El catolicismo y los milagros en la época novohispana
Como ha escrito Solange Alberro en un estudio dedicado a las festividades religiosas virreinales del Perú y Nueva España, el milagro ha desempeñado “un papel fundamental en la religiosidad católica”. Obra de santos, Dios Padre, Jesucristo o la Virgen María:
El milagro era -y sigue siendo- el testimonio fehaciente que permitía la entronización de un difunto en los altares, era también la manifestación de la constante intervención divina en los negocios de los hombres y el recuerdo de la comunicación permanente que mantenía el mundo terrenal con el sobrenatural. Para nuestros antepasados, el milagro, que podemos considerar aquí como la manifestación por excelencia de poderes y efectos especiales, resultaba ser la mayor y la más convincente prueba de la existencia de Dios y de su reino sobrenatural.1
Rafael Bernal relacionó la actuación misionera en Nueva España en el siglo XVI con “la creencia en el milagro como hecho eficaz para promover el cambio humano”, al que acreditaban los frailes “la conversión masiva y la creación de una nueva sociedad”.2 Sin embargo, Rosalba Piazza acota que los franciscanos evidenciaron recelos ante la tradición católica europea de “el santo y el milagro”, y, en vez de colocar su interés en un número abundante de milagros, fincaban su fe en la convicción de la importancia de lo que llama el “milagro evangélico”. El éxito de la evangelización -la conversión- era el milagro a celebrar. Desde esta perspectiva, la “ausencia de milagros, aunque inescrutable, podía entonces indicar, según los primeros misioneros franciscanos, lo superfluo de las ‘maravillas exteriores’, en comparación con las maravillas más interiores y espirituales”.3
Según Gerónimo de Mendieta, el reducido número de milagros en el siglo XVI novohispano podía plantearse en estos términos:
En esta tierra de la Nueva España pocos milagros públicos ha querido Nuestro Señor hacer ó obrar por sus siervos, con haber tenido tantos y tan apostólicos varones en el ministerio de la fundación de la fe. La causa de esto él solo la sabe, porque son secretos suyos y juicios incomprensibles. Y no falta razón para ello, pues los milagros (como dice S. Pablo) son para los infieles y incrédulos, y no para los fieles. Y como estos indios naturales de esta Nueva España con tanta facilidad y deseo recibieron la fe, no han sido menester milagros para la conversión de ellos.4
Fray Juan de Torquemada concedió esta parvedad de milagros en cuanto a los que pudieran compararse con los tiempos bíblicos, pero manejó libremente el vocablo milagro, de una manera que sugiere una escala de lo milagroso, y una fascinación con una abundancia de milagros “caseros” o menores. Establecido un marco de referencia distinto para la Nueva España, calificaba al que denominaba así “grande”, “maravilloso”, o “muy grande”, o bien remitía la cuestión a pareceres: “cuasi milagro”, “[t]úvose a milagro”, “pareciese milagro”, “parecía milagro”. De ese modo, recurría a la convicción testimonial o bien a la percepción más lata, y llegó a afirmar que tales milagros eran “infinitos, casi”.5
Fue en el curso del siglo XVII, al avanzar la institucionalización de una Iglesia de poderes episcopales crecientes, diócesis fortalecidas, y sacerdotes seculares -en desmedro paulatino de las órdenes regulares-, que “la Nueva España se volvía terreno fértil de devoción a santos, viejos y nuevos y [… solicitara] el reconocimiento romano [eventual] de sus candidatos”.6 Las órdenes religiosas, sin embargo, se volvieron entusiastas promotoras de tales devociones en este nuevo siglo, actividad que sostuvieron de allí en adelante.
En este contexto, William B. Taylor analiza magisterialmente la rica vida de los santuarios novohispanos, en los que ciertos sitios e imágenes sirvieron para cimentar entre 1580 y 1720 una cultura católica centrada no tanto en apariciones, como las relatadas para el siglo XVI, sino en milagros asociados con santuarios, dedicados principalmente a la Virgen María o Cristo. La inmanencia de la intervención divina era percibida como una bendición ofrecida a los devotos de estos cultos arraigados en localidades por medio de una geografía sagrada en proceso de consolidarse. Repartidos en numerosos santuarios a través de un país grande y de tránsito difícil, esta vida devocional fomentó prácticas íntimas y reiteradas de culto, sin crear una clara arquitectura jerárquica que abarcara la totalidad de sitios sagrados en una verticalidad reconocible. Taylor la llama una tradición católica local-céntrica. Si bien gozó del apoyo de los obispos diocesanos, el autor enfatiza una activa participación de jesuitas, franciscanos y agustinos, amén de los lugareños devotos.7
Al enraizarse esta tradición devocional en la Nueva España, persistieron algunas de las reservas ya manifiestas de los franciscanos en materia de milagros. Continuó -señala Taylor- la preocupación por la idolatría y el deseo de vigilar cuidadosamente la narrativa de los santuarios y milagros, así como las prácticas asociadas con ellos, para evitar cualquier asomo de heterodoxia. Si el largo siglo XVII (1580-1720) evidenció de manera clara tal disposición a la vigilancia, bajo la monarquía borbónica en el siglo XVIII se incrementó notablemente. No obstante, prevaleció -pese a todo- una dinámica de tolerancia y persuasión, más que de dureza y represión, porque las autoridades eclesiásticas y civiles terminaron por doblegarse ante la costumbre popular, velando por la paz y la gobernabilidad, pues temían las consecuencias de una campaña demasiado sistemática que corriera el peligro de desautorizar todo milagro al pretender refrenar excesos en la imaginación y tradiciones locales.8
De este modo, precisa Taylor, “[e]l dominio de los milagros sobre la imaginación se asentó en cosas sagradas, especialmente imágenes de Cristo y de la Virgen María, y el halo del tiempo usualmente realzaba su tesoro de asombros”.9 La preeminencia del milagro enraizó como parte medular de la manera en la que era concebida la fe y contemplada su difusión entre los fieles. Mediante estas tradiciones, Taylor reconoce que los fieles percibían la presencia inmanente de Dios en los milagros.10 Éstos eran “signos del favor divino” a la vez que colocaba a los habitantes locales dentro del plan universal de redención cristiana.11 En esta dinámica, la vida en Nueva España reflejaba la impronta medieval, pues más que copiosa evidencia de los sucesos milagrosos, como actos extraordinarios -sobrenaturales- de origen divino, importaba la lectura de las probables intenciones divinas por medio de sus signos, en estos eventos. Sin embargo, como explica Benedicta Ward, desde el siglo XII comenzó a figurar una tradición alterna, eventualmente competitiva, crecientemente deseosa de saber la “mecánica” de los milagros, su sustentación, y su compatibilidad con un emergente concepto de “orden natural”.12 En el estudio que aquí presento, analizo el discurso novohispano en torno a los milagros, sus problematizaciones y la acerba profundización crítica que experimentó en el siglo XIX, cuando el escrutinio de los milagros se extendió hacia ciudadanos cultos, quizás educados en seminarios, aunque ajenos a las filas del clero; apegados al racionalismo, sensibles a criterios científicos de comprobación y a menudo proclives al liberalismo.
Algunos parámetros de la discusión de los milagros
La discusión de milagros involucró a figuras relevantes de la Iglesia novohispana. Un interesante ejemplo es el obispo de Puebla de 1640 a 1648, Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), quien recordaba que Cristo había expresado que si no creían las personas en sus palabras, que creyeran en sus milagros/obras:
[…] quanto importó que el Señor acreditase con los milagros su divina palabra; porque aunque ella era eficacísima; pero muy conveniente saliese la Omnipotencia á defender la doctrina; pues si solo persuadiese á lo bueno, bastaba la pureza de su ley; pero para persuadir á que era no solo bueno su Divina Magestad, sino el sumo bien, y que era Dios sumamente bueno, no bastaron las palabras para creerlo; y así fueron necesarios los milagros; y por eso les decía algunas veces, que si no creían a sus palabras, que creyesen á sus milagros.13
Y también aludía al poder transformativo del milagro al interior de las personas, en una compleja combinación de lo natural y lo milagroso: “assi hace comúnmente el Señor los milagros con nosotros, y en nosotros, poniendo de su parte su Gracia, y su Omnipotencia, y por otra parte, para lograr el milagro nosotros, nuestro cuidado, nuestra fé, y nuestra esperanza”.14 Consideraba que la superstición idólatra podía ser abatida mediante un milagro, si bien manifestando cierta desconfianza en el milagro como fenómeno aislado:15 “milagros sin obras, y sin virtudes, aunque vayan resplandeciendo prodigios, son ficciones, no milagros”.16 Admitía, sin embargo, que debía ejercerse la prudencia en sancionar conductas erradas:
El zelo de corregir las costumbres, y de decir la verdad sea con grano de sal, y de prudencia christiana, sin predicar, ni reprehender los ausentes, porque no se haga lo que ha de ser correccion, murmuracion. Quanto pueda decirle solo al malo, no se lo diga en la cara de las gentes, no pierda el progimo el alma, y la opinacion: conservele la vergüenza, no se halle sin esse freno mas perdido.17
Era necesario que Dios hiciera milagros por la “flaqueza” de los hombres, pues los milagros acompañaban la doctrina18 y sus efectos podían ser formidables:
Derribaban con su presencia los ídolos los Apostoles, clamaban los Demonios, huían de los cuerpos, y conocían el poder de los Christianos; y estos milagros siempre se han conservado en la Iglesia con patente, clara, y manifiesta verdad, porque todos los Discipulos de los Apostoles, Obispos, y Prelados, hicieron increibles maravillas.19
Sin embargo, como lo resumió en el índice del tomo 3 de sus obras: “[d]e los milagros hay un dedo de distancia hasta el infierno, si el que los hace, carece de humildad”.20 Como lo ponderó en otro tomo, donde desarrollaba cierta problematización de la fijación única en el milagro en sí y ponía mucho énfasis en condenar la vanidad: “[l]as almas que ponderan sus imperfecciones, y olvidan sus virtudes, van por buen camino”.21 Agregaba en otro escrito, en el que simulaba las palabras de Cristo:
[¿]Es posible, Philotéa, que del milagro exterior que vés, no te guia á conocer la virtud interior, y superior que no vés? No percibes, no conoces que la virtud de la Cruz, y su misterio, tíene dentro de sí tal virtud, y tal misterio, que del peso hace suavidad, y facilidad y gozo? Y que quanto mas pesa, mas alivia; quanto mas oprime, mas recrea; quanto mas parece que dificulta; tanto mas suaviza, y facilita?22
Quizá con mayor fuerza aún, Palafox enfatizaba la complementariedad de los milagros con otros aspectos de la vida espiritual en estas palabras:
[…] el Señor decía muchas veces: Que ya que no creían á su palabra, y á las Escrituras, creyessen á sus milagros, que es como si digera: Mis milagros se dán las manos con mis Escrituras, y mis Escrituras con mis milagros. […] Por esso en la Historia Eclesiastica vemos, sembrados tantos sucesos particulares, y milagros por todos los siglos; que confirman las verdades de nuestra Fé, no solamente para consuelo de los Católicos, que sin esso creen; sino para confusion de los Hereges, ó Gentiles, que aun con esso no creen.23
A juicio de Palafox, la hechura de milagros sólo correspondía a la voluntad de Dios, y el cristiano no tenía por qué pretender ningún poder o injerencia en la materia:
[¿]Por qué hace milagros nuestra Señora de Atocha, y de los Remedios, y no los hacen otras Imagenes que hay en diversas Iglesias de Madrid? [¿]Por qué la del Pilar y no otras de Zaragoza? [¿]Por qué la de Loreto y otras, y no todas las de Italia? En este caso, la respuesta ha de ser la pregunta. Pues quando se dice: ¿por qué quiere Dios que esa Imagen haga mílagros, y no aquella[?]: se ha de responder á la interrogacion con afirmacion. Porque quiere Dios que haga esta milagros y no aquella. Todas las demás respuestas no son utiles, ni necesarias, sino peligrosas.24
Para el creyente, “Mas excelente cosa es tener paciencia en las adversidades, que dár vida á los muertos, ó hacer milagros”.25
El peso de los debates europeos
Los complejos pareceres de Juan de Palafox en torno a los milagros en la vida cristiana son testimonio de su formación cultural, la cual reflejaba la creciente polémica de los milagros en el mundo católico -sobre todo en la monarquía española-, si bien el obispo arribaba habitualmente a ponderaciones que enfatizaban las bondades divinas expresadas a través del milagro. Palafox sabía de los abusos en materia de milagros, pero ponía el acento en el aspecto positivo. Crecía, no obstante, un pensamiento cada vez más crítico de los abusos dentro de una cultura española que luchaba por la hegemonía en Europa y deseaba manifestar dotes espirituales y científicas a la altura de las transformaciones que sucedían en su entorno. En el transcurso de los siglos XVI al XVIII, estas mudanzas incrementaban en número y peso cultural.
Cuando menos desde comienzos del reformismo protestante, en la primera mitad del siglo XVI, aumentaba la inquietud católica en torno a una vida espiritual que a veces incurría en extralimitaciones en materia de milagros. De acuerdo con Alexandra Walsham:
En el Continente, conscientes [los teólogos] de la burla a la que ya los habían expuesto tales abusos, las iniciativas católicas reformadoras que precedieron a Trento fueron marcadas por intentos de frenar el hambre insaciable de milagros y presagios mostrada por los laicos y de apartarlos de las prácticas que tenía cierto tufo de brujería y paganismo.26
Marcel Bataillon trató la influencia de Erasmo de Rotterdam en España, señalando que su visión de una Iglesia católica depurada de vicios heredados le ganó tanto adeptos como detractores. Uno de estos últimos fue Diego López de Zúñiga, quien impugnó el pensamiento de Rotterdam en cuanto a los santos y los milagros. Resumió Bataillon la respuesta de Erasmo: “[e]n lo que concierne al culto de los santos, no lo ha condenado en ninguna parte: tan sólo se ha rebelado contra la superstición vulgar que no vacila en inventar milagros que contribuyan a la glorificación de sus santos favoritos, que les dirige súplicas que nadie se atrevería a hacer a un hombre honrado, y que los ama con amor completamente humano”.27 En otra parte, Bataillon expuso el pensamiento de Erasmo de esta manera:
¿Cuáles son las verdaderas reliquias de San Pablo? ¿Unos fragmentos de huesos conservados en un relicario, o bien su espíritu que resplandece en las Epístolas? Los verdaderos milagros ¿son las curaciones obradas por las reliquias corporales, o bien las curas de almas obradas por la doctrina? La imagen verdadera de Cristo ¿es la de su humanidad, o bien su doctrina derramada en el Nuevo Testamento? ¿Qué cosa vale más: tener uno en su casa un pedacito de la cruz o tener en el fondo del corazón todo el misterio de la Cruz?28
El erasmismo en España fue “un movimiento positivo de renovación espiritual, un esfuerzo de cultura intelectual dominado por un ideal de piedad”.29 Desde luego, tenía entre sus adeptos a los hermanos Juan y Alonso Valdés. El primero denunció, según el análisis de Bataillon, “predicadores que tuercen la palabra divina o que cuentan en el pulpito falsos milagros para servir a sus diabólicos intereses”.30 Alonso de Valdés incluso llegó a denunciar que el culto al milagro estaba apartando a los fieles de Cristo y creando una “idolatría de las reliquias”.31 Bataillon resume las ideas de Alonso de Valdés en estas palabras: “[l]as imágenes religiosas están rodeadas de multitud de exvotos estrafalarios u obscenos, sin que nunca se vea conmemorado el milagro de los milagros, que es la liberación de la esclavitud de los vicios”.32 Era inevitable que el Concilio de Trento (1545-1563) asumiera esta problemática. Mariano Latre resumió sus determinaciones de esta manera:
En cuanto á las imágenes manda el Concilio, que las de Cristo, de la Virgen y de los Santos deben tenerse en los altares de los templos, y tributarseles el honor debido, no porque en ellas esté la divinidad ó alguna virtud, sino porque el honor redunda en la cosa que representan; y encarga á los Obispos que enseñen que por medio de las historias de nuestra redencion representadas en pintura, se instruye y confirma al pueblo recordandole los artículos de la fe, los beneficios y dones que Dios le ha concedido, los saludables ejemplos de los Santos y los milagros que Dios ha obrado por ellos. El Concilio anatematiza por consiguiente á todos los que enseñan lo contrario. Por último después de ordenar que sea desterrado todo abuso y supersticion, encarga eficazmente que no abusen los fieles de las fiestas de los Santos, empleándolas en comilonas y embriagueces, y establece que ninguna imágen ó reliquia de los Santos se ponga en los templos sin la aprobacion de los Obispos.33
Precisa el Concilio lo siguiente:
Enseñen con esmero los Obispos que por medio de las historias de nuestra redencion; espresadas en pinturas y otras copias, se instruye y confirma el pueblo recordándoles los artículos de la fe, y recapacitándoles continuamente en ellos: ademas que se saca mucho fruto de todas las sagradas imágenes, no solo porque recuerdan al pueblo los beneficios y dones que Cristo les ha concedido, sino tambien porque se esponen á los ojos de los fieles los saludables ejemplos de los santos, y los milagros que Dios ha obrado por ellos, con el fin de que den gracias á Dios por ellos, y arreglen su vida y costumbres á los ejemplos de los mismos santos; así como para que se esciten á adorar, y amar á Dios, y practicar la piedad. Y si alguno enseñare, ó sintiere lo contrario á estos decretos, sea escomulgado. Mas si se hubieren introducido algunos abusos en estas santas y saludables prácticas, desea ardientemente el santo Concilio que se esterminen de todo punto; de suerte que no se coloquen imágenes algunas de falsos dogmas, ni que den ocasion á los rudos de peligrosos errores. Y si aconteciere que se espresen y figuren en alguna ocasion historias y narraciones de la sagrada Escritura, por ser estas convenientes á la instruccion de la ignorante plebe; enséñese al pueblo que esto no es copiar la divinidad, como si fuese posible que se viese esta con ojos corporales, ó pudiese espresarse con colores ó figuras. Destiérrese absolutamente toda supersticion en la invocacion de los santos, en la veneracion de las reliquias, y en el sagrado uso de las imágenes; ahuyéntese toda ganancia sórdida; evítese en fin toda torpeza; de manera que no se pinten ni adornen las imágenes con hermosura escandalosa; ni abusen tampoco los hombres de las fiestas de los santos, ni de la visita de las reliquias, para tener combitonas, ni embriagueces: como si el lujo y lascivia fuese el culto con que deban celebrar los días de fiesta en honor de los santos (Psalm. 52.). Finalmente pongan los Obispos tanto cuidado y diligencia en este punto, que nada se vea desordenado, ó puesto fuera de su lugar, y tumultuariamente, nada profano y nada deshonesto; pues es tan propia de la casa de Dios la santidad. Y para que se cumplan con mayor exactitud estas determinaciones, establece el santo Concilio que á nadie sea lícito poner, ni procurar se ponga ninguna imágen desusada y nueva en lugar ninguno, ni iglesia, aunque sea de cualquier modo esento, á no tener la aprobacion del Obispo. Tampoco se han de admitir nuevos milagros, ni adoptar nuevas reliquias, á no reconocerlas y aprobarlas el mismo Obispo. Y este luego que se certifique en algun punto perteneciente á ellas, consulte algunos teólogos y otras personas piadosas, y haga lo que juzgare convenir á la verdad y piedad. En caso de deberse estirpar algun abuso, que sea dudoso ó de difícil resolucion, ó absolutamente ocurra alguna grave dificultad sobre estas materias, aguarde el Obispo, ántes de resolver la controversia, la sentencia del Metropolitano y de los Obispos comprovinciales en concilio provincial; de suerte no obstante que no se decrete ninguna cosa nueva ó no usada en la iglesia hasta el presente, sin consultar al Romano Pontífice.34
No obstante, en los años posteriores al Concilio de Trento, se agitaron los mismos problemas que antes. En la Inglaterra de la Iglesia Anglicana, los misioneros católicos evidenciaron su visión del milagro y su papel en la fe de manera muy similar a lo planteado años después por Juan de Palafox en la Nueva España, y acorde con las disposiciones del Concilio de Trento, pero tuvieron numerosos problemas para constreñir a sus feligreses a una práctica religiosa adecuada en la materia.35
De manera simultánea, en España los teólogos hallaban una complejidad creciente para deslindar las causas atribuibles a la naturaleza, la voluntad humana, la intervención divina o lo diabólico en los sucesos vitales. Curiosamente fue el Santo Oficio en España el que comisionó a Pedro de Valencia a emitir un estudio de esto último, tras un auto da fe en un proceso contra brujas en Logroño en 1610.36 En su dictamen, Valencia asentó que en todo evento había que optar, en primera instancia, por causas naturales, mientras no se averiguara con “los requisitos necessarios milagro o exceso sobre lo natural i común”.37 Añadía:
En general, tengo por cosa más prudente y cristiana entender que, en aquellos misterios de los gentiles, no había más que obras humanas y naturales invenciones de burladores, delitos y torpezas entre hombres y mujeres, sin magia ni eficiencia visible y maravillosa del demonio, que no se la permitía Dios por que no pudiesen alegar milagros ni confirmar y excusar con ellos sus idolatrías y supersticiones.38
Más tarde, en el siglo XVII, Nicolás Antonio (1617-1684) escribió su Censura de Historias Fabulosas, editada por el ilustrado valenciano Gregorio de Mayans y Síscar (1699-1781), en 1752. La preocupación principal de Nicolás Antonio -y de Mayans- era la autenticidad comprobable en la historia eclesiástica de España. Pero, al llevar a cabo su obra el autor mostraba la continuidad de una disputa en torno a la autenticidad de los milagros y su papel adecuado en la vida de la fe. Explica Mayans en su introducción a la obra que “se propagaron los Chronicones, i se autorizaron desde el principio del año 1594, hasta el año 1651. De manera que en el espacio de 56 años avasallaron la creencia de no poca parte de Europa, i singularmente de toda España”. En las palabras de Mayans, a Nicolás Antonio le preocupaban aquellas “noticias, que no tienen mas antiguo apoyo que el de estos falsos Chronicones, i afean la Historia Eclesiastica de España con escandalo de los que son verdaderamente piadosos, i sabios”. Añadía Mayans: “[v]iera Dios que esta Censura de Historias Fabulosas sea como una Bandera debajo de la qual se alisten muchos hombres eruditos, que triunfen de la falsedad de los fingidos Chronicones”.39
Por su parte, Nicolás Antonio precisaba: “[e]l intento es encender una luz a los ojos de las Naciones Politicas de Europa”, al anunciar que iba a revelar la falsedad en muchas historias, misma que achacaba a “sacrílega temeridad”. Sentenciaba que el “fecundo grano de las antiguas verdades” se perdía entre las falsedades.40 Había una proliferación de historias falsas en España que hacía peligrar cualquier posibilidad de saber la verdad histórica, incluso en materia de milagros:
Nacen cada dia libros sin numero de Historias de Ciudades, de Iglesias, de Religiones, de Reinos, en que no se lee casi otra cosa, que origenes fabulosos, Apostoles, i Predicadores de la Fe supuestos, Martires traidos de tierras mui distantes a ennoblecer falsamente la tierra que no tuvieron por madre; Antiguedades, mal inventadas, o ridiculas: que si los limpiasen destas Fabulas, quedarían ceñidos a mui pocas hojas. No ai Lugar en España por corto, i obscuro que sea, que ya no piense en hacer propia Historia con los materiales que halla en esa mina recién descubierta, i copiosisima, de estrañezas, i novedades.41
Se trataba de un “cancer político, i religioso”.42 Empero la historia eclesiástica era -o debía ser-:
[…] el Espejo donde la misma Iglesia se compone para agradarle: i en que le halla copiado en la mejor forma que se permite a la copia para agradarse del. I quien empaña este espejo con el mal aliento del engaño, el mas atroz sacrilegio comete. Es el archivo de la memoria, de donde la Fe compulsa los instrumentos de su antiguedad, de la dilatacion de su imperio. I quien osa violar estos registros sagrados, introduciendo en ellos memorias falsas, o burla de nuestra Religion, o tiene andado lo mas para ello. Son las armas con que se defiende de sus enemigos la Iglesia: i si estas se destemplan, o pierden su fineza con la ficcion, sus golpes seràn rebatidos facilmente.
Era en este contexto que Nicolás Antonio asentaba de manera contundente: “merece censura, i mui rígida aun el que inventa i sirve platos nuevos al gusto de la piedad, fingiendo milagros, i acciones santas, o añadiendo a lo menos circunstancias a lo verdadero, acompañandolo, i desacreditandolo con lo falso”. Era cuestión de honor nacional poner las cosas en orden.43
Fray Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764) entró directamente a esta polémica. Comenzando con su Teatro Crítico Universal, entre 1726 y 1740, y siguiendo a mediados del siglo XVIII con sus Cartas eruditas y curiosas (1742-1760), dedicó gran parte de su vida y obra a poner en duda o desacreditar creencias y prácticas comunes que hallaba sin sustento. Desde luego, en su amplia mirada, analizó el milagro y las tradiciones religiosas afines. Tocó el tema repetidamente: “[p]ensar que todos los que convalecen de sus dolencias, después de implorar a su favor la intercesión de nuestra Señora, u de cualquier otro Santo, sanan milagrosamente, es discurrir la Omnipotencia muy pródiga, y la Naturaleza muy inepta”.44
Exclamaba en otro escrito: “¡[c]uántos Párrocos, por interesarse en dar fama de Milagros a alguna Imagen de su Iglesia, le atribuyen Milagros que no ha habido!”. Le preocupaba que las disposiciones del Concilio de Trento fuesen ignoradas, lo que le inclinó a comentar:
[…] de la inobservancia de aquella regla toman ocasión los Herejes para hacer mofa de los Milagros que califican la verdad de nuestra Religión. Como son muchos los que siendo imaginarios, se publican como verdaderos, o por un vil interés, o por una indiscreta piedad; ellos pudieron asegurarse de la falsedad de algunos, y de aquí pasan a la desconfianza de todos. No resultaría este inconveniente, si se observase inviolablemente la disposición del Concilio.
El severo cuidado que los Padres del Concilio quisieron se pusiese en el examen de los Milagros, muestra que consideraron de una suma importancia para el crédito de la Iglesia evitar los fingidos; pues no contentos con intimar, que ninguno nuevo se admitiese sin la aprobación de los Obispos, añadieron, que a esta aprobación precediese consulta de Varones sabios, y piadosos […] Piedad opuesta a la verdad, es una piedad vana, ilusoria, de mera perspectiva, más propia para fomentar la superstición, que para acreditar la Religión.45
Feijoo aseguraba que “la ansia de un vil interés es quien impele no pocas veces a la fábrica de Milagros falsos en que de muchos modos pueden hallar su ganancia los Artífices”.46 En otra carta aseguraba que había estado en tres santuarios, cada uno asociado con “un milagro continuado; siendo el hecho, en que se fundaba esta fama, indubitablemente natural”. No por ello quería dar a entender que “en ningún Santuario continúa Dios los prodigios”. A su juicio, había indudablemente casos comprobados en los que sí, y ofrecía algún ejemplo al respecto.47
En 1745, Feijoo añadió comentarios a los ya expresados sobre milagros, en los cuales manifestaba su profunda suspicacia sobre el manejo popular en la materia:
Que el Vulgo de un País preconice un milagro, que sucede dentro de su término, me dejará siempre dudoso de la verdad. La ignorancia suele dar el primer origen a la fama, y ya extendida la fama, la pasión la sustenta, por más evidencias que se hagan en contrario. Llevan muy mal los habitadores, que se les desposea de la creencia de un honroso favor del Cielo, en que habían consentido; y así, a cuenta de la terquedad, se esfuerzan a mantener el error. En lides intelectuales no hay fuerza humana contra esta bestia de muchas cabezas, que llamamos Vulgo. En vano uno, u otro hombre de razón, aun del mismo País, procuran su desengaño. De Herejes los tratan, o poco menos.48
En el segundo tomo de sus Cartas eruditas también explicaba: “el medio, que sigo en esta materia, […] es creer los milagros, que están bien testificados: dudar de los que no tienen a su favor testimonios muy firmes; y reputar por falsos los que con suficiente examen he averiguado tales”.
|De manera clara, asentaba su disgusto ante “los indiscretos multiplicadores de milagros”, pues, a su juicio, atentaban contra la fe y por ende, sentenciaba que era “reo de pecado mortal cualquiera que finge milagros, o afirma como verdaderos aquellos, de cuya verdad no está suficientemente enterado”. Admitía, sin embargo, que mientras tales ideas eran plenamente compartidas por “los doctos”, el problema estribaba en que “el vulgo ignorante vive en tan opuesta persuasión, que juzga interesar la gloria de Dios, y de sus Santos, creyendo en esta materia con ligereza, y afirmando con tenacidad”.
Parte del problema era la incapacidad popular de distinguir entre lo natural y el milagro, de modo que el vulgo a menudo explicaba lo que no entendía mediante el recurso al milagro. Y objetaba Feijoo, asimismo, que fueran teólogos quienes decidieran sobre estas cuestiones, sugiriendo que mejor dictaminaran los filósofos. Además, había intereses de por medio:
Por regla general los habitadores de cualquier territorio, donde hay alguna Imagen celebrada por milagrosa, o Santuario, de quien se decanta algún continuado prodigio, se interesan ardientemente en fomentar su crédito, ya por contemplarlo como gloria del País, ya porque siempre de la concurrencia de los devotos forasteros les resulta algún emolumento. Los paisanos lo esparcen a otras tierras, como testigos oculares, y últimamente se autoriza en las plumas de varios Escritores; los cuales, para dar el prodigio a la estampa, se consideran bien fundados en la fama común.
A su modo de ver, era comprensible tal entusiasmo local o regional, pero alertaba sobre un peligro inherente:
La multitud de milagros falsos, o dudosos, que se preconizan de algunos Santuarios, llama mucho la gente a las Romerías; mas no por eso observan mejor los mandamientos; antes vemos, cuánto, y cuán frecuente es el abuso, que se hace de las Romerías. El error nunca puede ser buen cimiento para la devoción. Cuanto se funda en él va sobre falso.49
Sin que queramos agotar la discusión de milagros, convendría anotar que en la segunda mitad del siglo XVIII prosiguió el debate. Abundaban reediciones de la obra de Feijoo, desde luego, pero también obras de Ludovico Antonio Muratori (1672-1750), como una ampliamente difundida en la monarquía española referida a la “arreglada devoción”. Allí el autor afirmaba lo siguiente:
[…] se ha de tener por cierto, que las gracias, y los milagros no los hacen los Santos; no llega á tanto su autoridad, y poder: el solo Omnipotente, y benigno Dios es el que los hace, suplicado por nosotros, ó rogado por los Santos; bien que no desdice asegurar, que los Santos son en las gracias, y milagros, como ocasiones morales, ó como instrumentos, por su intercesion. A la verdad, segun la Iglesia nos ensena pedimos á los Santos, que rueguen á Dios, por nosotros; y si por su intercesion alcanzamos lo que hemos solicitado, quiere Dios; que este beneficio lo conozcamos dimanado de él principalmente, porque Dios es el que lo concede, y no aquel Santo, que lo movió á concederlo: en otra forma, el que creyese á los Santos poderosos por sí mismos para hacer milagros, y gracias, los creería Dioses, y sería impia semejante imaginacion. Finalmente, si bendecimos al pueblo con las Reliquias, é Imágenes de los Santos, no son ellos los que bendicen, sino es solo Dios, como nos enseña el Ritual Romano.50
Queda claro que para finales del siglo XVIII el debate en torno a la autenticidad de los milagros se hallaba al alcance de los lectores católicos de la monarquía hispánica, en múltiples textos. Hasta entonces, los polemistas habían sido primordialmente clérigos o laicos eruditos, como Gregorio Mayans y Siscar, graduado en ambos derechos por la Universidad de Salamanca, doctor por la Universidad de Valencia y editor de una obra clave de Nicolás Antonio, a su vez educado en la Universidad de Salamanca tanto en teología como derecho civil y canónico. Como lo ha sugerido Antonio Mestre Sanchis, las preocupaciones de estos últimos los identificaban con el problema de la veracidad en la historia eclesiástica.51
La discusión de los milagros en la Nueva España
Desde 1555, el Concilio I Mexicano expresó una advertencia en materias relacionadas con invocaciones del orden trascendental:
Otrosí, amonestamos y mandamos a los provisores y visitadores de nuestro arzobispado y provincia, y a todos los clérigos que tienen cura de ánimas, que con toda diligencia y cuidado tengan cargo de inquirir en sus visitas y saber en sus parroquias contra los tales personas encantadores, agoreros, hechiceros, sortílegos o que ensalmen con supersticiones y palabras no aprobadas, y procuren de lo castigar gravemente y extirparlo de los corazones de los fieles nuestros súbditos, y los dichos clérigos curas tengan especial cuidado de dar noticia de las tales personas a nos o a nuestros provisores, para que los tales sean castigados.52
El Concilio III Mexicano, en 1585, refiriéndose explícitamente al Concilio de Trento, manifestó una preocupación con “la imprudente piedad” en relación con las reliquias sagradas y las indulgencias. Prohibía que las reliquias fueran expuestas “a la veneración de los fieles en lugar público si no es que estén suficientemente probadas por testimonio auténtico”. Había que aplicar igual cuidado en cuestión de indulgencias: “porque a veces se enfría la devoción con que los fieles tratan las reliquias e indulgencias que se han confirmado como auténticas, y se apoyan en pruebas incontrovertibles, si llegan a percibir que carecen de un título legal que las autorice, teniéndolas en gran veneración y frecuentándolas bajo este aspecto”.53
Precisaba la vigilancia episcopal requerida: “[c]onviene, pues, que los obispos, como pastores, velen sobre la grey, procuren propagar la verdadera devoción entre los fieles, y alejar de ellos enteramente las falsas y vanas supersticiones, para que Dios sea glorificado en sus santos”.54
Dos siglos después, en 1771, el Concilio IV Mexicano asentaba tajante:
No se pueden venerar reliquias cuya identidad y autenticidad no esté reconocida por los obispos, y es grande ofensa a Dios el usar de vanas y falsas supersticiones, creer o publicar milagros que no están aprobados, por lo que manda este concilio conforme al tridentino y a la constitución de san Pío V, que todo milagro se califique con las mayores pruebas y examen por el ordinario, y en las reliquias su identidad, y que para dar culto a éstas y a las imágenes no se use en las iglesias o cementerios de bailes, comedias, representaciones u otras cosas profanas, aunque sea en los días de natividad, corpus y otras fiestas particulares de los pueblos, pues el modo de venerar las imágenes o reliquias es darles el culto debido, y no mezclarle con fiestas profanas y ajenas de los templos en los que los cánticos propios son los salmos e himnos que usa la Iglesia, y los obispos castigarán a los párrocos que permitiesen en las iglesias o cementerios funciones profanas.55
El catecismo emitido por el IV Concilio Mexicano reiteraba esta preocupación sentenciando que “[l]a Superstición es un culto vicioso, ó porque en él se adora á el verdadero Dios sin el modo debido ó porque se da culto como á Dios á quien no lo es”. Condenaba prácticas asociadas con el fingimiento de “Reliquias, y Milagros, ó revelaciones, aunque sea con el fin de aumentar la devoción”. Supersticiones en torno al número de velas en las ceremonias devotas o bien la posición que debían tener las reliquias, así como “otras ridiculeces semejantes” eran reprobadas.56
Sin embargo, William B. Taylor ha argumentado, de una manera convincente, que hasta finales de la época virreinal prevaleció en la Nueva España una cultura de tolerancia -cuando no incluso de promoción- hacia las creencias y prácticas populares en torno a milagros. Esa condescendencia persistió pese a una creciente vigilancia sobre santuarios y milagros en el siglo XVIII, y a veces una crítica más acerba por funcionarios eclesiásticos o civiles. Desde luego, obras de la ilustración católica estaban llegando a la Nueva España, y hubo signos de cambio. No obstante, Antonio Rubial sugiere que, si bien:
[…] había lectores de los autores críticos españoles hacia la milagrería popular, como Nicolás Antonio, Juan de Ferreras, el Marqués de Mondéjar, Benito Jerónimo de Feijoo o Gregorio Mayans, su presencia no inhibió ni afectó el desarrollo de una prolija literatura de prodigios alrededor de las imágenes milagrosas que seguía teniendo numerosos seguidores y promotores, quienes las consideraban murallas y bastiones contra todos los males, pero ahora descritos con una prosa sencilla y directa.57
A su vez, Taylor ha dado evidencia de una importante tendencia de los católicos novohispanos a combinar influencias, más que descartar enteramente la espiritualidad tradicional por una nueva cultura católica que presumía su ilustración.58 Otros autores, como Brian Larkin y Brian Madigan, han aportado obras históricas que refuerzan esta misma perspectiva sobre el siglo XVIII y comienzos del XIX en Nueva España.59
Es posible que apenas hubiera comenzado una crítica más severa y constante a creencias y prácticas populares en la Nueva España en los años anteriores a la Independencia. Miguel Hidalgo -quien había escrito un ensayo analítico sobre la manera más adecuada de estudiar la teología, por el cual recibió un premio en 1784, y adquirió después fama de ser un teólogo agudo y bien informado- fue denunciado desde 1800 por algunas de sus afirmaciones en materia de la vida religiosa de su país.60 Detrás de su captura por rebelión, en 1811, Hidalgo fue sometido a un proceso que integró nuevos testimonios en su contra, a la vez que retomó la indagación inquisitorial por su conducta y opiniones de comienzos del siglo. Fue interrogado, con el objetivo de que respondiera a diversas denuncias en su contra.
Cuando menos dos de sus denunciantes en 1800, fray Manuel Estrada, y el cura de Taximaroa, Antonio Lecuouna, sugerían que Hidalgo había puesto en duda la difundida creencia en la santidad de la Venerable Madre Ágreda, al considerarla más bien una “ilusa”.61 El sacerdote Martín García de Carrasquedo, en 1811, aseguró que Hidalgo cuestionó las bases dogmáticas de la canonización de los santos y había objetado numerosas tradiciones en la materia.62 Sin retomar la cuestión de la Madre Ágreda, en su réplica, el acusado asentó categórico que “la canonización de los Santos es opinable”, y basó su afirmación en Muratori.63 Asimismo, apeló al teólogo Natal Alejandro para calificar como infundada la devoción a Santa Catarina mártir, y, finalmente, apoyó su pensamiento en el prelado francés Jacobo Benigno Bossuet (1627-1704) para negar la santidad del papa Gregorio VII (1020-1085, pontífice de 1073 a 1085), debido a diversas irregularidades en su canonización.64 Hidalgo no trató específicamente la cuestión de milagros, pero dejó claro que las tradiciones devocionales debían someterse a rigurosas pruebas de veracidad.
Durante los años de insurgencia y guerra civil entre 1810 y 1821, hubo señales de que los portavoces intelectuales de la contrainsurgencia consideraban que su causa gozaba del apoyo divino, incluso mediante la intervención de milagros a su favor. Así, Fermín de Reygadas reivindicó el milagro de la aparición guadalupana en el siglo XVI como claro signo de que los denuestos insurgentes contra el dominio español eran falsos:
Dios ni puede autorizar con milagros una delinqüente usurpación (si tal reputan los malvados la conquista) y así, ó es menester negar el milagro de la aparición de Maria, ó es necesario creer que la conquista del reyno fue del agrado de Dios, que para llevar á efecto sus altísimos designios se vale muchas veces de los medios mas desproporcionados y chocantes á la humana sabiduria.65
De igual manera, Agustín Pomposo Fernández de San Salvador se dirigió a los insurgentes en estos términos: “habeis visto milagros con que Dios ha salvado de vuestras conspiraciones a los inocentes, descubriéndolas, y ha dado tantas victorias a los ejércitos del rey”.66 El predicador contrainsurgente Diego Bringas (-1834?) agregó su voz en esta materia de los milagros que favorecían la causa de los realistas, al celebrar su victoria en Tenango del Valle a mediados de 1812:
¿[q]ué ha podido ser una série, casi interrumpida, de victorias poco menos que milagrosas, interpoladas solo de una ú otra ligera desgracia, que ha permitido Dios; ó para que nos confirmemos en el concepto de que él es el que pelea por nosotros, ó para castigo de nuestras culpas, ó tal vez de la confianza en nuestras fuerzas? [Y agregaba en una nota] Qualquier católico que reflexe profundamente en lo que ha sucedido en la presente Revolución, tanto en España, como en la América, no podrá ménos que reconocer humilde y agradecido, la visible protección del Señor; á menos que quiera atribuirlo á contingencías, ó á razones, que no se pueden nivelar con la política, y mucho menos con la piedad.67
Al año siguiente, Bringas dedicó otro sermón a “La Admirable y Heróica Virgen Sor María de Jesús Agreda”.68
Fray Servando Teresa de Mier (1765-1827), quien fue expulsado de la Nueva España por un sermón guadalupano predicado en la catedral metropolitana en diciembre de 1794, y por el cual fue acusado de heterodoxo, desarrolló una compleja visión de la tradición guadalupana. A partir de allí, alimentó sus pensamientos con copiosas lecturas europeas en materia eclesiástica y civil. Vale la pena señalar sus planteamientos en torno a los milagros en 1819.
Comenzó aceptando validar “la tradición genuina y legítima”; sin embargo, insistió en criticar aspectos de la práctica popular en materia de milagros que consideraba errados:
Si se hacen en un Santuario más milagros que en otros, no es porque Dios oiga mejor los memoriales que se le presentan ante un retrato suyo, que ante otro, como que prende más de un pedazo de madera o unos rasgos de pincel que de otros, lo cual hasta en un rey humano sería locura; sino porque se ora con más fervor en un Santuario que en otro, dice Muratori en su devoción arreglada, aprobada por Benedicto XIV como el verdadero espíritu de la Iglesia. Así no siendo la aparición de una imagen razón para mayor devoción con ella, negarla no es contrario a la devoción.69
Recalcaba la ortodoxia de su afirmación apelando al Concilio de Trento, pues “manda a los curas y obispos enseñen a los pueblos que en las imágenes no hay virtud ni divinidad alguna por la cual se les dé culto ni pongan confianza en ellas como hacían los idólatras”.70
Mier admitía que la crítica en cuestión de milagros podía generar efectos adversos, “pues han corrompido al pueblo de Francia los filósofos, haciéndole ver los abusos, los milagros falsos y las historietas fingidas”. Pero señalaba: “eso lo que prueba es gravísima culpa en los sacerdotes que se los predican como pertenecientes a la religión, no teniendo que ver con ella para nada”. Agregaba otra anotación más con referencia a autoridades católicas de reconocido mérito: “Daña mucho a la religión, dice Santo Tomás con San Agustín, dar como cosas pertenecientes a la religión y doctrina sagrada lo que a ella no pertenece, porque es hacerla ridícula ante los ojos de los incrédulos, que se mofan de ver cosas tan flacas”.71
Mier defendió la práctica de “certificar” milagros por parte de las autoridades eclesiásticas. Evidentemente, repudiaba los excesos cometidos por el pueblo creyente, pues llegó a afirmar: “No se puede negar que la imaginación de mis paisanos es muy florida; pero ciertamente no es menos impiedad dejar de creer los verdaderos milagros que fingirlos”. Por ello, apoyaba “confirmar apariciones”, pues de ellas “el vulgo es amiguísimo, como si sin ellas las imágenes no fuesen dignas de veneración ó ellas se la debiesen aumentar”. Veía también que eran objeto del interés económico: “Lo que aumentan es la concurrencia y limosnas y hoc opus”.72 Indudablemente, con estas últimas referencias al pensamiento de novohispanos prominentes queda claro que la discusión en torno a milagros estaba en un proceso de polarización política. Los adeptos del cambio parecían más críticos, mientras los adalides del orden establecido veían la confirmación de sus valores en milagros pasados y presentes.
La politización gaditana en la discusión de los milagros
Paralela a la creciente discusión de milagros en los últimos años del régimen virreinal en la Nueva España, y la polarización aludida, tuvo lugar un proceso similar en la España peninsular. Ahí el escrutinio y crítica de la tradición de los milagros salió también del marco de una reflexión teológica preocupada con la veracidad, la pureza de la fe practicada y la fiabilidad de narrativas históricas difundidas. Con particular fuerza en -y en torno a- las Cortes de Cádiz, a partir del 24 de septiembre de 1810, la discusión de los milagros pasó de una disputa entre eruditos católicos a otro ámbito más amplio y politizado. Hasta entonces la controversia estribaba primordialmente en la correcta interpretación de esta creencia tan central a la herencia católica, para determinar las doctrinas fundamentales, así como la veracidad -y, por ende, la legitimidad- de las tradiciones respectivas. A partir de las Cortes, hubo un nuevo énfasis en las reformas requeridas para encaminar a España y su monarquía a una nueva vida de constitucionalismo liberal. Los clérigos continuaron bien presentes en el debate, pero éste trascendió hacia las confrontaciones parlamentarias y la prensa orientada a un público lector más amplio.
Bartolomé José Gallardo (1776-1852), bibliotecario de las Cortes y autor del Diccionario crítico-burlesco (1811), retomó del Teatro Crítico de Feijoo la crítica de San Ganelón, un supuesto santo francés que provino de una historia enteramente apócrifa, descubierta y revelada por un prelado. Pese a ello, el Diccionario asentó que mientras duró el engaño, “S. Ganelon estaba milagreando á maravilla en pacífica posesión de su santidad”.73 La obra inicialmente anónima de Gallardo fue orientada de manera expresa a erosionar conceptos y prácticas habituales del Antiguo Régimen, por lo cual provocó respuestas airadas. Su afirmación en torno a San Ganelón acicateó a Rafael Vélez a denostar al autor y su afirmación.74 Vélez halló otros impresos similares para atacar: señaló el número del 15 de abril de 1812 de El Redactor General, el cual publicó en Cádiz un papel remitido que relataba la historia del sacerdote Froilán Díaz. De acuerdo con Vélez: “aquí ridiculiza á monjas, frayles, clérigos, cardenales, obispos, nuncio, papa, reliquias, escapularios, el aceyte bendito, los exorcismos de la iglesia y sus ceremonias”.75 Y acabó hallando en la prensa gaditana signos de “una invectiva calumniosa, sacrílega, impía contra papas, obispos, sacerdotes, templos, milagros, reliquias”.76
Otros autores criticaron acerbamente el creciente cuestionamiento a las tradiciones católicas heredadas y la pretensión de reformarlas. Francisco Alvarado -poniendo en duda la autoridad de las Cortes para actuar en la materia- lo planteó así:
Si la religión del pueblo tiene colgajos ó no los tiene, y si estos colgajos se la deben ó no quitar, la voluntad del pueblo es que sus procuradores no se metan en esto, porque, no teniendo el mismo pueblo facultad para hacerlo, mal pudo delegarla á sus procuradores. La voluntad del pueblo es que se le conserven sus clérigos y sus frailes, porque si éstos no fuesen como deben, el mal será para ellos y no para el pueblo, que sabe que la santidad y eficacia del ministerio nada pierden por la depravación de los ministros, y aunque el pueblo desea que los ministros se hagan dignos del ministerio, sabe que la ejecución de este proyecto no es de su inspección ni de la de sus procuradores, sino de la de aquellos que la Providencia le ha destinado para pastores y doctores.77
Alvarado afirmaba en otro lugar: “[n]ingún filósofo del nuevo cuño es aficionado á milagros, porque por decreto de la reciente filosofia el autor de la naturaleza no debe, ni aún puede, alterar las leyes que él mismo le dió, sópena de que se le privara del dominio sobre la naturaleza, y se le formará proceso en el tribunal del ateismo”.78
El historiador Emilio La Parra López, quien ha ahondado en los propósitos de los encargados de proponer medidas reformistas a las Cortes en materia religiosa, enfatizó la influencia de Muratori para llevar a cabo una reforma litúrgica y de la disciplina eclesiástica dirigida a “la simplicidad en los ritos y la purificación de inútiles devociones y de toda tendencia al milagrerismo y al misticismo, y, finalmente, la desaparición del ámbito eclesial de todo lo que pueda interpretarse como riqueza superflua”.79 El deseo era centrar la liturgia en la “celebración eucarística”, por contraste con una tradición de devociones múltiples y reliquias consideradas santas, y buscar un nuevo nivel de evangelización al acercar al creyente a los misterios fundamentales de la fe.80
Algunos diputados a Cortes encontraban tales pretensiones exageradas o incluso peligrosas. El diputado Manuel Jiménez Hoyo, eclesiástico cordobés, en la sesión del 11 de enero de 1813, defendió la conveniencia de mantener la Inquisición para asegurar la fe. Al hacerlo, abundó de esta manera:
Se dirá que es un fanatismo; que es una escrupulosa nimiedad; que es una grosera y vergonzosa preocupacion. Está bien: yo convendré en todo; pero ¿cuando fué política el destruir al momento las ilusiones y preocupaciones de los pueblos en materias de religion? y ¿Cuando fué prudencia combatir vivamente en esta parte la opinion pública, con especialidad en unas circunstancias tan críticas como las presentes, en que tanto interesa al Gobierno el afecto y confianza de los mismos pueblos: sobre todo, cuando este golpe acaso los confirmaria en las ideas fatales, que aunque absurdas é infundadas, son demasiado públicas?
Ningún inconveniente hay en que la Nación continúe inocentemente supersticiosa, si así quiere llamársele; pero lo hay muy grande en que se divida su opinión y se ponga en contradicción con el Gobierno.81
En el debate en torno a la Inquisición, efectuado entre el 8 de diciembre de 1812 y el 5 de febrero de 1813, intervino el clérigo Antonio José Ruiz Padrón con el parecer contrario. El 18 de enero de 1813 fue leído su texto en el cual figura este pasaje:
De una devocion ilustrada, apoyada en la Sagrada Escritura, en los escritos de los Padres y otros autores nacionales eminentes en virtud y literatura, vino á parar en una agradable supersticion y en un orgulloso fanatismo, que tanto ultrajan á la magestad y santidad de la religion. Se vió abandonada por lo general la predicacion del Evangelio, se descuidó la instruccion pública, y desapareció la práctica de las virtudes sociales, que deben formar el carácter del ciudadano católico, y en su lugar se dió acogida á las mas pueriles devociones, á prácticas ridículas, á libritos y folletos atestados de cuentos, de visiones, de revelaciones falsas y de milagros fingidos, cuyo conocimiento está reservado exclusivamente á los Supremos Pastores de la iglesia.
Añadía Ruiz de Padrón su condena a la persecución de personas religiosas y de sabios por la Inquisición.82 El 21 de enero de 1813, el diputado Joaquín Lorenzo Villanueva, eclesiástico valenciano, expresó su indignación de que el Tribunal del Santo Oficio había aplicado a una joven un castigo ejemplar, “por haber rezado una oracion supersticiosa de Santa Lucía”, exhibiéndola desnuda de la cintura para arriba, y conduciéndola al poco tiempo a su muerte. Igual que Ruiz de Padrón, argumentó en favor de la supresión de la Inquisición.83
En Cádiz, la tensión política en torno a los milagros creció y la discusión se llevó hacia la racionalidad reformista, o bien hacia la absoluta necesidad de guardar el orden y respetar la exclusiva autoridad de instancias eclesiásticas al respecto. Si bien entre los gaditanos no había guerra civil como en la Nueva España, la discusión fue de gran intensidad polémica. La crítica hacia el abuso de milagros era llevada a nuevos niveles, en los cuales -con la participación de eclesiásticos de ambos lados del debate- el signo político adquiría creciente dominio por encima de las cuestiones estrictamente religiosas.
La politización de la discusión de los milagros anida en el México decimonónico
Como ya hemos visto, la impugnación en México de devociones seguidas popularmente, pero sospechosas de carecer de fundamento suficiente, tenía antecedentes europeos relevantes y referencias en los concilios mexicanos. Asimismo, su versión ilustrada puede observarse, cuando menos, a finales del siglo XVIII y principios del XIX. En su juicio en 1811, Miguel Hidalgo y Costilla -llamándose un teólogo polémico- cuestionó la advocación de Santa Catarina mártir, entre otras, al considerarla apócrifa, para lo cual refirió a sus jueces a la obra de Natal Alejandro al respecto.84 Las denuncias en su contra por tales motivos databan de principios del siglo. Aun antes, Servando Teresa de Mier, citando a Feijoo en unas cartas de 1797, también había expresado similares dudas de manera más categórica. Aseveró que tanto España como Nueva España heredaban tradiciones piadosas plagadas de “fábulas […] sin que todavía acabe la crítica de poder expurgar completamente la historia eclesiástica”.85 Cabe señalar que tanto Hidalgo como Mier eran personajes inquietos, identificados con posturas de crítica y puesta al día; sin embargo, ambos eran eclesiásticos.
Quizá fue hasta la crisis del Imperio entre 1808 y 1814, y la rápida expansión de la libertad de imprenta, cuando avanzó persistentemente la crítica a la piedad asociada con los milagros; aparecía como parte de la discusión de cuestiones eclesiásticas consideradas inadecuadas a tiempos nuevos y constitucionales a partir de 1812. El tema de milagros formaba parte de una clara politización de lo eclesiástico, si bien la discusión no comenzó de una manera particularmente orientada a la confrontación.86
En ese año y desde las páginas de El pensador mexicano, José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827) dejó ver que estaba familiarizado con los debates católicos en torno a los milagros, refiriéndose a dos escritos de Benedicto XIV (De miraculis87 y un interrogatorio), uno del papa Clemente XIV (Cartas)88, y otro más del padre Feijoo (“Milagros supuestos con su apéndice”).89 En 1813 mostró cierta ambivalencia hacia lo que ya veía como milagros apócrifos fomentados por el vulgo:
De que el pueblo vulgar amontone prodigios y milagros apócrifos creyendo que son verdaderos, no se sigue otra cosa que un exceso de piedad y devoción o, cuando más, unas mentiras oficiosas que no pueden pasar de unos pecados veniales indeliberados; pero si se le prohíbe poner sus figuritas de plata o cera en los nichos de los santos, entapizar con retablitos las columnas de los templos y abrir sus laminitas de cuando en cuando, este mismo vulgo declinará al otro extremo, esto es, a un exceso de impiedad; y persuadido de que todo milagro es falso o imposible, se negará a la creencia de los más autorizados, entrando en este número los que hizo el mismo Jesucristo; perderá toda la confianza que tiene en el patrocinio y valimiento de los santos; se acabará por completo toda la devoción y titubeará la fe sobre sus cimientos; y ya se ve que este extremo es terrible; y por eso tiene a mejor partido la Iglesia el tolerar estas preocupaciones en algunos que el corregirlas, temiendo se transtornen [sic] muchos por su entusiasmo y piadosa necedad.90
Pero Fernández de Lizardi era inconformista, pese a esta cita. En su proyecto para la promoción de escuelas primarias en 1814, dio primordial importancia a la instrucción religiosa y los primeros libros que debían ver los niños: “[j]uzgo que no sería malo ponerles las Fábulas de Samaniego, Fundamentos de la religión por monsieur Allet, cualquier tomo de las obras del marques de Caracciolo, [de Antoine Arnauld] Recreaciones del hombre sensible, Compendio histórico de la religión por Fleuri u otros iguales”.91 Fernández de Lizardi lamentaba la divulgación de libros “inútiles y aun perjudiciales, como vidas de santos apócrifas [sic]”, ciertas novelas y comedias “y otras porquerías iguales a éstas”, pues, aseguraba:
[…] se imprimen sus cabezas en un sin número de desatinos y mentiras, que después abrigan en sus cerebros hasta lo último de sus días, y no hay convencimiento que los desimpresione de las primeras tonteras que leyeron en la escuela. Ésta es una de las causas de tanta vulgaridad. Por esto se cree con tanta facilidad en los espantos, en los muertos, en los males de ojo, en los milagros infinitos no aprobados por la Iglesia y en otra máquina de simplezas, de cuya creencia algunos (pocos) nos avergonzamos cuando grandes si nos instruyen.92
En 1815, Fernández de Lizardi publicaba una serie de diálogos entre El Ranchero y su hijo. En uno de ellos, dedicado a la amistad, el ranchero menciona milagros para sugerirle a su hijo que no dependa de ellos para establecer sus amistades o evitar la asociación con personas no idóneas. La razón nuevamente era el eje argumentativo:
Dios te ha dado un entendimiento, si no relevante a lo menos no arrastrado: sabes distinguir y comparar; tienes un padre que sabe algo más que tú, y no ha cesado de instruirte lo mejor que ha podido. Además, tienes conocimiento de lo bueno y de lo malo, razón que te dirija, y albedrío para que tomes el camino que quieras; así no hay que fiar que Dios te librará de los malos amigos, si tú no pones los medios necesarios para librarte.93
En El Periquillo Sarniento, que comenzó a publicar en 1816, Fernández de Lizardi identificaba a la cultura callejera de pobres y mendigos como un caldo de cultivo donde proliferaban interesadamente los milagros apócrifos. El Periquillo se preguntaba:
¿Cómo no se reflexiona que estos espantos y milagros apócrifos que éstos predican, unas veces inducen a los tontos a una ciega confianza en la misericordia de Dios con tal que den limosna, otras a creer tal el valimiento de sus santos que se lo representan más allá que el mismo poder divino, y todas o las más, llenando sus cabezas de mentiras, espantos, milagros y revelaciones? Sin duda todo esto merece atención y reforma, y sería muy útil que todos los ciegos que piden por medio de sus relaciones presentaran éstas en los pueblos a los curas, y en la capital y demás ciudades a algunos señores eclesiásticos destinados a examinarlas, los que jamás les permitieran predicar sino la explicación de la doctrina cristiana, trozos históricos eclesiásticos o profanos, descripciones geográficas de algunos reinos o ciudades y cosas semejantes; pero cualesquiera cosas de éstas, bien hechas, en buen verso y mejor ensayadas, y de ninguna manera se les dejara pregonar tanta fábula que nos venden con nombre de ejemplos.94
En La Quijotita y su prima, novela publicada entre 1818 y 1819, Fernández de Lizardi demostraba muy poca disposición de contemplar la perpetuación de una cultura popular de milagros de dudoso origen. En la obra, queda claro que el escritor temía que esta cultura fuera perpetuada por las mujeres al carecer de una educación apropiada. A lo largo de la novela, coloca las denuncias y prescripciones al respecto. En una escena, el coronel Rodrigo Linarte le explica a su hija Pudenciana que los prodigios bíblicos eran “acaecimientos milagrosos que no se deben esperar todos los días”.95 Y en otro analizaba problemas de la educación de las niñas en los conventos, entre los cuales señaló:
[…] los cuentos que libremente se permiten, y aun se fomentan, de espantos, de visiones y aun de milagros apócrifos é imaginarios, y otras cosillas a este modo, originan celos, envidias, rencillas, murmuraciones, escrúpulos necios, pensamientos temerarios, supersticiones y un enjambre detestable de vicios, y tanto más detestables cuanto que se provocan y ejercitan entre muchas personas, que tienen que vivir juntas y fiscalizarse muy de cerca.96
Más adelante se lee:
La multitud de milagros y espantos apócrifos que se hallan esparcidos en los libros, y defendidos como verdades inconcusas por personas que parecen sabias, son los que han abierto la puerta a infinitos errores, abusos, vana confianza, fanatismo y supersticiones en que el vulgo de todas clases se halla empapado, no sólo en nuestro reino, sino en todo el mundo, pues en todas partes cuecen habas.
Lo más sensible es que los que con una piedad falsa han querido hacer valer la religión con estas patrañas, no han conseguido otra cosa que hacerla terrible para los propios y ridícula para los extraños.
Nuestra religión, con la santidad de su instituto, con la solidez de sus pruebas, con la excelencia de su dogma y justificada moral, brilla sin necesidad de falsos espejuelos ni oropeles.97
Finalmente, el coronel exclama a su hermana y su hija:
Hija mía y usted hermana no se engañen ni fomenten ese espíritu espantadizo y asombrado. Nuestros sentidos nos fingen los objetos distintos de lo que son en sí muchas veces, y nuestra fantasía nos alucina sin sentir. Ésta, más que los moldes, ha impreso, ¡cuántas veces!, milagros falsos y revelaciones apócrifas, de los cuales muchos están condenados por la santa Iglesia, y otras todavía dudosas sin merecer su aprobación canónica. Las revelaciones de la madre Ágreda son unas de ellas.98
En su otra novela de 1818-1819, Noches tristes, Fernández de Lizardi inserta un párrafo en el que, tras afirmar la existencia de milagros verdaderos, añade:
[…] estos casos son muy raros, y el hombre jamás debe pedirle lo libre de los males por semejantes medios, porque esto se llama tentar á Dios, quien nunca hace milagros á nuestro antojo; ni mucho menos debémos esperar que nos libre del mal á que nos esponemos conociendo el peligro inminente. Por esta razon tengo por una piadosa candidéz la devoción con que el toreador, puesto delante de la fiera, invoca á los santos, esperando que Dios por su intercesion lo libre de aquel peligro, á que voluntariamente se espone; cuando él solo, sin ocurrir á Dios, pudiera librarse no poniéndose delante de las puntas del toro, quien seguramente no lo habia de ir á buscar a su casa para herirlo, y sabiendo ó debiendo saber que es una verdad eterna que el que se espone al peligro, las mas veces perece en él.99
En 1821, José Joaquín Fernández de Lizardi denunció el uso político de la religión que se había aplicado contra la insurgencia y ahora, nuevamente, contra la constitución y las Cortes, debido a las reformas eclesiásticas que se estaban llevando a cabo. En este contexto, no dejó de mencionar la invención de milagros ante un pueblo ingenuo. Recordaba los años de insurgencia en los que fueron perpetradas las “más pueriles patrañas”, donde la imprenta y el púlpito eran cómplices, y una victoria realista podía explicarse por “la milagrosa neblina de Tenango”. Por ello, llamaba a identificar y curar lo que señaló como las “enfermedades morales” de la sociedad:
Cuando […] teólogos y canonistas enmudecen o tal vez apoyan y defienden los abusos por interés, por condescendencia, por miedo, por malicia y mil ocasiones por ignorancia, [¿]no será bueno que un secular despreocupado los combata en sus mismas trincheras; aunque no lo haga con la misma destreza que los sabios? Sí, seguramente, porque con decir algo, se instruye el pueblo, con callarlo todo, se queda ignorante como siempre.100
En este pasaje, Fernández de Lizardi justificaba claramente el fenómeno de que laicos como él debatieran cuestiones que por mucho tiempo fueron consideradas del dominio de eclesiásticos, y lo hizo en el contexto de la política de México y de Cádiz. En 1822 se defendió del ataque que hizo el padre Sartorio a su obra de teatro “Las viejas y el fra[n]cmasón [sic]”, por inmoral e irreligiosa. Denunció, en cambio, la tolerancia manifestada habitualmente hacia obras escritas por: “esos comediones indecentes, llenos de supersticiones, falsos milagros, errores contra la fe, y cuya representación, lejos de destruir el fanatismo y de honrar la religión católica, fomentan aquél, deshonran ésta, la ridiculizan, la hacen abominable, y, al fin, desacreditan la cultura e ilustración de nuestro naciente Imperio”. Seguía escribiendo con la siguiente y vehemente afirmación:
En mi comedia se ve ridiculizado el fanatismo y superstición con el mismo ridículo conjuro de la vieja fanática y del ignorante abate. Nada, nada se desprecia de cuanto pertenece al culto de nuestra santa religión. El bonete, ni el acetre, ni cosa alguna de cuantas sacan, hacen otro papel en la escena que el que harían en un caso real y semejante. Esto es, se manifiestan con respeto y unas necias mujeres, falsas devotas, confían en estos signos ver milagros patentes, y tentar a Dios. ¿Y qué otra cosa vemos cada día? El toreador que se expone al precipicio va prevenido, de mano de su amiga, de una estampita o relicario; el espadachín se pone una oración apócrifa en el sombrero; el tramposo enciende su vela a santa Eduvige, y los más abandonados se entregan a sus excesos, confiados en esta reliquia, aquel santo y la otra exterioridad. Todos los fanáticos confían salir bien con sus empresas, buenas o malas, mediante algunos piadosos amuletos, siendo esto tan cierto que vulgarmente se dice que no hay puta ni ladrón que no tenga su devoción. Ésta es falsa piedad, superstición, fanatismo y vana confianza, y esto es lo que se ridiculiza en el conjuro extravagante de una vieja devota, ignorante y soberbia como doña Elvira.101
Para 1823, su argumentación varió al insistir que ya era tiempo en que debía imperar la razón, el derecho natural y el gobierno representativo:
La teocracia fue buena para los tiempos de Moisés, cuando Dios hablaba cada día al pueblo por medio de sus intérpretes, y confirmaba su palabra con una repetición continua de milagros. En el día, en que Dios ya no se explica tan claramente, ni los milagros son tan comunes, los hombres obran y se gobiernan por los principios de la sana razón, y de los derechos natural y de gentes; y éstos les hacen conocer, que, para ser felices, deben ser legislados y gobernados por hombres cuyos intereses sean comunes a las grandes masas de los pueblos, y que para desempeñar bien tal ministerio, no son los más a propósito los individuos que pertenecen a clases privilegiadas como el clero.102
En 1825, en la serie de diálogos entre El Payo y el Sacristán, Lizardi nuevamente tocó con dureza la materia de falsos milagros. En esa obra, hace que el Payo diga lo siguiente:
[…] lo que me admira es la fanática credulidad y crasísima ignorancia del pueblo mexicano, que cree como cierto todo lo que se le cuenta maravilloso. Los filósofos, los hombres pensadores, los que hacen de la razón el uso debido que les concedió el Cielo, son al contrario, dudan de cuanto excede de las fuerzas de la naturaleza. El verdadero cristiano conoce la economía del Ser Supremo, su presencia y la ninguna necesidad que tiene de revocar las leyes que desde un principio prescribió a la naturaleza, pues tal revocación suponía en Dios un arrepentimiento de lo prescrito, o más claro, o Dios no previó ab aeterno la necesidad que había de tener hoy de trastornar las leyes naturales, o si lo previó y no pudo impedir ese trastorno, es un ser impotente e ignorante, y de consiguiente no es Dios. Yo quisiera que los señores teólogos me resolvieran este argumento sin sofismas que conocemos y despreciamos.
El Sacristán le concede la razón en cuestión de la relación entre Dios y la naturaleza y agrega simplemente: “es preciso creer los milagros de la Escritura, porque así nos lo manda la Iglesia”.103
Más adelante, en otra de las conversaciones entre el Payo y el Sacristán, Lizardi elabora una propuesta de reforma eclesiástica en la que pide profundos cambios para las órdenes religiosas: su aplicación al mantenimiento de hospitales; que el diezmo fuera rebajado y aplicado no sólo al mantenimiento de las catedrales sino a las parroquias, hospitales y escuelas administradas por los gobiernos de los estados; que los canónigos fueran suprimidos y sustituidos por capellanes nacionales provenientes del clero parroquial y dedicados al culto en las catedrales; que los curas administraran el bautizo, la confesión, el matrimonio y la sepultura por los curas sin cobro alguno. Dentro de este amplio plan, figuran negativamente los milagros populares:
Artículo 85. No se permitirá por ningún cura ni prelado religioso colocar en el retablo de ningún santo, afamado de milagroso, ningunas presentallas o lo que el vulgo entiende por milagritos de cera o plata, en que representan cabezas, ojos, pies, manos y cuerpos; ni menos muletas, cabelleras, ni porquerías, como tampoco los que llaman retablos pintados, en que se canonizan como milagros los efectos necesarios de la naturaleza, pues todo esto es estafa, superstición gentílica e indecencia grosera. La religión no necesita para sostenerse de semejantes ridículas fantasmagorías: mientras más sencilla, más pura, menos costosa y de consiguiente más amable.
Artículo 86. Según el espíritu del artículo anterior, todo cura será obligado a enseñar a sus feligreses, qué cosas son milagros, que es decir un público trastorno de la naturaleza, que este trastorno repetido probaría, en Dios, una imprevisión o una ignorancia ultrajante a su altísimo carácter y sabiduría infinita, y para persuadir al pueblo, de que los milagros no son tan comunes como piensa, le advertirán que dos veces se negó a hacerlos Jesucristo; y en una le iba la honra, cuando el diablo dudaba de su divinidad, y en la otra la vida, cuando Herodes le pedía que hiciera un milagro para salvarlo, y en ambas ocasiones se negó a satisfacer la curiosidad de sus examinadores, el Bendito Señor.104
En 1826, tocó el tema nuevamente en el Correo Semanario de México:
[…] los romanos han confesado en diferentes ocasiones que algunos católicos escritores de los siglos bárbaros fingieron la narración de muchos milagros, diciendo, en fuerza de su ignorancia, que convenía para excitar a la devoción de los santos: ejemplo que por desgracia siguieron en los siglos XII y siguientes los monjes y frailes en las historias de los santos de su respectivo instituto.105
Más adelante, en otro número del Correo Semanario, trató “la corrección de los abusos del púlpito y en milagros”; ésta directamente la asignó a la autoridad civil, y argumentó los antecedentes históricos en estos términos:
De la suprema facultad que la soberanía tiene para asegurar la quietud y el bienestar de los pueblos sometidos a su dirección y para evitar que se los seduzca con el pretexto, siempre temible, del celo religioso, nace el derecho que les corresponde, primero, para impedir los acaloramientos en la cátedra del Espíritu Santo, y segundo, para asegurar y purificar la certeza de los hechos milagrosos. Hemos visto ya en otro lugar las duras providencias que han acordado algunas veces los monarcas españoles para contener en sus deberes a los que abusan de la cátedra del Espíritu Santo. En Zaragoza, la autoridad real, en tiempo del señor don Carlos III, hizo arrancar los anuncios de ciertos sermones cuaresmales en el momento en que se iban a pronunciar, porque se temía que produjeran un movimiento popular; el señor don Carlos IV dio órdenes terminantes que arreglaron la conducta de los oradores sagrados; y el señor don Fernando VII, reproduciendo las antiguas leyes, previno el año de 1815 a los predicadores que se limitaran a la letra del Evangelio. En un sabio informe dado al señor don Carlos III, por unas respetables personas de resultas de los ruidosos acaecimientos promovidos por el padre Cádiz en Zaragoza, se demostró del modo más convincente el derecho exclusivo de la autoridad civil, para asegurar la certeza de los hechos milagrosos. Esta opinión recayó contradiciendo la del muy reverendo arzobispo, en la queja dada contra el fiscal del rey, porque hiciera recibir informaciones sobre si un sujeto, a quien se suponía que Dios había restituido el oído por la intercesión y contacto del padre fray Diego de Cádiz, había sido sordo antes de este acaecimiento, y si lo era o no cuando se le suponía restablecido.106
Antes de morir, en 1827, Fernández de Lizardi disputó la calificación de milagro que José Mariano Díaz Gamboa asignó a un aguacero con granizo. Fernández de Lizardi lo acusó de tonto y errado para luego añadir en una nota: “[¿a] qué fin apellidar milagros a los efectos puramente naturales? Esto es enseñar al pueblo no a católico, sino a supersticioso e idólatra. Venere enhorabuena a la imagen de la Madre de Dios, aunque esté en una estampa de papel; pero no crea esos milagros tan baratos ni menos haga esas ridículas distinciones de las imágenes materiales”.107
Poco a poco, en el caso de Fernández de Lizardi en particular, vemos que el problema de los milagros falsos iba asociándose con un reformismo mucho más amplio, cuyas implicaciones abarcaban la vida en sociedad, la educación ciudadana, las nociones de racionalismo y causalidad, el papel del clero en la sociedad y la responsabilidad de los gobiernos en una sociedad católica. Esta tendencia siguió en pie, dando vueltas diversas en las décadas que siguieron a la muerte de Fernández de Lizardi.
Para 1834, El Fénix de la Libertad estaba combatiendo los milagros falsos dentro de su oposición a la monarquía universal del papado porque, a su juicio, amenazaba las libertades de la Iglesia mexicana y la realización de reformas perentorias. El Fénix reclamaba que las pretensiones papales carecían de fundamento histórico veraz e iban en contra del patronato y el derecho de los pueblos de influir en la elección de obispos propios. Precisó, asimismo, que los milagros apócrifos formaban parte de otros sucesos dudosos, cuestionando la buena fe del clero:
Algunos testos de las Escrituras interpretadas con violencia y a sabor de sus comentadores; documentos apócrifos inventados por la más baja adulación, y difundidos con arte; milagros supuestos; cartas venidas del cielo y admitidas sin crítica en siglos oscuros y tenebrosos; he aquí las armas que sojuzgaron los derechos del pueblo cristiano y destruyeron las facultades que Jesucristo concedió a los obispos en cabeza de los apóstoles.108
Sensibilidades religiosas
El debate por los milagros se volvía claramente una gran discusión de las sensibilidades religiosas consideradas óptimas, o bien poco apropiadas o supersticiosas, con escaso fundamento histórico en la tradición cristiana. Dio lugar a la profundización de esta controversia la obra de la madre María de Jesús Ágreda en la década de 1840.109 Cuando fue publicada originalmente la Mystica Ciudad de Dios, en 1670, había generado una polémica que ocasionó su censura. Eventualmente, ésta fue levantada y hubo permiso para su circulación. Los motivos de debate y censura eran múltiples. La obra -como el título expresa- presumía una revelación explícita de la Virgen María, lo que la convertía en una especie de autobiografía de la madre de Dios. Además, defendía la Inmaculada Concepción casi dos siglos antes de su proclamación doctrinal, en 1854. De manera simultánea, la obra colocaba a la Virgen como “igual en gloria y poder” a Cristo, su hijo, y como tal la volvía partícipe de la redención cristiana. Ofrecía al pecador acceso a una madre receptiva, tierna y comprensiva, a semejanza de su hijo, pero suscitaba asimismo dudas sobre su inspiración humana o divina, así como las coincidencias con (o discrepancias de) la Santa Escritura.110 En la Nueva España, la obra fue bien recibida dentro de lo que Antonio Rubial contempla como el ascendiente de una burguesía cuya participación en las actividades espirituales adquiría fuerza y que gustaba de ese acceso a la cotidianidad religiosa de la Virgen que la Mystica Ciudad detallaba, y de ver retratados individuos sencillos en los cuadros que representaban la nueva espiritualidad. Rubial detecta, entre los siglos XVII y XVIII, una “actitud gozosa, relacionada con el bienestar corporal y con los placeres simples de la vida”.111
Explica Clark Colahan, no obstante, que los críticos desde un principio hallaron la Mystica Ciudad deficiente a partir de una perspectiva racionalista y fue cuestionada asimismo su ortodoxia: “a medida que avanza la obra, ella [la Virgen María] asume más y más de los tradicionales atributos de Cristo; predica y hace milagros junto con él durante su vida, y después de la crucifixión, ella asciende al cielo y, por el mérito de su participación vicaria en la pasión de su hijo, se convierte en co-redentora del mundo”. Añade que “[e]l retrato de la Virgen de Sor María es radicalmente diferente al de la Virgen contenido en los Evangelios”.112 El 26 de junio de 1681 la obra fue puesta en el índice romano, pero en 1713 y 1725 nuevas decisiones la removieron de él y la causa para la canonización de María de Jesús -comenzada el año de su muerte en 1666 y luego suspendida- fue reiniciada en 1729.113 Una estudiosa moderna refiere a la obra como “poesía”, en la que los abundantes detalles de la vida de la Virgen María no deben contemplarse “literalmente”, como “verdad revelada”. Distingue “complejas verdades espirituales” como distintas de una verdad científica.114
Para finales del siglo XVIII y principios del XIX, la sensibilidad religiosa en la monarquía española había cambiado profundamente respecto al periodo en el que llegó al país la Mystica Ciudad. La “extravagancia barroca” que halló Marilyn Fedewa en la obra había sido motivo de escrutinio y crítica en las prácticas religiosas en general, fuera en las devociones populares, la prédica de sermones o los gastos y prácticas de las cofradías. La espiritualidad emotiva del barroco recibía la competencia de una nueva pretensión de racionalidad ilustrada, de lenguaje y modalidades más sencillos y discretos. Y para la época de la independencia en México, este proceso empezó a profundizarse al mezclarse con agitados debates tanto religiosos como políticos para determinar los rumbos del país.115 En materia de milagros el debate fue intenso.
En el caso de la Mystica Ciudad, además de las denuncias ya mencionadas contra Miguel Hidalgo ante la Inquisición, habría que añadir otra, pues Diego Bringas avisó al Santo Oficio que el 15 de marzo de 1809, estando en Dolores, había hallado obras prohibidas de Jacobo Jacinto Serry (1659-1738) en la biblioteca de Hidalgo; añadía que éste hacía referencia a la madre Ágreda como “Vieja Ilusa” y manifestaba su duda de que el cura de Dolores tuviera licencia para leer dichas obras.116 Adicionalmente, además de acérrimo oponente de Hidalgo y la Independencia, denostó al dirigente de la insurgencia en sermones y otros documentos.117 Como él mismo relata, a partir de 1816, Bringas se propuso escribir una defensa de sor María de Jesús de Ágreda y la Mystica Ciudad. La publicó finalmente en Valencia, España, en 1834. En ella procuraba rebatir a los que pretendían que el texto fuera:
[…] una obra despreciable que contiene revelaciones extravagantes; que es el objeto del menosprecio de los sábios; que ha sufrido impugnaciones terribles desde que se publicó hasta casi nuestros dias, por sugetos de la primera distincion en el orbe literario; que es, por ultimo, obra del confesor de aquella misma Madre de Agreda, que asegura la escribió ilustrada con la divina revelacion, añadiendo con un tono compasivo, que es necedad dejar las cosas ciertas por las dudosas, por cuya razon será mas acertado no perder lastimosamente el tiempo, pudiendo aprovecharlo con la lección de otras obras que nada tienen de peligrosas.
De paso aludía al que posiblemente fuera su antiguo némesis, Miguel Hidalgo: “[p]udiera citar por ejemplo un individuo en quien mostruosamente se unian la ciencia y la improbidad en alto grado; mas me abstengo de hacerlo por muchas razones. Este hacia su provision de dicterios contra la venerable Madre en una obra de Jacinto Serry, que tanto en frances como en latin está prohibida en el novísimo índice expurgatorio de la santa Inquisicion”.118
A fray Bringas le indignaba que Jacobo Jacinto Serry fuera promotor de la idea que la Mystica Ciudad fuera una “obra de una fantasía perturbada, ó sueltos de una muger ilusa”. Por el contrario, la consideraba una obra revelada, y la asociaba con importantes milagros.119 Negaba de manera virulenta que fuera “un parto de la impostura y de la malicia diabólica ó humana”.120 Admitía, no obstante, lo siguiente, con importante reparo:
No son de fe las revelaciones Agredanas, pero merecen el asenso piadoso de una fe humana, y yo me glorío de haber sido tan feliz que haya egercitado mi pobre ingenio en escribir estas pocas líneas en honra de María Santísima, en defensa de mi siempre amada Ven. Madre Sor María de Jesus de Agreda, y en honor de mi religion, que dió á luz un parto tan bello, al mismo tiempo que me avergüenzo de haberme atrevido á tomar en mis manos este astro tan brillante.121
Como lo afirma Clark Colohan, es difícil escapar de la impresión de que ideas tan contrastadas procedían de algo más profundo que un texto. Lo que defendían los agredistas y lo que denostaban sus contrarios parecía ser una “epistemología radicalmente sobrenatural”, asociada con experiencias como una revelación directa de la Virgen María y la bilocación de sor María de Jesús, acreditada con la conversión de indios de la Nueva España (Texas), sin haber salido jamás de su convento.122
Para México, un año clave para tales debates religiosos de fondo epistemológico fue 1844, cuando una tormenta irrumpió en la prensa mexicana por la decisión de reimprimir en el país la obra de la madre Ágreda.123 El periódico El Constitucional impugnó la impresión con un escrito titulado “Contra-aviso importante”, pero también hubo defensores, y El Mercurio Poblano respondió acremente a El Constitucional: “[si] el escrito que se intenta reproducir, atentara contra la santidad de la religión, si contuviera errores en materias dogmáticas ¿hubiera la iglesia permitido que corriera libremente, que se vendiera, que se multiplicaran las ediciones, que se tradujera en varias lenguas, y siempre con su beneplácito y licencia?”.124
De hecho, desde 1827 venía acumulándose un resentimiento grande por parte de ciertos sectores del clero y el público, quienes intuían o sospechaban que las referencias a abusos en materia religiosa, milagros falsos y la necesidad de reformas eclesiásticas amenazaban el orden establecido, la jerarquía eclesiástica y la práctica religiosa como la habían conocido. En Guadalajara, salió a la luz ese año El Defensor de la Religión, que mostraba indudablemente un tono defensivo con poca disposición a ceder terreno ante los liberales católicos, si bien lució una erudición singular. El Defensor corrió con tal popularidad que fue reimpreso a comienzos de la década de 1830.125
Esta oposición al reformismo liberal en materia religiosa no desapareció. En 1839, El Amigo de la Religión publicó esta denuncia:
Por lo común se manifiestan disgustados [los reformadores] con la relajación que ponderan en la disciplina eclesiástica, se escuecen demasiado por muchas cosas que ven en nuestra religión que aseguran se oponen con el dogma, y se escandalizan de lo viciado que se halla el clero: quisieran a fuer de reformadores liberales componer estas cosas, pues, por la honra de Dios y bien espiritual de los fieles: y para hacer cuanto está de su parte para entablar esta reforma, persuaden en sus conversaciones y gritan en sus impresos contra los abusos.126
No obstante, en septiembre de 1839, El Amigo de la Religión trató de establecer un tono más templado. En un artículo, el autor expresaba lo siguiente: “[c]onfieso con el mayor dolor, que por un falso zelo, y algunas veces por motivos más criminales, han adquirido crédito entre los cristianos muchos milagros falsos; pero no veo la ilación que pueda sacarse de ello contra los milagros del Nuevo Testamento, por cuanto entre unos y otros hay una diversidad suma”.127
Pero las posturas mediadoras no prevalecieron dentro de un escenario político en plena polarización. El 18 de abril de 1844, el periódico El Siglo Diez y Nueve ayudó a divulgar el artículo de El Constitucional fechado el 5 de ese mes, titulado “Contra-aviso interesante”. El autor del escrito lamentaba que, si hubiera viajeros europeos en México, se enterarían por los prolíficos anuncios de la reimpresión de la obra de sor María de Jesús de Ágreda “que aún somos un pueblo sumergido en la ignorancia y en el fanatismo”. Reproducía el aviso de reimpresión, fechado el 1 de abril de ese año. A su juicio, se trataba de “un escrito, que debía permanecer eternamente sepultado en las bibliotecas, para perpetuo recuerdo de lo que es capaz una imaginación ecsaltada, y para que sirviera de un monumento que revelara a las futuras generaciones, el oprobio del siglo que abortó semejantes escritos”. Las loas con que era anunciada la obra le producían “la más profunda indignación”, ya que le parecían “un insulto a la generación actual, y como un atentado contra la santidad de la religión que afortunadamente profesamos”. El autor seguía:
En todos tiempos han ecsistido falsas conciencias, que, animadas por un celo ciego y apasionado, que nace de las opiniones supersticiosas, han frecuentemente abortado escritos semejantes al de que nos ocupamos. Si abrimos la historia eclesiástica, veremos que en diversos siglos han aparecido escritores, que fingiendo milagros sin número, y revelaciones sin guarismo, han llenado, digámoslo así, las cabezas del bajo vulgo de una tradición errónea y de una religión caprichosa, tan absurda como la de los antiguos griegos.
El artículo de El Constitucional precisaba que la obra era una de aquellas “falsas leyendas”, hijas de la ignorancia perpetuada desde la Edad Media y continuada en el siglo XVII. La obra era reputada como de 1637 y titulada Mística Ciudad de Dios, milagros de su omnipotencia, y abismo de la gracia, historia divina… La llamaba un “extravagante escrito” impreso a finales del siglo XVII que desde un inicio fue asignado al obispo de Plasencia, un franciscano promotor de la teología de Duns Escoto. Pese a la prohibición de su lectura por un decreto inquisitorial del 26 de junio de 1681, su lectura fue permitida en los dominios españoles bajo el rey Carlos II.128
Según el airado autor de El Constitucional, la distracción de la herejía del molinismo hizo que la obra siguiera circulando: “[e]fectivamente, ¿qué cosa más chocante ni que pretensión más insolente, que escribir un libro para hacerlo pasar como dictado por Dios, y con tales pormenores que si sus relaciones fueran ciertas deberíamos preferirlo al Evangelio y a la Escritura santa?”. Se trataba de “los cuentos más apócrifos” que respondían a “la importuna curiosidad de los mundanos”. Era un “fárrago”, una “blasfemia horrenda” de cuentos para satisfacer la “vana curiosidad”. Prometía el denunciante traducir el dictamen de Jacobo Benigno Bossuet sobre esta obra y añadía: “[t]oda la obra es admirable, porque verdaderamente jamás se podrán reunir en un cuerpo, tantos cuentos y extravagancias como esta obra contiene”. Iba en contra de la tradición y la Escritura, “únicas fuentes que reconocemos como dignas de fe”.
Invocando una “guerra” contra este impreso, el editor de El Constitucional añadía: “[s]uplicamos a los señores editores de los periódicos de esta capital y foráneos, tengan la bondad de insertar este contra-aviso, en el caso de que opinen como nosotros, para que de este modo castiguemos un tanto al editor o editores de tan vergonzosa empresa”.129
El Siglo Diez y Nueve dio seguimiento al asunto el 12 de mayo al reproducir un comunicado de La Voz de Michoacán del 2 de mayo relativo al anuncio de la reimpresión de la obra de sor María de Jesús, noticia que -según el periódico michoacano- recibió “la reprobación de la prensa y de las personas sensatas”. Era una “obra monstruosa”, lo que ameritaba la reproducción de palabras de Bossuet al respecto:
[…] la escritora no se propone nada menos que explicar día por día y momento por momento todo lo que hicieron y pensaron el Hijo y la Madre desde el instante de su concepción hasta el fin de su vida: cosa a que nadie se había atrevido jamás.
La pretensión de una revelación nueva de tantos objetos desconocidos debe hacer tener al libro por sospechoso y reprobado desde que comienza.
Los pormenores son todavía más estraños: todos los cuentos que se hallan recopilados en los libros más apócrifos están aquí propuestos como divinos; y se añaden otros infinitos con un tono afirmativo y una temeridad sorprendentes.
Entre sus críticas, Bossuet señalaba que los discursos de Santa Anna, San Joaquín, la Santa Virgen, Dios y los ángeles eran detallados de una manera que reflejaban más bien “miras, pensamientos y raciocinios humanos”.130 Los recuentos de los sucesos de la Virgen no concordaban con las Escrituras, y a Bossuet le preocupaba que “esta obra será leída por los de entendimiento poco sólido, como una novela, por otra parte bastante bien urdida y escrita con mucha elegancia; y preferirán su lectura a la del Evangelio”. Le sorprendía que muchos y particularmente los franciscanos la hubieran recibido bien: “[l]o admirable es el número de aprobaciones que ha encontrado esta perniciosa novedad”. Pero tal situación le hacía formular un dictamen tanto más contundente: “[m]ientras más esfuerzos se hagan por estenderla, más es necesario oponerse a una fábula que no es más que una perpetua burla de la religión”. Concluía que la novela era “un artificio del demonio para que se crea que se conoce mejor a Jesucristo y a su Santísima Madre por este libro, que por el Evangelio”.131
Todavía el 13 de agosto de 1844, El Siglo Diez y Nueve reproducía otro artículo de La Voz de Michoacán del 8 de agosto sobre el proyecto de reimprimir la Mística Ciudad de sor María de Jesús. El editor de El Siglo Diez y Nueve se expresaba enteramente de acuerdo con el artículo michoacano y añadía:
[…] sentimos íntimamente, que las personas que más debieran cuidar de que el pueblo no se nutriese con absurdas supersticiones, ni la causa de la religión padeciese por la propagación de grosera imposturas, contribuyan a la circulación y crédito de obras, que en efecto parecen escritas para mengua de la sana doctrina y de la religión; y por lo mismo esperamos, con los señores editores de la Voz de Michoacán [sic], que la autoridad eclesiástica no autorizará la malhadada reimpresión que se anuncia.
El artículo michoacano aseguraba en seguida que dicha obra, cuya reimpresión se prometía para septiembre, encontraba “la enérgica oposición que casi unánimemente ha hecho la prensa mexicana a una empresa tan perjudicial a la verdadera y sólida piedad cristiana”. Concedida ya la licencia eclesiástica para la reimpresión, La Voz de Michoacán pedía que fuera revocada. Enterada de la próxima publicación de una defensa apologética de la obra, aseveraba de antemano que sería inferior al dictamen de Bossuet y, en plan de desafío, agregaba:
Si los editores de la obra de la Madre Agreda insisten en su publicación, nosotros y todos los periodistas sensatos deben trabajar de consuno en desacreditarla y alzar la voz cuanto fuere posible para que esos hombres, que nos figuramos sinceramente piadosos, abran los ojos a la luz de la verdad y no profanen la pureza de la creencia de las almas sencillas, con la difusión de tantas patrañas ridículas y sacrílegas y de tantas blasfemias como abundan en ese libro, que parece escrito para mengua de la sana doctrina y de la religión. ¡Desgraciada república donde hay todavía hombres obcecados hasta el grado de confundir en lo más esencial lo bueno con lo malo, lo saludable y lícito con lo pernicioso y prohibido!132
Pero las cosas no serían tan sencillas. El 17 de agosto de 1844, “El Lic. Incógnito” aceptaba el desafío literario de Juan Suárez y Navarro -el autor del artículo crítico de El Constitucional- sobre la obra de la madre Ágreda, haciendo burla de su rechazo del peso de la autoridad y su énfasis en la razón y la opinión de extranjeros, y estipulando una serie de requisitos jocoserios para llevar a cabo el desafío y que fuera determinado el ganador.133 El tono del intercambio entre el “Incógnito” y Suárez y Navarro fue agrio. El 23 de agosto, el segundo contestaba en las páginas de El Siglo Diez y Nueve, expresando su disposición de “combatir una obra indigna de reproducirse en este siglo”. Le espetaba al “Incógnito” -a quien identificaba como Basilio Arrillaga, jesuita erudito y bien conocido- que su aceptación era falsa, sin intención real de afrontarse cara a cara en debate público. Y agregaba: “[s]épase que admito [ante] las autoridades que debo obedecer, como católico, y aquellas que no tienen el carácter de sub obligatione credenti, las admito, o las desprecio, según mis opiniones, conocimientos, o como me da la gana”.
Suárez Navarro proponía un jurado de siete jueces para el debate, y que se llevara a cabo durante cuatro horas en el Ateneo mexicano, con intervenciones alternadas de media hora. Quería Suárez y Navarro que la confrontación versara sobre su competencia para impugnar la obra y, una vez resuelto este punto, él daría a conocer en la prensa sus pensamientos “sobre las revelaciones y embustes de que está henchida la novela de que hablamos”.
Suárez y Navarro situaba su perspectiva dentro del rechazo de los liberales a argumentos religiosos que juzgaban rancios, citando a los pensadores antiliberales más connotados de las cortes de Cádiz: “¡Sr. Licenciado! Las declamaciones de los Inguanzo, Ostolosas [Ostolazas], Riescos y López (D. Simón), no han servido a la causa que sostienen sino para reagravarla más y más, para hacer el choque más tremendo. Recordad lo que pasó en 1835 en España, y escarmentad”.134
Los pareceres encontrados eran irreconciliables. Todavía en 1845 Juan Suárez y Navarro en un nuevo artículo en El Siglo Diez y Nueve, asociaba la obra de la madre Ágreda con “añejas preocupaciones”. Retomaba la polémica con el canónigo Basilio Arrillaga, quien había publicado el año anterior su defensa de la obra de la madre Ágreda. De acuerdo con Suárez y Navarro, Arrillaga quería en realidad “renovar la añeja lucha de las preocupaciones” utilizando una obra producto de “revelaciones privadas”, no sometidas exitosamente a pruebas de veracidad, lo que amenazaba con mantener a “la generación actual en las opiniones producidas por la ignorancia y el fanatismo”. Prometía cinco cartas para refutar a Arrillaga, tan grande era la importancia del asunto para el país. El esbozo de la tercera carta -para dar alguna idea de su pensamiento- cuestionaba el estado de la instrucción religiosa en México, la decadencia religiosa en el siglo XIX, y el efecto perjudicial que tendría en ambos aspectos la publicación de la obra de la madre Ágreda. Además, Suárez y Navarro insistía que la obra no había salido de la pluma de la monja. Añadía que la obra evidenciaba ignorancia en materia cronológica, histórica y geográfica; inexactitud en sus tratamientos de Cristo, la Virgen María y los ángeles, y contradicción entre las revelaciones de Ágreda, la Sagrada Escritura e incluso otras revelaciones privadas que circulaban como válidas.135
Por su parte, Basilio Arrillaga hallaba aliados para su causa en favor de la Mística Ciudad. El 6 de diciembre 1848, El Universal publicó lo siguiente: “[l]a historia natural del mundo moral es inseparable de los milagros. De aquí proviene que no hay historia de un pueblo en la cual no se citen verdaderos o falsos milagros”. Agregaba en seguida: “[s]iendo la moral una ley esencialmente divina en su origen, el sacerdocio es esencialmente divino en su sanción. Promesas, amenazas, exhortaciones, premios y castigos, nada es humano, todo es divino en el sacerdocio”.136
En 1850, El Monitor Republicano, en polémica con El Universal, acusaba a los conservadores y a la idea conservadora de no basarse en la religión, pese a sus aseveraciones en ese sentido, pues, a su parecer, propagaban:
[…] doctrinas contrarias a los principios de la religión y la fe, valiéndose de milagros fingidos para alucinar a la clase ignorante de nuestra sociedad: sostenimiento de todos los abusos del clero, adulando bajamente a la aristocracia eclesiástica y deprimiendo a la clase más ilustrada, conocida con el nombre de ¡clero bajo! y en fin, confundiendo la religión con los ministros, con todos sus vicios, orgullo necio, y cuantos más distinguen a nuestro clero alto.
La religión y los principios de la fe -aseguraba- eran contrarios a “los abusos, preocupaciones, fanatismo y superstición”.137
De tal manera, al mediar el siglo XIX, parecían consolidarse en México dos epistemologías en materia de fe: una fincada en el carácter divino del sacerdocio, la trascendencia de los milagros y la necesidad de que tocaran íntimamente la vida de los creyentes a la vez que sostuvieran el respeto a la autoridad y las tradiciones, y otra que atraía las antiguas cuestiones de veracidad al ámbito de la ciencia, la formación ciudadana moderna y el abatimiento de confabulaciones entre tradiciones apócrifas y normatividades políticas autoritarias.
La reconciliación evadida y los términos medios desaprovechados
Curiosamente, en 1850, El Universal del 8 de diciembre publicaba un comunicado del arzobispo de Toledo, en España, en el que señalaba criterios para condenar ciertos libros de tema religioso; incluía en su listado “[l]os que cuentan fábulas, y forman imposturas religiosas, proclaman falsos milagros y revelaciones, y establecen prácticas abusivas del culto”.138 Pese a este comunicado, entre las partes en disputa nunca se construyeron puentes. Todavía en 1853, en una carta dirigida al general Antonio López de Santa Anna y publicada en El Siglo Diez y Nueve, el autor expresaba que México había regresado al tiempo “de la vetusta mojigatería en que solo se estudiaban con ahínco a la Madre Agreda” y obras afines, y había periódicos que hablaban “de los sapos y culebras de los infiernos”.139
La confrontación sólo iba a profundizarse, pues el 6 de junio de 1855, ya en los últimos meses de la dictadura de Santa Anna, El Universal publicó esta noticia:
Los RR. PP. de San Francisco, que siempre se han distinguido por la suntuosidad de sus funciones religiosas, celebraron en los tres primeros días del presente mes, con toda pompa y magnificencia, la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción de María Santísima. Esta función formará época, porque ciertamente ha sido una de las más grandiosas y populares que ha habido en México. Todos los habitantes de la ciudad, y principalmente los vecinos al convento, han contribuido gustosos a aumentar el esplendor de tan solemne festividad.
La celebración fue fastuosa, con notable iluminación de casas y edificios, música apropiada y procesión. Tras elementos de caballería y la banda musical, seguían “todas las corporaciones, los empleados de categoría, los alumnos de los colegios, las cofradías, y las comunidades religiosas”. Había un lujoso “carro triunfal” con la Virgen María. De todo esto, lo que debió haber caído muy mal entre católicos liberales fue lo siguiente: “[d]e este carro tiraban los obispos, los doctores y algunos religiosos franciscanos y dominicos: La imagen de la Santísima Virgen iba acompañada de San Francisco, San Joaquín[,] Santa Ana, la Madre Agreda, el sutil Scoto, y bellísimos grupos de ángeles decoraban los estremos del suntuoso carro”.140
No debe sorprendernos que para finales del año, el 6 de noviembre de 1855, El Siglo Diez y Nueve publicaba un artículo que ligaba los temas de reforma eclesiástica, superstición y falsos milagros:
Sola la discusión libre, circunspecta y calmosa de las materias eclesiásticas, puede entonces hacer aparecer la verdad en toda su fuerza y en todo su esplendor en medio de la grita y el furor de las pasiones que tanto se irritan y se encienden en las contiendas religiosas, principalmente cuando en esas contiendas se comprometen no solo las creencias, no solo las opiniones, sino también los intereses temporales.
Sugería que México heredaba, desde los siglos XVI y XVII, una dinámica compleja en materia de prácticas religiosas populares:
Con frecuencia aparecían entonces en México impostores groseros que engañaban al pueblo con falsos milagros y con predicciones del porvenir; los eclesiásticos mismos tomaban parte en estas imposturas; más numerosas eran aún las brujas y hechiceros que tenían en perpetua alarma a las familias, y nada había más frecuente, que ver eclesiásticos ocupados en conjurar los duendes y vestiglos.
Los malos curas, los curas avaros y sin caridad, fomentaban las supersticiones de los indios, porque ellas les proporcionaban mucho dinero que producían las obvenciones parroquiales.
Cuando la Inquisición se atrevió a tomar cartas en el asunto, “apareció ante el vulgo como sospechosa de impiedad, de sacrilegio o de heregía”:
También se vió entonces que para reprimir la impostura de los que inventaban falsos milagros, la autoridad eclesiástica tuvo que prohibir varias obras místicas o devotas, por estar plagadas de patrañas, de cuentos y prodigios; la misma inquisición prohibió por este motivo, la lectura de las Revelaciones de la Madre Agreda, libro que en nuestros días (por un abuso de la libertad de prensa) se ha reimpreso con aprobación del ordinario, sin preveer cuánto desacreditan a la Iglesia Católica, y cuanto estravían a la verdadera piedad, esos libros que son una afrenta para la civilización y para el cristianismo.
Para este articulista de El Siglo Diez y Nueve, desde las reformas carolinas del siglo XVIII y, sobre todo, las Cortes españolas y la Constitución de Cádiz, habían comenzado a mejorar las cosas:
Pero queda aún sobre materias religiosas mucha ignorancia que disipar, muchos errores que combatir, muchas supersticiones que extinguir, principalmente entre las clases más numerosas de nuestra sociedad, que son al mismo tiempo las más miserables y lo serán mientras la verdadera caridad cristiana no las saque del abatimiento en que ahora se hallan.141
Los siguientes años no demostraron ninguna reconciliación de opiniones ni en materia de milagros ni en cuanto a las reformas eclesiásticas que México necesitaba. En 1862, un artículo de El Siglo Diez y Nueve, de la pluma de un germánico anti-intervencionista, expresaba lo siguiente del pasado de México:
Se ignoraban los nombres de los maestros de la filosofía y de la verdad, y Santo Tomás, Escoto, Belaramino, la madre Agreda, y otros escritores tan extravagantes como estos, se ponían en manos de la juventud, que desconocía absolutamente los de Bacon de Verulamio, Newton, Galileo, Locke, y Condillac. No se sabía que hubiese una ciencia llamada Economía política: los nombres de Voltaire, Volney, Rousseau, d’Alembert, etc., eran pronunciados por los maestros como los de unos monstruos a los justos.142
En 1869, en el periódico El Derecho, Francisco J. Villalobos refirió a los falsos milagros en relación con una serie de argucias empleadas para desviar y pervertir los testimonios judiciales, pues, en su artículo sobre los falsos testimonios dados en juicios jurídicos, quería demostrar que la “garantía religiosa” era inadecuada para asegurar la veracidad debido a las perversiones que había sufrido el cristianismo. Así: “[l]os falsos milagros, las falsas reliquias, las decretales falsas, pueden figurar entre los monumentos históricos destinados a manifestar que la verdad evangélica ha sido pospuesta por la teocracia a la explotación del fanatismo”.143
Por la contraparte, en 1870, La Iberia publicaba la reivindicación del papel de los milagros y profecías dentro de la tradición católica, acorde con el Concilio Vaticano I (1869-1870).144 De la misma manera, en 1875, el periódico La Iglesia Católica reivindicaba la actualidad de los milagros al invocar los favores prodigiosos de la Virgen de Guadalupe, y en Francia la Virgen de Lourdes.145 No hubo un esfuerzo simultáneo por construir puentes con quienes cuestionaban aspectos de la práctica católica en materia de milagros y devociones, a la vez que distinguían entre los milagros verdaderos y otros apócrifos, así como devociones piadosas y otras dudosas.
Al comenzar el periodismo que daría inmenso empuje a la dictadura de Porfirio Díaz, en 1878, el recién iniciado La Libertad -cuyo subtítulo lo anunciaba como Periódico Político, Científico y Literario-, publicaba dos noticias, una de España y otra de Francia, que sugerían la persistencia de una cultura de embustes en materia religiosa, para -según La Libertad- “seducir al vulgo ignorante y sencillo con milagros y apariciones, que tienen por objeto principal la formación de romerías y peregrinaciones, en las cuales se dan la mano el fanatismo y la hipocresía, con perjuicio de la religión y en descrédito de la Iglesia”.146
En ocasiones, hubo alguna voz que dejaba ver un término medio, pero sin jamás prevalecer en la prensa. En 1880, el periódico La Ilustración Católica reportaba detalladamente la historia de unos milagros recientes en la capilla de Knock, en Irlanda. Remataba el recuento con estas palabras:
Ni el episcopado irlandés ni la Santa Sede han decidido todavía sobre la autenticidad de las visiones y de los milagros.
Es credo de la Iglesia católica que los milagros pueden ser hechos y las apariciones celestes revelarse a los hombres en nuestros días; pero también cree la Iglesia que hay alucinaciones e ilusiones, y se necesitan ciertas pruebas para patentizar que el milagro no fue ilusión. Los falsos milagros son, según la Escritura, sombra de los verdaderos, y la Iglesia cumple la ley al tener especial cuidado de distinguir la sombra de la realidad.147
La moderación de La Ilustración Católica no representaba una clara victoria para los católicos liberales, pues dejó en pie las opiniones que defendían posturas como las de Basilio Arrillaga en cuanto a milagros y reformas eclesiásticas. Además, México ya estaba en un periodo en el que abundaban opositores a todos o casi todos los milagros, como los librepensadores y los periódicos protestantes que comenzaron a atacar la posibilidad misma de milagros, incluida como tal la aparición de la Virgen de Guadalupe.148 Incluso La Ilustración Católica mostró, en 1889, signos de preocupación por este nuevo giro, en el que los milagros eran vistos como improbables o falsos, cualesquiera que hayan sido. Publicó un artículo de un francés que desafiaba a cualquiera a comprobar la falsedad de los milagros de la Virgen de Lourdes. Con tono de sentencia, comunicaba al público lector que nadie se había atrevido a responderle.149 El silencio parecía reivindicar su validez.
Entra a la lid el sacerdote Agustín Rivera
En este ambiente tenso, incierto, confrontado, Agustín Rivera (1824-1916) publicó un folleto al respecto en 1891, en el que retomó un texto de Benito Jerónimo Feijoo en su Teatro Crítico Universal. Era un relato sencillo y accesible, propenso a producir asombro y desconcierto, con Rivera intercalando sus propias observaciones y reproduciendo literalmente las de Feijoo. El mensaje era nítido: para que los milagros verdaderos fueran respetados, era imprescindible distinguirlos de los falsos. El sacerdote liberal Agustín Rivera retomó así el antiguo problema del ridículo que podía sufrir el catolicismo por la proliferación de tradiciones populares que distorsionaban la fe e iluminaban una práctica religiosa deficiente. Enmarcó su planteamiento dentro de un reformismo católico relevante al reproducir las afirmaciones del fraile benedictino español Feijoo sobre un supuesto San Ganelón. Rivera hizo sonar así su parecer en la perspectiva de una larga tradición de pensamiento católico crítico. Sus escritos reclamaban reformas eclesiásticas diversas y, en este caso, la reforma de abusos en materia de milagros.
En la postura fijada por Rivera, la Iglesia debía decidir con base en pruebas fehacientes y con todo rigor. Lo contrario era caer en el ridículo, palabra que medio siglo antes había usado con frecuencia Fernández de Lizardi, y que en los siglos XVI a XVIII había signado el debate en torno a los milagros. Así, Rivera afirmaba tanto su fe en los milagros verdaderos, como su convicción en la posibilidad de un catolicismo liberal y una reconciliación entre fe y razón. Tras la polarización creciente de medio siglo, proponía una solución que no habría incomodado a Lizardi.
La técnica empleada por Agustín Rivera fue copiar a la letra, y comentar en notas de pie, pasajes del Discurso Sexto, tomo iii, del Teatro Crítico Universal, publicado en 1729. El relato principal de Feijoo para condenar los milagros falsos e invocar una actitud más crítica se basa en la historia de un señor de Francia a finales del siglo VIII y comienzos del IX, quien, al salir de cacería, dejó a su hijo a cargo de la nana, pero ésta lo descuidó a tal punto que fue devorado por una serpiente; el perro Ganelón se abalanzó sobre la víbora y ambos murieron. El padre, al ver lo que su perro había hecho para salvar a su hijo, le puso un monumento junto a una fuente. Eventualmente, todos los actores involucrados en el suceso murieron, pero con el tiempo surgieron historias de milagros asociados con la fuente y el monumento, y las personas sencillas del lugar presumieron que Ganelón era un importante santo que obraba prodigios. A la usanza del cardenal César Baronio (1538-1607), un obispo investigó esta historia milagrosa y desbarató las bases de la tradición de San Ganelón.150
Entre las notas de Agustín Rivera a este folleto figura la siguiente:
Respecto de lo que pasa en la nación mexicana en 1891 en materia de falsos milagros, prescindiendo de lo que pasa en los pueblos de indios, las villas i en las ciudades de primero, segundo i tercer orden, en la capital de México hai librerías públicas que son otros tantos almacenes de novenas, i muchas de éstas son otros tantos almacenes de consejas i patrañas llamadas milagros, que el vulgo de la nación mexicana cree verdaderos; i ya recuerdan los lectores ilustrados lo que dicen Miguel Cervantes, Feyjoo i otros críticos sobre la extensión que tiene la palabra vulgo: que hai vulgo de hombres de letras i vulgo de bonetes.151
El reformismo católico en México
En 1822, Juan Wenceslao Sánchez de la Barquera (1779-1840) había aconsejado a los mexicanos que fuera respetado un lugar prominente para la religión católica en el México independiente, con el objetivo de alejar esfuerzos de reforma eclesiástica precipitados y excesivos. Consideraba que, en la nueva monarquía proclamada bajo la autoridad de Agustín de Iturbide, “los principios de la verdadera Religion, considerada en su primitivo esplendor, y sin confundirla con los vicios de la supersticion, ni con los crímenes de la impiedad, han de formar las bases de gloria y prosperidad del Imperio Mexicano”. No era conformista. Aceptaba la necesidad de reformar las prácticas de religión en el país, pero dentro de una actitud prudente, moderada por un sentido del tiempo requerido para efectuar los cambios:
Mientras la nacion se limite á despojar el árbol de la religion, de las ramas parasitas, de la supersticion y el fanatismo: mientras contenga el poder sacerdotal dentro de los límites espirituales que le señaló el Autor de la religion, y mientras no haga mas que reducir el poder y la opulencia del clero á lo que exigen las necesidades religiosas del pueblo; será posible que el descontento y 1as intrigas de algunos fanáticos oscuros, causen conmociones parciales y momentáneas; mas no serán peligrosas para la libertad que existe por la adhesión de toda la parte instruida del pueblo.
En este horizonte, se pronunciaba contra “los genios exaltados, que hoy pretenden las reformas violentas de la disciplina eclesiástica, desfigurada ciertamente por los abusos á que estan sujetas las leyes mas santas”.152
Ese refinado equilibrio que recomendaba Sánchez de la Barquera no había de prevalecer, y la polarización en materias eclesiásticas y de prácticas religiosas hubo de correr parejo con las disputas político-civiles en el transcurso del siglo XIX. Incluso Carlos María de Bustamante (1774-1848), ubicado por lo regular como de tendencias conservadoras, expresó acerbas críticas respecto al comportamiento de los clérigos y el abuso de la religión en materias que debían escapar de su ámbito.153 Escritores como Mariano Otero (1817-1850), de una voz liberal habitualmente moderada, consideraba que el clero hacía mancuerna con las fuerzas que impedían que México marchara con los cambios que exigía el siglo XIX.154 Había, además, una tensión en torno a la dirección que debía tomar la educación nacional.155 Pese a que prevalecía un profundo sentido religioso en el país, hubo numerosos puntos de choque entre pareceres en materia de los cambios que México requería.156
Los escritores liberales rara vez favorecían la postura del cambio en su expresión más fuerte. En 1844, Guillermo Prieto (1818-1897), haciendo una primera evaluación de la literatura mexicana, ensalzó entre otras figuras a José Joaquín Fernández de Lizardi, pero guardó alguna distancia frente a él, contemplando seguramente la polémica en materias atinentes al clero, la religiosidad y las creencias populares. Consideró que evidenciaba “la falta de conocimiento de la época en que escribió, y la sociedad a que se dirigía”. Pese a ello, reconocía “su vasto talento, [que] conspiraba contra todas las preocupaciones, luchaba con ellas, y desafiaba en una liza desventajosa, al fanatismo y los intereses envejecidos”.157 Años después, Francisco Zarco (1829-1869) también expresó diversos reparos en materia de reforma religiosa, antes de aceptar a mediados de la década de 1850 la viabilidad de la separación Iglesia-Estado.158
En esta situación política, las doctrinas católicas sobre el milagro y la corrección de las prácticas populares comenzaron como escaramuzas para paulatinamente llegar a una virtual guerra cultural decimonónica.159 A finales del siglo XIX, Agustín Rivera pretendía -al parecer fundar- una perspectiva católico-liberal, basada en el ilustrado Feijoo, para resolver el dilema. Pero la obra de Rivera fue compleja, sujeta a crítica, y, antes de morir, en 1916, su obispo diocesano trató de silenciarlo.160 El estudio de Edward Wright-Ríos de la diócesis de Oaxaca, a finales del siglo XIX y principios del xx sugiere que los eclesiásticos allí poseían una cultura tridentina que pisaba algún terreno en común con Agustín Rivera,161 pero quizá demuestra igualmente la vitalidad de lo que Antonio Rubial planteó para una época más temprana:
[…] un continuo diálogo en el cual los sectores clericales y sus fieles estaban influyéndose mutuamente. Esta situación dinámica […] se encontraba también presente en las capas medias de la sociedad, las cuales insertaban en las prácticas y las devociones su propia visión de la divinidad, visión que fue aceptada y promovida por los mismos eclesiásticos.162
Los estudios de Rubial y Wright-Rios confirman la perspectiva de William B. Taylor, ya aludida.
Parece correcto afirmar que la polémica en torno a los milagros en la cultura de México quedó sin resolución al gusto de todos. Aludiendo a un sermón anti-independentista de Miguel Bringas, dedicado a sor María de Jesús de Ágreda, Agustín Rivera rebatía sus argumentos en torno a las apariciones de ésta en el Nuevo Mundo, y espetaba: “[e]sto de milagros, profecias, revelaciones i apariciones por fanegas como el maiz, no era una cosa que se hacia pocas veces; sino que era el pan cuotidiano en la Nueva España”. Condenaba, asimismo, la tendencia de Bringas -y otros predicadores contrarios a la Independencia- a olvidarse de Jesucristo y apoyarse en el Antiguo Testamento y las referencias a una divinidad inmisericorde y castigadora.163 Quizá tenga razón Iván Escamilla al plantear que la irresolución del debate en torno a la tradición de los milagros hizo inevitable una profunda ruptura entre la cultura cívica mexicana y la religiosa: “[e]l liberalismo se encargaría de engendrar una nación laica y una visión nueva de la historia de México, totalmente ajenas al providencialismo que hiciera de esta una tierra de predilección celestial”.164
Hubo, no obstante, un largo periodo entre el siglo XVIII y mediados del XIX, cuando religión, ilustración y liberalismo se entremezclaron profundamente, quizá dejando una impronta indeleble en éste.165 Queda pendiente deslindar el peso relativo de la nación laica y la providencialista en la conciencia de los ciudadanos. Hasta la Reforma -cuando menos-, el discurso cívico mexicano conllevó un fuerte elemento religioso pleno de metáforas ágilmente trasferidas al ámbito civil.166 ¿En qué medida la nación providencialista y la cívica estaban en diálogo y efectuaban préstamos mutuos? Antonio Rubial ha enfatizado la larga pugna por establecer una identidad local basada en santos propios, prodigios y milagros.167 Al analizar el siglo XIX, William B. Taylor ha sugerido más bien la necesidad de contemplar “procesos y paradojas de cambio y continuidad”, en medio de la indudable tensión presente.168 Asegura que “el atractivo de las imágenes sagradas en México continuó rebasando posturas confrontadas de ideología y posición social mucho tiempo después de la Independencia”.169 Más que un lineal proceso de secularización y exclusión entre lo religioso y lo civil, parece que México experimentaba una nueva etapa de ajuste en su herencia de fe.
Como hemos visto, los problemas no comenzaron con la Independencia, sino mucho antes. Se complicaron al pasar de una monarquía de Antiguo Régimen a otra representativa-liberal, y luego a un sistema republicano. Educación, formación ciudadana, prensa libre y voces laicas disputaron el poder a la realeza y el clero, cuestionando la autoridad hasta entonces incontestable de ambos. Pero el clero y la fe jamás fueron eliminados como lo fue la Corona, sino más bien sometidos a un nuevo filtro cultural.170 Al contrario, Francisco Zarco -gran defensor de la separación de Iglesia y el Estado desde la década de 1850- explicaba, en 1868, que separarlos era devolver plena libertad a ambos: “La religión es enteramente libre, y siendo cosa meramente espiritual, está fuera del alcance de toda ley y de toda autoridad en un país que ha proclamado y establecido la completa separación entre la Iglesia y el Estado”.171
Además, como ha demostrado la obra de Wright-Ríos, al interior de la nación providencialista sobrevivió la crítica basada en un largo pasado enraizado en el legado tridentino e intelectual de un mundo católico preocupado por la legitimidad de sus tradiciones.172 La identidad nacional y la narrativa cívica pueden estar más bien signadas por un maridaje de contrarios, y una perdurable tensión creativa. Así lo planteó Justo Sierra en 1901, al colocar entre los desafíos para el futuro de México dos escollos contrapuestos que superar: “la superstición que sólo la escuela laica, con su espíritu humano y científico, puede combatir con éxito”, y la “irreligiosidad cívica de los impíos que, abusando del sentimiento religioso inextirpable en los mexicanos, persisten en oponer á los principios, que son la base de nuestra vida moderna, los que han sido la base religiosa de nuestro ser moral”.173