Hamlet: Dinamarca es una cárcel;
Rosenkrantz: entonces, el mundo es una cárcel.
Hamlet: una hermosa prisión, en la que abundan los confinamientos,
las crujías y las mazmorras;
Dinamarca es una de las peores.
Introducción
La pandemia ha reafirmado la caverna del mundo que habitamos, encerrados en una férrea prisión, en muchas y diversas cavernas, cavernas que son amplias, pequeñas y ubicuas. La actual es una caverna universal que compartimos todos los pueblos del planeta, una angustiante globalidad constituida de bienes y de males que se reparten desigualmente de acuerdo con estrictas reglas de poder.1 Vivimos, pues, en plena caverna, emergente, nacida de nuestra insensata, avasalladora invasión y sometimiento de lo humano y de lo no humano. Como descendientes del gran proyecto modernizante por medio del cual, la razón triunfante de la modernidad, su razón cosificadora y reificadora de todo lo humano y no humano, hemos devenido criaturas uniformizadas, convertidas en objetos vaciados de voluntad y propósito, entes pasivos puestos en disponibilidad para el sometimiento y la explotación por la modernidad capitalista. En este proceso de desencantamiento al que es sometido el mundo y los seres que lo habitamos, que vacía de sentido a la vida (Adorno y Horkheimer, 1998), reina la desilusión, los sueños y el anhelo de cambio se anulan; mientras tanto el establishment florece y se hace destino.
El mundo que hoy estalla y nos muestra sus heridas es construido por la civilización occidental en su expresión moderna, en su contemporaneidad. Ésta se presenta como una visitación fantasmal del pasado y de los sedimentos del inconsciente en rebelión, constituida de las sombras de otros tiempos y de las grietas de los sueños y de las estructuras del ser y de la historia, y que de pronto, en este presente toma fuerza y sentido (Agamben, 2008). La crisis actual le abre las puertas a los mundos de vida aprisionados, fuera de nuestra mirada, imposibilitados de expresarse en la normalidad panóptica de la vigilancia y el poder, por la enceguecedora luz de vivir en la cotidianeidad del poder, que nos impiden ver, en tender, trascender las sombras, lo incomprensible del mundo. Hoy, cuando la naturaleza estalla, cuando las estructuras se agrietan por la crisis, lo humano -y lo no humano sometido y reprimido- muestran sus heridas, permitiendo oír la voz de todos aquellos alguna vez lastimados, cancelados o dañados en su ser y en sus anhelos de felicidad2 por la gula egoísta de la modernidad que en la era del capital alcanza su gloria.
La pandemia de la Covid-19 que hoy vivimos puso de relieve un nuevo estadio de la crisis ambiental, una crisis cuyas expresiones antes brotaban de manera intermitente de un lugar a otro, como incendios que se prendían y se apagaban. La pandemia es ahora un escandaloso incendio, masivo, que se ha esparcido hasta los confines más recónditos de la Tierra. Y aquello que se ve, lo que se revela y que veremos al final de este incendio, asomándose dentro de las cenizas, es una organización social profundamente desigual, un sistema económico que no puede existir sino destruyendo lo que le da sustento, lo que lo hace ser: la naturaleza humana y no humana. Lo que queda, al soplar las cenizas, es una crisis civilizatoria, una crisis del patriarcado, de la modernidad, y una crisis del sistema de la vida.
El tiempo de la crisis es también momento de revelación, la reiteración de su complejidad ontológica y epistemológica; una especie de confesión de las estructuras de su ser y, por ello, tiempo de apertura, de emergencia de las condiciones de posibilidad de su aprehensión y trascendencia, una gran oportunidad cognitiva y transformadora. Esto es, momento de iluminación sobre sus orígenes, las causas profundas de su ser y su despliegue en el mundo. No hay forma posible de allanar obstáculos, de encontrar caminos y de arribar a soluciones viables y plausibles si sólo nos anclamos en el epifenómeno, en su expresión fenomenológica. La que vivimos es una crisis política, económica, sociocultural, de cuidados, crisis de la empatía, del individualismo férreo, del resurgimiento del fascismo, es una crisis múltiple, diversa, compleja, que la ambiental resume y epitoma.
En este texto hablaremos de la pandemia como una expresión de la crisis ambiental, y de ambas como la conjunción de una crisis mayor, una crisis totalizadora, escandalosamente profunda en el sentido en que brota de lo ínfimo, interno, privado, hasta lo exterior, internacional, planetario. Es ésta una crisis que está en el ser de la modernidad y también del más amplio proyecto civilizatorio de Occidente; es de naturaleza ontológica, lo cual indica que no es circunstancial, efecto colateral, sino constitutivo, estructural, condición necesaria del proyecto modernizador y de su relación con lo humano y con lo no humano. La propuesta insignia de la modernización ecológica para hacer frente a la crisis ambiental, que es el Desarrollo Sostenible (DS), quiere resolver esta crisis pero dentro de los propios marcos que le dieron origen, usando sus propios valores y estrategias.
Es por ello que presentaremos a la pandemia como una pedagogía desde donde podemos repensar el mundo, mirarla también como un sacudimiento que nos permite dilucidar alternativas, alimentar aquellas salidas que sólo la utopía hará posibles para construir nuevos horizontes, mundos más justos, más igualitarios, nuevos mundos de solidaridad humana y no humana. Estas alternativas son disruptivas, una provocación que brota de las crisis, un aparato con la capacidad de ir desmantelando esas lógicas que nos han colocado en este lugar de la historia. Así, esta pandemia puede convertirse en una enseñanza que nos permita avanzar hacia una Ecología Política de la Esperanza desde un nuevo contrato social y natural ético que se base en la igualdad, la empatía, la solidaridad y la ternura.
El estallido de las crisis
La pandemia visibiliza la crisis, la hace perceptible, nos permite sentirla, establecer relaciones, hacer las conexiones entre hechos en apariencia desconectados. Por un lado, revela la estrecha asociación con la devastación del mundo, con la ruptura de los equilibrios sensibles que hacen posible la convivencia de diversos y vitales mundos que sostienen y fabrican vida. Muestra también sus vínculos con las invasiones, transgresiones voluntarias e involuntarias de las fronteras interespecie. Por otro lado, visibiliza también las conexiones de la crisis con la forma de operar del sistema patriarcal en su expresión capitalista moderna, con su requerimiento incontenible de todas las formas de vida humanas y no humanas para hacer sostenible su fábrica de objetos, mercados, relaciones de poder, mercancías, convirtiéndolo todo en medio, medio ambiente del capital, a costa de los deseos, las esperanzas y las necesidades de seres que anhelan su despliegue libre y posible.
Las múltiples crisis en las que vivimos son cada vez más perceptibles, creando un entorno de grandes trastocamientos, incertidumbre y de peligros inminentes. Nuestro mundo arde, y es éste el gran incendio planetario producto de la radicalización de la razón en el mundo, anticipado por Horkheimer y Adorno (1998: 59) cuando señalan: “…la Tierra enteramente Ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad”. Nos enfrentamos a una crisis mundial sin precedentes en términos de su magnitud, su dimensión mundial, que se expresa en el alcance de la degradación ecológica y el deterioro social (Robinson, 2014). Si bien, los humanos siempre han estado sujetos a un nivel de riesgo, como los desastres naturales, estos generalmente se han percibido como producidos por fuerzas no humanas; ahora los desastres son fabricados, manufacturados por un alto nivel de agencia humana (Beck, 1992; Giddens, 1990). La crisis ambiental no es un efecto secundario sino constitutivo del periodo contemporáneo, resultado del propio proceso de modernización. El mejor ejemplo de la materialización de la crisis ha sido la pandemia, resultante de un mundo no humano destruido por una humanidad triunfante en su capacidad devastadora.
La crisis sanitaria y su vínculo con la crisis ambiental
El brote del virus SARS-Cov2 (causante de la Covid-19) surgió por primera vez a finales de diciembre de 2019, en la ciudad de Wuhan, China, y en un par de semanas fue declarada una emergencia de salud pública internacional (WHO, 2020). La relación de esta crisis mundial con la crisis ambiental3 es, como lo venimos afirmando, indudable. El virus del SARS-Cov2 es un virus zoonótico, es decir, un virus transmitido de animales a humanos. La transmisión puede darse a través de la exposición directa o indirecta a los animales, por comer productos derivados de la ganadería -como la carne, la leche- o por el entorno. Muchas de estas enfermedades zoonóticas las conocemos y están controladas, pero no sabemos el impacto que pueden tener en los humanos otros patógenos de animales con los que la humanidad no ha convivido: pueden ser más letales y contagiosas.
Aunado a esto, la agricultura y la ganadería industrial están teniendo efectos nocivos en los ecosistemas y en la salud ya que implican pérdida de biodiversidad y el uso desmedido de pesticidas (para el caso de la agricultura) y de antibióticos (para el caso de la ganadería). Todo este proceso a gran escala afecta nuestra salud, degrada al mundo no humano y juega un papel fundamental en crear las condiciones propicias para la evolución de los virus y su propagación. A lo largo de las décadas penetramos más espacios en donde viven animales que se habían mantenido alejados de la gente por milenios, es decir, hay una pérdida acelerada del hábitat de los animales debido a la conversión para uso humano. Los bosques, y otras formas de biodiversidad que sirven como una barrera, como un tapón, obstaculizan la migración del virus del hábitat natural a los espacios habitados por gente. Perdemos naturaleza a un ritmo acelerado, de modo tal que se dice que estamos en la sexta extinción masiva de especies. Con menos lugares para vivir y menos fuentes de alimentos, los animales encuentran sustento y refugio donde están las personas. Dadas estas condiciones, las zoonosis están ocurriendo cada vez con más frecuencia (UNEP, 2020). Otra causa importante de la pérdida de especies es el cambio climático, que también puede cambiar el lugar donde viven los animales y las plantas y alterar las regiones de ocurrencia de las enfermedades vectoriales (Kapecki, 2020).
Si esto fuera poco, la crisis ambiental no solamente es una causa de la pandemia, sino que también es una agravante. La degradación ambiental aumenta las posibilidades de muerte de las personas con la enfermedad de la Covid-19, como es el caso de la contaminación del aire la cual incrementa la tasa de mortalidad de las personas infectadas (Carrington, 2020). Aunado a esto, la falta de agua que se vive en muchas partes del mundo pone en jaque la posibilidad de tener acceso a saneamiento adecuado para lavarse las manos, desinfectar apropiadamente los espacios y los alimentos.
Crisis ambiental y desigualdad como fábrica del riesgo y la muerte
Además del vínculo de la pandemia con la crisis ambiental, esta crisis sanitaria ha puesto de relieve la aguda y agonizante desigualdad, el gran olvido del Estado y su negligencia hacia las vidas que no le son útiles, las vidas “desechables”. Más allá de la vulnerabilidad por edad y enfermedades preexistentes, las características sociodemográficas con respecto a las personas que mueren de la Covid, revelan que, aunque todos estamos en riesgo, ciertos grupos mueren más que otros; por ejemplo, las personas con un bajo nivel de ingreso, poca o nula escolaridad, personas sin protecciones laborales, y quienes pertenecen a minorías étnicas y raciales, están más en riesgo de morir (The Lancet, 2020). Hay una carga desproporcionada de enfermedad y muerte entre los grupos de personas que viven en pobreza, tienen poco (o nulo) acceso a servicios médicos, y sus trabajos limitan su capacidad de mantener el distanciamiento social. Además, son personas que viven en condiciones de hacinamiento, generalmente en hogares de familias extensas. En el caso de México, de acuerdo al estudio de Hernández (2020), 71 % de los mexicanos que han muerto tienen un nivel de escolaridad de primaria o inferior y la gran mayoría de los muertos se concentran en categorías de empleo no remunerados, desempleados, pensionados y jubilados. Lo mismo ocurre en Estados Unidos. De acuerdo a la investigación titulada “El color del coronavirus” (APM, 2021) los afroamericanos y los indígenas americanos son los que están muriendo a tasas mucho mayores. Los isleños del Pacífico, los latinos, los indígenas y los afroamericanos tienen una tasa de mortalidad del doble o más que la de los blancos y asiáticos. Según la Revista de Salud de la Universidad de California (UCLA, 2020), los estados con el nivel más alto de desigualdad de ingresos tuvieron un mayor número de muertes en comparación con los estados con menor desigualdad de ingresos. Algo similar se presentó en Brasil (Demenech, de Carvalho, Duarte y Neiva-Silva, 2020) y en otros lugares alrededor del mundo.
Si bien, la pandemia exacerbó en poco tiempo y de manera cruda las desigualdades, la crisis ambiental en sus otras expresiones, ha profundizado la desigualdad, la injusticia, y ha reafirmado las distintas opresiones. Hay una idea generalizada de que nos va a afectar de la misma manera, pero no es así. La pobreza es un factor determinante en la vulnerabilidad ambiental. Es decir, los efectos del cambio climático, así como otras formas de deterioro ambiental, tendrán un mayor impacto en las mismas poblaciones que hoy mueren por el coronavirus. En el huracán Katrina que azotó la ciudad de Nueva Orleans, los afroamericanos y las clases socioeconómicas más bajas fueron a quienes se les brindó ayuda hasta el final, y en cuya comunidad murieron más personas (Grzinic y Tatlic, 2014). Las situaciones críticas no afectan a las personas por igual, a menudo las mujeres se ven afectadas negativamente de manera desproporcionada ya que frecuentemente tienen acceso limitado a los recursos, derechos más restringidos, movilidad constreñida y participan menos en las decisiones políticas.
Crisis detrás de las crisis
Ésta que hoy vivimos es una crisis que son muchas crisis. La pandemia es una expresión de esas crisis, es una señal, una poderosa señal; es la voz de un mundo natural y humanos devastados y reprimidos que aprovecha la crisis, sus hendiduras para decirnos su palabra, tal vez lo más cercano a su verdad. En la siguiente imagen (Imagen 1) se hace notar de qué manera la pandemia no es sino la punta del iceberg, el epifenómeno de otras crisis, cada una de ellas más comprensivas que la anterior. Así, la crisis sanitaria que se expresa en la actual pandemia es una forma concreta de la crisis ambiental, ésta a su vez, es envuelta y explicada por una mayor, que es la crisis de la sociedad moderna occidental que, al mismo tiempo está comprendida en la crisis de la civilización occidental. Finalmente, todas estas crisis están enmarcadas dentro de la crisis del sistema de la vida cuya puesta en vulnerabilidad amenaza la permanencia de todo lo que existe.
La pandemia y la crisis ambiental son la primera crisis, y estas a su vez están envueltas en una segunda crisis de sociedad, del mundo moderno, de su fábrica y de sus valores, de su moral, de su bien, de su mal, del patriarcado en su expresión histórica contemporánea feminicida, la del capitalismo extractivista, y su sometimiento y devastación de humanos y no humanos. Es también la del capitalismo neoliberal en su expresión digital, un capitalismo de vigilancia, de autoexplotación que resulta en ciudadanos enajenados e imposibilitados para generar conciencia por el aislamiento que padecen, por tanto, un tipo de capitalismo que impide la formación de poderes contrarios (Geli, 2018; Bloghemia, 2021). La tercera es una crisis de civilización, es decir, no sólo del mundo moderno, sino de todo el proyecto civilizatorio occidental guiado por esa voluntad reductora, uniformadora, que abstrae, cosifica, simplifica y somete toda la realidad a un sujeto, poderoso sujeto ordenador y disciplinador del mundo alentado por el poder y el dominio. La crisis civilizatoria es por lo tanto una crisis del principio de razón, es la introducción de la razón operativizada y objetivadora. Es decir, es constructora de objetos, transformando a la naturaleza humana y no humana en cuerpos degradados, materia de explotación y dominio. Esta crisis de la civilización occidental que es distinta, que antecede y, al mismo tiempo, envuelve, a la crisis de la sociedad moderna industrial, arranca, como lo señala Mumford, con la centralización del poder, la separación en clases, la mecanización de la producción, la sublimación del poder militar, así como con:
la explotación económica de los débiles y la introducción universal de la esclavitud y el trabajo forzoso con fines industriales y militares […] la invención y el mantenimiento del registro escrito, el crecimiento de artes visuales y musicales, el esfuerzo por ampliar el círculo de la comunicación y las relaciones económicas mucho más allá del alcance de cualquier comunidad local. (Mumford, 1967: 186)
En la civilización patriarcal occidental, el sujeto de la historia se representó como un varón, blanco, burgués, heterosexual construido como un modelo con pretensiones de universalidad. Las mujeres, los negros, los cuerpos racializados, tienen que homologarse a ese sujeto universal. También como sujetos inferiores está la naturaleza “a quien feminiza; a partir de ello, se atribuye la potestad de descubrirla, penetrarla, torturarla y convertirla en mercancía” (Cumes y Gil, 2021: 1).
Finalmente, la cuarta crisis es la del sistema de la vida. No es sólo la crisis ambiental, la crisis de la sociedad moderna, no es sólo la civilización occidental con su fe en la razón y en el control y dominio del mundo, sino es la vida misma la que está en riesgo. En la crisis del sistema de la vida, lo que está amenazado es también el mundo no humano, al cual pertenecemos, del que dependemos dramáticamente para nuestra sobrevivencia y existencia. Este mundo no humano amenazado por una civilización ciega ante sus fuentes de vida y sustento. Los clásicos del pensamiento social, Marx, Durkheim y Weber, lo entendieron de esa manera tanto en sus reflexiones ontológicas como en las epistemológicas (Lezama, 2019). Aun cuando tenían la convicción de que lo social se explica por lo social, eso no evitó que reconocieran y partieran de un presupuesto inicial fundamental y fundacional en el sentido de que el orden natural es una condición sine qua non, para hacer el mundo posible: sin naturaleza no hay filosofía ni ciencia, no hay economía, ni sociedad, nada existe, sólo la nada existe. No es sólo el orden capitalista el que peligra ante la extinción de las especies que su mismo despliegue genera, no es únicamente el proyecto humano bajo cualquier orden social el que se vulnera, es la fabricación misma de la vida, que sólo puede ocurrir en los precarios equilibrios que la convivencia interespecie posibilita.
Estas diversas crisis que la ambiental epitoma, destraba mundos de dolor, de angustias, de sufrimientos y de devastación en donde los seres de vida, insinuándose, apareciéndose en la penumbra del presente, y en la penumbra ontológica de un mundo agrietado de crisis, dan señales de su ser en el mundo, cruzan el puente comunicativo entre humanos y no humanos. Estas crisis se expresan con el surgimiento del pensamiento y la ciencia ambiental, así como con el movimiento ecológico de los años sesenta y en el surgimiento de un pensamiento social, político y filosófico que prepara el terreno a la gran reflexión ambiental contemporánea de la que Eckersley da cuenta en su obra (1992).
El Desarrollo Sostenible: sosteniendo la crisis
El DS es actualmente el esfuerzo más grande dentro de los límites de la modernidad para hacer frente a la crisis ambiental, a través de la Agenda 2030 y los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible. La agenda se propone abordar los grandes desafíos de la época a través de un plan de acción con acciones cuantificables para 2030. Las metas esenciales buscan erradicar la pobreza, prevenir el colapso ecológico y asegurarse de que se logre en un marco de crecimiento económico.
Este proyecto popular, y al que se han alineado diferentes sectores de muchas sociedades alrededor del mundo, se nos presenta como la vía de transformación, como la solución suprema a estos grandes desafíos de la humanidad, a las crisis actuales. Sin embargo, este proyecto no ha sido objeto de la crítica y de la lógica que le subyace. Para empezar, es importante rescatar que el DS está enmarcado en un proyecto mayor que es el Desarrollo, un (supuesto) nuevo paradigma que surge como una propuesta de los países victoriosos de la Segunda Guerra Mundial para lidiar con un mundo desconocido, aparentemente pacífico, sobre el que habría que encontrar nuevas formas de ejercer influencia. Fue un movimiento estratégico para asegurar la hegemonía estadounidense durante y después de la Guerra Fría (Sachs, 1992).
El desarrollo está arraigado en una ideología de “modernización” que no sólo pretende sostener la estructura económica occidental sino fortalecerla. Las propuestas detrás de los programas de desarrollo surgen a partir de planteamientos cargados de una ideología política y económica particular, y, por tanto, suponen valores intrínsecos a su forma de ver el mundo (Escobar, 1995). El discurso desarrollista y los programas que se derivan de él son eficaces para mantener a las agencias de desarrollo y las organizaciones internacionales que lo apoyan, pero al ignorar los hechos políticos e históricos que realmente explican la pobreza del sur global, muchas veces lejos de solucionar problemas tienden a crear nuevos (Ferguson, 1990).
El desarrollo -como gran proyecto global- sentó las bases para definir los grandes valores sociales como verdades inalterables. Su ruta trazada asume una perspectiva específica, la occidental, que enmarca sus programas en una postura de lo que significa “lo mejor” para la otra población, así como patologizar y estratificar a la población según su valía y su rol en el cuerpo social (Ferguson, 1990; Esteva, 2010; Sachs, 1992; Escobar, 1995). Se percibe una sola forma de sociedad como la ideal y el resto se presenta como desviaciones imperfectas de esta norma. Es decir, el proyecto desarrollista está fuertemente cargado de moralidad, con creencias y valores que promueven ideas e identidades únicas. Aunque el desarrollo se presenta como una propuesta antinómica del nazismo, es su continuidad. Sigue siendo un proyecto de medicalización para erradicar al Otro, la Alteridad; erradicarlo política, ontológica y epistemológicamente. Es posible afirmar, siguiendo la lógica de Hardt y Negri (2000), que las dinámicas de éste no buscan el bienestar común, sino la homogenización de las sociedades del mundo bajo unos mismos valores (Alt, 2016). Así, dicho proyecto es eugenésico en su naturaleza y busca trazar patrones de homogeneización y regulación sobre los cuerpos. Este proyecto crea un modelo universal y teleológico de sociedad para que otros lo sigan y emulen, es de hecho la propia narrativa de la modernidad, su versión autocomplaciente del proceso histórico que le dio vida y, en su forma actual, sobre todo a partir de la Segunda Guerra, la forma neocolonial para introducir las condiciones económicas, políticas e ideológicas para la perpetuación del dominio y sometimiento que el mundo desarrollado ejerce sobre el resto del mundo.
A este proyecto global propuesto por los países occidentales, Shiva (1989) lo llama “mal-desarrollo” porque busca homogeneizar a la sociedad utilizando la categoría del hombre tecnológico occidental como la medida uniforme del valor de las clases, las culturas y los géneros. Ese tipo de modernización trae consigo la dominación al valorar solamente las actividades que producen beneficios económicos a la vez que devalúa el trabajo de las mujeres. Además, sus promesas no sólo no han logrado obtener los beneficios prometidos, sino que también han causado sus propios problemas en las localidades en donde se implementan.
De acuerdo con Kabeer (1998) hoy en día los actores que controlan los recursos determinan los debates y discusiones del desarrollo. Esto quiere decir que quien tiene más dinero e invierte más en él, es quien decide los problemas mundiales. Así, las prioridades en realidad son reflejos de los donantes y Estados Unidos domina en asistencia al desarrollo, seguido de países europeos. Según la autora, este supuesto crea servicios de asistencia destinados a promover dependencia. Se utiliza como un caballo de Troya para la adquisición de mercancías procedentes de los países donantes. Además, promueve una visión particular del mundo, y privilegia información científica, positivista versus la local y compleja. Utiliza el reduccionismo como metodología porque ofrece una ruta accesible y simple al conocimiento. Descuida interacciones complejas entre unidades a partir de conceptos congelados en categorías universales e inmutables. De acuerdo con la autora, los modelos de este proyecto están formulados en conceptos abstractos y “neutrales” (economía, producto bruto interno, etc.). El mercado es visto como neutro porque excluye todos los aspectos del esfuerzo humano y entorno natural que no han sido sometidos a su racionalidad.
La propuesta del orden moderno a la crisis: el desarrollo sostenible
El DS nace en un momento de crisis, en una de las crisis cíclicas del capital, en un momento trastocado por cambios valorativos profundos, momentos de efervescencias políticas, sociales y sexuales, los años sesenta, que remueven conciencias al ser derribadas las estructuras culturales. Este proceso hace nacer una manera distinta de ver y vivir el mundo. Es este el marco donde emergen el movimiento feminista, el movimiento ambiental, las luchas por nuevas y disruptivas identidades, y en el que surge una conciencia e interés analítico por la naturaleza en la que sus problemas, su destrucción, ya no son vistos únicamente como una cuestión de estética del paisaje, sino como algo que amenazaba toda forma de vida, como quedó claro en las obras de Rachel Carson, La Primavera Silenciosa (1962), y en la de Murray Bookchin, Our Synthetic Environment (1962).
La década de los setenta amaneció con la sensación de un planeta en crisis, sobre todo de sobrevivencia por un mundo enfermo de modernidad; la sociedad capitalista industrial que había alcanzado sus límites, como lo dejó en claro el libro insignia de la década, The limits to growth (Meadows, Meadows, Behrens y Randers, 1972). En este libro se sostiene que para subsistir, para que la sociedad industrial siguiera siendo viable se requería de un cambio de rumbo rotundo, de una intervención drástica que corrigiera su marcha tendencial al colapso en el mediano plazo, lo cual también se hace patente en la obra de Edward Goldsmith Blueprint for survival, (1972). El rumbo de la sociedad moderna industrial sólo sería sostenible con una administración de sus excesos, mediante el control del crecimiento de la población, en la racionalización del consumo de recursos naturales y en la reducción de los riesgos provocados por las poderosas fuerzas desatadas por la intervención tecnológica en el mundo.
Por algo, la primera vez que surge un aproximado a la noción de DS fue en la obra Only One Earth, de Barbara Ward y Rene Dubos (1972), la cual sirvió de marco a la cumbre de Estocolmo sobre el medio ambiente humano de 1972. La publicación de la obra de Harlem Brundtland en 1987 Our Common Future, con la cual la idea y propuesta del DS adquiere carta de ciudadanía política, fue una consecuencia de esa percepción de un mundo en agonía que caracteriza a la década de los setenta y que el diagnóstico de la crisis de la sociedad industrial moderna contenida en Los Límites del Crecimiento hace patente y retrata con un realismo sorprendente.
El DS pretende resolver la crisis que la modernidad provoca en su despliegue, pero lo quiere hacer dentro de sus propios marcos, en su propio territorio, con su propia lógica, con sus propios valores, y con los mismos principios y estrategias que provocan la crisis. El DS es la forma contemporánea de la razón instrumental y utilitaria, es modernización ecológica, razón ecológica (Eder, 1996), modernidad pura. Es la expresión ecológica de esa voluntad de dominio mediante la cual la razón somete y se apodera del mundo.
En el DS, la modernidad muestra sus límites, agota sus posibilidades de autorreflexión y exhibe los límites de su conciencia crítica. Estos límites tienen que ver con la estructura de su ser, con aquello que le es constitutivo, con su intimidad ontológica, con la necesaria relación de sometimiento y devastación inherente a su relación con los mundos humanos y no humanos. Lo anterior significa que no hay nada en el DS, que pudiera salirse de la lógica y las necesidades de la modernidad. El DS atiende pues al principio más elemental de toda modernidad, es la aplicación de sus premisas básicas. Supone que sólo la modernidad puede salvar a la modernidad, que todos los males que aquejan al orden contemporáneo no derivan de sus fallas y de la razón, sino de su mala o incompleta aplicación. Por ello, lee la crisis ambiental como efectos colaterales transitorios y corregibles que resultan inevitables y que se justifican por la búsqueda del bien supremo: la felicidad y el bienestar humano.
Así, los remedios que el DS propone para resolver la crisis se mueve dentro de la lógica de “modernizar la modernidad”, por ello se inscribe dentro de la propuesta de la modernización ecológica, la cual busca la racionalización económica mediante la eficiencia en los procesos productivos, reciclando, reusando, ahorrando naturaleza. La modernización ecológica construye el problema ambiental como uno de déficit de gestión, suponiendo con ello que la crisis puede y debe administrarse desde el aparato gubernamental. Opera la gubernamentalidad (Foucault, 2006), esa racionalidad en la que se asume que, como todos somos igualmente responsables de la crisis, todos debemos participar conjuntamente en su solución, despolitizando las causas y el origen de la crisis ambiental. La modernización ecológica supone que en todos los ámbitos de la vida pública y privada los problemas se resuelven introduciendo más razón, más ilustración, más ciencia, más tecnología, es decir, más de todo aquello que es responsable de la crisis: el problema es que no tenemos aún suficiente razón. En este marco, lo que se nos propone como remedio, esas grandes narrativas de la razón instrumental, la agenda global eco-neoliberal que ha dominado las discusiones y políticas internacionales, tratarán de buscar soluciones desde una inoperante racionalidad tecno-científica sin entender la deshumanización persistente en sus propuestas. Por esta razón lo que terminan haciendo estos proyectos es naturalizar formas de opresión como el heterosexismo, los estereotipos raciales y étnicos, funcionando como un potente nodo ideológico y depósito cultural de normas que, al final, terminan en un nuevo aparato que opera en contra de las mujeres, las personas racializadas, los pueblos indígenas, los queers y las clases bajas, y nada hacen para proteger al mundo no-humano (Chiro, 2017).
La ciencia en el Desarrollo Sostenible
La forma en la que se sostiene el DS es a través de la ciencia y el uso del discurso como vehículo que reproduce y legitima este proyecto modernizador. El discurso del DS se ha convertido en la epistème ambiental. Una epistème ambiental define las condiciones y posibilidades del saber, y solamente existe una epistème en un momento particular de la historia (Castro, 2004: 169). Una epistème es un aparato estratégico que separa proposiciones científicas “falsas” de las “verdaderas” y en ellas se encuentran: “…instrumentos efectivos de producción y acumulación del saber, métodos de observación, técnicas de registro, procedimientos de investigación y búsqueda, aparatos de verificación” (Foucault, 2001: 41). El conocimiento que se genera en una epistème la determina un grupo de científicos llamada comunidad epistémica, es decir, profesionales con “autoridad” científica sobre un tema en particular. Según Foucault “nadie entrará en el orden del discurso si no satisface ciertas exigencias o si no está, de entrada, cualificado para hacerlo” (1970: 39). Además, estos grupos comparten con sus pares ideas normativas, metodologías y cooperan en un conjunto de prácticas comunes (García, 2011; Haas, 1992). Al formar parte de esta comunidad epistémica no sólo proporciona acceso a los recursos, sino que también otorga “autoridad” para articular nuevas definiciones y discursos sobre un tema (Forsyth, 2014), es decir, el conocimiento ambiental y social válido actualmente es aquel que se lleva a cabo por los expertos que se alinean al DS, que estudiaron en universidades estadounidense y europeas y que además trabajan en esos mismos espacios, monopolizando el discurso, acaparando los recursos, las revistas, los artículos, lo que les da una supuesta autoridad y “legitimidad”. La epistème ambiental dominada por el discurso del DS es prácticamente incuestionable, dejando a un lado otras formas de saber y conocer en el mundo.
¿Qué quiere hacer sostenible el desarrollo sostenible?
El DS se presenta como el proyecto más ambicioso y dice preocuparse por una diversidad de temas sociales y ambientales, cuando la realidad es que el desarrollo económico termina siendo prioritario sobre la protección ecológica. Se basa en la idea de que el crecimiento económico debe de ser continuo, aun cuando este crecimiento requiere energía y materiales que están destruyendo al mundo. Además, esta racionalidad económica se presenta como la forma en la que se puede proteger a la naturaleza. Es decir, las soluciones a los problemas ambientales están basados en el mercado (mercados de carbono, turismo ecológico, pago por servicios ambientales). Si la lealtad está puesta con las fuerzas del mercado y no con la protección del ambiente, ni de la humanidad, en realidad es sólo sostenible cuando hay crecimiento económico, no cuando hay protección a la naturaleza. Al final, lo que sucede es que se impone la lógica de la modernidad patriarcal, es decir, que el DS adopta una visión antropocéntrica de la naturaleza, la considera un medio para lograr un fin y no como un fin en sí misma, por lo que la puede usar para sus fines. Así, lejos de ser un proyecto transformador o reformado, el DS reafirma la modernidad y confirma la relación utilitaria, dominante y destructiva que tenemos con la naturaleza.
Así como esa naturaleza se somete y se domina para ponerla al servicio de nuestras necesidades, pero sobre todo a las necesidades de la economía, también así lo hace con la vida humana. Es un sistema que vive de la degradación de la vida, de su explotación sistemática y permanente. Esta propuesta no pretende hacer cambios radicales al sistema social profundamente desigual y jerárquico, sexista y racista, es decir, no es un paradigma nuevo que cambie la forma en la que pensamos y habitamos nuestro mundo (MacGregor, 2005).
El DS no se hace cargo de la vergonzante verdad de la relación moderna con la naturaleza humana y no humana, una patológica relación auto-aniquilante y devastadora de mundos de vida. Un orden social moderno que sólo es sostenible de manera forzada, de manera artificial. Se sostiene, sí, pero de manera precaria, barbárica, se prolonga únicamente alargando la devastación de la naturaleza, del trabajo humano y el sometimiento y degradación de la mujer y otros grupos marginados que le son funcionales y que determinan su insostenibilidad de fondo, arraigada en su más profunda estructura. Es un orden social sostenible; pero sólo en la precariedad. Se sostiene la precariedad, se administra la precariedad, se gobierna la precariedad, la suya es de hecho, una sostenibilidad aberrante, perversa, que demanda de todos nosotros, humanos y no humanos la degradación perpetua, la muerte cotidiana, la cancelación de toda esperanza. El sistema capitalista colonial y patriarcal destruye todo lo que debería amar y le da vida a todo lo que le correspondería odiar.4
Si no tenemos la capacidad o voluntad de aprender de los errores, podemos imaginar un modelo de mundo postpandemia en el que nos montemos en otro momento de febril crecimiento económico, compensatorio del tiempo económico perdido, del tiempo perdido por el capital. Es posible pensar en un boom económico, una economía activada, producto de un pandémico Plan Marshall. Un futuro de intenso crecimiento económico, de grandes aventuras económicas para los inversionistas, los especuladores o los dueños de los grandes consorcios económicos que comandan la economía global. En este supuesto, donde todo apunta a que nos encaminamos, continuaremos sin poner atención a los cuidados, a los servicios sanitarios, a la soberanía alimentaria, a la naturaleza, es decir, a la vida. Seguirá entonces el curso de la anunciada catástrofe climática y la barbarie ambiental en general, modificando severamente el sistema de la vida y provocando grandes trastornos en el orden social, así como la ruptura de los débiles equilibrios sociales y naturales mantenidos por las estrategias para administrar y hacer sostenible el actual insostenible orden de cosas. Este escenario solo podrá ocurrir a través de la explotación, la dominación y el sometimiento extremo, sobre todo de los grupos marginados.
El proyecto de DS se convierte en una especie de “inmunidad” de la que habla Esposito (2012). Para este filósofo, la inmunización, natural o inducida, implica la capacidad del organismo de resistir, gracias a sus propios anticuerpos, a una infección procedente de un virus externo. En ese sentido, los proyectos ambientales como algunos de los de tipo conservacionistas son la “dosis” o la “vacuna” necesaria y controlada que se hace ante la crisis ambiental. La inmunización es una forma de engaño al sistema, no es una cura, sino una dosis de ese mismo virus. Entre más proyectos de desarrollo, y otros de esta naturaleza, menos se tendrá que hacer para atacar las causas subyacentes que están dando pie a la devastación ambiental actual. Como explica Esposito, esta inmunización se volverá contra sí misma, como en una enfermedad autoinmune. Lo que supuestamente está protegiendo la vida, en realidad, será la razón de su propia destrucción.
Hacia una Ecología Política de la Esperanza
Veo el otoño lleno de esperanza
como una atardecida primavera
en que una sola estrella
vive el cielo ambulante de la tarde.
Canto destruido, Carlos Pellicer
La crisis actual, que nos tiene confinados en un encierro corporal, le antecede un reclusorio de naturaleza mental (Leff, 2020), una cárcel de la imaginación, que resulta de la disciplina y el sometimiento a la norma, y a las estructuras, instituciones, y agentes de poder que se expresan en la norma. Las distintas crisis de las que venimos hablando, de sociedad, de civilización, del sistema de la vida, sacuden y agrietan estos marcos normativos y sus estructuras de poder, y sacuden también el confinamiento mental permitiendo el despliegue de la imaginación y su capacidad constructora de vida y de sueños, permitiendo pensar en la cárcel que habitamos y también en las vías de escape de dichas cárceles.
La propuesta de una Ecología Política de la Esperanza supone y propone un movimiento de deconstrucción, que dinamite las estructuras del ser de la modernidad, del proyecto civilizatorio que encarna y del régimen patriarcal que le es constitutivo desde sus inicios, en el lejano neolítico. Piensa en la necesidad de no sólo destruir las estructuras de poder, sino de destruir a la vez que se construyen alternativas impregnadas de radicalidad humana, formas de sociedad distintas, poderosamente distintas y radicales, en las que el poder normativo de lo moderno patriarcal sea sustituido por lazos profundamente humanos, los que tienen que ver con el cuidado, la ternura y la alegría. Agamben (2010) lo plantea de una manera sugerente cuando piensa en la capacidad constructora de mundos ejercitada por los niños con el acto de jugar, de imaginar incontables y diversos mundos de vida, escenarios posibles que son susceptibles de desplegarse al infinito, de una manera libre, abierta, fuera de toda restricción teleológica al tener la capacidad de romper, de trascender los códigos genéticos y los códigos de la tiranía normativa. Jugar es crear mundos, es sentir que es posible crear estructuras propias, es hacer a un lado el orden normativo. El niño, al igual que el ajolote expresa su naturaleza totipotente al imaginar posibles futuros diversos, múltiples futuros, futuros abiertos, indeterminados e impredecibles, futuros que devienen de mentes que adquieren su totipotencia al liberarse de las cárceles disciplinarias, los encierros, los confinamientos genéticos y morales: “En la vocación humana específica, la infancia es, en este sentido, la preeminente composición de lo posible y de lo potencial” (Agamben, 2010: 121).
Esta crisis solamente podrá resolverse en la transformación, en el cambio, y en el tránsito a un orden incluyente, justo e igualitario. Se requiere de una nueva forma de contrato que lleve a replantear nuevos esquemas tanto sociales como éticos y discursivos (Braidotti, 2015). Se necesita, al mismo tiempo, como hemos dicho, un nuevo pacto de sociedad, un nuevo contrato social que vaya más allá del dictum ilustrado que promete, sólo en el metadiscurso, la superación de la explotación humana, los derechos universales, la democracia, la igualdad, la libertad, entre otras grandezas. El mundo real contradice el discurso igualitario moderno, floreciendo más bien la explotación y sometimiento, a la naturaleza humana y a la no humana, esta última sin ningún estatuto jurídico y ninguna consideración moral, lo que hace urgente un pacto de naturaleza, un Contrato Natural (Serres, 1995) no sólo que dignifique a la naturaleza, a lo no humano, sino que también asuma los costos para la vida en general, de la devastación de todo un mundo de vida del que la humana depende de manera absoluta. El pacto natural que Serres propone quiere poner a la Tierra en el centro, todo ese mundo natural excluido del derecho y degradado a cosas, es y será nuestra única posibilidad de vida en el mundo. Este escenario es el triunfo de la utopía, de los sueños y de las esperanzas. Es este al que debe dirigirse una ecología política radical, una Ecología Política de la Esperanza que nos enseñe que un mundo distinto, más amable, justo y alegre es posible.
Como toda ecología política, es importante politizar la problemática ambiental, esto es poner en el centro de los análisis al poder, y entender los procesos epistémicos, económicos, culturales que han promovido y legitimado la dominación a nivel nacional, continental y global (Escobar, 1995). Es decir, una Ecología Política de la Esperanza propone procesos de democratización y justicia (Sandilands, 1999). El objetivo es que de ésta emerja un cambio profundo éticamente informado, porque es una ecología nueva, alegre, esperanzadora, pero no ingenua ni tonta. Por una parte, reconoce las estructuras de poder que sostienen el orden social actual, y propone develarlas, hacerlas conciencia e instrumentar mecanismos de poder alternativos, mecanismos de poder que enfrenten estas estructuras, un empoderamiento de la gente, de quienes padecen del sometimiento, y de quienes no padeciéndolo directamente, se identifican y luchan por las causas humanas más nobles para así desequilibrar los pilares del statu quo y proponer y construir ese mundo alternativo de justicia, concordia y felicidad al que aspiran y tienen derecho humanos y no humanos.
Una Ecología Política de la Esperanza se propone construir puertas y ventanas, abrirle boquetes a las cárceles, a las mazmorras disciplinarias del orden moderno, no se trata sólo de quitarle las vendas, sino desatar la mula de la noria de la rutina del establishment y de la precariedad que se eterniza y se hace norma de vida. Como la figura de abajo lo ilustra (Imagen 2), la ecología política de la esperanza reconoce las múltiples y ubicuas crisis que envuelven y explican a la ambiental, nace de estructuras que se agrietan por la crisis, las grietas mismas se constituyen en su oportunidad, su posibilidad de iluminación reveladora cognitiva, imaginativa y transformadora, hace conciencia, permite ver, habilita para pensar, proponer, construir vida, construye voluntad y esperanza. Una vez constituida como fuerza generadora que anima la utopía, los valores de profunda y reflexiva radicalidad que animan a la Ecología Política de la Esperanza atraviesan y dinamitan los esquemas, las estructuras, las paredes, los círculos, las cárceles del orden moderno y de la civilización que la antecede y la enmarca, y en una espiral, propone un rizoma de alegría, de pasión y esperanza, y apunta hacia un porvenir donde los lazos de solidaridad, del afecto, de cuidado, de la reciprocidad, redima a esos seres humanos y no humanos que han padecido de injusticia, de pobreza, de explotación y degradación, esos anónimos creadores de la riqueza y de la grandeza del mundo moderno que solo beneficia a élites egoístas e insaciables de bienes materiales.
Un nuevo orden social y natural feminista
La Ecología Política de la Esperanza tiene sus raíces en una epistemología feminista, inspirándose en la ecología política feminista, los ecofeminismos, el feminismo socioambiental, y otras posturas sensibles y atinadas para deconstruir un mundo que ha dividido a los cuerpos como sujetos y cuerpos como objeto (y al servicio de otros). Es mirar al mundo desde una lente feminista antiracista, anticolonialista, anticapitalista, antimilitarista, y queer (Merrick, 2017). Esta ecología debe desafiar y transformar las estructuras dominantes de poder patriarcal, racial y económico que operan a nivel global. La pandemia de la Covid-19 clarificó que vivimos bajo lo que Val Plumwood (1993) llamó “el engaño fundamental de Occidente”, una doctrina que posiciona a la humanidad como radicalmente opuesta a la naturaleza, fuera de ésta, aparte, como una especie excepcional y superior. Esta forma de pensar, esta falla producto de la razón de la modernidad patriarcal, atraviesa la manera en la que concebimos al mundo, hace parecer que es parte de la esencia de la vida y no una narrativa del mundo moderno, y está fuertemente vinculada con la crisis ambiental en la que nos encontramos, con el mundo insostenible que habitamos. Al ser el SARS-CoV-2 un virus zoonótico transmitido de un animal a los humanos, y luego fácilmente diseminado entre humanos, nos deja claro las interconexiones, los entrelazamientos y los continuos tránsitos entre los cuerpos humanos y los cuerpos no humanos. Y deja también al descubierto los riesgos inmensos que representa para los equilibrios ecosistémicos e interespecies por la ruptura, la transgresión o la destrucción de cualquiera de los seres que, en su conjunto, construyen, fabrican la vida en medio de delicados y necesarios equilibrios, cambiantes y vitales equilibrios. Así, si algo nos debe quedar claro de la pandemia es que hay un vínculo inexorable con el mundo humano y el no humano, con una inmensa necesidad de comunicación interespecie, que somos seres abiertos, sensibles, de razón y corazón, con capacidad de afectar y ser afectados. Así, la vulnerabilidad se convierte en algo que lejos de ser una debilidad es reconocer un fundamento de la condición humana, pues siempre somos con, pensamos con, devenimos con; jamás en soledad y de manera aislada (Haraway, 2016).
Una Ecología Política de la Esperanza desafía la ciencia positiva que da forma y legitima al DS, sus sesgos androcéntricos masculinos y valores que denotan el dominio masculino epistemológico (Kabeer, 1998; Tickner, 2005). Esta es una ciencia que opera bajo principios de selectividad social, y que contrariamente a lo que pregona, carece de una verdad objetiva en su práctica real. Esto puede observarse en el olvido a las mujeres y a otros grupos degradados ante los cuales muestra un nulo interés. Ante esta situación proponemos que toda la empresa del conocimiento debería conocer al Otro, aceptarlo, comunicarse con el Otro, tender los puentes comunicativos con el Otro para poder entender, reconocer, vivir en y con el Otro. Vivimos una caverna que redifica nuestro mundo autorreferencial y nos impide mirar lo exterior y la otredad con una cierta claridad. El acto de conocer, es un acto comunicativo que exige el desprendimiento ególatra, que ocurre entre seres cognitivamente igualitarios, que exige el desprendimiento de la compulsión del poder y la dominación en el acto del ser y del conocer, que sólo es posible concebirlo como una actividad intersubjetiva de objetos que objetan y que poseen el don de la agencia, sean estas subjetividades humanas o no humanas, y que requiere también de la humildad cognitiva humana vaciada del deseo de controlar y someter al Otro, de tal manera que en vez de inhibir, facilite el tránsito ontológico y epistemológico entre seres, especies, objetos subjetivos de mundos diversos, habilitando así el puente comunicativo del pluriverso que habitamos, y también el diálogo transcorporal entre mundos de vida, de razón, de no razón, de sentimientos, de pasión, de sentimientos e instintos.
Una ecología de la esperanza se propone cuidar a la Tierra como fábrica de vida, pero tiene la obligación y compromiso ético de convertirse en un movimiento que critique y rectifique las relaciones desiguales de poder en nuestra sociedad, que se pregunta aquello que queremos sostener y quiénes están incluidos en esta visión de futuro (MacGregor, 2005). Esta propuesta política se ocupa de las dinámicas de poder para cuidar y ver por aquellos cuerpos que sostienen al nuestro y a la vida en general (McWeeny, 2014). Además, busca crear una nueva conciencia, una transformación profunda sobre la manera en la que se ha construido y organizado nuestra vida. Una ecología de la esperanza que piense desde la gestión materna (Segato, 2020), aquella que promueve, la ternura, los cuidados, que fomente las diferentes formas de existir humanas y no humanas, buscando la integridad ambiental, el bienestar y la dignidad.
Conclusiones
En este artículo hemos presentado una propuesta de lectura de la actual pandemia de la Covid-19 como una señal, una visitación del pasado que nos permite mirar el mundo que hemos construido, y que aquello que se materializa el día de hoy es producto de los fantasmas y de las sombras del ayer. La crisis de hoy es producto de una civilización y una modernidad que, en la destrucción patológica de sus sustentos de vida, no sólo consumió insensatamente recursos naturales, sino naturaleza, hábitats, ecosistemas, formas de vidas, virus, bacterias, formas diversas de vida que, ante el páramo creado por la modernidad, transgreden las fronteras interespecie y saltan a los cuerpos humanos bajo la forma de enfermedad, plaga y muerte. La pandemia como crisis sanitaria no es sino epifenómeno, forma aparencial por medio del cual, los mundos humanos y no humanos manifiestan, expresan el efecto del sometimiento y devastación que padecen al ser convertidos en simple instrumentos, medios para fines ajenos por la avasalladora máquina del capital y el mercado.
La pandemia abre la posibilidad no sólo de pensar y entender el momento de angustia y desolación que actualmente nos envuelve ante un evento novedoso y devastador como el que vivimos, sino que, con una pedagogía que raya en la crueldad, también nos permite pensar y proponer alternativas -aunque improbables sí posibles- para construir un mundo pleno de alegrías y esperanzas, verdaderas alternativas ante el páramo y la barbarie del actual sistema, ganado por el individualismo, la perversa maldad. Esta modernidad sigue construyendo promesas, como la del DS, pero que una y otra vez ha sido pobre en el cumplimiento de la palabra empeñada.
La pandemia permite atar cabos, desatar la memoria y la imaginación, desatar todo aquello que impide el miedo y correr los riesgos de romper con la rutina de la muerte, la noria de lo cotidiano que alimenta al sistema. Lo que buscamos es proponerle vida a la muerte, construir vida de la muerte, iluminar la conexión del drama, unirlo en sus estrechas conexiones con todas las crisis que en ella coinciden; esto es, la forma en la que la crisis ambiental, las crisis de sociedad, la crisis de civilización y del sistema de la vida coinciden en su labor destructora, pero también en las oportunidades que abren para proponerle a estos mundos desolados que son sus criaturas más auténticas una gran, revolucionaria, transgresora esperanza, por medio de una utopía radical, de un proyecto radical. Un proyecto que reconozca y combata en todos los terrenos la fuerza avasalladora del poder político, económico, simbólico y militar del capital, le proponga desde una reapropiación de la ingenuidad, un mundo guiado por esos lazos profundos, esenciales del vínculo humano que se expresan en el afecto, el cuidado, el amor, la ternura, por el que claman todos los seres de vida actualmente transformados en medio, medio ambiente del capital y sus barbaries.
La Ecología Política de la Esperanza propone hacer un camino de retorno, un camino disruptor de las crisis, restaurador de la devastación de las crisis (Imagen 2). Para ello hay que mirar desde fuera de la crisis, alejándose momentáneamente, pedagógicamente de la crisis, mirándola y sintiéndola con la sabiduría que da la distancia, armados con una nueva luz, una esperanza que enseñe que el cambio es posible, es real, es necesario, y que existen hoy día condiciones para lograrlo que no debemos ni podemos desechar. Sólo así podremos salirnos de la cárcel, abandonar de buena vez la noria, liberar a Sísifo de la piedra, abrir mundos rizomáticos, mundos que devengan en otros mundos posibles.