Introducción
En su ensayo “De novelas y ciudades”, Lara Zavala afirma que: “La ciudad puede convertirse en un catalizador para la acción o, al menos, en el escenario, pero […] es un ingrediente necesario de la historia”.1 Por su parte, el filósofo Ernst Bloch sostiene que “la música ilustra la tendencia hacia el orden moral y hacia una armonía concorde”.2 En conjunto, estas afirmaciones sugieren que, tanto el espacio como el tiempo,3 tanto el territorio como la música, son condiciones de posibilidad de la ética; territorio y música generan una atmósfera entre personas, personajes y presencias, entendidas como agentes de la acción, que propician los afectos y efectos éticos determinantes de una narrativa.
A continuación, pondremos a prueba las afirmaciones anteriores a partir de un análisis de las obras: Península, Península, de Hernán Lara Zavala, y El llamado de los tunk’ules, de la escritora maya Marisol Ceh Moo.4 Lo interesante de tomar estas narrativas de manera conjunta es que giran en torno a una misma situación histórica: la Guerra de Castas que tuvo lugar en la Península de Yucatán durante la segunda mitad del siglo XIX.5
Lo que argumentaremos es, primero, que la música y el territorio constituyen un espacio literario que propicia efectos éticos dentro de estas novelas; segundo, que este espacio literario autoriza pensar las obras, siguiendo a Wayne Booth, como un tipo de oferta ética, como una compañía, es decir, como una amistad inteligible bajo la idea de Yucatán.
Es preciso aclarar que, para los propósitos aquí planteados, entenderemos por música el conjunto de elementos sonoros que vinculan y propician efectos éticos que intesifican narrativamente las decisiones existenciales y afectivas del caracter de ciertas situaciones y personajes.
Esta dimensión ética de la música, nuevamente siguiendo a Ernst Bloch, puede apreciarse cuando afirma que:
Sólo la tonalidad, lo que se expresa en sonidos, se halla referido sin más a un yo o a un nosotros. Los ojos se llenan de lágrimas, se hace la oscuridad y lo exterior se disipa y parece que sólo una fuente habla. Es la misma fuente, a menudo, que mana y burbujea en el yo-mismo intentado: este yo inquieto se oye ahora. Como anhelo y un afán conformados en sí, como una canción que se arrastra lentamente o enlaza con otras, expresando rasgos humanos siempre visibles […] El sonido expresa, a la vez, lo que es mudo en el hombre mismo.6
En este sentido amplio, consideraremos no sólo los sonidos que son melódica y armónicamente articulados con intención; tomaremos como musicales el caer del agua, el soplar del viento, los sonidos de los animales, etcétera. Nuestro interés por la música no es musicológico sino literario, es decir, nos interesa el papel expresivo de los sonidos y la manera en que permiten a tal o cual narrativa construir un mundo propicio para efectos y afectos éticos.
Para llevar a cabo lo anterior, procedemos de la siguiente manera: en el primer apartado ofrecemos los elementos centrales para el análisis llevado a cabo, a saber: la idea de ética de la ficción propuesta por Wayne Booth. En el segundo y en el tercer apartados procedemos al análisis de El llamado y de Península, respectivamente, para evaluar los efectos éticos mencionados antes. Finalmente, en el cuarto apartado hacemos explícitas nuestras consideraciones finales o coducciones a la luz de los criterios de la crítica ética de la ficción.
1. Wayne Booth y la ética de la ficción
Deudora de la escuela neoaristotélica de Chicago,7 la ética de la ficción -junto con la retórica de la ficción y la retórica de la ironía-8 constituye un eslabón fundamental del proyecto retorológico9 de Wayne C. Booth.
Aunque ciertamente asimilada dentro de los confines de la crítica literaria, nos parece que la propuesta de Booth va más allá de estas fronteras y es capaz de ofrecer una filosofía de la literatura. Más que una respuesta categórica en torno al criterio de demarcación entre aquello que es filosófico y aquello que no lo es, consideramos que la empresa de Booth cumple, por lo menos, con las exigencias que Nicholas Rescher adjudica la filosofía. Para Rescher, aunque las tendencias filosóficas son perennes, todos los sistemas filosóficos están “ligados al tiempo y condicionados a una posición en la que nunca representan más que una alternativa entre otras”.10 A partir de este pluralismo que abjura de cualquier punto fijo para evaluar la filosofía de manera unidimensional, es filosófica cualquier empresa teórica que se encargue de “[…] preguntar y responder, de una manera racional y disciplinada, todas aquellas cuestiones acerca de la vida en este mundo que la gente se pregunta en sus momentos más reflexivos”.11
Bajo estos criterios, como veremos a lo largo de este apartado, no cabe duda de que los objetos de estudio de Booth: la ficción, la literatura y la ética cuentan con las propiedades necesarias y suficientes para ser objetos dignos de atención para las cuestiones vitales en este mundo. Además, las preguntas y respuestas que Booth se plantea en torno a éstos disponen de la racionalidad y la disciplina suficientes. Por lo tanto, la aproximación y el tratamiento que Booth realiza son filosóficos. Sumado a esto, podemos agregar las siguientes razones:
a. La concepción de retórica, central para Booth, no sólo se reclama plenamente de Aristóteles, lo cual ya guarda un gesto filosófico relevante, sino que además encuentra sustento en la filosofía pragmatista. Siguiendo a Booth, la retórica es:
[…] el arte de explorar (probing) qué debería creer una persona y no el probar (proving) qué es la verdad siguiendo métodos abstractos. Es, entonces, ensuciarse las manos con la mera opinión, ofreciendo sus servicios en ambos lados de una controversia y produciendo resultados que son, en el mejor de los casos, desordenados. Y la retórica está siempre contaminada, desde el punto de vista de disciplinas más puras, por el interés de las audiencias.12
Para Booth, esta concepción se desprende del pensamiento de pragmatistas como Peirce, Dewey y James, quienes estarían en lo correcto al considerar que, para efectos de los propósitos discursivos y prácticos “la lógica no pude ser una lógica proposicional abstracta que busca verdades certeras, objetivas y divorciadas de las necesidades y deseos humanos: se necesita más bien la lógica de la investigación, y la investigación es un proceso informado por propósitos y, por tanto, por valores humanos”.13
b. Booth no sólo adopta un enfoque eminentemente ético frente a la ficción en general y la literatura en particular (hecho filosófico de suyo) sino que, para darle forma y contenido, se compromete con una ontología de la literatura que discute y confronta ante posturas filosóficas. Sólo por mencionar algunas de ellas, Booth comienza a tematizar sobre la ética de la ficción en función del realismo y la distinción entre hecho y valor, tomando en cuenta las posturas de filósofos como Hume, Wittgenstein, Williams o Putnam;14 además, defiende un pluralismo epistémico, el cual confronta con el relativismo y el subjetivismo. De nuevo sus interlocutores son filósofos como Davidson, Goodman, MacIntyre o Santayana. Ya en el plano propiamente ético o metaético se opone al consecuencialismo, reivindica un procesualismo de tipo whiteheadiano y una ética de la virtud inspirada en Aristóteles.15
c. Además de su cercanía con el pragmatismo, el propio Booth se esfuerza por mostrar que la retórica, comúnmente desestimada por la filosofía, posee las condiciones para considerarse filosófica:
Si se define filosofía como la investigación de cierta verdad, entonces lo que yo busco no es filosofía sino retórica: el arte de descubrir creencias sostenibles y mejorables en el discurso compartido. Pero las diferencias no están claramente definidas y yo, por supuesto, pienso en la investigación como filosófica en un sentido amplio. Hablar de mejorar nuestras creencias implica que estamos buscando la verdad, pues algunas creencias son más verdaderas que otras.16
d. Finalmente, como veremos más adelante, el propio Booth desarrolla una lógica para la ética de la ficción, a la cual llama “coducción”. Consideramos que, sumado a todo lo anterior, proponer una lógica propia para abordar ciertos objetos dignos de ser filosóficos (según los criterios de Rescher) cuenta ya como hacer filosofía. Si uno de los objetos a los cuales se aplica dicha lógica es la filosofía, entonces se trata de una filosofía de la literatura.
En suma, creemos que la de Booth es una filosofía de la literatura porque no sólo su metodología, sino los contenidos mismos de sus deliberaciones, son capaces de intervenir en discusiones propiamente filosófica, incluso superando las fronteras propias de la crítica literaria (si es que éstas son nítidas y relevantes). Booth, además de analizar la literatura, funda dicho análisis en posturas filosóficas bien cimentadas.17
Una vez aclarado lo anterior, podemos pasar a exponer la ética de la ficción. El primer punto a resaltar es que, a contracorriente de formalismos y relativismos, la ética de la ficción parte de la premisa de que las obras literarias y sus componentes transaccionales (autoras, personajes, lectoras) deben tratarse, en palabras de Booth: “[…] más como personas que como laberintos, enigmas o acertijos textuales a descifrar”.18
Desde este sitio de partida, la ética de la ficción reivindica el aspecto conversacional de las ficciones y la proyección de compañías narrativas, las cuales están determinadas por la idea del bien (en el sentido más amplio del término) que son capaces de provocar. Asimismo, la ética de la ficción asume el carácter plural de estas compañías y las múltiples maneras en que podemos relacionarnos con ellas.
Para Booth, posicionarse de manera crítica frente a una ficción implica comprender la lectura como “una conversación fluida sobre las cualidades de las compañías que elegimos y de la compañía que ofrecemos”.19
Antes de avanzar en esta dirección, debemos dejar en claro lo que Booth entiende por ética. Para empezar, él sostiene que la ética no se reduce a la moral: esta última es el conjunto de juicios de valor entre lo bueno y lo malo, que operan en cierto espacio y tiempo; en contraste, la ética no es un asunto que se agote en la dicotomía entre lo bueno y lo malo, sino que involucra “todo el espectro de efectos sobre el carácter o la persona o el yo”.20 La ética no es una valoración de ciertos actos aislados, sino un asunto integral en torno a lo que una persona elige ser. El objetivo de la ética, en general, y de la ética de la ficción, en particular, consiste en “cambiar a las personas”21 a partir de una descripción del encuentro del ethos de un narrador con el ethos del lector. La ética, entonces, más que un asunto de juicios o consecuencias caso por caso, es un asunto de expresión: “Expreso mi ethos, mi carácter, a través de mis hábitos de decisión en cada ámbito de mi vida”.22
Con esto, Booth recupera el concepto aristotélico de virtud, afirmando que:
“si virtud cubre todo el tipo de fuerza o poder genuinos, y si el ethos de una persona es el espectro total de sus virtudes, será crítica ética cualquier esfuerzo por mostrar que las virtudes de las narraciones se relacionan con las virtudes de las personas y las sociedades, o cómo el ethos de toda historia afecta o se ve afectado por el ethos de todo lector”.23
El ethos es, entonces, el conjunto de virtudes que articulan las relaciones dentro de una ficción. Desde el punto de vista de la ética de la ficción, tanto narradores, personajes y lectores expresan un carácter, pues todas las relaciones narrativas se presentan a la crítica como un intercambio constante de virtudes. De hecho, las ficciones como un todo pueden evaluarse en estos términos: cada ficción propone un tipo de personalidad.
Así, a contracorriente de formalismos y posmodernismos, la ética de la ficción sostiene que más allá de la estructura, de los márgenes y los intersticios, “las historias sí importan”,24 son el núcleo de la ficción. Como afirma Booth, una ficción
“ofrece una historia alternativa acomodada en un mundo creado que es en sí mismo una nueva alternativa fresca al mundo o los mundos que previamente servían como fronteras de la imaginación del lector. Cada obra de arte o artificio, aun la más simple melodía sin letra determina hasta cierto punto cómo será vivido al menos este momento”.25
Asimismo, privilegiar las historias y la manera en que se experimentan en un momento dado implica un compromiso filosófico con el procesualismo,26 que aleja esta crítica de toda ética consecuencialista: la ética no se piensa en términos de medios y fines, sino como un proceso, un devenir.
Para Booth, los efectos éticos no se generan al final de tal o cual ficción, no son algo así como la conclusión de un juicio. La crítica ética no se reduce al cálculo de si “una determinada narración funcionará para bien o para mal en la vida de otros lectores después de haber dado vuelta a la última página”.27 Al contrario, los efectos, a diferencia de las consecuencias, se despliegan a lo largo de toda la experiencia narrativa. Por lo tanto, las preguntas relevantes para la crítica ética no interpelan a los resultados. La ficción no es un cálculo, sino una vivencia.
Booth sugiere que las preguntas críticas adecuadas son, por ejemplo: “¿Tengo que creerle a este narrador y aliarme con él? ¿Deseo ser el tipo de persona que este contador de historias me pide que sea? ¿Aceptaré a este autor en el pequeño círculo de mis verdaderos amigos?”;28 más aún: “¿Qué clase de compañía me ofrece hoy? ¿a qué clase de encuentro vital se parece una determinada experiencia de lectura?”.29
Plantear estas preguntas demanda posicionarse frente a una ficción como si se tratara de una oferta de amistad, implica tratarla y hacer como si ella, en su devenir, me tratara como un amigo. Debido a ello, Booth sostiene que si una ficción debe ser pactada como una amistad, entonces los criterios relevantes para criticarla serían las invitaciones que propone, la responsabilidad que asigna, la intensidad de compromiso, la coherencia y consistencia del mundo, la distancia entre sus mundos y el nuestro, la actividad sugerida o exigida.30
Sumado a lo anterior, debemos mencionar que si la ética de la ficción se comprende no como consecuencia, sino como proceso, y si se trata de la elección de una compañía más que de una búsqueda por la última verdad de la misma, entonces la ruta crítica para evaluarla no puede explicarse a partir de un conjunto de deducciones (conclusiones necesarias desde premisas verdaderas, vía reglas formales de inferencia) o de inducciones (generalizaciones cuantitativamente probables a partir de casos particulares), sino que exige un tipo de juicio muy particular que Booth llama “coducción”.
La coducción es el recurso argumental que permite crear “comunidades retóricas”, es decir, grupos discursivos en los cuales surgen preguntas como: “¿Quién cree en esto?, ¿por qué lo creen?, ¿Realmente lo creen?”.31 A pesar del pluralismo, la coducción y la comunidad retórica que genera permiten desmarcarse del relativismo, ya que brindan un criterio el cual propicia la conversación con un mínimo de objetividad y sin pretensiones absolutistas (sin prescripciones y proscripciones universales, como las llama Booth).
La primera característica de la coducción es que nuestras valoraciones iniciales frente a una ficción son análogas a nuestras valoraciones iniciales cuando conocemos una nueva persona, por lo cual resultan inevitablemente comparativas: debemos echar mano de nuestra propia historia y nuestras experiencias con otras ficciones para sugerir que son de tal o cual tipo. Cuando conocemos una persona, los criterios con los cuales contamos para evaluarla son nuestras experiencias previas con personas que se comportan y reaccionan de manera similar. Lo mismo sucede, afirma Booth, con las ficciones, ya que vamos intuyendo distintos tipos de valores en función de las narrativas previas con las cuales nos hemos relacionado.
La segunda característica consiste en que, una vez realizada la comparación, se haga explícita como parte de una conversación, la cual nos permitirá reafirmar nuestra valoración inicial, o replantearla a la luz de otra opinión sobre ella. Por último, vendrá el juicio. Pero, debido a que no estamos ante una deducción ni ante una inducción, éste no es una conclusión ni un cálculo; se trata más bien de una especie de ponderación, desde la cual nuestras apreciaciones son siempre provisionales, abductivas, falibles y contingentes, pues son resultado de una noción directa de que algo, que ahora se encuentra frente a nosotros, ha producido una experiencia que nos parece comparativamente deseable, admirable, amable, etcétera.
La coducción no es demostrativa ni apodíctica, tan sólo pretende sugerir y depende de gran manera del deseo de ser revisada y corregida en un constante diálogo con uno mismo y con otras ficciones y personas: “únicamente el tiempo puede producir las demás comparaciones capaces de enseñarnos, nuevamente por coducción, si nuestras apreciaciones originales pueden confirmarse en la experiencia ulterior”.32
En suma, al recuperar los conceptos aristotélicos de carácter, virtud y amistad, la ética de la ficción es una alternativa crítica que, a través de la coducción, hace frente a los excesos formalistas y las ligerezas relativistas, además de que permite reivindicar el pluralismo sin claudicar en la búsqueda de contextos de intercambios conversacionales guiados por la objetividad, y apunta, sin dogmatismos ni moralinismos, al carácter eminentemente ético de la narrativa.
2. Territorio y música en El llamado de los tunk’ules
El llamado de los tunk’ules de la escritora maya Marisol Ceh Moo, novela publicada en 2011, da cuenta del papel libertario en Yucatán de Santiago Imán, quien, en recuerdo del aqueo de intonsa cabellera, sale de su encarcelamiento político por enfrentar al gobierno centralista de Santa Anna y emprende el regreso a casa, a Tizimín, durante una tarde lluviosa de 1839, para reencontrarse con su esposa María Nicolasa Virgilio, quien lo espera sin tejer, pero pacientemente y con las mismas ansias de libertad.
La novela acontece durante los ocho años de rebeldía maya encabezada por Imán, previo al inicio de la Guerra de Castas; y termina en 1953 con la muerte de Imán, olvidado, deprimido y decepcionado ante el devenir del proceso de liberación que había comenzado.
El nudo ficcional de esta novela, que la desmarca de ser tan sólo un relato histórico o biográfico, es la incorporación del mito como gesto decisivo de la narrativa: después de una dolorosa derrota de los mayas frente al ejército centralista, Imán es guiado por el Uicab Ek y su sabiduría ancestral para convertirse en “El Volador” y lograr la victoria frente a sus adversarios. Así, entrelazados, historia y mito consiguen generar una atmósfera que se antoja como mitología realizada, más que como realismo mágico.
El llamado es una obra bastante económica en cuanto a personajes se refiere, pues a pesar de la presencia de figuras paradigmáticas de la Guerra de Castas como los gobernadores Barbachano y Méndez, o como los caciques mayas Jacinto Pat y Cecilio Chí, Ceh Moo centra su atención narrativa y sus recursos retóricos en la figura de Santiago Imán y su destino, el cual, como hemos dicho, a ratos se desmarca de los tenores históricos de la guerra y alcanza plena autonomía de sentido narrativo y ético. Aparecen pocos personajes, pero potentes y decididamente guiados por la intervención provocativa de la narradora, quien ofrece personalidades éticamente sugerentes, como la de María Nicolasa Virgilio y sus virtudes que exceden por mucho cualquier determinación social del género, por lo cual Ceh Moo no tiene empacho en colocarla a la cabeza de la rebelión; o figuras como la del maya Uicab Ek y sus poderes míticos;33 o como la reivindicación de la comunidad afroamericana de San Fernando Aké.34
Pues bien, el inicio de esta novela viene de la mano con un gesto sonoro, el cual resuena en la dialéctica (o tal vez como contrapunto) entre el escándalo de la lluvia y la puesta en escena de “callejuelas solitarias”,35 entre la escandalosa humedad y el solitario suelo que enmarca el regreso de Santiago Imán a Tizimín. El sonido del territorio propicia el encuentro cara a cara con la imagen de la rebeldía, pues el contrapunto del comienzo armoniza con una de las constantes del carácter de Santiago Imán: “ir en contra de lo establecido”.36 El territorio es capaz de situarnos frente a una compañía que no es dócil, alguien que, irónicamente, en un escenario presto para la tristeza y el letargo, por contraste: “levantaba los brazos […] con una alegría que rayana en lo infantil”.37
La relación que El llamado genera entre la música y el territorio es ideal para un devenir que va desde un día “terriblemente soleado” hasta el “gozar de la lluvia fría”.38 El territorio estetizado y la música territorializada motivan la relación ética, a través del devenir en imágenes tan ligeras como “la tarde se escondía” o la “laguna silenciosa”, en las cuales es posible perder la mirada o sentir que la existencia es una “lluvia de olvido”.39
El territorio yucateco propicia símiles tan atrevidos (por rulfianos) como “la piel calcárea como comal”,40 que permiten intimar con existencias inhóspitas en los rincones más insospechados de la Península. El carácter de Yucatán es como “una madre dadivosa” y protectora de “las desgracias que los mismos hombres causan”.41
Una vez que el territorio soporta sus devenires, la música también goza de cierta autonomía para producir sus propios efectos. El llamado es una novela repleta de sonidos musicales: “Por las tardes ensayaban al sonar sus silbatos de madera y el lugar se llenaba de ruidos ensordecedores, tanto que hasta los monos se tapaban los oídos cansados de tal barullo auditivo”.42 Sus efectos éticos guardan un gesto existencial, en tanto no permiten que la decisión se deslinde de la pasión, y no se reducen a una decisión situacional entre el bien y el mal, sino el devenir y el destino entendidos como un todo: “Los tunk’ules sonaban con ese ritmo seco, melancólico, que desentonaba con la algarabía que, como trofeo de guerra, portaban los cantantes de glorias presentes y [del] porvenir”.43
A la vez, los efectos éticos de la música están estrechamente vinculados a la política que, en aquel momento, era casi sinónimo de guerra. Esto se aprecia en pasajes como el siguiente: “[…] hombres y mujeres bailaron rebosantes de alegría […] amenizados por el compás de los tunk’ules que desgranaban sonidos rítmicos que aún no daban sentencias de batallas próximas”.44
La música no sólo es propia de la victoria, lo cual se aprecia, por ejemplo, en la llegada de los enemigos blancos, a quienes “los pitidos de los silbatos de madera les taladraban los oídos, causándoles un atolondramiento”, o “el estridente y filoso barullo de los silbatos” y la manera en que “lanzaban con las balas de sus fusiles, mentadas de madres al ritmo del sonido de los silbatos”.45
Asimismo -y he aquí lo caprichoso- la música y el tunk’ul no son exclusivamente bélicos, sino que producen otros efectos y afectos; van más allá de la política y, tras las cifras de la alegría y la intervención de la narradora, se esfuerzan por convencernos de que la música y su llamado no son sólo marciales: “la formalidad no opacó en nada la alegría”.46
La música es también un recurso retórico que provoca el efecto ético de la esperanza, como cuando Imán, después de la derrota, vuelve a convocar a la lucha: “Gamboa tocó el cuerno en la espesura de la selva. El sonido grave y profundo se extendió por todos lados. Minutos después el sonido de los tunk’ules iniciaba un diálogo extraño, críptico e indescifrable, con el sonido emanado del asta de un toro sin historia. La selva de mediodía se llenó de algarabía. La rebelión seguía viva”.47
La música produce incluso su propio lenguaje, una forma de comunicarse de manera armónica con los ecos del territorio: “En medio del bullicio incontenible de una multitud encarnecida surge la voz monocorde de un lejano tunk’ul que llama al silencio. Sonido cifrado de un lenguaje remoto que llama al diálogo silencioso, interno, de esos hombres que cuando callan dicen más de lo que saben”.48
Así, El llamado, como la décima sinfonía de Mahler, va silenciándose, al ritmo de la propia vida desmitificada de Santiago Imán, tras la “suave voz acompasada de un tunk’ul”.49
3. Territorio y música en Península, Península
Península, Península, escrita por Hernán Lara Zavala y publicada en 2008, se desarrolla durante la Guerra de Castas: comienza en 1847 y termina en 1953; va desde el autoexilio de Miguel Barbachano a Cuba hasta la resistencia de los cruzoob, pasando por el asesinato del maya Manuel Antonio Ay y la tensión del avance de los mayas desde el oriente hacia Mérida.
El núcleo narrativo se encuentra en José Turrisa, avatar literario de Justo Sierra O’Reilly, en torno a quien se construye un nudo amoroso que desdibuja los límites entre realidad y ficción.
Península es una novela densamente habitada y, en su sobrepoblación, el protagonismo termina por distribuirse casi de manera democrática, según la conveniencia de las intenciones narrativas, al punto que hay capítulos que gozan de plena autonomía, como aquél en donde se narran los recuerdos carnales de la juventud del obispo Arrigunaga, o los diarios de la señorita Bell, la institutriz inglesa que llega a Yucatán.
En Península el agua corre subrepticia, por debajo de la superficie; de esa superficie geográfica análoga a la humana, la cual se identifica con el devenir social. Así como “la piedra blanca, la piedra ocre, piedra caliza, calcárea y porosa”50 la sociedad yucateca, en su dureza, se resiste a descender a lo profundo, a las entrañas de su carácter. Pareciera que a la península, en su geografía, le va ya su propia estructura social.
Toda la novela está permeada por el juego de superficies espaciales y superficialidades personales que, incorporadas en unos cuantos personajes, como los cenotes, permiten abrir intersticios para descender a lo esencial, a ese “río de silencios” que da sustancia ética a las existencias de la novela. Debajo de esa “loza pétrea” de la sociedad yucateca, hallaremos en nuestros personajes “un río de palabras, de voces y de historia”. ¿Qué hay del territorio en donde esto acontece? El recurso retórico que se pone en juego en Península consiste en otorgarle una fuerte personalidad a Yucatán.
Siguiendo a Booth, toda ética de la ficción debe tener un carácter y Yucatán, aquí, tiene carácter. Posee el “carácter de las ciudades”:51 Yucatán siente y se ofende, padece males, le duelen su realidad y sus fallas, que no son geográficas, las cuales, de hecho, son una carencia en la Península; son males incorporados, propiamente morales: “pobre Yucatán… buscando el bien y la vida”.52 Yucatán, como toda persona, crece, busca algo como la mayoría de edad intelectual, de la cual el novelista pretende dar cuenta desde la imaginación y la memoria.
La Península, como las personas y sus relaciones, es amada, vilipendiada, maldita: “Me temo que la Península está tan maldita, como yo”,53 dice el doctor Fitzpatrick, empatizando con ella y su sufrimiento.
Noble y leal en algunas partes, heroica y liberal en otras, pero, como hemos visto, inevitablemente trágica hasta en el nombre, trágica hasta los límites del amor: “[…] afirmo que la amo, amo a esa Península, amo a Mérida y Campeche, a sus habitantes y a esa manera de hablar que refleja la música de la lengua maya con letra del legado español”.54
La península de Yucatán es, entonces, gracias a su carácter espaciotemporal, una compañía por derecho propio, un territorio con el cual podemos relacionarnos como lo hacemos con una persona que nos ofrece su amistad, la cual debemos renegar o aceptar bajo el acaecer de noches vitales que se generan a través de “el ruido de multitud de insectos y quién sabe qué otras alimañas”.
En Península, Yucatán es una oferta de amistad que, por lo caliente, a veces invita a retirarse para encontrar silencio y soledad. Bajo su compañía, cuando se viene de fuera, como da cuenta el diario de la señorita Bell, uno se siente bienvenido, pero “siempre un poco fuera de lugar”.55 Es una compañía que deviene como adagio tras las siestas acaloradas: “qué lento transcurre el tiempo en este lugar donde después de comer todo mundo duerme la siesta, cierra puertas y ventanas para evitar que entre la luz y, paradójicamente, no se recrudezca el calor”.56 Por otra parte, la música cumple una función política que marca la separación entre humanidad y naturaleza, entre blancos e indios: en los primeros se manifiesta con el carácter de acompañamiento; por contraste, en los mayas -igual que en El llamado- se insinúan los efectos del sonido que genera el carácter propio de la búsqueda de la libertad.
En los blancos, la música no pasa de aquellos valses y mazurcas europeas que preludian el baile de despedida de Barbachano. La de los mayas, en contraparte, es una música incorporada: es la de silbidos y de su identidad. Como sucede en la plaza de Santa Ana de Valladolid, la música es la expresión de la naturaleza: el “ulular de los indios” que, a diferencia de los valses y las mazurcas, trae consigo un gesto que rebasa la mera celebración y la ceremonia; un gesto auténtico de fiesta y embriaguez. A través de la música maya se nos ofrece una compañía que tiene efectos de libertad, incluso en gestos tan triviales como estar bebiendo bajo el calor.
4. Coducciones
Titular “conclusiones” a este último apartado sería atentar contra el espíritu propio de la ética de la ficción y, en especial, contra la coducción como la manera argumental en que ésta se despliega. Lo que aquí se agrega o sintetiza en torno a lo dicho sobre los efectos éticos de estas novelas no tiene otra pretensión más que propiciar nuevas comunidades retóricas, para robustecer su evaluación y apreciación.
Siguiendo a Booth, hemos intentado mostrar que el territorio y la música, enmarcados bajo la idea de Yucatán, operan en estas novelas como una condición de posibilidad para “describir los encuentros del ethos de una narradora con el ethos del lector o el oyente”, y que las descripciones “siempre acarrearán apreciaciones sobre el valor de lo descrito: los términos éticos neutros no existen”.57
El inicio de estas novelas no se asienta en suelo firme. Comienzan renegando de la tierra, sólo más adelante terminan por reivindicarla. Ambas se reclaman del flujo y los rastros que el agua traza: el agua que cae en El llamado y la que corre en Península.58 El agua que viene de arriba en una, y que fluye abajo en la otra. Son comienzos líquidos, pero también sonoros: la lluvia a cántaros y el escándalo como estética del ruido en El llamado; el silencioso flujo que susurra secretos en Península. Escándalo y silencio. Agua que cae, agua que corre: he aquí la semejanza y la diferencia originaria entre estas novelas.
A diferencia de El llamado, donde la música del corno y de los tunk’ules se confunde con el ruido de la selva, en la urbanidad de Península existe una separación radical entre el sentir y el sonar. Aunque Península es tan sonora como El llamado, la música apenas y resulta relevante frente a los “ríos de silencios” del “agua que corre”59 o “el sonido de la lluvia” que al obispo Arrigunaga le traía a la memoria los placeres permisivos de su juventud.
Diríamos entonces, para propiciar la conversación, que las sensaciones éticas de El llamado son predominantemente musicales en el sentido amplio del término, mientras que las de Península son mucho más territoriales. Consideramos que una diferencia nodal entre estas novelas radica en que el gesto propicio de El llamado es el mito, debido a su dimensión etérea y volátil; mientras que en Península es la historia, demasiado histórica, no tan objetiva pero sí objetual. El llamado incita a la esperanza y la rebeldía, se impulsa en la historia para desproyectarse de ella, pero, al mismo tiempo, muestra sensatez y humildad al regresar a ella al final, con un toque de pesimismo existencial que nos recuerda lo desolador que puede ser el camino de la libertad. Península, por su dependencia espacial, se concreta en lo histórico, sublimando la historia en la ficción. A pesar de su fuerza territorial, Península no invita al arraigo y a la permanencia, sino que, en su dispersión, la compañía se antoja como las referidas palabras de la señorita Bell: bienvenida, pero siempre algo fuera de lugar.
En suma, considerando respectivamente El llamado y Península como un todo, como personas que se expresan a través del territorio de la música, nos parece que en el caso de El llamado no sólo existen motivos para creerle en términos de veracidad y de la coherencia interna que la narrativa construye, sino que también hay razones para comprometerse con ella al punto de la complicidad, la cual aumenta conforme el devenir de las notas del tunk’ul y de los silbidos. El llamado despierta afectos de lealtad e involucramiento en el andar y el sonar, que conducen hasta ese final desolado que podría ser el de cualquiera. Esto genera una empatía plena y el deseo de permanecer acompañado por estas sensaciones, de no separarse de esta amistad.
Por su parte, si bien la veracidad y el entramado narrativo de Península son plenamente coherentes y consistentes, la cantidad de efectos que produce, a ratos tan fugaces, hacen difícil generar una empatía integral ante su compañía. La identificación y simpatía por tal o cual personaje resultan efectivas, pero a partir de los elementos aquí analizados, parece complicado sentir una confianza e intimidad auténtica ante una compañía de tal magnitud.
A partir de estas valoraciones iniciales comenzamos la crítica ética, en espera de una conversación que nos permita reconsiderar la elección de estas compañías, y abrimos camino para redondear las presentes consideraciones con aquellas coducciones que desde un análisis de los personajes de estas novelas se desprenda en un trabajo posterior.