Introducción
Trabajos recientes retoman el concepto de «necropolítica» (Mbembe, 2011 [2006]) para argumentar que el tratamiento contemporáneo de la migración irregularizada1 por parte de los países del Norte global y sus zonas de amortiguamiento (como los llamados países «de tránsito») corresponde a un tipo de ella (Varela-Huerta, 2020; Tazzioli y De Genova, 2020), toda vez que los gobiernos de los países con poder para gestionar parcialmente dichos flujos migratorios deciden -al menos como daño colateral- que estas poblaciones estén sujetas a la posibilidad de muerte (De Genova, 2022: 147). En el caso de México es indudable que el tránsito de migrantes por el país está saturado de peligros, abusos, desapariciones y muerte2 (Basok et al., 2015; Soria-Escalante et al., 2022). En relación con ello cabe preguntarse ¿en qué medida el Estado mexicano es el responsable, promotor o gestor de la violencia y el riesgo que corren los migrantes irregularizados que transitan por México?
En este artículo caracterizamos la actual política de contención que aplica el Estado mexicano (2012-2022) a los migrantes en tránsito por el país como una necropolítica, ya que el despliegue del Estado posibilita y genera una serie de riesgos, violencia e incluso la eliminación de una parte de la población migrante. En tal marco analizamos también las medidas de control sanitario para la población migrante durante la pandemia de covid-19. Estas, por un lado, tenían el objetivo de procurar la seguridad y salud de la población nacional (biopolítica), aunque, por el otro lado, para alcanzarlo se encapsulara y hasta cierto punto se pusiera en riesgo a la población de migrantes en tránsito (necropolítica). Para nuestro análisis de la actual política migratoria mexicana retomamos datos empíricos (testimonios, fotografías) que son resultado de recorridos por zonas de alto flujo de migrantes -la parte central del estado de Chiapas- y de una investigación etnográfica más amplia en albergues para migrantes del sureste de México (Guevara-González, 2022).
El artículo se divide en cuatro apartados, más las conclusiones. Inicialmente se enfoca en los efectos de la muy estrecha delimitación estatal de los cauces legales para la migración -por ejemplo a través del asilo-, con lo que el despliegue gubernamental ubica de modo estratégico el amplio ejercicio de la violencia contra los migrantes como una exterioridad de su accionar, con lo cual legitima sus acciones y queda exento de responsabilidad en los riesgos y peligros del tránsito irregular por México. Ello aunque es la categoría gubernamental de «migrantes irregulares» la que en buena medida posibilita una serie de abusos contra ellos o que el aparato de gobierno en México esté profundamente asociado a y penetrado por «máquinas de guerra» (Mbembe, 2011 [2006]: 59) del crimen organizado. Al ahondar en la caracterización de la política mexicana de contención migratoria como necropolítica, en un segundo apartado, se enfoca en el despliegue -no explícito- de categorías racializantes como parte de los elementos que acompañan el ejercicio cotidiano de esta política, sobre todo en retenes de control migratorio, de modo que el racismo pareciera actualizarse y reproducirse en su engarce con políticas de contención contemporáneas. En ese marco, consideramos que -paradójicamente y a manera de ejemplo- tanto los agentes migratorios como los defensores de los migrantes reproducen distintas categorías de población como expresión de una lógica selectiva y de escisión hegemónica.
En un tercer apartado planteamos que esta necropolítica forma parte de un necropoder más amplio, representado por la articulación de distintas tecnologías, espacios de segregación (como las zonas fronterizas), categorías de población, presupuestos ontológicos en relación con la supeditación de la vida y la existencia de determinados contingentes poblacionales respecto al capital. Un elemento central de este necropoder es la concepción y el tratamiento utilitarista de las y los trabajadores migrantes, quienes en determinados periodos y números se vuelven necesarios, mientras que en otros son prescindibles, contraproducentes o desechables (Jagannathan y Rai, 2022). Al ubicar la necropolítica migratoria en el marco de un necropoder más amplio, encontramos difícil preservar una frontera nítida entre el Estado y la población, por lo cual hablamos de una autonomía relativa de los migrantes y planteamos que éstos pueden compartir una dirección y un horizonte de anhelos hegemónico. Asimismo, referimos que las poblaciones de origen y las que se encuentran en el tránsito de los migrantes también pueden alimentar en parte las dinámicas violentas.
En el cuarto apartado se analiza parte de las medidas sanitarias de contención de la población migrante desplegadas durante la pandemia de covid-19 por medio de testimonios de migrantes centroamericanos representativos de un conjunto más amplio, producidos en el marco de una investigación de corte etnográfico sobre el tránsito irregular (Lestón y Guevara-González, 2020). En esta parte consideramos que las medidas sanitarias exacerbaron las condiciones de violencia, precariedad y exclusión que los migrantes enfrentan al cruzar el territorio mexicano.
Finalmente, las conclusiones tocan el punto del carácter irrefrenable de la migración internacional pese a que aumentan los riesgos y la violencia en esta empresa, como parte de la expresión contemporánea de un necropoder en torno al cual se configuran regiones y territorios de expulsión. A partir de ello planteamos la necesidad de cuestionar categorías, lógicas y prácticas que tienen como resultado la denegación de derechos, igualdad y dignidad de las «poblaciones residuales», en términos de Smith (2011).
El Estado en los márgenes y el ejercicio de violencia
En apretada síntesis, podemos decir que la necropolítica es un manejo moderno de poblaciones mediante el cual se define y escinde a distintos contingentes y se instaura la violencia y la muerte como medio de tratamiento posible, incluso legítimo, a una determinada población (Mbembe, 2011 [2006]). La necropolítica implica la autoasignación de esta función por parte de los operarios del Estado; aunque no es exclusiva de este ámbito, ya que puede haber múltiples ejércitos privados. Mbembe plantea que la necropolítica es un «envés» (Falomir, 2011: 11) y una ampliación del argumento foucaultiano de «la biopolítica» (Foucault, 2007 [1979]). Esto es, el conjunto de cálculos, dispositivos tecnológicos y saberes implicados en la gestión de los ciclos, los estilos y las posibilidades de vida de la población. Para Mbembe el Estado moderno no sólo se encarga de buscar este manejo vital, sino también paralela y permanentemente de la negación, dominación y eliminación de determinados contingentes de población. Lo que distingue la necropolítica de la guerra, el dominio o las conquistas seculares es su articulación con dispositivos y discursos productores y producidos por la modernidad: tecnologías de muerte (desde la guillotina hasta los campos de concentración nazis), ideas de raza (entre otras categorías de origen «científico») y estados de excepción a marcos legales. Así, entonces, la necropolítica es contemporánea, puede ser tanto pública como privada, implica la segregación de determinadas poblaciones, y espacialmente es desplegada como apartheids, fronteras o zonas de «pacificación« de guerra.
Para abordar de una vez el tema de la migración de tránsito y el Estado mexicano cabe señalar, de entrada, que la muerte directa no es el único resultado de las políticas migratorias que éste despliega. En el contexto de la migración de tránsito por México ocurren centenares de decesos cada año (Unidad de Política Migratoria, 2020), que tienen lugar a la par de un amplio conjunto de agresiones a los migrantes: «accidentes» (como mutilaciones corporales al intentar abordar trenes de carga), jornadas extenuantes, robos, golpizas y violaciones, entre otros tipos de violencia (como la denegación de acceso a servicios de salud, educación y una vida digna). En este flujo poblacional, en distintos momentos y grados, los migrantes enfrentan la amenaza y posibilidad de muerte o se ven expuestos a ser dañados en su integridad. Dinámica que en conjunto constituye una forma contemporánea «de sumisión de la vida al poder de la muerte» (Mbembe, 2011 [2006]: 74). Así, entonces, la necropolítica en materia migratoria no se circunscribe sólo a los fallecimientos y las desapariciones, pues la muerte representa una posibilidad en un conjunto más amplio de violencias.
En nuestra valoración, los responsables del gobierno mexicano producen y permiten la violencia y los riesgos que corren los migrantes. Más aún, el Estado es posicionado estratégicamente como si estuviera al margen de la violencia y los casos recurrentes de muerte de migrantes irregularizados. Argumentos que buscamos desarrollar en los siguientes párrafos de este apartado.
De manera altamente sugerente, De León (2015) documenta y analiza las políticas de disuasión desplegadas por el gobierno estadounidense mediante su patrulla fronteriza, en particular la manera en que han incluido el entorno como parte del combate a la migración «ilegal» en territorio estadounidense. De modo calculado, los agentes fronterizos de Estados Unidos comenzaron a vigilar y apostarse sobre todo en las zonas por donde pudieran transitar los migrantes (caminos y áreas pobladas), con lo cual los orillaron a internarse por áreas remotas e inhóspitas, altamente riesgosas. Con el corolario de que en caso de accidente o muerte la responsabilidad no recae, desde entonces, en la patrulla fronteriza o el Estado estadounidense, sino en el medioambiente; cuando no en los propios migrantes que intentan cruzar. De León ha llamado a este tipo de acciones «prevención a través de disuasión» (2015: 31). Como plantea este autor, paulatinamente el entorno fue articulado con la estrategia de control de los flujos migratorios que buscaban internarse por vía terrestre en Estados Unidos. Las muertes «accidentales» fueron consideradas parte de los riesgos de la migración «ilegal», lo cual, desde nuestra perspectiva, corresponde a una necropolítica.3
Algo semejante ocurre en el caso mexicano paralelamente al endurecimiento de las políticas migratorias y el amplio despliegue de agentes de control de migrantes en la frontera sur de México para frenar principalmente los flujos provenientes de Centroamérica y el Caribe (el creciente número de deportaciones en el periodo 2012-2022 confirma este endurecimiento). Los agentes del gobierno mexicano han establecido un embudo de trámites administrativos en torno a dicha movilidad, por lo que el refugio se ha convertido en la principal alternativa para los migrantes. En este marco, aquellos que «deciden» no participar en este trámite lento y complejo optan por transitar por el país sin documentos legales y se exponen a los peligros del entorno social mexicano: traficantes de personas, pandillas de asaltantes, narcotraficantes y extorsionadores. También se exponen a las organizaciones criminales aparente y parcialmente al margen del Estado, lo que expresa incluso la comunicación gubernamental, la cual plantea abiertamente que fuera de los cauces gubernamentales el migrante puede enfrentar diversas formas de violencia. Con ello el ámbito estatal es posicionado como externo al contexto de violencia.
Sugerencia a los migrantes en el retén migratorio La Pochota, en las afueras de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. En este retén se ubica personal tanto del INM como de la Guardia Nacional, como los dos elementos que se aprecian detrás del letrero. Rodrigo Megchún, octubre de 2022.
Según esta comunicación, si ocurre un accidente o el deceso de población migrante la responsabilidad no es de la entidad estatal, sino de los propios sujetos al transitar por territorio mexicano fuera de los estrechos cauces establecidos, como la solicitud del refugio. Con ello las autoridades marcan una frontera entre legalidad e ilegalidad, seguridad y riesgo; con un subtexto que podría formularse como: fuera del cauce estatal está el lobo del hombre.
Más allá de este argumento oficial, la dinámica extremadamente violenta que enfrentan los migrantes en tránsito es el correlato de la intervención pública, entre otros factores, mediante los crecientes controles que encauzan el tránsito por rutas más riesgosas. Pero, ante todo, por la categoría de «migrante irregular» que se asigna a la persona sin documentos migratorios válidos en México; por medio de esta categoría, está en una condición semejante a la de un fugitivo. A partir de ello, los migrantes pueden ser objeto de distintos abusos; por ejemplo, de empresarios que los contratan pagándoles menos salario de lo normal, de autoridades que los discriminan, extorsionan o vejan, y hasta de ciudadanos de a pie que los engañan o les cobran cuotas exorbitantes a cambio de algún tipo de «ayuda». Al respecto hay que insistir en que se abusa de ellos y se les violenta porque, en términos prácticos, se les clasifica, define y construye como «irregulares»; esto, por supuesto, no debería restarles derechos, aunque, como es común, lo que «debería» no concuerda con lo que es. Con ello parte de la violencia y los riesgos tiene como resultado un efecto indirecto de las definiciones gubernamentales.
Ahora bien, como plantea Castro (2010: 32), lo estratégico es la capacidad de respuesta o adaptación de distintos actores a los efectos no necesariamente calculados de las intervenciones públicas. En el caso de la política migratoria tanto de México como de Estados Unidos, la violencia y la muerte causada directa o indirectamente por el tratamiento gubernamental devienen un argumento estratégico de las autoridades para, según afirman, combatir precisamente tales dinámicas, lo cual paradójicamente acaba por proporcionar un margen de maniobra todavía mayor a las autoridades.4 Así, el gobierno de México puede argumentar que los retenes y controles migratorios tienen como objetivo precisamente evitar las muertes y la violencia contra los migrantes, con lo cual el INM, que de modo calculado o no, orilla y encauza a los migrantes a situaciones de alto riesgo, es presentado como el ámbito para combatir aquello de lo que también es partícipe.5 De manera estratégica, las autoridades gubernamentales pueden ubicar su accionar muy lejos de una decisión sobre la vida y la muerte; pueden incluso promoverla como parte de la defensa y procuración de los derechos humanos (Varela, 2015). Desde nuestra perspectiva esto no representa una coartada o una mentira, sino que corresponde a un margen de maniobra que los responsables del Estado emplean estratégicamente para establecer que la violencia y la muerte representan una exterioridad a su accionar; sin que la argumentación gubernamental repare en que es la intervención en su conjunto la que define, proyecta y posibilita tal exterioridad.
Esclusas y exclusión: el componente racista de la necropolítica
Al considerar las medidas gubernamentales de contención de los migrantes en tránsito por México como una necropolítica, cabe reconocer que el racismo es un lenguaje que se articula fácilmente con intervenciones semejantes (Mbembe, 2011 [2006]): una suerte de ready made de la discriminación. En el caso mexicano es palpable un código racializado y racializante que opera en el accionar cotidiano de los agentes migratorios: los vigilantes a ras del suelo de discursos y conceptos grandilocuentes como soberanía y seguridad nacional.
Tan palpable como tomar un autobús una noche cualquiera entre Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado de Chiapas, y la Ciudad de México. En diciembre de 2021, uno de los autores de estas líneas fue testigo fortuito del proceder de las autoridades migratorias. Aquella noche viajaba en el autobús una familia completa de «gente de color»: una joven pareja con hijos pequeños, otros dos adultos que rondaban los treinta años de edad y un par de adultos mayores. En una orilla de la ciudad sureña se ubica el retén migratorio La Pochota (mostrado en la foto 1), uno de tantos controles en el tránsito de sur a norte. Cuando los agentes migratorios subieron al vehículo y le indicaron al chofer que encendiera las luces interiores, los ávidos ojos y oídos de los inspectores se fijaron inmediatamente en el grupo de gente «afrodescendiente». Siguió la instrucción: bajar al instante. Con resignación, la familia descendió del autobús. Unos minutos después los hombres del grupo regresaron para recoger todo el equipaje. Habían sido detenidos por la policía migratoria por carecer de documentos. El autobús partió sin ninguno de ellos. Nadie pareció sorprendido o indignado.
Tiempo atrás, Asad analizó un caso de sospecha, por parte de agentes gubernamentales franceses, frente a un ciudadano de origen árabe que accidentalmente perdió la cédula de identificación (Asad, 2008 [2004]). Como dice el autor, en su caso los agentes dudaron, investigaron e hicieron tratamientos diferenciados con base en valoraciones no escritas (la distinción del origen de los ciudadanos), aunque nunca rompieron los protocolos gubernamentales. Con ello la discriminación puede anidar, operar y preservarse en el marco legal.
Como apunta el epígrafe del presente artículo, las fronteras pueden ser equiparadas con las colonias, toda vez que estas últimas «son el lugar por excelencia en el que los controles y las garantías del orden judicial pueden ser suspendidos, donde la violencia del estado de excepción supuestamente opera al servicio de la ‹civilización›» (Mbembe, 2011 [2006]: 39). Con ello, aunque las autoridades gubernamentales digan que accionan para preservar la seguridad o la protección de los derechos humanos de los migrantes, su práctica resulta claramente violatoria de varios de tales derechos. Por ejemplo, al reducir y coartar la libertad de tránsito de las personas (Artola, 2018), en no pocas ocasiones con base en criterios racistas. En nuestro caso los agentes migratorios ni siquiera tuvieron -como de hecho no tienen- que aparentar aleatoriedad o incurrir en discriminación abierta. A fin de cuentas los agentes migratorios se valen en gran medida de una clasificación basada en colores de piel, fenotipos y acentos. Así, una larga historia de segregación racializada se articula con el tratamiento gubernamental contemporáneo de la migración; con ello el racismo se actualiza y reproduce. Las fronteras y los retenes migratorios tienen un sentido de esclusa, y en ella opera como malla de cernido el despliegue de categorías racializantes.
En un artículo paradigmático, Smith (2011) plantea el tránsito de la hegemonía expansiva a la selectiva. A grandes rasgos, la primera correspondió a los Estados keynesianos que, siempre bajo la égida de la productividad y el crecimiento económico, procuraban asegurar ciertas condiciones básicas de seguridad y bienestar, si no para la totalidad, sí para amplios sectores de población. Por su parte, la hegemonía selectiva corresponde a los Estados neoliberales que, bajo la intensificación de la égida de la productividad y el crecimiento económico, dejan en manos de los ciudadanos alcanzar tal bienestar y seguridad en su vínculo con los mercados, al tiempo que la intervención estatal se circunscribe a sectores focalizados, en ocasiones aquellos desatendidos por los mercados. A partir de ello presenciamos una época gobernada por categorías selectivas, caracterizada por crecientes números de población residual.
No sin paradojas, parte de la producción académica y del activismo de organizaciones no gubernamentales es configurada por el régimen, la dinámica y el proceder selectivo. Al reconocer, exaltar e incluso reificar categorías focalizantes, las que son desplegadas profusa y acríticamente, con lo cual se rinde culto involuntario al modelo epistémico que las delimita hasta volverlas operacionales o «reales». Así, por ejemplo, podemos encontrar informes que, al mismo tiempo que denuncian la innegable desigualdad que sufren sectores específicos en los procesos y procedimientos migratorios, con base en lógicas racistas o de género (la población afrodescendiente, los indígenas, las mujeres, la población lgbtiq+), hacen un enérgico llamado a la no discriminación específicamente de tales grupos.6 Con ello los agentes migratorios emplean categorías racializantes para ubicar, detener y perseguir a personas de una determinada población, mientras que los activistas y el personal de la organización no gubernamental pueden emplear las mismas categorías con argumentos y fines de equidad o humanitarismo. Con objetivos opuestos, ambos grupos comparten parcialmente las categorías de escisión.
En este sentido, urge que al menos las organizaciones civiles que se dicen en favor de los derechos humanos de los migrantes hagan una crítica colectiva que deconstruya y evite reproducir los lenguajes, las categorías y los discursos políticos que usa el Estado para señalar determinados cuerpos como marcadamente distintos, sospechosos o prescindibles. Irónicamente, en lo que concierne al lenguaje sociopolítico, tanto el Estado como sus opositores -llámense, en este contexto, las organizaciones internacionales o no gubernamentales en pro de los migrantes- impulsan categorías «dadas por hechas» que atan y racializan más al migrante.
Esta paradoja no debe sorprendernos pues el accionar gubernamental está colmado de ellas. Así, por ejemplo, en el marco de la hegemonía selectiva neoliberal, mediante el Estado mexicano se ha impulsado un reconocimiento acotado a los indígenas (por ejemplo, con la definición constitucional de México como país pluricultural) o a la población afrodescendiente (con categorías como la de «afromexicanos»). Esto no obsta para que, en el ejercicio gubernamental en materia migratoria, estas poblaciones sean especialmente vigiladas, perseguidas y segregadas. En cierto plano analítico, la autorrepresentación de la entidad estatal como incluyente, pese a su marcado carácter excluyente, podría representar -una vez más- una coartada o una mentira. En otro plano, esta dinámica no necesariamente es una contradicción sino el despliegue de una lógica segregacionista basada en categorías de otrificación, que posibilita ambas conductas. La cuestión es que no necesariamente presenciamos un combate o una crítica a la lógica selectiva que, en expresión de Smith, configura el presente.
Necropolítica como corolario del necropoder
Un punto importante en la argumentación de Mbembe es que, además del diseño y la ejecución de necropolíticas, cabe hablar de la existencia de un necropoder. De conformidad con lo planteado por Foucault, aquí entendemos el poder, no «como un valor explicativo», sino como la designación de un conjunto de relaciones que debe analizarse «por completo» (2007 [1979]: 218). En este marco, el necropoder es el amplio conjunto de elementos (tecnologías, espacios de exclusión, categorías poblacionales, presupuestos ontológicos) que, en el seno de la modernidad, posibilitan y producen la eliminación sistemática de determinadas poblaciones. Su definición, por lo demás, ha cambiado con el paso del tiempo y según los distintos contextos (los y las aborígenes, esclavos, homosexuales, niñas, enfermos, los ilegales o irregulares y los pobres extremos).
Para Mbembe el necropoder está conformado, entre otras dinámicas, por el modo en que distintas fuerzas y agrupaciones pueden emplear la violencia y la muerte en aras de conseguir diversos objetivos (riquezas, servicios e incluso ideas justicieras) -en muchas ocasiones, eso sí, apuntalados o tolerados por el Estado- como, por ejemplo, las economías de plantación, las distintas expresiones vigentes de apartheid (como lo fue Sudáfrica y lo es hoy en día Palestina); o bien, cabe añadir, la reproducción del crimen organizado en el seno de los Estados, como ocurre en México. Al retomar a Deleuze y Guattari, Mbembe menciona a los grupos organizados que ejercen la violencia como «máquinas de guerra». Estas se dedican a saquear y aterrorizar a determinadas poblaciones. Las relaciones entre las autoridades gubernamentales y las organizaciones criminales son amplias: «Algunas veces [las máquinas de guerra] mantienen relaciones complejas con las formas estatales [las que pueden ir de la autonomía a la incorporación]. El Estado puede, por sí mismo, transformarse en una máquina de guerra. Puede, por otra parte, apropiarse para sí de una máquina de guerra ya existente, o ayudar a crear una» (Mbembe, 2011 [2006]: 59).
En el caso de México la línea divisoria entre las autoridades y el crimen organizado es sumamente tenue y ambigua, toda vez que en distintas administraciones y niveles de gobierno -desde el municipal hasta las más altas instancias federales- ha habido frecuentes asociaciones, negociaciones, respaldo y contubernio. En este caso las máquinas de guerra pueden considerarse como «sombras del Estado» (Shah, 2010), pues las autoridades plantean que el crimen organizado es lo que ocurre fuera de su dominio, sin que puedan evitarlo del todo. En este caso las máquinas de guerra son una extensión difusa pero permanente de la entidad estatal, aunque se preserva el planteamiento de su exterioridad.7 Extensión que es parte central en el devenir y trato que se da a los migrantes en tránsito; por ejemplo, en el caso de sospecha de colaboración de autoridades gubernamentales con el cártel de los Zetas (organización criminal surgida del ejército mexicano) en las masacres de migrantes en San Fernando y Cadereyta (Varela-Huerta, 2017) o en relación con los miles de migrantes desaparecidos en el país.
El necropoder se expresa no sólo en las formas más crudas y evidentes de violencia. Un elemento importante que se debe considerar en esta argumentación es que la migración es, ante todo, necesaria y útil para las economías receptoras o de los llamados países de destino. Para decirlo en términos simples, en buena medida hay migración porque, se reconozca o no, existe demanda de este tipo de trabajadoras y trabajadores. Entre otros autores, Kearney (2006) ha mostrado cómo en Estados Unidos los «ilegales» son altamente redituables para las empresas que los emplean, pues reciben menos salario y carecen de las prestaciones que obligatoriamente tendrían que otorgarle a la población legal. En este marco, así como no es deseable para los países receptores una inmigración completamente abierta porque provocaría un inmenso flujo de trabajadores, tampoco desean un cierre absoluto de fronteras, lo que les representaría una pérdida de competitividad económica.
Villafuerte-Solís (2018) y De Genova (2022: 139-140) plantean que las fronteras internacionales son como esclusas dinámicas que se mueven al compás, entre otros factores, de la economía: en los periodos de crecimiento y expansión pueden suavizarse y permitir mayores flujos migratorios, mientras que en épocas de recesión pueden «cerrarse» para reducir las corrientes. Lo anterior corresponde a un modelo, ya que esto no funciona en forma tan sincronizada. Pero el modelo apunta a que el dispositivo fronterizo se modifica en función de distintos cálculos: económicos, sanitarios, geopolíticos, electorales y ambientales.
Al respecto, Villafuerte-Solís (2018) retoma a Foucault para indicar que las poblaciones son ajustadas y disciplinadas por y para las dinámicas y los flujos del capitalismo. En este marco cabe destacar que el mecanismo dinámico de las fronteras y sus múltiples efectos representan, de suyo, parte del necropoder toda vez que los migrantes están reducidos a la condición de engranaje de una maquinaria productiva. Como parte de esta concepción y tratamiento a los migrantes, resultan ser una población que en momentos es necesaria y útil pero en otros reemplazable. Una concepción instrumental, un presupuesto ontológico, inseparable del despliegue necropolítico hacia los migrantes (Falomir, 2011: 15).
Ahora bien, y para ahondar en la extensión del necropoder, al considerar el campo de «la autonomía de las migraciones» (Casas-Cortés y Cobarrubias, 2020; De Genova, 2022) algunos autores plantean que los migrantes estarían parcialmente fuera del control del capitalismo, pues siguen ingresando en los países noratlánticos, o se encuentran en una suerte de «resistencia» a los rigores regionales del neoliberalismo (Varela-Huerta, 2015). Con ello se delinea una nítida frontera de autonomía entre el mercado, el Estado y las poblaciones migrantes. Sin embargo, como tiempo atrás planteó Gramsci (1980 [ca. 1931]), el capitalismo implica un horizonte hegemónico que es parcial y disputadamente compartido dentro de un bloque histórico. De igual manera, habría que tomar en cuenta la hipótesis de lectura de Foucault, planteada por Castro (2010: 161), según la cual la población se entiende como una realidad en parte gestionada, producto de cálculos e intervenciones gubernamentales y disciplinarias.
A partir de todo ello, consideramos que es relativa la referida autonomía de los migrantes laborales «indocumentados» toda vez que, por un lado, la decisión de incorporarse en este tipo de migración suelen tomarla considerando un conjunto de condicionantes económicos, sociales y legales en el que no es poco frecuente la elección entre dos o más males. Por otro lado, implica deseos y anhelos, que no siempre son autónomos sino, de igual manera, despertados, convocados, producidos. La decisión de emigrar es un hecho social, no sólo una decisión individual y autónoma, aunque tenga esta apariencia. Implica las dos dimensiones de «sujeto» planteadas por Foucault -sin caer en ninguna dialéctica-: se está sujeto a un conjunto de discursos y condiciones (1990 [1981]: 48-49). Desde nuestra perspectiva, un análisis centrado en una sola de estas dimensiones no es completo ni desde la óptica que sobredimensiona lo estructural ni desde la que exalta la autonomía.8
Más allá de esta perspectiva general, al analizar la migración de tránsito no necesariamente se puede encontrar una distinción nítida entre la población, los Estados y los mercados. Lo anterior en dos aspectos: por un lado, no ocurre en relación con el presunto escape, fuga o intento de escapar de la población del control y los rigores del capitalismo contemporáneo. A fin de cuentas, los sujetos se dirigen, con más o menos anhelo, a contradictorios territorios y espacios de éste.
Por otro lado, la distinción entre el Estado y la población tampoco ocurre en términos de las expresiones cotidianas de violencia, lo cual no debe suponer que se deje de enfocar la responsabilidad que indudablemente tienen las autoridades gubernamentales en el incremento, uso y gestión de la violencia contra la población migrante. En el contexto de la migración de tránsito, como se ha referido, se pueden identificar múltiples gavillas y «máquinas de guerra» que asolan a los migrantes (Mbembe, 2011 [2006]). Al respecto, algo polémico de reconocer y declarar es que las poblaciones de origen, las que los migrantes encuentran a su paso o aquellas que los reciben también alimentan esas máquinas. Es el caso, por ejemplo, de la violencia cotidiana que se vive en la frontera entre México y Guatemala contra los migrantes (Wurtz, 2022; Ruiz-Marrujo, 2001), y de aquellos que de tanto burlar las vallas y los controles acaban convertidos en intermediarios de las redes del tráfico de personas para enganchar a la gente de sus regiones de origen. Al señalar lo anterior nuestra intención no es -como hacen las autoridades gubernamentales mexicanas- voltear los hechos y responsabilizar a la población de lo que le ocurre sino, en todo caso, referir la extensión del necropoder y apuntar la necesidad de un amplio conjunto de investigaciones que aborde la suma de condiciones y presupuestos que explican estas dinámicas de mercantilización de la vida, la sobrevivencia a toda costa y la extrema violencia (Howard, 2022).9
Al considerar la actual política migratoria como parte de un gobierno de poblaciones más amplio, en términos analíticos, es necesario considerar el tránsito de los migrantes por separado respecto a su posterior instalación en los países receptores, toda vez que durante el tránsito se presentan dinámicas, riesgos y violencias específicos. Ahora bien, las categorías con las que se clasifica a los migrantes demarcan y posibilitan el tratamiento que recibirán en distintos periodos. Así, las personas pueden ser adscritas a distintas condiciones -«irregulares» en México, «ilegales» en Estados Unidos-, lo que no se reduce al momento de tránsito sino que corresponde a un sistema clasificatorio que acompañará a los sujetos en el destino anhelado, lo cual tiene claros efectos de conformación de clases y subordinación económica, política y social (Kearney, 2006), y al mismo tiempo da mayor profundidad al tratamiento diferenciado de poblaciones. Con todo ello, ocurre una definición de quienes pueden vivir, aquellos que pueden ser eliminados (por ejemplo, durante el tránsito); pero también de los que deben permanecer ocultos, en riesgo y con mayores tasas de explotación, persecución y castigo.
Así, la irregularización de los flujos migratorios es sólo un episodio de una secuencia mayor de clasificación y control poblacional que distingue y separa a los ciudadanos legales de los «ilegales», los ciudadanos de los «irregulares»; y que en distintos momentos puede echar mano de la violencia (deportaciones individuales de integrantes de familias), la exclusión (redadas y condiciones laborales marcadamente desiguales) o la muerte (por ejemplo, durante el tránsito migratorio). Como señala Mbembe, «las poblaciones vencidas obtienen un estatus que ratifica su expoliación» (2011 [2006]: 42). En nuestro caso, desde su tránsito los migrantes son objetivados por medio de diferentes categorías que representan la sintaxis de un expolio sistemático. La necropolítica vinculada a los migrantes en tránsito resulta ser sólo un momento en la expresión de un necropoder excluyente más amplio y permanente.
Para cerrar este apartado, cabe hacer una reflexión sobre el peso que puede asignarse a la entidad estatal en relación con estas dinámicas. De conformidad con el análisis foucaultiano, el Estado no necesariamente es el centro del cual dimana el orden social, sino un espacio también gubernamentalizado, conducido por un conjunto de discursos, cálculos y campos de intervención. En este marco sería un tanto contradictorio y limitado de nuestra parte argumentar que el principal responsable de la violencia contra los migrantes es el disputado ámbito estatal, lo cual implicaría sobredimensionar la entidad. Más bien se debe reconocer que en la sociedad contemporánea prevalece un necropoder más amplio y que actualmente no encontramos en el espacio estatal un ámbito de redireccionamiento de la supeditación absoluta -y marcadamente violenta- de lo humano al capital (Howard, 2022; Jagannathan y Rai, 2022). Al respecto se puede considerar que este necropoder posibilita y decanta en diferentes necropolíticas en el seno de los Estados nacionales, como la representada por la externalización de las fronteras de los países centrales (Europa, Estados Unidos) hacia zonas de amortiguamiento o terceros países «seguros». Con todo lo cual la violencia rebasa y circunscribe al orden estatal, pero también se engarza, sintoniza y en parte dimana de él.
Lo que de un lado es biopolítica del otro es necropolítica
La aparición del virus SARS-COV-2 a finales de 2019, su propagación a principios de 2020 y las consiguientes restricciones a la movilidad de las personas durante por lo menos dos años resultó ser la tormenta perfecta para la población migrante irregularizada, que se vio sometida a crecientes controles y condiciones adversas. Las restricciones impactaron en diversos niveles, pero aquí mencionamos dos ejemplos. Por un lado, ante la contracción de las correspondientes economías,10 la pandemia presionó o empujó a una parte de la población de los países de origen a emigrar. Por otro lado, las políticas de confinamiento forzaron a la gente que transitaba por los países de paso, en este caso México, a esperar durante meses en sus regiones fronterizas y a lo largo de las «rutas migratorias» debido al cierre «temporal» de fronteras para evitar la propagación del virus.
Para ejemplificar estos dos puntos, presentamos los casos de Eunice y Gerardo,11 de Honduras y Venezuela, respectivamente. El material empírico que aquí se discute fue recabado en dos periodos distintos. Las conversaciones con Eunice forman parte de una comunicación constante que ha tenido lugar desde 2014. El testimonio de ella está basado en el intercambio de conversaciones por WhatsApp y en una entrevista digital realizada en mayo de 2020, mientras que el de Gerardo se basa en un trabajo de campo etnográfico realizado en Tenosique, Tabasco, en julio y agosto de 2021.12
Eunice llegó a un albergue para personas migrantes de Tenosique, Tabasco, en el verano de 2014 con la intención de cruzar México y llegar a Estados Unidos. Su primer intento de cruce a este país le tomó diez meses. Esperó en Tenosique a obtener el estatus de refugiada para poder cruzar México de manera más segura y en la primavera de 2015 pagó a un facilitador de cruce de frontera (coloquialmente conocidos en este corredor migratorio como coyotes o polleros) en Tijuana para ser cruzada a Estados Unidos. Ella no pudo ingresar porque el coyote contratado fue capturado en la frontera México-Estados Unidos mientras intentaba cruzar a otro grupo, por lo que desistió de su plan y decidió regresar a Honduras. En dos ocasiones más, en 2017 y 2019, intentó llegar a Estados Unidos sin éxito. En mayo de 2020, la contracción económica en Honduras, exacerbada por la pandemia de covid-19, junto con su situación familiar (Eunice es madre soltera de dos niñas adolescentes), la obligó a considerar nuevamente la emigración. Esta vez ya no a Estados Unidos -sus experiencias de paso anteriores fueron muy frustrantes para ella-, sino solo a México.
En este contexto, Eunice tenía comunicación constante vía WhatsApp con uno de los autores de este texto (Guevara). Por este medio, hacía evidente cómo las políticas de confinamiento derivadas de la pandemia en Honduras incrementaron las condiciones de precariedad en las que de por sí viven sus habitantes. Por ejemplo, antes de la pandemia, en 2020, casi la mitad de la población vivía en pobreza (Banco Mundial, 2022). Mientras platicábamos sobre cómo era la situación de confinamiento en Honduras, ella afirmaba:
[…] los fines de semana se cierra todo, todo lo que está funcionando, que es supermercados, las bodegas donde venden comestibles; donde venden granos, carnes, cosas así; las farmacias sí es lo único que están abiertos, y los bancos […]. Te dejan entrar al supermercado si es tu terminación [en el documento de identificación personal], si está en permiso vigente de que puedas entrar y de que puedas salir […]. Pagamos para que nos puedan transportar al supermercado o al banco y ya podés estarte muriendo de hambre, podés decir que tus hijos no tienen nada [para comer] y que no tienes nada en tu casa, igual no te dejan salir, no te dejan entrar a los súper, te detienen si te ven en la calle, te detienen, te llevan presa (Eunice, comunicación personal, mayo de 2020).
En el testimonio puede leerse cómo Eunice deja entrever su frustración por las medidas instrumentadas por el gobierno hondureño para combatir la pandemia de covid-19. A pesar de que las instituciones estatales, mediante sus políticas, argumentaban preservar y cuidar la vida de sus ciudadanos (biopolítica), para Eunice las medidas tomadas en su ciudad significaban padecer hambre y aumentar la precariedad en que vivía. Para ella las políticas de confinamiento significaron políticas de muerte. Pocos meses después de esta entrevista, era cada vez más complicado para Eunice cubrir las necesidades básicas de su familia. En una de nuestras comunicaciones escribía: «Este gobierno disque nos cuida del bicho, pero prefiere matarnos de hambre. Yo, a morirme de hambre aquí, prefiero morirme de hambre en el camino. Al menos no me quedo con la duda de haberlo vuelto a intentar».13 En julio de 2020 intentó de nuevo emigrar a Estados Unidos vía México, otra vez sin éxito. El aumento en la vigilancia fronteriza entre el estado de Tabasco y Guatemala complicó su cruce a México y nuevamente decidió regresar a Honduras.
Esta realidad no fue únicamente para Eunice, las políticas de confinamiento instrumentadas en los países de Centro y Sudamérica desataron una crisis económica que impulsó la migración forzada de miles de personas, a falta de opciones para cubrir sus necesidades básicas en los países de origen. En 2021 Eunice encontró trabajo en una maquiladora, con lo cual mejoró su situación económica de manera marginal; sin embargo, decidió volver a salir de Honduras, esta vez hacia un país europeo, al que logró entrar. Desde el inicio de 2022 trabaja de lunes a sábado en el cuidado de ancianos para pagar la deuda que adquirió para viajar a Europa; espera poder saldarla a mediados de 2024 y empezar a enviarles dinero a sus hijas, que se quedaron en Honduras.
En el testimonio de Eunice se pueden identificar las diversas aristas de lo que Estévez (2018) ha llamado el «dispositivo necropolítico de producción y administración de la migración forzada». Con ello, la autora hace hincapié en que las políticas migratorias instrumentadas en el contexto de la migración forzada (como el refugio en el caso de Eunice) son parte de un dispositivo que «administra la muerte de poblaciones desechables para la reproducción del capitalismo neoliberal» (Estévez, 2018). Si miramos nuevamente la trayectoria de ella podemos ver que a lo largo de su experiencia migratoria ha sido categorizada, tratada y señalada como una persona desechable. Desde los intentos fallidos de emigrar a México y Estados Unidos, donde enfrentó diversos tipos de violencia, hasta su categorización como refugiada en México, lo que le costó diez meses obtener y no la eximió precisamente de vivir al margen del Estado mexicano y de tener que regresar a su país de origen.
En sintonía con Estévez (2021), partimos de que la migración forzada se administra mediante los lentes del necropoder. La pandemia de covid-19 ofreció una coyuntura cómoda a los Estados para legitimar el reforzamiento y cierre de fronteras, para restringir y «frenar» temporalmente los flujos provenientes del sur del continente. Las consecuencias de las restricciones fueron devastadoras para la población migrante; quienes lograron cruzar la frontera Guatemala-México clandestinamente enfrentaron un panorama árido de ayuda humanitaria, que comúnmente se ofrece en las regiones fronterizas o a lo largo de las rutas migratorias en México. Ello, a su vez, aumentó la precariedad y vulnerabilidad que enfrentan los migrantes a su paso por México. Comúnmente encuentran albergues o comedores que los asisten y les brindan hospedaje, alimentación y algunas veces asistencia legal; pero muchos albergues se vieron obligados a cerrar sus instalaciones durante la pandemia.
A continuación presentamos el testimonio de Gerardo, un joven de 28 años nacido en Venezuela que llegó a Tenosique, Tabasco, en mayo de 2021. Lo obtuvimos a través de una entrevista que se alargó varios días y en la que cada tarde tomábamos agua mineral y compartíamos comida chatarra que vendían en las afueras del único albergue para migrantes de Tenosique, a donde llegaba Gerardo a socializar. Él nos narró su experiencia migratoria desde Venezuela hasta México y cómo lograba sobrevivir desde hacía un mes en Tenosique; había salido de su país tres meses antes, cruzó por la selva del Darién y luego por varios países de Centroamérica hasta llegar a Tenosique, donde se encontraba desde hacía aproximadamente un mes. Al llegar al lugar Gerardo supo que había un albergue para migrantes que podía otorgarle ayuda humanitaria; sin embargo, por protocolos de seguridad sanitaria, el albergue cerró temporalmente varias veces en 2020 y 2021. Aunque los cierres eran temporales, en el albergue tenían políticas de ingreso muy restrictivas que ocasionaron el hacinamiento de cientos de personas alrededor de sus instalaciones, lo cual provocó, irónicamente, una situación idónea para la propagación del virus.
Gerardo encontró un trabajo temporal en un lavado de autos y después de su jornada laboral llegaba a las cercanías del albergue porque allí se repartía comida a los migrantes que no podían ingresar en él. Allí lo conocimos y en nuestras pláticas diarias nos contaba su frustración por sentirse «atorado» y «atrapado» en Tenosique. Como Gerardo, miles de migrantes se quedaron «estancados» meses en los lugares de tránsito por la imposibilidad de: 1) cruzar las fronteras, que estaban «cerradas»; 2) obtener recursos financieros para continuar su viaje, o bien 3) muchos optaron por solicitar refugio en México y debieron esperar meses la resolución final de sus casos. Gerardo esperó ocho meses en Tenosique hasta obtener su regularización migratoria y seguir viajando hacia Monterrey, que era su ciudad de destino.
Efectivamente, esta tendencia de ralentización del tránsito por México se observa desde hace ya casi una década (Guevara, 2022). Sin embargo, la pandemia provocó que miles de personas se quedaran en territorio mexicano y no pudieran regresar a sus países de origen o continuar hacia la frontera con Estados Unidos. Por un lado, el cruce de la frontera sur de México se volvió más violento y precario, pues se desplegaron operativos para impedir el paso de migrantes en los puntos de cruce ya conocidos (formales y clandestinos); e incluso, en distintas temporadas, se «cerraron» oficialmente los puntos de cruce formal. Por otro lado, muchos albergues para migrantes cerraron completamente sus instalaciones y otros instrumentaron medidas muy restrictivas que ocasionaron la exclusión de mucha población migrante de paso. Por si fuera poco, las personas que lograban obtener atención humanitaria mediante los albergues enfrentaron una doble reclusión, pues ahora no solo estaban «atrapados» en territorio mexicano, sino también en los albergues, que tomaron medidas de confinamiento en sus instalaciones para la población que podían atender (Vega-Villaseñor y Camus-Bergareche, 2021).
Finalmente, el cierre de la frontera México-Estados Unidos creó un caos de confinamiento en ciudades localizadas a lo largo de la franja fronteriza. Una de las razones por las que Gerardo se asentó en Monterrey fue precisamente que la frontera de Tamaulipas con Estados Unidos, por donde él quería cruzar, estuvo cerrada durante meses.
Ya en enero de 2019, la instrumentación de los Protocolos de Protección al Migrante, mejor conocidos como el programa Quédate en México, obligaba a miles de solicitantes de asilo a esperar sus resoluciones en territorio mexicano (AIC, 2021; De Genova, 2022: 142), lo cual se combinó con la puesta en marcha de la orden de salud pública de emergencia Título 42, en marzo de 2020, en donde se prohibía la entrada de migrantes a Estados Unidos. En consecuencia, el cierre de la frontera México-Estados Unidos ocasionó más de 640 000 expulsiones a México durante marzo de 2020 y abril de 2021 (HRW, 2021). Se crearon entonces lo que algunos académicos han llamado «espacios de estancia prolongada» (Jasso-Vargas y Cejudo-Espinosa, 2021). De esta forma, una crisis condujo a otra y miles de migrantes deportados, solicitantes de asilo y migrantes de paso se encontraron experimentando una agonía en vida a lo largo de la frontera México-Estados Unidos.
Los ejemplos de Eunice y Gerardo subrayan el ejercicio necropolítico de Estados Unidos y México -este último, al menos en complicidad- contra la población migrante. Las medidas adoptadas por ambos países para combatir la pandemia de covid-19 crearon una sinergia y por medio de políticas y discursos sanitarios expulsaron, confinaron y frenaron estos flujos migratorios. En este sentido, el cuerpo del migrante sigue siendo desechable, ultrajado, operacionalizado y excluido. Los gobiernos, a través de sus regímenes migratorios, deciden que alguien merece vivir o morir.
Conclusiones: la migración como autosacrificio
En este trabajo hemos buscado caracterizar la política migratoria mexicana en torno a la migración de tránsito como necropolítica. Por supuesto, no se trata del único, el primero ni el principal país que despliega una política semejante, sino que este tratamiento corresponde a una dinámica internacional en cuanto a la migración se refiere, definida y abordada por distintos países como un asunto de «seguridad nacional» (Varela, 2015), lo que resulta un aspecto central en la geopolítica contemporánea, y en este marco tienen lugar distintas expresiones y grados de externalización de fronteras de los países centrales hacia países de amortiguamiento (Jagannathan y Rai, 2022; De Genova, 2022). En el tratamiento necropolítico de la migración los países y las regiones presentan especificidades, y aquí apuntamos sólo algunas características del caso mexicano.
En el trasfondo de este artículo se delineó una configuración territorial caracterizada por regiones y territorios de expulsión signados por la pobreza, la violencia y la exclusión; zonas de ralentización de la migración, de espera y espolio a los contingentes migrantes, incluso de su eliminación por medio de los países de tránsito (en ocasiones llamados orwellianamente «terceros países seguros», y cabe preguntarse, ¿seguros para quién?) y países de destino caracterizados por la ilegalización sistemática de la población inmigrante, y con ello caracterizada también por la intervención estatal en la formación de clases y el establecimiento de índices específicos de explotación a poblaciones particulares. A este tratamiento, no necesariamente calculado pero no por ello menos efectivo, nosotros lo hemos denominado, por su dimensión y articulación dinámica de múltiples elementos, una expresión del necropoder. Un planteamiento apenas esbozado en este artículo y que requiere de una investigación más amplia para sustentarlo.
Con todo, la paradoja es que el necropoder, el cual decanta en múltiples formas de violencia (económica, física, simbólica) contra poblaciones territorializadas, es el motor de y la respuesta a la migración. En efecto, en ocasiones parte de los integrantes de las poblaciones excluidas territorializadas, desde una autonomía relativa, buscan emigrar para dejar atrás las condiciones adversas, y en su tránsito pueden encontrar con cada vez más frecuencia un ahondamiento del expolio, la violencia y la explotación. Al tenor de los planteamientos foucaultianos de «estrategias sin estrategas» (Escobar, 1996: 100), hemos de insistir en que el necropoder no es una dinámica calculada, sino simultáneamente causa y efecto; una fuerza que empuja pero también contiene a los contingentes poblacionales. Metafóricamente, una máquina que se retroalimenta. En seguida, en estas conclusiones referiremos un solo punto del despliegue del necropoder.
En relación con la migración irregularizada, se extiende ampliamente la observación de que, pese a los crecientes controles migratorios y el aumento en el costo monetario y humano del tránsito, la práctica no disminuye. Valga decir que siempre hay población dispuesta a emigrar pese al incremento en su rigor, los riesgos y las consecuencias fatales. En términos generales, los sujetos pueden asumir que más vale enfrentar la muerte en movimiento que morirse sin intentar la emigración, en la pobreza extrema, la violencia y la exclusión en los países de origen. Una posible lectura de esta dinámica nos la proporciona Mbembe -al retomar una discusión más longeva- con su análisis del martirio y el sacrificio: aquellos sometidos que optan por la muerte como forma de terminar con el dominio. Según Mbembe, en el marco de la opresión sistemática, que en casos extremos representa una muerte en vida, frecuentemente se han presentado casos de suicidio o sacrificio de sujetos que encuentran en la decisión sobre la muerte propia el último reducto de libertad.
En el caso de la migración de tránsito irregularizada, aunque claramente no en todos los contingentes -pues son sumamente diversos-, pero sí varios sectores de la población africana, centroamericana, sudamericana, caribeña y mexicana se embarcan en ella a pesar de que pueden encontrar la persecución, la violencia y muerte en su tránsito. Con lo cual los sujetos están dispuestos a arriesgar su integridad frente a unas condiciones sumamente adversas en los lugares de origen en términos económicos, sociales y políticos. Para decirlo pronto, la violencia, la exclusión y la muerte campean ya en los lugares de procedencia de muchos de estos contingentes, por lo que el intento de llegar a otras latitudes es una reconfiguración de la violencia, pero al menos con la posibilidad, promesa o valoración subjetiva del cambio. En estos casos, el exponerse a la muerte para tratar de alcanzar ciertas condiciones de vida pareciera ser preferible a la muerte en vida en varias regiones de origen. El sacrificio como último aliento de la libertad.
Pese a toda su crudeza, la irrefrenable búsqueda que representa la migración irregularizada debiera permitirnos vislumbrar la necesidad colectiva de emigrar de nuestros actuales territorios epistémicos. Con ello reproducimos y mantenemos incuestionadas las fronteras y clasificaciones, para decirlo en términos de Butler (2012), que distinguen, segregan y permiten eliminar a los humanos que en la práctica importan de aquellos que no.