La ciudad usualmente es considerada un espacio de intercambio de mercancías. La aparición de ésta se encuentra vinculada a la histórica separación del trabajo agrícola frente a otras actividades como la artesanal, el intercambio comercial y la generación de conocimiento científico en las universidades. Ciudades antiguas en el valle del Indo, en Mesopotamia, Egipto y China se basaron en una economía agrícola, hidrológica y fueron los asientos de un poder estatal, religioso y militar. En Grecia y Roma se constituyeron como verdaderos corazones de grandes imperios. Las medievales en Europa, edificaron todo un arquetipo occidental de organización socioespacial urbana y comercial. Durante ese periodo estas fueron corporaciones municipales de ciudadanos “libres” incrustados en unidades territoriales generalmente feudales. Igualmente, fueron asientos del poder eclesiástico y de la burguesía emergente, así como del comercio firmemente organizado, donde fueron surgiendo las universidades.
Hoy en día, el uso genérico del término ciudad se refiere a una unidad demográfica, económica y sobre todo política, generalmente más grande que un pueblo o villa (Keil, 2009: 85). En ella la conflictividad social es ferviente. Aunque es preciso mencionar que en estos espacios urbanos históricamente han emergido revoluciones, protestas, disturbios e innumerables desacuerdos en la forma de organizar el mundo urbano, nunca han sido un espacio armonioso, sin conflicto o violencia. En el devenir histórico de éstas, ejemplos sobran: la Comuna de París de 1871, las revueltas de 1864; o igualmente en la violencia urbana que más recientemente consumió Belfast, destruyó Beirut, Sarajevo, que ocupó las calles de Seattle, Madrid, La Paz, São Paulo y Rio de Janeiro, entre muchas más. Por mucho tiempo la ciudad ha sido un epicentro de creatividad destructiva (p. 51). En términos de Eric Hobsbawn (2010): el motín, la insurrección, revueltas y la manifestación popular acontece como un fenómeno urbano casi universal, donde no escapan las megalópolis opulentas del mundo industrial de finales del siglo XX (p. 311).
Este espacio es el que ocupa el análisis de David Harvey en Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana, dirigido básicamente sobre dos ejes: la creación, forma y circulación de la acumulación de capital de lo y en lo urbano, y la multitud de conflictos, rebeldías y movimientos sociales que se producen en la dinámica del proceso urbanizador que se ha tornado cada vez más hegemónico en el planeta. Libro que a su vez se convierte en un reclamo e intento por esclarecer los caminos en que los movimientos sociales alrededor del mundo intentan “cambiar y reinventar de acuerdo con sus propios deseos” (p. 20).
Esta obra es en realidad una colección de ensayos previamente publicados en distintas revistas, ampliados, actualizados y revisados para conformar este compendio, que se coloca como una fuente esclarecedora de la crisis económica de 2008, las vías por las cuales se produce el mundo del capital en las formas de urbanizar todos los resquicios del planeta y el aumento de las revueltas urbanas en Egipto, Grecia, Nueva York, Brasil, Argentina y otros lugares. El escrito se encuentra dividido en dos partes: “El derecho a la ciudad” y “Ciudades rebeldes”, además del prefacio que abre la obra, el cual se titula “La Icaria de Henri Lefebvre”. Aquí trata el tema que Lefebvre abordó en su influyente ensayo Le droit à la ville, de 1967. Este geógrafo marxista plantea que reivindicar el derecho a la ciudad supone de hecho reclamar un derecho a algo que ya no existe (si es que alguna vez existió en realidad).
Además, el derecho a la ciudad es un significante vacío. Todo depende de quién lo llene y con qué significado. Los financieros y promotores pueden reclamarlo y tienen todo el derecho a hacerlo; pero también pueden hacerlo los sin techo y sin papeles. Inevitablemente tenemos que afrontar la cuestión de qué derechos deben prevalecer, al tiempo que reconocemos, como decía Marx en El capital que “entre derechos iguales lo que decide es la fuerza”. La definición del derecho es en sí mismo objeto de una lucha que debe acompañar a la lucha por materializarlo. La ciudad tradicional ha muerto. (p. 13)
De esta forma, con base en una lectura detallada de Marx y Lefebvre, desenvuelve su argumento sobre cómo reconstruir un tipo totalmente diferente de ciudad, alejado del repugnante caos engendrado por el frenético capital urbanizador globalizado, que sea anticapitalista y que el núcleo principal se coloque en la transformación de la vida urbana cotidiana.
Aquí inicia la primera parte del libro, dividido en cuatro capítulos. En el primero, titulado “El derecho a la ciudad”, dilucida cómo este derecho supone reivindicar la forma en que se hacen y rehacen nuestras ciudades, puesto que bajo el capitalismo la búsqueda perpetua de plusvalor -cuyo logro exige a los capitalistas producir un excedente requerido por la urbanización, donde igualmente se necesita la urbanización para absorber el sobreproducto que genera continuamente- ha reconfigurado la geografía urbana, el estilo y la calidad de vida en una mercancía para los que tienen dinero, en un mundo en el que el consumismo, el turismo, las actividades culturales basadas en el conocimiento, así como el continuo recurso a la economía del espectáculo se han convertido en aspectos primordiales de la economía política urbana.
En el capítulo dos, “Las raíces urbanas de las crisis capitalistas”, deshebra los distintos hilos de las crisis capitalistas como crisis urbanas, donde la infraestructura construida, el medio ecológico organizado y las instituciones dirigidas al apoyo de la urbanización se vuelcan a producir un espacio propicio para la acumulación que se encuentre constantemente en crisis: hipotecarias, financieras, políticas, etc.; en este sentido esgrime Harvey:
Cuando el banco presta a un consumidor para que se compre una casa y recibe a cambio un flujo de interés, hace que parezca como si en la casa hubiera algo que está produciendo directamente valor, cuando no es así. Cuando los bancos compran bonos para financiar la construcción de hospitales, universidades, escuelas y cosas parecidas a cambio de un interés, parece como si en esas instituciones se estuviera produciendo valor, cuando no es así. Cuando los bancos prestan para comprar suelo e inmuebles de los que se podrá extraer una renta, entonces la categoría distributiva de la renta queda absorbida en el flujo de la circulación del capital ficticio. (pp. 69-70)
Este proceso se basa en la suposición de que ese valor se puede no sólo producir sino también realizarse en el mercado. Es ahí donde entra en escena el capital ficticio: se presta dinero a los compradores que supuestamente pueden devolverlo a partir de sus ingresos (salarios), y se capitaliza como un flujo de interés sobre el capital prestado. De esta manera se constituye un vasto terreno de acumulación por desposesión, mediante la cual el dinero es absorbido hacia la circulación del capital ficticio para sostener las ingentes fortunas reunidas en el sistema financiero. Así, entonces, esta dinámica se comprende en el entrelazamiento de la circulación del capital productivo y del ficticio en el seno del sistema de crédito, en el contexto de los mercados inmobiliarios.
En el acápite número tres, “La creación de bienes comunes urbanos”, Harvey discute cómo el pensamiento y la problematización teórica y práctica sobre los bienes comunes ha quedado muy a menudo encerrado en un conjunto muy estrecho de suposiciones, en buena medida derivado del ejemplo de los cercamientos de tierras que tuvieron lugar en Gran Bretaña desde finales del periodo medieval. Posición que se ha popularizado con frecuencia entre las soluciones contrapuestas de la propiedad privada y la intervención autoritaria del Estado. Y que desde una perspectiva política, la cuestión se ha visto ensombrecida por una reacción instintiva (entrelazada con grandes dosis de nostalgia de la supuesta economía moral de la acción común que acaso habría existido en el origen de los tiempos). Empero, rescata cómo el papel que ejercen los bienes comunes en la formación de las ciudades y en la política urbana ahora empieza a ser claramente reconocido y elaborado, tanto teóricamente como en el campo de la práctica radical en los movimientos sociales urbanos de todo el mundo.
El capítulo cuatro, “El arte de la renta”, cierra la primera parte del volumen, discurre sobre cómo toda renta se basa en el monopolio de algún bien por determinados propietarios privados. Ilustra las formas de ciertos agentes sociales de obtener una mayor corriente de ingresos durante un tiempo dilatado, en virtud de su control exclusivo sobre un artículo directa o indirectamente comercializable; en ciertos aspectos cruciales, únicos e irreproducibles, de esta forma es que surge la renta de monopolio. Dinámica estructural que los propios capitalistas fomentan activamente y que les permite obtener un control de gran alcance sobre la producción, comercialización, planificación a largo plazo de la reducción del riesgo y estabilidad de sus negocios. No obstante, es preciso decir que actualmente la globalización ha reducido significativamente las protecciones a los monopolios otorgadas históricamente por los elevados costes de transportes y comunicaciones, al tiempo que la remoción de barreras institucionales al comercio (proteccionismo) ha disminuido las rentas de monopolio que se podían obtener obstaculizando la competencia extranjera; sin embargo, el capitalismo no puede funcionar sin monopolios, así que discurren nuevos medios para renovarlos.
En la segunda parte del escrito, Ciudades rebeldes arguye en tres partes cómo la historia de la lucha de clases de base urbana alrededor del mundo ha planteado diversas alternativas al capitalismo. En el capítulo cinco “Reclamar la ciudad para la lucha anticapitalista”, David Harvey se pregunta: ¿cómo puede fusionar la izquierda la necesidad de comprometerse activamente, pero también de crear una alternativa a las leyes capitalistas de determinación del valor en el mercado mundial, al tiempo que promueve la capacidad de los trabajadores asociados para gestionar y decidir democrática y colectivamente lo que tienen que producir y cómo producirlo? Para esto plantea que un movimiento anticapitalista viable tendrá que reevaluar las estrategias anticapitalistas pasadas y presentes. Según sus palabras, deberán ofrecer respuestas a tres cuestiones principales:
Primero, el lacerante empobrecimiento material de buena parte de la población mundial y la consiguiente frustración de la posibilidad del pleno desarrollo de las capacidades y la potencia creativa humana [...] Las organizaciones contra la pobreza deben comprometerse a una política contra la riqueza y a la construcción de relaciones sociales alternativas a las que dominan el capitalismo.
La segunda cuestión deriva de los claros e inminentes peligros de degradación ambiental y transformaciones ecológicas descontroladas. [...] No existe una solución puramente tecnológica para esta cuestión. Tiene que haber importantes cambios en el modo de vida [...] así como en el consumismo, productivismo y dispositivos institucionales.
En tercer conjunto de cuestiones, que subyace bajo las dos primeras, deriva de una compresión histórica y teórica de la inevitable evolución del crecimiento capitalista [...] Esto requiere la abolición de la relación dominante de clase que sostiene y ordena la perpetua expansión de la producción y realización de plusvalor, y que es la que produce la distribución cada vez más desigual de riqueza y poder, junto con el perpetuo síndrome de crecimiento que ejerce una presión destructiva tan enorme sobre las relaciones sociales y los ecosistemas globales (pp. 187-188).
De la misma manera la lucha de clases que se emprenda no se debe restringir al lugar de trabajo o a los sindicatos; debido a que el derecho a la ciudad no es un derecho únicamente individual, sino un derecho colectivo concentrado, el cual incluye a los trabajadores de la construcción, a todos aquellos que facilitan la reproducción de la vida cotidiana: maestros, los reparadores del alcantarillado y el suburbano, los fontaneros y electricistas, los que levantan andamios y hacen funcionar las grúas, los trabajadores de los hospitales, y los conductores de camiones, autobuses y taxis, los cocineros, camareros y animadores de los restaurantes y salas de fiesta, los oficinistas de los bancos, los administradores de la ciudad, etcétera. Por esa razón, el derecho a la ciudad tiene que plantearse no sólo como un derecho a lo que ya existe, sino como un derecho a reconstruir y recrear la ciudad como un cuerpo político socialista con una imagen totalmente diferente, que erradique la pobreza y la desigualdad social y que cure las heridas de la desastrosa degradación medioambiental. Para que esto suceda habrá que interrumpir la producción de las formas destructivas de urbanización que facilitan la perpetua acumulación de capital.
En la sección número seis, “Londres 2001: el capitalismo montaraz se lanza a la calle”, expone cómo el capitalismo contemporáneo ha desarrollado toda una serie de estrategias de acumulación que han ocasionado una desposesión masiva y prácticas depredadoras, en particular de los más pobres y vulnerables, los más indefensos y carentes de protección legal. Asimismo describe cómo el denominado thacerismo desencadenó los instintos intrínsecamente montaraces del capitalismo (los “espíritus animales” de los empresarios, como los llamó tímidamente John Maynard Keynes), que de forma contundente nadie ha intentado detener desde entonces. Si bien es cierto que existen atisbos de esperanza en muchos lugares del mundo por parte de movimientos sociales, como el movimiento de los indignados en España y Grecia, los zapatistas en México, los impulsos revolucionarios en Latinoamérica, los movimientos campesinos en Asia, etc., que están comenzando a ver a través de la vasta bruma con la que el capitalismo global depredador y feroz ha cubierto el mundo.
En la última parte de la obra, capítulo siete: “OWS [Occupy Wall Street]: el partido de Wall Street se topa con su némesis”, este geógrafo inglés cierra su argumento en su crítica al partido de Wall Street, que desarrolla una incesante guerra de clases: “Como decía Warren Buffett, ‘por supuesto que hay guerra de clases, pero es mi clase, la de los ricos, la que ha emprendido y estamos venciendo’” (p. 231).
Esta guerra se desarrolla bajo una serie de máscaras y maniobras de ofuscación con las que se disfrazan los propósitos y objetivos del partido de Wall Street, que es preciso desenmascarar; como el propio David Harvey remarca, “es necesaria una perspectiva revolucionaria y no sólo reformista”. Así, la construcción de una alternativa es insoslayable; en un mundo donde las fábricas no han desaparecido, pero sí han disminuido considerablemente, diezmando a la clase obrera industrial clásica. La tarea importante y siempre creciente de crear y mantener la vida urbana es realizada cada vez más por trabajadores eventuales, a menudo a tiempo parcial, desorganizados y mal pagados. El llamado “precariado” ha desplazado al “proletario” tradicional.
Estos son los argumentos que este prolífico escrito esgrime en esta obra, para quien “después de todo, Lefebvre tenía razón, hace más de medio siglo, al insistir en que la revolución de nuestra época tiene que ser urbana, o no será” (p. 49). Bajo esto, Harvey sitúa su documento como una forma de lucha revolucionaria que sirva a los movimientos sociales en la búsqueda teórica de sus luchas y a los diversos actores políticos en el entendimiento de un mundo cada vez más polarizado en términos económicos y políticos, donde las posiciones y las antiguas divisiones entre izquierda y derecha se han difuminado. Así, Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana, no es un estudio más de geografía clásica, con bases positivistas o de economía neoclásica, es una toma de posición sobre la actual lucha de clases en el espacio urbano.