Agotar el mito democrático
Con el fin de introducirnos en la problemática de este artículo, quisiera abrir estas líneas lanzando la siguiente pregunta: ¿qué implica agotar el mito democrático? Y es que ante los procesos contemporáneos en los que la inhospitalidad, la xenofobia y los crímenes de odio se incrementan, resulta imperante pensar cómo es que estos procesos se originan y alimentan bajo el halo de una democracia que tiende hacia la adquisición de formas totalitarias.
Así pues, de seguir a Barbara Cassin, se puede afirmar que agotar el mito democrático involucra romper con la subordinación de la democracia, tanto a una voluntad de verdad a toda costa, como a una epistemología moral sustentada en el bien y en el ser.1 Agotar el mito implica pensar que todo discurso sobre el fundamento del vínculo social democrático, en la mayoría de las ocasiones, sólo pretende justificarse a sí a través de figuras que terminan por situarse en un ámbito teológico-político. Esta justificación dependerá del ejercicio de exclusión, injusticia y violencia que emplace en su proceder.
Por lo anterior, no debe de extrañar que en lo que sigue se piensen críticamente los nexos entre la democracia y la confabulación de mitos soberanos. Frente a los embates totalitarios del presente, resulta necesario cuestionar todo mito fundador y, con él, toda estructura soberana. Esto con miras a romper con el fetiche democrático que hoy apresa a lo social; pues, según se vislumbra, existe una relación íntima entre el mito y la soberanía. Su circularidad pareciera marcar un proceso repetido sobre lo mismo, que condiciona al δῆμος (pueblo-comunidad) a fijar su carácter en un ἀρχή (principio) y en un τέλος (fin) -llámese nación, patria, raza-, bajo los cuales no hay ninguna posibilidad de autocreación y, por ende, de libertad.
Ahora bien, ¿a qué nos referimos con el agotamiento del mito? Lo primero que hay que apuntar es que, cuando se trata del agotamiento del mito, no hablamos de aquella tentativa racional de eliminar toda narrativa no inscrita en la mathesis universalis. Basta traer a cuenta las aseveraciones realizadas por Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy en El mito nazi para comprender hacia qué procesos históricos se dirigió la idea de romper racionalmente con el mito:
La “diosa Razón” era la tentativa de un mito de lo no-mítico o de un culto sin divinidad: tentativa imposible, pero que no por ello dejaba de definir, en su imposibilidad misma, una exigencia absoluta de la razón moderna, la de saberse en la imposibilidad de recurrir a un más allá mítico. El nazismo […] partió en efecto del deseo de “venganza” respecto de este atentado a la grandeza sagrada, y de una venganza que debía restaurar la posibilidad del mito, y de una salvación encontrada en él.2
En este sentido, más allá de entender el agotamiento del mito como la abolición de éste, se pensará como una apertura que lo desgarra, con intención de hacer patente su estatuto agonístico o, en términos foucaultianos, el juego de fuerzas dispuesto tras su voluntad de verdad.
Una vez expuesto el corazón de esta propuesta, el cual, como se podrá ya distinguir, reside en romper con la estratificación del devenir del δῆμος en un fetiche (nacionalista, patriota o xenofóbico), precisemos junto a Lacoue-Labarthe y Nancy qué se entiende por mito:
El mito es una ficción en el sentido fuerte, en el sentido activo formación […], o, cuyo papel es proponer, si no imponer, modelos o tipos […], tipos a imitación de los cuales un individuo -o una ciudad, o un pueblo entero- puede comprometerse a sí mismo e identificarse. […] Dicho de otra manera, el problema que plantea el mito es el del mimetismo, en cuanto el mimetismo sólo está en condiciones de asegurar una identidad.3
Así pues, el mito se compone por la disposición de modelos identitarios, en los cuales el sujeto se obliga a generar un proceso de mímesis. Es en el mito donde el δῆμος se reconoce para condicionar su trato consigo mismo y con lo otro.
Para Lacoue-Labarthe y Nancy el espectro de la imitación ha obsesionado a Occidente. La imitación de los antiguos como maquinaria política ha sido, en diversas ocasiones, un dispositivo de los regímenes totalitarios. Se trata de “la producción de lo político como obra de arte”.4 Por lo tanto, no resulta extraño que, como muestra Johann Chapoutot,5 el nacionalsocialismo alemán se volcara sobre la mitología para buscar imágenes capaces de generar en las subjetividades adeptas la necesidad de imitar.
Por cierto, se debe apuntar que dicha producción de lo político como obra de arte no terminó con la entrada de los aliados al territorio nazi. Junto con Paolo Pasolini podríamos afirmar que, en la contemporaneidad, un nuevo fascismo mimético obliga hedonísticamente a imitar lo dispuesto en imágenes. En The Power Without a Face: The True Fascism and Therefore the True Antifascism, Pasolini asevera que el pueblo se ha homologado en un único modelo, cumpliendo así con el sueño fascista.6 Por ende, no es extraño pensar que todos los dispositivos de exposición de imágenes empleen los mitos para disponer una mímesis social, tendiente al establecimiento de arquetipos.
La democracia contemporánea no se ha librado del ámbito mimético-mitológico. Por más racional que se presente, tal democracia, al precisar del espectáculo mediático para legitimarse, necesita justificación constante, y esto lo concreta por medio de la declaración de diversas narrativas miméticas.
En un texto publicado el 8 de octubre de 1983 en Le Monde, Maurice Blanchot redactó: “¿Qué es lo que atrae en el fascismo? La respuesta será breve: lo irracional, el poder del espectáculo y un resurgimiento degenerado de ciertas formas de lo sagrado: dicho de otro modo, la necesidad de una sociedad que querría recuperar de nuevo los mitos”.7 Así, advertimos que, de manera cínica, en los regímenes democráticos contemporáneos hay un resurgimiento degenerado de ciertas formas de lo sagrado, manifestadas por medio de la producción de lo político como forma de espectáculo.
La formación de una cultura estéticamercadológica es la respuesta dada por los regímenes democráticos a la necesidad humana del resurgimiento de ciertos modos de lo sagrado. Bernard Stiegler afirma que, en la actualidad, la gran mayoría de los hombres vive en una miseria simbólica como consecuencia de su sujeción a una estética condicionada por el marketing.8
Así, desde las intuiciones de Pasolini y Stiegler se exhibe que el régimen más racional, aquel que pretendía imponer un alto al mito, en realidad lo retorna y lo presenta de forma cínica. Dicho cinismo reside en que, en el imaginario, la era de los mitos ha concluido, lo cual supone que ya no es necesario que los sujetos generen símbolos, aun y cuando la soberanía democrática no deje de posicionar símbolos míticos en el imaginario social. En la contemporaneidad se sitúa la idea de que la verdad está ahí, es calculable y accesible racionalmente. La estética, por lo tanto, se muestra como una forma más de consumo.
Ahora bien, siguiendo a Nicole Loraux, helenista que apela por una práctica controlada del anacronismo, traigamos a juego el nacimiento de la democracia en Atenas, es decir, pensemos en la época de los sofistas; esto para liberar nuestra problemática y generar nuevas disyunciones, todo ello al considerar que “el problema no es resolver, ni esbozar causalmente el plano antiguo estudiado. […] [Sino que el] problema es […] volver al presente con problemas antiguos”.9
Así pues, pensemos en el prefacio de Los maestros de la verdad en la Grecia arcaica, donde Pierre Vidal-Nanquet asevera: “En la historia de la sociedad griega, del hombre griego, es donde hay que buscar los rasgos fundamentales que explicarían el abandono voluntario del mito”.10 ¿Qué expresa este abandono voluntario del mito y cómo podemos relacionarlo con su agotamiento?
Con el objetivo de responder a la pregunta, hagamos un paréntesis y vinculemos los dos núcleos del presente escrito: el mito y la soberanía. Para hacerlo, traemos a colación una cita del mismo texto:
“Vernant ha podido mostrar que, en las cosmogonías y en las teogonías griegas, la ordenación del mundo era inseparable de los mitos de soberanía, y que los mitos de aparición, al tiempo que contaban la historia de las generaciones divinas, situaban en primer plano el papel determinante del rey divino, el cual, tras numerosas luchas, triunfa en contra de sus enemigos e instaura definitivamente el orden en el Cosmos”.11
Los mitos son la experiencia de una estética determinada. En dicha estética se juegan los afectos y se generan las imágenes que precipitan la identificación. Los mitos de soberanía son los que ordenan la estética, al vincular y jerarquizar los afectos, produciendo un modelo, todo a partir de un ἀρχή que da sentido al orden sin necesariamente yacer en él. La soberanía, el mito, la estética y la política se juegan en ese espacio de composición activa.
Volvamos entonces a la pregunta dispuesta: ¿qué implica este abandono voluntario del mito?, en específico: ¿qué implica por parte de los ciudadanos atenienses en el siglo V a. C.? Sin dejar de ser una respuesta limitada, podría afirmar que se trata de la incursión de la palabra en el tiempo, en la acción y en el azar, cuestión que nos dirige en específico al nacimiento de la retórica, a la separación entre las palabras y las cosas y, por ende, a la producción de un espacio agonístico, en el cual se juega no otra cosa más que el sentido.
Recordemos la génesis de la retórica: nace como una interrupción del mito de soberanía impuesto por los tiranos. Jacqueline de Romilly nos asevera que, según Aristóteles, la retórica nació en Sicilia tras la expulsión de los tiranos.12 La retórica es una expresión estética-política que rompe con las jerarquías para insertar la palabra en una lucha por la producción de sentido.
Con el nacimiento de la retórica ya nada se acepta a priori. Dioses, tradiciones y recuerdos míticos son puestos en duda. W. K. C. Guthrie señala que la retórica es, por excelencia, el arte democrático que por ninguna circunstancia pudo florecer bajo la tiranía.13 La retórica sofista se precipita a agotar el mito tiránico; no lo niega, sino que lo dispone en un espacio de juego. Como señala Jacqueline de Romilly, fueron los sofistas quienes introdujeron el análisis autoconsciente del discurso en general, cuestión que provocó que la palabra se convirtiera en el centro de las preguntas por la justicia y por la verdad.14
Pienso en el ejercicio conducido en el Encomio a Helena, en donde Gorgias dispone por lo menos cinco tesis desde las cuales defiende a Helena (designio de la fortuna, decisiones de los dioses, raptada por la fuerza, persuadida por las palabras, arrebatada por el amor). Esta cuestión me permite reflexionar sobre que, en este ejercicio sofista, ya no hay una sola idea de verdad y de justicia que predetermine el sentido, sino que el sentido mismo de las ideas de verdad y justicia se manifiesta diferencialmente para que sean deliberadas agónicamente.
Retomemos pues la pregunta que inició esta discusión, la cual no puede separarse de un modo del anacronismo que demanda volver al presente con problemas pasados: ¿qué implica agotar el mito democrático? Entraña retomar el mismo movimiento crítico con el cual nació la democracia (el movimiento de producción múltiple de sentidos que enfrentó a la tiranía, por medio de la discusión agónica) para desgarrar la sumisión de ésta (en su forma totalitaria) a la voluntad verdad, y a la epistemología moral fundada en las ideas de bien y del ser.
Lo antedicho implica leer a los sofistas, en específico a Gorgias, ya no desde las disposiciones platónicas ni aristotélicas; las cuales, desde una epistemología moral centrada en la soberanía, en específico, en la mímesis, caracterizan a los sofistas como malas copias del filósofo, o peor aún, como simulacros de éste.
Jacqueline de Romilly no dejará de recordarnos que los sofistas escribieron tratados metafísicos, analizaron conceptos, pensaron la justicia, fueron, por lo tanto, filósofos en el sentido fuerte de la palabra. Resulta imperante romper con el modelo que nos ha llevado a predeterminar el movimiento sofista; identidades que, desafortunadamente, empleamos hasta la actualidad para denostar con simpleza un espacio filosófico más.
Para cerrar este apartado, quisiera apelar a una sentencia un tanto oscura de Blanchot: “En el judío, en el ‘mito del judío’, lo que quiere aniquilar Hitler es precisamente al hombre liberado de mitos”.15 ¿A qué se deberá este terror por parte de los pensadores con tendencias soberanas al sujeto liberado de mitos? ¿Hasta dónde puede conducir esa voluntad de verdad a toda costa?
La democracia agonística y la diferencia
En el siglo V la retórica sustituyó el programa estético-educativo tradicional griego; ésta interrumpió el mito tiránico, derivado de que los sofistas vislumbraron cómo entre la soberanía y el mito se entabla una estrategia de poder que predetermina la identidad del conocimiento.
Fue Michel Foucault quien, a partir del curso de 1970-1971 titulado Lecciones sobre la voluntad de saber, reprobó el estatuto bajo el cual se ha conceptualizado la filosofía sofista, esto con el fin de torcer la historia de la filosofía sobre sí misma, y vislumbrar cómo no se ha librado de esa voluntad de verdad ávida de mitos de soberanía. En dicho curso, Foucault cuestiona:
¿Es posible hacer una historia que no tenga por referencia un sistema de sujeto objeto -una teoría del conocimiento- y que se dirija en cambio a los acontecimientos del saber y al efecto de conocimiento que les sería interno? El problema consiste en apreciar la posibilidad de una inversión de la configuración tradicional que sitúa con carácter previo el conocimiento como forma o facultad, y luego los acontecimientos del saber como actos singulares […]. Es precisamente lo que querría hacer en primer lugar con referencia a los Sofistas. Analizar la aparición y la posterior exclusión de los Sofistas, como acontecimiento del saber que dio origen a cierto tipo de afirmación de la verdad y cierto efecto de conocimiento convertido a continuación en forma normativa.16
Del tal modo, en sus estudios, al destruir la historia de la metafísica, el pensador francés combatió toda disposición historiográfica que montara principios inamovibles bajo dispositivos del saber epocales (políticas de la verdad).
Para llevar a cabo lo anterior, Foucault centró su atención en los juegos del discurso, en sus estrategias. Esta cuestión necesariamente lo condujo a estudiar la retórica, en específico, la manera en la que los sofistas, entre ellos Gorgias, la experimentaban. Los sofistas, a diferencia de Platón, vislumbraron que en la palabra (y en los campos de poder generados por sus dispositivos) está dispuesta una estrategia del poder específica. Los mitos son estéticos-políticos, por lo mismo, mitos de soberanía. En ellos se juega la mímesis, la identidad, la epistemología, la estética y la hermenéutica de sí. Foucault señala: “Con Platón comienza un gran mito occidental: que existe una antinomia entre saber y poder. Si hay saber, es preciso renunciar al poder. Ya no puede haber poder político allí donde el saber y la ciencia se encuentran en su verdad pura. […] Este gran mito debe ser destruido […]. El poder político no está al margen del saber, está imbricado en el saber”.17
Con miras a esbozar lo anterior, pensemos en uno de los textos del denominado último de los eléatas: Περὶ τοῦ μὴ ὄντος (Sobre lo que no es), también conocido como Περὶ φύσεως (Sobre la naturaleza). Dicha obra, dedicada a desagarrar el pensamiento parmenídeo, es un texto que, desde la visión de Giorgio Colli: “acepta discutir eleáticamente en términos de ser y noser, y discutir el método dialéctico, para lograr luego la negación precisa del contenido doctrinario de los eléatas”.18 Gorgias emplea la metodología de los eléatas, habla con los mismos significantes y se aboca a pensar con las estrategias de los conceptos fundamentales de dicha teoría, con el fin de destruir la composición misma de su pensar. Gorgias combina la estética del pensamiento eléata y utiliza sus figuras miméticas para señalar los dispositivos soberanos en los cuales el pensamiento se encierra, para interpretar el todo a partir de modelos lógicos preestablecidos. En términos deleuzeanos, podríamos apuntar que Gorgias se convierte en un extranjero dentro de su misma lengua, con el objetivo de hacerla tartamudear. Sus balbuceos producen excepcionalidades desde las cuales se expone lo impensado en lo pensado.
Sexto Empírico recuerda lo dispuesto en Sobre lo que no es: “Gorgias de Leontinos […], en la obra Sobre lo que no es o Sobre la naturaleza demuestra como verdaderos tres puntos fundamentales, consecuencia el uno del otro: el primero, que nada es; el segundo, que, aunque algo sea, es incognoscible para el hombre; el tercero, que, aunque sea cognoscible, es incomunicable e inexpresable a los otros”;19 en dicho tratado encontramos un modo diferente de ser presocrático. Para Barbara Cassin, Sobre la naturaleza es un discurso que excede a la ontología en su estado naciente,20 ya que en él encontramos no sólo la pregunta por el sentido, sino, a su vez, la interrogante por la manera en que la verdad acontece en el pensamiento y lo dirige soberanamente.
De igual forma, Sharon Crowley en su artículo Of Gorgias and Grammatology expone que la potencia transgresiva de la retórica, en específico su apuesta por la destrucción del discurso soberano (sobre el ser), a través de juegos agonísticos, ha sido negada en la historia de la filosofía por aquello que Derrida nombró metafísica de la presencia. Para Crowley, en esto reside la pobreza con la cual se estudia la actual tradición retórica. En nuestros días la retórica no es un dispositivo de transgresión del discurso, su impulso ha sido ocultado para maniatarla a estructuras predeterminadas. Crowley apunta:
La metafísica de la presencia postula una realidad, o una verdad, que existe fuera de la conciencia perceptiva del hombre, y que se precisa por no contener movimiento, esencialmente permanece sin cambio por la percepción. […] Tal suposición, tomada de la metafísica de la presencia, de que el lenguaje de alguna manera representa o describe una realidad externa a él, había impedido, hasta hace muy poco, que los retóricos pensaran en el lenguaje de manera productiva. El arte de la retórica no es un arte de la presencia, de búsqueda de la verdad; es, en cambio, un arte del uso del lenguaje, de la pragmática del discurso.21
En esta línea de pensamiento ahonda Crowley para afirmar que el elemento que Gorgias pretende pensar en Sobre lo que no es “no es nihilista ni amoral; [Gorgias] quiere liberar el lenguaje de toda atadura a la realidad objetiva, para que el lenguaje pueda ser explotado en todo su potencial […] logos no es sustancia o cosas existentes”.22 Se trata, por ende, de la apuesta por la producción contingente de sentido.
Ahora bien, continuando con el ánimo foucaultiano anunciado con anterioridad, quisiera centrarme en los dos últimos puntos principales dispuestos en Sobre lo que no es. Me interesa estudiarlos desde el horizonte del problema del sujeto. De tal modo, recordemos: aunque algo sea, es incognoscible para el hombre; y, aunque sea cognoscible, es incomunicable e inexpresable a los otros. En el artículo “Devenir e identidad personal en los sofistas”, Pilar Spangenberg afirma: “Gorgias ofrece una concepción débil de la identidad del hombre, pues este último aparece fragmentado en los diversos órganos de los sentidos, por un lado, y en el tiempo, por otro”.23 Ello conduce a que lo experimentado resulte inexpresable bajo significantes inamovibles. En el tratado Sobre la naturaleza, Gorgias no sólo habla sobre la imposibilidad de que un objeto sensible se presente de manera idéntica para los hombres (el ejemplo que da es el sabor) sino que, además, dispone la disolución misma del hombre en el tiempo. Tal fragmentación del hombre se transforma en lo incomunicable.
Otra expresión de la fragmentación del sujeto se da cuando Gorgias apunta: “igual como lo que es visible no puede volverse audible y viceversa, así lo que es, en cuanto está situado fuera de nosotros, no puede volverse discurso nuestro […] no es el discurso el que reproduce el mundo externo, sino el mundo externo el que da significado al discurso”.24 Se trata de una inversión con la cual el mundo trascendente de los significados verdaderos es puesto en entredicho, al señalarse que es externo en su vinculación kairótica con el discurso que insta a la creación de sentido. Spangenberg apunta: “el discurso no es indicativo del afuera, sino que el afuera se convierte en revelador del discurso”.25
Bajo lo enunciado, en el tratado de Sobre lo que no es, Gorgias dispone una filosofía del proceso. Spangenberg señala: “no hay una sola persona, sino una multiplicidad infinita en tanto acontece el proceso de cambio”,26 cuestión que halla grandes resonancias con la ontología histórica dispuesta por Foucault, quien en La verdad y las formas jurídicas escribe: “Sería interesante intentar ver cómo se produce, a lo largo de la historia, la constitución de un sujeto que no está definitivamente dado, que no es aquello a partir de lo cual la verdad acontece en la historia, sino un sujeto que se constituye en el interior mismo de la historia y que la historia funde y refunda en cada instante”.27
Ahora bien, en este intento anacrónico de volver al presente con problemas pasados, en donde se ha puesto en el escenario el agotamiento del mito a partir de juegos retóricos en los cuales la vinculación entre el saber y el poder se hace patente, a fin de mostrar la forma en que la retórica toma posicionamiento ante toda la metafísica de presencia, tendríamos que cuestionamos por el vínculo entre la democracia ateniense, la retórica y el movimiento sofista. Antes de realizar dicha tarea, quisiera hacer una mínima referencia al problema moral dispuesto en la retórica sofista.
Como es sabido, tal problemática fue estudiada por Platón quien, en el Sofista, gestó la caza de ese contrincante para no confundirlo más con la figura del filósofo. Así, entre muchas otras determinaciones, en Sofista encontramos que Platón define a su adversario como un cazador a sueldo de jóvenes ricos, un comerciante de conocimientos que interesan al alma, así como de conocimientos científicos, un revendedor de esos mismos conocimientos y un atleta de la dialéctica y de la retórica. A pesar de los esfuerzos por separar radicalmente a los sofistas del modelo de subjetividad que el platonismo daba al filósofo, en diversos diálogos, Platón se ve en la necesidad de remitir a algún mito para salvar al filósofo de esta embrollada confusión. Sólo en dichos mitos Platón encontrará el principio de separación que le permitirá distinguir al sofista del filósofo. En los mitos hallamos la disposición de una soberanía que vincula al filósofo con la verdad, la belleza, el bien y el ser. La epistemología se empata con una moral para predisponer la mímesis a igualar. Ante tal escenario, rompiendo con el platonismo, tenemos que concebir a varios exponentes de los sofistas, entre ellos a Gorgias y Protágoras, como pensadores amorales, mas no por ello no éticos.
Frente a la moral, Gorgias habla de salud, una salud ética desde la cual resulta imposible medicar todas las enfermedades con un mismo fármaco. Cada enfermedad expresa su singularidad y, para potencializar la salud, resulta imperante estudiar su particularidad para diagnosticarla. En este sentido, De Romilly no deja de recordarnos que el hermano de Gorgias fue doctor, y que Gorgias tuvo una gran relación con los círculos médicos, cuestión que lo obligó a pensar en el vínculo entre éstos y los oradores. El sofista cuidaba éticamente del cuerpo político, de la estética y de la epistemología desde la singularidad; desde la creación de sentido, un sentido necesariamente a-moral y a-mimético.
De tal modo, regresando al cuestionamiento por el vínculo entre la democracia ateniense, el agotamiento del mito, la retórica y el movimiento sofista, hay que señalar que todos éstos se vinculan en el elemento agonístico. La democracia sofista del siglo V en Atenas es una democracia agonística. Tras la caída del mito tiránico, la democracia posibilitó la lucha entre los sujetos por la búsqueda de salud en su ciudad, una salud en devenir que, por lo mismo, requiere distintos fármacos. En torno a ello Cassin afirma:
la dimensión de lo político como ágora para un agôn: la ciudad como creación continua de lenguaje. El discurso de los sofistas es al alma lo que el pharmakon (veneno y remedio) es al cuerpo: induce a un cambio de estado, para bien o para mal. […] [El sofista] sabe y enseña a moverse, no según la bivalencia del principio de no contradicción, del error a la verdad o de la ignorancia a la sabiduría, sino según la pluralidad inherente a la comparación, desde un estado menor a un estado mejor.28
Se trata de la retórica como un fármacon; un lenguaje retórico a-moral que, no predeterminado por el principio de no contradicción, busca la salud, aquello que potencialice la diferencia en la ciudad. En la democracia sofista la verdad, el consenso, la belleza, el bien y el ser son epifenómenos de la lucha. La democracia agonística se juega su ser a cada momento, y el estudio de la sintomatología se presenta como ese proceso en el cual los sofistas buscan brindar el mejor diagnóstico, siendo los discursos la expresión semiológica, es decir, la receta farmacológica dada a la patología dispuesta. Lo anterior es referido por Derrida cuando señala: “El fármacon es el movimiento, el lugar y el juego (la producción de la diferencia). Es la diferenzia de la diferencia”.29
El agotamiento del mito, como la insubordinación de la política a la voluntad de verdad, es una expresión de la destrucción de la metafísica de la presencia. Destrucción que, necesariamente, conduce a criticar la idea de que la democracia debe subordinarse a la lógica del consenso. Pensemos en la gran crítica realizada por Loraux al δασμός ἐς τὸ μεσον (aquello que es depositado en el centro) de Detienne.30 La búsqueda de consenso no expresa más que el miedo a la lucha. Pavor al otro, a su diferencia. Se tolera en lo que se espera que el otro asimile el modelo. Es la esperanza teleológica de que, al final, el otro termine pensando bajo la misma voluntad de verdad. Como afirman Gilles Deleuze y Félix Guattari, “mucha ingenuidad, o mucha perfidia, precisa una filosofía de la comunicación que pretende restaurar la sociedad de los amigos o incluso de los sabios formando una opinión universal como ‘consenso’ capaz de moralizar a las naciones, los Estados y el mercado”.31 De ello que los sofistas no buscaran el retorno al mito de lo igual (de lo tiránico), sino que apostaron por la constante expresión agonística. Cassin señala que, a diferencia del universal ilustrado, “el consenso sofístico ni siquiera exige que todos piensen lo mismo (homonoia), sino que todos hablen (homologia) y presten atención (homophônia)”.32 Se trata de la producción de un δῆμος que afirma que lo único en común es la diferencia. De traer al presente tal tarea crítica, se hablaría justo de una lucha en contra de cualquier forma de asimilación totalitaria.
Caos y stasis. En torno a Solón
Hasta aquí se ha apostado por agotar el mito democrático. Esto ha implicado suspender la subordinación de la democracia a la verdad, al bien moral y a una idea metafísica del ser. En otras palabras, a lo largo de estos párrafos se ha afirmado, siguiendo un modo del pensamiento sofista, que no hay una verdad en sí, un bien en sí, ni un ser en sí. Lo anterior, de trasladarse anacrónicamente al problema político contemporáneo, nos arrastra a afirmar que no hay un conocimiento democrático en sí, ni una soberanía democrática, a pesar de que haya prácticas “democráticas” contemporáneas que lo afirmen y con ello conduzcan a nuevas formas totalitarias. Es de suponer que tal aseveración genere gran malestar, no obstante, a continuación, nos sumergiremos en esta problemática. Para realizar la tarea dispuesta, me remito de nueva cuenta a un curso dictado por Foucault en el Collège de France.
El curso La sociedad punitiva fue el espacio donde el pensador francés lidió con otro olvido generalizado. Ya no aquel sobre el vínculo entre saber y poder, sino el de la obcecación de la στάσις (stasis/guerra civil). Así pues, en la clase del 3 de enero de 1973 encontramos la siguiente aseveración: “Me parece que el ocultamiento, la negación de la guerra civil, la afirmación de que la guerra civil no existe, es uno de los primeros axiomas del ejercicio del poder”.33 Tras leer esta declaración, la pregunta a responder es: ¿a qué se debe que el ejercicio del poder necesite ocultar la στάσις?
Dejemos en vilo por un instante la respuesta, y dispongámonos a pensar qué es lo que interesa a Foucault al anunciar enfáticamente la necesidad de pensar la στάσις. Así pues, en el curso encontramos lo siguiente: “La guerra civil es la matriz de todas las luchas de poder, de todas las estrategias de poder y, por consiguiente, también la matriz de todas las luchas acerca del poder y contra él”.34 La idea por acechar entonces es: cómo se dispone la στάσις como la matriz de todas las luchas de poder. Según Foucault, “el poder no es lo que suprime la guerra civil, sino lo que la libra y la continúa […] la política es la continuación de la guerra civil”.35 Tenemos entonces que, a pesar de su obcecación, la στάσις funge como espacio intempestivo-agonístico en donde se gesta la producción de la política.
Bajo lo dicho, en la obra de Foucault encontramos que la στάσις no es algo que sucede en determinado momento de la historia, sino que es la matriz en la cual todos los elementos intensivos actúan, reaccionan, se afectan y son afectados para producir y reproducir estrategias diferenciales del poder. Desde estas estrategias el poder reelabora su mitología y asienta su ἀρχή de soberanía. En palabras de nuestro teórico: “La guerra civil no puede considerarse en ningún caso como algo exterior al poder, algo que éste interrumpa, sino como una matriz dentro de la cual los elementos del poder actúan, se reactivan, se disocian, pero en el sentido de que las partes se desconectan unas de otras sin perder pese a ello su actividad, y donde el poder se reelabora, retoma formas antiguas bajo una forma mítica”.36
Regresando a nuestra interrogante: ¿a qué se debe que el ejercicio del poder necesite ocultar la στάσις? Podemos aseverar que el poder obceca la στάσις ante el continuo devenir generado por una democracia agonística; las estrategias de la forma mítica se disponen como una necesidad de brindar un orden bello y bueno que posibilite estandarizar y generar una forma mimética, en la cual el individuo pueda reconocerse y actuar moralmente. Cuando el individuo brinda su servidumbre voluntaria al orden de la verdad, de lo bueno y lo bello, el ἀρχή de soberanía se dispone como incuestionable. Es entonces que aparece un fundamento teológico-político que aprehende, jerarquiza y distingue al buen ciudadano del malo. Al hacerlo, predispone las identidades y las diferencias, el amigo del enemigo.
Una vez traído este problema del pasado al presente, pensemos en la razón de Estado moderna, en el Estado de Derecho o en la democracia liberal de la razón universal consensual, todos estos conceptos se manifiestan como fundamentos incuestionables, se precisan a ellos mismos como principios que retornan para predeterminar el orden de una buena sociedad. Sobre ello, Dimitris Vardoulakis escribe: “La soberanía es la premisa indiscutida e incuestionable asumida en la narrativa que considera a la democracia liberal como la forma constitucional más perfecta. Tácitamente, la soberanía se toma como omnipotente”.37 Tal omnipotencia obliga al sujeto a adquirir una identidad hacinada a un modelo de analogía simple, en el cual el individuo se confina gracias a que dicha analogía aporta una seguridad y una planificación de vida que dan sentido al caos. Se trata de conformar un horizonte totalitario para brindar una seguridad ficcional.
El ejercicio del poder necesita ocultar la στάσις del mismo modo en que el mito obceca su creación y vinculación con el poder, para asentarse en un orden epifenoménico. Al hacer una analogía entre lo virtual y lo actual, podemos hablar de un poder constituyente o virtual que sería la στάσις, y un poder constituido o actual que dispone el ἀρχή de soberanía. Siguiendo a Henri Bergson, lo virtual es obcecado y, por ende, lo actual termina por dominar cuantitativamente la experiencia del sujeto. No resulta extraño, por lo mismo, que en la democracia contemporánea todo esté predeterminado por estadísticas demográficas insertas en lo actual. Niveles de felicidad y tendencias del electorado, entre otras, son predeterminadas por las multiplicidades cuantitativas.
Para romper con la lógica soberana dispuesta por el mito democrático, hay que “aplicar la prueba de lo verdadero y de lo falso a los problemas mismos”,38 es decir, pensar en cuáles son y cómo es que se componen los falsos problemas. Traigamos un ejemplo. Bergson piensa que la inteligencia, al estar anclada en lo actual y, por ende, en las multiplicidades cuantitativas, genera problemáticas falsas al creer “pensar lo inestable por medio de lo estable, lo moviente por medio de lo inmóvil”.39 Dejar de pensar lo inestable por medio de lo estable y lo inmóvil, para así aplicar la prueba de lo verdadero y de lo falso a los problemas mismos, es una fórmula con la cual podemos agotar el mito y abrir el campo de pensamiento democrático agonístico. Abrirnos al pensamiento de la στάσις, hacia lo incuestionado en la política soberana. Para Vardoulakis resulta imperante no olvidar la distinción entre democracia y soberanía: ya que la democracia misma es στάσις.
Para afirmar lo anterior, Vardoulakis nos remite a una ley de Solón, el primer jefe del partido demócrata. Dicha ley fue retratada por Aristóteles en la Constitución de Atenas: “Cualquier ciudadano que durante una revuelta civil no empuñe las armas a favor de un partido será incurso en pérdida de sus derechos cívicos y considerado indigno de derechos políticos”.40 Para Vardoulakis, mientras la política soberana y sus mitos desean obcecar la στάσις para disponer un orden, lo que la ley de Solón proclama es que la crisis es la condición de ciudadanía en Atenas, más aún, que la στάσις es la expresión misma de la génesis política ateniense. Democracia y στάσις son inseparables. Cuando son separadas aparecen los mitos de soberanía que terminan por producir adémia (falta de pueblo). Vardoulakis afirma: “Solón ve la crisis como una forma de ser, como una condición de existencia, y está decidido a que su constitución democrática lo reconozca”.41
La adémia es producida cuando se piensa lo político inestable por medio de un principio político estable. Frente a ese ἀρχή de soberanía, la afirmación de la στάσις implica agotar el mito, lo cual abre un espacio en donde lo ontológico, lo ético y lo político convergen. Ese espacio intempestivo necesariamente desgarra cualquier identidad, destruye y fragmenta al sujeto, como lo hace patente Gorgias, para abrirse a lo otro. Vardoulakis señala: “La imbricación ontológica-ética-política es posible por la introducción del otro. No hay agon cuando uno está solo. Agon es posible cuando un otro está presente para enfrentarse”.42 Tal espacio agonístico es un espació ético y no moral, capaz de soportar la diferencia en sí. En la afirmación de la στάσις y de su agonística, la democracia ya no se reduce al ámbito de lo actual, sino que se piensa en el vínculo entre lo actual y lo virtual, entre el poder constituyente y el poder constituido.
Regresemos entonces a la pregunta: ¿a qué se debe que el ejercicio del poder necesite ocultar la στάσις? Para allanar dicha cuestión remitimos a Loraux, helenista que desde la óptica de Giorgio Agamben y Vardoulakis abrió el campo de estudio de la στάσις.
En La ciudad divida Loraux nos presenta un olvido paradójico: la necesidad de no olvidar que hay que olvidar. La autora expone su proyecto de la siguiente manera:
En su comienzo, nuestro proyecto era comprender un hecho político, es decir, que es lo que llevaba a los atenienses en el año 403 a. C. a prestar juramento de “no recordar los males del pasado” [...] En el comienzo, pues, el proyecto era comprender un momento clave de la historia política de Atenas: después de la derrota final en la guerra del Peloponeso, después del golpe de Estado oligárquico de los Treinta “tiranos” y sus exacciones, se produce el retorno triunfante de los resistentes demócratas, que se vuelven a encontrar con sus conciudadanos, adversarios de ayer, para jurar con ellos olvidar el pasado de común acuerdo.43
El 403 a. C. figura entonces como el año en que aparece una de las primeras formas de amnesia democrática soberana. No recordar los males del pasado implica no recordar la στάσις. Para Loraux, se trata del olvido de la política como tal. Vardoulakis asevera que es la primera articulación soberana; el primer acto real de soberanía: “Loraux se ha topado con la primera iteración de la artimaña de la soberanía”.44
Junto a Loraux, interroguemos: “¿lo político equivalente a la ciudad en paz?”,45 a lo cual, como nos han señalado una y otra vez los sofistas, habrá que apuntar que no. La “polis del consenso sirve de ideología a la ciudad dividida ya que su figura tranquilizadora niega hasta la posibilidad de pensar las divisiones reales”.46 Negar la στάσις implica recubrir la ciudad con una utopía que no afrenta el núcleo político, ese núcleo virtual que se actualiza de manera diferencial. Frente a la idea de que lo común es la idea de verdad, de belleza, de ser y de consenso, Loraux señala que lo común es la στάσις y el vínculo de ésta con los juegos del lenguaje, es decir, con la retórica.
Cabe apuntar que, tanto Agamben como Vardoulakis catalogaron la tesis de Loraux como un desafío a la interpretación teológica-política de la soberanía de Carl Schmitt. Por un lado, Agamben apunta: “Se comprende, entonces, la razón por la cual la exclusión del juego era tan importante para Schmitt. Las guerras agonales decididamente ponen en tela de juicio la relación circular entre la enemistad y guerra que defina lo político. Si es posible una guerra sin enemistad […] lo que desaparece es precisamente el criterio que permite discernir entre la ‘seriedad’ de lo político y el impolítico divertimento”.47 Se trata de una máquina de guerra que desajusta lo político al someterlo al juego; igual que la retórica desajusta el mito al someterlo a los juegos del lenguaje. Basta recordar el final del Encomio a Helena, donde Gorgias afirma que ha escrito dicho discurso como un encomio y, al mismo tiempo, como un ejercicio para su propio juego: “ἐ̓μον δὲ παἰγνιον”.48
Por otro lado, Vardoulakis señala que la ley de Solón, como la ley de στάσις, no acepta el ciclo soberano. La ley de Solón es el corazón mismo de la democracia: la crítica y deslegitimación de los mitos de soberanía, al señalar la contingencia política y la necesidad de tener siempre una ciudad dividida: “La democracia requiere participación, lo que a su vez requiere toma de posición, y esto significa que lo político se apoya en la división de la polis y en que uno de los partidos prevalecerá en la toma de decisiones”.49 De tal modo, para Vardoulakis resulta imperante agotar todo mito soberano. Tal interrupción permite experimentar el campo intensivo; la sintomatología desde la cual el poder deriva a la semiología que lo legitima. Con las tesis de Schmitt en mente, en específico las dispuestas en su Teología política, en donde se afirma: “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción”,50 del mismo modo que dispone la idea de que la única posibilidad de cambio político es la sustitución de un soberano por otro, Vardoulakis dispuso la necesidad de comprender el estatuto epifenoménico del poder constituido, para afirmar la realidad del poder constituyente y su estado siempre virtual: la στάσις. Con ello rompe con el ardid soberano, es decir, con la necesidad de un afuera mítico que soporte y legitime el poder constituido. En sus palabras: “El poder constituyente conduce a la democracia absoluta porque ni inaugura un nuevo estado ni conserva uno antiguo, evitando así las aporías del poder constituido, evitando el ardid de la soberanía”.51
Como una anotación al margen, cuando se habla del estatuto agonístico de la στάσις y la importancia de no olvidar la crisis que conlleva, de ningún modo se refiere a disponer en el presente una guerra civil en su cariz de destrucción. Como describe Michael Palmer en Stasis in the War Narrative, la στάσις en su forma radical conduce a la destrucción de todo vínculo social. La στάσις estudiada por Foucault, Loraux y Vardoulakis no es la del fin, articulada por el resentimiento y la venganza. En ellos la στάσις es un movimiento de insumisión y afirmación de la diferencia.
El artificio soberano frente al sentido
En el primer tomo de su Homo sacer, Agamben nos presenta una aporía, la cual denomina la paradoja de la soberanía. Ésta se enuncia de la siguiente manera: “‘El soberano está, al mismo tiempo, fuera y dentro del ordenamiento jurídico’. […] El soberano, al tener el poder legal de suspender la validez de la ley, se sitúa legalmente fuera de ella. Y esto significa que la paradoja de la soberanía puede formularse también de esta forma: ‘La ley está fuera de sí misma’, o bien, ‘Yo, el soberano, que estoy fuera de la ley, declaro que no hay un afuera de la ley’”.52 A tal movimiento podemos llamarlo el artificio o el ardid soberano, el cual encuentra gran resonancia con el ardid del mito. Tanto el ardid de la soberanía como el del mito parecen artificios generados por un mismo proceso, uno que obceca y exige no olvidar que hay que olvidar el caos, la στάσις, así como el proceso de generación y devenir. Los ardides de la soberanía y del mito forjan significantes que predisponen el estatuto moral e identitario del sujeto de conocimiento. Con ello, conducen a la mímesis y a la teleología.
Con miras a precisar lo anterior, traigamos a cuenta el mito dispuesto en el "Gorgias", de Platón. Recordemos que "Gorgias"es un diálogo donde participan Querofonte, Gorgias, Polo, Calicles y, por su puesto, Sócrates. De manera sucinta, podemos señalar que el diálogo se aboca a pensar el vínculo entre la retórica, el poder, la justicia, el bien y la virtud. Entre muchos elementos, Sócrates cuestiona si la retórica es un arte, pues piensa que sólo es una práctica.53 Para Sócrates, si la retórica es sólo una práctica, está vinculada con el placer, lo cual implica que no se relacione con el bien en sí. Para él la retórica es adulación,54 un dulce que encanta a las multitudes y que, en el régimen democrático, se vuelve sumamente peligroso pues termina por conducir a modos diversos de impiedad.55 Entonces el diálogo llega a un gran encuentro agonístico: el enfrentamiento entre Calicles y Sócrates. En esta parte, Platón no se contiene y critica con vehemencia las instituciones democráticas atenienses como la tragedia56 y la asamblea: “Pericles ha hecho a los atenienses perezosos, cobardes, charlatanes y avariciosos al haber establecido por primera vez el estipendio”.57 Para Sócrates no ha existido un buen político del partido democrático ateniense; todos han sido injustos, los peores.58
Ahora bien, a lo largo de todo el "Gorgias", Platón refiere a un posible juicio que pesará sobre Sócrates. Ante la posibilidad de que Sócrates sea enjuiciado injustamente, gracias a la práctica retórica, Platón dispone el mito del juicio de las almas después de la vida.59 En dicho mito, Platón relata cómo en los tiempos de Cronos los vivos eran enjuiciados el día de su muerte por jueces vivos. Esto conducía a que muchos de los enjuiciados, al ser bellos de cuerpo y al hacer uso de la práctica retórica, produjeran juicios defectuosos, lo que les permitía ingresar a la Isla de los Bienaventurados en lugar de ir al Tártaro. Entonces, Zeus, tras ganar el poder, decidió encargar a Radamantis y a Éaco (jueces muertos) la tarea de enjuiciar a los hombres una vez que murieran (omitiendo a los hombres el conocimiento anticipado del día de su muerte). Muertos, se les despojaba de su corporalidad, por lo que el alma se constituía como aquello que expresa en sí su belleza y piedad. Reyes y esclavos eran vistos como en realidad son. Por fin, se produce la separación entre la verdad y la apariencia, entre el ser y el simulacro. A través de este mito, la justicia está abierta a la verdad y el hombre es capaz de asimilarla. El diálogo concluye con Sócrates afirmando: “Por consiguiente, tomemos como guía este relato que ahora nos ha quedado manifiesto, que nos indica que el mejor género de vida consiste en vivir y morir practicando la justicia”.60
En un primer momento, nadie se atrevería a contradecir a Sócrates. Vivir y morir practicando la justicia no es algo a lo que se opone Gorgias. El problema reside en el artificio para arribar a tal conclusión. Recordemos la paradoja de la soberanía dispuesta por Agamben. El soberano está al mismo tiempo fuera y dentro del ordenamiento jurídico. Tras su parricidio, Zeus crea otro orden legal: él no será enjuiciado por éste y sus acciones violentas para tomar el poder tampoco; es más, tales acciones serán legitimadas. Zeus, quien está fuera de la ley, dicta que, para los mortales, no hay un afuera de la ley, todos serán enjuiciados por la misma. Todo aquel que salga de la ley será castigado hasta adquirir la forma mimética propuesta como modelo.
El problema para Platón radica en que los sofistas, al apostar por la retórica, agotan el mito al no caer en el ardid soberano. Es sabido que los sofistas se pronunciaban agnósticos, por ello sus libros fueron quemados. Recordemos a Protágoras: “Sobre los dioses no puedo tener certeza de que existen ni de que no existen ni tampoco de cómo son en su forma externa. Ya que son muchos los factores que me lo impiden: la imprecisión del asunto, así como la brevedad de la vida humana”.61 Los sofistas entendían que el ardid soberano y el ardid del mito se conjugan para legitimar la violencia, la cual se oculta bajo la idea de verdad. La disposición de la identidad, de la mímesis a seguir, cambia a partir de la manera en que se significan los mitos. Vardoulakis afirma: “La violencia soberana es siempre violencia justificada”.62 De ahí que los sofistas hicieran estallar el ardid al propiciar la producción de un sentido plural. Pensemos en las múltiples defensas de Gorgias a Helena. Él pretendía agotar el mito por medio de la expresión de una multiplicidad agonística. Gorgias y compañía rompieron con la idea de los contrarios, del amigo-enemigo, esa lógica binaria desde la cual, se piensa, se funda lo político. No hay una identidad homogénea interna que predetermine al δῆμος. Ésta es diferencial, no se niega el conflicto ni al exterior ni al interior.
Los sofistas notaron cómo los mitos expresan un campo de lucha con el cual se busca el control de la representación y la justificación de la violencia. Pensemos en los tres mitos existentes de Prometeo: el de Hesíodo, el de Esquilo y el de Platón. En el primero, Prometeo aparece guiado por la ὕβρις y su castigo está justificado por su mente tortuosa. En el segundo, el de Esquilo, Zeus aparece como un tirano y el castigo violento que ejerce sobre Prometeo es una muestra de la necesidad de criticar esa forma de justicia. Por último, en el mito de Prometeo dispuesto en el Protágoras, Zeus aparece como un dios que acepta brindar a todos los hombres por igual el fuego, legitimando al δῆμος.
Este ejemplo permite pensar cómo es que históricamente el mito muda para legitimar su violencia, en específico, su poder. De la legitimación tiránica en Hesíodo, pasamos por una crítica a la tiranía en Esquilo (tensada sobre un resorte trágico), para de ahí dar un salto y justificar la democracia por medio del discurso ofrecido por el personaje de Protágoras en el diálogo platónico. En cada uno de estos momentos del mismo mito la violencia ejercida sobre Prometeo es normalizada o no a partir del poder dominante.
Sólo al diseminar el mito, es decir, experimentando cómo las tres versiones de Prometo en nuestro ejemplo legitiman tres distintos modos de soberanía, somos capaces de criticar el modo en que dispone su ardid. Afirma Vardoulakis: “la justificación política de la violencia es parte de la estrategia retórica soberana para controlar la representación”,63 así, es posible señalar que los sofistas exploraron una vía de múltiples senderos para romper con el artificio de legitimación de ese poder, el cual, como autoridad, busca controlar la representación. Esto, si bien es cierto, contiene dentro de sí innumerables peligros; también, se establece como la única vía que no encierra el sentido en la significación.
Para concluir este escrito, quisiera traer a cuenta el texto de Jean-Luc Nancy, El olvido de la filosofía, ya que dicho texto, en su demanda de sentido, se vincula con nuestra problemática. El olvido de la filosofía comienza con una cita de Theodor Adorno: “Lo que sin vergüenza podría aspirar al nombre de sentido reside en lo que está abierto y no en lo que está cerrado sobre sí”.64 Para Nancy dicha cita es la apertura del pensamiento, su exigencia, un anuncio que aboga por lo que acaece. Aquí nada se esencia, ningún principio soberano se establece. El sentido adviene, es aceptado en su contingencia.
Frente a la significación mimética, dispuesta por un eterno retorno, el sentido se sitúa en la contingencia, para cuestionarse qué hacer ante la crisis constante. Y es que, para Nancy, el “esquema del retorno […] comporta dos implicaciones principales: por una parte, la crisis es considerada solamente superficial y, por otra, el retorno del sentido profundo deber ser el retorno de lo idéntico”.65 Este esquema del retorno, el cual da cuenta del ardid de la soberanía, ve las crisis como una patología superficial, algo que no alterará nada en lo esencial. Se olvida entonces a la filosofía, a la retórica y a la στάσις, para instaurar valores. Para significar el sentido.
Nancy señala: “cada empuje, cada efervescencia y cada innovación del pensamiento es regularmente seguida de una llamada a los mismos valores: es decir, el valor mismo, al hombre, al sujeto, a la comunicación, a la racionalidad, etc.; así como de una llamada a las mismas virtudes filosóficas necesarias para la puesta en escena de estos valores en una humanidad al fin revalorizada: la claridad, la responsabilidad, la comunicabilidad, etc.”.66 Todo se ordena miméticamente, tal y como Platón ordena la polis desde la mitología. Nancy pregunta: “¿Quién no se apresuraría hoy a estar de acuerdo, al menos en tanto que se trata de declaraciones fáciles y no de trabajo filosófico con los valores de libertad, racionalidad, comunicación, responsabilidad, dignidad y con el derecho de los hombres a compartir esos valores?”,67 es decir, ¿quién no está de acuerdo con el modelo mimético democrático contemporáneo? Y es que, continúa Nancy, “no nos soportamos sin un proyecto de significación, ni sin la significación de un proyecto”.68
Tal vez ahí radique la transgresión sofista: ser capaces de soportarnos sin proyecto de significación y sin la significación de proyectos. Pero, bcomo habíamos señalado en párrafos anteriores junto a Blanchot, eso es lo que teme y elimina sin consideraciones el poder, aquello capaz de liberarse de los mitos; de agotarlos al multiplicarlos. Lo triste, y en esto estriba el olvido de la filosofía, es que se busca que la filosofía done el sentido en tanto significación; cuando no lo hace, genera desconfianza y desprecio. Tal vez esto ha generado el descrédito de los sofistas, de ahí la necesidad de quemar sus libros en el ágora.
Ahora bien, el lector de este artículo bien podría cuestionarse si el autor no cae en lo mismo que critica, es decir, si no trato de imponer a los sofistas como un modelo, como un ardid mítico. A ello respondo que, como bien supo esbozar Platón en sus textos, ir a la caza del sofista para identificarlo es una tarea imposible. El sofista es un simulacro; una imagen sin semejanza. Si hay un modelo del sofista, se trata de un modelo del siempre otro.
Para cerrar, apostamos por afirmar junto a Nancy que “la exigencia de sentido pasa desde ahora por el agotamiento de las significaciones”,69 por el agotamiento del mito. Dicha clausura de la significación, del mito y de la soberanía no implica un olvido generalizado. La clausura aporéticamente implica una apertura; la clausura está siempre abierta por su propio inacabamiento. Como postula Nancy: romper con los ardides soberano y mítico, agotarlos, implica considerar el azar y la contingencia histórica, es decir, “al sentido como un proceso histórico, y este proceso a su vez como un desciframiento continuo, siempre renovado y relanzado, de significaciones siempre inestables o inacabadas, implica, en suma, significar ya una especie de agotamiento asintótico de la significación”.70
La pregunta es: ¿cómo generar δῆμος desde el agotamiento del mito, así como desde la στάσις?, es decir, ¿cómo producir δῆμος sin mímesis, un δῆμος que lo único que tiene en común es su diferencia; un δῆμος no subordinado a la verdad, al consenso, a la belleza, al bien y al ser atrapados por el ardid del mito y de la soberanía? Se trata, por ende, de una pregunta que nos instala en un espacio intempestivo, nos obliga pensar, a tomar partido. Nancy escribe:
Somos la comunidad del sentido, y esta comunidad carece de significación: no subsume bajo un Sentido la exterioridad de sus partes ni la sucesión de sus momentos, ya que sólo en tanto que expuesta por y a esta exterioridad y a esta sucesión es el elemento del sentido […]. Esto significa muy precisamente que es comunidad de no tener significación y porque no tiene significación. Es nuestra exposición al sentido la que hace nuestro ser-en-común y no la comunicación de las significaciones.71
Diré que es en la apertura del sentido, en la diferencia, donde el δῆμος se hace. Un δῆμος siempre porvenir, sin proyecto significante. Un δῆμος que, por lo mismo, hace frente a toda forma totalitaria al asumir la στάσις como su origen diferencial.