Introducción
La historiografía revisionista de las últimas décadas ha resignificado la historia nacional, la del siglo XIX y particularmente, por lo que toca a este trabajo, la vinculada a las ideas y prácticas tanto religiosas como eclesiales. El alejamiento de las versiones tradicionales y la construcción de interpretaciones alternativas a partir de la investigación en muy diversas fuentes, han permitido generar una visión más exacta y abierta al devenir religioso. Los estudios de caso han sido particularmente útiles para tener un acercamiento más preciso y menos general a los múltiples procesos asociados a las creencias y los creyentes más allá de las estructuras institucionales y las dinámicas estatales. De manera enunciativa y no limitativa, pueden mencionarse a historiadores como David Brading, Brian Connaughton, Carlos Herrejón Peredo, Charles B. Taylor, Brian Hamnett, Marta Eugenia García Ugarte, David Carbajal López y Pablo Mijangos y González, entre otros. Como mencionan Ana Carolina Ibarra y Gerardo Lara Cisneros, el incremento de los estudios al respecto:
trajo consigo una serie de novedades: no sólo se trata de una mayor producción, sino también de la riqueza de interpretaciones que se origina en los distintos temas y problemas estudiados, en las nuevas fuentes para su estudio y en los diversos enfoques que permiten acceder de distinta manera a las múltiples vertientes que sugiere el estudio de la Iglesia. Así, puede decirse que, en los últimos años, el estudio de los temas relacionados con la Iglesia se ha abordado desde la cultura política, desde la historia social de las instituciones, desde la semántica y la lingüística, desde la retórica y el discurso. Además de reconocerla como fuente de un extraordinario poder económico, para la época que nos ocupa la Iglesia ha sido reconocida como actor social, como resumidero de creencias, como fuente de tradiciones, elemento que articula las relaciones no sólo con el más allá, sino entre los mortales, en lo económico, en lo social, en lo político y en lo cultural.1
Al horizonte historiográfico del siglo XIX bien puede agregarse el aspecto moral. Más allá del tópico sobre la separación de soberanías y las obvenciones parroquiales, el patronato eclesiástico y la secularización de la justicia, la nacionalización de los bienes de la iglesia y la regulación de las prácticas en sitios públicos, existe una dimensión muy visible en el siglo XIX, poco atendida en el XX y que comienza a ser examinada en el xxi: la dinámica en torno, por un lado, a la defensa de la virtud católica interpretada por la jerarquía y, por el otro, a la construcción de una moral civil difundida mediante la educación pública y enunciada por el Estado nacional a través de la norma jurídica.2 Después de la independencia se advierte una disputa por la ética que es una disputa por la sociedad. La formulación de valores que orientan tanto la conducta personal como el orden político se vuelve una labor advertible en discursos y discusiones, periódicos y folletos, ensayos y novelas, argumentarios legislativos y pastorales católicas.
En tal contexto, el presente artículo no es un resumen lineal de La Navidad en las montañas; tampoco, una reseña crítica de la obra. Es una relectura efectuada a partir de las aportaciones de la historiografía revisionista de las últimas décadas. Su objetivo no es insistir de forma genérica en el sueño romántico, el modelo liberal o la utopía reformista de una comunidad alejada de la civilización pero en el centro del país. El texto se articula a partir de la dinámica específica entre la separación Estado e iglesia promulgada por la Reforma y la colaboración entre el sacerdote y el ámbito civil (maestro y alcalde) descrita en la novela. En conjunto, postula que el desacoplamiento entre la jurisdicción civil y el universo católico no significaba necesariamente para todos los liberales la secularización de la vida cotidiana ni de la labor educativa. Para tal fin efectúa un análisis discursivo en un horizonte contextualizado de La Navidad en las montañas, teniendo como un eje articulador la presencia y difusión de la virtud en el poblado. Asimismo, busca determinar si dicha escala valorativa es de índole civil o cristiana.
De tal forma, el artículo se divide en cuatro porciones, además de la presente introducción y una reflexión final: un recuento historiográfico, el análisis de la separación entre iglesia y Estado en la novela, el estudio de la colaboración del cura con el maestro y el alcalde como muestra de un involucramiento ético material, así como la significación de la tolerancia religiosa como presunto principio purificador de la fe católica y su vertebración con la ética cristiana como orientadora de políticas y conductas.
Recuento historiográfico
El estudio de la novela ha sido emprendido en el aspecto literario por autores como Luis Reyes de la Maza, María del Carmen Millán y John Brushwood, entre otros. Sin desligarse del aspecto narrativo, otros investigadores han analizado el volumen, total o parcialmente, a partir de un mayor énfasis en el aspecto histórico, tal como David Brading, Brian Hamnett, Jacqueline Covo y Carlos Illades. Dichos especialistas han acudido a las narrativas para generar interpretaciones muy relevantes en torno a la conflictiva y muy diversa construcción del nacionalismo mexicano, la identidad y la moralidad en la escritura costumbrista del país, así como la representación del pueblo en el segundo romanticismo nacional. Por otra parte, Gerardo Francisco Bobadilla- Encinas ha hecho una saludable revisión del enfoque predominante. Entre otros aspectos, ha reformulado convincentemente la pretendida adscripción de la novela al género utópico. En el aspecto historiográfico, ha discutido el afán de reconciliación, tanto literaria como nacional, eje básico del proyecto de Altamirano visible en la publicación El Renacimiento.
Así, el artículo se inserta dentro de la revisión, desde la mirada histórica y la renovación historiográfica, de La Navidad en las montañas. Más que un recuento de las especificidades ético-políticas y menos que un estudio conclusivo de los fundamentos axiológicos y religiosos del relato, el texto es parte del estudio de la visión de Altamirano sobre la separación entre las jurisdicciones civiles y eclesiásticas, y la colaboración entre figuras prominentes de las comunidades. El tema está presente no solo en La Navidad, sino también en el conjunto de la obra del guerrerense, constituida por el ensayo y la poesía, la narrativa y el periodismo. En suma, el texto es parte de un inicio y no el punto final de una labor.
La pretensión purificadora de la conducta individual y la defensa de la reconciliación nacional es sumamente advertible desde el momento de la edición. El volumen fue publicado originalmente dentro de un “cuadro de costumbres”: el Álbum de Navidad. Páginas dedicadas al bello sexo; folletín del periódico La Iberia.3 Para Brian Hamnett, apoyado en Guillermo Prieto, “los cuadros de costumbres podrían aportar un estímulo visual y literario para concientizar acerca de los problemas nacionales y de la necesidad de una regeneración moral”.4 Ante una sociedad juzgada en términos muy desfavorables, el imperativo de la moralización está presente tanto en el discurso político5 como en la ficción literaria.
Algunos textos han enunciado de forma panorámica la colaboración entre personalidades civiles y eclesiásticas, e incluso castrenses. Para María de Jesús Gómez Lazos, un eje del relato era “la convivencia armónica del ejército, la Iglesia, el gobierno y el maestro de escuela en un pueblecito de las montañas de México”.6 Asimismo, se ha ponderado que la novela “abre la puerta a la complejidad del liberalismo mexicano y a su vínculo con la religión”.7 Con mayor exactitud, Hamnett asienta que:
para Altamirano, la novela estaba en el centro de este proceso de reconstrucción, por ello escribió varias novelas didácticas en un estilo directo y conciso diseñado para presentar su propia visión moral del futuro de la patria a un lector popular.8
Por su parte, Bobadilla-Encinas enuncia que la narración concibe:
como parte del ministerio evangélico la aplicabilidad de los principios religiosos en las dinámicas cotidianas de la vida y su incidencia positiva subsecuente en el mejoramiento material y moral de la comunidad, La Navidad en las montañas recupera y reconcilia al liberalismo con los principios humanos del catolicismo primitivo, que su institucionalización dejó de lado.9
El retorno a la pureza original de la cruz significaba un avance hacia el progreso social de la nación. En suma, la novela “exponía y puntualizaba dialécticamente los alcances sociales y morales del modelo de nación liberal y democrática que buscaba implementar la República restaurada (1867-1876)”.10
El interés en la construcción de una comunidad liberal no se circunscribía a una reconciliación socio-política generadora de un renacimiento ético-nacional postulado desde la narrativa propia de la restauración republicana. Desde la guerra de tres años (1858-1861), los reformistas habían logrado constituir una base social en los entornos rurales. Para Hamnett, la comunidad de hombres virtuosos poseía implicaciones políticas, aunque no sectarias. Ibéricos e indígenas, acomodados y humildes, todos los hombres eran iguales y serían “la base para una hegemonía liberal permanente, capaz de resistir la superstición y el fanatismo, por un lado, y la anarquía y la brutalidad, por el otro”.11 El mexicano ético era una garantía ante las resistencias del pasado y frente a los trastornos del presente. El nuevo país sería una nación moral.
Patente la índole purificadora del texto y el interés práctico en la virtud, es conveniente insertar el énfasis ético del relato navideño dentro del aspecto moral de la narrativa mexicana del siglo XIX. Hamnett ha estudiado la vertebración entre parte de las letras costumbristas decimonónicas y la difusión de una ética civil. Para el británico, la moral presente en novelas como Astucia (1865) de Luis G. Inclán, La Calandría (1890) de Rafael Delgado y El Zarco (1901) del mismo Altamirano era “la moral secular del nacionalismo liberal”.12 Por su parte, Carlos Illades sostiene que la moral visible en el relato es la moral cristiana.13 Así, pareciera que La Navidad no se inserta necesariamente dentro de la tendencia perfilada por Hamnett. Frente a tales interpretaciones, el presente estudio de caso pretende clarificar el tipo de virtud postulada por Altamirano en la novela para enriquecer el estudio de una ética civil durante la república restaurada y dentro de la literatura nacional.
Separación de potestades y colaboración de personajes
La navidad de 1871, momento en que según Altamirano un personaje prominente le narró la historia que es la base de la novela, fue un momento difícil para la nación. Unas semanas antes se había publicado el Plan de la Noria. Firmado por Porfirio Díaz, llamaba a desconocer la presidencia de Benito Juárez así como a luchar por el sufragio efectivo y la no reelección. La revuelta fue sofocada, pero constituía un indicador del creciente desgaste tanto de la figura del benemérito14 como de la república restaurada. Con motivo de la elección presidencial de 1871, el partido liberal triunfante sobre conservadores e imperialistas se hallaba claramente dividido entre los partidarios de Benito Juárez, Porfirio Díaz y Sebastián Lerdo de Tejada. Aunque finalmente el abogado oaxaqueño fue reelegido, la ruptura fue evidente.
Ante los signos de desgaste, el presidente propuso algunas medidas conciliatorias dirigidas tanto a los antiguos adversarios como a los propios liberales. En 1871 solicitó al Congreso de la Unión la elevación de las leyes reformistas a nivel constitucional. La consagración de la normatividad emitida en Veracruz era un llamado a la reunificación política bajo el relato sacralizante de la victoria liberal tanto en la guerra civil (1858-1861) como en la guerra de intervención (1863-1867). De igual forma, Juárez simpatizó con el reconocimiento del derecho al sufragio para los ministros de todos los cultos. La voz silenciosa del religioso emitida mediante un voto secreto era, por un lado, un acto de reparación jurídica, y por otro, un gesto de reconciliación simbólica. Aunque los pastores no podían ser electos para cargos públicos, la propuesta era no solo una corrección de la legislación reformista dictada en un horizonte de guerra civil, sino también una tentativa de integración de todo el país en una misma sociedad. En idéntico sentido, Juárez también permitió en 1871 el retorno del arzobispo de México Pelagio Antonio Labastida y Dávalos, exiliado a raíz de la derrota del segundo imperio (1863-1867), y quien había participado en el recién suspendido Concilio Vaticano I (1869- 1870). En un contexto de creciente división política, la reconciliación se volvía una exigencia práctica que incluía la esfera eclesial. Así, triunfante la república (1867) y aún no consagrada la Reforma (1873-1874), el año de publicación de la novela (1871) es un momento decisorio en la vida nacional. Unos meses después Benito Juárez, el indígena y el presidente, el liberal cristiano y el maestro masón, fallecía en el Distrito Federal. En un momento de consolidación republicana que aún no significa una pacificación efectiva debido a las constantes revueltas, la tercera novela de Altamirano llegaba al público en un horizonte no solo navideño sino conflictivo.
En 1860 Juárez había decretado en el puerto de Veracruz al final de la guerra civil dos medidas fundamentales, para comprender el pasado e imaginar el futuro: la ley de libertad de cultos y la separación de jurisdicciones. La soberanía civil y la institución eclesiástica se escindían después de la unidad prevaleciente durante la época virreinal y de la conflictiva colaboración del periodo independiente. El Estado se volvía el regulador de la terrenalidad y el organizador de la temporalidad; en contraste, la iglesia se tornaba en una elección voluntaria para dar sentido a la existencia y pretender la salvación del espíritu. La república restaurada pretendía volver efectivo el triunfo liberal en cuanto a la libertad de culto y la separación de jurisdicciones. Pero la ficción novelística, no muy distante de la verosimilitud fáctica, perfilaba un horizonte contrastante.
El detonante del relato es el encuentro de un soldado reformista con un sacerdote modélico en un lugar perdido durante la navidad. A través del diálogo entre el militar y el religioso se delinean los perfiles de una relación personal entre ambos y, en consecuencia, una cercana colaboración entre el ámbito civil y la esfera eclesial. El eje de tal involucramiento es la difusión de la virtud que concluye en un redescubrimiento mutuo y una reconciliación efectiva e incluso afectiva. Por medio de dicha interacción es posible identificar algunos rasgos principales de la relación y examinar algunas de sus implicaciones.
El protagonista de la transformación soñada por el eminente escritor es un cura católico. Más que un intérprete del pueblo es simplemente el sacerdote del lugar. No es un intermediario sino un facilitador. Significativamente, es español aunque no castellano. Asimismo, no proviene de alguna institución teológica del centro peninsular. Este vasco de la provincia alavesa15 es, quizás, un eco de Vasco de Quiroga, el prototipo del sacerdote virtuoso y benefactor de la evangelización del siglo xvi. De ser así, el párroco de pueblo sería el flamante protagonista de la evangelización ética del siglo XIX. Aparentemente perdido entre abismos y montañas, ha encontrado la pureza religiosa en medio de la penuria mexicana y ha descubierto el sentido de su misión gracias a la simplicidad campesina. Venido al país sin estudios previos y con pretensiones económicas gracias a los vínculos familiares, fue en principio un fraile carmelita. Desencantado por el aislamiento infértil de la oración solitaria, se seculariza. El hombre de monasterios se torna en un genuino hombre de Dios entre los hombres. Sencillo y austero, humilde y trabajador, promotor de mejoras sin afán de reconocimientos, no es una amenaza para los gobernantes. Colabora con el presidente municipal y ha forjado al maestro de la población. Respeta a la autoridad civil y facilita la acción educativa. Ha favorecido la construcción de la escuela y ha ampliado el horizonte intelectual del profesor. Este sacerdote purificado de preocupaciones teológicas e intereses terrenales, convicciones políticas y rencores personales, predica una virtud encarnada por Jesús. Más maestro que redentor y menos salvador que semejante, Cristo era una figura moral cuyo mensaje estaba consagrado por un Evangelio ético. Era un Dios cuya devoción se manifestaba no tanto mediante la fe y la oración como a través de la acción y la virtud. Era católico en cuanto universal y verdadero en cuanto depurador de personas y costumbres.
Para Altamirano, solo un sacerdote eminente lograría la meta última de la Reforma anhelada: el perfeccionamiento moral del hombre y el avance material de la nación. Es de subrayar que el protagonista no se refiere a los pobladores como ciudadanos consustanciales a una república liberal. Los habitantes son ante todo hermanos en el camino de la virtud, que ha ocupado el lugar de la redención, bajo la orientación de un cura ejemplarizante. El pastor recurre a categorías éticas y no políticas, profanas más que salvíficas, espirituales aunque no institucionales. Es un hermano que promueve la fraternidad postulada por el masón Altamirano. Sin un obispo cercano que le vigile ni una autoridad eclesiástica que le controle, recuerda más al creyente primigenio en Jesús que al miembro de una corporación universal. El buen cura organiza la celebración de la noche buena y dirige la misa en lengua vernácula y no latina con corrección pero sin excesiva asiduidad. El detalle es significativo en el contexto de la realización del concilio Vaticano I (1869-1870), que había acentuado la romanización eclesiástica y la censura de cualquier innovación modernista. Así, pareciera que la liturgia es una luz más valiosa cuanto más comprensible durante la noche gloriosa del hombre y la eternidad.
El sacerdote ha modificado aspectos físicos de la iglesia, que se pueden interpretar casi como transformaciones teológicas. Al quitar las imágenes de múltiples santos, escenas bíblicas y advocaciones marianas, así como suprimir los altares laterales, parece querer centrar la atención de los fieles en los mensajes evangélicos y en la figura de Jesús, ser divino pero también maestro social de útiles axiomas. Reveladoramente, Altamirano se refiere a la iglesia no como una institución sino como un recinto, que es ante todo un hogar común para la oración fraterna. Por tanto, este religioso parecería no muy lejano del liberalismo, que frecuentemente reivindicaba el cristianismo primigenio carente de jerarquías y más allá tanto de abusos eclesiásticos como de interpretaciones institucionales. El tipo de pastor descrito es ya muy próximo a la figura del maestro ejemplar y es un relevante elemento pedagógico dentro de la dispersa población mexicana. La práctica de las virtudes está por encima de las doctrinas. La fe es acción y no ritual, valores más que catecismos.
A pesar de la victoria del partido liberal, una de las claves del éxito en la Reforma del poblado era el inmanente prestigio del sacerdote:
la religión me ha servido de mucho para hacer todo esto. Sin mi carácter religioso quizá no hubiera sido escuchado ni comprendido. Verdad es que yo no he propuesto todas estas Reformas en nombre de Dios, ni fingiéndome inspirado por él: mi dignidad se opone a esta superchería; pero evidentemente mi carácter de sacerdote y de cura daba una autoridad a mis palabras que los montañeses no habrían encontrado en la boca de una persona de otra clase.16
El objetivo último del aprovechamiento del prestigio social de un pastor purificado era muy nítido: formar el carácter moral de la persona: porque yo no pierdo de vista que soy, ante todo, el misionero evangélico. Sólo que yo comprendo así mi cristiana misión; debo procurar el bien de mis semejantes por todos los medios honrados; a ese fin debo invocar la religión de Jesús como causa, para tener la civilización y la virtud como resultado preciso; el Evangelio no sólo es la buena nueva bajo el sentido de la conciencia religiosa y moral, sino también desde el punto de vista del bienestar social.17
La pretensión del Evangelio parece más ética que salvífica. La finalidad es el bien de los hermanos, por cierto no aludidos como creyentes. Es significativo que el texto no se refiera al catolicismo, no identifica al feligrés como católico y el sacerdote no se alude a sí mismo como ministro romano. En idéntico tenor, el soldado nombra a la fe existente en términos de “cristianismo” y “doctrinas evangélicas”.18 Así, la moral cristiana parece más útil y significativa que la iglesia católica. De tal manera, se advierte en el relato circunscrito a una noche navideña, el proceso histórico de larga duración tendiente a separar a la ética de la fe.19
En cambio, el protagonista insiste en el postulado de la “bella” y “santa” fraternidad. Tal aspiración:
debe encontrar en el misionero evangélico su más entusiasta propagandista, y así es como este apóstol logrará llevar a los altares de un Dios de paz a un pueblo dócil, regenerado por el trabajo y por la virtud, al campo y al taller, a un pueblo inspirado por la idea religiosa que le ha impuesto, como una ley santa, la ley del trabajo y de la hermandad.20
La fraternidad se vuelve un fin de la moralización. La prioridad del sacerdote es la promoción de la salvación terrena de un pueblo aligerado de fanatismo e ignorancia. La laboriosidad y la hermandad se tornan referentes sacralizados. Una población virtuosa es la mejor ofrenda que el religioso puede ofrecer a la mirada infinita del único Dios. La moral es el puente que une la conducta y la conciencia de un hombre no solo regenerado sino hermanado con una comunidad modélica.
En la labor de mejora, no nada más conductual sino también material, el ministro desplegaría una acción clave a lo largo del país. Como indica, “Yo soy aquí cura y maestro de escuela y médico y consejero municipal”.21 Ahora bien, era un pastor purificado, centrado en la virtud y alejado de la jerarquía, respetuoso de la autoridad civil pero coadyuvante en el perfeccionamiento espiritual de la persona y el adelanto económico de la población. Su influjo se basa más en su autoridad moral, entendida como congruencia entre lo que postula y lo que practica, que en su posición eclesiástica. En tal sentido, para el soldado el presbítero no solo es un sacerdote sino también un demócrata: “Demócrata o discípulo de Jesús, ¿no es acaso la misma cosa?”22
El involucramiento del pastor en la vida civil era ventajoso no únicamente por los principios que imbuía, sino también por los cambios que aceleraba. El capitán se confesaba ante sí mismo: “Comprendí que lo que yo había creído difícil, largo y peligroso, no era sino fácil, breve y seguro, siempre que un clero ilustrado y que comprendiese los verdaderos intereses cristianos viniese en ayuda del gobernante”.23 El llamado a la colaboración no es solo una ficción literaria, sino que forma parte de un horizonte histórico. Si la cruz es la piedra de toque de la libertad,24 tal como el Calvario es el origen de la redención, el liberalismo católico está presente en el Altamirano novelista. Aunque muy posiblemente fuese un conjunto de “ecuaciones imposibles pero obligadas”,25 no sus ecos difuminados sino sus esperanzas primigenias aún eran advertibles para la década de 1870. La separación entre jurisdicciones no oculta la confluencia del pensamiento político con la visión religiosa. Si el cura es un demócrata genuino y el Evangelio cristiano la buena nueva de la libertad humana, es comprensible la colaboración del sacerdote con el poder secular en el ámbito civil.
El ministro apegado a un Jesús ético es muy útil a la sociedad política. Si Cristo fue la única encarnación del único Dios, el humilde sacerdote es la personificación de la moral benéfica. Concluida la liturgia, habitualmente no viste como sacerdote. Igual en la vida e igual en la ropa, es parte del pueblo, que lo distingue con una suma consideración. Así, el hombre que parece evocar al cristianismo originario se vuelve el paradigma del sacerdote moderno. Predicador antiguo de la verdad eterna, es habitualmente un presbítero ortodoxo. No desafía el canon ni el dogma. Difunde y prioriza la ética cristiana, coadyuvante de la meta liberal de paz y progreso. Respeta la separación entre jurisdicciones pero acentúa la reconciliación entre personas. En suma, la novela perfila al ministro católico soñado por los liberales desde lustros anteriores: un hombre sencillo, sin grandes pretensiones pero con amplios conocimientos, en contacto directo con la gente, preocupado por su bienestar y ocupado en su educación. No expoliaba a los creyentes so pretexto de la fe y parece no querer tener mayor contacto con el dinero. La virtud divina, que parece más generosidad que salvación, fortalece el avance nacional.
La optimización del sacerdote ha significado, entre otros aspectos, la primacía de la vida moral en la tierra antes que la esperanza de salvación en el cielo. La convivencia a partir de la hermandad está más presente que la redención mediada por la ritualidad. El cura es, sobre todo, un hombre ético y el creyente, antes que nada, un buen mexicano. El pastor ejemplifica la moral y la virtud, las cuales permiten y facilitan el progreso. En algún sentido, se trata de un sacerdote secularizado al servicio de una comunidad devota, que no renuncia a la trascendencia pero vive la fe como fraternidad terrena y siente la espiritualidad como armonía profana. La redención del salvo en el cielo equivale, en buena medida, al perfeccionamiento del hombre en el mundo. La virtud abre las puertas de la salvación desde los umbrales de la cotidianidad.
Un maestro, el alcalde y dos ancianos: las virtudes de la colaboración
La figura del maestro parece un personaje secundario, pero denota muy bien la complementación de la educación pública con la labor sacerdotal. Por un lado, el cura ha contribuido a la construcción de la escuela. Por el otro, en el pasado el religioso salvó al docente rural de una muerte segura alentada por un pastor cerril. El hecho no genera una deuda personal y sí propicia una cooperación cercana y un aprecio íntimo. El párroco, además, ha contribuido a la formación del docente. Ambos son amigos y se consideran hermanos, es decir, figuras complementarias de una labor compartida. La labor del ministro es directa mediante la difusión de la moral cristiana e indirecta a través de su influjo en el maestro civil.
Así como el sacerdote ha abandonado las querellas políticas, los intereses económicos y las ataduras institucionales, el profesor carece de fanatismos seculares y prejuicios anti eclesiásticos. Desde tal óptica, la lucha liberal de los civiles también ha sido benéfica para los presbíteros católicos. A su vez, la visión ética de los párrocos ha sido conveniente para los maestros. La victoria reformista ha permitido a los pastores centrarse en los rebaños y apartarse de las disputas, preocuparse por los creyentes y no obsesionarse por las prebendas. A su vez, el sustrato ético del cura ha facilitado a los docentes e incluso a los gobernantes, como el alcalde del lugar, clarificar su misión. Tal involucramiento se da a partir de la separación y no desde la unidad. Las instituciones se han divorciado para servir mejor a los hombres que son creyentes y a los creyentes que son mexicanos. A su vez, el maestro es un devoto que facilita el progreso deseado por el escritor liberal.
Altamirano plantea que, si bien la educación de los estudiantes es una labor civil, la formación de los mexicanos en general no excluía a los buenos sacerdotes, que enseñaran principios cristianos siempre que no riñeran con la autoridad civil. Es decir, el sacerdote tiene un papel relevante pero de carácter subordinado en la instrucción pública. Si es íntegro, puede ser benéfico. En consecuencia, resulta oportuno meditar en que incluso liberales de la república triunfante no apartaban del todo al clero de la formación ética del pueblo liberal. Aún hay ecos de la colaboración soñada en el Estado católico: el profesor de la localidad y el pastor de pueblo propiciarían la virtud pública a través de una fructífera mancuerna. No obstante, el tiempo había transcurrido y el triunfo de la autoridad reformista había condicionado dicha ecuación: el sacerdote divulgaría con su ejemplo y palabra la rectitud, incluso aludiendo al origen trascendente de la moral, pero sujeto sin discusión a la hegemonía civil. Si el profesor del sitio es, de alguna forma, un alumno del párroco, la presencia del alcalde termina de perfilar la colaboración ética. El presidente municipal surge de manera breve y en un contexto religioso: la celebración del nacimiento de Jesús. Referente ético antes que autoridad política, no es un agricultor común entre los habitantes de la comarca. No es un joven arrebatado por el resplandor de la Reforma ni un defensor sistémico de la victoria juarista. Es un hombre mayor, de posición acomodada y conducta ejemplar. Promueve las mejoras en las cosechas y en los campesinos. En contraste con una cierta visión romántica que juzgaba habitualmente a los ricos como inmorales,26 el dirigente civil es íntegro y ejemplar, generoso y solidario.
El alcalde no es un caso de ascenso económico; tampoco, un profesionista liberal. Es un agricultor que vive con desahogo y convive con modestia. Semeja más al patriarca de una comunidad que al presidente de un ayuntamiento. Trata al cura con deferencia pero sin sumisión y con respeto pero sin frialdad. Comparte desinteresadamente casa y comida con el resto de la población el día de navidad. No es el espectro juvenil del demagogo liberal tan denostado por algunos conservadores,27 sino un ejemplo para los campesinos y un promotor de los avances. Una autoridad civil del Estado nacional durante la república restaurada preside sin culpa ni desdoro la celebración más relevante del calendario católico. Aún más: el final de la novela puntualiza que al oír el tañer de la campana de la iglesia los asistentes a la casa del alcalde elevaron el corazón hacia Dios en gratitud por los bienes recibidos.28 El sonido no era el eco de un pasado distante, sino la voz de un presente renovado. El llamado eclesial era puntualmente seguido por una población encabezada por la autoridad civil. Desde las reformas borbónicas, pasando por las pretensiones secularizadoras de Gómez Farías en 1833-1834 y hasta la promulgación de las leyes reformistas, el uso de las campanas se había venido reduciendo y regulando.29 No obstante, en la novela el resonar del sacro bronce es seguido no solo por los creyentes en el templo católico, sino por todos los hombres en el recinto privado del presidente municipal.
En tal sentido, tan significativo por lo que menciona como por lo que omite, el relato no alude a prácticas representativas ni elecciones democráticas. Presenta una autoridad civil de índole paternal más propia de una visión orgánica de país que de un dirigente político de una sociedad individualista.30 Por tanto, es revisable que “la novela articula una nítida y contundente imagen sobre el orden material y moral de una colectividad regida por principios democráticos y representativos”.31 Más bien, se trata de un pueblo antiguo, reformado por un cristianismo primigenio y dirigido por un patriarca devoto en lo espiritual y progresista en lo económico.
Sentada en un sitio prominente dentro de la casa del alcalde, una pareja de ancianos representa al arquetipo ancestral de la virtud indígena: fuerza y constancia por el lado masculino, así como resignación y fortaleza por el femenino. El tío Francisco está ciego pero es sabio, en una reverberación liberal de la tradición clásica. Acomodado durante su juventud y empobrecido en la madurez, era el “consultor nato del pueblo”.32 Se trataba del mediador informal por excelencia en el conflicto comunitario. Era, de hecho, tanto el juez que dirimía conflictos en la población como el consejero indispensable de la autoridad. Sus decisiones eran juzgadas inapelables. De nuevo una figura virtuosa, ajena en este caso a la justicia liberal, desempeñaba un papel extra jurídico pero determinante en la vida de la población a partir de su prestigio personal.
Incluso, antes de la aparición del clérigo reformado el anciano arbitral era un juez en asuntos tanto de tierras como de conciencias. Resolvía conflictos espirituales y solventaba dificultades profanas. Era el auténtico magistrado de la comunidad, cuyo título mayor era la virtud y cuyo mando dimanaba de la moral. La novela precisa que la llegada del sacerdote modifica, aunque no demasiado, la situación del pueblo: “El anciano indígena era el único, antes de la llegada del cura, que dirimía las controversias sobre tierras”,33 función que al parecer va a compartir sin competición con el presbítero. Así, un pastor distante de la institucionalidad religiosa y un anciano ajeno a la legalidad republicana desempeñan una mediación social en asuntos civiles. El arribo del párroco católico no significó el desplazamiento del juez patriarcal. Ambas figuras forjan una colaboración mutuamente benéfica y definitivamente favorecedora para la población:
Después de la llegada del cura, éste había hallado en el tío Francisco su más eficaz auxiliar en las mejoras introducidas en el pueblo, así como su más decidido y virtuoso amigo. En cambio, el patriarca montañés profesaba al cura un cariño y una admiración extraordinarios.34
El vasco y el indígena, el sacerdote enfocado en la virtud y el anciano curtido por la edad, conformaban una parte inexcusable del núcleo ético de la población montañesa. No hay confrontaciones políticas ni animadversiones personales porque hay metas comunes y virtudes compartidas.
Otra gran figura moralizante es la esposa del anciano sapiencial. Su breve presencia en la novela no oculta su hondo influjo. Ocupa un sitio privilegiado y silencioso en el festejo de la navidad. Es venerada no solo por sus años sino por sus consejos. Representa no solo el conocimiento de la senectud, sino ante todo el saber vital del mundo indígena. Madre de su progenie e hija del poblado, encarna los valores referentes a la íntima realidad de la crianza y la familia a partir de la resignación y la laboriosidad.35 Tras la figura desesxualizada de una mujer mayor, se advierte la virtud femenina ajena al poder y centrada en la cotidianidad, abuela de la memoria y heredera de la esperanza. De tal manera, el matrimonio sin instrucción escolar pero con una virtud acrisolada en medio de la pobreza y no obstante la infelicidad,36 era al mismo tiempo el germen de un cambio determinante: su hijo acudía al colegio. La educación formal es la culminación del esfuerzo indígena. La virtud forjada en la resistencia ante la desgracia vuelve posible la ilustración en la juventud. En cierto sentido, la “sana” moral, mixtura de raza indígena y fe católica, era anterior a la luz del saber. No es que el conocimiento haga posible la moralidad: la práctica de la moralidad facilita la labor educativa.
La colaboración entre un cura reformado, un maestro en aprendizaje y un alcalde patriarcal no solo es posible sino conveniente. No amenaza la separación entre potestades, aunque ciertamente no induce a la secularización de los poblados. Un progreso material sin una secularización extrema se perfila en el horizonte novelístico del reformista Altamirano. De hecho, la cooperación entre el alcalde y el sacerdote no es muy distinta a la situación prevaleciente en aquel momento sobre todo en el ámbito rural. A lo largo del debate sobre la elevación a rango constitucional de las leyes de Reforma entre 1873 y 1874, algunos legisladores denunciaron la cercanía entre autoridades municipales y ministros católicos. Denostada por los diputados más radicales, el contacto entre ambas instancias era posible debido a que las leyes de Reforma eran aplicadas hasta aquel momento por las autoridades locales en un contexto de carencia de obispos en muchas regiones.37 Así, la interacción entre un presidente municipal con facultades en la aplicación de la legislación reformista y un cura pueblerino de una diócesis acéfala en nada resulta inverosímil. Las manifestaciones de culto en sitios exteriores eran negociadas por munícipes y presbíteros al margen del gobierno federal, a partir de una interpretación flexible de la normatividad aplicable y dentro de un notorio margen de indeterminación jurídica. De hecho, la constitucionalización de la Reforma y la expedición de una normatividad reglamentaria pretendían, justamente, que la aplicación de las leyes en materia religiosa fuese atribución exclusiva del ámbito federal. En suma, el relato describe una realidad muy factible en diferentes sitios de la república.
Moral y tolerancia: libertad moderna y ética cristiana
Enunciada como fórmula de convivencia desde lustros anteriores, la tolerancia política no fue impugnada pero tampoco muy difundida en el siglo XIX. Para Altamirano, era un fraternal sendero de reencuentro íntimo después de luchas civiles y confrontaciones partidarias. Según María del Carmen Millán, la novela exhibe “un programa de convivencia social, tan armonioso y humano que no puede entenderse sin el antecedente de que Altamirano busca la fórmula de tolerancia que logre la unión del país”.38 La historia del párroco, el maestro y el alcalde constituía un caso no solo de concordia sino incluso de cercanía. No obstante, el relato también aborda la tolerancia de culto. Inquietud recurrente más que lucha constante a lo largo del siglo XIX, posee una significación doble en la La Navidad en las montañas. Mediante el testimonio del protagonista, el autor prolonga pero también matiza parte de la visión liberal al respecto. Por un lado, coincide con figuras como José Joaquín Fernández de Lizardi, Juan de Dios Cañedo y Vicente Rocafuerte, entre otros, para quienes la libertad de culto era un instrumento de purificación tanto del cura como de la grey. La diversidad tornaría visible el abuso eclesial. La competencia por el mercado religioso generaría el perfeccionamiento de los pastores con el fin de atraer a los feligreses. Altamirano reconocía taxativamente que la tolerancia debía ser respetada y garantizada. Asumía la visión común en torno a sus teóricos beneficios: desterrar los abusos, ilustrar a las masas y hacer realizable “la idea filosófica de los hombres modernos, que es la de fundar, si es posible, sobre los principios religiosos libres, el edificio de la prosperidad pública.39 No obstante, Altamirano también externa sin matices sus objeciones: “si el legislador descendiera hasta examinar atentamente lo que pasa en los pueblos con motivo de este culto idólatra (el de los santos), vería que la simple sanción de la libertad de conciencia no basta” para alcanzar los fines soñados. Para depurar efectivamente la práctica devota y la costumbre popular:
Se necesita, pues, en México una disposición esencialmente práctica que, sin estar en pugna con la libertad religiosa otorgada por la ley, facilite, al contrario, su ejecución; depure las costumbres paganas creadas por el fanatismo unas veces, y otras por la necesidad de complacer a los pueblos idólatras recién conquistados; y, por último, que favorezca y garantice la libertad de todos en la profesión de la fe religiosa.40
La libertad de cultos podría ser útil en las ciudades pero no en los pueblos, donde vivían la mayoría de los mexicanos y que era el verdadero corazón del país. En muchas poblaciones contribuiría a arraigar la superstición y legitimar el fanatismo antes que a extender la luz y propagar el saber. La adoración de los santos sería un vestigio idólatra amparado por una libertad moderna. Tal error sería protegido como una respetable manifestación de devoción popular. Para Altamirano, como para una porción no menor de los reformistas, la libertad de cultos no era tanto un combate por derechos abstractos cuanto un instrumento en pos de ventajas concretas. Para el novelista resulta incuestionable que cada hombre tiene plena autonomía para percibir y adorar al ser supremo. Pero, en su óptica, lo indispensable y urgente era el saneamiento de la religión y la depuración del sacerdote. Es decir, la tolerancia era ciertamente una manera de rescatar la dignidad de una fe: la prevaleciente en la sociedad y compartida por el autor. Pero después de diez años de implementación formal, también requería de una visión práctica para la consecución de sus esperados beneficios. Así, el novelista corrobora el valor de la libertad de culto al tiempo que matiza su aplicación en la realidad del país.
En un clima crecientemente favorable a la difusión de la doctrina evangélica,41 Altamirano no induce a un cambio de religión ni defiende la lectura individual de la Biblia protestante. En consonancia con muchos escritos adversos a la tolerancia, evoca los ritos religiosos vividos en la niñez de mano de sus padres y en fraternidad con otros creyentes. A partir de la evocación de la infancia perdida, quiere redescubrir una creencia purificada. En contra de algunos supuestos de la prensa católica, muy significativa en aquel instante,42 no busca “protestantizar” a México mediante la diversidad de cultos, sino purgar a los feligreses de supersticiones barrocas. La mudanza no es teológica sino ética, y de naturaleza purificadora y no sustitutiva. Para el autor, un cristianismo ético es, en buena medida, un cristianismo primigenio. El retorno a un ayer ciertamente idealizado implica la transformación de un presente notoriamente conflicto.
Si la libertad de culto era un derecho incuestionable, la existencia de una moralidad compartida era vista como una necesidad indiscutible. La pluralidad religiosa debía asentarse en una base ética común, susceptible de garantizar tanto el respeto a las distintas congregaciones como el cumplimiento de las normas legales. Ordenado en la masonería43 en 1869, Altamirano propugna un mensaje ético común para todos los mexicanos, difundido por diversos actores sociales, como un docente asalariado del gobierno y un sacerdote distanciado de la jerarquía. Así, existe una moral que debe unir a una nación no solo dividida por numerosos conflictos, sino también conformada por diferentes regiones. Los credos son distintos y resultan respetables; pero los referentes son idénticos e igualmente útiles tanto para provincias lejanas como para hombres enfrentados. La novela contiene un sustrato ético unívoco, pero que no sería predicado únicamente por la autoridad civil de la flamante república. Los valores morales eran el fundamento común de las libertades modernas. Las virtudes de la república liberal no eran cabalmente seculares ni aspiracionalmente anticristianas. Eran cimientos trascendentes aunque sin intermediaciones eclesiales ni elucidaciones teológicas. No surgían de la lectura constante de los evangelios por parte de los creyentes, ni de la apropiada intermediación de los sacerdotes. Para el relato, la moral está vinculada con la religión, al punto que parecen indisociables. El soldado no aspira a la difusión de una ética civil anterior a la fe católica ni a la construcción de una virtud genérica interpretada por el Estado secular. Pero la moral de raigambre religiosa debía tener un impacto positivo en el mundo cotidiano: “el Evangelio no sólo es la buena nueva bajo el sentido de la conciencia religiosa y moral, sino también desde el punto de vista del bienestar social”.44 Desvinculada tanto de la teología como del episcopado, posee una fuerza implícita que torna casi inevitable el progreso material y la purificación espiritual.
Reflexiones finales
En La Navidad en las montañas, que es un llamado al reencuentro entre los mexicanos, la virtud se vuelve un punto de reconciliación histórica y un facilitador del renacimiento nacional. Un pueblo aislado en una de las entidades más habitadas del país es el horizonte de la esperanza para el progreso conductual y el avance económico. Según Altamirano el apaciguamiento entre partidos y personas es un elemento indispensable para el florecimiento del país. En tal sentido, el diálogo del soldado con el sacerdote implica no solo una noche sacra de fraternidad compartida, sino también una reivindicación de ambas figuras. El cura sin cometer abusos pecuniarios ni tener ambiciones terrenas, legitima no solo su presencia sino también su relevancia entre la población. Por su parte, el militar, sin ánimo de vindictas personales ni sed de luchas infructuosas, se muestra como un hombre respetuoso y amante de los referentes cristianos. Ni el uno es un fanático y un reaccionario, ni el otro un hereje o un impío.45 Son mexicanos virtuosos seguidores de una ética divina y práctica, cristiana y universal.46
El sacerdote resignificado acorde al parámetro liberal es, conviene insistir, médico comunitario y consejero municipal. Promotor del saber y la salud, su labor no reconoce fronteras temáticas, siempre que su influjo no se torne en interferencia con los ámbitos civiles. Mejora costumbres y funda escuelas, dirige la liturgia pero ante todo es un hermano de los hombres. Fue un fraile y es un cura. Es más un apóstol de Jesús que un representante de la iglesia. Su contacto con el Evangelio no está mediado por la jerarquía ni condicionado por la escolástica. No parece tener un vínculo orgánico muy próximo con la corporación católica. El pastor come poca carne animal y ama a todos los seres del entorno: el respeto a la naturaleza es parte de su veneración por la vida. Es el párroco de un templo sin columnas barrocas pero con árboles frondosos que unen al cielo con la tierra y a la tierra con el hombre. Así, Jesús resulta menos el fundador de una iglesia particular que el predicador de una ética divina enfocada al ámbito terreno.
La postura de Altamirano es significativa pero no necesariamente original. Retoma elementos definitorios de personajes como el Padre Gabriel en El judío errante de Eugenio Sue, de monseñor Myriel en Los miserables de Víctor Hugo y el vicario de aldea perfilado por Enrique Zschokke. La coincidencia indica que la temática de un sacerdote ético sin demasiadas ataduras institucionales ni excesivas preocupaciones teológicas, respetuoso del Estado liberal y promotor del bien común, difusor de la moral y ejemplo de conducta, era parte de una inquietud decimonónica en diversas partes del mundo atlántico.47 La disociación entre fe y virtud apuntaba más hacia la acentuación de la figura de un párroco ejemplar que hacia la inexcusable secularización de la sociedad política.
En consecuencia, cabe inquirir si La Navidad pretende la construcción de un nuevo individuo y una nueva sociedad, o si postula una reformulación de la persona y una reconfiguración de la comunidad a partir de una virtud cristiana de aspiración primigenia y aplicación civil en un entorno de relativa ausencia del Estado liberal. La novela reestructura viejas articulaciones y matiza nuevos intereses como la industrialización. Asimismo, propone una realidad ciertamente transformada pero no revolucionaria. Es un sueño orgánico no escindido del pretérito común ni apartado de la creencia compartida. El cambio no es la sustitución de un ayer equívoco por un ahora deslumbrante. Es una mutación ética facilitadora del progreso económico. El escrito no es un apunte para ilustrados ni una guía para gobernantes. Es un relato pedagógico sobre las posibilidades prácticas de una colaboración efectiva entre elementos supuestamente antagónicos, saludablemente separados pero esencialmente convergentes en cuanto a orígenes y finalidades. No es un programa político sino, como bien dice Hamnett, una visión moral del futuro mexicano, a partir de un estilo costumbrista que promueve el avance hacia la modernidad liberal. No es la invocación desencantada de un mundo campirano detenido y ahistórico, sino una propuesta esperanzada de cambio y moralización en el universo rural a partir de la movilización de las “auténticas” virtudes cristianas.
La colaboración entre los protagonistas matiza dos puntales del pensamiento liberal: la separación de soberanías y la libertad de cultos. Muy alejado de cualquier añoranza presuntamente conservadora y muy distante de algún jacobinismo supuestamente liberador, perfila una asistencia mutua entre el universo civil y el cura católico. Encarnados por el alcalde y el maestro, por un lado, y el sacerdote de parroquia, por el otro, dichos personajes no solo colaboran, sino que conviven en la novela. No se trata de dos caminos paralelos que confluyen en fines semejantes. Se trata de una cooperación que significa ayuda y asistencia aunque no mediación ni intromisión. Así, Altamirano no combate ni desmiente pero sí matiza y modula la aparentemente estricta y contundente, perfecta y absoluta separación entre Estado e iglesia. Representado por un profesor y un alcalde que son devotos ejemplares y por un sacerdote benéfico que es prácticamente un mexicano adoptivo, el involucramiento se torna la piedra clave de una reconciliación que es progreso y de un progreso no exento de espiritualidad.
La antigua unidad entre el Estado y la iglesia, que en realidad resultaba igualmente embarazosa tanto para la iglesia como para el Estado, queda deslegitimada. Pero el involucramiento del ámbito civil y la figura religiosa en beneficio de una población olvidada es posible gracias a la separación entre jurisdicciones. La fe y la política son esferas diferenciadas; pero el cura, el maestro y el gobernante concurren en la promoción del progreso desde la virtud. La comunidad, dirigida políticamente por el alcalde modélico, educada apaciblemente por el maestro rural y orientada éticamente por el sacerdote ilustrado, debe renunciar a la lucha civil y beneficiarse de una colaboración complementaria.
La iglesia ha sido apartada y el pastor ha sido recentrado. Se trata de un presbítero que clarifica axiomas, difunde virtudes y personifica referentes del Evangelio para un Estado secular cuya sociedad es netamente devota. Su influjo ya no es político sino conductual; sus intereses ya no son materiales sino morales; su persona no es la presencia de una institución eclesiástica sino un recordatorio de la reencarnación divina. El encuentro con la enseñanza divina de Jesús se da mediante la acción ética del sacerdote. Más Jesús que Cristo, el redentor martirizado en el Calvario y el hombre nacido en Nazaret es ante todo un maestro de moral. Así, el Evangelio se vuelve el testamento de un venerable predicador y el testimonio de una enseñanza eterna sobre las posibilidades de beatitud que tiene el hombre en la terrenalidad. Libro ético antes que compendio salvífico, más silabario de la virtud que manual de salvación, la buena nueva se torna para Altamirano en el fundamento de la libertad, un ejemplo de igualdad y una lección de fraternidad. La separación entre jurisdicciones permite además de la colaboración entre civiles y eclesiásticos, la convergencia entre ideales laicos y referentes religiosos.
Cabe precisar que la intervención del sacerdote en el impulso de un progreso tanto moral como material se justificaba no solo por la autoridad ética, sino también por las faltas y carencias del magisterio decimonónico. Según el texto, los profesores no siempre habían brillado por su ilustración y conocimiento, y en muchas ocasiones se habían rendido, por incuria o abandono, ante las viciosas costumbres de pueblos y sacerdotes.48 Frente a las debilidades del docente, símbolo de las falencias del Estado, se pretende utilizar el potencial transformador de un presbítero modélico. La intervención del cura en asuntos civiles y del maestro en temáticas religiosas genera una serie de flujos en la definición de las labores tanto del pastor pueblerino como del Estado nacional. Si el párroco por conducta y prestigio podía acelerar el progreso reformista cumpliendo una misión secular, la instrucción civil tenía una finalidad trascendente: “fundar la religión sobre principios más sanos y más útiles”.49 Aunque la novela juzga que dicha labor sería muy lenta en manos exclusivas del Estado mediante la labor del maestro, no deja de ser patente la injerencia secular en la religión. De acuerdo con las leyes de Reforma, la independencia entre Estado e iglesia era perfecta y absoluta. No obstante, tal deslinde es relativo en la novela descriptora de una comunidad ejemplarizante. Altamirano cree tanto en la disociación de potestades como en la libertad de cultos, pero más como factores que hacen plausible la correcta aplicación del cristianismo en la conflictiva realidad mexicana que como principios genéricos de combates abstractos.
Así, la separación entre soberanías no significa necesariamente la secularización de las poblaciones ni el enfrentamiento entre autoridades. Los pueblos continúan siendo vertebrados por las creencias religiosas. En la comunidad sin nombre de un cura desconocido pero sobresaliente y de un soldado liberal pero devoto, el Estado nacional parece distante cuando no inexistente. Sueño comunal vuelto posible mediante la victoria de un liberalismo asociado al individualismo, el poblado contiene tanto una reminiscencia de la infancia como una esperanza de madurez. Era el momento de dejar las dicotomías para dar paso a las transformaciones. La tradición no está reñida con el progreso y el progreso equivale a un retorno a la pureza de la religión original, que es la fuente de una virtud renovadora.
El estudio sistémico de la problemática moral en la obra completa de Altamirano es una labor pendiente. Tal investigación permitiría identificar con mayor amplitud el origen que atribuye a las virtudes como normadoras de conductas. Por ejemplo, durante la instalación en 1870 de la Sociedad de Libre Pensadores, cuyo influjo masónico iba más allá del nombre, Altamirano precisaba durante la sesión inicial que una tarea de la agrupación era “sustituir las groseras prácticas del catolicismo por la moral pura” (subrayado original).50 La conferencia censuraba la inercia católica, pero el relato enaltecía la auténtica virtud cristiana. En realidad, no hay contradicción: Altamirano pretende una purificación ética antes que una sustitución moral. La Navidad... no alude ni defiende una ética universal anterior a toda fe religiosa: la virtud es evangélica pero independiente de la autoridad eclesiástica. Altamirano muestra una definitiva inclinación no tanto por una moral civil secularizada como por una moral cristiana depurada. A diferencia de otros autores y periódicos de la época, parece más esperanzado en una recuperación de la integridad del cristianismo que en la divulgación de una axiología civil. En suma, el análisis permite entrever que la virtud postulada por Altamirano es primordialmente una virtud religiosa. Así, Altamirano, quien de acuerdo a Brian Hamnett era un liberal radical,51 es un buen ejemplo de la pluralidad advertible en el grupo reformista.
La restauración de la república era inseparable de la reconciliación de México. La novela inicia con el encuentro entre el soldado reformista y el sacerdote reformado; y concluye con el reencuentro íntimo entre un hombre vicioso pero redimido por el ejército y una mujer virtuosa recompensada por la abnegación de su carácter. En ambas situaciones, la reconciliación es el punto de partida de un recomienzo. El militar halla a un sacerdote que ha librado sus propios combates subjetivos y que ha descubierto en el servicio ético a la comunidad humana la clave de su plena comunión divina. Al mismo tiempo, los amantes separados por el vicio y por la vida se redescubren gracias a la corrección del hombre antes entregado al juego y a la perdurable fidelidad de la mujer al amor. En los dos casos, hay historias paralelas que confluyen en la fraternidad entre individuos presuntamente distanciados por la política y entre seres ciertamente reunidos gracias a los más generosos sentimientos del hombre. El resultado es la conformación tanto del núcleo dirigente de la sociedad, integrada por el cura, el alcalde y el maestro, como de la célula regeneradora de la población, formada por los amantes reencontrados y quizá futuros padres renacidos. Así, La Navidad..., es el relato de varias historias ejemplificantes en torno a las ventajas de una concordia tanto íntima como social. El nacimiento de Cristo es el escenario favorable para la práctica sencilla del mensaje de Jesús: amor y fraternidad, que es siempre redescubrimiento y reconciliación. El hijo del Dios verdadero es el padre de una comunidad entrañable, fincada en valores cristianos facilitadores de las metas liberales. La reconciliación de un país comenzaba en una noche de Navidad...
Hemerografía
El Libre Pensador. Ciudad de México.
La Voz de México. Ciudad de México.
Documentos impresos
La señora doña Margarita Maza de Juárez: colección de artículos publicados por los periódicos de México, con motivo del fallecimiento de la señora esposa del C. Presidente de la República, Benito Juárez, México, Imprenta del gobierno, en palacio, 1871.
Roa Bárcena, José María, La Quinta Modelo. En Novelas de don José María Roa Bárcena. Originales y traducidas, México, Imprenta de Francisco Díaz de León y Santiago White, 1870.