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Revista de filosofía Universidad Iberoamericana

versión On-line ISSN 2954-4602versión impresa ISSN 0185-3481

Rev. filos. Univ. Iberoam. vol.55 no.155 Ciudad de México jul./dic. 2023  Epub 17-Mayo-2024

https://doi.org/10.48102/rdf.v55i155.181 

Artículos de investigación

La cacica, el rey de Inglaterra y el rey de los Pájaros: Introducción al concepto de “demonio sin instrucciones” en el estudio de la crueldad del poder*

The Cacica, the King of England and the King of the Birds: Introduction to the Concept of “Demon without Instructions” in the Study of Power’s Cruelty

Adolfo León González** 

**Universidad Autónoma de Madrid, España. adolfo.leon.gonzalez@correounivalle.edu.co


Resumen

Este artículo aborda el aspecto poco estudiado de la ambigüedad moral y jurídica del verdugo -quien históricamente ha permitido al poder político la posibilidad de negación de la violencia moralmente repudiable-, a partir del análisis comparativo de tres casos míticos e históricos: 1) el suplicio del capitán Añasco a manos de la Gaitana durante la Conquista, 2) el martirio de Becket provocado por los caballeros de Enrique II de Inglaterra y 3) las masacres de liberales en la cordillera occidental colombiana durante la Violencia. Se demuestra que la legitimidad de la violencia cruel se encuentra ligada a los conceptos de deber y sacrificio, pero requiere también una posibilidad de negación que preserve la moralidad de la autoridad. Un demonio sin instrucciones que ejecuta autónomamente una voluntad colectiva de castigo aparece como mecanismo histórico necesario para modular la relación que el poder político mantiene con la crueldad funcional a sus fines.

Palabras clave: verdugo; suplicio; violencia política; derecho; enemigo interior; voluntad de castigo

Abstract

This paper approaches the little-studied aspect of the moral and legal ambiguity of the executioner -which has historically allowed political power the possibility of denying morally reprehensible violence-, based on the comparative analysis of three mythical and historical cases: 1) the torture of Captain Añasco at the hands of La Gaitana during La Conquista; 2) Becket’s martyrdom by the knights of Henry II of England; and, 3) the massacres of liberals in the western Colombian mountain range during La Violencia. We demonstrate that the legitimacy of cruel violence is linked to the concepts of duty and sacrifice, but also requires a possibility of denial that preserves the morality of authority. A demon without instructions that autonomously executes a collective will to punish appears as a necessary historical mechanism to modulate the relationship that political power maintains with the cruelty that serves its ends.

Keywords: Executioner; torture; political violence; law; inner enemy; will to punish

Introducción

En un artículo reciente, Nathan Ristuccia llamaba la atención sobre la aparente contradicción en la cual incurría John de Salisbury cuando usaba el término carnifex para referirse al deber piadoso del príncipe de ejecutar las penas crueles contra los infractores de la ley: la sucia tarea ejercida por quien, a su vez, representaba en la Tierra la imagen de la divinidad.1 Resulta provocadora en Salisbury esta comparación entre la figura sagrada del príncipe y la figura contaminada del carnifex -encargado en la antigua Roma de llevar a cabo las torturas y las ejecuciones públicas de extranjeros y esclavos-, cuyo oficio, considerado repudiable y deshonroso, le impedía el derecho de habitar dentro de los límites de la ciudad o de visitar los baños públicos.2 La cuestión de la ambigüedad moral de esta institución -que, aunque imprescindible para el funcionamiento del sistema jurídico, debía ser objeto de oprobio y distancia- era resuelta en el mundo romano mediante la discriminación social y la segregación; misma fórmula que se aplicaría al verdugo de la Edad Media, privado del derecho a heredar, de asistir a bodas o testimoniar en una corte de justicia.3

Esta amalgama que hace Salisbury entre lo horrendo y lo divino en la figura del príncipe -entre lo que hoy llamaríamos lo civilizado y la barbarie del poder político- obliga a interrogarnos si detrás de toda la fealdad y el sadismo atribuidos al verdugo no se esconde una metafísica de la violencia ligada al derecho, una relación necesaria del poder con la crueldad y la voluntad de hacer sufrir al objeto amenazante: el tipo de violencia cruel que debe negarse para conservar la fuerza moral de la autoridad, pero que, a la vez, se considera necesaria para mantener el orden del Estado.

Para intentar responder esta pregunta, el presente artículo propone un análisis comparativo de tres episodios históricos, donde la compleja relación triangular establecida entre el poder, la moral y la crueldad queda expuesta en sus aspectos fenomenológicos fundamentales: la voluntad de sufrimiento, la legitimidad de la violencia y la autonomía relativa del verdugo. Dichos episodios históricos son: primero, el suplicio del capitán español Pedro de Añasco a manos de la cacica Gaitana, cuya relación entre crueldad y derecho será estudiada en contraste con el suplicio sufrido durante la época colonial por el comunero José Antonio Galán; segundo, el asesinato de Tomás Becket a manos de los caballeros del rey Enrique II de Inglaterra, episodio histórico que será revisado contra el mito de Prometeo y el relato bíblico de Job; y, por último, la crueldad ejercida contra las poblaciones liberales de la cordillera occidental de Colombia durante la llamada época de la Violencia, en comparación con la crueldad desplegada contra la población de Pasto durante la Campaña del Sur del Ejército Libertador.

Veremos, a lo largo de este análisis, cómo una cacica indígena, un rey de Inglaterra y un vendedor de quesos colombiano comparten el mismo tipo de relación ambigua con la crueldad ligada al ejercicio del poder, tanto en el ámbito del derecho como en el de la moral. Ellos encarnan, cada uno en su particular contexto, el orden de derecho que debe defenderse con el sangriento castigo a los enemigos que lo amenazan; en ellos se manifiesta la voluntad de sufrimiento de la amenaza al poder, la determinación del castigo del enemigo del Estado y el simbolismo de la sangre del cuerpo de los condenados. Ellos concentran las dificultades para establecer los límites entre lo civilizado y la barbarie en el ejercicio racional e instrumental de la violencia cruel que sirve para la afirmación del poder político.

La cacica o la afirmación de la crueldad

La historia del suplicio del capitán español don Pedro de Añasco, a manos de la Gaitana -legendaria líder indígena de los pueblos del actual sur de Colombia-, comienza con un primer acto de crueldad: en el siglo XVI, en plena Conquista española de las Américas, el hijo de la Gaitana, un joven cacique que no había honrado con su presencia la cuota de vasallaje exigida por Añasco a todos los jefes indígenas de la región, fue capturado, atado y quemado vivo, frente a los ojos suplicantes de su madre.4 La rebelión indígena que siguió a este primer episodio de crueldad tiene su punto más álgido en la captura del capitán español:

Dejando correr con la furia que quisieron los extremos de su enojo y venganza esta vieja, lo primero en que los ejecutó fue, como a otro Mario romano, en sacarle los ojos, para con esto acrecentarle los deseos de la muerte. Horádale luego ella por su mano por debajo de la lengua y metiéndole por allí una soga, y dándole un grueso nudo, lo llevaba tirando de ella, de pueblo en pueblo y de mercado en mercado, haciendo grandes fiestas con el miserable preso, desde el muchacho hasta el más anciano, celebrando todos la victoria, hasta que habiéndosele hinchado el rostro con monstruosidad y desencajadas las quijadas con la fuerza de los tirones, viendo se iba acercando á la muerte, le comenzaron á cortar, con intervalos de tiempos, las manos y brazos, pies y piernas por sus coyunturas y las partes pudendas; todo lo cual sufría el esforzado Capitán [Añasco] con paciencia cristiana, ofreciendo á Dios su muerte, hasta que le llegó entre medias de tan intolerables angustias, que bien se puede contar con las miserables que hemos dicho de los mayores conquistadores de estas Indias.5

La veracidad histórica de los hechos no puede ser confirmada. Algunos historiadores como Friede consideran que se trata “íntegramente [de] una labor de la fantasía popular hispana, excitada por las guerras de conquista”.6 Es muy posible que Friede tenga razón: en primer lugar, porque el relato original del sangriento encuentro entre Añasco y la cacica Gaitana nos viene de la pluma de Juan de Castellanos,7 quien no fue testigo presencial de los hechos; en segunda instancia, la fuente que sirve para corroborar su relato es aún más dudosa, pues se trata de Fray Pedro Simón,8 quien se limita a reproducir en prosa, en el mismo orden, los eventos descritos décadas antes por Castellanos.9 También -y quizá más importante- está el hecho de que el relato de los cronistas hispánicos reproduce exactamente el mismo esquema mítico utilizado por historiadores antiguos cuando oponen el derecho del nativo bárbaro al del civilizado invasor: la reina guerrera, bárbara y cruel, motivada por una sed insaciable de venganza. Me refiero al caso de Boudica, quien en el siglo I de nuestra era puso en jaque a los romanos en la recién invadida Bretaña, y cuya gesta fue relatada por Dion Casio10 [Cassius Dio] y por Tácito11 [Cornelius Tacitus].12

Sin embargo, la forma del relato, los matices del discurso y la intencionalidad del narrador de los hechos son sumamente importantes, ya que nos confrontan al problema de la dificultad objetiva para diferenciar la violencia cruel, ligada al ejercicio del derecho, de aquella otra, producto de la ferocidad, la criminalidad o el terrorismo, que lo amenaza.

En efecto, la violencia del suplicio que la Gaitana infligió a Añasco no se diferencia mucho de los padecimientos aplicados a los condenados en Europa durante la misma época ni los que habrían de cometerse contra los condenados de siglos posteriores durante el virreinato de la Nueva Granada.13 No obstante, en el caso de Añasco, el relato de los cronistas se detiene en aquellas características de la violencia que acentúan la personalidad del verdugo y la naturaleza bárbara, desproporcionada y feroz de los pueblos que la practican. De esta forma se otorga cierta legitimidad a la violencia propia, la del mundo civilizado, a partir de criterios arbitrarios y subjetivos. Así, para Castellanos, la Gaitana es una vieja “bárbara cruel”: “Ningún animal hay de su cosecha/ Tan cruel, tan protervo ni tan fiero,/ Cuanta flaca mujer si se pertrecha/ (Para vengarse) de furor severo;/ Y aun con matar no queda satisfecha”.14 A partir de esta descripción, toda la narración se dirige hacia la conclusión necesaria, casi evidente, de que la crueldad del castigo sufrido por Añasco no pudo tener otro origen que la tendencia natural de su verdugo a la venganza: “[La Gaitana] recibió con grande alegría [al prisionero capitán Añasco], viendo ya comenzados a cumplir sus deseos de venganza, que en siendo mujer se puede entender sería por extremo [sic], pues es propiedad suya aborrecer con el mismo extremo que suelen amar.15

En ninguna parte del relato de los cronistas se considera la posibilidad de que, desde el punto de vista de la ley indígena, la Gaitana ejecutara un castigo legítimo, aunque horrendo, que emanaba de una autoridad aceptada y reconocida en su comunidad. No obstante, las mismas características de racionalidad de la crueldad, distinguibles en el suplicio sufrido por el capitán Añasco a manos de la Gaitana -como forma de castigo ritual que reafirma el poder del derecho indígena-, se repiten dos siglos más tarde en otro padecimiento: el sufrido por José Antonio Galán a manos de las autoridades del virreinato de la Nueva Granada.

Figura emblemática de la insurrección fallida de los comuneros de 1781, Galán fue condenado a un horrendo suplicio por las autoridades de la Corona:

Siendo, pues, forzoso dar satisfacción al público y usar de severidad, lavando con la sangre de los culpados los negros borrones de infidelidad con que han manchado el amor y ternura con que los fieles habitantes de este Reino gloriosamente se lisonjean obedecer a su soberano; condenamos a Joseph Antonio Galán a que sea sacado de la cárcel, arrastrado y llevado al lugar del suplicio donde sea puesto en la horca hasta que naturalmente muera, que bajado se le corte la cabeza, se divida su cuerpo en cuatro partes y pasado el resto por las llamas (para lo que se encenderá una hoguera delante del patíbulo), su cabeza será conducida a las Guaduas, teatro de sus escandalosos insultos: la mano derecha puesta en la plaza del Socorro; la izquierda en la Villa de San Gil; el pie derecho en Charalá, lugar de su nacimiento; y el pie izquierdo en el lugar de Mogotes: declarada por infame su descendencia, ocupados todos sus bienes y aplicados al real fisco; asolada su casa y sembrada de sal, para que de esta manera se dé al olvido su infame nombre y acabe con tal vil persona, tan detestable memoria, sin que quede otra que del odio y espanto que inspira la fealdad del delito.16

A diferencia del carácter personal y vengativo que expresan los relatos de Castellanos y fray Pedro Simón sobre la muerte de Añasco, en el de la muerte de Galán que hace Briceño se deja ver con claridad la existencia de un complejo aparato burocrático encargado de ejecutar la sentencia proferida contra el comunero. La crueldad necesita el concurso del tipo de funcionario, propio de la burocracia moderna, que obedece la orden superior, aun la más atroz, “sine ira ni estudio”, como decía Weber;17 el tipo de funcionario al que pertenece Juan José Osorio y Medina, un representante menor de las autoridades del virreinato, quien dejó testimonio de su eficiencia en el cumplimiento de la sentencia:

El mismo día como a las cinco y media de la tarde recibí un cajón con dos conductores, y en él la cabeza de Joseph Antonio Galán […] y hoy, como a las nueve del día, quedó fijada en una jaula de madera a la entrada de esta Villa, en un madero de considerable altura y en la parte más pública, mirando para el pueblo de Charalá, de donde era nativo.18

Se puede notar que la crueldad ejercida en nombre de la autoridad del Estado, por una cadena de funcionarios, no es fruto de un sadismo espontáneo. Tiene una lógica política interna: sirve a la conservación del poder de la Corona y a mantener el orden del virreinato. La violencia en nombre del rey buscaba “hacer respetar la autoridad Real y a reparar en cuanto lo han permitido las circunstancias, los desórdenes introducidos por causa de los alborotos que tanto afligieron a este Reino en el año próximo pasado”.19

Podemos ir más allá y afirmar incluso que la crueldad del suplicio de Galán se inscribía dentro de las excepciones de la pena de muerte que consideraba el propio Beccaria, el gran humanista del derecho del siglo XVIII: la del enemigo cuyo poder y ejemplo representan una amenaza para el Estado, “cuando su existencia pueda producir una revolución peligrosa en la forma de gobierno establecida”.20 Este principio queda claramente expuesto en las “Anulaciones de las Capitulaciones”, cuando se confirma la fama de Galán y su peligrosa influencia sobre los vasallos del reino:

[A] este importante fin se dirigió el ejemplo de rigor, y severidad que se dio al público en la sentencia pronunciada contra el famoso rebelde Joseph Antonio Galán y sus socios, y las prevenciones que en ella y en el auto acordado de veintiuno de Febrero último se contuvieron, y mandaron circular para que los Vasallos de S.M. conociesen sus verdaderos intereses y obligaciones, y no se dejasen seducir ni engañar de las falsas, perversas y malignas impresiones de los que por particulares y punibles fines intentasen separarlos de la obediencia debida al mejor de los Monarcas y de la subordinación a los Jueces y Magistrados que mandan en su Real Nombre.21

La burocratización de la muerte de Galán es una forma de establecer una distancia -mas no de ocultar la relación- entre la voluntad soberana que determina la crueldad de su suplicio y la cadena de verdugos necesaria para su realización. No es éste el caso de la muerte de Añasco, cuyo suplicio es mostrado como la manifestación del deseo único de venganza de la Gaitana: ella encarna, a la vez, la voluntad que determina la crueldad y la mano que la ejecuta. Desde el punto de vista del narrador, que pertenece al mundo civilizado, la violencia de la cacica Gaitana (como lo fuera la de Boudica para el mundo romano) estaba profundamente ligada a su personalidad: su crueldad era la pura manifestación de su carácter de mujer bárbara y sanguinaria, por muy justas que hayan sido sus razones para la venganza. En ningún momento de los relatos se concibe la posibilidad de que el ejercicio de su violencia esté ligado a un derecho o una ley (escrita o no) de la sociedad a la cual pertenece. No obstante, su acto de venganza sí constituye una trasgresión del derecho del invasor; no porque la crueldad del mundo bárbaro sea objetivamente diferente de aquella que practica el mundo civilizado, sino porque la violencia del bárbaro se encuentra fuera del ámbito de derecho que el Estado civilizado ha determinado como el espacio exclusivo de la violencia justa y legítima.22

Éste es el problema fundamental de la crueldad asociada al poder que evoca Foucault cuando refiere al suplicio de Damiens, al principio de Surveiller et punir:23 no es el sufrimiento de las víctimas ni la atrocidad del castigo lo que nos permite diferenciar la violencia que consideramos justa de aquella otra que nos parece criminal, de la misma forma que no es el origen institucional de la violencia lo que la convierte en legítima. Esta dificultad inherente a la definición de la crueldad asociada al poder la define Heide Gerstenberger, cuando afirma: “Los actos de violencia que son considerados como delitos o acciones criminales cuando son cometidos por simples individuos pueden ser considerados como actos de justicia, de guerra o medidas policiales cuando son ejecutados bajo la orden de aquellos que están en el poder”.24

Y, sin embargo, existe una tercera forma en que la crueldad vinculada al ejercicio de poder puede exhibirse -tal vez la forma más corriente en que se manifiesta en la modernidad-, como fruto de una orden indirecta, la anuencia o la connivencia de una autoridad superior, sin que dicha autoridad acepte la responsabilidad de las consecuencias morales de la orden emitida. Se trata de la violencia que sirve al poder desde los márgenes del derecho, en el espacio de ambigüedad de la ley donde el poder ordena en la oscuridad un tipo de crueldad que no puede reconocer a la luz pública, dado que comprometería el sostén moral de su propia autoridad.

Las páginas siguientes están destinadas al estudio de dos casos históricos que nos pueden arrojar pistas sobre esta compleja forma, tan moderna, de relación entre el poder -que determina o permite una crueldad en favor de sus intereses políticos- y el verdugo encargado de ejecutarla; dos historias de violencia que ponen en paralelo a un poderoso rey de Inglaterra del siglo XII y a un humilde vendedor de quesos de una pequeña ciudad colombiana perdida en la cordillera de los Andes.

El rey de Inglaterra o la negación de la crueldad

Cuenta la leyenda sobre la brutal muerte de Tomás Becket que los asesinos, todos ellos caballeros de la corte del rey de Inglaterra, Enrique II, fueron motivados por una supuesta voluntad del monarca de eliminar al arzobispo de Canterbury.25 No una orden directa, sino una voluntad expresada públicamente, señalando con nombre propio la amenaza a su poder, pero sin determinar ni los medios ni los agentes encargados de eliminarla. En el momento de mayor tensión entre ambas figuras de poder, la misma leyenda pone en boca de Enrique II la siguiente frase: “¿Nadie me librará de este sacerdote turbulento? [Will no one rid me of this turbulent priest?]”.26 Las tensiones entre la monarquía de Inglaterra y la Iglesia romana habían comenzado años antes, dejando numerosos episodios de violencia creciente, los cuales llevaron al exilio de Becket en Francia y a la excomunión de varios miembros de la corte de Enrique II.27 Así que, siendo el rey la encarnación del poder del Estado, no resulta extraño suponer que los caballeros, convertidos en verdugos, interpretaran la voluntad manifiesta del monarca como un deber de asesinar a su más encarnizado enemigo. Existen muchas versiones del asesinato de Tomás Becket aquel fatídico 29 de diciembre de 1170 en la catedral de Canterbury, todas ellas remiten a un sangriento episodio de extrema sevicia y brutalidad.28 La crueldad de su martirio fue uno de los aspectos que elevó a Becket a la condición de santo de la Iglesia católica; la misma saña que puso en el ojo del huracán al principal enemigo del arzobispo: el rey Enrique II, sospechoso de ser el verdadero responsable de su muerte.

Porque, sin duda, éste es el punto más complicado de resolver en el nudo del asesinato de Becket: ¿Dónde reside la voluntad de sufrimiento que condujo a su asesinato? ¿Dónde debemos buscar el sentido de la sevicia y la crueldad con que se cometió este crimen?

Si nos remitimos al escenario aislado de Becket, y la posterior exoneración del rey Enrique II, podemos asumir la interpretación de los hechos como resultado de la voluntad particular y espontánea de los cuatro caballeros que actuaron en nombre propio y no del rey; a ello seguiría la explicación de la atrocidad, evidenciada en el acto de castigo y muerte del arzobispo, como resultado de la naturaleza violenta de sus verdugos. En dicho caso, la crueldad de la masacre de Becket se nos presenta como un exceso de sangre y brutalidad, que refleja un placer de sus verdugos en una violencia por la violencia, lejos de cualquier fin racional o político. En efecto, podríamos decir que si lo que se buscaba era la eliminación de un clérigo que, según sus asesinos, ofendía la majestad del rey, ésta hubiera podido obtenerse por medios menos brutales.

Por otro lado, si nos remitimos a un escenario ampliado del asesinato de Becket, de forma que contenga la voluntad manifiesta del monarca de eliminar al arzobispo de Canterbury, nos vemos obligados a redefinir la cuestión de la responsabilidad moral primera de su muerte. El historiador Schama refiere una variante de la famosa frase atribuida a Enrique, la cual, aunque tan vaga e indefinida como la citada previamente, expresa mejor esta voluntad de castigo del soberano: “¿Qué miserables zánganos y traidores he alimentado y criado en mi casa, que dejaron que su señor fuera tratado con tan vergonzoso desprecio por un clérigo de baja cuna?”.29 Aquí queda claramente indicada una pauta de acción para los caballeros al servicio del rey, basada en el principio del deber; es decir, la obligación moral del caballero de castigar a aquel que ha osado humillar al soberano, para evitar ser tenido como traidor a los ojos del rey.

La preconización real no es suficiente para atribuir a Enrique la responsabilidad moral de la brutalidad sufrida por Becket. Siempre se puede optar por el camino de decir que, efectivamente, Enrique deseaba un castigo para el arzobispo, quizá que fuera traído a su presencia por la fuerza, pero que nunca podría hacérsele responsable por el sadismo de sus caballeros, por la violación de un santuario, por la brutalidad de los golpes, las cuchilladas y los sesos esparcidos por el suelo de la catedral de Canterbury.30 Enrique podría declararse culpable de la determinación del clérigo como enemigo de la Corona, de su deseo de eliminarlo de su cargo, pero podría negar toda relación con la violencia cruel que se desató sobre Tomás Becket.

Dos factores objetivos juegan a favor de esta posibilidad de negación de la crueldad: primero, el carácter espectral, nebuloso e indefinido de la voluntad de castigo y sufrimiento en contra del arzobispo y del clero (el poder amenazante) que representaba. Este tipo de voluntad pública manifiesta y omnipresente -pero indefinida, sugerida y carente de sustancia o forma concreta de expresión- la denominaremos voluntad fantasma de la crueldad. Es una voluntad colectiva, en la medida en que el rey representa la institucionalidad del Estado y encarna, a la vez, la dimensión afectiva y simbólica de su pueblo. La voluntad de crueldad que él expresa en sus palabras traduce un sentimiento comunicado y compartido en la comunidad de la que es representante. Becket y el clero dejan de ser los enemigos personales del rey, para convertirse en los enemigos públicos del reino y, por ende, del Estado y la nación que lo habita. La voluntad fantasma de la crueldad traduce un état d’âme colectivo, un sentimiento de acuerdo moral, de aprobación y de deseo de castigo (indeterminado) que circula entre los miembros de la comunidad, cuya única condición previa es la determinación de un enemigo público.

El segundo factor a favor de la posibilidad de negación institucional de la crueldad es la mediación que procura el verdugo. En el caso de Enrique II, los cuatro caballeros que cometieron el crimen contra el arzobispo, si bien estaban a servicio del rey, gozaban de un alto nivel de autonomía, la cual les permitiría tomar libremente la decisión de actuar violentamente contra Becket. La libertad de acción y de determinación de los verdugos permite a la institución real cortar el lazo que la conecta con las consecuencias morales de la crueldad del crimen. La empresa mortal de los caballeros pasa a ser del orden de la malinterpretación de la voluntad del rey; como del orden de la simple coincidencia queda el hecho de que los intereses de la Corona se vieran favorecidos por el asesinato del arzobispo de Canterbury y que su muerte sirviera para disuadir a otros clérigos de seguir su ejemplo de insubordinación al poder del soberano.

El caso de Tomás Becket y Enrique II, con todas las dudas históricas que puedan objetarse justificadamente a los diferentes relatos, no deja de ser interesante para la reflexión sobre la forma en que la crueldad sirve a los fines de poder, mientras las instituciones a las que su violencia favorece nieguen su vínculo directo con ella. El episodio deja claro, asimismo, que no es la sola existencia de un brazo ejecutor lo que posibilita la negación; es necesario, además, que dicho brazo ejecutor posea una conciencia a la que se le atribuya la determinación del sufrimiento. De cierta forma, el brazo ejecutor debe ser autónomo: entre más libertad aparente tenga el verdugo, mayor será la distancia entre éste y la voluntad suprema de la cual es instrumento de ejecución.

Voluntad fantasma y demonio sin instrucciones: de Prometeo y Job al martirio de Becket

La cuestión de la distancia entre el instrumento que inflige el sufrimiento y la voluntad suprema que lo determina se explica mejor cuando comparamos dos episodios míticos de suplicio: el castigo de Prometeo y el martirio de Job.

En el primer caso, Zeus, la voluntad suprema que determina el castigo del titán, es una figura deliberadamente omnipresente en el escenario de suplicio. Zeus no sólo señala la víctima a castigar, sino, además, el tipo de castigo que le será infligido y el agente encargado de ejecutarlo. Zeus ordena a Hefestos encadenar a Prometeo con la ayuda de Bías y Kratos; él mismo dicta a Etón, la gigantesca Águila del Cáucaso, devorar cada día el hígado del desdichado Prometeo que, siendo inmortal, ve su órgano regenerarse cada noche sólo para prolongar eternamente su agonía. Incluso el acto de liberación del titán a manos de Heracles tiene lugar “no sin el consentimiento de Zeus Olímpico que reina en las alturas”, como lo recuerda Hesíodo; una anuencia señalada por el anillo, fabricado del hierro de sus cadenas y unido a un trozo de la roca del Cáucaso, que Prometeo se ve obligado a portar como recordatorio de su crimen.31 Lejos de Zeus, pues, la idea de cerrar los ojos frente al padecimiento del titán o la posibilidad de negar su responsabilidad como determinador de la crueldad que le es infligida. En Zeus, la determinación del castigo es manifestación de su propio poder, el cual no puede ser de ninguna forma negado.32

En el caso del martirio de Job a manos de Satanás, por el contrario, la voluntad suprema que determina el sufrimiento está ausente del escenario de crueldad. La relación que se establece entre Dios y el teatro de suplicio del cual Job es protagonista posibilita la delegación de la responsabilidad moral de la crueldad en la voluntad del verdugo. En otras palabras, Dios es la voluntad suprema que permite un sufrimiento que le es benéfico en términos de poder, pero que puede negar, tomando distancia de las consecuencias morales derivadas de la estética particular del castigo.

Detengámonos un momento en el contexto del relato. En el libro de Job, Satanás es el ángel del castigo que Dios envía para comprobar el amor de su siervo:

Y dijo Jehová a Satanás: ¿De dónde vienes? Respondiendo Satanás a Jehová, dijo: De rodear la tierra y de andar por ella. Y Jehová dijo a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal? Respondiendo Satanás a Jehová, dijo: ¿Acaso teme Job a Dios de balde? ¿No le has cercado alrededor a él y a su casa y a todo lo que tiene? Al trabajo de sus manos has dado bendición; por tanto, sus bienes han aumentado sobre la tierra. Pero extiende ahora tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia. Dijo Jehová a Satanás: He aquí, todo lo que tiene está en tu mano; solamente no pongas tu mano sobre él. Y salió Satanás de delante de Jehová.33

La historia es hermosamente inquietante, y desde su inicio concentra en ella todas las características de la crueldad con fines de poder y su verdugo que hemos venido describiendo. Satanás es el agente enviado por Dios para ejecutar el suplicio que conducirá a la verdad. Dios establece un límite (no se le puede causar la muerte a Job), a partir del cual todo lo demás se da por permitido. Es decir, dentro de los amplios límites que determina la prohibición de la muerte de Job, el ángel se convierte en un agente sin instrucciones o reglas específicas: su único fin es causar a Job el mayor sufrimiento posible. En otras palabras, Satanás es un demonio liberado en el mundo sin instrucción precisa sobre el castigo a infligir, pero que obedece la voluntad de Dios de poner a prueba la paciencia de Job, a fin de comprobar su amor. Como Dios necesita ser amado, saber si se le ama o no va en su propio beneficio, no en el del encargado de llevar a cabo el suplicio.

La lectura del libro de Job evoca una pregunta necesaria: ¿por qué Dios permite el sufrimiento de un inocente? En efecto, no existe ningún crimen que anteceda el castigo sufrido por Job. Es en este sentido (y sólo en éste) en que Job puede ser considerado como una víctima inocente de la crueldad que se abate sobre él y los suyos. Aunque resulte sorprendente, es la incapacidad de Dios de determinar si Job es culpable o inocente lo que legitima la acción cruel de Satanás. Dicho de otro modo, la imposibilidad práctica de reconocer a aquel que verdaderamente adora a Dios, para distinguirlo de aquel otro que sólo finge (y que, en últimas, es el que merecería el castigo), es la condición principal del escenario que otorga un valor instrumental a la crueldad desencadenada sobre la humanidad de Job. El sufrimiento de este último cobra aquí el sentido de “crisol de la verdad” que asigna irónicamente Beccaria al dolor del reo en el tormento.34 El sufrimiento es un medio para revelar la verdad, exonera al inocente o condena al culpable. Este planteamiento, aunque no exento de lógica, es dueño de una inmensa injusticia, puesto que significa que el inocente sufre un daño sin motivo alguno (sólo para establecer una inocencia que ya poseía antes de caer en el tormento) y, más grave aún, abre la puerta a que, a causa del dolor y la desesperación padecidos, el inocente se condene confesando un crimen que jamás ha cometido.

Job invoca la voluntad suprema de Dios que, sin embargo, está ausente del escenario de su suplicio: “Clamo a ti, y no me oyes; me presento, y no me atiendes. Te has vuelto cruel para mí; con el poder de tu mano me persigues”.35 Así, Dios se convierte en una voluntad fantasma del sufrimiento de Job; puede permitirse no escuchar y no ver su sufrimiento, hasta que el proceso del suplicio alcance el objetivo previsto. Dios, aun siendo el determinador del sufrimiento de Job, es una voluntad ausente del escenario de crueldad que padece su siervo.

Este teatro de injusticia es en el que se encuentra Job. Él es inocente, él ama a Dios, él respeta la ley de Dios, pero éste no lo sabe con certeza. Esta incertidumbre se verifica por el hecho de que Dios no puede controvertir los argumentos de Satanás cuando el último expone la posibilidad de la perfidia de Job, alimentada por la búsqueda de los beneficios que Jehová distribuye a aquellos que lo aman.

En este escenario de suplicio, Satanás es el instrumento de ejecución del sufrimiento impuesto a una víctima incapaz de resistir; pero no es la voluntad suprema que decide sobre la legitimidad del castigo, por más que tenga la libertad creativa de aplicar las técnicas y los procedimientos a su alcance para llegar al objetivo propuesto de separar al culpable del inocente. La crueldad del suplicio de Job no guarda relación necesaria con la búsqueda de placer del ángel, sino con la idea de que el sufrimiento logrará separar al piadoso del impío. Satanás tortura a Job con el fin de que éste confiese la verdad. Su tarea es procurar una información necesaria, de la misma forma que lo haría una policía de Estado, secreta y despiadada, que cumple con la función de proteger el poder (en este caso, a Dios mismo) de la amenaza potencial y oculta del impío. Satanás es el brazo ejecutor de la voluntad suprema de Jehová.

Volvamos ahora al sufrimiento de Tomás Becket e intentemos repensar la relación de esta crueldad con la figura institucional de Enrique II, a través del ejemplo del suplicio de Job: la de un poder que se sirve de un agente de castigo libre de ejercer la violencia dentro de los límites de un objetivo definido por la voluntad suprema; una especie de demonio sin instrucciones que ejecuta, de forma autónoma, una tarea cuyos fines sirven a la conservación o el establecimiento de un poder. Esta figura puede corresponder perfectamente con la cuadrilla de caballeros que irrumpieron en la catedral de Canterbury para ejecutar atrozmente al arzobispo. Los caballeros al servicio del rey son ese demonio sin instrucciones que actúa autónomamente dentro de los márgenes de un objetivo preciso: liberar al rey de una amenaza a su poder, castigando públicamente a aquel que ha osado humillar la institución real. Al actuar así, como brazo ejecutor autónomo de una voluntad superior, los caballeros muestran cierta forma de sacrificio, puesto que, al tomar sobre sus hombros la fealdad y crudeza de la tarea del castigo, permiten a Enrique la posibilidad de negar toda relación con la crueldad ejercida contra Becket y liberar al monarca del pesado fardo de las consecuencias morales de su crimen.

Laureano Gómez o la construcción del enemigo liberal

Lejos de la Inglaterra del siglo XII, en la convulsa Colombia de la llamada época de la Violencia, también los discursos de las figuras representativas del poder institucional expresaban una voluntad pública de castigo y sufrimiento, una determinación del enemigo y la evocación de un sentido del deber en el ejercicio de la violencia. Si, según la leyenda, un solo discurso ambiguo del rey de Inglaterra desencadenó un teatro de crueldad como el de la muerte de Becket, debemos imaginar, entonces, cientos de discursos como los de Enrique y miles de crueldades como las sufridas por el arzobispo de Canterbury, para hacernos una idea de la siniestra dinámica entre el poder y el sufrimiento que caracterizó este oscuro periodo de la historia colombiana.

Pero, ¿cuál era el origen de ese discurso? Podríamos pensar con Gramsci en ese mecanismo de construcción de hegemonía cultural de las élites, que hacen pasar por generales los intereses particulares de su clase dominante.36 No obstante, el enfrentamiento era también una lucha por el poder entre dos facciones de la élite; y en las ciudades, con la gran excepción de “el Bogotazo” de 1948, la crueldad no era una llama visible en la vida social. Otra cosa era el mundo rural, donde residía, desperdigada por la inmensidad de una geografía físicamente desconectada, la mayoría de la población.37 Allí la moderna división del mundo entre comunistas (los liberales de siempre) y capitalistas (conservadores de toda la vida) era, simplemente, la reinscripción de los antagonismos instalados en el imaginario de sus gentes desde hacía más de un siglo: “La palabra imprudente -decía Lleras Camargo [presidente de Colombia entre 1958-1962]- del gobernante o de la oposición se vuelve un garrote en el villorrio, un duelo a machete en el camino rural”.38 La palabra, desde las instituciones y los centros de poder, señalaba la diferencia retórica que las armas y la crueldad convertían, en la periferia, en división objetiva sobre el cuerpo de las víctimas. Una diferencia que podía ser simplemente anecdótica entre un zapatero liberal y un agricultor conservador se transformaba, después del paso de la violencia, en una diferencia radical que distribuía estigmas entre la población, en nombre de las ideologías políticas. El que antes fuera un zapatero liberal, se convertía ahora en el amigo o el enemigo liberal que trabajaba como zapatero; quien antes fuera un agricultor conservador, era ahora un amigo o enemigo conservador que cultivaba la tierra. Lo que era un simple rasgo descriptivo de un habitante de pueblo (el hecho de tener ideas conservadoras o liberales), de pronto, a la luz del fuego de la crueldad, se transformaba en el rasgo esencial de carácter del otro: aquello que definía su moralidad o su inmoralidad, su inocuidad o su peligrosidad, su vida o su muerte. Tal vez, el papel principal de esta violencia periférica en la economía del poder fue, justamente, como lo sugirió Pécaut, la de exacerbar las diferencias, la de atribuir un nuevo valor a las identidades políticas en contextos de miedo:

Las prácticas de crueldad apuntan en esas condiciones a imponer una división arbitraria donde no existía. En resumen, a diferencia de los conflictos internos, en los cuales se pueden distinguir entre un “nosotros” y los “otros”, en Colombia las prácticas de crueldad sirven para inventar fronteras, dentro de la población, donde no las había”.39

El “nosotros” y los “otros” es una oposición que existió primero en el discurso, antes de ser impuesta por la violencia de las masacres en los campos y veredas. El fin del discurso político era movilizar a la violencia, transmitiendo las imágenes afectivas de amenaza y ultraje que justificarían la voluntad de sufrimiento del otro. La voluntad pública de algunos gobernantes expresaba el deseo de destrucción del enemigo político e invocaba al ángel oscuro e innombrable encargado de su ejecución. Uno de esos jefes políticos que se entregaba a la tarea de proclamar el deber moral de los conservadores de hacer la guerra al liberalismo era el muy conservador Laureano Gómez. Su figura era de un fuerte simbolismo en la sociedad colombiana de aquellos años, porque representaba el llamado a la violencia y, a la vez, su propia negación. El historiador Arteaga recoge un buen ejemplo de oratoria incendiaria utilizada por el dirigente conservador en el recinto del congreso de la República de Colombia en 1940:

[La presidencia liberal] es una tiranía […] que atropelló, desconoció y ultrajó […] cosas que son sagradas para la inmensa mayoría del país […]. Y nosotros no podemos menos, en cumplimiento de un deber fundamental, que aceptar esa declaración [de guerra del tirano] y tenemos que prepararnos para la guerra, no sólo como una cosa lícita, sino como una imperativa necesidad del momento […]. [Si la tiranía liberal] entrega al robo las fortunas públicas y privadas, y vulnera las leyes públicas y la sacrosanta religión; si su soberanía, su arrogancia, su impiedad llegasen hasta insultar la divinidad misma, entonces no se le debe disimular en ningún modo; lo mejor sería […] declararlo enemigo público, darle muerte. En grandes reuniones públicas se debe pintar cuál es el estrago y cuáles los bienes inalienables y aceptar la declaración de la guerra y seguir las consecuencias de la guerra, cualesquiera que sean.40

Contrario a lo expresado en el discurso, las consecuencias de estos llamados a la guerra siempre fueron negadas. Gómez fue el máximo representante de los heraldos del miedo al espectro del enemigo interior liberal, que propició las condiciones anímicas en la población para la justificación de la guerra y su crueldad concomitante. Como se evidencia en sus palabras, toda crueldad potencial contra el enemigo liberal se ve difuminada bajo el efecto de los destellos retóricos del tiranicidio y los principios de castigo justo y proporcionado a la amenaza de la alteridad inmoral.

Más interesante que esta voluntad fantasma de sufrimiento del enemigo, que Laureano Gómez dispersaba entre su tropa de acólitos durante los años que siguieron a la escalada de brutalidad, resultó la negación de las élites conservadoras de toda relación con la crueldad en los campos y las veredas de Colombia. Esto nos obliga a cuestionarnos sobre la naturaleza de esa negación colectiva de la voluntad de sufrimiento en contra del enemigo y del mecanismo social que la hace posible.

Así pues, al igual que Enrique II, Laureano Gómez expresa la voluntad fantasma que se difunde entre sus fieles; pero después, como el rey de Inglaterra, la niega, debido a sus consecuencias morales. La posibilidad de negación de la crueldad viene, paradójicamente, de la mano de su degradación estética, de la incomprensión que genera su brutalidad y que parece desligarla de todo fin lógico político: “¿Por qué esta sevicia?” se preguntaba el padre Guzmán Campos a propósito del “sadismo” que caracterizó la guerra fratricida en los campos de Colombia durante la Violencia, “¿quién les ha indicado a esos verdugos los mismos procedimientos en todos los rincones de Colombia, con hombres, mujeres, niños y sacerdotes del Altísimo? Todos los relatos son uniformes al describir el sadismo, la sevicia inconcebible”.41 Quizá el porqué de la crueldad que buscaba Guzmán no se encontraba en la relación especular entre el verdugo y la víctima, sino en la relación racional entre el horror de ese sufrimiento y el poder que lo posibilitaba, lo permitía o lo determinaba. El sentido político de la crueldad estaba relacionado con la voluntad que gobernaba su violencia y que no se hallaba presente en el escenario mismo de la muerte y el sufrimiento. Esta voluntad determinaba y brindaba las condiciones de posibilidad de la crueldad: señalaba el cuándo, decidía sobre quién debía sufrir y el porqué; ella fijaba los objetivos racionales de la violencia, pero no precisaba los límites éticos del medio por el cual su voluntad sería ejecutada.

El rey de los Pájaros y los demonios de la cordillera

El demonio sin instrucciones es la figura que ejecuta el mandato general de una voluntad superior, arrogándose una libertad casi completa en lo que concierne a los métodos. La voluntad designa a la víctima y los objetivos de la violencia de la que es beneficiaria. El demonio sin instrucciones ejecuta la voluntad suprema de la violencia en una aparente libertad absoluta en cuanto a la forma de practicarla. No es raro, entonces, que esta libertad en la ejecución sea confundida con la voluntad suprema de crueldad que, como hemos señalado, se encuentra ausente. El demonio sin instrucciones permite la distancia moral entre la voluntad suprema que determina y la violencia del verdugo que la ejecuta. La voluntad suprema está ausente del horror de la tortura y el sufrimiento, pero es la beneficiaria de los resultados de la violencia. La crueldad va en la dirección de fortalecer el sistema de poder vigente.

Dos rasgos objetivos de los escenarios de crueldad existen para ligar la violencia del demonio sin instrucciones a la voluntad que determina el castigo. El primero es que el despliegue de la violencia del demonio sin instrucciones requiere siempre de los medios y la autoridad que le procura la voluntad superior. El segundo, que la crueldad del demonio sin instrucciones favorece siempre la ganancia de poder de la voluntad superior que la posibilita. Estos dos rasgos de la crueldad del demonio sin instrucciones, los cuales señalan su relación lógica y racional con una voluntad superior, quedan en evidencia en dos ejemplos históricos, separados por más de cien años, pero ambos en la misma cordillera de los Andes del suroccidente colombiano.

Una primera referencia al demonio sin instrucciones se encuentra en una carta que el general Santander escribe al general Bolívar durante los sangrientos episodios de la Campaña del Sur, en 1823: “Nada sé de los pastusos; absolutamente he dejado a Córdoba que haga lo que quiera. A hombres tan perversos es menester enviarles un demonio sin instrucciones”.42 Es un contexto de retaliación, en una de las páginas más oscuras (y menos conocidas) de la Guerra de Independencia.43 Los pastusos, a quienes llamaba “los demonios más demonios que han salido de los infiernos”,44 eran los grandes enemigos de Bolívar, y en la lucha por vencerlos, el Ejército Libertador cometió las más atroces crueldades.45 A pesar de darse en un contexto de represalia, la figura del “demonio sin instrucciones” que evoca Santander no es, en absoluto, una figura de castigo: ella es, ante todo, una figura que posibilita la negación. Santander niega saber la suerte (cruel) sufrida por los pastusos, porque es Córdoba (referido en este pasaje como un comandante cruel) quien se encarga de ejercer el castigo. El objetivo es minar moralmente a los pastusos para que no sigan oponiéndose a los patriotas. Los métodos se le dejan a Córdoba, el demonio sin instrucciones. El grado de libertad de Córdoba en la ejecución del castigo permite a Santander (y a Bolívar) distanciarse de las consecuencias morales de la crueldad contra los pastusos, a la vez que se benefician de sus resultados en el plano militar.

Un siglo después, en esa misma cordillera del suroccidente colombiano, la Violencia hacía su recorrido macabro por los pueblos y veredas que colgaban de sus verdes montañas. La cordillera estaba políticamente pintada de rojo, poblada por una mayoría liberal; y era la voluntad manifiesta de los jefes del partido conservador revertir esta situación, haciendo de aquella región un bastión del conservatismo.46 Legalmente no era posible ejercer la violencia contra los campesinos liberales de la cordillera, pero el poder de la institucionalidad estaba ahora del lado conservador; los medios de violencia eran ahora suyos, también los de propaganda. Pronto, escuadrones de la muerte, fugaces y furtivos, que actuaban en bandadas rápidas y mortales, empezaron a amedrentar y a asesinar a los campesinos liberales de la región. Se les conocía como los Pájaros y dejaron una década, entre 1948 y 1958, de muerte y de crueldad. Su figura quedó en la memoria como ese demonio sin instrucciones, ese instrumento sanguinario que ocultaba en su propia sombra la voluntad superior de poder que guiaba su deseo de castigo. Ciertos politólogos describen bien este carácter liminar del demonio sin instrucciones frente al derecho, cuando definen la figura del Pájaro como “aquel matón movido de fuera, aquella fuerza oscura y tenebrosa que era movilizada para amedrentar, presionar y asesinar, que luego de actuar desaparecía bajo el espeso manto de humo tendido por directorios conservadores, autoridades y funcionarios públicos”.47

Según la historia recogida por el escritor Álvarez Gardeazábal, el jefe de los Pájaros era un ferviente católico y conservador, pasado de kilos y asmático, que dirigía el curso de la muerte desde la mesa de un bar en la ciudad de Tuluá, sin haber nunca asesinado directamente a nadie:48 se limitaba a transmitir a sus Pájaros la voluntad fantasma de purificación de la cordillera, enunciada por sus jefes políticos, señalando a los enemigos que atentaban contra el honor del partido conservador.49 Como Enrique II de Inglaterra, aquel hombre también era rey. Se llamaba León María Lozano y lo apodaban el Cóndor: era el “rey de los Pájaros”.50

Si hubiera otra semejanza posible entre Enrique de Inglaterra y León María Lozano, el rey de los Pájaros, sería la de considerarse ambos, frente a la amenaza que se erguía sobre el orden y la institucionalidad, como príncipes depositarios de un deber ante una voluntad superior de castigo: la voluntad de Dios. El rey de Inglaterra y el rey de Los Pájaros permiten y determinan, pero ellos mismos encarnan un poder cuya autoridad proviene de una idealidad trascendente. Esta metafísica del poder merece ella misma una protección, a la manera de un razonamiento lógico, que la libere de toda mancha moral derivada de sus actos (inclusive de aquellos que se ejecutan por intermedio del demonio sin instrucciones). Porque, en el fondo, la crueldad del príncipe es un deber, una sucia tarea que le corresponde cumplir, aunque sea negándola. Al encarnar esta voluntad superior, como lo señalaba en el siglo XII John de Salisbury, el príncipe puede “derramar sangre sin culpa”, aunque no sea de su propia mano, “porque, aunque se puede ver que el príncipe tiene sus propios verdugos públicos, debemos pensar en él como el único o principal verdugo que está autorizado para permitir una mano sustituta”.51 El príncipe toma la forma de un carnifex que hace cumplir la ley:

Y coincidimos con los estoicos, que han investigado diligentemente las razones de los nombres, cuando decían que “verdugo público” (lictor) se deriva de “palo de la ley” (legis ictor) porque es el fin de sus deberes abatir [strike down] a quienquiera que la ley juzgue que debe ser abatido. Y por eso, a aquellos funcionarios de la antigüedad por cuya mano el juez castigaba a los culpables se les decía, “Cumplid con la voluntad de la ley” o “Cumplid [Satisfy] con la ley”, cuando levantaban la espada sobre el criminal, para que el dolor de la situación pudiera ser mitigado por la misericordia de estas palabras.52

La ironía de la crueldad a la que se ve obligado el príncipe, en la visión de John de Salisbury, es convertir la sangre y el sufrimiento de la víctima en una forma piadosa de defensa de la ley: la voluntad de crueldad del poder actuando como “la espada de la paloma, que pelea sin amargura, que mata sin ira y que, cuando pelea, no tiene resentimiento alguno”; aquella que, por brutales que parezcan sus formas de violencia, castiga sin otro motivo que “la voluntad pacífica de la ley”.53 Cómo no pensar, entonces, en la cacica Gaitana, cumpliendo ritualmente con el atroz castigo reservado para el crimen de Añasco; cómo no pensar en el poderoso rey de Inglaterra, escondiendo la mano que señala y dirige la brutal muerte del rival que amenaza su autoridad; y cómo no pensar, por supuesto, en el rey de los Pájaros, esparciendo la muerte y el horror entre los liberales de la cordillera, enemigos de la Iglesia y del Gobierno conservador.

Conclusión

En su tratado sobre la clemencia, Séneca hace la distinción entre la “ferocidad”, reservada para quienes “la saña [en la aplicación del castigo] constituye un placer”, y la crueldad, un vicio (corregible) del carácter que distingue a los príncipes “que tienen un motivo para castigar, pero que no tienen mesura”.54 Así, no es la fealdad o la cuota de sufrimiento del castigo lo que determina la crueldad del príncipe, sino la imposibilidad de inscribirlo en el ámbito de lo justo y necesario. La violencia del soberano debe ser guiada por el deber, sin incurrir en la excesiva clemencia, pues no hay que olvidar que, según el filósofo romano, un príncipe también “puede ser cruel perdonando a todos como no perdonando a nadie”.55 Se nota que John de Salisbury es tributario de la visión de Séneca sobre el papel de la violencia del príncipe: sólo así se puede superar la contradicción objetiva entre lo aparentemente horrendo (la crueldad del castigo) y lo políticamente necesario (la defensa del orden del Estado). En la visión del filósofo inglés, el príncipe asume la responsabilidad moral de la violencia cruel que debe ejecutar en tanto poder soberano. Él encarna la razón de Estado, el verdugo es sólo un instrumento de la voluntad soberana del príncipe.

En este sentido, la Gaitana representaría el ejemplo extremo del príncipe carnifex que ejecuta la crueldad del castigo contra el culpable como forma de justicia, asume la carga de fealdad e inmoralidad que comporta su violencia. No obstante, ella no es nunca presentada como tal, sino como la vieja madre vengativa que descarga sobre Añasco su furia. El juicio externo de los cronistas españoles destaca el aspecto antiestético e intolerable de esa violencia cruel mediante la exageración de la ferocidad, la brutalidad y la sed de sangre de la cacica: la Gaitana es sólo un verdugo regocijado en el ejercicio del sufrimiento. En su caso, la sutil diferencia de Séneca entre la severidad y la ferocidad desaparece, fundiéndose en la figura absoluta del verdugo sádico.

Pero como señalamos antes, la Gaitana encarna la barbarie de la cual el mundo civilizado de la política moderna debe tomar distancia. Como bien resume Elias, el proceso de civilización de las costumbres, sello distintivo de la política moderna, se define por la progresiva humanización de los afectos y la transformación de “las inclinaciones hacia la violencia y la crueldad”.56 Podemos pensar que el imperio de la razón y la civilización en la política moderna nos han alejado de las prácticas crueles, pero, como recuerda Judith Shklar, formas abyectas como la tortura y “el horror de la guerra moderna” siguen haciendo parte del “terror de nuestro tiempo”, en nombre de la seguridad de los Estados liberales democráticos.57 Algunos ejemplos -como la cárcel de Abu-Ghraib58 o el uso sistemático de la tortura en la guerra de baja intensidad contra el enemigo interno terrorista durante la Guerra Fría59- sirven no sólo para recordar la constante tensión entre el derecho, la moral y la razón de Estado (la voluntad suprema que determina), sino para señalar la importancia del demonio sin instrucciones en la ejecución oscura y anónima del horror en servicio del poder político, como fusible moral que protege al mismo poder cuando el horror se hace público.

El demonio sin instrucciones es la figura capaz de contener la carga de inmoralidad e impureza de un acto considerado necesario por el poder que lo determina para preservar el orden del Estado. Como los caballeros del rey de Inglaterra, en el episodio estudiado de Tomás Becket, o los Pájaros del régimen conservador durante la Violencia en Colombia, el demonio sin instrucciones procura al poder político la posibilidad de negación de la responsabilidad de la crueldad, en favor de sus intereses, preservando así su autoridad moral. El demonio sin instrucciones ejerce la voluntad de castigo del poder al cual obedece, como hemos visto, desde una lógica del deber y el sacrificio. Sentido del deber como obediencia a la autoridad de la ley, encarnada en el rey, el príncipe o el gobierno; y sentido de sacrificio al aceptar portar sobre sus hombros la crueldad y la fealdad de un acto de violencia necesaria para el mantenimiento del orden, para liberar al poder de la mancha moral de la crueldad.

Estudiar ciertos episodios de la historia que reflejan la compleja naturaleza de la violencia del verdugo nos conduce a una pregunta de fondo sobre el papel que juegan el miedo y la crueldad en la instauración y conservación del orden del Estado. Hoy, más que nunca, dado el desarrollo de la tecnología bélica que permite cada vez más distancia entre el agente de la violencia y la crueldad desencadenada, debemos buscar en el estudio de la historia las herramientas críticas que nos permitan comprender nuestra propia inercia, como sociedad, hacia la violencia. El primer reflejo de análisis consiste en que, ante cada episodio de crueldad ejercido por un funcionario investido con la autoridad del Estado, consideremos la posibilidad de que su ejercicio dependa de una voluntad superior emanada del espíritu colectivo, la voluntad de defensa del Estado, y no necesariamente de una cierta vocación personal del verdugo por el sadismo; es decir, que la crueldad del verdugo sea, en estos casos, parte necesaria del funcionamiento del sistema de poder político, y no la simple manifestación anómala y marginal de una voluntad sádica particular.

Para acercarnos a este tipo de reflexión sobre el papel del verdugo en nuestro mundo moderno, debemos buscar en la antigüedad la lógica de crueldad propia del suplicio: recordar que en esta forma de castigo la relación entre el verdugo, que ejecuta, y la voluntad suprema, que determina el sufrimiento como medio para un fin, se limita a un antes y un después del desarrollo de la crueldad misma. Durante el tiempo en que ésta transcurre, el poder que determina sus objetivos y que es beneficiario último de su realización está siempre ausente. La voluntad suprema es tan sólo un poder que permite. La voluntad suprema brinda las condiciones de posibilidad del escenario en el cual el verdugo practicará su crueldad, pero se desentiende de la forma que esta crueldad adopta. En ese espacio limitado por los objetivos de la voluntad suprema, el verdugo puede ejercer libremente el cumplimiento de su tarea. La voluntad suprema es un poder que decide, primero que todo, que la crueldad es el medio para el fin. La libertad del verdugo es aquella de escoger entre diferentes sufrimientos para la víctima. Así como permite actuar al verdugo, la voluntad suprema cierra los ojos y no escucha el sufrimiento que desencadena su poder. Ella sólo espera, impasible, ciega y sorda, los beneficios de la violencia cruel que practica su demonio sin instrucciones.

Referencias

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*El presente artículo se inscribe en el trabajo de investigación de tesis doctoral titulado: “Demonios sin instrucciones: del verdugo y la crueldad en el mito de la violencia justa”, dirigido por el profesor Ignacio Vento Villate y presentado en septiembre de 2022 para optar por el título de doctor en Filosofía y Ciencias del Lenguaje en la Universidad Autónoma de Madrid.

1 Nathan J. Ristuccia, “The Image of an Executioner: Princes and Decapitations in John of Salisbury’s Policraticus”, Humanitas 29, núms. 1-2 (2016): 157-183. Ver: John de Salisbury, Policraticus, trad. Cary J. Nederman (Cambridge: Cambridge University Press, 1990), VIII, 17.

2 William Smith, A Dictionary of Greek and Roman Antiquities (Londres: John Murray, 1875), 242.

3 Kathy Stuart, Defiled Trades and Social Outcasts: Honor and Ritual Pollution in Early Modern Germany (Cambridge: Cambridge University Press, 1999), 26-27.

4 Fray Pedro Simón, Noticias historiales de las conquistas de tierra firme en las Indias occidentales, tomo IV, tercera parte (Bogotá: Casa Editorial de Medardo Rivas, 1892), 138-139.

5 Simón, Noticias historiales, 143.

6 Juan Friede, Los Andaki 1538-1947: Historia de la aculturación de una tribu selvática (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1953), 128.

7 Juan de Castellanos, Elegías de varones ilustres de Indias (Bogotá: Gerardo Rivas Moreno, 1997).

8 Simón, Noticias historiales.

9Cfr. Juan Friede, Rutas de Cartagena de Indias a Buenos Aires y sublevaciones de Pizarro, Castilla y Hernández Girón 1540-1570 (Madrid: Talleres Gráficos Porrúa, 1970).

10 Cassius Dio, Roman History, vol. VIII: libros 61-70 (Cambridge: Harvard University Press, 1925).

11Cornelius Tacitus, The Annals, eds. y trad. Alfred John Church y William Jackson Brodribb (Londres y Nueva York: Macmillan and Co., 1888).

12Tácito relata la revuelta de Boudica, reina de los icenos, como una venganza de los bárbaros frente a la brutalidad de los romanos (Tacitus, The Annals, XIV, 33-37). Según el relato de Dion Casio, Boudica saqueó y destruyó dos ciudades romanas en Britania, librándose “indescriptibles” atrocidades: “Aquellos que fueron tomados cautivos por los británicos fueron sometidos a todas las formas conocidas de ultraje. La peor y más bestial atrocidad cometida por sus captores fue la siguiente: Colgaron desnudas a las mujeres más nobles y distinguidas y luego les cortaron los pechos y se los cosieron a la boca, para que pareciera que las víctimas se los comían; luego empalaron a las mujeres en brochetas afiladas que recorrieron todo el cuerpo a lo largo. Todo esto lo hicieron con el acompañamiento de sacrificios, banquetes y comportamiento desenfrenado, no sólo en todos sus otros lugares sagrados, sino particularmente en la arboleda de Andate. Este era el nombre que daban a la Victoria, y la miraban con la más excepcional reverencia”. Dio, Roman History, LXII, 7, 1-3. Todas las traducciones del inglés y el francés citadas en este trabajo son propias.

13 Manuel Briceño, Los Comuneros: Historia de la insurrección de 1781 (Bogotá: Imprenta de Silvestre y Compañía, 1880).

14 Castellanos, Elegías de varones, 908.

15 Simón, Noticias historiales, 142.

16 Briceño, Los Comuneros, 178.

17 Max Weber, Economía y sociedad (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2004), 1071.

18 Briceño, Los Comuneros, 182.

19 Briceño, Los Comuneros, 183.

20 Cesare Beccaria, Tratado de los delitos y las penas (Madrid: Imprenta de Albán, 1822).

21 Briceño, Los Comuneros, 183.

22Ver: Walter Benjamin, “Para una crítica de la violencia”, en Para una crítica de la violencia y otros ensayos (Santafé de Bogotá: Taurus, 2001), 26-27.

23 Michel Foucault, Surveiller et punir, naissance de la prison (París: Gallimard, 2004).

24 Heide Gerstenberger, “La violence dans l’histoire de l’État, ou la puissance de définir”, Lignes, vol. 2, núm. 25 (1995): 23.

25 Wilfred Lewis Warren, Henry II (Berkeley: University of California Press, 1973), 506-509.

26 Elizabeth Knowles, The Oxford Dictionary of Quotations (Oxford: Oxford University Press, 1999), 370.

27 Warren, Henry II, 506-509.

28 Christopher Lee, This Sceptred Isle: The Making of the British(Londres: Constable & Robinson, 2012), 97.

29 Simon Schama, A History of Britain: At the Edge of the World? 3000 BC-AD 1603 (Londres: bbc Books, 2002), 142.

30Cfr. Lee, This Sceptred Isle, 97.

31 Hesíodo, Teogonía, trad. Aurelio Pérez y Alfonso Martínez (Madrid: Gredos, 1978), v. 525-530, 94.

32 Hesíodo, Teogonía, v. 535-616, 94-97.

33Libro de Job, 1:7-12, versión Reina-Valera revisada de 1960.

34 Beccaria, Tratado de los delitos, 61.

35Job, 30:20-21.

36 Antonio Gramsci, Antología (Buenos Aires: Siglo XXI, 2004).

37Esta división social puede seguirse en Keith Christie, Oligarcas, campesinos y política en Colombia (Bogotá: Universidad Nacional, 1986); Gonzalo Sánchez, Guerra y política en la sociedad colombiana (Bogotá: El Áncora, 1999).

38 Santiago Montenegro, “Esto se ve mal”, El Espectador, 11 de agosto de 2013, https://www.elespectador.com/opinion/esto-se-ve-mal-columna-439318.

39 Daniel Pécaut, “Las prácticas de la crueldad. Los cambios de contexto y de sentido entre los años de la violencia (1946-1960) y los años recientes”, en: Memorias. Cátedra de Formación Ciudadana Héctor Abad Gómez, 2010-2011 (Medellín: Universidad de Antioquia, 2012), 128-129.

40 Manuel Arteaga Hernández, Historia política de Colombia, vol. 2 (Bogotá: Intermedio Editores, 1993), 574.

41 Germán Guzmán, Orlando Fals y Eduardo Umaña, La violencia en Colombia. Estudio de un proceso social, tomo I (Bogotá: Ediciones Tercer Mundo, 1962), 93.

42 Emiliano Díaz del Castillo, Por qué fueron realistas los pastusos (Pasto: Gobernación de Nariño, Biblioteca del Centenario, 2005), 123. El énfasis es añadido.

43Ver: Rufino Gutiérrez, “Importancia Militar del Sur”, en: Monografías, tomo 1 (Bogotá: Imprenta Nacional, 1921), 172-185.

44 Vicente Lecuna, Cartas del Libertador, tomo V (Caracas: Banco de Venezuela/Fundación Vicente Lecuna, 1929), 140.

45Ver: José María Obando, Apuntamientos para la historia (Bogotá: Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1945), 58; Daniel F. O’Leary, Memorias del General O’Leary. Correspondencia de hombres notables con el Libertador, Tomo I. (Caracas: Imprenta de la Gaceta Oficial, 1879), 11-24.

46 Omar Franco Duque, La carta suicida de Tuluá (Cali: Feriva, 2014).

47 Darío Betancourt y Martha García, Matones y cuadrilleros: Origen y evolución de la violencia en el occidente colombiano (Bogotá: Tercer Mundo, 1990), 20.

48Cfr. Gustavo Álvarez Gardeazábal, Cóndores no entierran todos los días (Bogotá: Plaza & Janés, 2008).

49 Betancourt y García, Matones y cuadrilleros, 109-110.

50Cfr. Álvarez, Cóndores.

51 Salisbury, Policraticus, IV, cap. 2, 30-31.

52 Salisbury, Policraticus, IV, cap. 2, 31.

53 Salisbury, Policraticus, IV, cap. 2, 30-31.

54 Lucio Anneo Séneca, Sobre la clemencia, trad. Carmen Codoñer (Madrid: Tecnos, 1988), II.4 §2-3, 50-51.

55 Séneca, Sobre la clemencia, I.2 §3, 20. Ver: Nicolás Maquiavelo, El príncipe, trad. Helena Puigdomenech (Barcelona: Altaya, 1993), cap. XVII. En este capítulo, el pensador florentino desarrolla la cuestión del justo castigo cruel que se opone a la excesiva clemencia (la cual engendra caos y mayores crueldades).

56 Norbert Elias, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1989), 241.

57 Judith N. Shklar, “The Liberalism of Fear”, en Liberalism and the Moral Life, ed. Nancy L. Rosenblum (Cambridge: Harvard University Press, 1989), 27.

58Ver: Susan Sontag, “Regarding the Torture of Others”, New York Times Magazine 27 (23 de mayo de 2004): 24-42.

59Ver: Roger Trinquier, La guerre (París: Albin Michel, 1980).

Recibido: 19 de Junio de 2022; Aprobado: 10 de Abril de 2023

Conferencista, investigador y doctor en Filosofía y Ciencias del Lenguaje por la Universidad Autónoma de Madrid. DEA en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid y licenciado en Comunicación Social y Periodismo por la Universidad del Valle (Colombia). Antiguo profesor del Departamento de Sociología de la Universidad del Valle y del Departamento de Estudios Sociales de la Universidad Icesi. Fundador del grupo de Memoria Histórica de la Universidad del Valle.

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