Introducción
La Historia del Tiempo Presente (en adelante HTP) tiene una característica muchas veces comentada por sus especialistas, pero no necesariamente estudiada: posiciona al investigador como un actor participante de manera directa o indirecta con su problema de estudio. Es actor generacional en la construcción de conocimiento, pues su memoria muchas veces es parte del fenómeno a estudiar. Este modo de escribir la historia responde a lo que Julio Aróstegui (2004) llamó “historia viva”, y tiene como principal objetivo acceder a memorias contemporáneas como objeto de estudio. Memorias siempre en plural, conflictivas y tensionadas con respecto la toma de posición frente al acontecimiento que la funda. Porque la HTP se entiende bajo el alero de memorias heridas, traumáticas y conflictuadas. A mi entender, quien mejor lo ha explicado es el historiador norteamericano Steven Stern (2009) bajo la idea central de que el problema memorial contemporáneo no es el de recordar, sino el de dar sentido y significado al hecho en cuestión. Refiere a memorias que luchan por la hegemonía de sus discursos y, por tanto, están siempre en construcción. La metáfora de la caja de la memoria en el Chile de Pinochet logra captar de manera ejemplar este proceso tripartito.
Bajo este marco fue que reflexioné (Ovalle, 2021), desde la teoría de la historia, acerca de la afectación del pasado en el sujeto historiador, estableciendo que el historiador e historiadora del tiempo presente articula tipos de relaciones con el pasado, tales como políticas, éticas, morales, materiales y epistémicas (en diálogo con Ricoeur, 1985). Realidad disciplinar distinta del modo de historización nacido al alero del canon decimonónico, donde la distancia temporal con el objeto de estudio era condición de posibilidad sine qua non para la preciada objetividad, y donde la relación epistémica con el pasado parecía la única posible. Esta investigación no podría ser ajena a estas características: Chile vive al día de hoy un verdadero “momento constitucional” (Ackerman, 2009) y es allí desde donde escribo e intento aspirar a la comprensión, de modo preliminar, del proceso político más importante que vive Chile desde la recuperación de la democracia en 1989: la posibilidad de establecer una nueva Constitución, esta vez democrática y por tanto legitimada desde su origen, a diferencia de la Constitución actual, redactada en Dictadura y reformada en democracia.
El período de la historia de Chile denominado postdictadura o “larga transición” (Arriagada, 2018) tiene un componente poco explorado por la historiografía dedicada al Chile contemporáneo. Me refiero al estudio interpretativo del recorrido de la Constitución Política de 1980 - incluidas sus reformas - una vez retomada la democracia hacia fines de la década de los ochenta del siglo pasado hasta la actualidad. En su mayoría las investigaciones provienen de científicos sociales o periodistas y centran su análisis en aspectos políticos en donde el lugar de la Constitución resulta relativo2. Carta Fundamental que parece resistirse a morir luego del Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución del 15 de noviembre 2019 el cual, mientras el país se quemaba literalmente en las calles producto de una fuerte agitación social de protestas, estipuló un acuerdo transversal firmado por la mayoría de los partidos políticos del país (el Partido Comunista se restó en este primer momento) por modificar el capítulo XV de la Constitución redactada en Dictadura, y con ello, poder establecer un plebiscito de salida que finalmente preguntó (el 25 de octubre 2020) a la ciudadanía, si quería o no una nueva Constitución (también se preguntó bajo qué modalidades se haría: convención mixta o completamente ciudadana). El resultado fue abrumador: la opción "Apruebo" por una nueva Constitución obtuvo el 78,27% de los votos, y la opción "Convención Constitucional", entendida como órgano encargado de redactarla, ganó con el 78,99% de los escrutinios.
La pandemia del Covid-19 retrasó el cronograma inicial. Con todo, Chile tuvo una propuesta de Nueva Constitución redactada por un inaudita e histórica Convención de ciudadanos electos hacia mediados del año 2022. En septiembre del mismo año las chilenas y chilenos nos dispusimos a votar, ahora de manera obligatoria, en el plebiscito de salida: el resultado fue el triunfo de la opción “rechazo” con el 61, 86% de los votos (más de 8 millones y medio de personas). Resultado inesperado luego de la abrumadora mayoría de chilenos que dos años antes había dado una clara tendencia de acabar con la denominada Constitución de Pinochet. Esta investigación no tratará de comprender los complejos vaivenes que resultaron en esto que para muchos es un verdadero fracaso después de más de treinta años con parte de la centro-izquierda chilena pujando sin resultados por acabar con esa Carta Fundamental. Mi propósito es otro, pero complementario. Me propongo reflexionar acerca de la posibilidad de establecer parámetros de comprensión en vías de posicionar la historicidad alrededor de la Constitución de 1980, todos estos entendidos como léxicos culturales (Skinner, 2007) del Chile post-Pinochet. No para dar cuenta de lo que se dijo, como se entendió por mucho tiempo la “historia de las ideas”, sino para comprender sus diversos significados (imaginario constitucional) poniendo al centro del análisis cómo es que la Constitución ha servido para recrear el pasado y proyectar el futuro, en otras palabras, como problema de la conciencia histórica del Chile contemporáneo. La propuesta sostiene, además, que el estallido social de octubre de 2019 produjo un quiebre en la conciencia histórica nacional, posicionando la Carta Fundamental redactada en Dictadura como eje articulador del tiempo histórico nacional.
De la transición al estallido social
La transición a la democracia en Chile fue un proceso abierto por la Carta Fundamental del año ochenta en sus disposiciones transitorias, pero tuvo antecedentes importantes en el acto de Chacarillas del año 1977 (Jocelyn-Holt, 1997; Aceituno y Rubio, 2020) cuando Pinochet en su discurso -junto con dar por finalizada de forma ilegítima la vigencia de la Constitución de 1925 - entregó al país los lineamientos futuros del gobierno militar, explicitando abrir un proceso de transición y consolidación, una vez se promulgara una nueva Constitución. Así lo expresó el Dictador:
La culminación de todo este proceso de preparación y promulgación de las actas constitucionales, que continuará desarrollándose progresivamente desde ahora, estimo que deberá en todo caso estar terminado antes del 31 de diciembre de 1980, ya que la etapa de transición no deberá comenzar después de dicho año, coincidiendo su inicio con la plena vigencia de todas las instituciones jurídicas que las actas contemplen (…) Finalmente, entraremos en la etapa de normalidad o consolidación, el Poder será ejercido directa y básicamente por la civilidad, reservándose constitucionalmente a las Fuerzas Armadas y de Orden el papel de contribuir a cautelar las bases esenciales de la institucionalidad, y la seguridad nacional en sus amplias y decisivas proyecciones modernas (citado por Alvarado 2018, párr. 46 ).
Cabe recordar, en este contexto preliminar de la Constitución de Pinochet, la conformación en julio de 1978 del Grupo de Estudios Constitucional (conocido como el “Grupo de los 24”), órgano de oposición integrado en su mayoría por abogados constitucionalistas, quienes desde sus inicios esgrimieron directrices de lo que esperaban de la nueva Constitución y, luego de la promulgación, se mostraron críticos (llamaron a votar por el No en el plebiscito) del texto que finalmente se aprobó (Monsálvez y Pagola, 2022). Como expresaron: “la Constitución de la Junta Militar niega la democracia y -lo que es más grave- cierra los caminos para instaurar la democracia dentro de la legalidad que ella consagra” (Quinzio, 2002, p. 16). Es necesario recordar que la Dictadura cívico-militar no respetó las directrices establecidas por la Constitución de 1925 (carta Fundamental vigente al momento del Golpe Militar de septiembre de 1973) para el cambio constitucional, por lo que la redacción de la Carta de 1980 ha generado controversias desde su origen antidemocrático: “una sombra oscura empaña su origen” (Correa et al., 2015, p. 323).
Los treinta años que van desde la vuelta a la democracia y el “estallido social” (1989-2019) corresponden a un período de la historia de Chile estudiado en su mayoría por politólogos, sociólogos y periodistas. Por su parte, la dedicación de la historiografía local por el pasado reciente o la HTP es de reciente data y mayormente se encuentra concentrada en el período dictatorial, aunque el estudio de la transición y la vuelta a la democracia está, poco a poco, ocupando a más historiadoras e historiadores en Chile (Monsálvez, 2016). La incursión en el plano público del Manifiesto de Historiadores (1999) como respuesta a la “Carta a los chilenos” del General Pinochet, escrita en el contexto de su reclusión en Londres y la publicación de los cinco tomos de la Historia Contemporánea de Chile (obras dirigidas por Salazar y Pinto), son quizás los hitos fundantes de la preocupación de la historiografía local por dar respuesta a procesos contemporáneos. La historización de la memoria, en especial aquellas referidas al daño moral producido por las violaciones a los Derechos Humanos en Dictadura y la sociabilidad en el período dictatorial han sido los más estudiados (Garcés 2019, 2000; Illanes 2002; Stern 2009; Bastías 2013; Soto et al., 2008; Soto, 2016; Rubio 2013; Collins et al., 2013; entre otros). También la denominada Nueva Historia Política ha entregado renovadas visiones a procesos contemporáneos como lo son los trabajos de Víctor Muñoz en su Historia de la UDI (2016), Cristina Moyano (2010, 2016, 2019, 2021) desde el estudio del MAPU, ONG e intelectuales y Danny Monsálvez (2012, 2013) desde la historia política en el gran Concepción. Aníbal Pérez (2020) recientemente analiza el fenómeno del clientelismo en la transición democrática chilena para el mundo municipal; Igor Goicovic (2006) ha detenido en el estudio del capitalismo y la violencia política y Pedro Rozas (2013) ha estudiado la prisión política durante este mismo período.
El libro Las largas sombras de la dictadura: a 30 años del plebiscito, editado por Julio Pinto (2019), es otro estudio del período temporal que esta investigación propone comprender y ejemplo de la diversificación de estudios acerca del tiempo presente desde la historiografía. Allí se reúnen siete estudios críticos desde distintos tópicos en un análisis algo desencantado del Chile reciente, pero ninguno de ellos pone en el centro del análisis la Constitución de Pinochet, entendida como generadora de realidad. Similar situación observamos con el libro recientemente coordinado por David Aceituno y Pablo Rubio, titulado Chile 1984/1994. Encrucijadas en la transición de la dictadura a la democracia (2020), donde se estudian aspectos globales (las visiones internacionales del proceso chileno), culturales y económicos de los años de transición, pero sin dar lugar central a la Carta del año ochenta. Este vacío disciplinar me propongo comenzar a subsanar desde la búsqueda de la historicidad de aquellos lenguajes y narrativas que ha generado la Constitución de 1980 y sus reformas en el tiempo, al alero de los cambios sociales que ha experimentado el país. Lo que se busca es dar cuenta y hacer inteligible, desde una serie de herramientas heurísticas, aquello que el profesor Pinto desliza en el libro citado: “Mucho se ha discutido (…) sobre la permanencia de la constitución dictatorial de 1980, pese a su ilegitimidad de origen y a estar plagada de frenos y dispositivos destinados a trabar la plena democratización de la vida política” (Pinto, 2019, p. 15).
Una de las tesis más comentadas para nuestro período de estudio está dada por los aportes de Huneeus (2014) en lo que denominó la “democracia semisoberana”, al establecer que el ordenamiento político del Estado chileno, una vez recuperada la democracia, se ancló bajo la lógica de la Constitución de 1980, ideada y redactada por los principales ideólogos civiles de la Dictadura. “Carta marcada por el conservadurismo, un fuerte autoritarismo presidencial, antidemocrática en su forma al negar el poder constituyente del pueblo” (Atria, 2013, p. 64) y un marco legal propicio para el desarrollo del neoliberalismo económico. Esto último es lo que Ruiz-Tagle (2016) desarrolla en su estudio de la historia constitucional y que denomina bajo los rótulos de la Quinta República o República Neoliberal:
En la Quinta República se ha consolidado una forma política neoliberal, en cuanto a la dogmática y al ejercicio de los derechos, y neo-presidencialista, en cuanto a la definición de su orgánica constitucional. Esta es nuestra paradojal forma política y jurídica que nace en 1990 y dura hasta nuestros días (p. 199).
Tanto en su origen dictatorial - aprobada en un plebiscito fraudulento - como en su forma, la Constitución de 1980 representa el Chile trazado por la dictadura cívico-militar, llevando para algunos una carga de ilegitimidad y para otros la institucionalidad que permitió el triunfo de un modelo político y económico. El reciente libro Chile Constitucional del historiador Juan Luis Ossa (2020) esgrime que dicha ilegitimidad radicaría en el quiebre revolucionario que presentó la Constitución de 1980 con respecto a la herencia histórica de reformismo gradual que él observa desde la Constitución de 1828 (que entiende como matriz republicana, asunto ya expuesto por Ruiz-Tagle) hasta la Carta de 1925. No hay duda en que la Carta de 1980 es “revolucionaria” con respecto a sus antecesoras, pero su ilegitimidad radica no sólo en un problema histórico constitucional, como relata su texto, también en un problema político y memorial con respecto el contexto dictatorial en que se fundó y al período de transición y vuelta a la democracia en que siguió operando. Las llamadas trampas constitucionales (Atria, 2013) y el proceso político desarrollado en democracia con respecto a la Carta Fundamental también entran en esta lógica. En esto Ossa (2020) apunta en la misma dirección:
Durante la recuperación de la democracia se introdujeron diversas reformas a la Carta de 1980, siendo las de 1989 y 2005 las más contundentes. No obstante (…) y a pesar de su relevancia para democratizar el país, difícilmente puede decirse que se trató de “procesos constituyentes” (…) pues la Constitución de 1980 se mantuvo en su esencia simbólica, por lo que la discusión sobre su ilegitimidad ha continuado impertérrita hasta el día de hoy (p. 90).
Esa esencia simbólica, que el autor no desarrolla, radica para efectos de esta investigación en memorias en tensión que bien podrían ser rastreadas alrededor de lenguajes y narrativas referidas a dicha Carta.
A partir de 1990 Chile posee una democracia debilitada por la Carta del año ochenta: hasta las reformas del año 2005 el 20% de los senadores no fueron elegidos por la ciudadanía (Senadores Designados); el sistema binominal aseguró a la derecha (más y menos pinochetista) una presencia en igual de condiciones que a la fuerza política contraria agrupada la Concertación de Partidos por la Democracia. Esto aseguraba a la vez - debido a los altos quórums establecidos en la Carta Fundamental para el cambio o modificación constitucional - que la Constitución y sus “enclaves autoritarios” (Garretón y Garretón, 2010) permaneciera firme hasta el año 2005, cuando recién se establecen modificaciones que aumentaron el grado democrático del Estado. Falta todavía mencionar la presencia pública del Dictador como comandante en Jefe del Ejército y luego como Senador Designado, así como el de una serie de civiles de la dictadura que fueron parte fundante de los 17 años del gobierno militar y que comenzado el nuevo ciclo se hicieron parte de partidos políticos (RN y UDI) ocupando sillas en las cámaras del poder legislativo. Resulta reveladora la pregunta que lanza el mismo Julio Pinto en el texto citado más arriba: “Cómo explicar estas tenaces supervivencias dictatoriales en un período que se define en lo esencial como una superación de dicha experiencia”. Esta es la paradoja de la “democracia incompleta” en la tesis de Garretón (2003). Un estudio acabado de las ideas y representaciones de la Constitución de 1980 del Chile post-Pinochet puede ayudar a resolver esta pregunta.
Las disposiciones transitorias de la Constitución de 1980 proyectaron un llamado a plebiscito presidencial (sin fecha clara) que terminó ocurriendo el 5 de octubre de 1988. Este sistema legal se ideó para mantener largo tiempo al General Pinochet en el poder, pudiendo llegar incluso a gobernar diez y seis años desde la promulgación de dicha Carta. El triunfo del NO y el advenimiento del presidente Aylwin abrieron la necesidad de establecer mecanismos para modificar la Constitución redactada en Dictadura. La tesis de la transición pactada, de Brunner, se entiende bajo la lógica de esa larga lista de modificaciones que se le hizo a la Constitución en el año 1989 pero que -salvo la derogación del artículo octavo que no permitía el libre funcionamiento del Partido Comunista- no modificó sustancialmente los llamados enclaves autoritarios de la Carta. Es el momento del “pacto secreto” donde la Concertación acepta la modificación de los artículos 65 y 68 de la Constitución original, asegurando así a la futura oposición (derecha civil) la posibilidad de bloquear cualquier modificación sustancial a la institucionalidad (Portales, 2000). Tampoco hubo modificación del espíritu neoliberal ni del papel “garante” de las Fuerzas Armadas para el aseguramiento de la institucionalidad del Estado, el cual siguió siendo de carácter subsidiario. El derecho de propiedad se mantuvo como centro neurálgico de un Chile que, bajo las modificaciones constitucionales del pacto, no tenía cómo modificar (gracias al sistema electoral binominal) la fuerte mercantilización de sectores públicos como la educación, la salud y pensiones, todas cuestiones que luego se transformarán en motores de fuerzas del llamado “malestar” (Lechner, 2015). El denominado triunfo del modelo (Drake y Jaksic, 1999) de los años noventa, vistos en la superación de la pobreza, el crecimiento sostenido del PIB, la baja inflación, la ampliación del consumo y en una serie de políticas públicas, es también triunfo del modelo implantado por el régimen militar (Correa, 2018).
La reciente tesis del filósofo Carlos Peña, acerca del malestar y el proceso constituyente pone acento precisamente en esta modernización capitalista y en las expectativas que no pudo subsanar, en especial las asociadas a la vida del consumo (Peña, 2020). La famosa metáfora del “rayado de cancha” esgrimido por Jaime Guzmán poco antes de que la Constitución (1979) viera la luz, seguía vigente no solo en el primer gobierno de la Concertación, sino que en los siguientes y hasta por lo menos el año 2005. No resulta anecdótico que en una sesión parlamentaria del año 2017 la misma frase fuese ocupada por la diputada del Partido Socialista, Maya Fernández, para fundamentar su posición frente al proceso constituyente impulsado por el segundo gobierno de Michel Bachelet. La memoria social de los años de dictadura - donde la figura de Guzmán ocupa un lugar de privilegio - acompañan, sin dudas, el recorrido interpretativo de la Carta Fundamental:
Estamos conscientes de que la trampa constitucional nos exige contar para esta reforma con una cantidad de votos casi imposible de sostener. Ya lo dijo Jaime Guzmán: “La Constitución debe procurar que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría.” La derecha y sus partidos deben entender que la seguridad que les entregan estos amarres es ficticia (Cámara de Diputados, 15 de marzo de 2017).
No hay cambios constitucionales significativos hasta las modificaciones del año 2005, bajo el gobierno de Ricardo Lagos. Este paquete de reformas dio paso a un tiempo de alta discusión intelectual y política por la cuestión constitucional. Es el segundo momento de nuestra investigación hasta el año 2014. Lagos expresó lo siguiente al momento de presentar las modificaciones: “tenemos hoy por fin una Constitución democrática”. La frase denota la falta de amplitud democrática del Chile de los años noventa y confirma, de alguna manera, el malestar de cierto sector por la continuidad constitucional entre dictadura y vuelta a la democracia. La presentación de las modificaciones también suscitó controversias, ya que el tono en la presentación por parte del ejecutivo parecía más la de una nueva Carta que de modificaciones: "Hoy 17 de septiembre de 2005 firmamos solemnemente la Constitución democrática de Chile”, expresó el mandatario haciendo alusión a las rubricas de los civiles del ejecutivo que firmaron la Carta, dejando en el pasado la firma de Pinochet. Logro simbólico, por cierto, pero que la oposición no tardó en matizar. Por ejemplo, en palabras de Andrés Chadwick (uno de los jóvenes del acto de Chacarillas) en septiembre del mismo año: "por muy importante que hayan sido las reformas, que hemos compartido y consensuado, sigue siendo la Constitución de 1980, se mantienen sus instituciones fundamentales, tal como salió de su matriz. Para que haya una nueva Constitución, se requiere de un proceso constituyente originario, no de un proceso de reformas" (El Mercurio, 21 de septiembre de 2005).
A poco tiempo de las modificaciones constitucionales se suceden en el país los primeros brotes de un “malestar” social que irá incrementándose y mostrándose en sucesivos momentos coyunturales, todos los cuales fueron evidenciando la pérdida de legitimidad de instituciones del Estado frente a la ciudadanía, así como un descontento de ciertos grupos con el modelo económico y, por tanto, con la celebración de ese modelo por parte de la derecha y el centro político. Una “anomalía de la transición” (Thielemann, 2016) que tuvo en los estudiantes secundarios y universitarios los actores principales. Malestar que muchos intelectuales venían esgrimiendo desde la misma vuelta a la democracia, asunto estudiando recientemente por Moyano (2021) y de los cuales Brunner ya daba cuenta hacia finales del siglo XX. En el año 2006 el caso del liceo A-45 Carlos Cousiño de Lota, inundado por una lluvia de abril y tomado por sus estudiantes ante la nula respuesta de las autoridades, junto a la toma del Instituto Nacional el 19 de mayo, dan comienzo a una alta efervescencia social liderada por los estudiantes secundarios y el malestar asociado a las condiciones de la educación pública escolar. Las reivindicaciones de la llamada “revolución de los pingüinos” hasta el año 2007 fue en contra de las reformas sucesivas al sistema escolar, desde los cambios implantados en dictadura y bajo los gobiernos de Eduardo Frei y Ricardo Lagos. El comienzo del primer gobierno de Michel Bachelet (marzo 2006) está marcado por estos sucesos de rebeldía escolar en tomas y manifestaciones de alto impacto mediático. Vino después la vuelta al poder de la derecha chilena con Sebastian Piñera, llegando a la presidencia el año 2010 y demostrando que algo de esa “alegría ya viene” no caló hondo en el Chile de la primera década del siglo XXI. No es menor para efectos de esta investigación las palabras de Piñera en el balcón de La Moneda en sus primeras palabras al país, cuando invitó a todos los chilenos a una “segunda transición”.
Con todo, la defensa de la educación pública tuvo su más fuerte expresión en los movimientos estudiantiles de secundarios y universitarios entre los años 2011 y 2012, que precedieron las elecciones presidenciales del 2013. Es el tiempo del “no más lucro”. El programa de gobierno de la segunda administración de Bachelet incluía por vez primera cambiar la Constitución, cuestión que fue impulsada sólo al final de su gobierno, lo cual le valió gran cantidad de críticas. De acá hasta el estallido social se presenta el tercer momento histórico de nuestra investigación. Este es un período coyuntura constitucional (y de críticas al modelo), impulsada por el proceso constituyente inconcluso que se reflejó en cabildos de participación para recoger la voz de la ciudadanía. El proyecto establecía que la clase política recogería las impresiones ciudadanas, pero que sería el Congreso Nacional quien redactaría la nueva Constitución, una vez que la conformación de las cámaras alta y baja del Congreso sea sin elecciones bajo el sistema binominal (eliminado el año 2015). La campaña Marca Tu Voto, presentada el 4 de mayo del 2013, representó uno de los movimientos sociales más críticos ante la posibilidad de una nueva Carta Fundamental sin una asamblea constituyente de por medio. Se llamó públicamente a marcar AC en los votos de la elección presidencial del 2013. El problema constitucional estaba en la epidermis social. Falta agregar que el año 2016 también marcó un hito con respecto a movimientos sociales desde la agrupación “No más AFP”, generando una concientización social importante con respecto al origen de las administradoras privadas (dictadura) y las promesas de buenas pensiones esgrimidas por esos años frente a la mala calidad de las pensiones en el país. Si bien los acontecimientos que llevaron a la crisis social de octubre de 2019 no pueden ser interpretados como manifestaciones por una nueva Constitución, lo cierto es que la llamada salida institucional de cimentar un camino para el cambio constitucional marcó un antes y un después de esos agitados y violentos meses. Lo que sí es claro, es la falta de poder constituyente democrático en la historia de este país (Grez, 2009; Salazar, 2011), lo que hace especialmente novedoso el momento constitucional que vivimos. Se hace necesario, entonces, dar historicidad a este proceso desde las herramientas de nuestra disciplina. En otras palabras, hacer un esfuerzo por dar sentido de conexión entre pasado y futuro a los presentes que intentamos comprender.
Estos son los hitos sociohistóricos que dan estructura al devenir temporal de esta investigación. En todo este transcurrir existieron, al calor de acontecimientos y coyunturas, debates y diversas opiniones políticas e intelectuales con respecto al significado de la Constitución de 1980 en el recorrido histórico del Chile post-Pinochet. Como explic Pinedo (2000), para el caso de los intelectuales (pero que bien podría buscarse en el plano político), se observan dos bloques diferenciados: aquellos defensores del modelo y de las particularidades de la transición, y otros desde una posición de “malestar frente a una realidad social y cultural que no ha logrado modificar una realidad histórica, cultural y políticamente degradada” (p. 1).
Es necesario asumir que el lenguaje y los múltiples significados que emanan de él crean constantemente lo que llamamos lo “político”. En este sentido, actores del espacio público dejaron huellas que nos permitirán reconstruir lenguajes y narrativas que han servido para dar forma a imaginarios que dan cuenta del pasado y proyectan expectativas, allí el aporte metodológicamente novedoso de conectar nuestro objeto de estudio como problema de la conciencia histórica. Es por ello que esta investigación propone pensar el problema constitucional chileno bajo el instrumento heurístico del “imaginario constitucional”. El imaginario, siguiendo a Castoriadis (2013), se concreta en instituciones como el Estado que, como otras, están hechas “de significaciones socialmente sancionadas y de procedimientos creadores de sentido” (p. 133). Sumado a esto, el imaginario constitucional es explicado por Jhon Charney (2020) como la simbolización política y cultural que tiene una Carta Fundamental desde un marco social que expresa “pensamiento, texto constitucional y acción” (p. 255). Estas significaciones nos darán la posibilidad de ir más allá de “lo dicho acerca de”, para establecer una hermenéutica del tiempo del Chile contemporáneo, entrando en la interpretación de los modos en que tanto el pasado como el futuro se fueron imaginados con respecto a la carga histórica de la Constitución de 1980.
Conciencia Histórica del Chile reciente y “estallido social”
El trasfondo que sustenta la relación de un imaginario constitucional referida a la Carta de 1980 con el problema de la historicidad, tiene sustento en la tesis de que la conciencia histórica está sujeta a que “el ser humano está inevitablemente involucrado con las cosas, entreverado con ellas, de ahí se sigue que lo que ocurrió en el pasado sigue, en algún sentido, ocurriendo en el presente” (Peña, 2019, p. 41), muy de la mano de esos “pasados que no pasan” tan cercanos para la HTP (Rousso, 2018). El pasado deja marcas, huellas y hasta traumas en los sujetos y en la memoria colectiva (Stern, 2009), por esto, la comprensión de múltiples memorias no resulta fácil para el historiador: la memoria puede estar manipulada, forzada e impedida (Ricoeur, 2000). Este sustento teórico es necesario de complementar con la tesis que entiende que toda temporalidad está anclada en la narración que hacemos de la experiencia: tiempo y narración son dos caras de una misma moneda
entre la actividad de narrar una historia y el carácter temporal de la existencia humana existe una correlación que no es puramente accidental, sino que presenta la forma de necesidad transcultural. Con otras palabras: el tiempo se hace tiempo humano en la medida que se articula en un modo narrativo, y la narración alcanza su plena significación cuando se convierte en una condición de la existencia temporal (Ricoeur, 1985, p. 105)
Ricoeur establece que toda conciencia histórica está sujeta a la afectación del pasado, valiéndose en su argumentación de la teoría del tiempo en Koselleck (1993) desde campos de experiencias y horizontes de expectativa. Así, la conciencia histórica, explica el teórico alemán Jörn Rüsen (2014), es “la suma de las operaciones mentales por medio de las cuales se construye el sentido histórico”, toda vez que este último siempre es un “tiempo interpretado” (p. 156). Estas herramientas teóricas nos servirán para establecer qué tipos de relaciones presentan nuestros lenguajes y narrativas con respecto al pasado reciente del Chile post-Pinochet (espacio de experiencia que cobija la redacción de la Constitución de 1980) y los horizontes de expectativas o futuros imaginados del Chile contemporáneo.
El hito histórico, que para este estudio tiene el estatus de acontecimiento, y que marcó un antes y un después del Chile reciente es, no hay lugar a dudas, el denominado “estallido social” comenzado el 18 de octubre de 2019. La quema de 32 estaciones del Metro de Santiago de Chile fue quizás su manifestación más elocuente. Con todo, fueron alrededor de cuatro semanas con intensas manifestaciones sociales, muchas de ellas con un grado de violencia pocas veces visto, así como manifestaciones pacíficas en las capitales regionales del país, siendo la más importante la del 25 de octubre donde millones de personas se manifestaron pacíficamente en Santiago, Valparaíso, Concepción y otras ciudades. La concentración de personas en Santiago ese día quedará en los anales de las marchas del país con más de un millón de personas en las calles de la capital. Un oasis de paz dentro de semanas de quemas de supermercados, automotoras, bancos y una serie de vandalizaciones generalizadas al comercio en general en muchas regiones del país. Se hizo popular la “primera línea” (Figura 1), grupo de ciudadanos organizados que estuvieron dispuestos a ser el primer bloque de combate callejero frente a las fuerzas de Carabineros.
La fuerza policial cayó en excesos comprobados (Figura 2), dejando miles de heridos y un número no menor de mutilaciones oculares por el mal uso de fuerza pública. Hasta el 28 de octubre el Instituto Nacional de Derechos Humanos reportaba más de mil cien heridos, 127 personas con heridas oculares y más de tres mil quinientos detenidos (Bravo y Pérez, 2022, p. 603). Los casos de Fabiola Campillai y Gustavo Gatica fueron los más comentados en la prensa nacional. Ambos fueron víctimas con rostros mutilados con pérdida total de la visión. El caso de Gatica representa los efectos de la violencia ante un ciudadano que se manifestaba en las calles. El de Campillai resulta aún más sobrecogedor. Ella estaba junto a su hermana esperando locomoción para trasladarse en la comuna de San Bernardo, la tarde del 26 de noviembre, cuando un casquete de bomba lacrimógena impactó en su rostro. El paradero donde se encontraba esperando estaba cerca de una manifestación que por esa hora ya estaba apaciguándose. El destino se cruzó de forma cruel con esta mujer de tres hijos. La memoria de las violaciones a los Derechos Humanos cometidos por fuerzas del Estado en los diez y siente años de dictadura volvía ahora bajo otro contexto. Otra relación con el pasado que no pudo estar ajena por esos días.
Una de las frases que más se leyó y escuchó en prensa, radio, televisión y redes sociales en esos días fue la del “Chile despertó”. Contiene en su matriz simbólica un período de no conciencia, de estar dormidos. Apunta, se podría argumentar, hacia esos treinta años que luego de recuperada la democracia fueron interpretándose, sobre todo llegado el siglo XXI, como un constante “malestar” ciudadano frente a las condiciones materiales de vida (Peña, 2021) y desafección ciudadana frente a las instituciones. Conecta con otra que se masificó esas semanas: “evadir, no pagar, otra forma de luchar”. Esta frase tuvo mucha fuerza, ya que el “estallido” tuvo una contingencia previa específica: el alza de 30 pesos en la tarifa del metro de Santiago. Cientos de estudiantes secundarios se manifestaron en contra de esta disposición en tomas de estaciones de metro y llamados a no pagar saltando torniquetes. El lema que se repitió por esas semanas, y que debe ser el que más hondo caló en la sociedad chilena, fue el de “no son treinta pesos, son treinta años”. Manifiesta la necesidad de no quedarse en la contingencia del alza en la tarifa del metro, sino que ir a lo profundo del malestar. Esos treinta años que van desde la vuelta a la democracia y el fuego devorador de las calles de cientos de lugares en Chile por esos días. Hay acá una directa relación con el pasado, un campo de experiencia que está latente. El estallido tendría así su lógica redentora en salir de ese pasado reciente para abrir expectativas y caminos para su generación. Bajo esta realidad, la Constitución de 1980, si bien no estuvo dentro de las demandas más solicitadas por la ciudadanía masivamente en esas semanas, se convirtió en la bandera de lucha.
El 15 de noviembre del mismo año la clase política dio una señal al país para intentar frenar la ola de violencia. El resultado fue el Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución. Se abría el camino para que el pueblo de Chile decidiera si quería o no continuar con la Constitución redactada en dictadura. La instancia es histórica si consideramos que para la izquierda chilena fue imposible contar con los votos necesarios en ambas cámaras del poder legislativo durante todo el período que esta investigación recorre (gracias al sistema electoral heredado de la Dictadura). La apertura del proceso constitucional chileno aun en curso es producto del Estallido Social y de un acuerdo del amplio espectro de la política nacional.
Esta propuesta sostiene entonces que el “estallido social” de octubre de 2019 y sus repercusiones en el proceso constituyente actual, vino a correr el cerco del tiempo de la transición y con esto, dejó abierta la posibilidad de interpretación del tiempo histórico de nuestra historia reciente. Los únicos trabajos que caminan en esta dirección interpretativa son los de Moyano (2019 y 2020) y Fernández (2022), siendo el problema de la conciencia histórica del Chile reciente un campo prácticamente inexplorado por la historiografía y las ciencias sociales en general. Vuelven a rearticularse las preguntas acerca del fin de nuestra (larga) transición, poniendo ahora en el centro del problema los debates acerca de la Constitución y abriendo la posibilidad de plantear preguntas como ¿será la redacción y proclamación de una Nueva Constitución el cierre definitivo de un ciclo político o bien el de la tan comentada transición? Sabemos que el estallido social es, efectivamente, el acontecimiento generador del “momento constitucional” que vive el país, por lo que se alza como condición de posibilidad para comprender los tipos de relaciones con el pasado (“no son 30 pesos, son treinta años”) y los futuros imaginados (Estado Social de Derechos). Entiendo por acontecimiento aquello que “altera toda cronología factual (…) El acontecimiento hace época” (citado por Moyano 2019, p. 13), mirada que conecta con lo que François Dosse (2010) entiende como una “singularidad que viene a romper el curso regular del tiempo” (p. 7). Para Dosse, el acontecimiento “crea su propio pasado y se abre hacia un futuro inédito al presentar una discontinuidad que no permite pensar más en los términos del contexto que ya está allí” (p. 255). Desde esta posición, esta investigación toma distancia con respecto a la noción tradicional de acontecimiento (lo sucedido) y se posiciona desde esta mirada que asume la configuración del tiempo histórico (relaciones pasado/futuro) a partir de su emergencia.
El proceso constituyente chileno remite, efectivamente, a modos de interpretar el pasado reciente del país, pero también a proyecciones de futuros imaginados, allí su conexión con la conciencia histórica. En esta línea, existe una variada literatura que nos obliga a reflexionar acerca de los modos en que las sociedades contemporáneas se relacionan con el pasado y, con ello, con el problema de la memoria social (Simon, 2019; Cruz, 2012). Todas ellas, de alguna u otra forma, dan crédito a la tesis de que, al menos en occidente, se vive desde hace unos cuarenta años en un régimen de historicidad presentista (Hartog, 2003) donde el auge de la memoria social y la justicia transicional ha tomado un lugar central (Bevernage 2010). A causa de la permanencia de ciertos pasados es que el mismo Rousso (2018) sostiene que toda HTP está anclada a lo que él denomina la “última catástrofe”. Acontecimientos traumáticos, violentos, difíciles, que han marcado una permanencia de las memorias marcadas por esos sucesos, donde la violencia de Estado y las violaciones a los Derechos Humanos han sido parte fundamental de esas narrativas (Estefane y Bustamante, 2014). En Europa fue la II Guerra Mundial y el horror del Holocausto. En Chile, la Dictadura de Pinochet, así lo entiende Stern (2009):
¿Qué le ha dado a la memoria de la crisis de 1973 en Chile -y de la violencia que desencadenó- un valor tan fuerte y asombroso? ¿Qué la ha convertido en una historia no sólo importante en sí y para su gente, sino también en un símbolo más allá de sus fronteras? (…) Entre muchas razones válidas, sin embargo, uno llega a lo esencial: Chile es el ejemplo latinoamericano del “problema alemán”. El Holocausto y la experiencia nazi legaron a la cultura contemporánea preguntas profundamente perturbadoras: ¿cómo un país capaz de realizaciones asombrosas en el dominio de las ciencias o de la cultura puede también albergar una capacidad asombrosa para la barbarie? (p. 28).
No resulta anecdótico que un especialista en historia contemporánea de Chile, como lo es el historiador Manuel Gárate, haya escrito en un periódico chileno que el 11 de septiembre de 1973 es nuestra “última catástrofe” (La Tercera, 22 de agosto de 2018), todo esto en el contexto de la presión en redes sociales y prensa que llevó a que Mauricio Rojas renunciara, a horas de ser nombrado, al cargo de Ministro de Cultura, a causa de haber dicho públicamente que el Museo de la Memoria era un “montaje” que no permitía a sus visitantes comprender el por qué se llegó a esa violencia.
De esta manera, y siguiendo la tesis de Rousso (2018), se abre la posibilidad de que el 18 de octubre sea ahora nuestra última catástrofe. Sostengo que el estallido social de octubre de 2019 puede ser comprendido bajo esta premisa, en el sentido que ha modificado el rumbo de nuestra contemporaneidad. La rebelión de octubre tuvo una repercusión similar (guardando toda proporción) a lo que significó el Golpe militar del 11 de septiembre de 1973. No por sus implicancias político-institucionales, las cuales son muy distintas (una dictadura cívico-militar de 17 años no se puede comparar con estos casi cuatro años post-estallido); no me refiero a eso. Pero sí al modo cómo comprendemos el tiempo del Chile contemporáneo. El estallido social y su salida institucional del Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución marcan un antes y un después del Chile actual, del mismo modo que lo hizo el Golpe. En otras palabras, entre octubre y noviembre de 2019 se corrió el cerco de la historia reciente del país, y con ello, de nuestra conciencia histórica. El recorrido de la Carta Fundamental del año ochenta, la misma que está en el ojo de huracán, sirve por tanto para recrear el pasado y proyectar el futuro.
Conclusiones
Estas líneas han querido trazar un camino de reflexión para una investigación en curso. El contexto intelectual que abriga mi propia agenda de investigación posiciona la historicidad como un objeto de estudio. En este contexto, el tiempo histórico está en el centro de muchas de las actuales discusiones historiográficas. Así lo vienen haciendo nombres obligados de lectura como son los trabajos de Mudrovcic (2013, 2015), Simon (2019), Simón y Lars (2022), Hartog (2003, 2022), Chakrabarty (2019, para el caso de las discusiones acerca del Antropoceno), Bevernage (2010) y otros. Las lecturas del tiempo, la historicidad y las relaciones entre experiencia y expectativas abundan en revistas y libros escritos en inglés (solo como ejemplos recientes de los muchos disponibles: Olivier y Tamm, 2021). De las pocas referencias en lengua castellana, quiero recordar dos libros que en los últimos años se han publicado y en los cuales he tenido el agrado de colaborar. El primero es el editado por Pablo Aravena, especialista en teoría de la Historia de la Universidad de Valparaíso, titulado Representación histórica y nueva experiencia del tiempo (2019), donde una serie de colegas chilenos y extranjeros nos dimos el tiempo de reflexionar acerca de la operación historiográfica y sus relaciones temporales. El otro es también un libro colectivo, fruto de las Jornadas Internacionales de Teoría y Filosofía de la Historia, que organiza cada dos años la Universidad Adolfo Ibáñez. Fue editado por los colegas chilenos José Luis Widow, Paola Corti y Rodrigo Moreno, lleva por título Las categorías de la historia. Pasado, presente y futuro (editorial Trea, 2021). Encontramos allí una gran cantidad de aportes al problema del tiempo y nuestras relaciones con el pasado y el futuro. Destacan los capítulos de Jaume Aurrel, Kalle Pihlainen y Monserrat Herrero, entre otras interesantes colaboraciones. En los días que termino este escrito, estamos preparando la publicación de otro libro colaborativo, esta vez quien escribe y mi querido amigo Fernando Betancourt (Universidad Autónoma de México), quien considero toda una autoridad en teoría de la historia en Latinoamérica. Por cierto, que el problema de la temporalidad acogerá un espacio significativo en esa nueva publicación.
En este marco intelectual, síntoma de una época en la cual el tiempo se nos hace (en palabras de Harmut Rosa) urgentemente acelerado, esta investigación preliminar ha querido posicionar la necesidad de pensar el tiempo histórico del Chile contemporáneo. Para ello, se ha optado por una visión de los tres decenios posteriores a la recuperación de la democracia y el lugar que ocupa la Constitución de Pinochet en su recorrido hacia el “estallido social”, acontecimiento generador de un quiebre temporal que para esta investigación da cuenta de una apertura a una nueva manera de relacionarnos con el tiempo, tal como lo vienen haciendo los trabajos recientes de Cristina Moyano (2021) y Marcos Fernández (2022). Desde octubre del 2019 y producto del Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, los chilenos habitamos un “momento constitucional” que está cambiando nuestras formas de relacionarnos con el pasado y con el futuro. Es el estudio de la conciencia histórica el que permite articular modos de comprensión tal y como Koselleck propusiera para la historia conceptual. Son estos estratos del tiempo del Chile de los últimos treinta años los que esta investigación ha sondeado de manera preliminar bajo la centralidad del problema temporal.
He sostenido que la Constitución Política de 1980 (la Constitución de Pinochet) se transformó desde la recuperación de la democracia (1989) hasta el “estallido social” (2019) en un léxico cultural cada vez más significativo de la política local. Visto en perspectiva histórica del Chile reciente, este fenómeno se explica por ser fruto de lenguajes políticos y narrativas que poseen una carga histórica nutrida de memorias nacidas en Dictadura y proyectadas al período de transición a la democracia, lo que ha permitido que dicha Carta sirva para recrear el pasado, pensar el presente y proyectar expectativas, con lo cual se nos muestra como objeto de estudio simbólico para comprender el tiempo histórico del Chile actual.