A la memoria de Juan Luis Sariego Rodríguez.
That colonial problems persist today in neocolonial guise comes as no surprise to the student of Mexican history. The story is an old one, you say; why read yet another story of colonial oppression?
SUSAN M. DEEDS.Defiance and Deference in Mexico's Colonial North. Indians under Spanish Rule in Nueva Vizcaya
Introducción
En trabajos acuciosos dedicados al desarrollo de la política indigenista, la explotación minera y forestal durante el siglo XX en la Sierra Tarahumara, estado de Chihuahua1, Juan Luis Sariego Rodríguez2 demostró que las poblaciones que habitan esta región (rarámuri o tarahumaras, ódami o tepehuanes, o’oba o pimas y warijó o guarijíos, que en conjunto suman aproximadamente 100,000 habitantes)3 han sido definidas como históricamente separadas de una sociedad y del Estado mexicano; es decir, como ajenas a las instituciones que lo configuran, tales como la educación y la salud; inadecuadas para las políticas que lo constituyen, como las territoriales, y que ante todo no son completamente ciudadanos. Por ello, durante el siglo XX la Sierra Tarahumara fue un laboratorio para las políticas nacionales, particularmente las de corte indigenista, y en la última década, para las de corte neoliberal. Se implementó una política agraria posrevolucionaria y se repartió la tierra para la instauración de los ejidos4, cuyo fin último fue la explotación forestal o minera —de ahí que las fechas de solicitud ejidal correspondan con los corredores de extracción forestal5—; se ejecutó una política de integración y desarrollo plasmada en infraestructura —tal como las vías del tren y las carreteras— y posteriormente en infraestructura para el ecoturismo. Paralelamente se generaron instituciones, políticas y programas bajo el modelo del Estado benefactor de posguerra que gradualmente se transformaron, sobre todo a partir de la década de 1980 y en el marco del nuevo modelo neoliberal del Estado, en programas asistencialistas y políticas de desarrollo económico.
Algunos de los efectos de estas intervenciones han sido el despojo de recursos madereros, mineros y territoriales por parte de empresas privadas, estatales y paraestatales, así como la implantación de un modelo de organización territorial fundamentado en el concepto de comunidad, tal como el ejido, el cual ha resultado inadecuado para algunos rarámuri6, generando nuevos sistemas de organización como la Asamblea. A partir de las investigaciones etnográficas que he realizado durante los últimos años en la Sierra Tarahumara7 puedo indicar que este tipo de intervenciones también fortalece y habilita la explotación de las personas, como en el caso del turismo y de la narcoeconomía8; favorece económica y políticamente a empresarios, inversionistas y al crimen organizado, y simultáneamente genera la creación de nuevas formas organizativas de los rarámuri.
«Nadie está aislado de nadie» es una frase con la que Juan Luis Sariego Rodríguez concluye un trabajo dedicado al estudio de la práctica institucional indigenista en la Sierra Tarahumara. Este «aislamiento» ha justificado las intervenciones de dos actores en disputa: la Iglesia católica y el Estado mexicano, a los que desde fines del siglo XIX se han sumado activamente los empresarios regionales, nacionales e internacionales. Por ejemplo, el 19 de noviembre de 20039, en el pueblo de Norogachi, el entonces gobernador del estado de Chihuahua, Patricio Martínez (1999-2004), reconoció y agradeció el quehacer de los religiosos diocesanos y de la orden de las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres para atender la salud y la educación de la población rarámuri. Resaltó que los religiosos suplían las faltas del Estado. Patricio Martínez también agradeció al Presidente del Grupo Televisa, quien presidió el evento de la entrega de una sala con computadoras e internet vía satélite, donados por el Club Deportivo América. Este evento no solo manifestaba la aparente ausencia del Gobierno del estado de Chihuahua en Norogachi a través de la participación de instituciones privadas y religiosas, sino que también velaba que el Gobierno del Estado y el Gobierno Federal habían estado presentes en este ejido por medio de la exploración forestal que se agudizó en los años setenta y ochenta con el apoyo del Instituto Nacional Indigenista (INI) y de Productos Forestales Tarahumaras (PROFORTARAH)10, o bien por medio de la carretera Guachochi-Nonoava que ya se construía para esos momentos y que atravesaría el pueblo de Norogachi11.
Este texto hace parte de una investigación en curso cuyo objetivo general es conocer la relación entre el desarrollo institucional del Estado mexicano durante los siglos XX y XXI y los procesos de transformación de la sociedad rarámuri en la Sierra Tarahumara. Para atender uno de los ejes que estructuran dicha pesquisa, la finalidad de este artículo es problematizar la noción de aislamiento que, de acuerdo con Juan Luis Sariego Rodríguez, ha configurado una imagen de las poblaciones que habitan esta región y fungido como premisa para ejecutar prácticas de protección, incorporación e integración. Para lograrlo, articularé un enfoque que prioriza el estudio de las prácticas institucionales concretas, formulado por este autor12 para examinar el indigenismo en la Sierra Tarahumara y el concepto de «descripción prescriptiva» propuesto por Federico Navarrete para reflexionar en torno a las explicaciones sobre el cambio cultural en América.
Por descripciones prescriptivas sobre el aislamiento entenderé «las concepciones y explicaciones [que han hecho] parte central de los programas de dominación política, explotación económica y transformación de las sociedades indígenas comenzando con las conquistas espirituales del primer periodo colonial pasando por las cruzadas civilizatorias de los siglos XVII y XIX y las campañas de integración nacional del siglo XX hasta las políticas multiculturales del XXI»13. Siguiendo a Federico Navarrete, estas perspectivas teóricas e interpretativas han sido formuladas en muchos casos por los agentes encargados de imponer la dominación, legitimando el objeto de las empresas coloniales y nacionales, construyendo «una relación íntima con las prácticas políticas y de interacción con estos pueblos, impuestas y negociadas»14 y, finalmente, «han servido para definir e implementar programas de acción concretos sobre las sociedades indígenas»15. Así, con el fin de conocer los efectos de algunos programas de acción en torno al aislamiento en la Sierra Tarahumara desde el siglo XVII hasta el presente, analizaré prácticas concretas institucionales; esto es, las mediaciones entre las concepciones y las explicaciones sobre el aislamiento producidas por algunos de estos agentes y sus acciones.
Procederé de la siguiente manera, y advierto que, en tanto apuesta teórico metodológica, esta será mi aportación al debate: expondré cómo desde el siglo XVII hasta el siglo XXI ciertas descripciones prescriptivas sobre el aislamiento han sido centrales en los programas de dominación ejecutados en el Sierra Tarahumara. El objetivo es ofrecer un panorama general con el fin de producir un marco donde las relaciones que el Estado mexicano ha establecido particularmente con los rarámuri durante los siglos XX y XXI sean entendidas como un vínculo de alteridad entre otros. Esto tiene dos propósitos. Primero, multiplicar metodológicamente los regímenes de alteridad con el fin de reconocer que los pueblos que han habitado esta región no se han limitado a apropiarse o a reformular las posiciones de otredad que el Estado ha definido para ellos16; por ejemplo, en otro trabajo he demostrado que los rarámuri ejecutan otros conceptos de relación-caminos así como un régimen de alteridad que les es propio y, por tanto, alterno al nuestro17. Segundo, esta multiplicidad permitirá cuestionar algunas de las descripciones prescriptivas examinadas a lo largo de este texto desde la perspectiva de los rarámuri.
En este sentido, otorgar esta profundidad temporal a mi reflexión complejizará el panorama de las prácticas concretas del Estado-nación en la Sierra Tarahumara y las incluirá en un proceso más amplio de reflexión, imposición y consolidación de los programas de dominación colonial en América, ampliando las propuestas de Juan Luis Sariego Rodríguez y aportando al diálogo continental abierto por Federico Navarrete18. Y, desde una perspectiva antropológica, mostrará la configuración de los Otros como objetos cognoscibles y dominables, ya que los conocimientos producidos sobre los pueblos amerindios han sido clave para el desarrollo de las formas institucionales y las técnicas de gobierno utilizadas para dominar, controlar y administrar a estas poblaciones19. Como ha indicado Spensy Pimentel Kmitta20, al reflexionar sobre teorías políticas amerindias esta perspectiva no se reduce al campo de la antropología. Al elaborar una comprensión de cualquier objeto social (lenguaje, magia, política, etc.) que procure producir una ciencia del observado y no del observador, esta deviene en una característica de otras disciplinas que, propongo, potencializaría la interdisciplinariedad. Su meta es reflexionar sobre los conceptos nativos (nuestros y de los otros) y su base metodológica es la co-producción del conocimiento y de las prácticas que se generan durante la relación que implica conocer otra sociedad, contemporánea o lejana en el tiempo21. Esta perspectiva antropológica es ante todo un análisis relacional, donde los objetos no poseen cualidades esenciales o intrínsecas capaces de definirlos per se, estos solo podrán conocerse dentro de un campo de relaciones o, incluso, solo podrán ser entendidos como relaciones22; bajo este marco, por ejemplo, la definición del Estado estará condicionada por sus relaciones o será una relación23.
Por último, como advertirá el lector, el término los Otros resultará operativo porque las descripciones prescriptivas que revisaré a continuación no se limitan a definir poblaciones nativas o amerindias, sino que incluyen personas que han sido denominadas como mestizos, criollos, africanos, europeos, etc. Además, al ser una manifestación de vínculos de alteridad, la definición de los Otros también prescribe a sus enunciadores, las posiciones de ambos, sus capacidades y potencias de acción. Finalmente, ante el reconocimiento analítico de esta diversidad de puntos de vista, de vínculos y de regímenes de alteridad, me interesa revisar los conceptos y las prácticas de aquellos que se autorreconocen como rarámuri en el siglo XXI y desde los cuales las descripciones prescriptivas sobre el aislamiento podrían ser cuestionadas y posiblemente reformuladas. En última instancia, busco saber en qué medida es viable multiplicar las perspectivas, puesto que un problema de perspectivas es siempre un problema político sobre la definición de la realidad.
¿Cuatro siglos de aislamiento?
Desde el siglo XVII, el aislamiento fue una de las descripciones que prescribieron ciertas acciones concretas ejecutadas sobre algunas poblaciones que habitaron la Nueva Vizcaya (actuales estados de Chihuahua, Durango y Coahuila). Documentos tempranos, como las cartas de J. Fonte en 1608, relatan cómo para modificar la forma de vida de los tarahumaras en la Tarahumara Alta24, caracterizada por su dispersión —enseñarlos a construir casas de adobe, aprovechar la lana de los borregos para vestidos y cobijas, utilizar hachas, instrumentos de labranza y animales de tiro—, «la única manera […] era concentrando a la población»25. Sin embargo, como ha documentado y discutido Susan M. Deeds para los siglos XVII y XVIII, las misiones fueron fundamentales para mediar las respuestas de los acaxees, los xiximes, los tepehuanes, los tarahumaras y los conchos durante el proceso de colonización y evangelización. Si, por una parte, las misiones en la Nueva Vizcaya sirvieron a los intereses de los colonizadores para congregar a las poblaciones dispersas y obtener mano de obra y otros servicios, «civilizar» y cristianizar26, por otra parte, tanto para los misioneros como para las poblaciones nativas fueron centros de intercambio comercial y social27. Al funcionar como estaciones de viaje, centros comerciales y de atracción de población, los pueblos de misión fueron núcleos de «relaciones interétnicas»28.
Por tal motivo, como esta autora señala, es preciso cuestionar el alcance de la noción de «ranchería»29, omnipresente en las narraciones del siglo XVII, para describir diversos modos de organización social y territorial30, y preguntarnos en qué medida esta fue un efecto de las enfermedades provocadas por los «primeros contactos», así como de las respuestas ante las políticas coloniales31. En consecuencia, examinar si el fracaso del proyecto misional y colonial fue producto de la dispersión, el aislamiento y, en última instancia, del patrón de asentamiento en «rancherías», al cual se le adjudicó impedir la «reducción» y la incorporación de estos pueblos a la comunidad (cristiana o colonial)32.
Esta reflexión es pertinente porque, durante el siglo XX, tanto la descripción como la prescripción serán recurrentes en los vínculos establecidos desde el Estado-nación hacia los rarámuri. La organización del territorio en ejidos y la administración de la explotación forestal mediante empresas ejidales son dos de sus expresiones. Incluso resulta relevante que la dispersión, identificada como el factor que imposibilitó implantar el proyecto colonial durante los siglos XVII y XVIII por Edward Spicer, sea utilizada para describir bajo los mismos términos «el fracaso» del proyecto indigenista del siglo XX en la Sierra Tarahumara33. Cabe destacar que ambas narrativas comparten una descripción de aquello que estas poblaciones debían ser —en un caso comunidades coloniales, mineras, cristianas y en el otro comunidades mestizas ejidales—, excluyendo las experiencias y los conceptos de aquellos que han sido definidos como Otros en las acciones concretas que se han prescrito, es decir, en las prácticas de congregación34 y de integración.
En aquella descripción primigenia del aislamiento, la dispersión y el rechazo a la vida congregada fueron consideradas entre las principales causas de las rebeliones pluriétnicas del noroeste que se sucedieron entre los últimos veinte años del siglo XVII y los primeros del siglo XVIII y que afectaron parte de la Tarahumara Baja y casi la totalidad de la Tarahumara Alta35. Esto velaba tanto para los enunciadores de la época como para quienes producían los documentos y quizá, como Cecilia Sheridan Prieto36 ha indicado, para el caso de la historiografía sobre la frontera norte de la Nueva España, para quienes en las últimas décadas han reproducido una narrativa neocolonial de esta exégesis: a) que los líderes de estas rebeliones eran anti-cristianos y anti-colonizadores, es decir, producto de un sistema instituido a lo largo del siglo XVII en la Tarahumara Baja; b) que este sistema misional y colonial en la Tarahumara Alta fue contemporáneo o antecedido por un sistema militar y económico implantado en los valles orientales y centrales del actual estado de Chihuahua que consistió en la fundación de presidios y reales de minas (como la actual ciudad de Chihuahua fundada en 1709), así como de epidemias (1666-1668 y 1693-1695) y rebeliones que provocaron el desplazamiento de diversas poblaciones hacia las faldas de la Sierra Madre Occidental y finalmente hacia este macizo montañoso37, y c) que en esta movilización se configurarían los rarámuri contemporáneos, quienes incorporaron en su forma de vida técnicas de cultivo y construcción, así como herramientas y ganado introducidos por los colonizadores y misioneros38.
Como destacó Susan M. Deeds, a pesar de existir un patrón de migración anterior a la llegada de los peninsulares hacia el oeste y el norte de la región, los conflictos y las rebeliones de 1690 intensificaron la movilización de los tarahumaras hacia las profundidades de la Sierra. La finalidad parecía ser alejarse de las áreas de antagonismo. Sin embargo, este proceso no implicó un aislamiento completo, porque a fines del siglo XVII y principios del XVIII los tarahumaras del occidente se mezclaron con otros grupos de la Sierra, como pimas y guarijíos, incorporándose en bandas multiétnicas. En este proceso de etnogénesis, como resalta la autora, los límites morales entre los rarámuri y los no rarámuri se definieron con mayor nitidez, y posiblemente también entre los rarámuri pagótame (conocidos en la literatura etnográfica como bautizados, cristianos o rewérame) y aquellos que actualmente se autorreconocen como simaroni (en la literatura llamados no bautizados, gentiles, paganos, siyónachi tónara o ké rewéame hu)39 —descritos hacia finales del siglo XVII por Joseph Neumann como gentiles, es decir, como aquellos que aún no recibían el bautizo y vivían dispersos40, o por José Tardá y Tomás de Guadalaxara como cimarrones o tlatoleros, esto es, como hechiceros, rebeldes o líderes de las rebeliones que después de haberse hecho cristianos huían de las congregaciones rechazando el bautismo41.
Como ha documentado Oscar Adrián Flores López (2016) a partir de un estudio de caso en el ejido de Aboreáchi, el vínculo de alteridad entre rarámuri pagótame y simaroni estaría mediado por una distancia cuyo diacrítico sería solar e ígneo (y no espacial, lingüístico, social, cultural o incluso étnico), ya que, independientemente de su autoadscripción, comparten un territorio a través de actividades laborales, rituales y comerciales. Inscrito en los cuerpos y en los nombres de los rarámuri, este carácter solar e ígneo se expresa en un ritual de agregación que, posterior al nacimiento y conocido en algunos lugares de la Tarahumara Alta como wikubema42, tiene la finalidad de presentar al infante con el Sol, ocasionalmente identificado con Onorúame (el-que-es-Padre), cortarle los hilos que lo unen con el mundo donde habitan las almas de sus parientes fallecidos, sahumarlo, nombrarlo, quemarle la mollera en ofrecimiento y finalmente darle a beber yerbas medicinales diluidas en agua. Solo los rarámuri pagótame se bautizan con agua y reciben un segundo nombre. Desde la perspectiva de los rarámuri bautizados del ejido de Aboreáchi, las cualidades solares e ígneas de los simaroni son particulares y peligrosas, pues «quemarían sus ojos» en caso de contraer alianza o de utilizar los objetos que han manufacturado sin un tratamiento preventivo como marcarlos con fuego. No obstante, esta diferencia y distancia es necesaria para la existencia. En la Sierra Tarahumara es reconocido que los simaroni no deben bautizarse, pues son los pilares del mundo y sin ellos el cielo se caería43. Sirva este ejemplo para mostrar que para los rarámuri la distancia, sea de cercanía o de lejanía, es per se una relación44. Por tanto, difiere e incluso se contrapone a la descripción del aislamiento expuesta hasta ahora, la cual ha presupuesto una negación en la participación del sistema colonial o de misiones y, en consecuencia, ha prescrito acciones concretas para entablar determinados modos de relación, tal como la congregación.
En resumen, las descripciones prescriptivas sobre el aislamiento han omitido el contexto histórico y sociopolítico que antecedía y que acontecía; han excluido las experiencias y categorías de las poblaciones nativas, y han velado la agencia nativa, y con ello su capacidad de interacción con el proceso colonial y misional. Más aún, han presupuesto que estas poblaciones tenían una «forma de vida anterior al contacto», determinada en gran medida por el aislamiento, capaz de ser conocida y descrita independientemente de dichos procesos. No obstante, como advirtió Susan M. Deeds: «Sin una versión clara del periodo protohistórico, la descripción de las características del siglo XVI se convierte en un asunto precario y arriesgado»45. Finalmente, los pueblos que habitaron la Nueva Vizcaya, la región del suroeste y los llanos de los actuales EE. UU. mantuvieron entre sí estrechos vínculos desde el siglo XVIII hasta principios del siglo XX —reconfigurados por la constitución de los Estados-nación. Dos ejemplos de tales relaciones son la forma en que los europeos clasificaron a estas poblaciones y las correrías «apaches».
Como señala Chantal Cramaussel, la clasificación de estas poblaciones en la Nueva Vizcaya Central, actual estado de Chihuahua, no obedecía a configuraciones étnicas, lingüísticas, de linajes o parentales, territoriales o de gobierno, sino en gran medida a la estructura y organización de encomienda y reducción; es decir, a vínculos coloniales cuyo fundamento era el régimen de trabajo impuesto y que se expresaron particularmente en el término «nación de indios»46. Los nombres otorgados no tenían la finalidad de diferenciar poblaciones sino de ejercer el gobierno colonial. Un caso destacable fue el de la «nación tarahumara», designación que no abarcó toda la zona en la que se habló esa lengua y donde, particularmente en la región barranqueña, las relaciones entre diversos pueblos se expresaron lingüística y culturalmente47. «Se decía, por ejemplo, de Bartolomé Tucumudaqui —uno de los tres grandes jefes de la rebelión tepehuana de 1616-1619— que pertenecía a la “nación tepehuana aunque era tarahumara en sus costumbres” y que le “obedecían” tanto en la sierra tarahumara como en la tepehuana»48. Tomando como caso esta rebelión, Christophe Giudicelli (2010, p. 161) ha destacado que la guerra es un contexto para la desestabilización de aquello que denomina las taxonomías coloniales:
Las solidaridades no se dete[nían] en las líneas divisorias abstractas trazadas por los españoles[…]. Para las necesidades de la pacificación, las autoridades virreinales emit[ieron] formalmente un decreto de guerra dirigido expresamente contra la nación tepehuana en su conjunto. […] De modo que la nación tepehuana pasa a ser un objetivo militar de pacificación, y, ya terminada la guerra, un grupo sospechoso. La consecuencia inmediata es que, de ahora en adelante, los españoles ya no van a buscar hasta donde se extiende la nación tepehuana, sino que, al contrario, van a tratar de aislarla, encerrándola en una especie de cuarentena represiva. […] Así que los años de 1620-1630 serán años de endurecimiento taxonómico: desaparecen de las fuentes todas las continuidades apuntadas con interés hasta entonces. Un fenómeno particularmente notable en el norte, donde los indios ya nunca serán identificados en los textos como tepehuanes, sino como tarahumaras, en el mismo territorio inmenso en el que, tan solo unos años antes, los jesuitas constataban una y otra vez que era imposible separar los unos de los otros y determinar a quién se podía llamar «tepehuán» y a quién «tarahumara».
Por su parte, las correrías «apaches» sucedidas entre los siglos XVII y XVIII, y prolongadas hasta el siglo XIX, eran ante todo un acto político y la manifestación de disputas por las redes comerciales locales, regionales, suprarregionales e incluso internacionales49. Los grupos que las realizaban, y que eran identificados como apaches, estaban conformados por tarahumares, cholomes y tepehuanes, así como apaches. La mayoría de los no indios que participaban eran de herencia mixta de europeos, indios y africanos, designados colectivamente, en el esquema español de clasificación racial, como castas, y más específicamente como mestizos, mulatos, coyotes y lobos. Además, algunos españoles, tanto peninsulares como criollos, también estaban involucrados, eran desertores militares o, por diferentes razones, fugitivos de la justicia. Parece ser que los únicos grupos étnicos que no participaron en los ataques eran tlaxcaltecas, yaquis y sinaloas, a quienes los españoles habían traído a la Nueva Vizcaya como colonizadores, auxiliares militares y mano de obra calificada, y que con frecuencia gozaban de privilegios negados a la población local50.
Esto expresa las complejas e intensas relaciones del periodo colonial que imposibilitaría hablar de poblaciones aisladas, así como las formas de producción de algunas descripciones prescriptivas en las narrativas coloniales y su posterior reproducción en la etnografía y en la historiografía sobre la región51. Para resaltar dichas relaciones ofrezco el siguiente ejemplo: «Para el año de 1759, o antes, ya existía alianza entre tarahumares y apaches. En ese año, un capitán de milicia del valle de Basuchil se refirió a “la coligación que los indios tarahumares comienzan a tener con los enemigos” y reportó que atacantes guiados por los tarahumares habían causado daños considerables, así como un número de muertes en las misiones y poblaciones españolas en el área norte del valle del río Papigochi»52. A principios de la década de 1760 las misiones jesuitas también informaron que tarahumares de los pueblos de Tomochi y San Francisco de Borja estaban involucrados en correrías, tanto solos como unidos a los apaches53. Un tarahumar de Tomochi arrepentido confesó, usando adjetivos que posiblemente corresponderían más a la perspectiva del misionero que lo registró, que después de haber pasado un tiempo considerable con los apaches, «él había dejado muchos tarahumares allá entre los apaches, viviendo tan brutalmente como ellos, y en este particular se explicó largo tiempo, dándole noticia de las horrorosas monstruosidades que ejecutaban»54.
Velar el contexto histórico y sociopolítico recurriendo a una descripción prescriptiva sobre aislamiento está presente en las prácticas concretas de intervención en la Sierra Tarahumara a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Uno de los casos más emblemáticos es la descripción de los tarahumaras en El México Desconocido de Carl Sofus Lumholtz, quien difundió la imagen de los últimos hombres de las cavernas y trogloditas en América55. Desde presupuestos evolucionistas y una narrativa que enfatiza los «primeros encuentros», este viajero construye un aislamiento temporal que anula el impacto de los procesos que anteceden y acontecen en la región. Así, las referencias a los proyectos económicos que estructuraron la sociedad y la economía del siglo XIX en la Sierra Tarahumara como la minería, la industria maderera y ferroviaria son mínimas56, ocultando la presencia de tres siglos de población mestiza. Por ejemplo, en el capítulo IX de su obra, al narrar su descenso por la barranca de Batopilas y su llegada a la población de origen colonial donde operaba una de las mineras más prósperas del país, la Batopilas Mining Co., propiedad del exgobernador norteamericano Alexander Robey «Boss» Sheperd, Carl Sofus Lumholtz57, se limita a indicar que el mister Sheperd lo recibió cordialmente «cautivando con su bondadosa cortesía a todos los miembros de la expedición». Incluso, cuando enuncia el contacto de los tarahumaras con el progreso, señala como estos sucumben negativamente ante sus efectos perversos, como si fuesen también los «primeros encuentros» de los rarámuri con aquellos Otros.
Como el título del libro lo enuncia, la imagen del aislamiento construida por este y otros viajeros contribuye a la inclusión del vasto norte a un Estado-nación que se consolidaba a manera de una terra incognita, desconocida, inexplorada y desolada. Sin embargo, como lo detalla Regina Lira Larios, este proceso de modernización que pretendía transformar este «norte precario» en un «norte industrioso» implicó un control gubernamental que reguló el movimiento de personas y mercancías que ya estaban ahí. Por una parte, «significó el desplazamiento de poblaciones yaquis, tarahumaras, tepehuanes del sur, nahuas, otomíes, entre otros, con una política gubernamental que favorecía el asentamiento de nuevos colonos, especialmente de origen europeo [como los menonitas], y la colonización minera»58. Por otra, consolidó una élite regional, económica y política, como las familias Zuloaga, Terrazas y Creel, quienes al vincularse con las élites de la costa noroeste de los EE. UU.59 se convirtieron en uno de los bastiones de poder más grandes de México de finales del siglo XIX e inicios del XX60.
Siguiendo a Regina Lira Larios, Carl Sofus Lumholtz y otros personajes «contribuyeron a hacer del rarámuri un prototipo del indio primitivo que justificó el hacer de esta zona una región estratégica para implementar formas de despojo […] y poner a prueba programas gubernamentales y políticas etnocidas»61. Además de este canon ideológico, sugiero que las prácticas concretas ejecutadas sobre los rarámuri y otras poblaciones que habitaban el norte de México hacia fines del siglo XIX y principios del XX se han fundamentado en una descripción prescritiva particular del aislamiento. Este sería producto de una naturaleza innata que se expresaría territorial, social, económica y políticamente. Al estar determinado por una cualidad atemporal, este aislamiento sería inmutable al cambio y a los procesos históricos de sus enunciadores. En este sentido, las políticas de territorialización y castellanización, como las promovidas por el indigenismo, tal como Juan Luis Sariego Rodríguez constató, estaban destinadas al fracaso. Y en consecuencia, aun siendo partícipes del proceso de modernización —y desde el siglo XVII de la colonización—, los rarámuri y otras poblaciones análogas, como los seris del actual estado de Sonora62, fueron sometidos a políticas de marginación e incluso de exterminio.
Uno de los ejemplos más emblemáticos de tal «destino» es la Ley para el mejoramiento y cultura de la Raza tarahumara o Ley Creel63. Expedida y aprobada el 3 de noviembre de 1906, la Ley Creel es reconocida como la primera formulación histórica de política pública indigenista en Chihuahua y posiblemente en México64. Por su componente liberal, proponía romper con las estrategias políticas porfiristas ejecutadas sobre las poblaciones identificadas como indias, tales como la persecución, la guerra y el exterminio, y planteaba «el problema indígena» como responsabilidad del gobierno, capaz de resolverse mediante la legislación agraria y la integración cultural. Por su carácter preeminentemente proteccionista, mediante la instancia encargada de aplicar esta nueva reglamentación, la Junta Central Protectora de Indígenas, se proponía implementar un sistema de homestead, inspirado en las reservas anglosajonas para establecer «colonias tarahumaras». En este modelo de poblamiento, vigilado por el gobierno, no se permitiría la ocupación mestiza, ni el consumo de alcohol, y se incentivaría el aprendizaje de técnicas agrícolas, habilidades físicas y artísticas. Además se buscaría promover la adopción de niños tarahumaras por población mestiza o blanca, llamada «raza superior» con fines civilizatorios65.
La integración de la «raza o tribu tarahumara», como lo enunciaba la Ley Creel, impulsaba nuevamente la concentración y el control de los rarámuri. María Esther Montanaro ha señalado que esta Ley debe ser comprendida en el marco del proceso de modernización y desarrollo económico de la sociedad chihuahuense hacia el final del porfiriato. En 1880 se estableció el acuerdo de paz entre las élites locales chihuahuenses y los «apaches», logrando un estatuto de «pacificación de los indios» y con ello la estabilidad social necesaria para el arribo de capitales, bienes, servicios y población extranjera. Más allá del «problema apache», el proceso de desamortización de tierras66 y la adhesión de los rarámuri a las filas del Partido Liberal Mexicano (PLM) durante el primer lustro del siglo XX67 implicaban un riesgo a la estabilidad recién lograda. De acuerdo con esta autora, con la Ley Creel se pretendía explícita e implícitamente que «la población tarahumara dejara de ser un “obstáculo para el progreso” y un “factor de riesgo” para la estabilidad de Chihuahua»68. Por tanto, desde una perspectiva es en la intensificación de estas relaciones territoriales y comerciales que debe comprenderse el surgimiento de la Ley Creel y, desde otra, en el aislamiento o vulnerabilidad de los rarámuri, tal como lo argumentaba Enrique Creel: «es asunto de conveniencia pública y de mejoramiento económico el conseguir que tales sujetos, ahora alejados de todos los beneficios de la cultura, empiecen a participar de ella en la medida de sus aptitudes»69.
Una vez más, utilizar como argumento una descripción prescriptiva del aislamiento para procurar la concentración territorial y la integración económica tiene como consecuencia la producción de una narrativa que omite parcialmente el contexto histórico y sociopolítico que antecedía y acontecía, excluyendo la agencia, la capacidad de elección y el «raciocinio» de los Otros. Además, en el contexto del nacimiento del Estado mexicano, estas narrativas raciales —como la guerra de castas en Yucatán70, la guerra de los diez años de Encinas contra de los seris en Sonora71 o la Ley Creel— excluyen a estos Otros del terreno político, negando posibilidades y espacios para la negociación y la interlocución, relegándolos «a un ámbito de irracionalidad e inhumanidad en el que la única solución posible era la violencia exterminadora»72. Más aún, las narrativas, eventos o formas de experimentar y registrar el tiempo y la historia propia de estos Otros quedan proscritos en el espacio de lo impensable, de los no-eventos, de las no-narrativas73.
Cada época crea y elimina posibilidades de pensamiento, produciendo simultáneamente espacios «imposibles» de pensar74. A fines del siglo XIX y principios del XX se gestó un tipo de descripción prescriptiva sobre el aislamiento que, por una parte, tendía a cuestionar la imagen de la dispersión territorial que había condenado a las poblaciones que habitaron la Sierra Tarahumara durante los séculos anteriores y, por otra, postulaba el alejamiento temporal como fundamento de su naturaleza innata. Desde la perspectiva de la ciudadanía étnica jerarquizada del Estado-nación estudiada por Federico Navarrete, este tipo de aislamiento radical e inmutable al cambio permitiría caracterizar a lo largo del siglo XX a los rarámuri como una población marginal —no en el espacio, sino en el tiempo. De acuerdo con este autor, la jerarquización del antiguo régimen colonial se perpetuó en la conceptualización y la práctica de la «ciudadanía étnica», definida a partir de la cultura y la identidad étnica de los grupos euroamericanos75 —esta técnica de inclusión condicionada, bajo la forma de una ciudadanía recortada y de segunda clase, es análoga al multiculturalismo oficial descrito por Silvia Rivera Cusicanqui en Bolivia76 y a la teoría del mestizaje del Estado criollo en Venezuela documentada de forma crítica por José Antonio Kelly77. La legislación ejidal, como práctica concreta en la Sierra Tarahumara, es una expresión de los efectos de esta ciudadanía étnica, ya que para ocupar cualquier puesto administrativo implícitamente y de facto es preciso hablar y escribir español. Esto ha generado una jerarquización en la toma de decisiones sobre la posesión de tierras y la explotación forestal entre la población autorreconocida como mestiza y como rarámuri en algunos ejidos78.
Por ello, es preciso resaltar que, a diferencia de la narrativa nacionalista construida a lo largo del siglo XX sobre el aislamiento histórico de las poblaciones del centro del país —expresada principalmente en su repliegue geográfico como una forma de protegerse de la dominación ejercida por los grupos blancos o mestizos del México colonial o independiente y calificadas por Gonzalo Aguirre Beltrán como «regiones de refugio»—79, el aislamiento de la población rarámuri contemporánea, como parte de esta misma narrativa, sería anterior a estas formas de dominación. En otras palabras, la descripción prescriptiva de los rarámuri aislados no ha sido conceptualizada como el producto de un proceso colonial, es decir, de una relación que potencialmente podría modificarse, sino adjudicada a su naturaleza, entendida como una cualidad innata e inmutable al cambio, la cual los definiría per se80.
Otra perspectiva sobre aislamiento: el caminar rarámuri
En el siglo XXI, una de las descripciones prescriptivas del aislamiento sobre los rarámuri se expresa en la categoría de marginación. En las Manifestaciones de Impacto Ambiental (MIA) que describen dos de los principales proyectos viales del Plan de Desarrollo del Estado de Chihuahua 2004-2010 en la Sierra Tarahumara81 se argumenta que los «indígenas tarahumaras», la «gente indígena marginal», la «raza indígena»82 o los «pueblos y comunidades indígenas»83 están marginados de vías de comunicación, de circunstancias económicas que permitan el intercambio de productos y la instalación de empresas, de servicios básicos como electrificación, agua potable y alcantarillado. De acuerdo con esta documentación, una de las consecuencias de esta condición marginal es la vulnerabilidad, visibilizada en la carencia «de condiciones de trabajo para generar una economía que erradique el hambre»84, y la solución es «el desarrollo de infraestructura que impulse la actividad turística».
Bajo el modelo de ciudadanía étnica jerarquizada, en estos MIA la marginación es descrita prescriptivamente como una condición étnica; es decir, todos los rarámuri y las poblaciones definidas como indígenas serían marginales per se y por negación e implícitamente todos lo no indígenas participarían del desarrollo económico y social. Pese a que esto corresponda o no con las configuraciones poblacionales de la Sierra Tarahumara, estas definiciones normativas de los Otros (indígenas y no indígenas) y de sus enunciadores tienen efectos en las prácticas concretas institucionales. Una expresión de esto es cómo cierto aspecto del aislamiento de los rarámuri, conceptualizado como determinante de su naturaleza innata o cultural, se plantea como parte de la solución a la marginación y a la vulnerabilidad: su papel como atractivo en el desarrollo de proyectos eco-turísticos. En 2002, Juan Luis Sariego Rodríguez advirtió que en las páginas elaboradas por la Secretaría de Turismo para difundir, a través de internet, el Programa Turístico «Barrancas del Cobre» se afirmaba: «La Sierra Tarahumara es famosa mundialmente por lo grandioso de sus profundas barrancas y la cultura rarámuri (o tarahumara) que se ha conservado casi intacta a pesar del impacto de nuestra cultura»85. Si bien el discurso oficial en estas fuentes electrónicas se ha modificado86, es emblemático que uno de los puntos ofertados turísticamente por México Desconocido sea «La Cueva de Sebastián»87, vivienda de una familia rarámuri ubicada a 2 km del pueblo de Creel, quizá actualizando los mitos forjados a finales del siglo XIX.
En la MIA del proyecto carretero Carichí-Bocoyna88 se plantea este argumento. Por una parte se indica que «la situación de vulnerabilidad que prevalece en las más de 50 poblaciones indígenas ubicadas en Carichí es alarmante, pues no existen condiciones de trabajo que generen economía para así poder erradicar el hambre, cuestión fundamental que se ha reflejado en la migración hacia Cuauhtémoc o la capital del estado»89. Por otra, la MIA del proyecto carretero San Francisco de Borja-Carichí, es decir, el siguiente tramo de esta vía, señala que «la carretera conectará una zona de la sierra Tarahumara con el centro del Estado, como una estrategia de desarrollo y atención a zonas marginadas y de gente indígena minimizando las tendencias de migración al generar comunicación y mercado en mejores condiciones económicas»90.
De tal manera que la migración es considerada como una de las condiciones de marginación y no una forma de articulación con el sistema económico y social. En consecuencia, las MIA de infraestructura carretera no proponen mejorar la movilidad de la población, sino su contención, con la finalidad de «impulsar el desarrollo de los pueblos y comunidades indígenas, en el marco del respeto a su cultura, tradiciones y costumbres [e] impulsar a la actividad turística, a través de la construcción de infraestructura de comunicaciones»91. Por tanto, la descripción prescriptiva del aislamiento del siglo XXI tendría dos facetas. En una, la marginación económica y social podrá solucionarse con un proceso de integración cuya condición es la construcción de infraestructura. En otra, el aislamiento temporal, cultural y político de los rarámuri deberá mantenerse y contenerse territorialmente para ocupar un papel definido dentro de la producción y el consumo del etnoturismo o del ecoturismo.
Para concluir este texto, mostraré desde la perspectiva de algunos rarámuri contemporáneos92 aquello que a lo largo de este texto ha sido descrito prescriptivamente como aislamiento territorial93. Con base en el enfoque antropológico propuesto, el objetivo será construir un espacio de lo posible y de lo pensable a partir de su imaginación conceptual y práctica. El fin último será generar diálogos para posteriormente reinventar nuestras descripciones sobre los Otros y sobre Nosotros con la meta de innovar nuestras prácticas concretas.
Como advertí al inicio de este artículo, los vínculos y regímenes de alteridad son múltiples y variables, sincrónica y diacrónicamente, entre pueblos distintos y al interior de un solo pueblo. Por tal motivo, al emprender esta apertura hacia el Otro será necesario reconocer que desde el régimen de alteridad de los rarámuri, articulado por relaciones de parentesco y alterno al nuestro94, el «nosotros» tendría otro estatuto de alteridad95. Esto es, los misioneros, cronistas, viajeros, redactores de leyes y el «gobierno» —como algunos rarámuri del ejido de San Ignacio de Arareko denominan a los agentes, documentos, legislaciones y acciones concretas procedentes de la Federación o del gobierno estatal en este momento— mantendrían vínculos de parentesco que, a manera de redes, podrían adquirir la forma de caminos. Aquello que intento mostrar es que, como destaqué al describir la distinción entre rarámuri pagótame y rarámuri simaroni, pese a que el aislamiento territorial se haya prescrito como una negación de las relaciones, para algunos rarámuri esto podría traducirse como una relación —donde el concepto y la práctica de las relaciones rarámuri también serían diferentes.
La breve descripción etnográfica que presento tiene por objeto mostrar que el pensamiento y las prácticas de los rarámuri son capaces de develar que, como indicó Cecilia Sheridan Prieto96 para la historiografía de la frontera norte de la Nueva España, los vínculos de alteridad desde los cuales se han construido estas descripciones prescriptivas sobre el aislamiento han creado un Otro homogéneo y esencializado al simplificar la diferencia entre un yo (un nosotros, también homogéneo) y otro —descripción que, dirá la autora, suele replicarse en cierta narrativa historiográfica y, añadiría, antropológica. Como he señalado, si para los rarámuri aquello que ha sido descrito prescriptivamente como aislamiento territorial es ante todo una serie de vínculos sociales, corporales, anímicos y cognitivos que remiten al movimiento, entonces podríamos preguntarnos después de este diálogo entre vínculos de alteridad si podríamos continuar hablando de aislamiento y, en caso de ser así, cuáles serían sus características.
Los spots de radio de Voces de la Sierra Tarahumara97 que en 2015 describían la situación de la construcción del aeropuerto en Creel y el conflicto agrario en el ejido de San Elías Repechique inician su presentación con la siguiente frase: rarámuri kawí gára ra’ichára, literalmente «rarámuri de la Sierra Tarahumara que hablan» o «voces de la Sierra Tarahumara». Kawí es un término usado para hablar del cerro, del territorio y, como en esta locución, del mundo rarámuri, es decir, la Sierra Tarahumara. En contraste, la totalidad del espacio sobre el cual se ubican diversos mundos, entendidos como formas de hacer a través del cuerpo y del trabajo98, es enunciado como wichimoba (jena wichimóbachi jawáriru, nibí; traducción: «ve que fuimos puestos aquí en la tierra»)99. En ella se localizarían las principales ciudades en las que desde hace tiempo residen o hacia las cuales migran temporalmente algunos rarámuri100, así como otros lugares y/o pisos (cielos, repá siyonáchi, donde viven los muertos, mukúame peneláchi o donde vive Dios, Onorúame beterachi), ya que en ocasiones esta totalidad es descrita como una tortilla o como un conjunto de tortillas sobrepuestas101.
Las almas múltiples102 que conforman a cualquier rarámuri maduran paralelamente al crecimiento del cuerpo. La permanencia dentro de la Sierra Tarahumara o el Kawí es fundamental para la transmisión del conocimiento y para el fortalecimiento del camino colectivo y el seguimiento de la costumbre o del anayáwari boé (literamente, el camino de los antepasados). Al reflexionar sobre el aprendizaje de plantas medicinales con los niños en el ejido de Rejogochi, Felice Wydham103 demostró que al caminar en la Sierra los rarámuri suelen establecer vínculos cognitivos con Onorúame, necesarios para configurar una forma de ser y hacer como rarámuri. En el acto de caminar, por los senderos corporales donde transitan las almas (laa boéra, literalmente caminos de la sangre o venas) y por los caminos de la costumbre o de los antepasados, los rarámuri construyen su mundo o Kawí. Por tal razón, una particularidad de la organización social y de la ocupación del espacio es la movilidad.
A lo largo del siglo XX, la literatura antropológica reportó estos desplazamientos en las dos zonas ecológicas que constituyen la Sierra Tarahumara, los valles de la Sierra Alta y las profundas barrancas de la Sierra Baja, contrastadas por su relieve, clima y vegetación. Por ello, la explicación de la movilidad no puede limitarse a una adaptación medioambiental. A partir de un estudio de caso sobre parentesco realizado entre 2008 y 2009 en el ejido de Norogachi104 identificamos dos factores para estos desplazamientos. Primero, las formas de propiedad y herencia de la tierra. Al ser individual e intransferible entre cónyuges, el patrimonio no salía del grupo parental inicial. La herencia era bilateral y bipotestal. Los hijos e hijas, así como los hijos e hijas de los hijos e hijas, recibirían la tierra antes de su unión en pareja, y trabajarla era una condición para su posesión. Potencialmente una persona podía heredar dos ranchos, esto es, dos casas con tierras de cultivo105. De tal manera que una pareja podía poseer hasta cuatro ranchos, lo cual implicaba realizar constantes traslados. Segundo, la recomposición incesante de los colectivos residenciales, es decir, de los parientes que compartían un espacio doméstico y de trabajo106.
Al realizar un estudio etnoarqueólogico, Martha Graham107 advirtió que los rarámuri del ejido de Rejogochi tenían una residencia principal en la cual estos colectivos pasaban la mayor parte del año (por lo menos seis meses), residencias de invierno (ubicadas en abrigos rocosos y ocupadas en los meses fríos de diciembre a marzo) y residencias de agricultura (utilizadas simultáneamente a la casa principal). En el ejido de Norogachi, una residencia era definida como principal o secundaria por la ocupación individual que cada persona hacía de ese espacio. Esto se expresaba en el registro de léxico sobre el habitar que realicé en 2008. Así, en la frase ¿kami mu yena beterama? (¿dónde vas a vivir?; literalmente ¿dónde vas a hacer vivienda?)108, el verbo beterama, en singular, alude a la habitación prolongada de un sitio. En Katza ne wi’rí ayasa; katza ne sinibí ayasa ena ko; pe teri ne beté, mapuarí omáwari nirú109 (es que no me estoy aquí largo tiempo; no vivo siempre aquí; por poco tiempo vivo aquí, cuando hay fiesta), el verbo ayasa indica la ocupación temporal de una casa. Finalmente, Í goná ne a’chéreba mapuarí má pachí (aquí paso las noches cuando ya jilotea el maíz)110, el verbo a’chéreba indica pernoctar una noche. De tal manera que el desplazamiento y en última instancia el caminar, antes que el aislamiento, definirían la conceptualización y la práctica de la organización social y la ocupación territorial de los rarámuri.
Por tanto, la dispersión espacial es una forma de relación que permite hacer y ser como rarámuri. La soledad y la autonomía serían una condición para vincularse con Onorúame y fortalecer los caminos internos por donde transitan las almas; caminar por los senderos de la sierra crearía su mundo o Kawí y simultáneamente sus caminos corporales y anímicos; al andar también se recrearían los caminos de la costumbre o de los antepasados y literalmente en ese transitar se conformarían las redes que constituyen su vida social. Esta movilidad adquiere otros matices durante las migraciones urbanas. En 2008 y 2009 la migración temporal a la ciudad de Chihuahua solía hacer parte de los ritmos de composición y recomposición de algunos grupos residenciales del ejido de Norogachi. Sin embargo, la permanencia de los rarámuri de este ejido en la ciudad ha implicado modificaciones en su organización social. En 2014, Nashielly Lorena Naranjo Mijangos111 documentó como las redes de parentesco serranas adquirían configuraciones con tendencias de género que favorecían el fortalecimiento de los lazos vecinales con la población local y promovían la participación en programas gubernamentales. De tal manera que si bien las condiciones de violencia de la Sierra Tarahumara y los desplazamientos hacia las ciudades durante la última década del siglo XXI han intensificado una lógica de movilización rarámuri, posiblemente desde su perspectiva la pregunta radicaría en cómo continuar siendo rarámuri fuera del Kawí a partir de transitar sus caminos y no, como tal vez implicaría imaginar desde las nociones de marginación y vulnerabilidad planteadas por las MIA, en modelos de desarrollo de infraestructura condicionados por la integración.
Llegados a este punto podría preguntar: ¿qué serían las descripciones prescriptivas sobre el aislamiento y cómo podrían caracterizarse? Al sumar el punto de vista de algunos rarámuri contemporáneos a este análisis puedo señalar que la conceptualización, la interpretación y las consecuencias de dichas descripciones prescriptivas implicarían profundos equívocos112. Esto es, serían el producto de una relación entre términos inconmensurables que a través de una falta de entendimiento común han llegado a ser conmensurables bajo un nuevo entendimiento —que desde los vínculos de alteridad revisados tenderían a homogeneizar, esencializar y simplificar al Otro y al Nosotros. Bajo el marco de una incomprensión se han generado nuevos vínculos, posiciones y marcos de comprensión, tales como las prácticas concretas de congregación, integración y desarrollo. Incluso, como ha sugerido José Alejandro Fujigaki Lares (comunicación personal, 2016), más allá del equívoco y enmarcado en el contexto de colonización y neo-colonización, «las descripciones prescriptivas sobre el aislamiento de las poblaciones que han habitado la Sierra Tarahumara serían una tecnología cosmopolítica para cooptar y explotar individuos y territorios».
En conclusión, reflexionar sobre las descripciones prescriptivas sobre el aislamiento como producto de vínculos de alteridad y otorgarles una profundidad temporal, por una parte, ha enmarcado las relaciones que el Estado mexicano ha mantenido con los rarámuri durante el siglo XX y el XXI en un proceso más amplio de reflexión, imposición y consolidación de los programas de dominación colonial en América, y, por otra, ha problematizado la construcción de nuestras discursividades sobre las poblaciones pasadas y contemporáneas de la Sierra Tarahumara y quizá del norte de México. Al incluir los conceptos y las prácticas de los Otros en nuestras narrativas, multiplicando los vínculos y los regímenes de alteridad, también diversificamos nuestras perspectivas, posiblemente la construcción de acciones concretas, y nuestras realidades, ya que aquello que movilizan las descripciones prescriptivas no solo son representaciones e imaginarios sobre los Otros y sobre Nosotros, sino efectos y consecuencias políticas.