La noción de pátina y la limpieza de las pinturas1

 

Por Paul Philippot

 

Toda obra de arte presenta, desde el punto de vista de su restauración, un carácter histórico doble. Por una parte es histórica, en tanto que creación del hombre realizada en una época determinada. Por otra parte, se nos presenta a través del lapso de tiempo que ha transcurrido desde su creación, y cuya eliminación es inconcebible. Esta duración afecta la materia a la que se ha confiado la transmisión de la imagen. En el caso de las pinturas, que es el que trataremos aquí, ciertas transformaciones se operan normalmente en el curso del tiempo y son totalmente irreversibles.

Así es como el trabajo de soporte y el secamiento de la pintura provocan normalmente una red de cuarteaduras, que influye de modo considerable en el aspecto y la textura de la obra. Pero el secamiento del aglutinante tiende también a aumentar la transparencia de las capas de pintura, especialmente en las partes en que se ha utilizado el aglutinante en abundancia, como en las glasuras de tierra café, lo que tiene por efecto el aumento en ciertos casos de los contrastes entre estas zonas transparentes y la relativa opacidad de las zonas que han evolucionado menos. Un fenómeno de este género se observa sobre todo en ciertas obras de Brower. Por otra parte, la evolución de algunos colores es bien conocida. A menudo se trata de un oscurecimiento, como en ciertos rojos o en ciertas sombras; el resinato de cobre tiende a volverse café; los azules sufren a veces una inestabilidad particular; los barnices se amarillentan y su transparencia disminuye. En fin, un fenómeno normal de secamiento es la exudación del aglutinante hacia la superficie. Esta migración contribuye en gran medida a determinar el brillo particular de la superficie pictórica "estabilizada", afectando, con el estado de la superficie, la transparencia y la profundidad de los tonos.

Todas estas modificaciones pueden considerarse normales; salvo en casos extremos, no nos parecen siquiera alteraciones, sino la simple huella del tiempo, incluso si, desde un punto de vista estrictamente material, se trata evidentemente de procesos de alteración. Pero por otra parte, en la medida misma en que estas modificaciones son irreversibles y escapan a una determinación rigurosa, es necesario admitir que el estado original de la obra, es decir, el estado en que se encontraba cuando el artista la abandonó una vez terminado el proceso de creación, es en todos los casos imposible de restablecer, e incluso de determinar objetivamente. Así pues, ninguna restauración podrá jamás pretender establecer el estado original de una pintura. No podrá más que revelar el estado actual de las materias originales. En caso de que lo pretendiera, no podría en ningún caso abolir la historicidad segunda de la obra, el tiempo que ésta ha atravesado para presentarse a nosotros.

Esta constatación nos permite abordar de una manera más rigurosa el problema crítico, ligando su aspecto histórico-estético con los factores materiales en los cuales se concretiza. Y es aquí donde encuentra su lugar la noción de pátina. La pátina, en efecto, es precisamente la acción "normal" del tiempo sobre la materia. No es un concepto físico o químico, sino un concepto crítico. La pátina no es otra cosa que el conjunto de estas alteraciones "normales", en tanto que afectan el aspecto de la obra sin desfigurarla —precisamente porque se trata de alteraciones "normales"—. La noción misma de normalidad a la que debemos recurrir aquí no descalifica de ninguna manera el concepto; revela simplemente que no se refiere a la materia, sino que pertenece al dominio crítico y supone siempre un juicio estético.

Sería un craso error creer que un juicio semejante pueda ser eliminado, y que esta eliminación podría reducir el problema a una objetividad "científica". En efecto, eliminar el problema de la pátina significaría simplemente reducir la cuestión a sus aspectos materiales y, en consecuencia, ignorar el hecho de la evolución de las materias —lo cual sería un error científico— o negarse a considerar el problema que ésta plantea: las relaciones entre el estado original y el estado actual de las materias originales, es decir, renunciar a tomar en cuenta la realidad estética de la obra.

La importancia de la noción de pátina para la limpieza de las pinturas resulta del papel particular que en ella desempeña el barniz. El brillo de éste, en efecto, se opaca con el tiempo, y esta alteración, mientras no supera ciertos límites, se combina con la de las capas subyacentes. Especialmente cuando éstas están estropeadas, la alteración del barniz puede atenuar los daños o los contrastes. De modo que necesariamente se plantea la cuestión de la evaluación del papel que desempeña o puede desempeñar la alteración del barniz en la constitución del aspecto actual de la obra. Dado que el estado actual de la capa pictórica no puede de ninguna manera identificarse con el estado original de la obra, se hace indispensable, en el momento de limpiar una pintura, apreciar el papel que tiene o puede tener el barniz en tanto que elemento de la pátina. Pero es evidente que esta apreciación, como la de la pátina en general, se basa en una comparación mental entre el aspecto actual de la obra —o, más exactamente, entre los diversos aspectos actuales posibles según el grado de limpieza— y la idea que el restaurador se hace (¡y no puede no hacerse una idea!) de la imagen original. Semejante comparación implica necesariamente una gran parte de hipótesis. Pero el restaurador no puede evitarlo sin descuidar su misión. ¿Quiere decir esto que caemos aquí en la pura subjetividad del gusto personal? Sin duda tal será el caso siempre que el problema crítico sea eludido porque el restaurador no haya tomado conciencia de él y se deje guiar por sus solas preferencias personales; y en ese sentido, desbarnizar por completo puede ser muy bien nada más una manifestación del gusto, así como también el desbarnizar parcialmente. Su objetividad, en efecto, es ilusoria, pues se paga con la sustitución del juicio crítico por un criterio puramente material.

Una estricta metodología crítica exigirá, por el contrario, proceder con una conciencia rigurosa de todos los aspectos del problema. Por un lado, será necesario estimar las alteraciones sufridas, ya se trate de simple pátina o de verdaderas desfiguraciones o destrozos: diagnóstico que se basa al mismo tiempo en el conocimiento objetivo de la evolución de las materias y en la idea supuesta de su aspecto original, fundándose ésta, a su vez, sobre la experiencia de las obras en su realidad estética y material. Por otro lado, el restaurador deberá tener una idea lo más precisa posible de la unidad original de la obra y, en función de ésta, de cada uno de sus valores particulares. Esta intuición es fundamental, y consiste en la identificación de la realidad formal de la obra: ésta, como posee su coherencia propia, es en efecto el único criterio con el que pueden medirse las alteraciones, en tanto que éstas afectan la forma. Parecería que uno está reducido a un círculo vicioso, puesto que la unidad es imaginada a partir de la obra alterada, y las alteraciones apreciadas a partir de la unidad original. Pero no debe olvidarse que dos factores quedan fuera del círculo y, por ello, aseguran la validez del trabajo crítico: las alteraciones objetivamente demostrables, aunque sea a un nivel puramente material, y la experiencia de la obra de arte como tal que, debido a la coherencia formal que supone siempre, denuncia los daños sufridos, exactamente como la experiencia de una ejecución musical revela, por la obra ejecutada, los errores eventuales de la ejecución. Así pues, la comparación entre el estado actual y la representación vívida de la imagen original no es solamente posible, sino que en ella consiste la experiencia misma de la obra de arte como tal, en tanto que ha llegado hasta nosotros a través del tiempo que nos separa de su creación. Sobre esta base, hecha de un va y viene continuo de la materia a la imagen y de la imagen a la materia en cuyo curso se precisa el diagnóstico crítico, el restaurador podrá apreciar el papel de las capas de barniz más o menos alterado. La limpieza se convierte entonces, desde el punto de vista crítico, en la búsqueda del equilibrio actualmente realizable que sea más fiel a la unidad original. Y es evidente que la solución dependerá cada vez de las particularidades del caso. La limpieza de una pintura no podrá jamás ser concebida como una operación puramente material y por lo tanto "objetiva": la eliminación del barniz — y eventualmente de los retoques— que recubre la capa original. Limpiar una pintura es, sobre la base de un conocimiento previo tan exacto como sea posible de su estado actual, progresar hacia un estado que, sin atentar a la materia original, restituya más fielmente la imagen original: progresión que implica una extrema capacidad para preveer, sin la cual sería imposible detenerse a tiempo, porque la limpieza se convierte en una búsqueda ciega del tesoro que se detendrá solo —y no siempre—en la materia original.

En realidad, el velo que aporta el barniz antiguo será en general precioso cuando se trate de compensar contrastes agudizados o de equilibrar partes deterioradas con partes intactas; en cambio, la limpieza podrá ir normalmente más lejos cuando las alteraciones debidas a la pátina sean mínimas. Sin embargo, en este caso será también necesario tener en cuenta que el hecho de poner radicalmente al desnudo la capa pictórica original subraya casi siempre su materialidad en detrimento de la imagen y que, al conferir un aspecto nuevo a un objeto antiguo, crea en el seno de éste un desacuerdo que es una especie de falsificación; acentúa la materia en detrimento de la forma y denuncia que, frente a la obra de arte, el interés higiénico por el objeto predomina sobre el interés estético por la imagen.

A medida que la limpieza se aproxima al desbarnizado completo, el estado de la superficie de la capa pictórica requiere, evidentemente, una atención cada vez mayor. El criterio de seguridad puramente material de la ausencia de pigmento en el solvente del algodón del hisopo no tiene aquí, es claro, ningún valor, no sólo porque este control sólo puede hacerse a posteriori y por ello no constituye una garantía, sino sobre todo porque se puede alterar artificialmente la superficie sin pérdida de pigmentos. En efecto, la migración del aglutinante hacia la superficie en el curso del secamiento es determinante para la formación del brillo de ésta, que confiere a los tonos su profundidad y su transparencia. Por lo tanto, hay que admitir que el brillo puede muy bien alterarse por una limpieza excesiva, mucho antes de que esto se revele por pérdidas de pigmentos. De hecho, demasiado a menudo encuentra uno cuadros devastados por una limpieza drástica que, al alterar el brillo de la superficie debido a la exudación del aglutinante, ha "atravesado la piel" de la pintura. Entonces se abre una llaga, en que el color aparece en la materialidad que posee sobre la paleta, y se opone así a su propia transfiguración formal; la materia surge en la imagen como una isla emerge en un lago rompiendo la transparencia del agua. Los efectos de luz y las partes claras son los que sufren más a menudo estos estragos causados por la "búsqueda del tesoro" de la materia original, y algunos maestros, en consecuencia, están particularmente expuestos a este peligro. El brío fascinante de las pastas luminosas de Josse de Momper lo ha designado desde hace mucho tiempo como víctima privilegiada, y muy pocas de sus obras han escapado a la masacre. Agreguemos —porque nunca se lo repetirá bastante— que el crimen rara vez se detiene en esta etapa. ¡Cuántas veces no se trata de exaltar esta materia puesta al desnudo con un rebarnizado espeso y brillante como una carrocería! Se produce entonces la antípoda de la pátina, pues si ésta calma la materialidad de la pintura para subrayar la transposición de las texturas en la imagen, el barniz rico y denso, que más que recubrir, viste la pintura, interpone por lo contrario la materialidad nueva y agresiva de su oropel propio. Entonces nace un contraste entre la textura real de la pintura y el estado de su superficie, que tiende a transformar la obra en su propia reproducción. Deslizamiento tanto más peligroso cuanto que la influencia creciente de las reproducciones en color, con su papel lustroso, acaba por exigir, en el "museo imaginario" del público, la conformidad de las obras con sus reproducciones.

El problema estético de la limpieza, pues, no se plantea en los términos abstractos de la alternativa: desbarnizado total o desbarnizado parcial. Consiste, por el contrario, como lo hemos visto, en un acto de interpretación crítica de un caso específico, cuyo fin es restablecer, habida cuenta del estado material actual de la obra, no un ilusorio estado original, sino el estado más fiel a la unidad estética de la imagen original. Por lo tanto, las soluciones concretas podrán escalonarse, según el caso, sobre toda la gama de los grados de limpieza, hasta el desbarnizado completo. Sin embargo, en la práctica es evidente que esta última fórmula se justificará sólo excepcionalmente, porque casi siempre dañará la pátina exaltando la materia en detrimento de su transfiguración formal en la imagen.

 

Nota

1 Fuente: Phillipot, P. 1969. "La noción de la pátina y la limpieza de las pinturas", en Cuadernos de trabajo del Centro Regional Latinoamericano de Estudios para la Conservación y Restauración de Bienes Culturales, México, INAH".