Contexto socioambiental actual
En los últimos años, el comportamiento impredecible del clima ha sido cada vez más notorio; el desequilibrio en la distribución de las temporadas de lluvia y sequía es evidente. Según la Organización Meteorológica Mundial existe un 93% de probabilidad de que entre 2022 y 2026 se dé el año más cálido jamás registrado.1 El cambio climático llegó para quedarse. Lo cierto es que, de acuerdo con la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, las variaciones inesperadas del clima son resultado de acciones antrópicas sobre el medio ambiente.2 Las consecuencias del cambio climático son claramente visibles: crisis alimentaria, escasez de agua, aumento de desastres naturales y pérdida acelerada de biodiversidad. A propósito de esto último, el listado de animales en peligro de extinción es cada vez mayor, alcanzando a grandes y pequeñas especies cuyo hábitat natural y condiciones adecuadas de existencia se limitan cada vez más.3
Un factor que agudiza el cambio climático y agrava sus efectos es la desigualdad estructural en el planeta, tanto entre países como entre personas. El grupo de países más ricos es responsable del 92% de exceso de emisiones históricas de gases de efecto invernadero. Sin embargo, estos mismos países han denunciado ante la Organización Mundial del Comercio (OMC), en nombre de sus empresas, a los países de renta media y baja que han promovido el crecimiento de sus industrias de energía renovable. Igualmente, el 1% más rico de la humanidad es responsable del doble de las emisiones que genera el 50% más pobre; esto muestra que el perjuicio que una persona provoca al clima es directamente proporcional a su nivel de riqueza. En contraste, las personas más pobres son las más expuestas a los desastres naturales y a los fenómenos meteorológicos extremos producto del cambio climático, pese a ser parte de quienes menos han contribuido a la crisis climática.4
Aun cuando la experiencia de la pandemia ocasionada por el SARS-CoV-2 suscitó, sobre todo en sus primeros meses, diversos planteamientos y reflexiones en torno a la necesidad de repensar la relación de los humanos con la naturaleza: ser más receptivos ante las manifestaciones de la misma, así como realizar cambios al sistema económico con miras a una mayor humanización; lo cierto es que esta “coyuntura biológica” se constituyó en el escenario para profundizar las desigualdades ya existentes en el mundo: la fortuna de las diez personas más ricas del mundo se duplicó, al tiempo que los ingresos de 99% de la humanidad se vieron disminuidos.5 La agudización del cambio climático y la profundización de las desigualdades, por encima de los clamores de solidaridad y humanización motivados por la pandemia, evidencian la existencia de una visión de la naturaleza y de un tipo de racionalidad que siguen siendo dominantes a nivel global.
Al observar las complejas situaciones que atraviesa el planeta en materia socioambiental, se hace imprescindible un cuestionamiento serio a la forma como se ha construido, especialmente en los últimos siglos, la relación humano-naturaleza en la cultura occidental, toda vez que estas situaciones son, en su gran mayoría, resultado de las acciones humanas sobre el medio ambiente. Hablar del vínculo humano-naturaleza implica referirse, en términos generales, a las interacciones entre un tipo específico de animal, caracterizado como racional y consciente, y los demás animales, seres vivientes y entidades del reino mineral, todos los cuales suelen agruparse bajo el término “naturaleza”. Por tal motivo, el mencionado cuestionamiento debe recaer sobre la manera en que el humano, al valerse de aquello que se ha considerado históricamente como lo distintivamente humano: la racionalidad y el pensamiento, ha entendido y actuado sobre la naturaleza disponiendo de ella con miras al logro de sus fines y, con ello, ha conducido a las actuales problemáticas socioambientales. Lo que sigue es avanzar en la identificación del origen de estas problemáticas, lanzando una mirada a la forma en que se ha construido la relación humano-naturaleza en la modernidad.
La relación humano-naturaleza y su forma moderna
Al situar la reflexión en el plano ontológico, hay que afirmar que la re-lación humano-naturaleza es esencialmente problemática; no es estática, sino dinámica; no hay en ella una armonía per se, sino múltiples tensiones: unidad-dualidad, materia-espíritu, necesidad-libertad, continuo-discon-tinuo, etcétera. De ahí que, hablar de una “reintegración” entre humano y naturaleza no supone el restablecimiento de una unidad perfecta pre-existente, rota por accidente por la modernidad occidental. En cambio, apunta a la posibilidad de entender la relación en cuestión desde una racionalidad dialéctica, que estimule una comprensión de los elementos opuestos como complementarios y recíprocamente implicados, lo cual permitiría pensar en una unidad de contrarios y, por consiguiente, la reintegración de humano y naturaleza.6 Se habla aquí de re-integración, pues lo que entra en juego en el ejercicio de la racionalidad dialéctica es el re-conocimiento o la con-ciencia de la pertenencia del humano a la naturaleza. La apuesta es hacia enfrentar de mejor manera los problemas socioambientales que aquejan al planeta, interpretar el momento histórico actual como uno que requiere avanzar en la armonización de esta relación, a partir de tomar en serio la mencionada posibilidad y buscar su realización. Dicho esto, resultará más fácil aproximarse a una explicación de la forma como la modernidad construyó la relación en cuestión.
En gran medida, la historia de la civilización humana es la historia de las ideas que subyacen a ésta; los acontecimientos son, la mayoría de las veces, efecto de procesos de pensamiento e ideación. De tal suerte, podemos explicar las problemáticas sociales y ambientales de nuestro presente como consecuencia de la forma en que se ha concebido y materializado la relación entre los humanos y la naturaleza; en el último siglo, como resultado de la aplicación de un cierto tipo de racionalidad erigida como dominante: la racionalidad económica del capitalismo.
Con el surgimiento del dualismo cartesiano res cogitans-res extensa y del espíritu analítico como tendencia dominante en las ciencias y la filosofía, se configuró en la modernidad una relación humano-naturaleza caracterizada por sucesivas distinciones y separaciones que, al extenderse y profundizarse, terminaron por producir verdaderas rupturas. Una ruptura es la ontológica entre el humano y su mundo o medio ambiente, al pertenecer cada uno a sustancias separadas y cualitativamente distintas. Se pierde la noción de pertenencia, y el humano, en tanto ser racional, a través del conocimiento, se ve a sí mismo como superior, destinado a ejercer poder, dominio y propiedad sobre la naturaleza. Este conocimiento, a su vez, experimenta su propia fragmentación; no es visto como un camino para encontrar una vida equilibrada en el seno de la naturaleza, sino como instrumento para obtener de ella una utilidad posible. Para tal fin debe afinarse, afilarse, especializarse y súper-especializarse. Se desprende de aquí otra ruptura con la conexión emotiva y estética que observaba la naturaleza como una realidad viva, dinámica y pletórica de potencias elementales, más cercana a la physis de los griegos, para dar paso a una realidad mecánica, desprovista de esencia y reducida a pura corporeidad en tiempo y espacio; a propiedades de número, figura, movimiento y reposo. Asimismo, se produce un quiebre antropológico, esto es, dentro del ser humano: al constituir un “compuesto” de alma y cuerpo, el humano pertenece a dos órdenes distintos del ser, pues en él coexisten dos sustancias distintas e inconmensurables.
Así pues, de estas rupturas sucesivas se derivan tres elementos clave para entender la forma en que se constituyó la relación humano-naturaleza en la modernidad:
1. El dualismo que afirma la separación entre res cogitans y res extensa, al propiciar un “abismo ontológico” debido al cual la relación humano-naturaleza se entendió (aún se entiende) como una entre “extraños ontológicos”, entre entidades cualitativamente distintas e incluso opuestas. Esto dificulta experimentar la identidad y empatía con la naturaleza, que debería ser inherente a la condición humana, pues, sea consciente de ello o no, el humano es un ser de la naturaleza, está inmerso en ella, le pertenece. Por supuesto, de la falta de identidad y empatía con la naturaleza se desprende la falta de preocupación ética por los seres vivientes, sean estos humanos o no humanos.
2. La especialización y súper-especialización en el conocimiento, que ha empujado hacia una comprensión fragmentada y parcial de los fenómenos de la realidad y de los problemas socioambientales que aquejan a la humanidad y a las múltiples formas de vida que cohabitan en el planeta; al impedir un entendimiento abarcador e integral de la naturaleza que permita pensar en soluciones de mayor eficacia y profundidad frente a tales problemas.
3. El surgimiento de una racionalidad instrumental utilitarista que evolucionó hasta convertirse en la racionalidad económica del capitalismo, aún imperante. Ésta siempre ha observado a la naturaleza, a sus elementos y fenómenos, como receptáculo del ejercicio de su poder y fuente pretendidamente inagotable de utilidad y lucro. En su afán de progreso y crecimiento económico, en su celo por la producción y el consumo de mercancías, esa racionalidad ha actuado como depredadora, ha condenado a muchas de las especies vivientes a la muerte y al sufrimiento y, en el caso de los humanos, a la incertidumbre sobre la futura supervivencia, a consecuencia del cambio climático, la degradación de los ecosistemas, la escasez de agua y alimentos, etcétera.
Estos tres elementos muestran que la modernidad, como momento histórico, construyó la relación humano-naturaleza privilegiando la discontinuidad sobre la continuidad, profundizó en la oposición y radicalizó la diferencia, desde una visión claramente dualista del mundo. En este escenario surgió una racionalidad instrumental utilitarista que es, en la actualidad, el único factor integrador en un mundo sumamente dividido: profundiza en la fragmentación, la distinción y la diferencia, para luego articularlas y subsumirlas en el universo del mercado, bajo la lógica de las relaciones económicas propias del capitalismo global. Por supuesto, ahí radica el origen de los grandes problemas socioambientales del presente, por lo cual el desafío histórico es pensar la mencionada relación en perspectiva de armonía y encuentro entre lo continuo-discontinuo, lo uno-dual, res cogitans-res extensa y entre necesidad-libertad. En esta línea, a continuación se propone un marco conceptual que busca responder a la necesidad de una visión amplia y abarcadora, orientada a una reintegración entre humano y naturaleza. Este marco conceptual se conforma a partir de elementos formulados desde ámbitos disciplinarios como el derecho, la filosofía de la biología y, sobre todo, desde la bioética. Precisamente, concebir esta última desde un nuevo enfoque será la base para la construcción del marco conceptual.
Relevancia de una bioética en sentido amplio
Se requiere, entonces, construir un nuevo marco conceptual de entendimiento de la relación humano-naturaleza que resulte abarcador y permita pensar al humano como parte integrante, como inmerso en la naturaleza. Un elemento que debe incorporarse como parte esencial de este nuevo marco de entendimiento es el enfoque bioético en sentido amplio. Éste se entiende como aquel que, partiendo de una visión unitaria y universal de la vida, reconoce la necesidad de un comportamiento ético y un compromiso moral frente a todo ser viviente. Este enfoque es mucho más antiguo que el actualmente predominante, surgido en la década de 1970 en el ámbito de las ciencias y las prácticas médicas. Su precursor fue el pastor protestante, teólogo, filósofo y educador alemán Fritz Jahr (1895-1953) quien, influenciado por el evolucionismo de Darwin y por la psicología y fisiología experimentales de su tiempo, llegó a la idea de una ética orientada hacia el cuidado de todas las formas de vida. Los principios de esta ética se derivan de la consideración de tres cuestiones inherentes al fenómeno de la vida: las necesidades de cada ser vivo, su propósito y el hecho de estar inmersos en la lucha por la supervivencia. En la línea de la reflexión ética kantiana, emulando la formulación del imperativo categórico, Jahr enuncia su propio “imperativo bioético” con el cual logra expresar la intención de su pensamiento: ¡Ante todo, cuida a cada ser vivo como un fin en sí mismo y trátalo como tal en la medida de tus posibilidades!7
Este imperativo implica extender el compromiso moral desde lo humano, ámbito de aplicación en su formulación kantiana, hacia todo lo viviente, lo cual se justifica desde la identidad elemental en la vida que poseen el humano y los demás seres vivos, pese a las grandes o pequeñas diferencias que existan entre especies. Hay, pues, un claro continuo entre las especies, resultante del hecho de que todas tienen en común ser vivientes, esto permite situarse por encima de la discontinuidad derivada de la diferenciación entre ellas. De allí que, si la vida humana es valiosa, ¿por qué no habría de serlo la de los demás seres vivos? La gran mayoría de los individuos humanos compartiríamos este razonamiento.
Surge entonces la idea de que la vida en sí misma es valiosa, por lo cual todo ser vivo, y no sólo el humano, debería ser cuidado y tratado como un fin en sí mismo, en la medida de las posibilidades. Aunque esto resulta intuitivamente claro para buena parte de las personas, no lo es cómo llevar a la práctica este imperativo; cómo cuidar y tratar a cada ser vivo como un fin en sí mismo. Para ello se requiere mirar hacia dentro de la vida; tratar de acercarse a una explicación sencilla de su dinámica para poder vislumbrar el modo en que la conducta humana se debe ajustar a las necesidades, al propósito y la supervivencia de todos los seres vivos. Por eso, planteamos un intento de explicación, entre muchos posibles, de la dinámica de la vida, para profundizar en el porqué, así como clarificar un poco el cómo del imperativo bioético.
Los seres vivos como sistemas vivos
El filósofo biopolítico Giorgio Agamben distingue en su obra Homo sacer entre dos formas de vida que coexisten en cada ser humano: la bíos, que es la vida cualificada, propia del humano en tanto ser racional y consciente, a ella pertenecen los productos del intelecto, las instituciones, los sistemas de valores y la cultura. Y la zoé o nuda vida, que es la vida sin más, la cual el humano comparte con todos los demás seres vivientes.8 Esta distinción es bastante útil para identificar el nivel existencial o plano de lo vital al cual se aplica el imperativo bioético: a la nuda vida o zoé, aquella que es común a todas las especies vivas; la vida en sentido universal. En este punto, humano, animal y vegetal se identifican plenamente, y la bioética se convierte en una ética de lo biológico en sentido amplio, pero también en sentido estricto. Todos los seres vivientes pasan a entenderse como un conjunto interrelacionado de fenómenos y procesos orgánicos-funcionales, circunscritos a una entidad biológica. Esta última será denominada de aquí en adelante, siguiendo a Maturana y Varela, como sistema vivo,9 figura útil para caracterizar al viviente dentro de la explicación aquí propuesta.
El sistema vivo es sistema porque está constituido por una estructura ordenada, y es vivo porque el orden de la estructura está dispuesto en función de producir y reproducir el fenómeno de la vida. Lo primero no parece muy complejo de asimilar, pero, ¿qué es aquello de producir y reproducir el fenómeno de la vida?
Básicamente, un sistema vivo es aquel cuyo fin último no es otro que producir sus elementos componentes y mantener su organización a partir de sus mismos elementos componentes y de su organización. Se trata de una dinámica de autoproducción: producción desde sí y para sí, también denominada autopoiesis.10 La autopoiesis es, entonces, la dinámica definitoria de lo vivo, de manera que se puede afirmar que la vida biológica es autopoiesis. De esto se deriva que el sistema vivo no es, sin más, la estructura conformada por los componentes de dicho sistema, sino, sobre todo, la dinámica de autoproducción desenvuelta entre esos componentes, en virtud de su organización. El ser viviente se constituye como un ente discreto y autónomo, en razón de que su existencia no es más que una continua autopoiesis en el tiempo. Cabe aclarar que no es que el ser viviente “utilice” esa dinámica para ser, producirse o regenerarse a sí mismo, sino que es la dinámica misma la que lo constituye como ser vivo, en la autonomía de su vivir.
La autopoiesis es una dinámica circular y autorreferencial por la cual el sistema vivo existe y se desenvuelve sin otra finalidad más allá de conservase a sí mismo al producir sus propios componentes. La estructura del sistema está organizada en función de esta finalidad exclusiva. Así, el sistema vivo posee una organización autónoma, es decir, posee una clausura operativa. Esta propiedad no implica un “cierre absoluto” o la ausencia total de interacción con el medio en el cual se encuentra el sistema vivo, pues la noción de sistema autopoiético implica necesariamente el cumplimiento de relaciones termodinámicas y energéticas.11 La cuestión es que dichas relaciones pueden presentarse en diversas clases de sistemas, muchos de los cuales no son sistemas vivos, de ahí que no son exclusivas y, por lo tanto, no son definitorias de éstos. Lo definitorio de lo vivo es la dinámica propia de la autopoiesis, basada en una organización autónoma y cerrada, en donde las relaciones termodinámicas y energéticas quedan implícitas.
Ahora, el sistema vivo tiene una cierta estructura que determina la particularidad de su forma de vivir. Asimismo, todo lo que le sucede, fenómenos o cambios que le acontecen en un instante dado, surgen como sucesos determinados por su estructura de ese instante y no por determinaciones externas. Esta última propiedad recibe el nombre de determinismo estructural.12
Valga especificar que el determinismo estructural apunta a una abstracción de regularidades por parte de un sujeto observador dentro de un marco específico de experiencia. Por lo mismo, cada abstracción tendrá validez sólo en el dominio de regularidades13 en que surja y sólo por el tiempo que dure ese dominio de regularidades.14 Así, la determinación estructural, el hecho de que un sistema vivo posea cierta y determinada estructura, permite afirmar la existencia del determinismo estructural dentro del lapso que dura el dominio de regularidades configurado por esa estructura determinada. De ahí que, si el determinismo estructural se predica de un dominio de regularidades coextensivo con la definición y propiedades de los sistemas vivos, ese dominio de regularidades durará mientras dichos sistemas posean esa definición y propiedades, y existan efectivamente.
Se ha dicho anteriormente que las relaciones energéticas y termodinámicas quedan implícitas en la dinámica autopoiética del sistema vivo. Sin embargo, el hecho de que queden implícitas en la definición de la vida no quiere decir que tengan una importancia menor para la comprensión de lo vivo. L. von Bertalanffy, quien se ocupó de caracterizar al organismo vivo como sistema, más que definir el concepto de la vida en cuanto tal, como sí hicieron Maturana y Varela, expone una idea del ser viviente como un sistema físico abierto, en estado (cuasi) uniforme, que entabla un intercambio permanente de materia y energía con su medio.15 Este intercambio se efectúa en función de la conservación del equilibrio u homeostasis16 del sistema, fundamental para la conservación del ser viviente. Esta caracterización del sistema vivo resalta el aspecto relacional que éste posee con su medio, y es compatible con la definición que se ha formulado aquí a partir de los planteamientos de Maturana y Varela, pues para estos últimos el sistema establece acoplamientos con su medio para cumplir con las relaciones termodinámicas y energéticas que le son requeridas para su conservación, a la vez que no permite el control de sus operaciones fuera de sus propios límites; de manera que todo lo que ocurre en el exterior se experimenta como una perturbación que puede compensarse por cambios internos. Lo expuesto hasta aquí lleva a concluir que el sistema vivo es un sistema abierto en su estructura, pero cerrado en su organización.
Es importante resaltar que el acoplamiento permanente del sistema vivo a su medio, en función del cumplimiento de las relaciones energéticas para la conservación de su organización, es característico de todo ser vivo, es decir, está determinado por la estructura de lo vivo, y no por la estructura de algunos seres vivos en particular. Esto implica que el campo de las relaciones energéticas, en función de la conservación de la organización de sistemas vivos, constituye un dominio coextensivo de regularidades con el universo al que pertenecen todas las formas vivientes: el universo de la vida.
Hay pues, en este dominio de regularidades identificado, un determinismo estructural por el cual todos y cada uno de los seres vivos están determinados a establecer acoplamientos con su medio, y a realizar intercambios de materia y energía con éste para conservar su vida. Este determinismo entraña que tales intercambios son necesarios para la conservación de la vida biológica; sin ellos, el ser vivo, muere. Al hablar de intercambios necesarios de materia y energía, lo que se afirma concretamente es que ciertos elementos del medio, o de la naturaleza, son necesarios de entrada para la conservación de la organización autopoiética que constituye la vida y, a la vez, la misma organización aporta otros tantos elementos al medio de salida, generados a partir de su metabolismo.
La vida definida como autopoiesis con sus propiedades derivadas: la clausura operativa y el determinismo estructural, así como la caracterización del sistema vivo como un sistema cerrado en su organización y abierto en su estructura (que establece acoplamientos con su medio) aplica universalmente para todos los seres vivientes. Si se reduce el dominio de regularidades propio de la estructura de lo vivo, a la estructura de lo vivo en el planeta Tierra, este nuevo dominio abarcaría a todas las formas de vida que constituyen lo comúnmente denominado naturaleza, incluyendo al ser humano. El humano, entendido como humano biológico es, entonces, un animal; un sistema autopoiético en plenitud de sentido, con sus propiedades y características, de modo que posee una relación de identidad con los demás animales y formas vivientes del planeta. Así, el humano está integrado a la naturaleza: sea consciente de ello o no, el humano es naturaleza y está inmerso en su complejo y extenso tejido de interrelaciones e interdependencias.
Ese tejido está constituido, básicamente, por las relaciones energéticas y termodinámicas efectuadas a través de los intercambios que los seres vivos realizan a partir del acoplamiento a su medio en la naturaleza. En el planeta Tierra, los seres vivos obtienen la energía necesaria (o la materia que se transformará en energía) de múltiples fuentes de la naturaleza; según su estructura particular, varían los requerimientos específicos de cada viviente. No obstante, estas fuentes de energía pueden agruparse bajo los términos más concretos de: aire (oxígeno), agua y alimentos. Todos los seres vivos requieren algún tipo de alimentación, al igual que todos necesitan agua. Sólo las bacterias anaerobias no requieren oxígeno para vivir, sin embargo, se sirven de otros gases para ello. Contar con estas fuentes de energía es condición necesaria (aunque no suficiente) para que el viviente como sistema se mantenga en homeostasis, equilibrio que le permite gozar de buena salud, con la cual contará si su hábitat o lugar de vivienda le proporciona unas condiciones adecuadas para ello, es decir, si cuenta con una vivienda o hábitat adecuado. Es así como se configura la necesidad biológica del aire, el agua y los alimentos, así como de la salud y la vivienda adecuada.
Es crucial tener en cuenta lo siguiente: la estructura y la organización autónoma de un ser vivo son anteriores a cualquier manifestación de pensamiento, razonamiento o conciencia que éste pudiera tener, suponiendo que efectivamente pueda tenerlos. Esto quiere decir que la clausura operativa y el determinismo estructural del ente biológico hacen imposible que los procesos orgánicos propios de la autopoiesis, y, por ende, las necesidades biológicas sean suprimidos, eludidos o si quiera modificados a través de alguna orden del pensamiento, una elección libre, una decisión racional o algún acto de la conciencia. De tal suerte, el ser humano está tan sujeto al determinismo estructural del orden biológico como cualquier otro ser viviente, y está supeditado a las necesidades biológicas de su organismo tanto como el más simple y primario de los animales.
No obstante, el humano posee elementos diferenciadores frente a las demás formas de vida: una facultad racional y capacidades cognitivas ostensiblemente más desarrolladas, así como la posibilidad de experimentar formas de conciencia más complejas y elaboradas. Desde el punto de vista de la psicología y las neurociencias, existen claras similitudes entre la conciencia humana y la que manifiesta una gran cantidad de animales no humanos, en relación con el reconocimiento de la propia existencia, del propio cuerpo y las sensaciones que experimenta, del mundo exterior y otros individuos, tanto de la propia como de otras especies.17 Sin embargo, el animal humano tiene la posibilidad de desarrollar una conciencia de sistemas complejos de representaciones y valoraciones, así como de conjuntos de saberes, prácticas y modelos de comprensión del mundo, lo cual se ve reflejado en la construcción y el uso de conceptos como: conciencia política, conciencia moral, conciencia ecológica, filosofía, ciencia o bioética, entre otros. Éstos son exclusivos, en el planeta Tierra, de la especie humana. Precisamente, esto permite entender la vida humana como una bíos particular que, antes de reivindicar el antropocentrismo característico de la modernidad todavía vigente, debe abrir el camino al reconocimiento, es decir, a la conciencia de la responsabilidad que compete a la especie humana frente al futuro de las demás, y a las acciones humanas que las afectan de uno u otro modo.
El Reino de la necesidad biológica
En este marco de potencialidades y posibilidades, es importante llegar a la conciencia del “Reino de la necesidad biológica”, configurado a partir del determinismo estructural propio de los sistemas vivos y concretado en las interrelaciones e interdependencias entre dichos sistemas, y entre éstos y su medio ambiente o hábitat natural, que no son otra cosa que los acoplamientos en función de su conservación. Comprender la sujeción de todos los seres vivientes a este “reino” es saber que ni el humano ni ninguna otra especie es libre de modificar su necesidad de ciertos elementos naturales, como el aire, el agua y todos aquellos que conforman su nutrición y su hábitat; de suerte que en ausencia o contaminación de estos elementos puede sobrevenir la muerte en una escala reducida de tiempo.
El ser humano es el animal en posibilidad de obtener la conciencia de su espacio de libertad de acción y elección y, a la vez, de percibir que los demás animales poseen también su propio margen de libertad, aunque no alcancen la consciencia de ello. Sin embargo, las múltiples problemáticas sociales y ambientales de la época actual, derivadas de la evolución del modelo de progreso moderno y su racionalidad imperante, exigen un paso adelante representado en un cambio de conciencia: plantean la urgencia de una conciencia de la necesidad intrínseca a toda la naturaleza.
Al interior del ser humano mismo, el humano biológico posee autonomía; se sitúa en un espacio anterior y exterior, fuera del alcance de la libertad de acción y elección propia del humano racional y consciente. El proceso autopoiético que es la vida biológica, del cual depende la supervivencia de los seres en el nivel más primario y elemental, debe ser percibido por el humano racional como negación o límite de la libertad: precisamente como no-libertad. Esta conciencia debe conducir al entendimiento de que la dinámica de la vida es sumamente frágil: se desenvuelve entre estrechos márgenes puestos, de un lado, por la dependencia permanente del viviente respecto al medio para lograr su supervivencia, y de otro, por la posibilidad de la muerte en un lapso relativamente corto de tiempo, al faltar alguno de los elementos necesarios para la continuidad de su vida biológica.
En este punto, la caracterización de los seres vivos realizada aquí, en función de defender la pertinencia de una bioética en sentido amplio, permite ver cómo aflora un hecho evidente: la vulnerabilidad inherente al fenómeno de la vida, realidad innegable de todos los vivientes. Es cierto que esta idea puede entenderse en muchos sentidos y atravesar muchas dimensiones, de ahí que en múltiples estudios e investigaciones se hable de vulnerabilidad social, cultural, económica, emocional, así como vulnerabilidad ambiental. Sin embargo, aquí aflora en su sentido último y más fundamental: como ausencia de libertad frente a los procesos que acaecen al interior del propio cuerpo. En el caso de la vulnerabilidad propiamente humana, a la ausencia de libertad dentro del espacio delineado por el humano biológico se debe añadir la conciencia de esa no-libertad como conciencia de la posibilidad del dolor, el sufrimiento y la muerte. Es decir, el humano es vulnerable igual que todas las especies vivas, pero, además, potencialmente consciente de su vulnerabilidad. Por ello, Emmanuel Lévinas entenderá la vulnerabilidad humana como “la exposición al otro en la propia desnudez y apertura […] de ahí que la tarea humana sea evitar, aplazar o prevenir el momento de la inhumanidad, de la traición del otro, de la ceguera de su desnudez y de la sordera a su llamada”.18 En el mismo sentido, Taylor se referirá a la vulnerabilidad como “la exposición permanente al respeto o al desprecio, al reconocimiento o desconocimiento de los otros”.19
Llegar a esta conciencia, no sólo frente a la vida humana sino frente a la vida en general, abre el camino para generar una preocupación y un interés por la integridad, propia y ajena, lo que lleva implícita una valoración sobre la vida y sus condiciones de posibilidad. Tal conciencia podría conducir a tomar acciones para neutralizar o reducir, tanto como fuera posible, las consecuencias de esta vulnerabilidad, buscando la protección de ese espacio de necesidad biológica constitutivo de los vivientes. Por esta vía, se arribaría a la consigna fundamental de que ese espacio de necesidad biológica, en tanto espacio de no-libertad, no puede entregarse, sujetarse o estar disponible para el ejercicio de la libertad de un agente exterior. Esta consigna bien podría hacer parte de una formulación posible del principio de vulnerabilidad, o incluso, un modo particular de expresarlo. Sobre esto, es importante hacer las siguientes aclaraciones.
Si bien la vulnerabilidad es una realidad o “cuestión de hecho” inherente a la vida, entendida por Hart como una de las “verdades obvias sobre la naturaleza humana”,20 y por Kottow como un “descriptor antropológico”,21 existen importantes debates en torno a la definición y los alcances de la vulnerabilidad como concepto bioético y, sobre todo, si es válido o no formular un principio de vulnerabilidad. Uno de los principales argumentos para negar que la vulnerabilidad deba ser un principio recurre a la “ley de Hume”, cuyo planteamiento es asimilable al de la “falacia naturalista”: afirma que no se puede (es inválido) derivar el deber ser a partir del ser. De allí que no se pueden deducir proposiciones prescriptivas de proposiciones descriptivas y, en general, no se pueden inferir formulaciones normativas a partir de cuestiones de hecho.
Partiendo de que la vulnerabilidad es una cuestión de hecho y que términos como derivar, deducir o inferir refieren a un razonamiento lógico-formal, resulta claro que al decir que “no se puede” derivar el deber ser, a partir del ser, se quiere expresar la imposibilidad lógica de esa derivación, dada la estructura del razonamiento deductivo. Basta con observar la sintaxis de un silogismo formalmente válido para comprender que es imposible que una proposición prescriptiva (que afirma un deber ser) se obtenga de un conjunto de proposiciones descriptivas (que afirman el ser). Esta consideración legitima la imposibilidad advertida en la ley de Hume y en la “falacia naturalista” pero, ¿es correcto sostener que toda enunciación del deber ser en relación con el ser, que se exprese en cualquier forma de discurso, entraña la pretensión de ser una deducción del deber ser a partir del ser? Dicho de otro modo: ¿es correcto esgrimir la “falacia naturalista” cada vez que nos encontramos con una consideración normativa frente a una cuestión de hecho, pues tal consideración -asumimos- presupone indefectiblemente la aplicación de un razonamiento lógico-formal entre el ser y el deber ser? También cabe preguntar: ¿una enunciación del deber ser de algo es válida sólo si proviene de una deducción a partir del ser y, de lo contrario, sería siempre una falacia?
La respuesta aquí propuesta es que, si bien la ley de Hume así como la falacia naturalista apuntan a una imposibilidad real de inferir el deber ser del ser, esto no invalida la posibilidad de emitir enunciados sobre el deber ser en relación con el ser, ni de formular proposiciones prescriptivas referidas a cuestiones de hecho, tampoco principios para orientar la conducta de los agentes frente a los fenómenos de la realidad. Esto, porque tales enunciados sobre el deber ser, las proposiciones prescriptivas o los principios no derivan de deducciones o inferencias lógico-formales a partir del ser, sino del ejercicio de la razón práctica que efectúa valoraciones y ponderaciones con arreglo a sus propios principios, en cuanto se aplica a cuestiones de hecho. Se trata, pues, de dos niveles de razonamiento distintos; dos formas de la actividad racional diferentes. Así, el razonamiento deductivo o lógico-formal no sería el único existente o válido, ni la formulación de proposiciones prescriptivas en cuanto referidas a cuestiones de hecho presupone la deducción del deber ser a partir del ser.22
Por la vía del ejercicio de la razón práctica sobre la vulnerabilidad como cuestión de hecho, se valida la posibilidad de enunciar el principio de vulnerabilidad como principio de una bioética en sentido amplio. No puede pensarse una formulación única de este principio, resulta más apropiado que su formulación se adecúe a los diferentes contextos posibles de aplicación, mientras inste siempre al respeto, el cuidado y la protección de la vulnerabilidad de la vida. Este principio no puede dejar de enunciarse, pues se trata de uno cuya amplitud y relevancia lo convierten no sólo en el más importante de la bioética, sino también en la base de toda ética.23 Además, como desarrollo del imperativo bioético de Fritz Jahr, el principio de vulnerabilidad permitiría avanzar en la materialización del mismo, en virtud del sentido normativo y prescriptivo que le confiere su carácter de principio. Esto no quiere decir que sea el único que deba enunciarse como expresión de una bioética en sentido amplio; sin embargo, la reflexión aquí se centra en este principio por ser el más relevante para la propuesta de un nuevo marco conceptual de entendimiento de la relación humano-naturaleza
Ahora, siguiendo la línea de lo normativo-prescriptivo, una alternativa para contribuir a la solución de los problemas socioambientales contemporáneos, con la implementación de acciones concebidas desde el imperativo bioético y el principio de vulnerabilidad, es a través del Derecho: mediante el reconocimiento de nuevos derechos o la reformulación de los existentes, para encaminarlos adecuadamente a la protección de la vulnerabilidad de los seres vivos, derivada de su condición de seres sujetos al Reino de la necesidad biológica. Por supuesto, el paso de la propuesta teórica a su realización práctica es difícil; no se pretende aquí un salto del marco conceptual al terreno de la praxis legislativa, sin más. Ante todo, la presente es una propuesta teórica, que busca instalarse en el terreno de la discusión y el debate de ideas y, a partir de allí, aportar a los largos y complejos procesos por los que se pasa del pensamiento a la acción, los cuales involucran un sinnúmero de variables y actores interrelacionados: acción colectiva, movilización y participación de organizaciones de la sociedad civil, dinámicas políticas y electorales, proyectos e iniciativas institucionales y académicas, desarrollos legislativos, etcétera. Todos éstos se desenvuelven en los diferentes niveles de la territorialidad, desde lo local hasta lo global, pasando por los niveles nacionales y subnacionales. Ya aterrizados en el ámbito del derecho, hay que partir de que, hablar de derechos (humanos o de la naturaleza) presupone hablar de la dignidad como su fundamento último.
La dignidad del viviente
Durante siglos la dignidad humana se ha concebido como un valor inherente al “ser racional” del humano. Se ha colocado en la racionalidad la fuente de la dignidad humana, y a la racionalidad como aquello que, no sólo diferencia, sino que también separa al ser humano de los demás seres vivientes. Así, se ha pensado y asumido la dignidad humana como valor opuesto a lo que se considera habitualmente como irracional o no-racional: opuesto a lo animal. La dignidad humana emerge de la negación de lo animal o, lo que es lo mismo, el valor de lo humano en tanto que no-animal. Esta concepción está en la raíz misma de la ruptura moderna entre humano y naturaleza.
Efectivamente la racionalidad, el pensamiento y la conciencia constituyen facultades que traen ventajas y beneficios al humano, le permiten construir una bíos a base de conocimiento. Pero, ¿qué tan válido, razonable o admisible es asumir que sólo estas facultades, subsumidas y representadas por “la racionalidad”, son fuente de dignidad? De entrada, asumir esto implica afirmar que sólo la vida humana posee dignidad. ¿Por qué la dignidad habría de ser un atributo exclusivo de la racionalidad? Parece ser así por un designio de la misma razón: en el momento en que ésta se vio a sí misma capaz de conocer y disponer del resto del mundo, la naturaleza y los seres vivientes, se consideró esencialmente distinta y superior a ese mundo que se encontraba ante ella. Fue entonces cuando sentenció que la realidad estaba compuesta de dos sustancias distintas e inconmensurables: pensamiento (la razón, ella misma) y extensión (la naturaleza, el resto del mundo), y creó la ficción de un abismo ontológico que las separaría para siempre. Dentro de esta visión dualista, la razón se puso a sí misma en el centro y, por supuesto, colocó la dignidad exclusivamente de su lado.
El equívoco generalizado que subyace a esto, sobre todo con la modernidad, parece encontrarse en que se ha confundido el topos o instancia donde acontece el reconocimiento, o donde se da la conciencia de la dignidad humana, con aquello de lo cual emana esa dignidad o es su fuente, asumida como exclusiva: la racionalidad. Esto es un equívoco porque no hay algo así como una evidencia, demostración o argumentación concluyente que conmine a afirmar que la dignidad y, por lo tanto, los derechos deban ser exclusivos del ser racional. Antes bien, es posible presentar argumentos para sostener que la dignidad, de la cual surgen los derechos, es un valor intrínseco a todos los vivientes y en este sentido debe entenderse la dignidad humana.
Un primer argumento, de cariz especulativo, apuntaría a que pensamiento, razón y conciencia sólo existen en el mundo a través de lo viviente, pero lo viviente puede existir sin aquéllos. Esto concuerda con la evolución histórica del planeta, pues primero apareció la vida y mucho después los seres racionales. Por consiguiente, la vida antecede temporalmente a la racionalidad y, además, la condiciona ontológicamente para existir en el mundo. Si la racionalidad posee una dignidad, también debe tenerla aquello que la antecede temporalmente y la condiciona ontológicamente: la vida. En efecto, entendiendo la racionalidad como resultado temporal de la evolución de la vida en el planeta, sería arbitrario reconocer un valor intrínseco exclusivo a la consecuencia o producto temporal de un largo proceso y no al conjunto de causas que lo antecedieron y lo hicieron posible dentro de ese largo proceso.
Más allá de este primer argumento, la razón de fondo para reconocer la dignidad de lo viviente apunta en otra dirección. Entre los estrechos márgenes de la supervivencia y la vulnerabilidad, concretados en la realización de la vida y la inevitabilidad de la muerte, está siempre presente, dada la determinación estructural de los sistemas vivos, la posibilidad del sufrimiento, el padecimiento y el dolor. Esta posibilidad despierta el interés instintivo del viviente por evitarlos, pero también genera, como se expuso antes, una conciencia de la vulnerabilidad universal de lo vivo, la cual se manifestaría en una preocupación y un interés por la integridad de sí y de los demás seres vivientes. En esta conciencia hay una valoración subyacente de la vida, que no es otra cosa que el reconocimiento del valor intrínseco o dignidad de la vida biológica, que busca afirmarse permanentemente y perseverar en el ser, a pesar de su insuperable finitud y fragilidad; la dignidad de la vida sensible, expuesta siempre a la posibilidad del sufrimiento, el dolor y la muerte.
En este punto es clave enfatizar que la dignidad de los vivientes se reconoce, es decir, llega a conocerse mediante un acto de la conciencia; no se otorga ni se asigna por parte del humano, puesto que esa dignidad reside en los vivientes mismos y no proviene del exterior.
Planteamos un giro de conciencia, por medio del cual desplazar el centro u origen de la dignidad: desde la racionalidad hacia el ser sensible; hacia la sintiencia. Las ideas, los conceptos, los procesos de pensamiento en cuanto tales no experimentan dolor ni sufrimiento, tampoco pueden morir absolutamente, luego la racionalidad y el pensamiento no son vulnerables y no requieren de protección o salvaguarda alguna. Los entes biológicos, como ya se ha visto, sí son vulnerables y requieren protección. Antes bien, como la racionalidad sólo puede existir en el mundo “encarnada” en entes biológicos, principalmente en el humano, la protección de la vida de estos entes implica la protección del topos donde acontecen el pensamiento, la razón y la conciencia. Con el desplazamiento del centro de la dignidad, de lo racional a lo sensible, no se despoja de dignidad a la racionalidad porque, en tanto elemento constitutivo de ciertas especies (principalmente de la humana), la racionalidad queda cubierta por la dignidad intrínseca al viviente, pues ésta lo abarca íntegramente, se extiende desde el ser sintiente hacia todas las características que lo constituyen.
Hablando de la especie humana, tradicionalmente se le ha concebido desde la disyunción “humano o animal”; se ha situado la dignidad del lado de lo humano, definido desde la racionalidad como su rasgo distintivo. Con esta reflexión se piensa la dignidad humana como algo que se da en la conjunción “humano y animal”, algo que, a partir de la vulnerabilidad y finitud del humano biológico, envuelva e integre lo distintivamente humano y lo animal en una totalidad indisoluble e irreductible, con un único valor inmanente. De tal suerte, esta dignidad integradora visibilizaría al animal, tradicionalmente velado, sin caer en el reduccionismo de suprimir la racionalidad al absorberla en el animal, de modo semejante a como algunas visiones del ser humano históricamente han tratado de ocultar al animal, al esconderlo dentro de la racionalidad. Se trata, pues, de la dignidad del animal racional, en toda la plenitud de la expresión.
El animal racional, al ser una forma de realización de la naturaleza, es el lugar o el topos donde ésta puede alcanzar una conciencia de su propia dignidad, expresada de dos modos distintos: como dignidad de la propia especie, dignidad humana; o como dignidad de todos los animales y las especies vivas, dignidad de la naturaleza. Esto último quiere decir que el humano puede alcanzar la conciencia de la dignidad de los animales y del espacio de libertad que les es propio, el cual necesitan para vivir y desenvolverse a su manera, según la particularidad de cada especie. Así entendida, la dignidad de todos los vivientes, equiparable a la dignidad de la naturaleza, sería el fundamento de un conjunto de derechos que, situados en el espacio de indiferencia demarcado por la zoé, serían derechos naturales, tanto de los humanos como de los demás animales y especies vivas. Además, al ser estos derechos de la vida resultado de la autoconciencia de la naturaleza, capaz de reconocer su propia dignidad a través del humano, entonces tales derechos deben considerarse con justicia como derechos de la naturaleza.24
En este punto resulta claro cómo la dignidad ya no se quedaría “aislada del mundo”, al fundar derechos humanos entendidos como los “derechos del ser racional para el ser racional”, sino que sería una dignidad que, al alcanzar su reconocimiento y conciencia en el ser racional, identifica su fuente y origen en la vulnerabilidad omnipresente en la naturaleza, y se erige como fundamento de derechos. Asimismo, en términos más generales, queda claro cómo el humano biológico y el humano racional no constituyen dos realidades o dos naturalezas opuestas o antagónicas, separadas por un “abismo ontológico”. No son dos entidades o sustancias en oposición; son simplemente dos elementos constituyentes, distintos, pero no incompatibles, que conforman la unidad del ser humano. Tampoco existe tal “abismo” entre el humano y los demás vivientes: todos hacen parte y son manifestación de la misma naturaleza.
El derecho a la vida
La caracterización de la vida, delineada aquí a partir de la figura del sistema vivo, que abarca también al humano biológico, y de la dignidad que le es inherente trae implicaciones importantes para el ámbito de los derechos humanos y los derechos de la naturaleza, en especial, respecto a la definición jurídica del derecho a la vida. La primera, en referencia al sujeto, es que este derecho debe entenderse como uno de la naturaleza; es esencial y transversal a la naturaleza toda, constituye un atributo de todos los vivientes. De ahí que, el derecho humano a la vida es una forma específica de este derecho de la naturaleza.
La segunda implicación apunta a su contenido: dentro de la diversidad de formulaciones del derecho a la vida, puede verificarse una tendencia predominante, en concordancia con la tradición occidental de los derechos civiles y políticos, a positivizarlo con una acepción negativa: el derecho a no ser asesinado. En algunos casos también en la prohibición de la pena de muerte. Según se ha observado en la caracterización hecha anteriormente de la vida biológica y sus propiedades, reducir la relevancia jurídica de la vida humana a puras disposiciones normativas negativas dejaría un vacío bastante extenso en su contenido, limitaría demasiado el alcance de su protección jurídica y dejaría la vida expuesta a que las diferentes formas de poder político y económico dispongan de ella en función de sus intereses. Por esta vía, terminarían por diluirse, en gran medida, el significado y la importancia de este derecho, no obstante de seguir apareciendo en las Constituciones y marcos jurídicos, pero como positivización puramente formal o nominal.
Por lo anterior, la vida no debe entenderse como una simple entelequia; no es un concepto puro o una noción abstracta, vaciada de fuerza y dinamismo, así como de vulnerabilidad y sintiencia, cual si se tratara de un ente meramente objetivado o un artificio del desensibilizado mecanicismo cartesiano, al cual sólo le cabe exigir como derecho no ser suprimido por un acto deliberado de violencia. La vida biológica, como se ha observado, es una sucesión de transformaciones, cambios y movimientos acaecidos dentro de los procesos de autoproducción por los cuales la vida logra autoconservarse en el tiempo.
De acuerdo con esto, se puede afirmar que el derecho a la vida es el derecho a la autopoiesis y su contenido se deriva de la comprensión de las demás propiedades enunciadas en la caracterización del sistema vivo. En esta línea, el derecho a la vida contendría, a su vez, tres derechos: 1) el derecho al acoplamiento del individuo a su entorno como su forma particular de existir en la naturaleza. Gracias a este acoplamiento se establecen las interrelaciones e interdependencias necesarias tanto para el individuo como para el entorno en que habita. Éste supone un entorno al cual acoplarse, el derecho a un hábitat o vivienda, tanto más adecuada, mejor será el acoplamiento; 2) el derecho al espacio de libertad por el cual el individuo puede desenvolverse en la naturaleza según su manera particular de existir, con miras a su propia conservación en el marco de las interrelaciones e interdependencias derivadas de su acoplamiento; 3) el derecho a la materia y energía, traducido en derecho al aire, el agua y el alimento que toma el individuo de su entorno para su conservación. El individuo debe contar con la libertad suficiente para tomarlos y éstos deben estar disponibles. Esta disponibilidad es una condición del entorno para ser considerado adecuado para la vida del individuo, es decir, para cumplir con el derecho a una vivienda adecuada. Sumado a esto, resulta claro, la integración de estos tres derechos vendría a constituir el contenido primario del derecho a la salud, entendido como el disfrute del más alto nivel de salud posible, por cuanto la realización de los mismos hace posible la homeostasis del organismo vivo, concepto equiparable al de buena salud.
Al detenernos en el tercer derecho, en el caso del humano biológico es bastante claro que la ausencia o mala calidad del aire, el agua o los alimentos, llevaría a éste, dada su determinación estructural, a la muerte.25 Por esta razón, si el individuo se encuentra en un contexto en el cual no puede acceder a ellos directamente en la naturaleza, por ejemplo el contexto urbano de una gran ciudad, es necesario que el Estado, que controla el territorio donde habita, garantice el acceso a éstos como derechos humanos, mediante la implementación de lógicas de acción adecuadas. Estas lógicas deben convertir la realización efectiva de los derechos en puentes entre el humano y la naturaleza. Con esto se quiere decir que tales lógicas deben ser contrarias a la implantación de mediaciones burocráticas, restricciones artificiales y limitaciones arbitrarias de la libertad, que operen como dispositivos de alejamiento entre el humano y la naturaleza, al impedir que la relación entre ambos sea lo más cercana posible, de manera semejante a como lo sería en un “estado de naturaleza no hobbesiano”.26
En fin, entender la realización del derecho humano al aire, el agua y los alimentos como un puente es comprender dicha realización como un factor de integración entre humano y naturaleza; mientras que su incumplimiento sería una profundización en el alejamiento que históricamente se ha producido entre ambos.
Cabe añadir que las fuentes de energía disponibles para el humano en la naturaleza configuran un grupo de necesidades vitales que, por sus características, resultan necesidades bien definidas: no pueden ser satisfechas mediante ninguna clase de sustituto. Esto significa que la necesidad de aire sólo puede ser satisfecha mediante el aire, la necesidad de agua, mediante agua, y la necesidad de cierto tipo de alimento, mediante ese tipo de alimento. Aquí se apunta al carácter insustituible de la naturaleza y sus fuentes de energía para la producción y conservación de la vida: No hay sustitutos para el cumplimiento de los derechos al aire, el agua y los alimentos.
En resumen, así se llega a un reconocimiento del derecho a la vida como un derecho, por así decir, compuesto, cuyo contenido es resultado de la suma o síntesis de otros derechos: al acoplamiento o al propio lugar en la naturaleza; a la libertad para desenvolverse en función de la autoconservación, en el marco de las interrelaciones e interdependencias con el entorno; y el derecho a los elementos naturales que, como materia y energía, representan la satisfacción de un conjunto de necesidades bien definidas. En cuanto el derecho a la vida, como vida biológica, ha sido definido en su núcleo más elemental como el derecho a la autopoiesis, es válido afirmar que el contenido mínimo del derecho natural señalado por Hart27 corresponde con el contenido del derecho a la vida, como se ha caracterizado aquí.
Este contenido mínimo de derecho natural es el punto de partida para empezar a reconocer derechos siguiendo un orden precondicional u ontológico, pues resulta evidente que el mundo de la zoé del humano biológico sustenta y es condición de posibilidad de la bíos, el mundo del humano racional y consciente, esto implica que el contenido mínimo de derecho natural o derechos de la naturaleza en el humano es condición para la realización de todos los demás derechos. Si una Constitución o sistema jurídico se centran en el reconocimiento y positivización de los derechos tradicionalmente denominados “civiles y políticos”, aquellos relativos al ejercicio de la libertad (libertades políticas, libertad de expresión, libertad de reunión y asociación, libertad de movimiento, libertad de culto, libertad de apropiación), sin incluir un reconocimiento y una positivización claros de los derechos de la zoé, pertenecientes al plano de la necesidad, convertirían en privilegios aquellos derechos que sólo pueden ser disfrutados por el sector social que tiene resueltas las necesidades condicionantes del ejercicio de estos derechos, mientras relegan al resto a un ejercicio precario o inexistente de las libertades, toda vez que deben dedicar su tiempo y esfuerzo a conseguir los medios para su subsistencia, en contextos de vida dominados por el imperativo de la supervivencia biológica en medio de la competencia.
En este punto lo fundamental es entender por qué los elementos de la naturaleza necesarios para la vida biológica son derechos y deben ser reconocidos como tales: porque estas necesidades vitales derivan de la determinación estructural que antecede en los seres vivos a toda acción voluntaria, a toda elección o decisión racional y a toda actividad de la conciencia; antecede a toda forma de libertad. La vida acontece, toda ella, enteramente dominada por el determinismo estructural. De ahí que, retomando la idea del sistema vivo o humano biológico como espacio de no-libertad, si el individuo no puede ser libre al interior de su propio cuerpo, el sentido más elemental de dignidad y respeto por su vulnerabilidad dictaminaría que absolutamente nadie más tendría por qué ser libre de disponer de ese espacio, donde él mismo no es libre. ¿Qué cabría entonces allí donde no cabe la libertad, ni siquiera para el Estado, si asumimos que el Estado basa su legitimidad y la de su sistema jurídico en el respeto y protección de la vida de sus ciudadanos? En el razonamiento y en el lenguaje jurídico esta protección se traduce en derechos.
Ahora, es muy importante diferenciar entre la vida “sin más”, aquella que transcurre en un contexto de subsistencia precaria, al límite de la capacidad de soportar la insatisfacción de las necesidades vitales o con el mínimo de energía para la continuidad del funcionamiento del organismo, de la vida que puede ser considerada como digna, aquella que posee el acceso a los elementos necesarios, de manera adecuada para su preservación en condiciones de disfrute del más alto nivel de salud posible (homeostasis), y logra vivirse, en general, con un nivel de vida adecuado. He ahí la diferencia entre la vida sin más y la vida digna. La vida sin más sólo puede existir como concepto, como referente metodológico para pensar y entender de mejor manera la vida digna, la cual debe ser el objeto central de los derechos humanos, de los sistemas jurídicos y del funcionamiento de los Estados. En derecho y en política no puede existir la vida sin más; sólo tiene cabida la vida digna, aquella que se vive con un nivel de vida adecuado. Aceptar lo primero equivale a legitimar contextos de supervivencia del tipo “campo de concentración” como posibilidades normales de lo jurídico y lo político; en lugar de verlos como su negación, como lo implicarían la dignidad humana y de los seres vivos. Nótese que se ha introducido la expresión: vida sin más, en lugar de zoé o nuda vida, pues aquí se ha argumentado a favor del reconocimiento de la dignidad de la zoé, de observar la nuda vida como revestida de la dignidad que le es inherente. En este punto se pretende hacer referencia a esa nuda vida, pero despojada de su dignidad, relegada a la precariedad y librada a su propia necesidad de vida biológica. La diferenciación apunta en el fondo a que sólo la vida digna se vive como afirmación de la vida en cuanto tal, pues la vida sin más constituye la experiencia de una existencia permanentemente rechazada hacia la muerte.
Por otra parte, es totalmente lógico hablar de derechos de los ríos o del agua, de los bosques y de la tierra, por cuanto las interrelaciones e interdependencias que entablan los seres vivos, por medio de sus acoplamientos estructurales con otros seres y con los elementos naturales de su medio, hacen que el sostenimiento de la vida a través de los procesos autopoiéticos no sean posibles si se reconocen derechos “de un solo lado”, por así decir. El derecho debe proteger la relación como tal, esto conlleva la protección de sus partes inmersas,28 para hablar de una realización adecuada del derecho a la vida. Los procesos autopoiéticos de los sistemas vivos hacen que aire, agua y alimentos se transformen en elementos que los conforman materialmente, de allí que hay una identidad entre los elementos del entorno y los componentes materiales del sistema vivo, por la cual, por ejemplo, el derecho al agua del viviente y los derechos del río sean desdoblamiento de un mismo derecho. En el mismo sentido, se puede hablar de los derechos ecológicos del medio ambiente y los derechos del humano y las especies al medio ambiente sano y a su entorno natural. En síntesis, se trata de la identidad entre los derechos de la naturaleza y los propios derechos a la naturaleza.
Existen varios estudios e investigaciones sobre “límites planetarios”, los cuales resaltan la importancia de que las sociedades y sus lógicas de acción no traspasen ciertos límites de la naturaleza para no sufrir graves consecuencias, muchas de las cuales serían irreversibles. Estos estudios se han desarrollado desde 2009, a partir del trabajo de veintiocho científicos internacionales liderados por Johan Rockström del Stockholm Resilience Centre (SRC) y Will Steffen, de la Australian National University. El objetivo ha sido definir un “espacio de actuación seguro para el desarrollo humano”, que sea utilizado por los gobiernos de todos los niveles, las organizaciones internacionales, la sociedad civil, el sector privado y la comunidad científica. El concepto se ha convertido en un marco conceptual de referencia, que actualmente es utilizado por organismos como la ONU.29 Los límites planetarios se concretan en nueve temas: crisis climática, destrucción de la capa de ozono, acidificación de los océanos, contaminación de partículas de la atmósfera, contaminación química del ambiente, deforestación y cambios de uso del suelo, pérdida de biodiversidad, uso del agua y, finalmente, ciclos de nitrógeno y de fósforo.
La intención de este texto ha sido mostrar que también existen límites de la naturaleza hacia dentro del ser humano y las especies vivas; límites interiores de la naturaleza demarcados por el espacio que ocupa el Reino de la necesidad biológica, también entendible como espacio de no-libertad del ser humano, donde se desenvuelven los procesos esenciales para la generación y conservación de la vida. Traspasar estos límites pone en peligro la vida en su totalidad y a la naturaleza en su conjunto. Tales límites deben ser defendidos tanto desde el derecho como desde la bioética.
Conclusiones
El enfoque de la bioética en sentido amplio, unido a un ejercicio de racionalidad dialéctica, han hilado elementos conceptuales tomados de las filosofías del derecho, de la política y de la biología, así como de la bioética, para construir un marco amplio de entendimiento encaminado a repensar la relación humano-naturaleza, desde la continuidad de la zoé que propicia un encuentro de todas las especies de la naturaleza en la vulnerabilidad y, por lo tanto, en la dignidad de lo viviente, al estar inmersos en el Reino de la necesidad biológica. A partir de allí, se reivindica una fundamentación de los derechos humanos como derechos de la naturaleza, con base en una armonización de necesidad y libertad: la conciencia humana, como potencial autoconciencia de la naturaleza, tiene la posibilidad de entender la protección, el respeto y la salvaguarda de la necesidad (no-libertad) inherente a la naturaleza, como parte esencial del ejercicio de la libertad y como superación de aquel que privilegia la búsqueda de utilidad. A su vez, la protección de la necesidad, a través de derechos, hace ontológicamente posible la existencia de una bíos y, por lo tanto, el ejercicio de toda forma de libertad y toda forma de realización humana. Este encuentro en la dignidad y esta armonización de necesidad y libertad, conllevan a un encuentro de bíos y zoé, un encuentro del humano en-la-naturaleza, lo que puede verse como una forma de superación del dualismo tradicionalmente moderno res cogitans-res extensa.
Como quiera que sea, el trabajo de renovar la fundamentación de los derechos humanos y de la naturaleza es una tarea absolutamente necesaria, de cara a la urgencia de protección de los ecosistemas, la biodiversidad y los elementos naturales que posibilitan la vida humana y de las demás especies en el planeta. La bioética puede cobrar gran importancia e influencia, ya sea entendida como bioética en sentido amplio, de acuerdo con lo expuesto aquí, o de otras tantas maneras pertinentes, dentro de un ancho horizonte de reflexión, en tanto “ética de la vida”.
El camino a seguir continúa siendo arduo y complejo. Es importante que las diferentes organizaciones de la sociedad civil enfocadas en la defensa del medio ambiente y de los derechos humanos insistan en la lucha por poner en el centro del interés político y social el valor de la vida, priorizando los argumentos éticos, bioéticos y ecológicos, por encima de los económicos, tecnocráticos y administrativos. Sólo así se llegará a acciones más contundentes para detener el avance del cambio climático con todas sus repercusiones. Por supuesto, la responsabilidad frente a esto es del humano, no sólo porque es quien puede hacerlo, al estar dotado de las facultades intelectuales más desarrolladas para afrontar esa tarea, sino porque ha sido el humano quien, con sus acciones, ha producido todo el desastre. Si por la vía de la reflexión conceptual sobre los derechos de la naturaleza se aporta, aunque sea un poco, a fundamentar y motivar acciones de protección de los ecosistemas, los cuales dan soporte a toda forma de vida en el planeta al proporcionar cosas tan elementales como el agua, el aire, los alimentos y un hábitat, el mundo académico estará haciendo una enorme contribución, a la altura de la responsabilidad que todo el mundo debe asumir.