Introducción
La obesidad es considerada a escala global como la epidemia del siglo XXI (NCD Risk Factor Collaboration (NCD-RisC) et al. 2016); de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), se refiere a la acumulación anormal o excesiva de tejido adiposo en relación con el peso que puede ser perjudicial para la salud (WHO 2000 y 2017). Esta acumulación excesiva de tejido adiposo usualmente se acompaña de una inflamación sistémica crónica leve. Recientemente se ha reconocido como una enfermedad crónica, recurrente, de etiología multifactorial caracterizada por un desequilibrio de energía debido a un estilo de vida sedentario, un consumo excesivo de energía, o ambos. La obesidad es el resultado de una compleja interacción entre los genes y el ambiente, donde los cambios en la alimentación y en el estilo de vida que acompañan la urbanización y el desarrollo de las sociedades han favorecido la expresión de los genes que predisponen a la obesidad y, a su vez, han modificado los patrones de salud y enfermedad de las poblaciones incrementando la morbilidad y la mortalidad; además de ocasionar a quienes lo padecen problemas en distintos ámbitos de sus vidas.
La obesidad no aparece súbitamente en un individuo, como aparecen las enfermedades infecciosas; se va construyendo a través del tiempo, con mayor o menor cadencia dependiendo de las circunstancias individuales que van más allá de lo meramente biológico. Así, las experiencias de vida y la manera individual de lidiar con ellas permiten que la obesidad se vaya construyendo y presente características individuales determinadas por la complejidad de lo biológico y lo ambiental. De la heterogeneidad de la obesidad han surgido propuestas de que no se trata de la obesidad sino de las obesidades (Vague 1956).
La obesidad y algunas de sus comorbilidades conforman el síndrome metabólico que es factor de riesgo para la enfermedad cardiovascular y la diabetes mellitus tipo 2. Además, se asocia con el desarrollo de una serie de enfermedades metabólicas y de otra índole, como el cáncer. También se asocia con el síndrome de apnea-hipopnea del sueño (SAHOS), problemas osteoarticulares y problemas reproductivos, entre otros. Adicionalmente, las personas con obesidad con frecuencia sufren de problemas psicológicos entre los que destacan la ansiedad, la depresión y con frecuencia se ven afectados por la estigmatización de su condición, misma que muchas veces proviene del personal de salud mal informado y con falta de preparación para abordar a las personas con obesidad.
La obesidad contribuye a la aparición de múltiples comorbilidades que afectan la salud en mayor o menor grado; sin embargo, la naturaleza de algunas de estas relaciones aún no es bien conocida. No siempre es fácil distinguir entre la obesidad que es causa de un padecimiento determinado y la que constituye un fenómeno que lo acompaña o que es su consecuencia, como, por ejemplo, en el caso de la depresión (Luppino et al. 2010). Lo que sí está claro es que en las poblaciones donde la obesidad tiene una prevalencia alta, el riesgo de morbilidad y mortalidad de una gran variedad de enfermedades se ve incrementado. Independientemente de lo anterior, la persona con obesidad debe ser atendida y no se debe esperar a que aparezcan enfermedades agregadas para tomar medidas terapéuticas.
La obesidad no es simplemente un problema cosmético, debe aceptarse como una enfermedad en sí misma, que a su vez antecede o incluso es factor etiológico de diversas enfermedades crónicas. Una de las ventajas de reconocer la obesidad como una enfermedad es que ha aumentado su visibilidad y ha favorecido que se dirijan esfuerzos y se lleven a cabo acciones tanto de política pública como de atención, para prevenirla y para tratarla de tal manera que se abone a controlar la “epidemia” a la que actualmente se enfrentan un gran número de países (Rubino et al. 2020), incluyendo México. El objetivo del presente documento es presentar el escenario de los aspectos fisiopatológicos y clínicos más relevantes en la obesidad.
Epidemiología
La llamada epidemia de obesidad se ha convertido en una metáfora de los efectos adversos para la salud que se derivan de la vida económica y el avance tecnológico de las sociedades. Su etiología compleja se extiende de los genes, a la psicobiología individual y a las familias; de ahí, a las comunidades y, finalmente, a sociedades enteras. Aunque ciertamente no tiene un origen infeccioso, se ha insistido en que la obesidad se contagia en un sentido social y los vectores de transmisión son la alimentación y la actividad física, que son procesos indispensables para la supervivencia humana y la interacción social (Kumanyika 2007; Christakis y Fowler 2007). Los cambios en el estilo de vida que acompañan la urbanización y el desarrollo de las sociedades han creado las condiciones idóneas para que germine la obesidad y, a su vez, han producido cambios en los patrones de salud y enfermedad. Como se verá más adelante, el exceso de grasa corporal representa un factor de riesgo que incrementa tanto la morbilidad como la mortalidad.
El sobrepeso y la obesidad han sufrido un crecimiento rápido en todas las regiones del planeta y afectan tanto a niños como a adultos. Además, el problema de las enfermedades crónicas ya no se limita a las regiones desarrolladas del mundo, y en muchas naciones en desarrollo incluso han llegado a dominar las preocupaciones tradicionales de la salud pública (desnutrición y enfermedades infecciosas) (WHO 2017).
Un análisis de datos de 199 países y territorios entre 1980 y 2008 sugiere que hay cada vez mayor prevalencia de obesidad en todas las regiones del mundo, incluso en la mayoría de los países de ingresos bajos y medios. A pesar de lo anterior, los mayores incrementos se siguen presentando en los países de ingresos más altos. A escala mundial, en los 28 años de observación se documentó un incremento de IMC de 0.4 kg/m2 por década en los varones y de 0.5 kg/m2 en mujeres (Finucane et al. 2011).
De acuerdo con el último Informe de la Nutrición Mundial 2017 (Development Initiatives 2017) se estima que, a escala mundial, 41 millones de niños menores de 5 años y 1,929 millones de adultos de 18 años y más (947 millones de hombres y 982 millones de mujeres) tienen sobrepeso (IMC ≥ 25); de estos últimos, 641 millones (266 millones de hombres y 375 millones de mujeres) tienen obesidad (IMC ≥ 30). Lo anterior indica que cerca del 40% de la población adulta del planeta tiene sobrepeso y más del 10% tiene obesidad: 11% de los varones y 15% de las mujeres. De acuerdo con información de la OMS, hoy en día, la mayoría de la población mundial vive en países donde más personas mueren por efecto del sobrepeso y la obesidad que de la desnutrición (WHO 2017).
En el caso de México, a través de las distintas encuestas nacionales, se ha documentado un incremento en la prevalencia de sobrepeso y de obesidad en la población, y se muestra una tendencia ascendente a partir de 1988 y hasta el 2016, cuando se levantó la última Encuesta Nacional de Salud y Nutrición de Medio Camino (ENSANUT-MC 2016), donde se encontró que la prevalencia combinada de sobrepeso y obesidad en la población de 5 a 11 años de edad (33.2%) no sufrió cambios significativos comparada con la del 2012. Las prevalencias de sobrepeso (20.6%) y de obesidad (12.2%) en niñas, en 2016, fueron muy similares a las observadas en 2012. En niños hubo una reducción en sobrepeso, pero no en obesidad (19.5% en 2012 y 18.3% en 2016). La prevalencia combinada de sobrepeso y obesidad fue mayor en localidades urbanas que en las rurales (34.9% vs 29.0%) aunque las diferencias entre regiones no fueron estadísticamente significativas. En adolescentes entre los 12 y 19 años, la prevalencia combinada de sobrepeso y obesidad fue de 36.3% sin cambios significativos a lo encontrado en el 2012; la prevalencia de obesidad (12.8%) es similar a la observada en 2012 (12.1%). En los adolescentes de sexo masculino no hubo diferencias significativas entre 2012 y 2016. No se encontraron diferencias entre áreas rurales y urbanas. Para adultos de 20 años y más, la prevalencia combinada de sobrepeso y obesidad pasó de 71.2% en 2012 a 72.5% en 2016; este aumento no fue estadísticamente significativo. Las prevalencias tanto de sobrepeso como de obesidad y de obesidad mórbida fueron más altas en el sexo femenino. Las prevalencias combinadas de sobrepeso y obesidad no son diferentes en zonas urbanas (72.9%) o en rurales (71.6%); sin embargo, la prevalencia de obesidad fue de 5.8 puntos porcentuales más alta en las zonas urbanas (ENSANUT MC 2016).
Definición y clasificación
La obesidad se desarrolla a partir de la interacción de factores genéticos, sociales, conductuales, psicológicos, metabólicos, celulares y moleculares (Figura 1). La OMS la define como la acumulación anormal o excesiva de grasa que puede afectar la salud (WHO 2000 y 2017). La obesidad es actualmente reconocida como una enfermedad en los Estados Unidos (por la Asociación Médica Americana, en 2013), Canadá (por la Asociación Médica Canadiense, 2015) y, más recientemente, por la Federación Mundial de Obesidad, aunque de facto ya era reconocida por la OMS desde 1948 (James 2008; Kyle et al. 2016; Editorial 2017).
El principal motor de la obesidad es un estado de balance de energía positivo que aparece por una interacción compleja de factores conductuales, ambientales, fisiológicos, genéticos y sociales que se encuentran influenciados por interacciones entre individuos, familias, instituciones, organizaciones y comunidades. Aunque cada uno de estos niveles se maneja de manera independiente, en realidad los tres tienen fuertes interconexiones, desde el nivel molecular hasta el social.
Fuentes: Elaboración de los autores con base en Barrientos, M. y S. Flores (2008) y González, P. et al. (2017). https://doi.org/10.1038/nrdp.2017.34
Desde una perspectiva epidemiológica, una enfermedad es causada por un agente que afecta negativamente a un huésped. En el caso de la obesidad, la Federación Mundial de Obesidad argumenta que los alimentos con alta densidad de energía son los principales agentes, junto con otros factores ambientales como el sedentarismo. Además, proponen que la obesidad sea considerada una enfermedad, porque su gravedad está relacionada con la virulencia del agente y la susceptibilidad del huésped, y agregan que cuando los agentes causantes de la enfermedad están en abundancia, estos interactúan con la susceptibilidad genética del huésped para producir un estado de enfermedad que causa daño a los órganos (Editorial 2017). Adicionalmente, los criterios que generalmente se usan para reconocer el estado de enfermedad se cumplen claramente en muchos individuos con obesidad con la definición usada (basada en el índice de masa corporal o IMC definido como peso/estatura al cuadrado), aunque no todos. “Estos criterios incluyen signos o síntomas específicos (como aumento de la adiposidad), reducción de la calidad de vida y/o aumento del riesgo de enfermedades adicionales, complicaciones y desviación de la fisiología normal o fisiopatología bien caracterizada (por ejemplo, inflamación, resistencia a la insulina y alteraciones de las señales hormonales que regulan la saciedad y el apetito)” (Rubino et al. 2020). Sin embargo, al definir la obesidad como una enfermedad, pero medirla solo con base en umbrales de IMC se corre el riesgo de etiquetar erróneamente a algunas personas como enfermas sin que tengan evidencia actual de enfermedad (como en casos donde el IMC alto resulta de ser una persona particularmente musculosa) (Rubino et al. 2020).
No cabe duda de que el reconocimiento de la obesidad como enfermedad por la comunidad médica podría promover cambios en la percepción que tienen los profesionales de la salud de la enfermedad lo que puede aumentar los esfuerzos para revertir la epidemia de obesidad; además, trabajaría a favor de evitar la estigmatización de la obesidad al restarle culpa de su condición a la persona que la padece (Rubino et al. 2020).
Tanto la magnitud del exceso de adiposidad, su distribución en el cuerpo y las consecuencias a la salud son variables entre los individuos con obesidad (WHO 2000; Bray 2004). La definición de obesidad es un tanto arbitraria y está asociada con un estándar de normalidad. En general, la definición de “exceso” en el caso de la obesidad involucra el punto en el cual los riesgos para la salud se incrementan (González et al. 2017); es decir, el punto a partir del cual la morbilidad o la mortalidad aumentan significativamente en relación directa con el indicador elegido que para fines epidemiológicos y clínicos generalmente es el índice de masa corporal (IMC) de 30 o superior para definir obesidad (Figura 2).
La gráfica muestra una relación entre el IMC y la mortalidad y morbilidad en adultos, donde la mortalidad es mayor en ambos extremos de los valores del IMC.
Fuentes: Elaboración de los autores con base en Adams, K. F. (2006, 763-778) y González, P., et al. (2017). https://doi.org/10.1038/nrdp.2017.34
Se ha documentado ampliamente que la relación entre el IMC y la mortalidad y morbilidad en adultos responde a una curva en forma de U o de J, donde la mortalidad es mayor en ambos extremos de los valores del IMC. En la mayoría de los estudios prospectivos, con seguimientos largos, la menor morbilidad y mortalidad en adultos en la mayoría de las poblaciones se encuentra en valores de IMC entre 20 y 25 (Adams et al. 2006). Lo anterior deja ver claramente que la mortalidad no aumenta súbitamente a partir de un punto de corte determinado, sino que es un continuo donde el riesgo se va incrementando paulatinamente a partir de los puntos antes mencionados. Por arriba de un IMC de 30 las tasas de mortalidad por todas las causas y en especial la provocada por enfermedades cardiovasculares aumentan de 50 a 100 por ciento por arriba de la de las personas que tienen un IMC entre 20 y 25.9 (Adams et al. 2006). En la actualidad, estos puntos de corte se aceptan para usarse en adultos tanto en el campo poblacional como en el clínico.
Además de la clasificación por IMC, se ha documentado la presencia de riesgo, principalmente cardiovascular, que representa tener valores de perímetro de cintura por arriba de lo establecido (88 cm para mujeres y 102 cm para hombres de acuerdo con la OMS; en el caso de la población mexicana se aceptan puntos de corte de 80 y 90 cm para mujeres y hombres, respectivamente) debido a su asociación con el depósito de grasa visceral. La medición del perímetro de cintura resulta particularmente útil cuando el IMC es menor de 35. Cabe hacer notar que un perímetro de cintura aumentado puede implicar un riesgo en sí mismo, independientemente del valor del IMC.
Factores de riesgo para el desarrollo de la obesidad
Existen diversos factores para desarrollar obesidad, entre estos están los periodos críticos como periodo prenatal, la infancia y la adolescencia, etapas de alta susceptibilidad donde intervienen factores epigenéticos que pueden dar origen a obesidad y conferir un riesgo para el desarrollo posterior de enfermedades metabólicas, tal y como se ha propuesto a través de la hipótesis de los orígenes del desarrollo de la salud y la enfermedad (DOHaD), por sus siglas en inglés (Eriksson 2016). Durante la gestación, la presencia de una ganancia de peso excesiva o de una ganancia ponderal insuficiente, desencadena una serie de vías metabólicas que conllevan al desarrollo de sobrepeso u obesidad en la infancia (Kominiarek y Peaceman 2017). De ahí la relevancia del monitoreo prenatal de la ganancia de peso en esta etapa. Por otra parte, un aumento de peso acelerado en la infancia se ha asociado con alto riesgo para el desarrollo de obesidad en etapas posteriores de la vida, por lo cual deben desalentarse las ganancias de peso rápidas en esta etapa. El rebote de adiposidad corresponde al segundo periodo de incremento del IMC que ocurre entre los 5 y 7 años y se identifica debido a que la adiposidad cambia de dirección. Un rebote de adiposidad temprano es indicativo de riesgo de obesidad en edades posteriores y por lo mismo de una mayor acumulación de tejido adiposo subcutáneo y visceral en la edad adulta (Rolland et al. 2016). La adolescencia es también una etapa vulnerable del desarrollo debido al aumento en los requerimientos de energía y nutrimentos necesarios para que se presente el segundo brote de crecimiento. El momento en el que inicia la pubertad influye en el riesgo posterior de obesidad, una pubertad temprana se asocia con mayor riesgo de obesidad en etapas posteriores de la vida (Prentice 2013).
Se ha descrito que el principal motor de la obesidad es un estado de balance de energía positivo, es decir, un estado donde la energía que ingresa al organismo supera al gasto. Esto, en general, es resultado de un aumento en el consumo de alimentos, una disminución en el gasto de energía (generalmente por escasa actividad física) o ambos. Un balance positivo incluso pequeño pero sostenido contribuye al desarrollo de obesidad (Hu 2009). Esta ecuación simple de un fenómeno complejo ha señalado al exceso en el comer y al sedentarismo como los principales factores de riesgo de la obesidad. Sin embargo, debe quedar claro que la obesidad aparece por una interacción compleja de una multiplicidad de factores, entre ellos, conductuales, ambientales, fisiológicos, genéticos y sociales (Bhupathiraju 2016).
La obesidad se presenta en formas muy diversas y los patrones de acumulación de grasa difieren de un individuo a otro -incluso a distintos grados de acumulación- y confieren riesgos diferentes a la salud. Por lo anterior, se ha propuesto que, dada la heterogeneidad de su presentación, más que obesidad, existen obesidades (Vague 1956; García García et al. 2017). Este es un concepto interesante y su comprensión puede traducirse en una mejor caracterización del problema, así como una mejor atención de los pacientes. El abanico de formas de construcción de la obesidad, de presentación, y de riesgo de comorbilidades es amplio, de tal manera que el peso específico de los factores genéticos y los ambientales que contribuyen a la obesidad son distintos de una persona a otra. Por ejemplo, en la obesidad de inicio temprano en la vida el papel de la genética será mayor que el componente ambiental. Por otra parte, la acumulación de tejido adiposo en la región central del cuerpo, y más específicamente la grasa visceral, más frecuente -aunque no exclusiva- en hombres, se ha asociado con un mayor riesgo cardiovascular, mientras que el predominio de tejido adiposo subcutáneo más común en mujeres, generalmente en la zona de la cadera y los muslos, suele ser más benigna en términos de riesgo metabólico. Hacer un correcto diagnóstico del tipo de obesidad que presenta un paciente representa una oportunidad para hacerle una propuesta de tratamiento apropiado al caso particular (García García et al. 2017).
Se han buscado genes responsables de la obesidad. Como resultado se han identificado genes responsables de algunas formas monogénicas de obesidad extremadamente raras. Por otra parte, junto con las variantes del gen FTO (asociado al IMC y a la adiposidad) (Speakman 2015), las mutaciones en MC4R (que codifican para el receptor de melanocortina 4) son las causas genéticas más frecuentes de obesidad poligénica. Las mutaciones en MC4R explican el 5% de los casos de obesidad extrema de aparición temprana. Lo anterior, pone de manifiesto que no puede atribuirse a la genética el incremento desproporcionado en las prevalencias de obesidad a escala mundial de los últimos 30 años y abona a la multicausalidad del fenómeno donde interactúan en forma compleja genes de susceptibilidad con factores ambientales (Flier 2004).
El estudio de la obesidad monogénica ha aportado conocimientos importantes en la comprensión de las obesidades. De esta forma, se han identificado genes que codifican leptina (LEP) y su receptor (LEPR), el receptor de melanocortina 4 (MC4R) y proopiomelanocortina (POMC), entre otros (Rubinstein y Low 2017), los cuales, se sabe que afectan el peso corporal a través de vías en el sistema nervioso central. Por otra parte, los estudios de asociación GWAS han identificado más de 300 loci que aparentemente tienen un papel en la obesidad (González et al. 2017). A pesar de las asociaciones significativas con la obesidad, debe aclararse que el efecto es pequeño y todas las variantes juntas explican menos del 5% de la variación del IMC (Locke et al. 2015).
Por otra parte, los procesos epigenéticos, dentro de los que se encuentran la metilación del ADN y la modificación de histonas que prenden y apagan genes sin cambiar la secuencia del ADN, son sensibles a los cambios en el ambiente (dieta, actividad física) y a factores internos (como hormonas y factores genéticos), son reversibles y pueden transmitirse a generaciones futuras (González et al. 2017). Este es un campo relativamente nuevo e interesante que requiere más exploración, pero que resulta relevante por el potencial de prevención e intervención oportuna.
El consumo y el gasto de energía obedecen tanto a factores genéticos como ambientales, es decir, no solo los genes tienen un efecto sobre la conducta alimentaria; también el entorno, la disponibilidad, costo y oportunidades para consumir alimentos son determinantes de la energía que se consume y de la que se gasta; todo ello determinado, en gran medida, por factores económicos y socioculturales. Hoy día las opciones para elegir productos de alta densidad energética son muy amplias y están fácilmente disponibles; una proporción grande de las comidas se hace fuera de casa, se ha incrementado en el tiempo el tamaño de las porciones que se sirven, se acepta el consumo de alimentos en una diversidad de espacios (en el transporte, en el cine, etc.). Lo anterior, a la par de las limitadas oportunidades para llevar una vida activa debido a la falta de espacios para tener actividad física, los problemas de seguridad que impiden usar los pocos espacios disponibles, los avances tecnológicos que hacen la vida “más fácil y práctica”, entre otros. Así es que la conjunción de facilidad del consumo y dificultad para el gasto de energía han contribuido a que la obesidad se instale en las sociedades tanto de alto nivel de desarrollo como en las menos desarrolladas (Vandevijvere et al. 2015).
Entre los factores de riesgo de la obesidad, en años recientes se ha propuesto el efecto del sueño sobre el IMC y, a pesar de la dificultad para realizar estudios controlados en este campo, se han formulado hipótesis en relación con este determinante. Por una parte, el tener menos horas de sueño debido a las altas carga del trabajo conlleva a mayores oportunidades (más horas) para consumir alimentos y a llevar una vida sedentaria. Además, los turnos de trabajo nocturnos y la duración del sueño se han asociado con obesidad y con alteraciones metabólicas, en tanto que modifican los ciclos circadianos y la duración del sueño (corta o larga). En realidad, las diferentes actividades del sistema circadiano relacionadas con el metabolismo, como la regulación del metabolismo de los lípidos y la glucosa o la respuesta a la insulina, que se encuentran alteradas, pueden contribuir a la fisiopatología de la obesidad (Garaulet et al. 2010; McAllister et al. 2009; Dhurandhar y Keith 2014; Poggiogalle et al. 2018; Syahira et al. 2020).
Comorbilidades y mortalidad
Los estudios poblacionales claramente han encontrado que los individuos con obesidad tienen un mayor riesgo de presentar una serie de complicaciones en su salud, que contribuyen a una muerte prematura con mayor frecuencia que los individuos delgados (González et al. 2017). El sobrepeso y la obesidad son factores de riesgo de enfermedades del corazón, diabetes, hipertensión, enfermedad de la vesícula biliar, osteoartritis, apnea del sueño y otros problemas respiratorios y algunos cánceres. Además, la obesidad se asocia con complicaciones durante la gestación, irregularidades menstruales, hipercolesterolemia, hirsutismo, incontinencia de esfuerzo, alteraciones psicológicas y riesgo quirúrgico aumentado.
Las personas con obesidad son más susceptibles a presentar resistencia a la insulina y con frecuencia desarrollan síndrome metabólico (Alberti 2009). Esta resistencia a la insulina (Canale et al. 2013) se asocia con una serie de enfermedades metabólicas, dentro de las cuales la diabetes y la hipertensión arterial merecen especial atención.
La relación entre obesidad y diabetes se conoce desde hace tiempo y se ha documentado que la obesidad es un fuerte predictor de diabetes tipo 2. El riesgo de diabetes aumenta de manera directamente proporcional con el grado de obesidad e incluso se incrementa con el aumento en el peso; esto es particularmente notable en la infancia y en personas con susceptibilidad genética a la enfermedad y que desarrollan obesidad con predominio central (Haslam 2005).
La hipertensión arterial también se ha relacionado de manera directa con el grado de obesidad y junto con las enfermedades coronarias incrementa considerablemente el riesgo de morir (Mertens y Van Gaal 2000). La prevalencia de hipertensión arterial en personas con obesidad difiere de acuerdo con el sexo, el grupo étnico y la edad; siendo la asociación más fuerte en mujeres que en hombres y en sujetos de origen caucásico que en los de origen africano o en mestizos. Las prevalencias de hipertensión y de obesidad aumentan con la edad; sin embargo, el riesgo de desarrollar hipertensión arterial asociada con el sobrepeso parece ser mayor en jóvenes, y el riesgo de desarrollar valores altos de tensión arterial en personas jóvenes (20 a 45 años) con obesidad es cinco a seis veces mayor que en individuos delgados (Kolanowski 1999). Resulta interesante que una disminución de peso modesta, independientemente del consumo de sodio, es capaz de reducir las cifras de tensión arterial (Mertens y Van Gaal 2000).
La obesidad es también factor de riesgo para enfermedad coronaria. En general, produce un incremento en la concentración de colesterol total y triglicéridos y una disminución en el colesterol unido a lipoproteínas de alta densidad. Por su parte, la obesidad de tipo central o abdominal puede incrementar la producción de colesterol unido a lipoproteínas de baja densidad resultando en un riesgo aumentado de ateroesclerosis y de enfermedad coronaria. Por otra parte, la obesidad se ha asociado con procesos inflamatorios crónicos de bajo grado. Hoy se sabe que el tejido adiposo no es un simple almacén de grasa, es un órgano endócrino, metabólicamente activo que produce, entre otros, citocinas proinflamatorias, como la interleucina-6, que es un componente del sistema inmunitario que estimula la inflamación crónica y aumenta el riesgo de presentar enfermedad cardiovascular y otras enfermedades metabólicas (Hevener y Febbraio 2010) (González et al. 2017).
Cada vez existe más evidencia de la asociación entre ciertos tipos de cáncer y la obesidad y se ha postulado que, incluso, la obesidad es una de las causas prevenibles del cáncer. El Fondo Mundial para la Investigación sobre el Cáncer (en inglés, World Cancer Research Fund) ha estimado que entre el treinta y el cuarenta por ciento de todos los casos de cáncer a escala mundial podrían prevenirse a través de la alimentación adecuada, el mantenimiento de un peso corporal saludable y un estilo de vida activo. La obesidad, e incluso el sobrepeso, se han asociado con cáncer de esófago, páncreas, colon, recto, mama, endometrio y riñón y se ha documentado una probable asociación con cáncer de vesícula (World Cancer Research Fund, American Institute for Cancer Research 2007).
Por otra parte, en relación con la distribución de grasa, la acumulación excesiva de tejido adiposo visceral implica un mayor riesgo de enfermedades cardiovasculares, hipertensivas y diabetes, en contraste con la acumulación excesiva de tejido adiposo en otros sitios anatómicos, como por ejemplo en glúteos y extremidades, debido a la resistencia a la insulina y la dislipidemia (Wozniak et al. 2009). La asociación entre el tipo de distribución de la grasa y las enfermedades se conserva incluso en ausencia de sobrepeso.
La obesidad afecta también la función reproductiva en la mujer y con frecuencia se asocia con hiperandrogenismo debido a la producción y metabolismo de esteroides a partir del tejido adiposo. Alrededor del 80% de las mujeres con sobrepeso u obesidad cursan con síndrome de ovarios poliquísticos y se acompaña de resistencia a la insulina y manifestaciones como hirsutismo, ciclos anovulatorios, amenorrea y disminución de la fertilidad (Pedersen 2013). De ahí que muchas veces, las mujeres acuden a consulta cuando buscan un embarazo. Por otra parte, con frecuencia, la obesidad en la mujer puede condicionar una menarca temprana (Burt y McCartney 2010). Estas alteraciones se presentan con mayor frecuencia cuando la obesidad es de tipo androide y en casos de obesidades más severas. Por otro lado, las mujeres con obesidad tienen mayor dificultad para lograr un embarazo y, si lo logran, presentan mayor riesgo de abortos y complicaciones durante el parto que las mujeres sin obesidad. Además, tiene mayor dificultad para mantener una lactancia exitosa tanto por factores biológicos como psicosociales y culturales.
Las enfermedades de la vesícula biliar con frecuencia se asocian con la obesidad y la presencia de cálculos renales es de tres a cuatro veces más frecuente en personas con obesidad que en aquellas sin esta condición. Es común, también, que la obesidad afecte la función pulmonar ocasionando el síndrome de apnea hipopnea del sueño (SAHOS), afectando de manera importante la calidad de vida. En los casos de obesidad cuando la masa grasa abdominal es cuantiosa, esta puede interferir de manera mecánica con la función del pulmón debido al incremento de peso sobre la caja torácica (Klein et al. 2004); de igual manera, la presencia de una mayor masa grasa alrededor del cuello representa un problema mecánico sugestivo de una obstrucción al respirar y se asocia con SAHOS. La obesidad es factor de riesgo de numerosas condiciones de salud; otros ejemplos de lo anterior son la artrosis, la osteoartritis y la gota (Kearns et al. 2014).
Por último, es importante mencionar que a pesar de que la obesidad se ha vuelto común, las personas que la presentan, además de estar expuestas a los padecimientos biológicos mencionados, con frecuencia son víctimas de estigmatización, de presiones psicológicas por señalamiento y de rechazo social.
Fisiopatología
Las causas de la obesidad son, como ya se mencionó, múltiples y sus interacciones, complejas. El tejido adiposo, como órgano endócrino, tiene un papel central en la fisiopatología de la obesidad. Ambos, tanto el tejido adiposo blanco como el pardo son relevantes en el balance energético; el pardo contribuye al gasto energético a través de la termogénesis y se ha encontrado una asociación negativa de este con el IMC. Por otra parte, el tejido adiposo blanco, que antes se consideraba exclusivamente un sitio de almacén de energía, se considera hoy un órgano endócrino capaz de secretar sustancias bioactivas, entre ellas citocinas pro y anti-inflamatorias. El tejido adiposo se expande ante los excedentes de energía; sin embargo, cuando la capacidad de expansión se ve limitada, esto es, no se da la hiperplasia normal ante el exceso, se produce un deterioro de la resistencia a la insulina y se desencadenan sus consecuencias. El sitio de depósito del tejido adiposo, como ya se mencionó, se asocia con riesgos a la salud, siendo la grasa visceral la que contribuye a los riesgos a la salud característicos de la obesidad.
El papel de la microbiota en la obesidad es un campo de investigación re ciente, donde se ha encontrado que las personas con obesidad tienen una microbiota poco diversa con patrones diferenciales entre bacteroidetes y firmicutes. Además, aparentemente, la disbiosis generada por la composición particular de la microbiota genera procesos inflamatorios que interfieren en el balance energético (Santacruz et al. 2009; Seganfredo et al. 2017; Dao y Clément 2018).
Diagnóstico
La evaluación del estado de nutrición del individuo con obesidad debe ser integral e incluir indicadores dietéticos, clínicos, antropométricos y bioquímicos. A través de esta evaluación se deben determinar tres aspectos del sujeto con obesidad: a) la grasa corporal y su distribución; b) la edad de inicio de la obesidad, así como la existencia de antecedentes familiares con este problema, y, c) la presencia de alteraciones físicas o emocionales que pudieran ser causantes de la obesidad o bien consecuencia de esta (Christakis y Fowler 2007).
El diagnóstico de obesidad en el ámbito clínico se realiza mediante la medición del peso y la estatura para calcular el IMC. Representa tanto la masa grasa, como la masa libre de grasa, por lo que es un índice de peso (o masa) y no de adiposidad como tal. Por esa razón dos personas con un mismo IMC pueden tener porcentajes de grasa corporal muy distintos (Prentice y Jebb 2001). Aun así, se recomienda su uso debido a que presenta una alta correlación con el porcentaje de grasa, sobre todo en el extremo superior de la distribución del IMC (Flegal et al. 2008) (Ranasinghe et al. 2013).
Existen criterios para definir obesidad en adultos con base en el IMC (valores iguales o superiores a 25 indican sobrepeso e iguales o mayores a 30 denotan obesidad); en el caso de los niños se prefiere el uso de curvas con valores percentilares o puntajes Z del IMC de la población en cuestión (Cole et al. 2000).
A pesar de no ser un indicador perfecto, el IMC ha probado ser útil en la asignación del riesgo cardiovascular y si se complementa con otras mediciones como el perímetro de la cintura o la estimación del índice cintura-cadera, la asignación del riesgo mejora.
El perímetro de la cintura suele utilizarse para identificar el riesgo asociado con la acumulación de grasa en la región abdominal -incluyendo la grasa visceral- en adultos con un IMC de entre 25 y 35. Los puntos de corte para obesidad se han establecido en 88 y 102 centímetros para mujeres y hombres, respectivamente; en el caso de población mestiza, se emplean como puntos de corte de riesgo los valores mayores de 80 centímetros para las mujeres y de 90 centímetros para los hombres, en forma independiente de los valores del IMC, siempre y cuando se encuentren en el intervalo mencionado (Klein et al. 2004).
Un aumento en el perímetro de la cintura se asocia también con un mayor riesgo en personas con peso adecuado. En individuos de estaturas bajas o con un IMC de 35 o mayor, estos puntos de corte pueden no ser aplicables. En estos casos, recientemente se ha propuesto el perímetro de cuello como sustituto del perímetro de cintura por su facilidad de medición incluso con valores de IMC altos (Kaufer-Horwitz et al. 2019).
Tratamiento
El tratamiento de la obesidad debe ir más allá de la búsqueda de la reducción de peso corporal. La persona con sobrepeso y obesidad debe aceptar la necesidad de un compromiso de por vida de modificar su estilo de vida. Si bien es necesaria la pérdida de peso (y es lo que los pacientes buscan y consideran como éxito), el objetivo del tratamiento de la obesidad debe concentrarse en la mejoría metabólica y de la calidad de vida. En una diversidad de estudios se ha encontrado que incluso pérdidas de peso modestas tienen beneficio metabólico; así, una pérdida del 5 al 10% del peso inicial se refleja en cambios positivos en los indicadores metabólicos y bioquímicos, por ejemplo, la glucemia, el colesterol y la tensión arterial (Garvey et al. 2016).
El manejo actual de la obesidad está dirigido a la pérdida de peso mediante tratamientos de bajo riesgo como son las intervenciones de estilo de vida basadas en cambios en la dieta y ejercicio, como la opción de primera línea, seguida de fármacos o cirugía en casos seleccionados. Es importante destacar que aun cuando se requiera recurrir al tratamiento farmacológico o al quirúrgico, la dieta y el ejercicio seguirán siendo el centro del manejo para la obesidad (González et al. 2017).
Hoy día se cuenta con guías de práctica clínica para el tratamiento de la obesidad emitidas por diversas asociaciones médicas (Jensen et al. 2014; Yumuk et al. 2015; Garvey et al. 2016). Todas coinciden en la necesidad de un tratamiento integral, centrado en un cambio en el estilo de vida, que sea sostenible en el tiempo. Debido a que la obesidad es una enfermedad compleja que trastoca lo biológico, lo psicológico y lo social, su tratamiento debe forzosamente contemplarse bajo las tres dimensiones. El aspecto biológico estará encaminado a la reducción de la ingestión de energía de la dieta (consumo de alimentos), sin comprometer la ingestión de nutrimentos, para lograr el equilibrio entre lo que se consume y lo que se gasta. En la esfera psicológica se debe asegurar que la dieta prescrita proporcione cierto placer a la vez que se proporcionan herramientas prácticas para lograr la adherencia del paciente al tratamiento. Dentro de la dimensión social debe buscarse que el individuo pueda integrarse a su ambiente cotidiano y que la dieta sea costeable desde el punto de vista monetario. Lo que finalmente se persigue es que el paciente acepte las modificaciones que se indiquen o se consen sen, para ser capaz de integrarlas de forma permanente a su vida cotidiana; esto necesariamente promoverá la pérdida de peso, la mejoría metabólica y la calidad de vida (Kaufer-Horwitz et al. 2015). Debe hacerse énfasis en la constancia de los esfuerzos y en la necesidad de apoyos continuos.
Para que el tratamiento del paciente con obesidad sea exitoso, debe involucrársele activamente en el proceso y considerar al paciente una pieza central de las estrategias y metas a alcanzar. Las posturas paternalistas, en las que el paciente tiene poca posibilidad de opinar si los cambios que se sugieren son o no factibles de realizarse, son perjudiciales para el avance en el tratamiento. El profesional de la salud debe ser capaz de reconocer cuando el paciente no puede o no está dispuesto a realizar los cambios sugeridos y buscar conjuntamente alternativas, de lo contrario, el tratamiento fracasará (Klein et al. 2004; Durrer et al. 2019).
Cada vez se cuenta con más evidencia de que más que un tratamiento determinado, el aspecto medular en el manejo del paciente con obesidad es lograr su adherencia al mismo. Esto resulta lógico si se considera que como la obesidad no se gestó de un día para otro, tampoco podrá solucionarse en un tiempo breve, por lo cual se requerirá de un compromiso a largo plazo y de cambios sostenidos en el estilo de vida para poder resolverla. Por lo mismo, es más importante que la persona con obesidad cumpla con un tratamiento determinado siempre que se trate de uno seguro y con sustento científico.
Cambios en el estilo de vida
El centro de cualquier tratamiento para la obesidad es la dieta, esta debe ser hipoenergética (esto es, baja en calorías) y debe aportar menos energía que la que requiere la persona para de esta forma promover un balance de energía negativo que conduzca a una reducción de peso. Lo idóneo es complementar con un aumento en la actividad física o un programa de ejercicio que, si bien no es central en la fase activa de pérdida de peso -pues es inferior en términos de su aporte al balance de energía que la restricción dietética-, tiene otros beneficios para la salud, además de preparar al individuo para lograr un estilo de vida más activo, indispensable para la fase de mantenimiento una vez que se ha alcanzado el peso deseado. Debido a que lo importante es lograr la adherencia de la persona al tratamiento, el plan alimentario debe ser compatible con sus posibilidades y preferencias. En realidad, y dada la naturaleza crónica de la obesidad, si se pretende corregir la obesidad, lo idóneo es diseñar un plan que el paciente pueda llevar a cabo por un tiempo prolongado.
Las guías de tratamiento (Jensen et al. 2014) recomiendan una diversidad de abordajes para lograr una dieta hipoenergética: una restricción de 500 kcal por día o una restricción individualizada de alrededor de 30%, una dieta de 1,200 kcal/día para mujeres y 1,500 kcal/día para hombres, o incluso esquemas dietarios como la dieta mediterránea o dietas que restringen o promueven el consumo de algunos componentes (fibra, hidratos de carbono, lípidos). Esta diversidad de abordajes tiene el objetivo de ofrecer opciones distintas según las características de las personas con obesidad con la finalidad de elegir el esquema que mejor promueva la adherencia al tratamiento.
Si bien existen estudios bien diseñados que favorecen unas dietas sobre otras, en realidad no hay un consenso sobre cuál es la mejor dieta para el paciente con obesidad y se puede decir que la mejor dieta es la que sigue el paciente. Debido a la heterogeneidad de la obesidad y de las personas que la padecen, la variación interindividual en la pérdida de peso es alta independientemente del tipo de dieta: algunas personas pierden mucho peso y otras ganan peso con la misma dieta. Si se controla la adherencia, la variabilidad genética podría proporcionar una explicación parcial a las respuestas diferenciales a las dietas (Bray y Siri-Tarino 2016).
Se deben favorecer las dietas que, a pesar de ser hipoenergéticas, tengan una alta densidad de nutrimentos y cuyo contenido de grasas saturadas, grasas trans o azúcares simples esté limitado. Este tipo de dietas se asocia con efectos benéficos a la salud, como son un menor riesgo de desarrollar enfermedades crónicas y una mayor esperanza de vida. Ensayos clínicos aleatorizados han demostrado un efecto beneficioso en la prevención primaria y secundaria de enfermedades cardiovasculares, diabetes tipo 2 y algunos tipos de cáncer. Se han descrito los probables mecanismos metabólicos y moleculares que explican estos efectos favorables por la adherencia a este tipo de dietas (Tosti et al. 2017).
Las dietas con contenido de proteínas relativamente alto (alrededor del 20 al 30%) suelen ser aceptadas debido a su alto valor de saciedad que conduce a la reducción posterior de la ingesta de energía. No obstante, los resultados con respecto a los posibles efectos benéficos o perjudiciales de este tipo de dietas no son consistentes. Algunos estudios han informado que las dietas muy altas en proteína (que incluso aportan más de 40% de la ingestión total de energía diaria) no tienen efectos superiores en la saciedad en comparación con dietas con un contenido de proteína normal (Halton y Hu 2004). En contraste, un estudio de tratamiento para la pérdida de peso en individuos con obesidad metabólicamente sanos con un seguimiento a 2 años mostró que una dieta hipoenergética baja en hidratos de carbono y alta en proteínas no se asoció con una disminución de la tasa de filtración glomerular, albuminuria o desequilibrio hidroeléctrico en comparación con una dieta con contenido de proteínas normal (Friedman et al. 2012). Por otro lado, un meta-análisis concluyó que las dietas altas en proteínas (hasta un 34%) se asocian con un aumento de la tasa de filtración glomerular, urea sérica, concentraciones séricas de ácido úrico y excreción urinaria de calcio en personas con obesidad; esta última se ha asociado con mayor riesgo de osteoporosis (Schwingshackl y Hoffmann 2014). Debido a la evidencia de que la obesidad por sí misma puede acelerar la progresión de la enfermedad renal crónica (Griffin et al. 2008), los programas de reducción de peso que recomiendan dietas altas en proteína, especialmente de origen animal, deben manejarse con precaución.
Otras estrategias útiles en el abordaje dietario de la obesidad es promover el control de porciones de los alimentos que se van a consumir, pues en los últimos años el tamaño de las porciones habituales se ha distorsionado hacia el exceso. Aunado a lo anteriormente dicho, existen estrategias prácticas para disminuir la densidad energética de la dieta, es decir, para reducir la cantidad de energía que aporta una porción determinada de alimento (generalmente, se expresa por 100 gramos), producto o platillo; lo anterior implica que la energía que aportará la dieta no es tan concentrada y por lo mismo el tamaño de la porción puede ser mayor.
En cuanto al número de comidas diarias que se deben realizar, no existe evidencia científica ni acerca del número idóneo ni sobre la necesidad de colaciones (Chapelot 2010) (Palmer et al. 2011). Es uno más de los aspectos en los que es necesario individualizar. Sin embargo, hay que considerar que las personas con obesidad con frecuencia tienen dificultad para controlar sus impulsos hacia la comida, por lo que, a mayor número de comidas posibles, mayores serán las oportunidades para excederse en el comer (Duffey et al. 2013 y 2014).
Se han documentado ampliamente los múltiples beneficios de la actividad física y el ejercicio para la salud, independientemente de la pérdida de peso. La reducción del riesgo de diabetes e hipertensión son dignos de mención, aunque los beneficios se extienden al sistema inmunitario e incluso a aspectos de salud emocional.
Los diversos organismos de salud recomiendan, en general, un incremento paulatino de la actividad física moderada hasta alcanzar una duración de al menos 150 minutos por semana. Sin embargo, para promover una pérdida de peso o el mantenimiento del peso perdido, las recomendaciones son considerablemente mayores (60-90 minutos diarios) y representan un gran reto para alcanzarlas, particularmente por la idiosincrasia, la capacidad física y el estilo de vida de las personas con obesidad. El tipo de actividad física sugerido incluye, además del aeróbico, el de resistencia e incluso de flexibilidad.
El individuo con obesidad puede presentar psicopatología y tener una conducta alimentaria que, si bien no son causa única de su padecimiento, ayudan a su permanencia. Por ello, es necesario, y en algunos casos pertinente, ofrecerle apoyo psicológico encaminado a fomentar la adherencia al tratamiento, así como al manejo de los aspectos emocionales, cognitivos y de la conducta alimentaria, aunado a un plan de alimentación y un programa de actividad física. La terapia conductual o cognitivo-conductual ha mostrado ser de utilidad en este proceso (Lean et al. 2019).
Los estudios en este campo y las guías de práctica clínica vigentes han aportado conceptos valiosos que apuntan a que los tratamientos integrales, multimodales, son los que dan los mejores resultados. Es decir, deben recomendarse programas que incluyen dieta, ejercicio y apoyo psicoeducativo para potenciar las virtudes de cada uno de ellos en el manejo de la obesidad.
Uso de fármacos
La necesidad de fármacos en el tratamiento de la obesidad surge de la propuesta de que la obesidad debe ser considerada como una enfermedad crónica que requiere tratamiento en el largo plazo de manera similar a otras enfermedades crónicas como la hipertensión, la diabetes o las dislipidemias.
Los fármacos para tratar la obesidad solo deben usarse en individuos con un IMC mayor a 27 con comorbilidades o mayor a 30 -aun en ausencia de estas-.En general, se limita su uso a personas que se han sometido al tratamiento convencional y han fracasado. Este es el contexto en el que se ha realizado la evaluación de los fármacos, hoy en día aprobados para un uso prolongado. Además, deben ser considerados como coadyuvantes del tratamiento (dieta, ejercicio, apoyo psicológico) y nunca como forma exclusiva de tratamiento. La mayoría de los fármacos disponibles en la actualidad ayudan a los pacientes a adherirse a su dieta; si en 3 meses no se ha observado una pérdida de peso del 5% deben suspenderse y considerarse otras formas de tratamiento (Ewart et al. 2016).
En México, actualmente se cuenta con dos fármacos aprobados para uso prolongado en el tratamiento de la obesidad: orlistat y liraglutide. Por otra parte, hay una lista de fármacos utilizados en el tratamiento de la obesidad que fueron aprobados para su uso entre los años 60 y los 90 del siglo pasado, en un contexto muy distinto al actual en cuanto al conocimiento de la obesidad y su naturaleza crónica; entre ellos: fentermina, fenilpropanolamina, mazindol, metergolina, clorfeniramina y cafeína. Sin embargo, estos fármacos solo están aprobados para su uso en periodos breves (3 meses), por lo mismo, resulta un contrasentido considerar la obesidad como una enfermedad crónica y hacer una propuesta de tratamiento de corto alcance. Esto, aunado a la ausencia de estudios que avalen su seguridad si se toman por periodos más prolongados, cuando aún el uso por el breve periodo de tres meses se asocia con múltiples efectos adversos, por lo cual, en concordancia con las posturas de algunas sociedades médicas, estos no deben utilizarse como parte de un programa serio de tratamiento de la obesidad (García García et al. 2017).
Abordaje quirúrgico
El tratamiento más eficaz en casos de obesidad mórbida (IMC ≥ 40 o ≥ 35 en presencia de comorbilidades) es la cirugía bariátrica. En la última década ha quedado claro que la morbilidad e incluso la mortalidad de estos pacientes mejora significativamente con la cirugía bariátrica. La evaluación de la calidad de vida también se beneficia con la cirugía. La cirugía bariátrica consta de procedimientos restrictivos, malabsortivos o mixtos dependiendo de sus alcances. En los procedimientos restrictivos (gastroplastía vertical con banda, banda gástrica ajustable, manga gástrica) se produce una disminución de las dimensiones del estómago funcional, así como del calibre del orificio de salida, para limitar de manera importante la ingestión del volumen habitual de alimentos y, en consecuencia, la ingestión de energía es menor. Por otra parte, en los procedimientos malabsortivos (básicamente se refiere a la derivación biliopancreática) se produce una disminución en la capacidad de absorción del intestino. Los procedimientos mixtos (derivación gastroyeyunal o bypass gástrico) combinan la restricción y la malabsorción y, por lo mismo, son los que promueven una mayor pérdida de peso.
Debe aclararse que la cirugía no representa la cura de la obesidad. Las personas que se someten a este tratamiento deben comprender que la cirugía tiene una vigencia más allá de la cual, si no se hacen cambios positivos y permanentes en estilo de vida, el peso perdido inevitablemente se recuperará.
En estudios de seguimiento de personas sometidas a cirugía bariátrica se han documentado cambios metabólicos positivos incluso antes de presentar una pérdida de peso importante (Laursen et al. 2019). Estos cambios se asocian con una mejoría en el metabolismo de la glucosa y en la tensión arterial en personas con diabetes o hipertensión arterial. Incluso se ha documentado que las personas con presencia de diabetes mellitus tipo 2 o de hipertensión previas a la cirugía entran en remisión de su enfermedad o reducen la necesidad o dosis de fármacos para controlarlas (Yska et al. 2015). Lo anterior ha abierto un área nueva de la medicina donde se ofrece la cirugía metabólica (cirugía bariátrica en casos de enfermedad metabólica) a personas con obesidad, que además presentan diabetes, principalmente de reciente diagnóstico y con buena reserva pancreática. Cabe mencionar que, aunque se ha llegado a hablar de curación de la diabetes, la mejoría en el control glucémico se mantiene siempre y cuando se mantenga la pérdida de peso.
Por otra parte, es responsabilidad del equipo de salud preparar a los pacientes para el proceso quirúrgico; desde que se contempla la cirugía, durante la preparación previa a la misma y posteriormente de por vida, debido al riesgo de deficiencias nutrimentales a las que estarán expuestos en forma permanente.
Obeso metabólicamente sano
El fenotipo obeso metabólicamente saludable es un concepto que se ha utilizado para describir a las personas con obesidad que no cumplen con los criterios clínicos del síndrome metabólico, es decir que, a pesar de su obesidad, no presentan comorbilidades metabólicas (Teixeira et al. 2015). Durante la edad adulta, el principal predictor de la conversión del fenotipo obeso metabólicamente saludable al fenotipo no saludable es la acumulación de grasa abdominal en la región visceral (Hwang et al. 2015). Sin embargo, este concepto es controversial por diversas razones. No hay consenso en la definición del fenotipo de obeso metabólicamente sano, además de que cada vez hay más evidencia de que más bien es una condición transitoria donde, si se da seguimiento a estos individuos se constata que con el tiempo más de la mitad de ellos desarrolla complicaciones metabólicas (Teixeira et al. 2015; González et al. 2017; Kramer et al. 2013). Lo anterior es de relevancia, pues indica que la presencia de obesidad en sí misma, aun cuando no se acompañe de complicaciones amerita un tratamiento. Por otra parte, existen individuos que no pueden ser considerados con obesidad de acuerdo con los criterios del IMC y, sin embargo, tienen un alto riesgo cardiometabólico de acuerdo con la topografía de su tejido adiposo. Se ha propuesto que estos individuos deben recibir tratamiento independientemente de su IMC (Lavie et al. 2015; Bray et al. 2016; Kaufer-Horwitz y Chávez Manzanera 2019).
La obesidad como enfermedad compleja
Las enfermedades complejas son los padecimientos multifactoriales, que no pueden ser atribuibles a un solo factor causal. Algunos ejemplos comunes son la diabetes, migraña, trastornos psiquiátricos y el cáncer. En estas enfermedades, los factores ambientales parecen ser más importantes que los genéticos, entendiéndose como factores ambientales aquellos que van desde la exposición a ciertos agentes físicos, químicos y biológicos, hasta los hábitos socioculturales propios de cada sociedad. Las enfermedades complejas no son abordadas desde el enfoque de una sola disciplina científica, sino que la comprensión de su causalidad, prevención, desarrollo y tratamientos requiere de enfoques interdisciplinarios (Hruby y Hu 2016).
Prevención
Los altos costos -tanto personales como sociales- y pobres resultados del tratamiento de la obesidad llevan a considerar las labores de prevención como fundamentales, y llegan a ser tanto o más importantes que el tratamiento mismo. La acción preventiva debe incluir la prevención primaria del sobrepeso y de la obesidad en sí mismos; la prevención secundaria, donde debe encaminarse a evitar que se recupere el peso después de perderlo, además de evitar comorbilidades en personas con obesidad, y, finalmente, la prevención de incrementos de peso adicionales en individuos incapaces de perder peso. La identificación de periodos de riesgo de obesidad, particularmente en la infancia y en la adolescencia resulta indispensable para las labores de prevención.
Corolario
La obesidad es un problema de salud pública que se ha diseminado de manera amplia en el mundo, tanto en países desarrollados como en vías de desarrollo, y afecta a todos los grupos de edad, sexo o condición social. A escala individual, es una enfermedad compleja que se va construyendo en el tiempo, más o menos rápido en unas u otras personas, cuya manifestación es heterogénea fenotípicamente pero también en cuanto a sus características psicosociales. Por lo mismo, se ha llegado a hablar de obesidades, más que de obesidad. Por su naturaleza compleja y multicausal, el abordaje mediante diversas estrategias resulta en un efecto sinérgico a diferencia de elegir solo una forma de tratamiento (dieta o ejercicio o apoyo conductual o fármacos o cirugía) para abordarla. Debido a su naturaleza crónica, su abordaje debe ser un proceso continuo, sostenido y permanente; las opciones de solución rápida no existen y sus resultados no se sostienen en el tiempo. Por lo anterior, y después de años de ensayo y error, se ha llegado a la conclusión de que la adherencia al tratamiento es lo realmente importante, incluso más que el tratamiento mismo. La naturaleza crónica y refractaria de la obesidad invita a invertir esfuerzos en actividades de prevención, que, si bien son costosas, a la larga redundan en un ahorro para las personas, sus familias y la sociedad en su conjunto.