El cambio climático no es un mero discurso, es un hecho objetivo, un “hiperobjeto” (Morton, 2013). Pero alrededor de él surgen discursos (negacionistas, intervencionistas, liberales, conservadores, etcétera). También aparecen dispositivos para disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero y para administrar a las poblaciones afectadas por sequías, huracanes e inundaciones. En el presente artículo observaremos una nueva variante de discurso determinista geográfico y tres dispositivos asociados a él en Centroamérica. Juntos conforman la actual red de saber/poder acerca del cambio climático en dicha región.
A partir de la obra de Foucault (2006), entendemos a la biopolítica como la administración contemporánea de las poblaciones que hace uso para ello de la economía política, del Derecho, de la Estadística y de las ciencias (para nuestro estudio, son de particular importancia la Geografía, la Ecología y las ciencias atmosféricas). Los dispositivos biopolíticos son los mecanismos que permiten hacer efectiva esa administración de las poblaciones (panópticos, campañas de vacunación, informes gubernamentales, modelos teóricos para aplicar políticas públicas, indicadores cuantitativos de vulnerabilidad ambiental, visas, pasaportes, entre otros). Los dispositivos no son necesariamente maquiavélicas tecnologías diseñadas para controlar, sino todas las cosas que tienen la capacidad de “conducir las conductas” y que forman parte efectivamente (a veces inadvertidamente) de una red de saber/poder (García, 2011). Estudiaremos cómo el terrible fenómeno del cambio climático ha provocado el surgimiento de una red de este tipo, que opera en la región centroamericana.
Nuestra investigación procede del estudio y la observación de diversos dispositivos biopolíticos relacionados con Centroamérica y el cambio climático: modelos climatológicos y otros productos de la Big Science que hacen uso de satélites y muestras de hielo de los casquetes polares; la evolución de los indicadores de vulnerabilidad ambiental y adaptación al cambio climático por país durante el último lustro; los criterios que sirven para asignar los microcréditos de los fondos verdes de compensación por el cambio climático y, finalmente, el programa de regularización temporal de migrantes provenientes de países afectados por desastres naturales en Estados Unidos. Juntos, estos dispositivos conforman una biopolítica del cambio climático para Centroamérica.
Parte de la relevancia de nuestro estudio consiste en ofrecer, particularmente a los ciudadanos y autoridades de los países centroamericanos, algunos datos y reflexiones teóricas acerca de lo que hemos interpretado como una red de saber/ poder, con el fin de invitarlos a discutir la mejor manera de aprovechar los recursos provenientes de la cooperación internacional. Desde luego, en la selección de los casos de estudio ha operado nuestra propia voluntad de saber/poder, nunca imparcial, lo que deposita en el lector la responsabilidad de profundizar en el tema de manera crítica.
Consideraciones metodológicas
En el presente apartado distinguiremos entre el enfoque teórico, la metodología y las técnicas de investigación que emplearemos. La biopolítica es una tecnología de poder sobre los cuerpos y las poblaciones que es característica de la modernidad tardía (a partir del siglo XVIII) (Foucault, 2006). El enfoque biopolítico, por su parte, es el estudio teórico de dicha tecnología de poder en ámbitos particulares. Una característica central de la biopolítica es la constitución de redes que mezclan el saber y el poder, es decir, ciencias y mecanismos con propósitos de control. Las acciones gubernamentales para enfrentar el cambio climático son biopolíticas porque constituyen una mezcla de saber/poder con fines de control (de la temperatura del planeta, pero también, de la salud pública, la migración y la seguridad de las poblaciones). La biopolítica es un enfoque teórico surgido en el ámbito de la filosofía política, particularmente en Europa occidental. Entre sus exponentes más célebres en su vertiente original se encuentran Michel Foucault, Antonio Negri en colaboración con Michael Hardt, Giorgio Agamben y Roberto Esposito. Sin embargo, una corriente importante de estudios sobre las ciencias ha adoptado también el enfoque biopolítico. Destacan en esta segunda línea los trabajos de la primatóloga Donna Haraway, del antropólogo de la ciencia Stefan Helmreich y del filósofo ambiental Timothy Morton. Éste último ha trabajado acerca del modo como el “calentamiento global” se acompaña del rápido agotamiento de los recursos, lo que supone la necesidad de intervenir la vida mediante su reingeniería, su domesticación y su mercantilización (todos ellos dispositivos biopolíticos que se agregan a los enumerados por Foucault) (Morton, 2013). El enfoque biopolítico también ha sido empleado en Geografía, Demografía y estudios migratorios (Legg, 2005) y, específicamente, para abordar la migración desde Centroamérica en el trabajo de la socióloga Amarela Varela, quien plantea que las fronteras de Estados Unidos se han trasladado a México, usado como “país tapón” (Varela Huerta, 2015). Nosotros acudiremos principalmente a Foucault como marco teórico para estudiar la ciencia y las políticas (el saber/poder) acerca del cambio climático.
Una metodología es la ruta que lleva al objetivo de investigación, con ayuda de un conjunto de técnicas. Siguiendo el ejemplo de los estudios pioneros de Foucault, la metodología de los estudios biopolíticos ha empleado las técnicas del trabajo en archivos, del análisis del discurso y de la revelación de mecanismos de control (llamados dispositivos) de las redes de saber/poder. Más recientemente, a las técnicas del enfoque biopolítico se suma el trabajo etnográfico. En el presente artículo, nos hemos restringido al estudio de archivos disponibles en bibliotecas y en internet: consultamos los informes sobre Centroamérica del grupo intergubernamental sobre cambio climático y estudiamos el funcionamiento de diferentes indicadores de vulnerabilidad ambiental. Un problema al que nos enfrentamos fue el de la consulta de los indicadores ambientales para años anteriores al inicio de esta investigación, pues los propios creadores de ellos han modificado sus criterios a lo largo del tiempo. Para verificar cuándo tales indicadores habían sufrido modificaciones posteriores o recuperarlos si habían sido eliminados de los sitios de internet, recurrimos a fuentes indirectas que citaron oportunamente las primeras versiones de los mismos, como es el caso de los Mapas 1 y 4. En segundo lugar, elegimos dos estudios de caso: los microcréditos de los fondos verdes para enfrentar el cambio climático del Banco Centroamericano de Integración Económica y el Programa de regularización temporal de migrantes provenientes de países afectados por desastres naturales en Estados Unidos.
La razón por la cual seleccionamos estos casos no es neutra. Para el primero, la razón es que los microcréditos se han convertido en un mecanismo estándar de ayuda frente al cambio climático y no quisimos centrarnos en dispositivos menos representativos (como filantropía privada o programas universitarios de apoyo a los afectados por el cambio climático). En el segundo caso, el motivo es que el destino de la migración proveniente de Centroamérica es principalmente Estados Unidos y, sólo más recientemente, México. Por lo tanto, consideramos importante analizar las normas jurídicas del derecho estadounidense que se aplican a la migración inducida por causas ambientales.
El presente artículo se inscribe en la filosofía de las ciencias sociales, dado que es un trabajo de síntesis y argumentación. Su principal objetivo no es producir nuevos datos, sino analizar los existentes. Sin embargo, algunos de esos datos no eran fácilmente disponibles. Es el caso de mapas borrados e información sobre microcréditos, que fue tomada directamente de las instituciones financieras responsables, no de fuentes secundarias, lo que asemeja su recolección a un trabajo empírico de investigación.
Modelos climatológicos e indicadores de vulnerabilidad ambiental como dispositivos biopolíticos
A partir del siglo XVIII, el poder sobre las poblaciones (ya no meramente el disciplinamiento de los individuos) se ejerce sobre todo a través de complejas redes que comprenden “las instituciones, los procedimientos, análisis y reflexiones, los cálculos y las prácticas”, bajo la batuta de burócratas, economistas, políticos y otros especialistas (Foucault, 2006: 135-136). Las políticas contemporáneas de control de la población afectada por el cambio climático han girado en torno a diversos dispositivos de control, entre los que destacan dos: en primer lugar, los cálculos y estimaciones del número de personas desplazadas, así como de ubicación de las regiones más vulnerables del planeta; en segundo lugar, las distinciones migratorias entre refugiados, migrantes económicos y desplazados ambientales principalmente (Oswald et al., 2014). En la presente sección, estudiaremos el primero de estos tipos de dispositivos para Centroamérica.
Los modelos de vulnerabilidad y de tendencias de largo plazo afirmaban hace una década que Centroamérica no era una zona particularmente amenazada por el cambio climático, pues no sufriría de graves sequías, ni de los peores huracanes (dado que históricamente las tormentas se forman más frecuentemente en las aguas cálidas del Golfo de México, en las Antillas y en la costa occidental de México). Los modelos generales del clima del planeta, basados principalmente en las estimaciones de concentraciones de dióxido de carbono, sugerían que los mayores cambios en lluvia y temperatura ocurrirían en latitudes altas (GRID Arendal, 2005: 16). Dada la baja latitud relativa de la región centroamericana, se esperaba que los ecosistemas de la región fuesen menos afectados, pero modelos más de tallados y recientes sugieren que los ecosistemas templados de Centroamérica sí se verán significativamente afectados: los bosques de pino desaparecerán y los bosques nubosos se reducirán entre 45% y 75% (Dirzo y Bonilla, 2013: 30).
Entre 2000 y 2009, hubo 39 huracanes en el Caribe, frente a sólo 15 en los años ochentas, y 9 en los noventas (Galindo et al., 2010). Los huracanes Mitch y Alex fueron devastadores. El primero alcanzó vientos de hasta 290 km/h, se calcula que ocasionó la muerte de 11 mil personas, y 8 mil desapariciones con motivo de inundaciones y deslaves, además causó el desplazamiento de más de tres millones de individuos. Por su parte, el huracán Alex, en 2010, golpeó el sur de Estados Unidos y el norte de México, pero las lluvias que desató sobre Centroamérica provocaron enormes afectaciones en cultivos e infraestructura de Guatemala. Finalmente, vale la pena mencionar al huracán Félix que provocó la muerte de 133 personas en Nicaragua y Honduras, en 2007, siendo muchos de los afectados indígenas Miskito (Cupples, 2012).
Por lo que respecta a sequías, el Triángulo Norte de Centroamérica1 fue clasificado en informes para el Programa de Naciones Unidas para el Ambiente y el Banco Mundial (Raleigh et al., 2008) entre las regiones menos vulnerables del mundo (en términos del porcentaje de la población afectada) (ver Mapa 1).2 Sin embargo, la sequía que comenzó en julio del 2014 había afectado a finales del 2015 a más de tres millones y medio de personas en El Salvador, Guatemala y Honduras (OCHA, 2015). En particular, los habitantes de la región árida del Trifinio3 fueron vulnerables ambientalmente por su dependencia a monocultivos de maíz y frijol, por lo cual las organizaciones internacionales están alentando a los campesinos de la zona a incorporar técnicas de silvicultura que reduzcan la erosión y les aporten alimentos en épocas difíciles (plantío de árboles de aguacate y melocotón) (Dumalaon, 2015; Mapa 2).
Así, los modelos climatológicos de largo plazo no sirvieron de consuelo frente a los hechos realmente observados a corto y mediano plazo. Aunque es difícil atribuir un evento hidrometeorológico particular al cambio climático (Harding, 2015: 43), los principales indicadores y modelos ambientales han ido reconociendo lentamente que Centroamérica es, junto con el África subsahariana y los pequeños estados insulares, una de las regiones más vulnerables al mal llamado “calentamiento global”.
Contra lo que pronosticaban modelos teóricos pioneros (Raleigh et al., 2008), Honduras, Nicaragua, Guatemala y El Salvador fueron de los países más golpeados por el cambio climático entre 1994 y 2013, según el indicador Global Climate Risk Index, de la organización Germanwatch (entonces indicador oficial para el gobierno alemán) (ver mapa 3; publicado por Kreft et al., 2014: 11). En 2015, este instrumento de medición afirmó que Honduras era el país más vulnerable del mundo y el más afectado por el cambio climático en los últimos 20 años. Pero aclaró, que más de 80% de los daños fueron causados por el huracán Mitch en 1998, de modo que más que una afectación continua por eventos extremos, Honduras clasificó en primer lugar debido a esa catástrofe excepcional. A partir del caso de Mitch, en lo sucesivo, para calcular la vulnerabilidad de una región quizá debiera considerarse (en todos los indicadores) la intensidad de huracanes aislados, no sólo la frecuencia de éstos. Haití, Nicaragua y Guatemala estaban también en la lista de los diez más afectados, según el mismo indicador de Germanwatch (Kreft et al., 2014; Oxfam, 2014). Y, si bien El Salvador no aparece en los últimos informes de la organización alemana, en 2010 había sido clasificado por tal organización en primer lugar por su exposición a riesgos climáticos, además de que 83% de 42 desastres que ocurrieron entre 1970 y 2011 en ese país fueron hidrometeorológicos (Landa et al., 2014).
El cuarto reporte del Grupo Intergubernamental de Cambio Climático (GICC) de la ONU reconoció en 2007 que la precipitación anual disminuiría probablemente en la mayor parte de Centroamérica y los Andes del sur (Christensen J. H. et al., 2007: 850). Siete años más tarde, el quinto reporte del GICC identifica a Centroamérica como la región tropical más sensible al cambio climático (reconociendo el modelo visionario de Giorgi, 2006). Así, los expertos avalados por la ONU acabaron admitiendo la injusticia que representa el hecho de que, a pesar de contribuir con pocos gases de invernadero a la atmósfera, Centroamérica sea un istmo entre dos océanos golpeado por sequías, huracanes y por los efectos de las oscilaciones de El Niño. Veamos el cambio de tono:
Los impactos de estos eventos en la población y en la economía de la región han sido tremendos: las pérdidas económicas derivadas de 11 eventos hidrometeorológicos recientes evaluados llega a 13.64 billones de dólares y el número de personas impactadas alcanzó su pico con el huracán Mitch en 1998, con más de 600 mil personas afectadas (Galindo et al., 2010). Un gran porcentaje de la población en Centroamérica vive en o cerca de terreno muy inestable con suelos arenosos, volcánicos, proclives a avalanchas de lodo, que son la mayor causa de muertes y destrucción. (Magrin, Graciela O. et al., 2014: 1508).
Los científicos del clima aceptan que los eventos hidrometeorológicos golpean de forma más extrema a quienes por razones socioeconómicas no están preparados para enfrentarlos. Y mientras la clasificación de los huracanes según la fuerza de sus vientos es objetiva, la medida en que destruyen los bosques, los sembradíos y la infraestructura de salud y turística depende del grado de desarrollo económico y de la cultura de prevención (Kundzewicz, 2015).
Mientras que Centroamérica se vio más golpeada de lo esperado, los países desarrollados del norte no sufrieron en las últimas tres décadas tanto como se esperaba que ocurriera. Tanto el GICC como el programa gubernamental de ciencia del clima de los Estados Unidos observaron con asombro prácticamente una ausencia de incremento en el promedio de las sequías, tornados, huracanes e inundaciones a nivel global y en los Estados Unidos en particular. Científicos que calcularon y divulgaron esos datos, sin negar la existencia de un calentamiento global y sin oponerse al establecimiento de impuestos a los combustibles fósiles, enfrentaron censura y aislamiento (Weinkle y Pielke, 2016). Así, mientras que los cálculos alarmistas no cumplidos han suscitado controversias en los países desarrollados (Bojanowski, 2011), las previsiones conservadoras que no consideraron graves catástrofes en Centroamérica no han generado las acusaciones simétricas de irresponsabilidad. No vemos una crítica al conservadurismo de las previsiones climatológicas para Centroamérica, ni rechazo suficiente a la falta de acogida a los migrantes centroamericanos como refugiados ambientales.
Es posible que algunas instituciones científicas de los Estados Unidos hayan avalado ese trato diferenciado entre regiones según los intereses geopolíticos. La prestigiada National Academy of Sciences considera que la guerra civil que estalló en 2011 en Siria estuvo influenciada por una grave sequía a consecuencia del cambio climático (Kelley, 2015). Algunos especialistas, sin embargo, han desafiado esa conclusión (Fröhlich, 2016; Selby, 2017). No es que la Academia de Ciencias de los Estados Unidos altere las correlaciones estadísticas cuando se trata de una u otra tragedia humanitaria, sino que el financiamiento a uno u otro programa de investigación y la visibilidad que se da a unos resultados frente a otros están quizá influenciados por intereses. Los artículos publicados en los Proceedings of the National Academy of Sciences (la publicación científica más influyente del mundo en términos de impacto) son seleccionados por su relevancia política y económica, no sólo científica. Son verdaderos dispositivos biopolíticos, de carácter transdisciplinario, dirigidos, además de difundir conocimiento, a influenciar la opinión pública y los debates especializados. Mostrar que la violencia en Centroamérica responde a causas ambientales objetivas, contribuiría a apoyar las solicitudes de asilo o refugio de los migrantes, lo cual repercute en la seguridad nacional estadounidense.
El índice estadounidense Global Adaptation Index (de la iniciativa de adaptación global de la universidad de Notre Dame) también ha subestimado, comparativamente, la vulnerabilidad de Centroamérica frente al cambio climático. Para los años 2011 y 2012, Gain ni siquiera incluía a Honduras dentro de los países en grave situación de vulnerabilidad ambiental (ver Mapa 4; publicado por Gain en 2012 y reproducido por Climate Adaptation Knowledge Exhange, 2013). Para el 2013, sólo colocaba a Honduras (no así a Guatemala, El Salvador o Nicaragua) en la lista roja; y ponía a aquel país al mismo nivel que Haití, pero mejor que Afganistán, Yemen y los estados de la zona ecoclimática del Sáhel en África. Más tarde, el índice Gain 2015 colocó a Honduras en los mismos niveles de vulnerabilidad que Guatemala, Nicaragua y Belice (vulnerabilidad media), resultado de una supuesta mejora de la situación del primero.
En cambio, desde Europa se insiste particularmente en la relación entre inseguridad alimentaria, migración y violencia en Centroamérica. Las causas generales de la migración desde Guatemala, El Salvador y Honduras son la pobreza y el desempleo, seguidos por la reducción de la productividad agrícola, los eventos climáticos adversos y la violencia (IDB et al., 2017; IOM, 2015). Como ya hemos mencionado, la organización alemana Germanwatch ha definido la actual problemática centroamericana en términos de vulnerabilidad ambiental (Kreft et al., 2014) y es retomada por la británica Oxfam (2014). Como veremos en la siguiente sección, algunos de los autores de los índices de vulnerabilidad ambiental reconocen que son instrumentos manipulables para fines geopolíticos y que cada país desarrollado suele tener su propio indicador y, como resultado, elabora su propia lista (Kreft y McKinnon, 2014). Las instituciones financieras han optado por usar otros indicadores más estables y prestigiados, como el índice de desarrollo humano de Naciones Unidas (pero con ello prácticamente se ha borrado la diferencia entre ayuda al desarrollo y ayuda a la adaptación al cambio climático).
Financiamiento para mitigación, adaptación y compensación de pérdidas como dispositivo biopolítico
Como vimos al principio de la sección anterior, Foucault menciona a las instituciones y procedimientos institucionales entre los dispositivos de las redes de saber/ poder biopolítico. En el presente apartado abordaremos el ejemplo de oficinas, reglamentos y operaciones financieras encargados de atender los efectos del cambio climático en Centroamérica.
Las reglas e instituciones internacionales para enfrentar el cambio climático son complejas, pues cada año se modifican en la Conferencia de las Partes (Cop) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC). Es indispensable mencionar brevemente algunos acuerdos entre países desarrollados y no desarrollados en las Cop. Enseguida retomaremos el tema de los indicadores de vulnerabilidad ambiental, pero esta vez ya como parte de su aplicación institucional, es decir, como dispositivos biopolíticos institucionales, normativos, no meras clasificaciones descriptivas.
En noviembre de 2013, tuvo lugar en Varsovia la decimonovena sesión de la Conferencia de las Partes (Cop 19). Ésta estableció un mecanismo internacional de pérdidas y daños para enfrentar el cambio climático. Dicho mecanismo internacional de pérdidas y daños está destinado a ayudar a los países no desarrollados y más vulnerables. En 2015, en las discusiones para el Acuerdo de París (Cop 21), la opinión pública mundial mostró una atención inusitada acerca de la transferencia de fondos financieros hacia los países más vulnerables ambientalmente. El acuerdo final otorgó al mecanismo de Varsovia un lugar permanente en las negociaciones sobre cambio climático, pero la exigencia de que los países ricos destinaran cien mil millones al año en ayuda a los países en desarrollo no se oficializó. El Acuerdo de París sólo señaló la importancia de aumentar la ayuda a la mitigación, adaptación y a atender las pérdidas y daños por el cambio climático. Aunque las pequeñas islas y otros países pobres pidieron separar esos conceptos, los países más desarrollados adujeron que no debía dispersarse el financiamiento climático en diversos fondos.
Para efectos del presente estudio, importa destacar que hay una creciente disponibilidad de dinero para enfrentar la vulnerabilidad al cambio climático. Esos recursos no son suficientes, ni las promesas de aportación se cumplirán necesariamente en su totalidad, pero deben tomarse en cuenta y es fundamental para los estados centroamericanos conocer el funcionamiento concreto de esta compleja biopolítica. Parte de la ayuda para la adaptación provendrá de reetiquetar la ayuda al desarrollo, ello significa que, en vez de destinarse a educación o protección de derechos humanos, se invertirá por ejemplo, en semillas resistentes a la sequía o en la elaboración de sofisticados estudios climáticos. Evocaremos dos ejemplos concretos, elegidos por su representatividad como dispositivos biopolíticos, pues la mayor parte de la ayuda se entrega a través de ellos y no de instituciones filantrópicas privadas o de colaboración ofrecida desde las universidades.
En primer lugar, tenemos el proyecto implementado a partir del 2017 por el Banco Centroamericano de Integración Económica, con recursos (cinco millones de dólares) del Fondo de Adaptación. De todos los fondos existentes para adaptación al cambio climático, el que ha beneficiado históricamente a los países del Triángulo Norte de Centroamérica (en particular Honduras) es el Fondo de Adaptación, establecido a través del Protocolo de Kyoto. Este fondo ha destinado 357.5 millones de dólares estadounidenses a financiar a personas en 63 países desde 2010, con el objetivo de fomentar la adaptación y la resiliencia al cambio climático. El Fondo es mixto porque proviene de donaciones privadas y gubernamentales, así como del 2% de los ingresos de las Reducciones Certificadas de Emisiones (RCE) emitidas en cumplimiento de los proyectos del Mecanismo de Desarrollo Limpio del citado Protocolo (Adaptation Fund, 2017). En la lista de principios ambientales y sociales que debe cumplir el proyecto del 2017 para adaptación al cambio climático en Centroamérica y el Caribe se incluyen, entre otros: cuidado de hábitats protegidos, conservación del suelo y eficiencia de recursos. Sin embargo, explícitamente se excluyen derechos humanos, desplazamiento forzado y salud pública (BCIE, 2017: 153-154). Dicho de otro modo, los cinco millones de dólares de ayuda humanitaria aquí mencionados han sido apartados de algunos de los temas más álgidos de la región. En su clásico Scarcity and survival in Central America, Durham (1979) ya había mostrado que los problemas ambientales en la región no pueden ser comprendidos sin referencia al desplazamiento de campesinos por la concentración de la tierra y la presión poblacional. Siendo, por ejemplo, El Salvador uno de los países más violentos y el más densamente poblado del continente americano (295.68 personas por kilómetro cuadrado en 2015 según el Banco Mundial) ¿cómo es posible que esta problemática sea ignorada por los programas de adaptación al cambio climático?
Nuestro segundo ejemplo es la forma en que se ha traducido en los hechos la alianza del llamado Grupo de Integridad Ambiental (Liechtenstein, México, Mónaco, República de Corea y Suiza). Este grupo propuso en la Cop 22 de Marruecos, en noviembre del 2016, la realización de reportes regionales de adaptación. En coherencia con su propuesta, las agencias de cooperación ambiental de Corea y México invitaron a diez países de la región centroamericana y del Caribe a un módulo sobre vulnerabilidad y adaptación. Algunos participantes presentaron proyecciones de temperatura para su país para fin de siglo, además de que se organizó un taller de elaboración de indicadores de vulnerabilidad ambiental por país (Conde Álvarez y López Blanco, 2016). Una de las preguntas que suscita el funcionamiento de estas políticas es si la amenaza que representa el cambio climático debe generar el fomento del estudio técnico del clima en todos los países o si, más bien, la adaptación es un problema multidisciplinario que exige una división internacional de tareas y requiere estudiar, también, fenómenos como la resiliencia, densidad poblacional, cobertura en educación, entre otros. En lo que resta de esta sección, veremos lo controvertido que resulta el funcionamiento de esos indicadores de vulnerabilidad ambiental a escalas nacionales.
Kreft y McKinnon (2014) han encontrado que los índices más frecuentemente mencionados por el Fondo de Adaptación y otros fondos climáticos no son explícitamente los índices de vulnerabilidad ambiental, sino otros criterios, en el mejor de los casos asociados al desarrollo humano, la pobreza y la vulnerabilidad específicamente costera. En la sección anterior mencionamos que la mezcla de intereses geopolíticos de los países desarrollados y sus estrategias de ayuda climática es innegable. Veamos otros casos. Mientras que Alemania, a través de su índice Germanwatch, ha beneficiado a Centroamérica y a países altamente vulnerables, Japón parece asignar sus fondos de ayuda a la “adaptación” hacia estados medianamente vulnerables o, incluso, poco vulnerables (Kreft y McKinnon, 2014). Y, según algunos autores, el problema de la neutralidad podría ser irresoluble, en el sentido de que se trate necesariamente de una red foucaultiana de saber/poder. Klein afirma que las dimensiones políticas de la vulnerabilidad no son cuantificables objetivamente, sino producto de la negociación (Klein, 2009, 2010; Klein y Möhner, 2011). Suponiendo que ello sea así, es fundamental que los países de la región centroamericana y los Estados donadores del norte estén conscientes de ello. De ese modo, ambos podrían identificar que cuando algunos criterios de asignación de fondos estén demasiado centrados en el desarrollo de saberes climatológicos, se corrija ese desequilibrio y se mantenga la ayuda humanitaria tradicional en rubros estratégicos (derechos humanos, prevención de la violencia, salud sexual, educación, entre otros) y que se coloque al estudio técnico del cambio climático en sus justas dimensiones. Los indicadores de vulnerabilidad socioambiental podrían limitarse a identificar objetivamente a personas, comunidades y, cuando mucho, regiones vulnerables al cambio climático, sin que se les exija mucho más, dado que no están diseñados como indicadores financieros, ni como instrumentos predictivos (Hinkel, 2011).
Hulme ha criticado la metodología que da un peso excesivo a las ciencias naturales supuestamente predictivas sobre los aportes de las ciencias sociales y las humanidades en el abordaje del cambio social (Hulme, 2011). El peligro de la tecnocratización de la ayuda humanitaria hacia Centroamérica sería caer en lo que dicho autor llama “reduccionismo climático”, identificada como una forma de determinismo geográfico. Hulme sostiene que el reduccionismo climático es una metodología que se ha vuelto dominante y que tiene el atractivo de ofrecer supuestas respuestas sencillas a preguntas complejas acerca de la relación entre el clima, la sociedad y el futuro. Creemos que la estrategia de cooperación adoptada por Corea y México adolece de ese reduccionismo climático.
En resumen, dado que el resultado de la negociación del Acuerdo de París no fue el reconocimiento oficial de la responsabilidad jurídica del Primer Mundo de indemnizar a países pobres, es posible que la insistencia de éstos por ver aumentada la ayuda en materia climática se revertirá en su contra. En una palabra, existe el riesgo de que la ayuda al Tercer Mundo pierda flexibilidad, se tecnocratice. Es interesante reconocer que el fracaso de tal red de saber/poder no proviene exclusivamente de intereses geopolíticos, sino como efecto colateral de algunas reivindicaciones de países afectados. Hemos sostenido en esta sección que otra biopolítica del cambio climático es deseable, en la que la división internacional del estudio multidisciplinario de los problemas socioambientales sea una forma de cooperación.
El derecho migratorio como dispositivo biopolítico
En la sección segunda, hemos mostrado que el índice estadounidense Gain regateó la clasificación de Centroamérica como región vulnerable frente al cambio climático. En este apartado analizaremos una posible explicación de ello, a partir del estudio de otro dispositivo biopolítico de administración de las poblaciones afectadas por el cambio climático: el derecho migratorio.
En el primer texto sobre biopolítica publicado por Foucault, éste menciona los problemas de migración, junto a los de natalidad, mortalidad, salud pública y vivienda, entre los más emblemáticos de la biopolítica (Foucault, 1976: 184). Y, desde luego, el modo como los gobiernos administran la migración se basa en las reglas del derecho migratorio. El sistema jurídico de Estados Unidos otorga beneficios migratorios a las personas provenientes de países que han sufrido desastres naturales. El estatus de protección temporal (Temporary Protected Status, en adelante TPS, como es conocido) es el beneficio jurídico temporal para permanecer provisionalmente en Estados Unidos que reciben algunos migrantes cuyos países han sido elegidos por el funcionario encargado de la seguridad interna (Secretary of Homeland Security). Los estados seleccionados hasta ahora han sido El Salvador, Honduras, Haití, Nicaragua, Siria, Somalia, Sudán y Sudán del sur. En su momento, se consideró que éstos sufrían conflicto armado, desastre ambiental u otras condiciones extraordinarias y temporales. El TPS es la figura legal que explica que, al momento de escribir estas líneas, unos 212 mil salvadoreños y 64 mil hondureños sin permiso de residencia, ni ciudadanía estadounidense, tengan todavía un estatus migratorio legal en Estados Unidos (Messick y Bergeron, 2014). La llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, sin embargo, significó un cambio radical en este tema. El 9 de septiembre del 2019 los ciudadanos salvadoreños perderán los beneficios jurídicos que les otorgaba el TPS. El caso de Honduras es aún incierto, pero las expectativas no son buenas para los actuales beneficiarios.
El TPS fue creado por la Ley de Inmigración de 1990. No pueden solicitarlo con éxito quienes han sido condenados por crímenes o por más de una falta administrativa, ni quienes tienen antecedentes penales o de inseguridad, ni los impedidos de solicitar asilo por conductas reprensibles, ni las personas que carecen de estancia continua en el territorio (DHS, 2017). Los procedimientos ligados a esta figura legal suelen ser lentos y rara vez desembocan en la residencia permanente para los solicitantes.
A pesar de que el programa ayuda tanto individualmente a los migrantes ambientales como a sus países, que reciben remesas, la medida ha sido criticada por la precariedad en que mantiene a las personas. No les da derecho a cotizar para un fondo de retiro, ni les facilita llevar a sus familiares a Estados Unidos desde Centroamérica. De hecho, este dispositivo biopolítico ha provocado migración indocumentada de adolescentes que buscan reunirse con sus padres. En testimonios recabados por Truax, los migrantes centroamericanos portadores del TPS señalan que deben pagar 380 dólares por cada permiso para ir a visitar a un familiar y 480 cada 18 meses por renovar el permiso. Durante el gobierno de Barack Obama, sólo por renovar el TPS de los beneficiarios de Honduras y el Salvador, el gobierno estadounidense recibía “127 millones de dólares cada año y medio, sin contar los permisos de salida” (Truax, s/f ). Truax calcula que esa cantidad equivalía a 12 veces el monto que proponía destinar la administración estadounidense en la defensa legal de los niños migrantes. Y, como decíamos, la perspectiva para los actuales beneficiarios empeoró radicalmente con la nueva administración de Trump.
Aunque, como mencionamos, el gobierno de Estados Unidos tiene la facultad discrecional de designar a los ciudadanos de un país como beneficiarios de los permisos del TPS, en el caso de los afectados por un desastre natural, la ley requiere que el país afectado solicite oficialmente tal designación. Honduras recibió el estatus de país beneficiado desde el 5 de enero de 1999, luego de la devastación provocada por el huracán Mitch. Posteriormente, los permisos a los hondureños portadores del TPS se habían prorrogado continuamente (Messick y Bergeron, 2014). Dada la creciente ola de migración centroamericana a Estados Unidos, éste no tiene interés en reconocer aún más claramente y en términos generales la vulnerabilidad ambiental de la región. Tampoco ha vuelto a otorgar la categoría de país beneficiado a aquellos golpeados puntualmente por un gran huracán. Frente a la peor crisis económica desde la gran depresión (entre el 2008 y el 2011) y la peor crisis de refugiados después de la Segunda Guerra Mundial (por la guerra en Siria a partir del 2011), los gobiernos de Estados Unidos no han deseado agrandar una diáspora, la de los desplazados inducidos por el cambio climático.
Conclusión
La presente investigación nos ha llevado a analizar las redes de saber/poder que se han puesto en marcha para enfrentar el cambio climático y administrar a las poblaciones afectadas por éste. Dichas redes funcionan gracias a dispositivos biopolíticos, como son: los modelos predictivos del clima, los indicadores de vulnerabilidad ambiental, los fondos de ayuda a los países más vulnerables al cambio climático y el derecho migratorio. Ello no significa que el fenómeno del cambio climático sea una invención. Aunque el enfoque biopolítico de Foucault suela ser asociado con la corriente construccionista que busca explicar la idea de problemas sociales como ensamblajes históricos y discursivos, en realidad no es incompatible con la visión contemporánea de la sociología ambiental que postula que los problemas ecológicos son un asunto real. Al contrario, los dispositivos biopolíticos suelen servir para tratar de ocultar la realidad (no sólo para construirla). El objetivo de poner en evidencia los dispositivos que forman las redes de saber/poder es precisamente obtener una visión más objetiva de la realidad.
Hemos visto que la vulnerabilidad de Centroamérica frente al cambio climático ha sido objeto de cálculos contradictorios, producto tanto de los límites de la ciencia como de la geopolítica. Aunque, según los primeros modelos teóricos, la región no parecía estar en un riesgo tan directo como algunas islas del Pacífico, el Sahel y Bangladesh, en los hechos ha sido una de las regiones más golpeadas por eventos hidrometeorológicos extremos en las últimas décadas. Además, se ha constatado que la desertificación, el aumento del nivel del mar y la propagación de enfermedades tropicales perjudican gravemente a los países del istmo centroamericano que, por si fuera poco, no han contribuido decisivamente al calentamiento promedio de la atmósfera. Hemos conjeturado que, en algunos indicadores, la migración y la violencia en el Triángulo Norte de Centroamérica no se suelen atribuir a la vulnerabilidad ambiental de la región porque Estados Unidos se vería más presionado a otorgar protección migratoria a los ciudadanos de esta región. Dado que la migración actual a Estados Unidos proviene en gran medida de Centroamérica, un reconocimiento oficial de la vulnerabilidad ambiental aumentaría las solicitudes de asilo o refugio a ese país. No clasificarla como migración climática ha sido cómodo, mientras que sí se ha reconocido la vinculación de la violencia en Siria, Yemén y Afganistán con la vulnerabilidad ambiental por cambio climático.
El aporte del enfoque biopolítico consiste en mostrar que, aparte de la razonable modificación del conocimiento regional de los efectos del cambio climático por los avances científicos permanentes, existen también relaciones de fuerza e intereses geopolíticos en juego. Esta misma conclusión es obtenida independientemente por los expertos que elaboran y comparan los indicadores de vulnerabilidad ambiental, sin estudiar los otros dispositivos biopolíticos asociados (Kreft y McKinnon, 2014).
Otra de las conclusiones del estudio de la biopolítica del cambio climático es que, aunque las conferencias climáticas internacionales hayan establecido el compromiso de ayudar a la adaptación a los países vulnerables, en los hechos las acciones para lograrlo prácticamente no se distinguen de la ayuda al desarrollo. Se mezclan así lo que deberían ser dos dispositivos biopolíticos diferentes. Los indicadores de vulnerabilidad ambiental ni siquiera han servido para guiar las políticas de financiamiento compensatorio en materia de cambio climático. Las instituciones de crédito de los países más desarrollados han preferido emplear indicadores de desarrollo humano o vulnerabilidad costera. Así, la ayuda para adaptación al cambio climático se aleja explícitamente de temas de derechos humanos y desplazamientos por megaproyectos, aunque existan relaciones causales que liguen la vulnerabilidad ambiental con esos fenómenos sociales. De cierta manera, el discurso del cambio climático acaba sirviendo como dispositivo biopolítico para despolitizar la ayuda humanitaria, pues se alude a los cambios climatológicos, pero no se atiende a sus manifestaciones indirectas, como la violencia y el hambre.
Una mejor red de saber/poder, tanto para países donadores como receptores de ayuda, sería aquella que, como lo recomiendan las ciencias sociales contemporáneas, reconozca la intrincada vinculación entre vulnerabilidad ambiental y la sociedad (Cruz-Rivera y Oswald, 2014). En particular, la vulnerabilidad ambiental es fundamental para entender la violencia y el hambre estructurales en el Triángulo Norte de Centroamérica. Ella es una de las causas profundas que contribuyeron al conflicto armado por la tierra entre estados en 1969, a la guerra civil en El Salvador para atender la pobreza en el campo entre 1979 y 1992, y a la lucha entre pandillas de 1993 a la fecha (Bolaños y Martínez, 2017). La inseguridad alimentaria está casi siempre presente en los testimonios y es corroborada por las encuestas (IDB et al., 2017). A pesar de ello, la actual biopolítica del cambio climático para Centroamérica excluye los conocimientos que poseemos sobre violencia, hambre, migración e incluso sobre desertificación por prácticas culturales poco sostenibles, como efectos directos o indirectos del cambio climático. Honduras, Guatemala y El Salvador son simultáneamente unos de los diez países más golpeados efectivamente por el cambio climático, de los más violentos del mundo, grandes expulsores de migrantes y de las naciones más pobres. Las personas que huyen de los peligrosos barrios marginados de sus ciudades, sumados a los que parten directamente desde el campo centroamericano, son migrantes inducidos por causas ambientales que deberían ser reconocidos como tales.