dos ejércitos, después de haber firmado un pacto en Xochimilco, en diciembre de 1914, en el que acuerdan unificar fuerzas y aplicar el Plan de Ayala hasta lograr el reparto de las tierras (una propuesta zapatista) y dotar de material de guerra a sus ejércitos. La Convención fue firmada en enero de 1915 y en ese año se logró mantener un gobierno en la capital con los ideales zapatistas/villistas, bajo la presidencia de Eulalio Gutiérrez, que nombró a Manuel Palafox4, intelectual zapatista, como secretario de agricultura.
Una anécdota cuenta que durante el encuentro del ejército del sur y del norte, dirigidos por sus legendarios caudillos, Zapata le ofreció un mezcal a Villa y, según la prensa, Villa se atragantó y Zapata, sonriendo, le preguntó si estaba malo, a lo que Villa respondió que nunca antes lo había bebido, pero que era un honor tomar una copa con él. Se ha escrito mucho sobre Francisco Villa, su vida ha dado lugar a páginas y páginas a través de varias generaciones y se dice que tenía una personalidad dual contradictoria, porque se afirma que era generoso, tierno, pero también cruel y vengativo. Su parte generosa se reflejaba en un genuino interés por la infancia y su educación. Una de las anécdotas más difundida en torno a su preocupación por la infancia desvalida sucede justamente en diciembre de 1914, cuando visitó la Ciudad de México. Al llegar, se sorprendió por la cantidad de niños que dormían en la calle y mandó que fueran recogidos y llevados a Chihuahua para integrarlos a la Escuela de Artes y Oficios. La anécdota varía según el narrador, pero coinciden en que Villa, a su manera impulsiva y violenta, intentó resolver el problema de los niños de la calle. Según Silvestre Terrazas, Secretario General del Gobierno de Chihuahua, le tocó recibir a más de 300 niños harapientos; Luz Corral, entonces mujer de Villa, narra el mismo episodio en sus memorias y una crónica del correo de Chihuahua, refiere que la escuela, aunque era amplia, funcionaba con pocos recursos y condiciones precarias y se cree que varios niños huían de aquellas condiciones (Alcubierre y Carreño, 1996).
Con este tipo de relatos se configura la memoria histórica de la Revolución Mexicana y a través de ellos se construye una narrativa de nación con artefactos culturales de una clase social en particular. Alcubierre y Carreño (1996) nos dicen que a fin de comprenderlos, necesitamos analizar en qué formas han cambiado sus significados en el tiempo y por qué en la actualidad tienen legitimidad emocional tan profunda. Tanto Villa como Zapata han permanecido como caudillos de la Revolución Mexicana y mantienen un significado colectivo tan profundo que ha dado lugar a la permanencia de sus ideales hasta nuestros días.
La influencia política de la prensa
Los temores de la clase media no eran ajenos al diario El Pueblo, que fue creado justamente entre 1914 y 1915, para hacerle propaganda política a Carranza y denostar al Centauro del Norte. En esta coyuntura tiene lugar la difusión, diseminación y explotación de un conjunto de mensajes con un tratamiento específico propio de la propaganda política. Dicho análisis lo hace Mendoza (2019), quien consultó más de cien ejemplares de El Pueblo, que cubren de octubre a diciembre de 1914 y enero 1915, identificando notas informativas, editoriales y artículos de opinión. Es muy claro que El Pueblo, en su edición de diciembre de 1914, tiene como objetivo la desinformación y manipulación de los acontecimientos en la Ciudad de México. El autor señala que su empeño tuvo éxito al proyectar una visión catastrófica y contundente de los acontecimientos, con titulares alarmistas en la primera plana: “La Ciudad de México está completamente incomunicada con el resto del país”. En su accionar noticioso en torno a los acontecimientos en la capital, era evidente el uso de rumores y declaraciones de viajeros que buscaban desprestigiar a los legendarios caudillos.
Resulta interesante un editorial titulado: ¿A qué vamos a Aguascalientes?,5 y la nota que reseña la participación de Luis Cabrera en la Convención, menciona a los futuros contrincantes: “los enemigos son Zapata, Villa y todos los del antiguo régimen”. En el diario era recurrente estigmatizar a Villa por su origen y trayectoria como bandolero. Asimismo, el Centauro del Norte es asociado con profecías de desenlaces fatales, como por ejemplo: “Pretenderá el general Villa, que ya desconoció al señor Carranza, como Huerta desconoció a Madero, dar un nuevo golpe de Estado, y disolver a la Convención como Huerta disolvió al Congreso” (Mendoza, 2019).
El periodismo crítico que apoyó a los zapatistas se originó desde finales del siglo XIX, durante el gobierno del dictador Porfirio Díaz, que se considera un periodo fundacional. El diario opositor más importante fue Regeneración y era muy claro que desde el comienzo simpatizó con el movimiento zapatista. El apoyo magonista a Zapata fue uno de los motivos de conflicto entre el Partido Liberal Mexicano (PLM) y los anarquistas europeos del grupo Les Temps Nouveaux (Bartra, 2018). En enero de 1913, José Guerra fue enviado a la Ciudad de México a entrevistarse con Zapata, en representación del PLM, quien después de varios obstáculos logra hablar con él. La entrevista se da en el momento en que el zapatismo está por definirse ante el golpe Díaz-Huerta, en 1911, y se afirma que este encuentro influyó en Zapata para deslindarse de Huerta. José Guerra le lleva ejemplares del periódico Regeneración y expone a Zapata la situación del PLM y su lucha en la frontera. Por su parte, Zapata ofrece reproducir en Morelos el periódico, gracias a que sus tropas controlaban la fábrica de papel. Fue hasta el 3 de mayo de 1913, dos años después de ese encuentro, que se publicó un artículo en el periódico Regeneración con el título Palabras de Emiliano Zapata.
El magonismo fue la corriente política e ideológica que se distinguió por llegar a las masas que se aglutinaron bajo la dirección del PLM; se considera un movimiento precursor de la revolución periodística y predominantemente urbano. No obstante, en 1914 el periódico Regeneración se encontraba en crisis financiera y los hermanos Flores Magón lo dejaron de publicar hasta octubre de 1915. Esta coyuntura fue aprovechada por Carranza y empezó el resurgimiento del diario El Pueblo.
La Comuna de Morelos: 1915 consolidación del Plan de Ayala
Los zapatistas quedaron atrincherados en el estado de Morelos y ahí estaba su debilidad, pero también su fortaleza. Debido a esto se formó una Comuna cuyo único antecedente mundial había sido la Comuna de París; según Gilly (1971) es el episodio más trascendente de la Revolución Mexicana. Se le conoce así porque los historiadores coinciden en considerar ese aislamiento como la oportunidad para llevar a cabo la práctica de un socialismo local. La revolución en la tenencia de la tierra se efectúo en Morelos en 1915 y fue un proceso ordenado en gran parte gracias a Manuel Palafox como secretario de agricultura en México, cuando apenas llegaba a los 29 años de edad (Gilly, 1971). Siendo un representante de Zapata, declaró desde 1914 que se llevaría a cabo esa repartición de tierras de conformidad a los usos y costumbres de cada pueblo, decisión que permitió que las tradiciones locales fueran el motor en el ejercicio del poder y la lucha por el sustento. Sin embargo, a finales de 1915, deshecha la División del Norte, las fuerzas del gobierno carrancista se dirigieron a Morelos y en noviembre impulsan una campaña para terminar con el zapatismo.
Huellas del contexto familiar: carta desde Morelos
José Salvador Chávez Corona fue comisionado por la policía reservada a realizar una misión y una prueba documental encontrada es la que se pude ver en la Figura 7. Un documento datado lo convierte a la huella en una evidencia que marca un tiempo y espacio determinado. A mediados de 1916, el movimiento zapatista se había convertido en la oposición más importante de México. En otoño e 1916 los zapatistas tenían alrededor de cinco mil hombres (Womarck, 1987). Podemos asegurar que esa tarea era reservada y correspondía a la policía encubierta tener una misión: contribuir a la derrota del zapatismo. Dicho documento y las cartas fechadas, nos permiten asegurar que Chávez participó con Carranza, con el fin de derrocar al zapatismo.
El proceso epistemológico que parte de la memoria declarada de la familia, de los archivos y los documentos se hace visible en una carta que podemos considerar como una prueba documental, en donde José Salvador Chávez Corona reconoce que su hijo Rafael de 6 años, ha sido testigo de la guerra y como padre se propone ayudarlo a que supere el miedo. La manera que lo hace es desde el lugar que él conoce y cree conveniente intervenir. La carta tiene fecha del 18 de agosto de 1916 (ver Figura 8), fue escrita desde Cuernavaca, Morelos, en máquina de escribir, su instrumento de trabajo para rendir informes. Los párrafos son cortos y están separados por su firma, como para mostrar que no fue escrita en un solo momento, sino en varios y distintos lapsos (ver fugura 9). Por el contenido, sabemos que sus cartas eran enviadas con alguna persona que viajara a la Ciudad de México pues, según el texto, enviaba dinero y recibos cuya llegada confirmaba en la carta siguiente. El texto que retomo da información de primera mano, en el sentido de que él participaba con el ejército y toda la fuerza militar en Morelos, por eso me pareció importante describir el momento que se vivía para comprender el contexto en el que el bisabuelo escribía sus cartas durante los meses de agosto, septiembre y octubre de 1916.
En agosto de 1916, el bisabuelo estaba con el gobierno de Carranza y tenía como misión participar en el intento de exterminio del ejército del sur. Resulta comprensible su impaciencia por salir de ahí y lo expresó de la siguiente manera: “Así que creo que, al terminar este mes, saldremos, oficialmente no sabemos nada de cuando es la salida, pero sabemos que el veinte empezará el movimiento de las tropas para abandonar la ciudad y vendrán en su lugar las fuerzas del noroeste, agregando: si tú sabes algo no dejes de decírmelo, yo estoy impaciente” (Figura 8).
El siguiente párrafo está dirigido a su hijo Rafael, quién tenía 6 años, y nos detendremos en analizarlo: “te mandé unos muñecos y ahora nuevamente te mando otros, para que veas como cuelgan a los zapatistas en los postes de telégrafo dan unos gritos tan fuertes que parecen ranas y al ver la lengua tan larga que sacan” (Figuras 8 y 9).
La anterior afirmación resulta espeluznante, porque es una descripción de la muerte que se naturaliza al advertirle que seguramente le tocará ver. De ahí que enseguida le advierte: “(…) no te vayas a asustar, cuando los muchachos que los ven quedan espantados al oír sus gritos y al ver la lengua tan grande que sacan, tú no te vayas a asustar” (Figura 9). Convertir la muerte y la violencia (o la muerte violenta) en un juego de niños, debería, cree él, ayudar a tomarla como algo natural, como lo explica enseguida: “por eso te mando estos muñecos para que cuando los veas, ya no te causen sorpresa” (Figura 9).
Podríamos imaginar que ser niño en época de guerra implica enfrentar continuamente la muerte y la angustia. Así fue la infancia del abuelo Rafael; el padre amoroso sabe de los miedos que tiene su hijo y le compra unos muñequitos que simulan a los zapatistas colgados de los postes del telégrafo. Seguramente esos juguetes no los había en la Ciudad de México y se elaboraban en el estado de Morelos, en donde los niños se enfrentaban a la muerte de los zapatistas. Finalmente se despide de Fina, su mujer, y le hace encargos. Resultan interesantes los pormenores que describe para encontrar el recibo de un reloj que pide recoger. Su mirada estaba acostumbrada no sólo a ver, sino a mirar los detalles.
Los juegos que reproducen la realidad son frecuentes en la infancia, ya que permiten naturalizar la violencia y, consecuentemente, no sorprenderse ante ella. En el estudio de Sosenski y Osorio (2012), sobre dos autobiografías de niños de clase media durante la Revolución Mexicana, se muestran algunos recuerdos sobre juegos que fueron hechos en tiempos de guerra, como una manera de canalizar la angustia, de imitar la vida adulta y de elaborar una tremenda realidad social de manera lúdica. Las autoras sostienen que los muertos de la guerra siempre persiguen a los niños hasta su vejez. Los muertos fueron vistos por el abuelo Rafael desde pequeño, él sufría de pesadillas continuas y para ayudarlo a superar esos recuerdos había que convertirlos en juguetes. Mientras otros niños de su tiempo jugaban a la guerra y vitoreaban a Villa o Zapata, él jugaba con los muñecos zapatistas ahorcados, que seguramente hacían el ruido de ranas, aligerando el impacto de la muerte. A pesar de ello, los niños de todas las épocas históricas son susceptibles a los traumas, ya que su aparato psíquico está desarrollándose y estas vicisitudes suelen repercutir no sólo en la generación que la padeció, sino que son resonancias que afectan a los hijos. La infancia deja huellas sociales y culturales a las nuevas generaciones, el impacto traumático que los sucesos de la guerra tienen en la realidad inmediata depende de los vínculos previos y las posibilidades de elaboración interna. Sin embargo, los relatos rescatados del estudio de Sosenski y Osorio (2012) son de niños mayores que el abuelo Rafael: uno de ellos es Andrés Duarte (escritor) y el otro es Juan Bustillo, también del ámbito cultural, quienes nacieron en 1907 y en 1904, respectivamente. La publicación de sus autobiografías les permitió reflexionar sobre sus recuerdos y convertirlos en una narrativa interesante. En los dos casos había una constante: los hechos violentos ocurrían en el espacio público y el espacio doméstico se configuraba como un lugar de protección, seguridad y arraigo. Es posible que lo mismo sucediera en la casa de los Chávez, ya que como se describe en la segunda parte de la carta, el contexto familiar era seguro, el abrigo familiar y el cuidado de la enfermedad tenían un lugar importante.
En el periodo de 1911 a 1920, México era un escenario de repetidos choques sociales y políticos, por lo que en varios sectores de la economía hubo un descenso en la producción, como por ejemplo en el petróleo y, en menor escala, en la empresa telefónica. A pesar de ello, la familia Chávez tenía teléfono desde 1914, como se puede evidenciar en el contrato de teléfono (ver Figuras 10 y 11).
De 1910 a 1920, hubo un crecimiento paulatino de aproximadamente 2000 teléfonos por año y el 0.1% de la población poseía uno, ya que estaban monopolizados por empresarios, hacendados, gobernantes y militares (Ibarra, 1994). Esta evidencia me permite inferir que el bisabuelo José Salvador participaba en el gobierno o con los militares, que el teléfono era utilizado para temas cortos y precisos, como alcanzamos a conocerlo aún entre mi generación, mientras que la comunicación epistolar era el medio que utilizaba para conocer el estado de ánimo de su familia e informarles de los acontecimientos que vivía, y por supuesto, tener un policía secreto en la familia le dio un rango social a los Chávez.
Reflexiones finales
La primera fase de interpretación de las cartas, unas recortadas y otras completas, fue considerar el texto con relieves. Es decir, no todos los significados se encuentran a la misma altura, y requiere de una interpretación a través de la percepción y adivinación. Los procedimientos de validación consisten en poner a prueba nuestras conjeturas, las cuales se aproximan más a la probabilidad que a la verificación6. De ahí que las fuentes que utilicé me permitieron explicar el momento histórico en que se escribieron desde el círculo familiar, el cual está atravesado por una historia nacional. Del mismo modo, la historia nacional es producto de estas pequeñas formas de concebir la vida y hay pocos momentos para reflexionar sobre ella, aunque en la interpretación de sus cartas y documentos esté implicada mi subjetividad, ya que como nuera de Rafael buscaba comprender esta bisagra generacional, como una manera de trascender un conflicto familiar que afectó mi relación con él.
En este proceso interpretativo elegí la carta que consideré perturbadora porque me pareció que reflejaba las creencias al interior de la familia, ya que no fue recortada, sino conservada. Este primer sentimiento surge porque soy simpatizante del movimiento zapatista; cuando resurgió en 1994 me sentí conmovida, participé en mi juventud con movimientos de izquierda y puedo asegurar que la postura de Zapata ha inspirado y trascendido en la memoria colectiva de México. Puedo entender y admirar al bisabuelo por su deseo de dejar testimonios escritos, pero no puedo perdonar a mi suegro Rafael que hubiese cortado las cartas. Aunque me conmueve la infancia de Rafael, aún no puedo comprender su proceder de cortar, mutilar y acallar la historia familiar.
Rafael, mi suegro, el hijo de José Salvador Chávez Corona, tuvo que dejar la universidad cuando murió su padre, para trabajar, y decidió recortar las cartas porque creyó que podrían comprometer a su familia. Al interior de la familia Chávez había inconformidad por esta acción, ya que su hermana Estela recordaba que las cartas originales tenían información valiosa, pues un amigo del bisabuelo dibujaba y estaban ilustradas. Por su parte, Rafael declaró -en algún momento de la discusión familiar- que él tuvo la gran responsabilidad de cuidar a su familia. Sin embargo, es necesario tomar en cuenta que el bisuabuelo quería dejar testimonio de lo que sucedía en la Revolución, al ilustrarlas, y podemos especular que no se sentía en peligro por hacerlo, de lo contrario no lo habría hecho.
Por lo anterior, podemos inferir que José Salvador Chávez Corona, policía encubierto que sabemos que trabajó en la oficina de información del cuartel militar y durante la Decena Trágica, tuvo información de primera mano, pero no sabemos a quién apoyó el bisabuelo. Las cartas personales muestran racismo y clasismo durante el tiempo que estuvo en Morelos -en 1914- apoyando a Carranza en contra del ejército del sur. Su percepción sobre los caudillos era un racismo construido a través del estudio de la criminología, basados en una nueva disciplina -la biología criminal- que vinculaba información biológica con tendencias criminales. En el último tercio del siglo XIX, algunos médicos comenzaron a incursionar en el análisis anatómico de las diferencias raciales y en particular de las dimensiones del cráneo (Urías, 2007). En 1929 el bisabuelo tomó un curso de dactiloscopia e ingresó a la Escuela Técnica de Policía. Según Pulido (2015), formar parte de la policía científica era un gran anhelo en la carrera en 1923, año en que se originó dicha institución educativa. Para ingresar a esta Escuela de Policía tuvo que demostrar estudios de preparatoria, aunque algunos historiadores señalan que los candidatos podían ser taquígrafos, telefonistas o saber mecanografía y, en menor proporción, ingresaban estudiantes y periodistas, así como comerciantes.
El relato de la familia sobre la habilidad del bisabuelo de pasar de un bando a otro nos indica que probablemente era un espía que logró acomodarse en el gobierno durante muchos años después de la Revolución Mexicana.