Antes que nada, quiero agradecer a la revista Diánoia y, en particular, a Ángeles Eraña por invitarme a participar en este diálogo crítico y amistoso con dos colegas -Zenia Yébenes y Nora Rabotnikof- que han leído cuidadosamente mi libro y me han hecho algunas observaciones críticas muy estimulantes. Agradezco su trabajo y espero poder responder a sus comentarios con el mismo empeño amistoso. Contrario al estilo académico en el que sólo se utiliza el apellido para dialogar con una autora o para citarla, yo las llamaré por su primer nombre, si me lo permite Zenia, porque Nora es una amiga muy querida y nuestra amistad data de muchos, muchos años. En el précis que me solicitó la revista incluí mis respuestas ya que, de cualquier forma, algunas de las cuestiones críticas se refieren a los conceptos centrales del libro. Por eso el précis es más largo de lo que se me pidió, pero espero que mi elección al juntar las dos secciones resulte justificada.
Précis y respuestas a mis colegas
Mi libro no trata sólo de las representaciones que, como feministas, erigimos en el proceso de imaginarnos como una comunidad política, sino que atiende también el esfuerzo para pensar en un tipo de categoría que pueda ubicarnos en un espacio político más amplio que el que supone el concepto de “espacio público” en su origen burgués. Rita Segato tiene razón al decir que “la historia de la esfera pública no es otra cosa que la historia del género” (Segato 2018, p. 102). Las feministas hemos insistido en ello: también lo personal es político y reflexionar sobre cómo reubicar lo político fuera del espacio público burgués supone una teorización que nos permita establecer mediaciones entre lo público y los asuntos que puedan convertirse de interés colectivo, aun cuando se ubiquen en el terreno de lo personal. La parte esencial de este proyecto consiste en teorizar acerca de la ampliación del espacio político hacia otros espacios, lo que llamé en mi trabajo una topografía, en donde las relaciones sociales con las mujeres han sido invisibilizadas y desde donde la política nos excluyó. Por eso es que en mi texto hay una conexión importante entre problematizar el espacio de la esfera pública e idear una manera distinta de imaginarlo, sin renunciar a pensar que lo ampliamos con los reclamos acerca de un tema que las feministas consideramos político y que, por ello, se pueden reclamar a otros actores políticos. Politizar los espacios de nuestras relaciones con los otros implica teorizar también sobre el poder y las estructuras que están detrás de todas las formas prácticas e imaginadas de su institucionalización en la vida política y social.1 Pienso que las dimensiones públicas y privadas han cambiado mucho históricamente y esto puede ser un tema del que no me ocupé en mi trabajo, pero que me interesa hacerlo en otro momento. Por ahora, sólo puedo afirmar que estas divisiones entre lo “público” y lo “privado” no pueden ser fijas ni existen al margen de las relaciones entre los agentes políticos y sus reclamos cuando versan sobre qué tipo de transformaciones radicales se necesitan y para qué. Defender la vida privada hoy es la posición contrahegemónica que hemos tomado quienes nos declaramos anticapitalistas.2
Mi libro comenzó con mi interés por redimensionar el espacio público en relación con los imaginarios sociales. En mi opinión, buscar las mediaciones entre estos dos conceptos nos lleva hasta el tema de las estructuras de poder institucionalizadas en prácticas variadas que tienen sus orígenes en el patriarcado y que están en correlación con el capitalismo. Por eso sugiero pensar el concepto de los imaginarios sociales (en plural) como un “ir más allá” de la esfera pública, mas no para deshacerse de ésta, pues las feministas siguen tomando los espacios públicos -como lo muestra el caso de las argentinas cuando politizaron el tema del aborto en años recientes3 o las jóvenes mexicanas que buscan borrar trazos del colonialismo al destruir la estatua de Cristóbal Colón y rehacer el monumento de la “Glorieta de las mujeres que luchan”-. Lo que importa ahora es cómo recuperar lo público mediado con los imaginarios bajo una óptica feminista y por qué ésta se ha transformado históricamente en postliteraria.
Es aquí donde se centra la participación crítica de mi amiga Nora,4 pues ella piensa que existe cierta ambigüedad en mi definición del concepto de imaginario y señala que en él pueden existir algunas tensiones, aunque reconoce que éstas pueden ser productivas. Nora tiene razón al señalar que en mi concepción de imaginario ofrezco una definición de corte antropológico que se vincula con las dos categorías centrales de Reinhart Koselleck: el espacio de las experiencias y el horizonte de las expectativas.5 En mi concepción de los imaginarios podríamos pensarlas como “espacios y horizontes” desde donde los actores políticos pueden reflexionar acerca de las experiencias que permanecen o se transforman entre generaciones, como espacios en donde ocurren también rupturas conceptuales y en los que en algunos momentos históricos, como en el presente, percibimos los límites de ciertos conceptos políticos porque no dan cuenta de los cambios sociales y políticos que ya han tenido lugar. Los imaginarios en plural son diferentes de la cultura y de la ideología; en realidad, son parte de las estructuras materiales que ya no se separan de lo imaginado porque la cultura, el lenguaje y los símbolos son partes de las construcciones colectivas que se materializan en prácticas, que a su vez son inseparables de los órdenes normativos y de su institucionalización formal e informal. El material de los imaginarios muestra quiénes constituyen y cómo se construyen las jerarquías de poder, por qué surgen ciertos mitos y en qué contextos podemos reconstruir los lazos entre la construcción simbólica de lo social y la institucionalización de las normas, los valores y las autoconcepciones de lo que somos como comunidades (en términos de género, clases sociales, razas, nacionalidades o de otros tipos de experiencia histórica que no son sólo identitarias).
El primer vínculo real entre el concepto de imaginario con las instituciones y sus prácticas formales e informales y la dinámica de la agencia se da en el constante proceso de constitución de lo que somos, en los procesos de “institución-instituir-autoorganización-transformación”. De ahí que la imaginación no funciona únicamente como una capacidad o como un contexto, sino que posee un sentido y una dinámica espacial y temporal que es más amplia porque abarca los nexos entre la materialización de las prácticas y su institucionalización. Mi trabajo es un esfuerzo por concebir un espacio politizado en el que se puedan conectar no sólo los estratos y sedimentos del tiempo (las mentalidades), sino también las dimensiones intransferibles de la experiencia en las que cabrían lo que Walter Benjamin denominaba el terreno de las subjetividades como clave de la percepción6 y su relación con otros ámbitos como el “inconsciente colectivo”.7 Poder imaginar los vínculos entre los órdenes normativos e históricos como espacios y horizontes interpretativos y de acción, que al mismo tiempo que definimos nos definen -aunque no estén limitados sólo por las identidades-, es el espacio de los imaginarios que los actores políticos constantemente rediseñamos. El cine se presenta aquí como una analogía de “lo público” en ese espacio materializado e imaginado, en donde surgen nuestras autorrepresentaciones y en donde es posible problematizar temas de una forma mejor que en las teorías, porque el cine tiene una manera muy particular de remitirnos a las experiencias y a los cambios subjetivos e intersubjetivos de nuestras formas de ver la vida y de generar esperanzas nuevas. Yo creo que la teoría de Benjamin sobre el cine8 contiene algo que no pudo terminar de desarrollar, porque Adorno reaccionó de inmediato contra ella, como veremos más adelante;9 sin embargo, he intentado construir un concepto de imaginario de acuerdo con esta sugerente intuición de Benjamin.
Nora tiene razón: en mi trabajo también aparecen otras dimensiones del concepto de imaginario. Curiosamente, muchos teóricos utilizan ese concepto, pero muy pocos se toman en serio el trabajo de elaborar una definición clara y original. Podemos encontrar algunas definiciones sugerentes en la sociología y en la historia (Bouchard 2017 o Breckman 2013), así como en el psicoanálisis (Lacan 1982 y Castoriadis 1998, por ejemplo). Yo pensé que tanto Benjamin como Miriam Hansen estaban ya cerca de una definición de los imaginarios cuando escribieron sobre lo que el cine podía proporcionar, como un espacio en donde es posible verter representaciones acerca de las experiencias vis-à-vis la tecnología y las nuevas expectativas vinculadas con cómo era posible imaginarlas en las representaciones sobre los temas políticos. El cine y sus representaciones nos colocan de lleno en el terreno del imaginario, en el cual es posible visualizar la capacidad de relacionar el sentido de la acción con las experiencias en formas mucho más complejas que lo que las teorías nos pueden ofrecer. En principio, porque en el cine las representaciones no se limitan a lo lingüístico y el juego de las imágenes nos permite introducir las dimensiones afectivas, psicológicas y sociales que sobrepasan lo que sobre ellas podemos decir. Estos esfuerzos por relacionar los problemas políticos con las formas de representación requieren también de un estrato reflexivo que se vincule con espectadores cuyas dos categorías antes mencionadas -de las experiencias y de las expectativas-intervienen en sus percepciones frente a lo visto. Las experiencias que vemos representadas pueden enlazarse con nuevas expectativas y ambas dependen de momentos históricos propicios, como es el presente para el feminismo. Por eso, en el primer capítulo propongo una noción de agencia política que se define como relacional y que se vincula con los repertorios de las experiencias colectivas del pasado (de las distintas generaciones y de las rupturas históricas vividas entre el pasado y el presente). Y sí, también tiene razón Zenia: esta agencia no es intencional porque no se trata de pensar en formas tradicionales de agencia política individual o de pensarnos como agentes del cambio en abstracto o por puro voluntarismo teórico. Sería algo así como el poder de activar el imaginario como “un entrelazamiento de múltiples fuerzas sociales y sucesos aparentemente sin importancia”10 que se apoyan en la posibilidad de abrirse hacia un horizonte nuevo y que buscan imaginar cómo transformarnos, con lo que generan procesos de autoconstitución. Se trata de una forma de pensar el concepto de agencia vis-à-vis los imaginarios. Ésa me parece que es la mejor manera de definir el concepto relacional de agencia política. Hannah Arendt concibió su concepto de “poder” en forma similar, es decir, relacional. Ambos conceptos, el de poder (en el sentido de Arendt, como “acción”)11 y el mío de agencia son similares. La acción política depende también -en gran parte- de cómo podemos imaginarnos como partes esenciales de los cambios del diseño institucional y de sus prácticas formales e informales.
De ahí que el cine pueda ser una herramienta útil porque nos conecta con las representaciones y los problemas de nuestro tiempo en multi-espacios que rompen con las formas tradicionales de concebir el espacio y el tiempo. Aquí aparece el tema de las heterotopías, un concepto que Zenia cuestiona en mi proyecto y que yo tomé tanto de Miriam Hansen12 como del propio Michel Foucault. En el cine, nos colocamos dentro y fuera de un espacio nuevo que ya no se limita a los tres muros en los que suceden las escenas teatrales y sus obligados cortes narrativos.13 Fue por eso que se me ocurrió referirme a Foucault, quien sostiene que la heterotopía “tiene el poder de yuxtaponer, en un solo lugar real, diferentes espacios y ubicaciones que son incompatibles entre sí. Por lo tanto, en el rectángulo del escenario, el teatro alterna como una serie de lugares que son ajenos entre sí; así, el cine se presenta como un salón rectangular muy curioso, en el fondo del cual un espacio tridimensional se proyecta en una pantalla bidimensional”.14 El material privilegiado del teatro es el lenguaje hablado. El teatro tiene que hacer cortes de escenas para llevarnos hacia los distintos espacios y tiempos con la luz apagada o encendida para indicarnos esos cambios de representaciones limitados por los tres muros. En el cine no ocurre lo mismo; lo que hay es una “heterocronía” pues, como señala Foucault, “Los hombres [sic] se encuentran a sí mismos en una especie de ruptura total de su tiempo tradicional”.15 En el cine, la espectadora no está en un estado pasivo esperando que algo le indique lo que está ocurriendo; comprende bien el lenguaje del cine sin tener que seguir otra pista que las imágenes porque las experimenta con su percepción y es capaz de captar la coherencia del relato, aun con las rupturas entre el espacio y el tiempo, gracias a las posibilidades visuales que abren la cámara y los recursos óptico-tecnológicos. El cine posee un lenguaje construido tecnológicamente que permite a las narraciones expandir sus posibilidades con tiempos paralelos o rupturas y entrecruzamientos de futuros y pasados. Incluso hoy hay ciertas películas en las que las imágenes se cortan como dos historias alternativas o paralelas que juegan visualmente con la ruptura de la pantalla. El cine transporta a esa espectadora hacia el lugar sin lugar en el que se nos introduce desde la pantalla plana hasta la percepción transformadora con otra profundidad que no posee un lugar físico. Por eso podemos experimentarla como si estuviéramos dentro y fuera. Cierto, yo escribí el libro cuando todavía no vivíamos la experiencia de tener que abandonar el ritual de ir al cine. Con la pandemia, ahora estamos obligados a ver las películas en casa y la magia del cine se evapora porque no estamos del todo inmersos con otras y otros en un lugar oscuro que nos hace olvidar que estamos ahí y que habitamos un lugar no material. El cine posee algo que es simultáneamente material e inmaterial, como bien lo experimentaron los primeros espectadores en París frente al corto de los hermanos Lumière titulado La llegada del tren a la ciudad. Al ver la imagen de un tren de frente que parecía en movimiento, se hizo posible que la reacción de las espectadoras fuera expresar terror, pues las imágenes en movimiento de la locomotora produjeron la engañosa sensación de que estaban situadas frente a ella y que ésta se acercaba a ellas irremediablemente.16 El cine tiene la cualidad de convertirse en un material sensible directamente ligado con el campo experimental fenoménico. Fue Benjamin quien trabajó primero sobre estas dimensiones del cine en su ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. Por eso es importante recordar lo que él vio como el potencial del cine, esto es, que podía aumentar las posibilidades de enriquecer la subjetividad con imágenes y con los usos del montaje. Con éstos se facilitaba la narración sincrónica y diacrónica de diversas experiencias colectivas e incluso la presentación de imágenes que asemejan al inconsciente colectivo. También pensó en cómo el cine podía mostrar el funcionamiento de la psique a la vez que podía captar el fenómeno de la imaginación colectiva.17 Benjamin sabía que las formas en las que las imágenes nos constituyen son parte del territorio de nuestros repertorios subjetivos acerca de la acción colectiva. Como ya señalé, este texto provocó una polémica con Adorno18 y los miembros de la Teoría Crítica. Benjamin tuvo que revisarlo varias veces (existen al menos tres versiones) hasta lograr que sus críticos quedaran contentos con esa versión conocida hoy como Urtext (versión definitiva). Benjamin concebía ya una especie de imaginario social y escribía sobre un inconsciente colectivo, tema que no pudo terminar de desarrollar por las frecuentes objeciones de Adorno a su trabajo. Hoy en día nadie negaría esta afirmación, pero entonces suponía un motivo de desencuentro con la visión crítica de Adorno, porque éste tenía una visión del arte profundamente elitista. La de Benjamin, sin embargo, era más parecida a la de Bertolt Brecht porque ni uno de ellos estaba interesado en la distinción entre el arte y la cultura popular. Ambos confiaban en que la diversión y la inteligencia no tenían por qué estar reñidos con historias bien contadas y mejor aún si los aparatos tecnológicos permitían amplificar las cualidades sensoriales y la percepción, engrandeciendo así el horizonte de las experiencias colectivas. Ahora yo he conectado esto también con el feminismo.19 Es por esta cualidad que el cine ha sido especialmente valorado por las mujeres.20 ¿Por qué? Porque a pesar de que la historia del patriarcado es la historia sobre la invisibilidad de las mujeres como agentes políticos -y de cómo esto se ha logrado a partir de algunas prácticas que analizo críticamente- el cine ha permitido visualizar imágenes poderosas sobre las mujeres que por primera vez reflejan las dimensiones de sus horizontes de experiencias y expectativas. Así lo documenta el ensayo de Barbara Klinger acerca de cómo reaccionaron las mujeres como espectadoras al ver el film El piano, dirigida por Jane Campion (1993).21 Por eso es necesario recordar aquí lo que Hayden White decía sobre los géneros elegidos en el cine para contar las historias, pues ellos nos permiten comprender mejor en términos políticos cómo estas representaciones están en un nivel más profundo de lo que somos conscientes y por qué tiene importancia el género (genre) que se elige para contarlas (White 1988, p. 1195).22
Por eso, nada mejor que examinar las autorrepresentaciones de la sociedad en el cine. Al contrario de lo que le preocupa a Zenia, no tengo problema para examinar películas de Hollywood o films artísticos. Comparto con Benjamin y con Brecht la creencia de que ésta también es una división burguesa y lo que más me importa es la clase de repertorios de imágenes que constituyen las justificaciones normativas y, al mismo tiempo, las construcciones que con ellas se proponen de la subjetividad o de la sujeción de las mujeres. A Benjamin le interesaban las películas de Chaplin, las de Mickey Mouse y también las de Serguéi Eisenstein. A Wittgenstein le fascinaban los wésterns americanos. Robert Pippin ha escrito un libro sobre los wésterns y el mito de la fundación en los Estados Unidos (Pippin 2010). Stanley Cavell amaba todo tipo de películas (Cavell 1979). Es cierto que las feministas construyeron una forma de crítica vinculada con la teoría lacaniana que fue muy fructífera, aunque ésta sí es más bien ideológica. Con sus análisis de las películas y también en relación con los conceptos lacanianos, muchas de ellas incluso acuñaron conceptos nuevos, como Laura Mulvey y su término “scopofilia”, que significa la mirada objetivante de los hombres sobre los cuerpos de las mujeres que se exhiben en las pantallas de cine. Algunos de esos trabajos son extraordinarios.23 Mi teoría va por otro camino: intento definir los imaginarios a partir de los procesos generadores de movimientos tales como institución-instituir-transformar. Estas dimensiones son procesos complejos. Por eso, en el texto también aparece el tema de cómo imaginar un proyecto político de emancipación radical. Si el feminismo tiene algo que decir sobre esto (y ciertamente lo tiene), ello supone que es posible trazar una especie de “dialéctica” entre los movimiento históricos y conceptuales sobre el feminismo que pueden captar (o no) la importancia de los reclamos de los nuevos movimientos en los que las mujeres que ya se han convertido en actores principales emplazan al reto sobre las transformaciones políticas y sociales necesarias.24 Los conceptos acuñados por los feminismos y sus autotransformaciones políticas y sociales de este siglo XXI pueden captar el sentido histórico y político de esas experiencias del pasado y de las expectativas nuevas que tenemos en relación con los futuros posibles.
En el segundo capítulo propongo desarrollar una teoría sobre la imaginación que se sitúe más allá de concebirla como la función exclusiva de una facultad individual. A ello me motiva mi descontento con el concepto lacaniano de imaginario social y mi preocupación por cómo puede pensarse también la psique en la relación activa con la comunidad política y con la compleja relación de las relaciones simbólicas y de significación que como agentes construimos y en la que también somos construidas a través de las instituciones. Prefiero el aporte conceptual y creativo de Castoriadis 1998 y de Taylor 2004. Ambos conciben el imaginario social de cara a la transformación de las instituciones y de sus normas. La psique contiende con las posibilidades de rearticular en forma original aquello que nos está dado como mundo (aquí utilizo el concepto de Hannah Arendt de mundanidad),25 y es por eso que Castoriadis lo llama el “magma” de significaciones alrededor del entorno político y social (Castoriadis 1998, p. 359). También se trata de un repertorio abierto de posibilidades creativas que permiten resignificaciones sobre lo que son nuestras relaciones en y con las instituciones.26 Una tercera noción de la imaginación consiste en sostener que también tiene una función poiética, pues es productora de realidades/imágenes que posibilitan cambios y transformaciones y éstos pueden ser negativos o positivos. Por eso es que nos abren a la posibilidad de aspirar a participar en una creación colectiva como una comunidad política feminista. Aunque, claro está, también dependemos del carácter histórico y de las contingencias políticas de la acción. Con todo, nada es más significativo que el hecho de que podamos imaginar otra forma de vida radicalmente diferente a la patriarcal-capitalista. Espero que la tensión que señala Nora pueda aquí concebirse no tanto como algo que genera contradicción entre concepciones diversas, sino como un concepto de imaginación-agencia-relaciones en las cuales intervienen dinámicas entrelazadas de experiencias y expectativas que se manifiestan siempre entre los agentes y sus relaciones interinstitucionales e interactivas y producen acciones que pueden variar según las contingencias históricas.
Para saber qué significa un imaginario feminista tenemos que empezar por cuestionar en qué tipo de órdenes normativos e institucionales hemos vivido históricamente y cómo podemos situarnos en una perspectiva desde la cual vislumbrar una especie de umbral de transformación. Por eso, en el tercer capítulo, me propuse analizar cómo se ha construido en términos históricos un discurso político a partir del “cuerpo de las mujeres” como vehículo y representación fundamental de un concepto de soberanía patriarcal. Espero que esto pueda aclarar mejor la crítica que Zenia hace a mi texto sobre el tema del “cuerpo” como el gran ausente en el texto. Tal vez lo mejor sería decir que hay muchas maneras de tematizar el cuerpo. La mía consistió en explorar este asunto a través del concepto de soberanía. El concepto de la soberanía del cuerpo femenino justificó en el pasado la violación como la hazaña simbólica por excelencia de la política. La alegoría representaba el triunfo de los hombres en sus conquistas imperiales, en las historias antiguas acerca de las fundaciones de ciudades (Grecia y Roma) y en los sucesivos proyectos políticos como la República como producto de la Revolución francesa; o en los desenlaces de las guerras civiles e incluso en los conflictos de conquistas imperialistas. En la no tan lejana guerra de Bosnia-Herzegovina y Croacia, los cuerpos de las mujeres se convirtieron en las armas de guerra más utilizadas sistemáticamente (como evidenció Catherine MacKinnon en su informe para exigir que se consideraran crímenes contra la humanidad).27 Estas imágenes aparecieron primero en textos clásicos como La Ilíada o La Eneida y también fueron imágenes centrales en las esculturas griegas y romanas; luego en las pinturas renacentistas y barrocas y aun en las pinturas contemporáneas se sigue utilizando el concepto de soberanía del cuerpo de las mujeres acuñado en los imaginarios patriarcales. Estas representaciones están también en el cine. Por eso en este capítulo quise construir una genealogía del concepto de soberanía política encarnado en los cuerpos de las mujeres. Este método posee semejanzas con el trabajo de Foucault, pero trata, más bien, de hacer uso de la historia conceptual de Koselleck,28 quien concibe los conceptos como vehículos de prácticas institucionalizadas y supone la posibilidad de hallar las huellas de esas prácticas en los cambios semánticos, los cuales pueden rastrearse en las transformaciones que ocurren en los usos de conceptos, desde su origen y acuñación hasta en sus acepciones actuales. Koselleck planteaba que estos cambios de sentido son indicativos de formas históricas en las que el sentido de las acciones (prácticas sociales y políticas) se refleja en los cambios de los usos lingüísticos conceptuales. En este capítulo los cuerpos de las mujeres se politizan como territorios ganados u ocupados; sus cuerpos son los vehículos en los que se escribe la historia política de los héroes patriarcales y la violación es el símbolo de esas conquistas. Con la comprensión de cómo los cuerpos de las mujeres son mensajes políticos podemos hacer visible cómo se construyó el concepto de soberanía política desde el punto de vista de su origen patriarcal. En este concepto no cabe el sentido de daño moral o de daño a las subjetividades con estos actos de violencia. Ahí es posible rastrear también el otro sentido del cuerpo de la mujer como símbolo de propiedad o como botín. Ya desde la época medieval, con la separación conceptual del cuerpo y la mente (San Agustín), se constituyó el eje del binarismo patriarcal y la justificación de corte biológico de las diferencias asociadas con la jerarquía de un género sobre otro. Esto implicó también el control de la sexualidad y la disciplina del cuerpo femenino. La violación ha sido la forma de violencia más naturalizada por la política. El origen del significado se encuentra en el vocabulario del guerrero, en las formas de la construcción legal de la posesión de los cuerpos de las mujeres como territorios y de su acepción como soberanía.
Las sucesivas formas histórico-políticas conllevaron al proceso de convertirnos en objetos y en territorios desde los cuales se escribían hazañas, hasta llegar al proceso de la “domesticación” de ellos a través del contrato matrimonial como origen del patriarcado (Mies 1998) y como antecedente del capitalismo29 que se examina en el capítulo cinco.
De esta forma es posible aprender a cuestionar de manera más amplia el papel de las imágenes y de las representaciones, y entender su importancia para la política y la fuerza potencial de la significación de los mensajes políticos encarnados en las prácticas institucionales que forman parte del contenido de los imaginarios. Sin embargo, no es ésta una crítica ideológica pues, como expliqué antes, en realidad, este tema es más complejo y tiene que ver con el proceso de construcción de las ficciones y de sus distorsiones vinculadas con discursos hegemónicos de poder. Los hechos aparecen entrelazados a interpretaciones en una construcción normativa que incluye a las tradiciones, narrativas e identidades, y que dependen de las estructuras simbólicas y de sentido. El problema marxista de la relación entre la estructura y la superestructura desaparece porque hablamos también de prácticas discursivas y de instituciones que no están desvinculadas de lo material, pero en las que pueden verse la construcción de las formas de sentido y en las que también es posible imaginar la posibilidad de construir otras formas alternativas de vida que sean mejores. Así aparece mi concepción histórica de los imaginarios como la materialización institucional histórica del patriarcado y del capitalismo.30 Habrá que pensar en futuros imaginarios feministas. La ventaja de este concepto es que puede entenderse como la realidad multidimensional que incluye las normas y las prácticas institucionales vinculadas también con lo psíquico y lo afectivo. ¿Es una teoría del todo? No lo creo, es una teoría sobre los imaginarios como formas espaciales y temporales en las que están tejidas las relaciones humanas y sus construcciones e interpretaciones. Por supuesto que no pienso que haya un único imaginario patriarcal. No puede haberlo cuando hay un amplio repertorio de experiencias globales, de religiones diversas, cuya institucionalización prioriza ciertas dimensiones sobre otras. No existe siquiera un concepto único de soberanía del cuerpo de las mujeres. Y ello queda claro en cómo tuve que referirme a la historia de este concepto en su versión occidental con obras y desarrollos legales fincados en autores específicos, dado que desconozco profundamente otras formas de concebir las prácticas institucionales de otros mundos desde sus orígenes hasta nuestros días. Esas otras genealogías seguro que se conocerán cada vez más porque hay nuevas teorías poscoloniales y decoloniales que ya están trabajando sobre ello.
En el cuarto capítulo vuelvo al tema de la violación en el cine, pero esta vez para relacionarlo con el mito. El tema del mito ha sido particularmente significativo para la tradición de la teoría crítica alemana y es importante aclarar que desempeñó un papel determinante en la obra de Walter Benjamin. Pero en mi trabajo influyó la teoría sobre el mito de Hans Blumenberg, en la que este autor define el mito como formas narrativas de enfrentar el miedo, la angustia o lo desconocido que se generan con la incapacidad de controlar el mundo o con la imposibilidad de dominarlo.31 En un libro anterior a éste yo había trabajado sobre el tema del mito en Blumenberg (Lara 2013), pero ahora me importaba explorarlo junto con el tema de la construcción patriarcal-capitalista del mito en el cine, incluso en autores cuyas ideas políticas son progresistas, como el caso del cine de Pedro Almodóvar. Los mitos son una fuente permanente de significación. Son fundamentales para la vida de los actores políticos y por eso mi interés en analizar la persistencia de los mitos patriarcales en el cine más contemporáneo. Las representaciones de las mujeres de las que aquí me ocupo tocan lo más profundo del mito patriarcal sobre esta violencia que aparece como forma exploratoria de los miedos y que alude a la invocación del género como alteridad o a la sexualidad de las mujeres, como diría el propio Freud, como “el continente oscuro”.
En el último capítulo exploro el camino de la construcción política moderna de la invisibilidad de las mujeres con la llegada de las teorías contractualistas, las cuales prosiguieron con la eliminación política de las mujeres de las negociaciones políticas y con la construcción política de su domesticación (concepto acuñado por Maria Mies). El tema es la invisibilidad como otra forma de pensar en el poder de las imágenes. Las teorías anticapitalistas de Mies y de Sylvia Federici describen cómo se construyó históricamente el papel de la “domesticación” femenina. Aun John Rawls exigía que la herramienta racionalista del velo de la ignorancia pudiera ser parte de su construcción teórica sobre la justicia, con lo que consiguió que las mujeres continuaran siendo invisibles. Lo paradójico es que incluso ciertas feministas seguían este proyecto rawlsiano a pesar del muy cuestionable punto de partida que continuó con la invisibilidad como si ésta no fuera una injusticia. La invisibilidad es ahora un tema central del discurso de la resignificación de hacer visible el secreto como algo con contenido político. Los privilegios de género permitieron toda clase de construcciones institucionales, incluidos el silencio y el secretismo. La estrategia del secretismo ha sido uno de los mayores privilegios de las instituciones patriarcales que justifican que las relaciones jerárquicas puedan ser sexualizadas a elección del hombre en una posición de poder, sin que existan posibilidades de rechazar esos ataques por las posiciones asimétricas que ocupan las mujeres en sus trabajos o en sus casas. Hasta hace muy poco, los hombres podían cometer toda clase de abusos de poder introduciendo el sexo como algo secreto y forzado en la privacidad de las oficinas o en lugares ocultos. Estas prácticas fueron las que se justificaban por el pacto institucional de silencio con el obligado secretismo impuesto por los hombres. Así se han protegido siempre entre ellos como si formaran un club. Y el trabajo de hacer visibles estos actos invisibles nos permite esclarecer políticamente por qué el secretismo es también una institución que encubre los abusos de poder. Y no debe asombrarnos que aún algunas feministas muy reconocidas piensen que “ésas no son sus batallas”.32 Las relaciones asimétricas en el trabajo y en la vida familiar otorgaron privilegios a los hombres que hoy son vistos simplemente como actos de abuso y corrupción.33 Por eso me interesa la defensa global de los movimientos feministas más plurales que han atacado a todo tipo de instituciones de poder patriarcales y capitalistas como los #MeToo, #NiUnaMenos y #YoSiTeCreo. No se trata de devaluar el movimiento porque remite a las experiencias de las actrices y a su privilegio por tener visibilidad. En realidad, esta historia es falsa. Su surgimiento no se produjo tras la reacción de la actriz norteamericana Alyssa Milano cuando tuiteó el famoso eslogan del #MeToo para señalar a Harvey Weinstein como un violador. Su origen se lo debemos a la activista negra de los derechos civiles Tarana Burke, quien comenzó a utilizar la frase en las redes sociales tras haber escuchado cientos de casos como el de ella (que además fue asaltada y violada cuando era adolescente). Burke se trasladó a Selma, Alabama, a finales de los años noventa y comenzó a desarrollar la organización “Just Be” (2003) con un programa educativo para jóvenes negras de entre 12 y 18 años. En 2006 fundó el movimiento #MeToo para generar conciencia sobre la infinidad de actos de abuso y agresión sexual que sufren las mujeres negras en la sociedad norteamericana. En 2008 se mudó a Filadelfia y fue asesora de películas, como Selma, dirigida por Ava DuVernay (2014). Fue allí donde la gente del cine comenzó a conocer el trabajo de Burke. La frase “MeToo” fue después utilizada por las actrices y mujeres que trabajan en medios de comunicación. Su impacto ha sido rotundo porque alude al secretismo de una institución privilegiada, a la complicidad entre los hombres y a la impunidad de sus actos. Las feministas la han adoptado en todo el mundo, pues se trata de abolir prácticas institucionales que ocurren en China, Japón, Marruecos, Francia, México y en el mundo entero. Hasta ahora se trataba de privilegios que robaron y roban la posibilidad de las mujeres de decidir dónde, cuándo y con quién establecer relaciones sexuales. Las mujeres en todo el mundo han reaccionado al identificarse en situaciones semejantes (en Wikipedia, por ejemplo, aparecen 34 países con movimientos #MeToo y cuyas referencias concretas se describen ya como un movimiento global). Y, sobre todo, se trata de poder organizar un movimiento en contra de las formas en las que en nuestras sociedades se ha invisibilizado el tema de los abusos de poder que se relacionan con el sexo y con la integridad de las mujeres. El problema del acoso y del hostigamiento sexual es una de las experiencias más extendidas entre las mujeres en todo el mundo. Y si la mayoría ha callado, ha sido por miedo a que luego su reputación sea objeto de calumnias y que los abogados o colegas destapen las biografías de las mujeres con el afán de desprestigiarlas a toda costa.
El problema es que las mujeres han interiorizado tanto estos abusos que siempre se cuestionan si ellas han tenido la culpa, si provocaron la acción por la ropa que llevaban puesta, por los gestos involuntarios hacia otros o por haber dado lugar a comentarios no deseados sobre sus cuerpos. Éstas no son sólo experiencias de las norteamericanas.
Aquí tal vez puede entrar también el tema de la interseccionalidad que a Zenia le parece lo más criticable de mi trabajo. El concepto acuñado por Kimberlé Crenshaw es una gran metáfora sobre los ejes de poder que se entrecruzan en las experiencias de opresión, dominio y explotación de las mujeres. Siguiendo aquí tanto la teoría de Blumenberg sobre la metaforología (Blumenberg 2020) como la de Richard Rorty, quien también propuso analizar la filosofía desde la creación de metáforas, concibo este concepto como una gran metáfora. Ambos coinciden en pensar que las transformaciones filosóficas reflejan también cambios en las formas de concebir el mundo y, a veces, las metáforas funcionan mejor que los conceptos. Para Rorty, ése fue su primer gran éxito cuando comenzó a hablar de la metáfora de la mente como un “espejo de la naturaleza”.34 Creo que, tras explicar que estoy más interesada en los espacios de las experiencias colectivas y de sus aperturas hacia nuevas expectativas, es posible defender dos cosas: una, que existen estructuras de poder que son institucionalizadas y que con sus prácticas se construyen las identidades de otros como parte de esas relaciones de poder en muchos niveles. Estas formas de opresión, explotación o dominación se diferencian las unas de las otras y no pueden confundirse entre sí. Nancy Fraser señalaba las formas en las que cuestionaba las injusticias: la redistribución, el reconocimiento y la representación o tergiversación política (Fraser 2008). Antes que ella, Michael Walzer hablaba de esferas de la justicia (Walzer 1983). En este sentido, pienso que la metáfora de la interseccionalidad puede permitirnos hacer visibles las convergencias de los ejes institucionales de poder en sus varias y diferenciadas formas de opresión. Estas formas pueden coincidir en el horizonte del género porque, a pesar de todo, las mujeres siguen siendo el grupo más vulnerable. Busqué leer argumentos críticos contra la interseccionalidad y no pude encontrar alguno que me convenciera en lo que se refiere a los límites de sus usos. Ya sea que se comprenda como horizonte de experiencias o como metáfora sobre los ejes estructurales de la opresión y la dominación institucionalizadas, se deslinda de las teorías sobre las identidades como algo fijo. Sin embargo, no veo esencialismo alguno cuando de lo que se habla es de las instituciones en cuyas prácticas se construyen las experiencias de exclusión de los sujetos y no de su biología. Si consideramos la interseccionalidad la base feminista de la metáfora sobre la pluralidad, sólo habría que añadir que lo que me interesa a mí es cómo las injusticias sistémicas afectan nuestras interpretaciones sobre nosotros y por qué es importante la clase de preguntas y cuestionamientos que podemos hacer con ellas.35Las posiciones que ocupamos en la sociedad no son elegidas, aunque sí es posible reconocer que son las instituciones y sus prácticas las que convierten a la raza o al género en un problema.
En el documental de Raoul Peck I Am Not Your Negro (2016), James Baldwin explica cómo en Estados Unidos no podía olvidarse de su negritud, refiriéndose precisamente a que la institución del segregacionismo y de la violencia racial no lo dejaba olvidar su color. Pero si la metáfora de las intersecciones es poderosa se debe a que el feminismo hace visibles los múltiples dominios e instituciones en los que se sigue permitiendo la convergencia de varias formas de violencia en las vidas de las mujeres.
Epílogo
Por último, si este libro me ha dejado algo, ha sido la conciencia de que tengo que completarlo con otros temas que son igualmente importantes y que merecen una discusión más amplia que la que presento aquí. Sin embargo, para mi gran fortuna he tenido el privilegio de entablar un diálogo con dos interlocutoras que me han hecho pensar que otras pueden ver paisajes distintos al que yo he pintado. Este esfuerzo ha sido de gran ayuda. Quizá tan importante como la ayuda que recibió -con el regalo de la amistad- Lorelei Lee (Marilyn Monroe) cuando Dorothy Shaw (Jane Russell) la sacó de su lío en el juicio por haberse robado la tiara de diamantes en Gentlemen Prefer Blondes. Le doy gracias a Nora por los tantos años de amistad compartidos y tengo la esperanza de haber iniciado una amistad nueva con Zenia.