Journal of Economic Literature (JEL): D19, I112, K33
“El desarrollo es un proceso de expansión de libertades de manera igualitaria para todos” A. Sen
Preámbulo
La inequidad o desigualdad en el tratamiento de mujeres y hombres en las sociedades tiene profundas raíces históricas y refleja los resultados de antiguas y modernas batallas por alcanzar estándares compatibles con la declaración universal sobre los derechos humanos.
Por razones biológicas y sociales, la división familiar del trabajo asignó al sexo masculino la tarea de allegar bienes o ingresos para el sostenimiento familiar. A las mujeres, el cuidado de los niños y el trabajo doméstico generalmente no remunerado. De ahí derivó un primer ordenamiento jerárquico social que sitúa a los varones en el ápex del mundo, mientras coloca a las mujeres en condición subordinada, esto es, desigual.
En esas condiciones, el trabajo no remunerado en el hogar es indispensable al funcionamiento normal de la sociedad y al bienestar humano: sin embargo, como recae casi invariablemente en las mujeres, limita su rango de elección y sus oportunidades de emprender otras actividades que podrían ser más satisfactorias.1
A partir de ahí se gestan diferencias abismales en el estatus de hombres y mujeres. Y se inició también la larga lucha femenil por acceder a una igualdad que no acaba de llegar por entero. Ganar el sufragio y plenos derechos políticos, el divorcio, el acceso al mercado de trabajo y a derechos sociales básicos (salud y educación), supuso emprender luchas que hoy sólo parcialmente redondean los derechos humanos en una esfera humana particularmente descuidada.
Históricamente, antes, debió avanzarse en configurar los derechos laborales - casi por entero masculinos-, como los cimientos de los estados benefactores del siglo XX, dejando pendiente el ajuste completo de las normas aplicables al cambiante entorno familiar, a la tarea de cerrar las brechas de desigualdad en el tratamiento de mujeres y varones.
Hoy, parece llegado el momento de enmendar más rápidamente esas separaciones que deforman la vida de los países. Por eso, habrá que explorar en detalle sus diversas manifestaciones a fin de diseñar con realismo las políticas correctivas.
Indicadores generales
Aproximarse a la equidad de género implica que las necesidades, preferencias e intereses de las mujeres y hombres sean tomados en cuenta por igual y que se proceda a la abolición de estereotipos machistas o feministas. La equidad de género abarca la igualación de responsabilidades, derechos y oportunidades de mujeres y hombres de cualquier edad (OSAGI, 2001). Por tanto, la violencia de género quizá sea la más extrema expresión de irrespeto a los derechos humanos con efectos que repercuten, además, en la salud y libertad femeninas. Todavía, sin embargo, la declaración de Naciones Unidas (1993) en favor de la eliminación de la misma, reconoce avances insuficientes.
La equidad de género no es un tema que atañe sólo al sexo femenino. Una sociedad que atiende con preferencia sólo a la mitad de la población (cualquiera que ésta sea), sería una sociedad de libertades incompletas, sería para ponerlo gráficamente, como un deportista que cuida de sólo un lado de su cuerpo. Por eso, habrá que combatir todas las formas de discriminación, desde las más evidentes hasta otras más sutiles que se dan, incluso, al interior de las familias.2
Al día de hoy, en el mundo, las mujeres ganan aproximadamente 24% menos que los hombres, ocupan sólo 22% de los escaños en los parlamentos nacionales. En el caso del sector privado el fenómeno se repite: en 32% de las empresas no hay una sola mujer ocupando cargos directivos (Naciones Unidas, 2015). En América Latina, el Banco Interamericano de Desarrollo al contrastar los salarios de hombres y mujeres de edad y preparación académica semejantes encontró -como ocurre en casi todas las latitudes-, que los miembros del sexo femenino ganan menos (17%) que los hombres. Peor aún, en los puestos de alta dirección, las mujeres reciben 53% del salario de los hombres.3 Aún más grave, en algunos países, el diferencial salarial ha crecido en los últimos quince años, sin contar que 58% de las mujeres están ocupadas en trabajos de baja calidad, no gozan de prestaciones sociales, mientras la desocupación femenina suele exceder los promedios nacionales. Por lo demás, las mujeres trabajadoras simultáneamente atienden la carga de las tareas domésticas. Por consiguiente, casi la mitad del potencial productivo femenino, resulta desperdiciado. Cabe notar, por último, que en el mundo viven más de seiscientos millones de niñas sobre las cuales descansará mucho del futuro desarrollo económico, el cuidado ecológico y los equilibrios sociales. Sin mayor equidad de género el desperdicio humano continuará siendo mayúsculo.
Sin embargo, las batallas por la equidad de género han provocado menos estremecimientos sociales que las luchas por erigir los derechos de obreros y campesinos por configurar las legislaciones protectoras del trabajo y de los propios estados benefactores. No tratándose aquí de páginas entre clases sociales, las peores tensiones desestabilizadoras se expresan en discriminación, insatisfacción política y cuando más en violencia intrafamiliar en vez de en convulsiones de amplia envergadura entre elites y fuerza de trabajo. En los hechos, los avances en la equidad de género han sido factor de bienestar y de incorporación femenina en la fuerza laboral, factores ambos favorables al desarrollo económico. Se estima que cerca de 50% del crecimiento económico de los países miembros de la OECD es atribuible al avance de los estándares educativos y de equidad de géneros (OECD, 2012). En términos del bienestar familiar, por cada año educativo ganado por las mujeres en edad reproductiva, se observa una reducción de 9.5% en la mortalidad infantil (Gakidou, 2010). Por otro lado, en países en vías de desarrollo, donde 50% de los nacimientos precoces corresponden a mujeres extremadamente jóvenes (UNFPA, 2013), las ganancias en escolaridad se traducen en importante disminución de los embarazos de adolescentes (Levine, 2009).4
En suma, la equidad de género es un concepto multidimensional. Lo integran múltiples factores políticos, jurídicos, económicos, educativos y de orden familiar resultantes del juego de variables socio-culturales. De ahí la hondura de los rezagos y las dificultades de corregirlos (Frías, 2008; Dijkstra, 2002; Harvey, Blakely & Tepperman, 1990; Sugarman & Straus, 1988). Como se dijo, el mal de origen descansó y descansa en una división del trabajo entre sexos con repercusiones poco igualitarias que se compensan imperfectamente. En efecto, los papeles asignados según el género, desplazan o segregan a las mujeres de funciones de variadas actividades y las colocan en posición subordinada. El caso que nos ocupa no es la excepción, en el deporte la tradicional división familiar de tareas, prejuicios y tradiciones se conjugan para acotar, circunscribir, la participación de las mujeres en las prácticas y las competencias.5 Y, sin embargo, aquí las dificultades de progresar en el sentido correcto, acaso enfrenten menores dificultades que corregir el meollo de las estrategias socioeconómicas para garantizar empleo pleno, desarrollo con fluctuaciones menos acusadas, resolver las crisis y ganar mucha mayor justicia distributiva entre ricos, pobres y clases medias. En parte, el progreso en la equidad de género no depende de resolver conflictos mayúsculos de interés entre clases sociales, sino en ajustar las relaciones intrafamiliares y en evitar que algunas políticas públicas reproduzcan la discriminación de género. Hay aquí un ancho campo microsocial por recorrer aún sin emprender cambios de mayor envergadura.
Equidad en México
México tiene uno de los peores estándares en materia de equidad de género, aún dentro de región Latinoamericana (Frías, 2014). Los progresos han sido pobres, lentos y bajos los niveles alcanzados en el acceso femenino al mercado de trabajo, la participación política y los ingresos económicos (Di Noia, 2002).
Al efecto, el estudio Gender Gap Report 2015 del Foro Económico Mundial, ubica a México en el lugar número 71 de 145 países y sus calificaciones en los cuatro subíndices evaluatorios (participación y oportunidad económica, salud, logros académicos, poder y representación política) dejan mucho que desear en la mayoría de los casos.
El primer subíndice (participación económica) mide conjuntamente el acceso femenino al mercado laboral, sus remuneraciones comparativas y los logros alcanzados en ocupar puestos directivos, técnicos y profesionales. Aquí México ocupó el lugar 126 entre los países con los peores números en América Latina sobre todo en la incorporación de mujeres al empleo formal y en las oportunidades de ascenso social.
Resultados análogos, se obtuvieron en materia de acceso de las mujeres a los servicios educativos (primaria, secundaria y terciaria) y a los beneficios de alfabetización. Aquí México fue colocado a la mitad de la tabla (lugar 75 de 145). Sin embargo, la población escolar masculina excede con mucho a la femenina, estableciendo un desequilibrio que debiera corregirse.
Una de las peores calificaciones al país se refiere a la participación política y directiva de las mujeres en cargos ejecutivos, legislativos o judiciales. Aquí se ocupa apenas el lugar 34 de la tabla. Con todo, la expresión discriminatoria más lamentable femenina se manifiesta en el maltrato por la violencia de género.6 Los feminicidios de Ciudad Juárez y del municipio de Ecatepec han alcanzado triste notoriedad mundial y esa clase de crímenes alcanzan cobertura geográfica mayor al alimentarse en desajustes profundos de la sociedad mexicana.
En contraste, el subíndice de salud y sobrevivencia, coloca a México en buen lugar junto a países como Francia, Brasil y Nicaragua, entre otros. Lo que refleja acceso equilibrado entre sexos de los sistemas de salud, aunque existen diferencias notorias entre la calidad y cobertura de los servicios públicos y los privados.
En definitiva, el diagnóstico parcial presentado hasta aquí hace urgente aliviar las desigualdades de género todavía prevalecientes, sea por razones morales, por argumentos de orden económico o por la necesidad de corregir efectos sociales nocivos. Habrá que emprender acciones, sin esperar transformaciones medulares en los modelos económicos y de conducción política.7
El deporte como herramienta potencial de desarrollo
A esa escala el deporte refleja como espejo los problemas que afectan a toda la sociedad. Las virtudes y defectos de la organización deportiva ayudan o deterioran la vida de las mujeres. La participación femenina en el deporte formativo o recreativo es de sobra limitada en la actualidad (Bittman y Wajcman, 2000). Ciertamente, a partir de París (1960), el acceso femenino en las olimpiadas crece, pero con pobres bases de sustentación. En los hechos, todavía se excluye a buena parte de la población femenina, se descuida al deporte como un espacio de convivencia colectiva, desperdiciándose, incluso, un importante mercado potencial de bienes de consumo y de servicios.
Fomentar el deporte femenino es ingrediente vital en el intento de alcanzar hábitos de vida saludables. La UNESCO, subraya los efectos positivos de la actividad física en la vida de los ciudadanos: reducción de los riesgos de padecer enfermedades crónico degenerativas, ampliación de la esperanza de vida (5 años o más), ahorro en gastos médicos, posible elevación de las remuneraciones salariales, sin contar que la inactividad física causa más muertes que el consumo de tabaco.
Pese a la importancia de la práctica deportiva sistemática, los avances en incorporación plenamente al sexo femenino, han sido particularmente lentos. El primer intento se dirigió a sumar más niñas y mujeres en las prácticas deportivas. Luego se cambiaron los términos del paradigma, más a deporte como medio de indicar la plena participación femenina en la sociedad, romper estereotipos sexistas y la separación artificial entre deportes para hombres y para mujeres (Humberstone, 2006). Ese importante cambio de enfoque ya ha sido implantado en varios países, pero todavía persisten resistencias y prejuicios, incluso en las concepciones básicas de políticas deportivas de los países.
Con todo, la preocupación por mejorar al deporte con fines sociales se ha venido fortaleciendo y generalizando. En 1994, 280 delegados de 82 países (México incluido) que representaron organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, concordaron en la importante declaración de Brighton (1994) que busca fortalecer la cultura de la incorporación de las mujeres al deporte.
La declaración de Brighton recoge la decisión de los estados de comprometer todos los esfuerzos posibles para asegurar que las instituciones deportivas de cada país observen las normas de la carta de la Naciones Unidas, de la declaración universal de los derechos humanos y de otras convenciones internacionales. Más concretamente, una declaración abarca las reglas y regulaciones convenidas en relación a mujer y deporte, como sigue:
Los gobiernos realizarán esfuerzos máximos por crear las condiciones de igualdad en el deporte como parte de los propósitos de la carta de las Naciones Unidas.
Ampliación de los presupuestos e inversiones en instalaciones y accesos deportivos necesarios al objetivo de acrecentar la participación femenina.
En la organización del deporte infantil y escolar ofrecer el mismo rango de facilidades a la población de niños y niñas.
Fomentar las oportunidades de participación de ambos géneros y, en especial, atender las necesidades y aspiraciones femeninas.
En el deporte de alto rendimiento, asegurar el apoyo equitativo a ambos géneros.
Desarrollar políticas, programas y estructuras que eleven el número de mujeres en puestos de liderazgo deportivo.
Cuidar la equidad de género en todos los sistemas educativos.
Orientar las investigaciones deportivas al fomento compartido de ambos géneros.
Procurar que la asignación de recursos públicos y privados cubran las necesidades de acceso a ambos géneros.
Acrecentar el intercambio de experiencias y la cooperación internacional en materia deportiva y de igualdad de género.
La Declaración de Brighton no constituye el único esfuerzo internacional a favor de la igualdad de género. Casi enseguida se formaron dos organismos. El Grupo de Trabajo Internacional sobre la Mujer y el Deporte (1994) y la Comisión de Mujer y Deporte (1995) del Comité Olímpico Internacional. Ambos buscan mayor involucramiento femenino en actividades deportivas. El primero, quiere la formación de una cultura deportiva igualitaria y dar poder a las mujeres en la organización de la misma. El segundo, persigue propósitos similares. Esas iniciativas ya están llevando a formar instituciones nacionales e internacionales. En Inglaterra, por ejemplo, se creó (2001) el Grupo Coordinador de la Mujer y el Deporte. En 1995 el Comité Olímpico Internacional formó la Comisión de Mujer y Deporte para asesorar a su Comité Ejecutivo en ese campo. A su vez, los países desarrollan sus propios criterios de fomento a la participación femenina en el deporte.
Los principios normativos de la declaración de Brighton de 1994, más de 20 años después, parecen sólo una aspiración lejana en países como el nuestro. Cumplir las reglas de esa declaración hace indispensable que más ciudadanos luchen por ampliar los derechos de la mujer y, sobretodo, que más personas con tal inclinación ocupen cargos de decisión y liderazgo.
Datos de la Fundación de Mujeres y Deportes (WSSF, 2010) muestran que sólo las niñas son menos propensas al deporte que los varones. Además, sólo una cuarta parte de ellas emplean 60 minutos de actividad física al día y esa proporción se reduce a partir de los 10 años. La baja participación deportiva femenina continúa en la adultez, solamente 12.7% mayores de 16 practican deporte por lo menos una vez a la semana. Por esa razón Inglaterra desde hace más de 15 años impulsó “Active Women Programme.”
La equidad en el deporte de México
México es un claro caso de exclusión deportiva de la mujer y parcialmente hasta del hombre. El número de personas físicamente inactivas sigue aumentando y las mujeres no sólo se ejercitan menos que los hombres en todos los grupos de edad, sino que dedican menos tiempo a las prácticas semanales (INEGI, 2016). Según la Encuesta Nacional de Cultura, Lectura y Deporte (2015) señala que 72% de las mujeres no practican deporte alguno.
Son varios los requisitos a satisfacer con el propósito de ganar equidad de género en el diseño de las políticas deportivas. Se trata de exigencias claras recogidas repetidamente por diversos organismos internacionales, en especial por la Comisión de Bruselas de la Unión Europea. En síntesis, las propuestas procuran ganar equidad de género en las diversas dimensiones de las políticas e instituciones deportivas: en los puestos directivos; en la composición de los profesores y entrenadores; en la decisión de combatir estereotipos dañinos (machismo, feminismo): en los sesgos de los medios de comunicación; en la voluntad política de usar el deporte en el combate a la violencia de género.
En todos esos aspectos -incluido el de la violencia de género- nuestro país desperdicia las contribuciones potenciales de la política deportiva, así como medio de fortalecer la solidaridad colectiva. El diagnóstico de la situación mexicana, revela rezagos de importancia en la corrección de problemas vivos. De acuerdo a la Confederación Deportiva Mexicana solamente 7% de las federaciones están presididas por mujeres.8 Ello contrasta con el hecho de que en los últimos tres Juegos Olímpicos (del 2004 hasta el 2012), la rama femenil ha dado al país 72% de las medallas ganadas. Por otro lado, no es casual que las medallistas premiadas en su mayoría provengan de los estados de la República con mayor igualdad de género. Con datos de Frías (2014), la correlación entre el índice de equidad estatal y el lugar de nacimiento de las medallistas, arrojó una relación estadísticamente significativa de 0.356.
Igualmente se encontró asociación sólida entre el lugar de nacimiento de las medallistas y el nivel de escolaridad femenil. La relación es de 0.505 a un nivel de confianza de 99% de acuerdo a los datos de la encuesta INEGI, Cuéntame 2015.
También se examinaron los resultados de las olimpiadas nacionales de 2011 a 2015 en tanto son las competencias deportivas más importantes del país. Ahí se encontró que los éxitos femeniles por Estado correlacionan bien con el total de medallas conseguidas. El coeficiente de relación es de .391 a un 95% de confianza.
Todas esas cifras indican que las comunidades más exitosas en el deporte son las que incluyen a ambos géneros en la práctica del mismo. Dicho valor se ve reflejado también en la correlación entre el lugar de nacimiento de las medallistas olímpicas y el total de medallas ganadas. La correlación es de .471 con un nivel de confianza de 99% (Cuadro 1).
Lugar de nacimiento medallistas olímpicas | Porcentaje de éxito depor- tivo femenil por Estado | Total de medallas conseguidas por estado | Grado de escolaridad femenil | Índice de equidad Frías (2014) | |
---|---|---|---|---|---|
Lugar de nacimiento medallistas olímpicas | 1 | .287 .111 | .471** .007 | .505** .003 | .356* .045 |
Porcentaje de éxito deportivo femenil por Estado | .287 .111 | 1 | .391* .027 | .182 .318 | .331^ .064 |
Total de medallas conseguidas por estado | .471** .007 | .391* .027 | 1 | .362* .042 | -.091 .620 |
Grado de escolaridad femenil | .505** .003 | .182 .318 | .362* .042 | 1 | -242 .182 |
Índice de equidad Frías (2014) | .356* .045 | .331^ .064 | -.091 .620 | -242 .182 | 1 |
Fuente: elaboración propia con base en las cifras del número de medallas otorgadas del 2011 al 2015 en las Olimpiadas Nacionales, grado de escolaridad (Cuéntame INEGI, 2015) y el Índice de equidad desarrollado por Frías (2014). **correlación significativa a 99%, *correlación significativa a 95%, ^correlación significativa a 90 por ciento.
Pese a la solidez de los argumentos respaldados por datos empíricos, la participación femenina en la organización directiva del deporte mexicano es limitadísima. El portal de empleo de la Secretaria de Educación Pública indica que sólo 23 de cada 100 profesionistas asociados al deporte o a la cultura física, corresponden a personal del sexo femenino.9
En contraste, otros países progresan en combatir exitosamente la desigualdad social de género. Destacan los avances del Reino Unido, también Canadá con la instrumentación del “Programa Actively Engaging Women in Sport.” También, cabe resaltar el caso de Estados Unidos. Ahí se impulsó la equidad de género en el deporte colegial. Cuando comenzó el programa (1971), la participación de las mujeres en el deporte universitario alcanzaba menos de 300 000 personas (7% de la población estudiantil). Ya en 2001, la cifra sube a 2.8 millones de mujeres representando 41.5% del alumnado. El impacto del programa ha sido extraordinario no sólo en términos de incorporación deportiva sino en apoyar la educación, la salud, el empleo de las mujeres. Asimismo, la Unión Europea impulsó una iniciativa análoga incorporando, además, efectos ambientales (Gender Equality in Sport Proposal for Strategic Actions).
En nuestro país no sólo es escaso el tiempo consagrado al ejercicio físico de las personas. Además, la dedicación y la selección del deporte practicado están influidos tanto por las agudas diferencias en el ingreso de las familias, como por tradiciones y prejuicios sobre lo que corresponde hacer a mujeres y hombres.
Eso explica mucho de las diferencias significativas entre hombres y mujeres en las preferencias deportivas. Las mujeres prefieren voleibol, yoga, “spinning” y “aerobics”. En el caso de los hombres se inclinan por el futbol soccer o americano, béisbol y karate. De otro lado, los hombres practican más deportes de contacto que las mujeres. Por último, son casi inexistentes, poco desarrollados, los deportes con participación simultánea de mujeres y hombres. Los casos señalados, ejemplifican la reproducción en el deporte de algunos estereotipos socialmente deformadores en el deporte.
Si hombres o mujeres ven limitadas sus alternativas debido a prácticas estereotípicas se corre el riesgo de dejarles marginados, imposibilitándoles incorporarse no sólo a actividades deportivas sino a diversas actividades sociales. Nuestro tipo de práctica deportiva crea barreras que limitan las oportunidades de mejorar las capacidades físicas de hombres y mujeres. El arraigo de estereotipos es un círculo vicioso que atrapa a las personas y a sus posibilidades de elegir en libertad. “El trabajo al servicio del desarrollo humano va mucho más allá del empleo, pero el desarrollo humano también consiste en aumentar los rangos de elección de las personas y garantizar que tengan acceso a más oportunidades” (PNUD, 2015).
Hay, sin embargo, fenómenos esperanzadores. El principal reside en la creciente incorporación femenina al mercado de trabajo y a la educación universitaria que necesariamente tendrán que corresponderse con cambios paulatinos en la división familiar del trabajo y que rompen estereotipos. Se observan avances en la participación femenina en las especialidades de carreras y caminatas. Del mismo modo, en los últimos siete años, la afluencia de la población universitaria femenina en esos y otros deportes ha venido creciendo substancialmente (Figura 3).
Conclusión
¿Cómo lograr la equidad en el deporte?
El Foro Económico Mundial estima que tomará 80 años para que las mujeres adquieran igualdad política, económica y social. Aquí la transformación de las políticas deportivas, podría contribuir a acortar ese prolongadísimo periodo preparatorio. Las Naciones Unidas reconocieron (septiembre de 2015) la importancia del deporte en el desarrollo global y especialmente en transferir poder decisorio a las mujeres. Su nueva agenda de 2030, reconoce explícitamente la contribución potencial del deporte al mejoramiento social. Thomas Bach, presidente del Comité Olímpico Internacional considera al deporte como socio natural de esa agenda de desarrollo global de las Naciones Unidas.
La Revista Fortune (2015) encontró que las quinientas mujeres ejecutivas “más destacadas” practicaron deporte en su edad temprana. Asimismo, precisa que las niñas deportistas gozan de mayor movilidad social (posteriormente), tienen mejor desempeño académico y son menos propensas a contraer adicciones a drogas. Por último, se precisó que 74% de las mujeres entrevistadas con historial deportivo progresan más fácilmente en el ámbito laboral. Al parecer se establece un doble círculo virtuoso entre a educación y la participación laboral femeninas con respecto a una saludable inserción en el deporte (Noland, 2014).
En términos prácticos, fomentar el deporte con equidad de género implica la adopción de algunas (pocas) medidas macrosociales combinadas con un buen número de acciones microsociales, frecuentemente independientes. En el primer terreno importa que en las estrategias nacionales de carácter social se otorgue prelación a la igualación de la protección social por sexos; al suministro de servicios y ayudas al trabajo doméstico en congruencia con el ascenso de la incorporación femenina a los mercados de trabajo; a la promoción deliberada de la inscripción de mujeres a instituciones educativas de todos los niveles; a flexibilizar las prácticas presupuestarias de gobiernos y organizaciones privadas a favor del fomento al deporte.
En el ámbito microsocial son abundantes las medidas que podrían adoptarse a fin de satisfacer el doble objetivo de fomentar el deporte y hacerlo en favor de la igualdad de género. A mayor abundamiento se trata de acciones muchas veces no dependientes de los grandes cambios en la orientación de las grandes políticas de protección social.
En páginas anteriores se destacaron medidas como el acrecentamiento de los puestos directivos en el manejo del deporte de los países; hacer lo propio en la formación de profesores y entrenadores deportivos;10 acentuar deliberadamente la incorporación femenina en los distintos niveles educativos; fijar prioridades en las instituciones de educación que favorezcan el desarrollo del deporte con igualdad entre hombres y mujeres; orientar los presupuestos de instituciones privadas y públicas, ensanchar el acceso a deportistas del sexo femenino.
Aparte de lo anterior, cabría ampliar las becas a buenos estudiantes que practican deportes; inclinar los presupuestos educativos para invertir en instalaciones -sobre todo en países en desarrollo- que favorezca la incorporación masiva de estudiantes, de preferencia del sexo femenino; ofrecer compensaciones monetarias u honoríficas - incluso por vías mediáticas- a deportistas destacados -aquí tienen en cuenta que 70% de las medallas olímpicas captadas por México, corresponden a logros femeninos-.
Todas las medidas enunciadas persiguen varios propósitos. Uno de ellos consiste en evitar que el deporte reproduzca los espacios de exclusión social que padecen las mujeres, los pobres o los grupos étnicos marginados. En sentido positivo, esos mismos enfoques servirían para aprovechar al deporte como herramienta de bienestar solidario y de formación de sociedades más justas, participativas, democráticas.
Si bien en las sociedades contemporáneas el espíritu de la competencia abierta ha permeado todos los ámbitos de la vida de los países, habría que tomar en cuenta dos consideraciones precautorias. Una, la exclusión de gran parte de las mujeres de participar y competir en variadas actividades (incluido el deporte) es un contrasentido ya que representa la marginación de más de la mitad de las poblaciones. La otra, bien visto, los atributos del deporte trascienden el ámbito de la competencia y de su comercialización. El deporte podría ser una vía de igualación de condiciones de participación y de aprendizaje sociales, de formación de nexos saludables -ahora tan escasos- de solidaridad en la vida comunitaria.