¿Símbolo cultural o arma política?
Desde que el Sur fuera subyugado, sentí un profundo
interés en el drama que gradualmente fue
desplegando en México sus vicisitudes románticas
y excepcionales […] los esfuerzos del archiduque
Maximiliano por crear un imperio bien ordenado
a partir de las ruinas de un imperio que se desmoronaba
en el caos […] Bueno, se ha ido, y ha sido
víctima de su credulidad. Fiel a las tradiciones de su
Casa, partió a la tumba con dignidad […] Cuando
el Tiempo [sic] haya apaciguado las pasiones de sus
enemigos […] la posteridad juzgará su carácter.
Barón von Alvensleben (exteniente del Ejército Imperial Mexicano)1
Era alto este hombre; pero no tenía buen cuerpo:
tenía las piernas muy largas y desproporcionadas.
No tenía talento, porque aunque la frente parece
espaciosa, es por la calvicie.
Reacción de Benito Juárez al ver el cadáver desnudo de Maximiliano.2
De pronto, durante el verano de 1867, empezó a circular por la ciudad de México una imagen del “exemperador” de México, el príncipe Habsburgo Fernando Maximiliano. Había fotografías del cadáver del príncipe, con todo y ojos de porcelana, que se vendían a medio peso (3 reales) por la cabeza y el torso, o dos pesos por el cuerpo completo.3 En tanto recuerdos inquietantes de la ejecución del exemperador, estas postales transmitían una imagen de Maximiliano como víctima tragicómica de la guerra que perduraría en las representaciones culturales e históricas durante los siglos por venir. Si bien el triunfo simultáneo del presidente exiliado Benito Juárez sobre la intervención francesa se ha convertido en un momento clave de la cultura y las historias nacionalistas mexicanas, la fascinación por Maximiliano en tanto figura histórica a la vez trágica y romántica también ha persistido. La historia de cómo la victoria de Juárez permitió la coexistencia de una nostalgia por y una dependencia del imperio en México y otros lugares nunca ha sido contada.
El Archiduque Fernando Maximiliano, emperador de México desde 1864, fue juzgado en 1867 por un tribunal militar. Aunque el presidente mexicano Benito Juárez podría haberlo salvado, dejó que Maximiliano muriera ante un pelotón de fusilamiento junto con sus aliados políticos y militares mexicanos, Miguel Miramón y Tomás Mejía.4 El corto reinado de Maximiliano y su abrupta ejecución pusieron fin a una guerra que comenzó en la primavera de 1862. En ese año, Gran Bretaña y España habían roto su acuerdo con Francia de unirse a un bloqueo que buscaba obligar a México a pagar sus deudas con esos tres países. Ante esta situación, las tropas de Napoleón III permanecieron en México y comenzaron a planear una toma del poder apoyada por imperialistas franceses, mexicanos, belgas y austriacos. Este apoyo sustentó el reclamo de tres años de Maximiliano al “trono mexicano”. Luego de declararse “neutral” a lo largo de la guerra, hacia el final Estados Unidos invocó la Doctrina Monroe, con lo que reivindicó, por decir lo menos, una defensa retórica del nacionalismo independiente en el continente americano.
De acuerdo con varios estudiosos, el triunfo final de Juárez en la batalla contra Maximiliano puso fin a cualquier esperanza de mantener una futura monarquía en México. Sin embargo, la consolidación de México en tanto república nacional evolucionó de la mano de dos percepciones aparentemente contradictorias de E.U.: como aliado diplomático y como amenaza imperial.5 El cadáver de Maximiliano sería utilizado por diplomáticos y por el público en México y E.U. para promover fines políticos divergentes. En E.U., aunque no coincidieran en los medios, los defensores tanto de la intervención como de la no intervención contra Maximiliano esperaban que México terminara con la guerra y atribuyera su victoria, al menos en parte, a los esfuerzos estadounidenses, fortaleciendo así su dependencia de una alianza con el vecino del norte. Para Juárez y muchos de sus seguidores, la muerte de Maximiliano y, lo más importante, su sentencia de culpabilidad en un tribunal militar, señalaba un triunfo y una independencia nacionalistas en varios niveles. Con todo, como lo lamenta el historiador Nicolás de Neymet, las representaciones culturales de Maximiliano aún están permeadas por una actitud poco crítica reminiscente de opiniones como la del barón Von Alvensleben de 1867 citada al inicio de este ensayo. Escribe De Neymet:
Maximiliano es largamente perdonado y su final sigue siendo muy sentido. Ya hablamos del gran amor y respeto que sienten por él los mexicanos. Todos lo proveen de todas las virtudes posibles: noble y caballeroso; bueno, simple, amable y con fuerte poder de seducción; íntegro moralmente y con una bravura caballeresca. Nadie se adelanta a dar mayores explicaciones. El pobre fue traicionado y es una gran pérdida para la humanidad.6
La nostalgia y el respeto por Maximiliano ciertamente no se limitan a México. ¿Por qué se lo sigue entendiendo como una figura trágica?
Pocos académicos han abordado de manera directa la ejecución de Maximiliano y su significado para las relaciones entre México y E.U. Además, los estudios sobre estas relaciones, en general durante el periodo de 1861 a 1867, son bastante escasos: buena parte de la investigación en torno a México o E.U. durante este periodo se limita a la intervención francesa en México o a la Guerra civil estadounidense en E.U.7 No existen estudios sobre el papel específico de la ejecución en el contexto de la diplomacia, el lenguaje diplomático y las concepciones de la legitimidad en México y E.U.8 Con todo, este acontecimiento y la retórica que lo circunda plantean varias preguntas clave para una orientación más transfronteriza, transnacional y hemisférica de la historia respecto de Maximiliano y la intervención. ¿De qué manera las órdenes de Juárez para ejecutar a Maximiliano acentuaron el papel del archiduque, por lo demás periférico, en la representación del imperialismo o la demostración del triunfo del nacionalismo? ¿De qué manera la ejecución alentó la reificación del reinado de Maximiliano y, más claramente, de su muerte, en la cultura popular? ¿Cómo esta popularización de Maximiliano muerto socavó tanto la visión de Juárez de la victoria nacionalista como la supuesta “neutralidad” de E.U.?9 Por último, ¿de qué manera la transformación de Maximiliano en protagonista histórico incrementó la presión sobre México para buscar el apoyo político de E.U., aumentando así la influencia política del país del norte tanto en el continente americano como en Europa?
El presente ensayo no pretende encontrar una respuesta definitiva al tema de cómo podrían haber sobrevivido, ya fuera el heroísmo trágico de Maximiliano o la complicada política de Juárez de fraternidad con E.U., en conjunción con el nacionalismo juarista. Más bien, argumento que la ejecución de Maximiliano, construida como puesta en escena del triunfo nacionalista de México sobre el imperialismo, complicó los objetivos políticos y diplomáticos de México, e incluso podría haber alentado la nostalgia por la época imperial en la imaginación popular tanto en México como en E.U. Este ensayo examina documentos legales y militares sobre el juicio de Maximiliano, así como relatos de primera mano y de la prensa sobre la ejecución y el Manifiesto de Juárez para justificar la muerte del emperador austriaco. Entre estos relatos se cuenta la correspondencia del diplomático mexicano Matías Romero desde Washington, en la que narra sus esfuerzos por consolidar el apoyo diplomático estadounidense a Juárez después del 19 de junio de 1867, así como discursos y correspondencia del Congreso de E.U. en pro de estos esfuerzos.10 Por último, analizo algunas respuestas populares visuales y literarias a la ejecución en México y E.U. Una lectura de estas fuentes sugiere que la muerte de Maximiliano ilustra las formas en que incluso las puestas en práctica más estrictamente controladas de la autoridad y la legitimidad del Estado suelen verse eclipsadas por contranarrativas y fascinaciones populares que, a su vez, se apuntalan y renegocian en el campo de la alta política.
Justamente en contradicción con la lógica que sustentaba la “soberanía nacional”, esta fascinación popular en E.U., México y Europa, en general parecía acoger estructuras de poder y líderes paternalistas, románticos y no representativos, por más anacrónicos e impolíticos que fueran. Esto resultaba particularmente notorio cuando ciertos acontecimientos presentados en un contexto político se situaban en la encrucijada histórica, cultural y política entre distintas formas de territorialidad, incluida no sólo la transición de imperio colonial a república nacional, sino también el desplazamiento simultáneo hacia el “nuevo imperialismo” de los poderes mundiales de fines del siglo XIX, como en el caso de E.U., Francia y Gran Bretaña.
Este ensayo interviene en una historiografía ya de por sí sustancial sobre la intervención francesa en México y sobre Maximiliano de dos formas importantes. En primer lugar, ubico las negociaciones diplomáticas mexicanas con E.U. en el centro de la historia para sondear el poco discutido tema de por qué Juárez siguió adelante con la ejecución, así como las consecuencias de su decisión para sus intentos subsecuentes por asegurar la soberanía nacional de México. En segundo lugar, triangulo las valoraciones diplomáticas, culturales y legales de la ejecución para aducir un punto medio entre los procesos “vertical” y “popular” de la formación estatal. Analizo tanto la calculada puesta en escena de la ejecución de Maximiliano como la lucha de los republicanos radicales en E.U. por la hegemonía en el Congreso y la presidencia estadounidenses, así como el torrente de reacciones populares producto de la muerte del archiduque austriaco. Propongo que, tras la ejecución, la presentación de una narrativa mexicana exitosa sobre una “segunda independencia” dependía irónicamente tanto del apoyo diplomático estadounidense como de la capacidad de mexicanos y extranjeros de ver a Maximiliano como víctima del destino, y no como el villano monárquico a cuya vida Juárez había puesto un justo fin.
A pesar del llamado de apoyo a Juárez en el resto de América Latina, y de la ambivalencia en torno a este político en Europa y E.U., diplomáticos, periodistas e historiadores, tanto a favor como en contra del presidente mexicano, cuestionaron constantemente su decisión de ejecutar a Maximiliano, con lo cual socavaron la legitimidad que Juárez había intentado fortalecer.11 En este sentido, y de manera irónica, el imperialismo y la importancia de Maximiliano en la historia de México cobraron un segundo aire en la última parte del siglo XIX, a pesar de lo que muchos estudiosos han considerado un claro giro hacia la consolidación nacional de México. Podrá haberse eliminado al emperador, podrá haberse eclipsado el “sueño del imperio” en México, pero las manifestaciones sangrientas de soberanía mexicana fueron lo suficientemente impolíticas en el siglo XIX como para silenciarlas en la historiografía de los dos siguientes siglos.
Juárez, el juicio y la ejecución: poner en práctica la legitimidad, perder la autoridad
Para sustraer el cuerpo del emperador a las miradas
profanas, corrí al lugar en que yacía y le cubrí
con una colcha que había llevado con tal objeto,
y cuando llegaron los cargadores que había yo proporcionado le colocamos en un ataúd llevándole
a la ciudad. Pero los militares intervinieron
apoderándose del cadáver. El barón Magnus se
dirigió entonces al General Escobedo para que se lo
entregara, mas no lo consiguió.
Uno de los doctores austriacos de Maximiliano en México.13
Desde el momento en que Maximiliano fuera capturado en el campo de batalla en Querétaro en mayo de 1867, Juárez se vio enfrentado tanto a grandes oportunidades como a problemas potenciales. La lucha contra la intervención francesa había terminado, pero la labor de reconstruir y unir a México bajo su liderazgo apenas comenzaba. Si bien la figura de Maximiliano sólo desempeñó un papel periférico en la lucha entre el nacionalismo mexicano y la monarquía imperialista desde 1864, su captura fue de una relevancia extraordinaria. Empoderó a Juárez y a sus seguidores contra el experimento imperialista de la manera más literal.
Para comienzos de 1866, Napoleón III había ordenado la retirada de las fuerzas imperiales, y a Maximiliano se le había aconsejado salir de México. Las fuerzas republicanas de Juárez habían tomado el control de varios puntos clave de entrada para bienes e impuestos, así como de territorio, y para la primavera de 1867, el control republicano de la capital era inminente. La respuesta de Maximiliano fue reunir y reclutar a los seguidores y aliados militares que le quedaban y refugiarse en la ciudad de Querétaro. Para mediados de mayo de 1867, Querétaro había caído en manos republicanas, y Maximiliano y dos de sus generales, Miguel Miramón y Tomás Mejía, fueron arrestados para ser juzgados por un tribunal militar.
Para Juárez, el juicio resultó un escenario útil -y, de hecho, se llevó a cabo en un escenario- para poner en escena la legitimidad, la autoridad y el derecho a gobernar reclamados por los republicanos.14 La ejecución, el juicio y la disposición del cuerpo formaron parte de una cuidadosa organización que buscaba apuntalar la imagen del gobierno de Juárez como la autoridad legalmente justificada y moralmente respetable que la nación necesitaba y quería tras los fracasos de Maximiliano.
Sin embargo, la legalidad del juicio fue ambigua, por no decir inexistente. Podría argumentarse, como lo hicieron los abogados del acusado, que en ese entonces no existía ninguna corte conformada con apego a la Constitución que tuviera la capacidad de hacer juicios legales.15 La corte legitimó el juicio con base en la Ley contra Conspiradores promulgada por Juárez en 1862. Originalmente emitida en respuesta al Tratado de Londres de octubre de 1861, que llevó a Francia, Gran Bretaña y España a ocupar Veracruz, Campeche y parte de Puebla hasta que pudieran cobrar las deudas pendientes de México, el decreto de Juárez de enero de 1862 establecía como traición cualquier colabo ra ción con los poderes invasores, y la castigaba con la pena de muerte. De acuerdo con este decreto, no era necesario ningún juicio. Ya desde enero de 1862, el gobierno de Juárez había previsto la ejecución de Maximiliano en nombre del nacionalismo mexicano y la lealtad a la causa republicana.16
Si bien el decreto de 1862 estipulaba que los traidores a la república capturados en la guerra debían ser ejecutados de inmediato, Juárez había girado instrucciones al general republicano Mariano Escobedo sobre la captura de prisioneros. Las instrucciones prohibían claramente la ejecución de estos prisioneros en el campo de batalla.17 A diferencia de otros, como Santiago Vidaurri, quien fue fusilado de manera sumaria por su papel como traidor nacional o, en el otro extremo, los numerosos imperialistas a quienes se otorgó la amnistía, Maximiliano, Miramón y Mejía debían ser apresados y juzgados por un tribunal militar.18 A los tres prisioneros se les concedió un periodo renovado para conseguir abogados defensores, quienes recibirían copias del decreto de 1862, la Constitución de 1857 y cualquier otro material que necesitaran. De este modo se honraron varias de las exigencias particulares de Maximiliano, como su negativa inicial a hablar y sus demandas de un periodo más largo para preparar su defensa.19
Empero, al otorgarle estos privilegios al exemperador, el gobierno de Juárez no sólo estaba mostrando magnanimidad y justicia. Juárez también estaba poniendo en escena los crímenes de Maximiliano: el archiduque había desdeñado el poder del nacionalismo mexicano, y lo seguía haciendo, y dependía de sus títulos y privilegios reales para mantener su cada vez más débil legitimidad. Estas dos faltas, entre otras, serían utilizadas más tarde para justificar la ejecución de Maximiliano.
De acuerdo con Samuel Basch, médico personal de Maximiliano, en un principio el emperador prisionero se jactaba de que las acusaciones en su contra eran tan endebles que no necesitaría abogados.20 Más adelante, cuando se dio cuenta de la seriedad de la situación, conservó la asesoría legal. Durante varios intentos de interrogatorio, Maximiliano se negó a hablar en un tribunal militar, exigiendo que se le juzgara en una corte civil porque su crimen era político y no militar. Además, argumentaba que tanto su título anterior en México como su título de Archiduque de Austria le conferían privilegios que el tribunal militar debía honrar, sin importar que hubiera abdicado en mayo de 1867, tras su captura. Luego de que la corte sentenciara a muerte a Maximiliano y a sus generales el 14 de junio, los abogados del archiduque volvieron a exigir un trato especial, esta vez en forma de aplazamiento, ya que la elevada posición y la riqueza del archiduque requerían de tiempo adicional para arreglar todos sus asuntos.21 Si bien Juárez accedió magnánimamente a estas súplicas, posponiendo la ejecución hasta la mañana del 19 de junio, también debió haberse sentido satisfecho debido a que las respuestas de Maximiliano servían a los intereses republicanos. Como Juárez aseveró a su confidente, Pedro Santacilia, al ver a las tropas francesas comenzando el repliegue un año más tarde:
Muy grande es la calamidad que ha pesado sobre nosotros […] pero debemos consolarnos con el porvenir […] de que después de la presente guerra, [quedaremos] absolutamente libres del triple yugo de la religión del Estado, clases privilegiadas y tratados onerosos con las potencias europeas [y con] el reconocimiento de éstas [en la persona de] Maximiliano […].22
Juárez no sólo estaba luchando contra un rival en el poder, sino contra la monarquía en general y contra el derecho de Francia a seguir cobrando deudas a México en particular. Para fines de mayo de 1867, varios asesores de Juárez abogaban con apremio por la ejecución de Maximiliano como la forma más efectiva de transmitir la autoridad de Juárez y de la república mexicana al público nacional e internacional.23
El juicio también sirvió de plataforma para la propaganda juarista mediante las palabras del ministro de Guerra mexicano, quien enmarcó su condena del archiduque austriaco en el contexto de un “pueblo [que] había conseguido al fin hacer respetar las leyes y la Constitución del país” tras 50 años de guerra civil; lo que los seguidores de Maximiliano habían arruinado era el respeto por las leyes, la Constitución y “el pueblo”, “[sacrificando] todos los intereses y todos los derechos nacionales”.24 No sólo representaba Maximiliano un paso atrás hacia un mundo en que las leyes y la Constitución eran ignoradas, sino que también estaba actuando contra “el pueblo” mediante el apoyo de los imperialistas mexicanos, descritos como “los restos más espurios de las clases vencidas”. Estas “clases espurias” de traidores actuaron con “ambición y torpeza” al unirse con una monarquía extranjera, “el principal instrumento de esa obra de iniquidad”.25
El lenguaje utilizado aquí para describir la legitimidad del régimen contra los acusados evoca varias narrativas que circula ban durante el curso de la guerra. La correspondencia compilada por Matías Romero entre el propio Romero, el presidente estadounidense Andrew Johnson y el secretario de Estado estadounidense William Seward apunta a una larga historia de cabildeo por parte de Romero para convencer a los legisladores de E.U. de la legitimidad, autoridad, honestidad y republicanismo de Juárez, así como de la crueldad y tiranía de las fuerzas y maquinaciones financiadas por los franceses, y de la ignorancia, inutilidad y prescindibilidad de Maximiliano.
Lo que se había agregado a una retórica liberal que idealizaba la equidad ante la ley, el respeto a la Constitución y el rechazo a las ambiciones tradicionales de los gobernantes hereditarios era una referencia a la impotencia del monarca extranjero y a la “ilegitimidad” (en los sentidos legal, político y sociobiológico) de los traidores. A decir de Kristine Ibsen, los periódicos liberales mexicanos que proliferaban durante el periodo de la intervención no disimulaban su apoyo a las tendencias políticas de la clase trabajadora e “igualitarias” que presentaban al “pueblo” como masculino y a Napoleón y Maximiliano como petimetres impotentes, contribuyendo así a la “reubicación de la soberanía en el pueblo y no en el Estado o el monarca”.26 De acuerdo con Ibsen y Díaz y Ovando, los primeros periódicos republicanos, como La Orquesta, establecieron un modelo de sátira mediante sus viñetas e imágenes: menospreciaban y humillaban a Maximiliano, a Napoleón III (“el chiquito”) y a los imperialistas mexicanos y su proyecto de imperio mediante un patrón que se reproducía en corridos y caricaturas en otra publicaciones y volantes.27
Al final, Maximiliano fue acusado de haber violado la soberanía nacional mexicana, sacrificado muchas vidas de mexicanos, adoptado un título real falso, violado la Constitución de 1857, no haber respetado ni obedecido al consejo de guerra durante su juicio y haber promulgado el sangriento decreto del 3 de octubre de 1865, que condenaba a muerte a cualquiera que luchara contra el emperador o sus aliados.28 La mayoría de estas acusaciones obedecía precisamente al decreto juarista de 1862 y apoyaba la idea de que esto era, más que cualquier tipo de juicio legítimo, una puesta en escena de la justicia y una reivindicación del poder cuidadosamente fraguada.29 Escribe Villalpando:
Juárez tenía necesariamente que acabar con Maximiliano […]. La muerte de Maximiliano era, pues, la justificación última de la guerra que se había hecho a la intervención y al imperio […], para que se viera que la “patria” tomaba la imagen de la justicia y descargaba su rayo fulminante contra el que había osado profanarla […]30
Puesto que el propio Villalpando es uno de varios académicos que han analizado la legalidad del juicio y la sentencia, su conclusión es reveladora. Al argumentar que, a fin de cuentas, las cuestiones legales resultaron básicamente irrelevantes al sopesarlas con la necesidad de los republicanos de ejecutar a Maximiliano para justificar la guerra, Villalpando apoya la noción de que el juicio sirvió más bien de plataforma para legitimar la victoria republicana, y no tanto como un análisis de las acciones de los tres prisioneros. Incluso los acusados y sus defensores sabían que serían declarados culpables y sentenciados a muerte. Se presentaron peticiones para posponer la ejecución después del juicio, pero antes de la sentencia oficial, el consejo militar rechazó dichas peticiones argumentando que una sentencia no podía ser pospuesta sino hasta que fuera dictada. Como afirmó Miguel Miramón, el general imperialista mexicano ejecutado junto con Maximiliano, el “problema no era pues de legalidad o ilegalidad sino pura y simplemente de vencedores y vencidos”.31
El manejo del cuerpo también fue calculado para minimizar el martirio de Maximiliano, al tiempo que se exageraban el poder y la legitimidad de Juárez a los ojos de los oficiales austriacos. Tras la ejecución, los oficiales de Juárez se apresuraron a llevarse el cuerpo de Maximiliano para ocultarlo de la mirada y la imaginación del público. A los asistentes de Maximiliano se les prohibió acompañar al cuerpo. Como lo estipuló Juárez cuidadosamente desde su puesto de avanzada en San Luis Potosí, “si alguno pidiere que se le permita embalsamar ó inyectar el cadáver de Maximiliano […] rehusará vd. que lo disponga otra persona […] [es menester que] se haga por mexicanos de la confianza de vd., y que todo se haga de un modo conveniente, por cuenta del gobierno”.32 Claramente, Juárez esperaba que no hubiera ceremonias para honrar el cuerpo en suelo mexicano y que, mientras los oficiales republicanos tuvieran el control, no se concediera ningún trato preferencial ni al cadáver ni a los asesores de Maximiliano que buscaran tener acceso al cuerpo. Las instrucciones de Juárez se contraponían con los arreglos, asombrosamente procedimentales, del propio Maximiliano para su cadáver. Al escuchar las órdenes de su ejecución, había especificado quién estaría a cargo de embalsamarlo y cómo se le pagaría.33 Juárez rechazó estos pormenores poniendo a sus propios hombres y los fondos del gobierno a cargo del proceso. De manera más enfática, los republicanos retendrían el cuerpo y seguirían negándoles el acceso a los austriacos. No fue sino hasta noviembre de 1867 cuando el representante del emperador austriaco, Francisco José, el vicealmirante Tegetthoff, obtuvo el permiso de recuperar el cuerpo y embarcarlo con destino a Austria.34 Los vencedores mexicanos habían obtenido un control muy literal sobre los modos de significación del reinado de Maximiliano y su caída mediante la figura del cadáver del exemperador.
Desde la perspectiva de Brian Hamnett, la velocidad de la condena y la eliminación del cuerpo formó parte de un plan político:
La prisa [con que Maximiliano fue ejecutado], que él [Juárez] afirmaba querer evitar, era patente. Más aún lo fue la premeditación con que se cerraba el círculo legal en torno a los prisioneros. […] El gobierno pretendía lograr sus fines antes de que nadie realmente entendiese lo que estaba ocurriendo y presentar a las potencias europeas un hecho ya cumplido.35
Sin embargo, Juárez había pospuesto la ejecución de Maximiliano. El disparo final contra el príncipe austriaco sólo puede entenderse como “apresurado” si consideramos la resistencia de Juárez ante el torrente de peticiones de clemencia y su rechazo a entrevistarse con Maximiliano antes y después de la captura del archiduque el 15 de mayo (entre las peticiones había cartas del secretario de Estado de E.U., Seward, el ministro de Prusia y la prensa estadounidense), así como sus dos negativas a otorgar el perdón entre el juicio de Maximiliano el 12 de junio y su ejecución el 19. Otras cartas que pedían clemencia para Maximiliano no llegaron a su destino sino hasta después de la muerte del archiduque, por lo que quizá también contribuyeron a la impresión de que Maximiliano fue ejecutado con “prisa”. Entre estas cartas se contaban las de Giuseppe Garibaldi, Victor Hugo y el hermano de Maximiliano, Francisco José.
A pesar de su elaborado despliegue de imparcialidad en la presentación del juicio, Juárez enfrentó constantes críticas por haber permitido que se llevara a cabo la ejecución. Sin duda, esas críticas alentaron una postura cada vez más rígida que justificaba sus acciones y su vínculo con la soberanía mexicana. Desde Europa, Hugo, un apasionado crítico de Napoleón III y del imperialismo europeo en general, le escribió a Juárez reconociéndolo como “un hombre con un puñado de otros hombres” que enfrentó a dos imperios y que era el único poseedor del derecho a gobernar, el único del lado de la justicia: “[…] [del] derecho, solo y desnudo. Usted, personificación del derecho, aceptó el combate […] la enormidad de la usurpación en ruinas, y sobre estos escombros [se yergue] un hombre de pie, Juárez; y al lado de este hombre, la libertad.
Y, sin embargo, le suplicó a Juárez hacer de la beauté (la belleza), y no de la habilidad política, la característica que determinara sus decisiones. Escribe Hugo: “Acaba usted de vencer a las monarquías con la democracia. Les mostró su poder; ahora muéstreles su belleza. Tras el relámpago, muestre la aurora […] A los bárbaros, muéstreles la civilización”.36
Súplicas como las de Hugo tendían a enfocarse en los méritos personales de Juárez, como su estoicismo, honestidad y determinación, que demostraban lo que José Arturo Aguilar llamaría valores “republicanos”.37 Luego mencionaban el apego de Juárez a una “cultura de civilización” vagamente definida, dejando de lado las discusiones sobre soberanía nacional para hacer generalizaciones más amplias sobre el honor, la belleza y la nobleza. En una vena similar, los críticos de Juárez contrastaban su fuerza y valor con su “infundado” recurso a la crueldad tras la ejecución. Según la New York Daily Tribune, Maximiliano fue “despojado de su corona, su cetro, su reino, su ejército -vaya, incluso de su esposa y su herencia natal-, expulsado de su capital, conquistado y traicionado, no podía desear sino la oportunidad de mostrarle al mundo que podía morir como soldado y príncipe”. Era un “desafortunado en la guerra” a quien, junto con aquellos que “imploraban que México fuera generoso en su triunfo”, Juárez debía un gesto de clemencia. Como el propio Juárez se lamentaba, le exigían […] “prescindir de todo, olvidar todo, carácter de nación, código de gentes, autorizadas represalias, poder social, derecho de castigo, justicia humana, orden público, opinión nacional, afianzamiento [del] porvenir [de la nación] con el fin único de salvar la vida de un príncipe europeo”.38
Al publicar su Manifiesto justificativo un mes después del juicio, el 17 de julio de 1867, Juárez se concentró en la dicotomía entre la búsqueda histórica de nacionalismo y libertad por parte de los mexicanos, y el reinado de Maximiliano por la fuerza. Refiriéndose a México como “Anahuác” (su nombre náhuatl prehispánico) y al triunfo sobre el imperio como la “segunda independencia”, Juárez afirmaba que la ejecución representaba las acciones y decisiones de la nación mexicana en su conjunto, e incluso de Dios, “Aquél mismo que tiene en los cielos su morada, es el visitador y protector de nuestra patria, que hiere y mata a los que vienen de intento a hacernos mal”.39 En diciembre del mismo año, en su discurso ante el Congreso mexicano, Juárez reiteró su firme derecho a haber ejercido la justicia sobre la tiranía mediante la ejecución del archiduque. En lo que más tarde se conocería como la doctrina Juárez, quien pronto sería restablecido como presidente de México decretaba la suspensión formal de las relaciones diplomáticas de México con toda Europa, debido al apoyo que el continente había brindado al imperio.40
Sin embargo, aun con todos los argumentos constitucionales y políticos expresados en la prensa mexicana y estadounidense, en las discusiones de Matías Romero con políticos de E.U., y en la correspondencia entre miembros del gobierno en Washington, la ejecución no encajaba con varios otros sentimientos contrapuestos. Éstos incluían una persistente veneración por Francia (la no napoleónica, la no imperial); la impresión de que Maximiliano era un petimetre inocuo y no un peligroso criminal; la idea de que el liberalismo, considerado como la convicción política más “moderna” y “civilizada”, era inherentemente más humano; y la intranquilidad que muchos estadounidenses sentían al enfrentar tan contundente muestra juarista de independencia política.
La respuesta de Estados Unidos: la ejecución del imperialismo
De ser cierto, como lo afirman nuestras comunicaciones,
que Maximiliano ha sido fusilado, entonces
los liberales de México han manchado con una
crueldad innecesaria a la joven República tan gloriosamente
establecida […] Con […] qué vigor ininterrumpido luchó la pequeña República contra
franceses, belgas, austriacos, e incluso contra
enemigos nacionales como Ortega y Santa Anna
[…] A Estados Unidos [empero…] más que a cualquier
otro agente, México le debe su libertad. En
tanto aliados, nos atrevimos a implorarle a México
que fuera generoso en su triunfo. Esta voz no fue
atendida […], a pesar de las oraciones de la nación
estadounidense por la vida de Maximiliano, éste
fue ejecutado.
“The Execution of Maximilian”, en New York Daily Tribune (1o de jul. 1867).
Un periódico francés que llegó a mis manos últimamente,
dice que si se fusila a Maximiliano, nos
llamarán bárbaros, pero que si no lo fusilamos,
entonces no nos llamarán, sino que, en efecto, seremos
bárbaros.
Carta a Juárez de uno de sus oficiales, Felipe Berriozábal,
justo antes de enterarse de
la ejecución de Maximiliano.41
Irónicamente, la ejecución de Maximiliano en realidad promovió la dependencia mexicana de Estados Unidos en cuanto a apoyo político y aumentó la influencia diplomática del país del norte en el ámbito internacional. En Washington, lo que potencialmente había sido una puesta en práctica interna de la soberanía liberal mexicana se convirtió, más que nada, en una justificación de la hegemonía estadounidense. En palabras de Berriozábal, citado arriba, México no sería juzgado por los acontecimientos ocurri dos en su territorio, sino por su añeja relación respecto de los objetivos imperialistas de Europa y E.U., precisamente las fuerzas contra las que Juárez estaba luchando.
Desde un principio, el poderío estadounidense en el hemisferio había sido un factor clave en la decisión de Napoleón de intentar establecer una monarquía en México. El imperio en México fue concebido no sólo como una extensión del poder de los Habsburgo, sino como una barrera para el poder de E.U. Si bien la seriedad y el alcance del gran esquema napoleónico para el continente americano, que plantea un imperio francés extendido al sur del Río Grande, han sido cuestionados, la esperanza de Napoleón de detener la expansión estadounidense es evidente.42 Como diputado de la Asamblea (y posterior presidente de Francia), Adolphe Thiers relató ante el parlamento francés, en julio de 1867: “Fuimos [a México] para organizar a la raza latina en oposición a la anglosajona”.43
Diversos actores políticos se beneficiaron con este esquema expansionista. Durante la guerra civil estadounidense, los imperialistas mexicanos aprovecharon la alianza con los confederados de E.U. para respaldar la causa imperialista y debilitar la de unos E.U. unificados. En Nuevo León y Coahuila, estados mexicanos en la frontera con Texas, y en Tamaulipas, en la costa del Golfo, Santiago Vidaurri ayudó a los confederados haciéndoles llegar provisiones de guerra desde Europa hacia los estados sureños de E.U. a principios de la década de 1860. A inicios de 1864, Napoleón y sus asesores propusieron que se estableciera un “ducado” francés: éste contendría vastos recursos mineros distribuidos en toda la mitad norte de México, y sería cedido a Francia como bastión contra la invasión estadounidense y como una forma de alentar la inmigración europea.44 Si bien Maximiliano rechazó este plan (para el enojo de Napoleón), el “emperador” mexicano promulgó una ley que alentaba la inmigración de confederados a México, ley que incluía una impopular cláusula que permitía a los dueños de esclavos conservarlos en su nuevo lugar de residencia.45
Por este motivo, el presidente de la Unión, Abraham Lincoln, y su secretario de Estado, William Seward, se negarían a reconocer la legitimidad del gobierno de Maximiliano en México, aun cuando presentaran una postura “neutral” ante la ocupación en general. Esta negativa a reconocer a Maximiliano se repetiría, de manera oficial, a lo largo de 1864 y 1865, a pesar de la perseverancia imperialista francesa y mexicana.46 Mientras tanto, los soldados y otros seguidores de la Unión, intentando aprovechar las promesas de Juárez en torno al acceso a tierras, planearon estrategias más agresivas contra la ocupación francesa. Aunque Washington no lo aprobó, soldados desmovilizados de la guerra civil estadounidense acudieron en masa a centros de reclutamiento establecidos en varias ciudades de E.U., donde se enlistaron para luchar por Juárez.47 Finalmente, en octubre de 1866, el coronel Lewis Campbell fue nombrado ministro de E.U. en el México republicano, con lo cual quedó demostrado un claro reconocimiento del gobierno de Juárez por sobre el de Maximiliano.48
En cuanto se aseguró la unificación entre los estados del norte de México y del sur de E.U. en 1865, y el consenso contra la ocupación francesa en México comenzó a crecer al norte del río Grande, el interés de Napoleón en la expedición mexicana disminuyó. Cuando en octubre de 1865 Napoleón informó al secretario de Estado Seward que retiraría a sus fuerzas de México si E.U. reconocía el gobierno de Maximiliano, Seward contestó que E.U. consideraba “a un gobierno extranjero e imperial en México como inaceptable e impracticable”, con lo cual nuevamente se negaba a reconocer a Maximiliano.49 Otra oferta de Napoleón en enero de 1866 que garantizaba el retiro de sus tropas si E.U. prometía no intervenir en México también fue rechazada.50 Aunadas a la falta de popularidad generalizada de la “aventura mexicana” en Francia y a la creciente amenaza de la expansión de Prusia, las actitudes negativas de E.U. respecto de la intervención francesa contribuyeron al retiro de Napoleón al menos tanto como los éxitos militares de los republicanos mexicanos. Incluso antes de que la guerra civil estadounidense hubiera terminado de manera oficial, en la primavera de 1865, el general Grant informó a Matías Romero sobre sus planes de encabezar una fuerza combinada estadounidense en México para expulsar a las fuerzas imperialistas. Grant envió 50 000 tropas a la frontera, pero fue detenido por la desaprobación de Washington. Con todo, la ocupación de la frontera aparentemente hizo que las fuerzas francesas retrocedieran hacia Monterrey, mientras el ministro francés en Washington protestaba contra el gobierno de E.U. De acuerdo con un historiador, para fines de marzo de 1865, el encargado de negocios en Washington, M.L. Geofroy, había “[…] informado a París que todos en Estados Unidos, incluso la gente prudente y pacífica, esperaban que Washington protegiera a México de la usurpación extranjera y, una vez que la sangre se derramara cruzando el Río Grande, la guerra con Francia sería inevitable”.51
Mientras tanto, para 1866, la guerra entre Austria y Prusia había terminado y el creciente poder de Prusia, reflejado en la Confederación Alemana del Norte, se convirtió en una amenaza clara y presente para el control territorial francés. En ese momento, difícilmente era recomendable que la Francia napoleónica emprendiera ningún tipo de guerra con E.U. Por último, en la primavera de 1866, Napoleón anunció que sus tropas comenzarían a retirarse en noviembre de ese año.
El fracaso de Napoleón en México y los constantes intentos de Maximiliano por gobernar el país sin el apoyo del emperador francés fortalecerían aún más la posición del recién unificado país del norte en términos de la diplomacia estadounidense-europea. Cuando Seward escuchó que a principios de la primavera de 1866 se enviarían tropas de reemplazo francesas a México, envió una protesta a Napoleón por medio de John Bigelow, embajador norteamericano en Francia. Cuando en octubre de 1866 Bigelow preguntó si la evacuación de las tropas napoleónicas podía esperar hasta marzo de 1867, Seward respondió que ello eliminaría cualquier intento de negociación que involucrara a E.U.52 También en el otoño de 1866, la esposa de Maximiliano, la emperatriz Carlota, viajó a Europa en un intento desesperado por convencer a Napoleón de que mantuviera tropas francesas en México. Ante la negativa de Napoleón, Carlota viajó al Vaticano. Este viaje coincidió con el inicio de la demencia de la emperatriz, que persistiría hasta su muerte. Entonces Napoleón instó a Maximiliano a que abdicara.53 De acuerdo con John Adams Dix, el representante estadounidense en Francia en 1866, no cabía duda de que “el sincero deseo del emperador [Napoleón]” era “liberarse de sus complicaciones mexicanas, cuanto más pronto mejor”.54
La importancia del papel diplomático de E.U. aumentó con la captura de Maximiliano. A principios de abril de 1867, el Conde Wydenbruck, representante del hermano de Maximiliano y emperador austriaco Francisco José, escribió a Seward, preocupado porque en ese preciso momento Maximiliano estaba atrapado, “rodeado en Querétaro por los liberales”. Pidió que E.U. intercediera en favor de Maximiliano, a lo cual accedió Seward, quien escribió una nota al nuevo ministro de E.U. en México, Lewis Campbell. Tras la captura de Maximiliano, en mayo del mismo año, Wydenbruck volvió a escribir, asegurándole a Seward lo siguiente: “Confío en que […] la intervención de Vd. del 6 de abril no sólo se ocupará de salvar la vida del príncipe y la de los extrangeros que lo siguen, sino también se le asegurará al príncipe un trato honorífico y se le facilitará su embarque para Europa”.55
Si bien Seward respondió que volvería a contactar a Campbell para hacerle llegar el mensaje a Juárez, Wydenbruck reiteró su petición al siguiente día. Todavía el 12 de junio, Wydenbruck escribía con optimismo a Seward, agradeciéndole sus intervenciones y afirmando que “la presencia del Sr. Campbell evitará al príncipe Maximiliano toda clase de injurias y festinará su pronta libertad”. Aún ignorante de la ejecución de Maximiliano el día anterior, envió otra carta a Seward el 20 de junio, en la que adjuntaba una nota dirigida a Juárez (“y si es posible también al príncipe Maximiliano”) de parte del emperador Francisco José. La carta garantizaba que, si Maximiliano era liberado y “renunci[aba] a todos sus proyectos sobre México”, recuperaría su herencia del trono austriaco en caso de fallecer Francisco.56
Irónicamente, más que demostrar la independencia nacional mexicana, la ejecución final de Maximiliano sólo hizo más evidente la posición de E.U. como intermediario diplomático entre Europa y México, lo cual fortaleció su reclamo, encapsulado en la doctrina Monroe, de “defender” al continente americano de la intervención europea. Si bien ésta era la postura por la que muchos estadounidenses abogaban en ese momento, como una manera tanto de extender el poder de E.U. como de reunificar el norte y el sur, la renuencia de Seward para adoptar cualquier postura agresiva contra los franceses puso freno a esos planes. Lo que en 1862 empezó como una tibia declaración de “profunda preocupación por la paz de las naciones” por parte de Seward frente a la ocupación francesa, para 1866 se convirtió en una franca demanda de que los franceses se marcharan y abandonaran sus intentos de crear un imperio en el continente americano.57 No obstante, Seward es famoso por su “magistral inacción” respecto del involucramiento de E.U. en México.58
En contraste, algunos republicanos radicales, como Ulysses Grant, habían vinculado desde 1862 la necesidad de derrotar a la Confederación con una necesidad similar de expulsar a las fuerzas napoleónicas de México. Como afirmó Grant, el imperio en México formaba “parte de la rebelión” entre republicanos y demócratas en E.U.59 De acuerdo con varios historiadores y biógrafos, Grant no podía sino beneficiarse con la continuación del control militar en E.U., pues limitaba el poder demócrata, y también en México, donde tenía planeados varios esquemas de inversión y donde, con su plan para encabezar una intervención militar estadounidense, podía seguir amasando un poder sustancial.60 Si bien tenía el respaldo de algunos republicanos notables en el Congreso, Grant aún necesitaba una confirmación más amplia de su agresiva postura ante la reconstrucción y la presencia de tropas europeas en México.
Las noticias sobre la ejecución sirvieron para brindar ímpetu político hacia el Congreso más radicalizado y la política estadounidense más agresiva contra la intervención mexicana que Grant buscaba. En especial ante las peticiones internacionales de clemencia por parte tanto de republicanos como de monárquicos, la ejecución dejó en claro que poner fin a la intervención francesa no era una simple cuestión de limpiar el territorio mexicano de tropas napoleónicas ni de expulsar al emperador y a sus seguidores. Como se hace patente con el Manifiesto de Juárez de julio de 1867 y su doctrina Juárez en diciembre del mismo año, el justo predominio de una república sobre la monarquía, y del “pueblo” sobre la nobleza privilegiada, se manifestó de manera más clara en la superficie de la discusión diplomática. Tanto en su Manifiesto como en su doctrina, Juárez despejó las dudas sobre por qué Maximiliano debía ser condenado a muerte y cuáles serían las consecuencias más amplias para la dinámica del poder mundial. En específico, lo que condenó a Maximiliano fue la soberanía en tanto política, creencia y postura revolucionaria en general, y no simplemente Juárez o el pueblo de México. Cualquier territorio no dispuesto a reconocer el derecho de los mexicanos a la soberanía por sobre la monarquía de Maximiliano sería privado de las relaciones diplomáticas con México.
Los republicanos radicales del Congreso estadounidense retomarían los mismos argumentos. En su discurso ante la Cámara el 4 de julio de 1867, dos semanas después de la ejecución, el congresista republicano Zachariah Chandler argumentó que Maximiliano no sólo era un “filibustero” más allá del límite de la legalidad, sino que su “elección” en México había sido tan ridícula como su control gubernamental sobre el país. Y, lo más importante, el decreto de 1865 de Maximiliano que condenaba a muerte a todo aquel que se levantara en armas contra el imperio, que amenazaba con el encarcelamiento a las 24 horas de la promulgación del decreto, equiparaba su ocupación a una dictadura que iba en contra de todas las leyes de la familia, la sociedad y la humanidad. El decreto, “bárbaro” e “inhumano”, permitía que “la madre que protegía a su propio hijo, ocupado en luchar patrióticamente por su gobierno y su país, pudiera ser ejecutada por el oficial que la arrestara. ¿Acaso había existido jamás semejante decreto en una época civilizada?”61
Entonces Chandler pidió a su público que imaginara varios escenarios análogos al de la ocupación de Maximiliano en México, y que considerara si los líderes de cualquier otra nación habrían actuado de manera distinta del gobierno de Juárez, si no habrían ordenado también la ejecución del invasor. Pidió a su público suponer que el hijo del presidente Johnson considerara “conveniente” establecer una república en Francia y que luego fuera derrotado por sus enemigos franceses: ¿qué le habrían hecho los franceses? Y si el hijo de Johnson fuera a Irlanda y promulgara un decreto según el cual todos aquellos que se opusieran al republicanismo irlandés fueran ejecutados, y más tarde el gobierno inglés atrapara a Johnson Jr., ¿qué habría hecho? ¿Y si este mismo republicano hubiera llegado a Austria a imponer el republicanismo, o a Hungría?62 Para Chandler, al ordenar la ejecución, Juárez sólo había hecho lo que cualquier otro líder de una República habría hecho contra una amenaza imperialista.
En la misma sesión del Congreso, el congresista republicano James Nye fue aún más lejos y señaló la hipocresía de Europa y E.U. al expresar cualquier opinión sobre la forma en que México trataba a sus enemigos de guerra:
[…] ¿qué nos importa a nosotros o a los gobiernos de Europa la forma en que México trata a sus adversarios? Nosotros no les permitiríamos interferir en nuestros asuntos. Supongamos, por ejemplo, que llegado el encuentro final en nuestro país, cuando Grant los tuviera contra la pared en Richmond, Inglaterra, Francia, Prusia y Austria se hubieran reunido y dijeran, “Aquí se va a derramar sangre; algunos de ustedes van a morir, deténganse donde están, esperen por el bien de la humanidad”, o que dijeran, como de hecho dijeron, “Pueden atrapar al Sr. Davis, y si lo hacen, por el amor de Dios, no lo ejecuten”. ¿Qué diría nuestro pueblo ante eso? “Apártense; nosotros resolveremos nuestros propios problemas: nosotros somos los jueces de nuestros propios asuntos”.63
Para Chandler y Nye, los colaboradores “humanitarios” de Tribune, Times y otras publicaciones ignoraban las reglas de la guerra y estaban ansiosos por ver a E.U. de vuelta en el caos interno, o bien eran “aduladores” que, en palabras de Chandler, “denunciaban al gobierno de México esperando quedar bien con gobiernos extranjeros déspotas”.64 Al igual que Juárez, que equiparaba la clemencia hacia Maximiliano con un “nacioncidio”, Chandler y Nye apuntaban la imposibilidad de alinear el nacionalismo y el patriotismo con el humanitarismo.65 De acuerdo con estos pensadores, las soluciones humanitarias pasaban por alto todas las leyes establecidas, salvo aquellas de algún tipo de “moralidad cristiana” mal definida o, simplemente, de la “conmoción […] ante el derramamiento de sangre por cualquier crimen”.66
Aunque en un principio la ejecución sería reprobada en varias partes de E.U., el enorme apoyo a la doctrina Monroe y a la expulsión de los franceses de México en general hizo inevitable el respaldo a Juárez. Para los republicanos radicales, el tipo de ultimátum diplomático presentado por la ejecución y por la necesidad de resolver si apoyar la decisión de Juárez o no, era exactamente lo que precisaban para radicalizar aún más a sus compatriotas moderados en el Congreso.
Sin embargo, los argumentos apasionados de ambos bandos debían reforzar prerrogativas políticas más locales y globales. Chandler sabía que, para convencer a sus colegas congresistas de apoyar a México -y, de manera indirecta, la influencia de republicanos radicales como él mismo en el Congreso-, su argumento debía ir más allá del simple ataque a sus enemigos. También tenía que garantizar a quienes tenían opiniones menos claras que no sólo estarían apoyando a México ni respaldando la muerte de Maximiliano. Al contrario, estarían colocando a E.U. tras un llamado general a la soberanía nacional y a la no intervención europea en el continente americano. Una noche antes de pronunciar su discurso en favor del apoyo continuado al gobierno de Juárez, Chandler se reunió con Romero. En esa reunión, Chandler insinuó que, aun entre quienes apoyaban a México, muchos congresistas elegirían no votar por aprobar la ejecución porque la consideraban “impolítica”. Si la resolución de apoyar las acciones de Juárez fuera desechada, se consideraría un voto de desconfianza y desaprobación de la ejecución por parte del Senado. Por ello, Chandler propuso que Romero cambiara la forma en que la resolución estaba redactada, de modo que su aprobación sólo apoyara la ejecución de manera indirecta y se concentrara más en notificar a las naciones europeas que E.U. no permitiría otra intervención. Romero de inmediato siguió las sugerencias y reescribió la resolución.67
Chandler y Nye no sólo estaban demostrando una postura antiimperialista en apoyo a México, también estaban argumentando en favor de una plataforma política que abogara por la desaparición de la influencia del sur y de los demócratas en las arenas tanto política como económica. Ambas cosas coincidían con un mayor poder y una mayor influencia de los republicanos estadounidenses al sur del río Grande. De tal forma, el apoyo a la resuelta postura de Juárez contra el imperialismo europeo representada por la ejecución de Maximiliano equivalía a apoyar la propia plataforma republicana radical, incluidas una nueva apelación a la Doctrina Monroe y la dependencia diplomática mexicana de E.U.
Incluso Nye, que en apariencia había defendido el derecho de México a “arreglar sus propios asuntos”, concluyó su discurso en el Congreso enfatizando el hecho de que la autonomía de México dependía, irónicamente, del control estadounidense:
[…] en el mapa de este continente está escrito que [México] es nuestro, y vamos a tenerlo […] no permitan una cuidadora extranjera para México; si la necesita, nosotros mismos lo cuidaremos. No intentaremos establecer un poder imperial, pero intentaremos lo que podemos hacer: elevar la media de su inteligencia e incrementar su amor por las instituciones republicanas. Por ahora, la obligación de Estados Unidos es la de un gran maestro; de hecho, puedo decir que hoy en día Estados Unidos es un gran misionero […] ésa, señor, es la forma en que yo conquistaría a México. Lo conquistaría con nuestros principios divinos.68
Al igual que el llamado de Nye a “cuidar” de México en su camino al poder, Chandler argumentó que sólo invocando la “resolución de simpatía” hacia México (la doctrina Monroe) podía detenerse una posible nueva invasión del continente por parte de los europeos. Al igual que Nye, Chandler destacó claramente las ventajas económicas que dicha “simpatía” tendría para E.U. Chandler afirmó en su discurso: “es el momento de reivindicar la Doctrina Monroe con algún propósito. Pueden estar seguros […] de que nunca antes se había presentado una oportunidad semejante a ninguna otra nación como se ofrece ahora ante la nuestra desde un punto de vista material respecto de México”.69
A decir verdad, Seward, tan a menudo criticado por los radicales, no tenía ningún problema con la doctrina Monroe. Sin embargo, se oponía obstinadamente a la guerra y no veía razón alguna para contrariar a Napoleón III.70 A pesar de que Seward envío a Juárez una petición de clemencia para Maximiliano el 15 de junio, Romero informó que, en privado, Seward calificaba las acciones de Juárez para ejecutar a Maximiliano de “naturales” y comprensibles, “sin expresar el mas ligero pesar por la muerte de Maximiliano ó la mas ligera sorpresa o desagrado”.71
Sin embargo, de acuerdo con Romero, Seward temía que los planes de los republicanos radicales de participar en la guerra civil mexicana contra las fuerzas napoleónicas dieran como resultado una permanencia extendida de las tropas estadounidenses en México, permanencia motivada por intereses “personales”.72 Para Seward, estrategias como la de Ulysses Grant, que buscaban enviar tropas a luchar con las fuerzas de Juárez, reflejaban planes ulteriores para hacerse con el poder y el apoyo popular necesarios para controlar la elaboración de políticas en E.U. y las decisiones en torno al proceso de reconstrucción en general. El hecho de que en 1869 Grant tomara las riendas de la presidencia en E.U. indica la solidez de los temores de Seward.73
En su carta del 24 de julio a Juárez, Romero también confiesa no creer que “los Estados-Unidos tuvieran simpatía desinteresada por México; que todos, ó la mayor parte de los que hablaban de ayudarnos, tenían miras ulteriores de provecho personal”.74 No obstante, y por lo visto más que Juárez, Romero parece haber acogido de buena gana actitudes como las de Nye, Chandler y Grant, así como la posterior invocación de la doctrina Monroe. En un extraño giro de ironía histórica, Romero lamentó la poca disposición de Seward a “cuidar” de México para que superara sus problemas y a “proteger” la soberanía mexicana, incluso a cambio de volver dicha “soberanía” dependiente de la política estadounidense. De acuerdo con el historiador Jay Sexton, al invocar la doctrina Monroe, Seward estaba defendiendo la adopción en E.U. de una política que los nacionalistas estadounidenses de todos los colores utilizaban cada vez más para abogar por algo que sólo podía llamarse imperialismo. Escribe Sexton:
Entre más actuaba Estados Unidos como los poderes imperiales del Viejo Mundo, más hablaban los estadounidenses de anticolonialismo y oposición a la monarquía. La intervención francesa en México explica en gran medida esta paradoja, pues permitió que los estadounidenses entendieran sus propias políticas cada vez más activas e intervencionistas como una continuación de las tradiciones anticoloniales.75
En tanto muestra de soberanía mexicana contra lo que Juárez llamaba imperialismo no sólo militar y económico, sino también “moral y filantrópico”, la ejecución de Maximiliano había sido secuestrada del escenario nacional mexicano y esgrimida como herramienta política por numerosos intereses internacionales, en particular por los republicanos radicales en el Senado de E.U. De manera más general, los intereses estadounidenses estaban particularmente bien posicionados para imponerse sobre el resto del mundo occidental. No sólo había superado su propia guerra civil para surgir como un importante poder mundial, sino que Francia, Austria e Inglaterra habían pedido su ayuda para intervenir en México a favor de Maximiliano. Como resultado, desde la perspectiva de Romero:
Parece que todos los gobiernos europeos están pendientes de lo que respecto á ese punto [la muerte de Maximiliano] haga el de los Estados-Unidos. A juicio de ellos, nosotros le hemos inferido una ofensa muy grave, por no haber accedido á la recomendacion que nos hizo en favor de Maximiliano, y esta ofensa lo autoriza, no solo á que nos declare la guerra, sino también á que se anexe nuestro territorio y nos esclavice.76
Para muchos estadounidenses, la intervención de Maximiliano en México y su muerte a manos de Juárez contribuyeron a la ascensión de E.U. como poder mundial. A pesar de la “neutralidad” de Seward respecto de la intervención francesa durante 1865, aún era fácil convencer a los estadounidenses de su importante papel tanto para liberar a México del “colonialismo” como para reimponerlo de una manera aparentemente más benévola. Una postura radicalizada de E.U. hacia la presencia europea en México por lo general volvía inevitable reconocer la legitimidad de Juárez y aprobar su decisión de ejecutar a Maximiliano. Sin embargo, esta aprobación llegó de la mano de una mayor influencia de los republicanos radicales en general, la cual también colocaba a México, como los demócratas en el sur de E.U., en una posición de subordinación política en el Congreso estadounidense y otros lugares.
Donde los estados fracasaron: el fantasma de Maximiliano en la cultura “popular”
¿Por qué entonces tanto escándalo por la muerte
de Maximiliano? […] Es porque hay un supuesto
derecho de los reyes, que para vergüenza de la
humanidad, admitimos nosotros; y un verdadero
derecho de los pueblos, que tenemos la vileza de
no proclamar.
“Un emperador condenado a muerte”, El Siglo Diez y Nueve (5 de sep. de 1867).
No son exactos los informes dados á algunos
periódicos de esta ciudad, que refiriéndose al
embalsamamiento del cadáver [de Maximiliano],
han dicho que ha sufrido alguna descomposicion,
que le falta una parte de la nariz […] y que también
ha habido alguna alteracion en los ojos. Sabemos
por los médicos […] que no tiene ninguna descomposicion.
“El cadáver de Maximiliano”, La Iberia (20 sep. 1867), p. 3.
En el ámbito de la política internacional, la ejecución de Maximiliano no tardaría en pasar a segundo plano. Para agosto de 1867, a seis semanas de la ejecución, la voz de los “filántropos” tanto estadounidenses como europeos que buscaban redimir la pérdida de Maximiliano fue remplazada por los debates entre rivales políticos sobre lo que la ejecución de Maximiliano significaba para sus intereses particulares. En Europa, al igual que en Estados Unidos, el clamor inicial contra la ejecución, y el rechazo formal de las relaciones diplomáticas con el nuevo gobierno de Juárez, parecen haberse desviado, en su mayoría, hacia discusiones sobre quién había tenido la culpa, y si los mexicanos podían siquiera considerarse del todo culpables. De acuerdo con la correspondencia entre Romero y Juárez en julio de 1867, el propio ministro de Austria en E.U. había contribuido al “infortunio de Maximiliano”, y algunos seguidores en Europa incluso culpaban a la curia romana y al papa Pío IX por su contribución a la muerte del exemperador.77
Sin embargo, las imágenes de la ejecución como un acontecimiento que trascendió las riñas políticas siguieron teniendo una amplia circulación. Una nota publicada en la tercera página del ejemplar del 29 de septiembre de La Iberia anunciaba la venta de fotografías de “vistas históricas del sitio de Querétaro, retrato de Maximiliano muerto y personajes históricos”; incluso existía la posibilidad de ordenar cualquiera de estas fotografías pagando por anticipado.78
De acuerdo con Kristine Ibsen, François Aubert, el fotógrafo y fundador de la compañía que publicó el anuncio, era el “fotógrafo que podríamos llamar imperial”, y sin embargo había tenido acceso al cuerpo de Maximiliano y a sus efectos personales, siendo que los propios oficiales del exemperador no lo tuvieron. A decir de Aguilar Ochoa, durante meses, después de la ejecución, aparecieron anunciadas a la venta en periódicos mexicanos las fotografías que Aubert tomó del cuerpo de Maximiliano, convertidas en cartes-de-visite, o tarjetas de visita, en miniatura. En toda la ciudad de México había vendedores de estas postales o recuerdos visuales a medio peso (3 reales) por pieza; una fotografía del cuerpo completo de Maximiliano, embalsamado, vestido y con ojos de porcelana, costaba dos pesos (figuras 1 y 2).79
Analizada por varios académicos, la popularidad de estas fotografías convertidas en postales, que incluían imágenes del cadáver y la camisa ensangrentada de Maximiliano, sugiere no sólo una fascinación morbosa por el cadáver, sino incluso una veneración religiosa. De acuerdo con Aguilar Ochoa, algunas imágenes sugerían una asociación con Cristo, mientras que otras, como la camisa rasgada y ensangrentada de Maximiliano, representaban lo que Eleanor Laughlin ha llamado “souvenirs” de la ejecución, “reliquias” para ser colocadas en altares domésticos y otros lugares de devoción.80
El hecho de que Aubert tuviera acceso al cadáver y a la ropa de Maximiliano momentos después de la ejecución
-algo supuestamente concedido por el propio Escobedo- también sugiere que el innegable valor semiótico del cuerpo de Maximiliano transcendía la mera representación de la república nacionalista mexicana frente al imperio francés derrotado.81 A decir de Manuel Ramos Medina, se descubrió que uno de los médicos que trabajaron en el embalsamamiento inicial intentó vender objetos valiosos de Maximiliano, crimen por el que se le juzgaría más adelante.82 Mucho más que anular a Maximiliano, elevar a Juárez o condenar a cualquiera de los dos, las postales de Aubert y las “reliquias” producidas por la ejecución redujeron a
Maximiliano a un icono de sueños perdidos y nostalgia histórica, en lugar del hombre de carne y hueso que había invadido un país y enviado ejércitos contra sus habitantes. El cadáver de Maximiliano no era prueba de una guerra librada y concluida, sino un lugar abstraído para la contemplación de la vida y la muerte más en general. La mano de Juárez y de los republicanos mexicanos en la puesta en escena de la ejecución, y en la identificación y posterior eliminación de la gran amenaza para la justicia y la libertad del pueblo mexicano, no era evidente en lo absoluto. La aparente singularidad del acceso de Aubert al escenario de la ejecución, la ropa y el cuerpo, podría haber incrementado, en lugar de minimizar, esta fascinación por el cadáver, contra lo que hubieran esperado Juárez, los estadistas estadounidenses e incluso los seguidores europeos de Maximiliano.
De manera similar, las persistentes afirmaciones de los antiimperialistas en torno a que la ejecución de Maximiliano era justa, correcta y necesaria comenzaron a degenerar en calumnias defensivas contra los simpatizantes de Maximiliano. En general, la prensa liberal mexicana hacía eco de la frustración de Juárez, y de algunos republicanos estadounidenses, ante la condena internacional de la ejecución. En un extenso artículo en El Siglo Diez y Nueve, el autor llegó a insistir en que el mayor crimen de Juárez había sido mostrarse demasiado indulgente. Al llevar a cabo un juicio, y al menos en teoría albergar la posibilidad de salvar las vidas de Maximiliano y sus generales, el gobierno de Juárez “contrajo una gran responsabilidad” que podría haberse evitado si simplemente se hubiera ejecutado a Maximiliano, como lo indicaba la ley de 1862 invocada en el juicio.83 A fines de agosto de 1867 circulaba en la ciudad de México un poema popular sobre Juárez y Maximiliano, en el cual a Juárez se le compara con un Abel bíblico que lograba destituir a Caín y, sin embargo, “toda Europa” culpaba a México. A Maximiliano, por su parte, se le compara con William Walker; pero, a diferencia de la muerte de Walker, la de Maximiliano no fue aplaudida dado que, a diferencia de Walker, cayó de un trono, y la justicia de su muerte le fue atribuida, en cambio, a la venganza inflamada y sanguinaria de los republicanos mexicanos. Así: “De aqui resulta, lector, / que en este mundo malvado / es un cuento mal forjado la justicia y el honor. / Al fuerte le hace favor / pero insulta al que es pobre / le cojen su oro y dan cobre / y le niegan la razón / si débil es la nación / que la tenga, aunque le sobre…”.84
Con todo, la contradicción inherente a la defensa que los republicanos mexicanos hicieron de sus acciones resultó más efectiva para reducir la relevancia política de la ejecución. Por un lado, los republicanos alegaban que a Maximiliano se le había tratado como a cualquier otra persona, como a un igual ante la ley. Por el otro, fue evidente desde un principio que en realidad Maximiliano recibiría constantemente un trato especial por parte de los oficiales republicanos debido a su estatus real. Muestra de esta contradicción fue la continua discusión, en el otoño de 1867, del trato que el gobierno de Juárez dio al cuerpo de Maximiliano, que aún no lograba regresar a Viena.85 Desde el momento en que Juárez se negó a entregar el cuerpo a los oficiales del eximperio, quedó socavada la “igualdad” con que se estaba tratando a Maximiliano en comparación con otros prisioneros de guerra. Como detalla un artículo de noviembre de El Siglo Diez y Nueve, los oficiales juaristas pusieron mucho cuidado en mantener el cadáver de Maximiliano lejos de la vista del público, para que no recibiera “ninguna clase de honores, mientras esté en la tierra ó en las aguas mexicanas”, con el fin de salvaguardar el decoro nacional.86 Sin embargo, al mismo tiempo se les aseguraba a los lectores que el embalsamamiento del cuerpo se había hecho con sumo cuidado, así como el regreso final del cuerpo a manos de la familia inmediata de Maximiliano meses después.87
Con todo, la popularidad de las fotografías del cadáver de Maximiliano, así como la fragilidad del argumento de los republicanos mexicanos según el cual a Maximiliano debía tratársele como a cualquier otro “filibustero”, explican de manera igualmente convincente por qué la ejecución no logró representar el triunfo nacionalista de Juárez sobre el imperio sino que, en cambio, apuntó más claramente a las tragedias de la guerra en general. Esto también podría deberse al rompimiento del propio Maximiliano con muchos de sus seguidores para el momento de su muerte, tanto en Europa como en México, con lo cual confundió cualquier postura política clara que pudiera haber tenido respecto de Napoleón III, los imperialistas y los republicanos mexicanos. A decir de Erika Pani, para 1866, “el obispo más intransigente de todos”, Clemente de Jesús Munguía, de Michoacán, estaba dispuesto a aceptar el liderazgo de Juárez sobre el de Maximiliano.88 La decisión de Napoleón de retirar las tropas imperialistas de tierras mexicanas, la insistencia de Maximiliano de quedarse y su abdicación al título de emperador en marzo de 1867 retratan un panorama mucho más complicado que el de la simple tiranía sobre el pueblo mexicano.
A decir de Pani, pocas veces se han molestado los historiadores en ubicar a los imperialistas en los contextos complicados, cambiantes y traslapados en que actuaron.89 Por otra parte, podría ser justamente el posicionamiento de la intervención entre una época imperial, el surgimiento de nuevas naciones y las primeras señales del neoimperialismo lo que en conjunto contribuye a complicar lo que Maximiliano y su muerte representaron de manera tan exitosa en el verano de 1867 y en las décadas posteriores. Antes de venir a México, Maximiliano ya había sido víctima de la lucha entre liberales, imperialistas y nacionalistas al ser expulsado como virrey de Lombardía y Venecia, en anticipación a las guerras de Italia por su propia consolidación nacional. A horcajadas entre los mundos de la tradición imperial de los Habsburgo y del reciente republicanismo mexicano, posicionado como estaba para subir al trono austriaco y con ello interrumpir o consolidar las relaciones con Francia o Prusia, con una madre y una esposa que sufrían de demencia, y supuestamente traicionado por uno de sus oficiales mexicanos, Maximiliano no era el personaje menos dramático o teatral del periodo de la intervención. Su ejecución sólo serviría para acrecentar su mística.
Quizá lo más destacado es que la ejecución de Maximiliano ofreció una acertada metáfora para la crítica de Édouard Manet al imperialismo napoleónico y al costo humano de la guerra y la expansión imperialista. En la serie de Manet La ejecución del emperador Maximiliano (L’ Éxécution de Maximilien, 1867-1869), los tres acusados se hallan frente a un pequeño batallón de fusilamiento en un entorno rural desolado, mientras un puñado de espectadores los miran sobre un muro (figura 3).
El rostro de Maximiliano está borroso, mientras que la figura más visible es la de un verdugo indiferente recargando su arma.90 Los observadores que rodean la imagen parecen no estar conscientes de las implicaciones más amplias de lo que están viendo.
Como argumenta Juliet Wilson-Bareau, el arte de Manet durante y después del reinado de Napoleón III “… sugiere su desapego de las celebraciones oficiales y su escepticismo respecto de una nación [Francia] que aún estaba lejos de ser realmente republicana y que desatendía o reprimía a sus trabajadores pobres”.91 Como varios académicos han apuntado, las pinturas de Manet evocan la representación hecha por Goya de los españoles liberales en guerra con Napoleón I en su El 3 de mayo de 1808 en Madrid: los fusilamientos de la montaña de Príncipe Pío (1814), cuadro en que unos prisioneros de guerra son fusilados de cerca, uno a uno, por un batallón de fusilamiento con una ladera oscura como telón de fondo, mientras las víctimas anteriores yacen sangrando a sus pies y las siguientes se cubren los ojos en agonía.92 En ambos casos, quienes experimentan la mortalidad de la guerra son individuos, no vastos ejércitos anónimos o tropas bien uniformadas. Además, trátese de una tragedia desgarradora (como lo sugiere la obra de Goya) o de un curioso ejercicio de futilidad (como se ve en la serie de Manet), definitivamente no hay un sentido de triunfo, pues ningún bando parece “ganar”.
Aunque las pinturas del fusilamiento de Maximiliano fueron censuradas por el régimen de Napoleón durante los meses que siguieron a la ejecución, su aparición en E.U. en la década de 1880 las colocó firmemente en la escena internacional.93 Las pinturas de Maximiliano ante el batallón republicano de fusilamiento, una clara crítica a Napoleón III y su “gran esquema en el continente americano”, también retiraban de la escena la mano de Juárez y al exemperador de carne y hueso. En su lugar, la serie de Manet sobre la ejecución parece resaltar un equivalente a nuestra respuesta a las postales de Aubert: la de observadores apartados que se descubren, casi por accidente, testigos de una alarmante violencia.
Al final, el legado histórico de Maximiliano se les fue de las manos a E.U., México y Francia. Bajo la influencia de una floreciente cultura de medios populares y discusión política en México, E.U. y Europa, la muerte de Maximiliano se convirtió en un símbolo no del triunfo del nacionalismo sobre el tutelaje monárquico ni del panamericanismo sobre el imperialismo europeo, sino de la maduración, alternadamente trágica y trágico-cómica de los sueños utópicos de un hombre de cambiar un mundo imperfecto. El imperialismo europeo, si bien en teoría fue la víctima principal de la ejecución de Maximiliano, irónicamente obtuvo un segundo aire en el verano de 1867. Al mismo tiempo, el ascenso político de E.U. también se vio reafirmado.
Por todo ello, no es de sorprender que, si bien el legado de Juárez se ha considerado emblemático de la “segunda independencia” de México y, de manera más relevante, de la independencia nacionalista mexicana e incluso de la “lucha popular” en general, el significado histórico de la ejecución de Maximiliano ha sido mucho menos claro.
El poder que tienen los estados para construir sus propias leyendas es mucho más limitado de lo que muchos historiadores argumentan. Desde una perspectiva trasnacional, habría sido casi imposible elaborar una narrativa coherente que tuviera el mismo significado a través de las fronteras. Si bien la conexión entre el espectáculo, la historia y los resultados no puede verse como algo aleatorio o predestinado, tampoco puede verse meramente como el resultado de maquinaciones políticas. En algún punto de este continuo entre las políticas nacionalistas o imperialistas y las fantasías y preocupaciones colectivas e individuales, se halla una definición de legitimidad en evolución. Con la circulación de palabras e imágenes, esa legitimidad, como un disparo, se convierte en algo contingente, cuestionado y, en ocasiones, confirmado.