Jacques Derrida. Le parjure et le pardon. Volume 1. Séminaire (1997-1998). Bibliothèque Derrida. Éditions du Seuil. París. 2019
El perjurio y el perdón es el título del seminario impartido por Jacques Derrida durante los años académicos 1997-1998 y 1998-1999. El volumen que aquí se presenta corresponde al primer año académico. Las Éditions du Seuil continúan la labor que iniciaron las Éditions Galilée al publicar los cursos y seminarios que Derrida redactó —se estiman alrededor de 14 000 hojas— para su enseñanza, primero, en la Normal Superior de París y, posteriormente, en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (ehess, por sus siglas en francés), también en París.
Por este seminario circulan una serie de personajes del ámbito de la filosofía, la poesía, la literatura, la crítica literaria y hasta la política. Un poco en orden de aparición: Vladimir Jankélévitch, Paul Celan, Heidegger, Hannah Arendt, Shakespeare, Baudelaire, Agustín, Kierkegaard, Hegel, Levinas, Platón, Aristóteles, Rousseau, Austin, Paul de Man, entre otros. Algunos de ellos reaparecen en el segundo volumen, escandiendo las comparecencias de Hegel, Nelson Mandela, Desmond Tutu y Blll Clinton, principalmente, en una escena mundializada, o mejor, mundialatinizada, del perdón.
En esta recensión se traza un manojo de cuestiones, recortadas y delimitadas alrededor de lo que su título o bien constata o bien ordena.
Perdonar lo imperdonable puede muy bien ser una cita (“Perdonar lo imperdonable”) de algún título o subtítulo o fragmento de proposición encontrado en algún escrito de Derrida o de alguien más. También, puede tratarse de algo —un hecho, un suceso, algo que ocurre, si ocurre— sobre el que se va a hablar. Finalmente, hay ahí también una inyunción, una orden: Perdona, tú, perdonen, ustedes, lo imperdonable. O bien un exhorto más bien impersonal: hay que, es necesario, perdonar lo imperdonable. En los tres casos, ya sea una cita, la constatación de un hecho o bien un mandato, hay algo negativo en la frase —lo imperdonable— que se va agravando hasta la tercera y última posibilidad. En este último caso hay algo paradójico: cómo perdonar lo que no se puede perdonar. La fuerza de la orden parece indicar que hay que vencer una cierta imposibilidad, hay que hacer la difícil prueba de hacer lo que parece imposible: perdonar lo que no se puede perdonar, perdonar precisamente algo imposible, imposible de perdonar. ¿Qué sentido tendría, al contrario, conminar al perdón de lo perdonable: perdonar lo perdonable?
Sobre esto último es preciso advertir que se ha presupuesto que se puede ordenar perdonar, conminar y exhortar al perdón, olvidando que a perdonar no se obliga, o en todo caso nadie, ningún sujeto puede obligar o coaccionar a otro a pedir perdón o darlo, pues en una tal situación se destruye el perdón. No obstante, la inyunción del perdón, solicitado y/o dado, muy bien puede provenir no ya de un sujeto sino de otra parte, de otra escena, puede mirar y concernir antes de que sea mirada y observada, y por ello, como deber es un deber más allá de todo deber. Ahora bien, si es correcto que a perdonar no se obliga, no se puede pasar por alto una cierta economía y una máquina del perdón a partir de las cuales se solicita un perdón de antemano. Es más, nunca como antes había habido en la esfera pública mundial un impulso al perdón como el que existe desde hace algunos años, específicamente tras la segunda guerra mundial. Entonces, el perdón, ¿es posible o imposible? Y lo es ¿de lo perdonable o de lo imperdonable? Con esto, se ha comenzado ya a dibujar uno de los problemas que recorren este primer volumen de El perjurio y el perdón.
¿Es posible perdonar? ¿Y en qué lengua? ¿Qué es lo que está en juego en el perdonar y cuáles son los envites de semejantes preguntas alrededor de algo que aparentemente tiene lugar todo el tiempo, todos los días, cada día, tanto si se lo solicita como si se lo concede o se lo niega? ¿Cabría incluso pedir perdón o disculparse por plantear semejantes preguntas?
En primer lugar, la cuestión de la lengua. La palabra y el nombre del perdón en español, francés e inglés, al menos, hacen alusión al don, al perdón como don. Per-don, en español; par-don, en francés; y for-give, en inglés, remiten al dar, al donar. En inglés también existe Pardon. Por otra parte, en relación con la lengua es importante señalar que aquellos envueltos en una escena de perdón tienen que compartir como mínimo una referencia a una lengua para poder comprender el gesto que están llevando a cabo el uno con respecto al otro, o al menos hacerse comprender, tanto como perdonar, en una lengua que les permita reconocerse.
En lo que concierne a la afinidad entre el don y el perdón, ésta se prolonga en la relación que ambos mantienen con la temporalización, pues aunque el don tenga lugar en un cierto presente y el perdón tenga sentido a partir de un hecho [fait] que ocurrió en el pasado y tuvo lugar como una falta, un daño, una fechoría [méfait], en los dos casos el don y perdón no se presentan ni en un presente simple ni en una modalidad del presente pasado.
Con todo, el perdón sólo cobra sentido a partir de un hecho ya ocurrido, pasado. El perdón se solicita o se concede por algo ocurrido en un pasado, se relaciona con lo pasado. Y no obstante, el/lo pasado [passé] del perdón no es algo pasado [passé], no pasa [passe] y no pasa del pasado, se mantiene irreductible. Se trata ahí de una impasibilidad del pasado, de un haber-sido como esencia misma del ser, del ser pasado del ser como acontecibilidad [événeméntialié]. Esta paseidad [passéité] le da su sentido al perdón, constituye la perdoneidad [perdonnéité].
El pasado es/ha pasado, el acontecimiento tuvo lugar, la falta tuvo lugar, y este pasado, la memoria de este pasado permanece irreductible, inflexible. Es una de las diferencias con el don, que en principio no concierne al pasado. No se abordará jamás el perdón si no se tiene en cuenta este ser-pasado […] Un ser-pasado que no pasa, si puedo decirlo […] Sin este privilegio empecinado del pasado en la constitución de la temporalización no hay problemática original del perdón […] El perdón, la perdoneidad, es el tiempo, el ser del tiempo en tanto que comporta el irrecusable e inmodificable pasado. [Derrida 2019: 44-45].1
Ahora bien, habiendo tenido lugar un hecho como hecho pasado, como algo que ocurrió, es importante establecer que este ser-pasado de lo ocurrido no basta para definir una escena de perdón. Es necesario a la vez que el hecho como acontecimiento no sea solamente un hecho neutro o algo que ocurrió, sino que “este hecho [fait] haya sido una fechoría .méfait] y una fechoría hecha a alguien por alguien” [Derrida 2019: 45].
Este daño, esta falta, esta fechoría, en suma, este mal cometido por alguien en perjuicio de alguien, constituye precisamente un perjurio. Hay perjurio desde el momento en que se falta a una promesa, un compromiso, un juramento.
Toda falta, todo crimen, todo lo que habría que perdonar o pedir que se haga perdonar es o supone algún perjurio; toda falta, todo mal, es en primer lugar un perjurio, a saber la falta a alguna promesa (implícita o explícita), la falta a algún compromiso, a alguna responsabilidad ante una ley que se ha jurada respetar, que se supone se ha jurado respetar. El perdón concierne siempre a un perjurio […] [Derrida 2019: 73].2
Las cosas comienzan a agravarse aún más porque si bien no hay perdón más que de un perjurio —de ahí el título del libro, primero lo negativo y después su otro, El perjurio y el perdón, como ocurrió también en seminarios anteriores, por ejemplo Hostilidad y hospitalidad (inédito)—, el perjurio no es algo que sobreviene o afecta desde un exterior, como un accidente, a una promesa o un juramento. A priori, desde que hay promesa y juramento, el perjurio se inscribe en ellos como su destino, su fatalidad. Incluso, si se acepta que todo acto de habla cognitivo o constatativo del tipo “S es P” está soportado y sostenido por una promesa, por la promesa de un “Te juro que lo que te digo, cuando te lo digo, por ejemplo que S es P, es verdad. Créeme, te lo prometo”, entonces hablar es ya cometer perjurio, como si todo juramento fuera ya un perjurio y, por tanto, hubiera que pedir perdón cada que se habla, es decir todo el tiempo.
Ahora bien, complicación adicional, cuando se solicita un perdón qué es lo que se busca perdonar, la falta cometida o a aquel o aquella que la cometió. En otras palabras, ¿qué es lo decisivo en el perdón, lo que se perdona o a quien se perdona? Cuestión del qué y el quién del perdón. ¿Se perdona algo, o se perdona a alguien? O tal vez se perdona algo a alguien.
¿Qué es lo que se perdona en el perdón? Aquí hay que distinguir dos sentidos del mismo. Por una parte, un sentido ordinario, corriente, ligero por el que se puede solicitar perdón o concederlo sin mayor problema. El perdón de todos los días. Al caminar por una calle alguien tropieza por descuido con otra persona y le dice : “¡Perdón!”. Al descender de un vagón del Metro puede ocurrir que alguien me pisa el pie y, apenado quizá, exclama: “¡Perdón!”. Este perdón que sin mayor dificultad ni esfuerzo se pide por cualquier cosa, por algo venial, es por ello el perdón de lo perdonable. Por el contrario, hay un sentido grave, reflexivo e intenso del perdón, perdón de lo que parece difícil de perdonar; un perdón que podría resultar más bien, dada la naturaleza del daño y la falta cometida, inconcebible, desafiante y, por qué no, imposible de acordar. En este sentido, uno se confronta con lo imperdonable, con algo —un qué— imposible de perdonar, por ende, con un perdón imposible.
Si lo decisivo es el quién, surgen varias cuestiones que no pueden omitirse en el perdón. ¿A quién se perdona, un sujeto singular o colectivo, plural? Si en principio el perdón supone un cara a cara entre quien solicita el perdón y aquel a quien le es pedido, ¿qué pensar de todas esas escenas en las que figuras públicas, jefes de Estado e instituciones como la Iglesia piden perdón? ¿Y quién puede pedir perdón a nombre de quién? ¿Y quién perdonar también a nombre de quién? ¿Qué ocurre con ese performativo jurídico que es el de crimen contra la humanidad? En este caso, ¿se le puede solicitar el perdón a la humanidad? ¿Y quién lo demandaría, un no-humano? Esto último es decisivo también porque obliga a interrogar si el perdón es una cuestión antropo-teológica acerca de lo propio de los seres humanos. Lo que se llama los animales, ¿perdonan?
Relacionado también con el quién, cabe preguntarse, por una parte, si uno puede perdonarse a sí mismo y si, por otra parte, en la escena del perdón, en la que es posible la identificación entre el que pide el perdón y quien lo otorga, no se desemboca en una relación especular, identificatoria y narcisista equivalente a un perdonarse a sí mismo.
Prosiguiendo con el quién, un potente y recurrente axioma en la herencia bíblica del perdón —la nuestra— consiste en postular que para que haya perdón éste debe al menos ser solicitado por alguien. Sin pedido de perdón éste no es posible, permanece imposible. Se trata de un presupuesto muy fuerte y evidente. No obstante, esa misma herencia permite concebir la posibilidad de un perdón que pueda ser concedido sin ser solicitado. Es esta una forma de afirmar esa misma tradición al tiempo que se la subvierte, una manera de ser infiel con la herencia en nombre de una fidelidad a la misma y, por ello, gesto extraño, de cometer perjurio por hiperfidelidad. De este modo, supeditar el perdón a que sea solicitado o pedido por alguien supone condicionarlo y como consecuencia borrar la posibilidad de una imposibilidad: que el perdón sea exigente, puro e incondicional, un perdón de lo imperdonable, un perdón imposible.
En efecto, perdonar a quien no pide perdón se parece mucho a un perdón imposible. Ahora bien, diferente, aunque cercana, es la situación en que se pide perdón o se lo da a quien(es) ya no está(n), lo que forma parte de lo que Derrida llama la pardonnance, una voz media (como différance, aimance o désistance) [véase respectivamente Derrida 1972a, 1994 y 1987].
[…] en adelante me voy a servir de esta palabra, de esta voz media, para designar el todo del proceso que incluye el perdón pedido, el perdón acordado, el ser perdonado, el ser que perdona, con todos los motivos que ahí se inscriben: expiación, arrepentimiento, redención, salvación, reconciliación, etc., una voz media que deja entender que esta perdonnance, que esta situación de perdón, que este efecto de perdón, puede tener lugar ahí donde nadie, ningún sujeto presente está más ahí presentemente para perdonar o ser perdonado, y eso plantea en efecto la cuestión del testamento, de la espectralidad, de la huella […]. [Derrida 2019: 174-175]. 3
Generaciones de espectros que desfilan e irrumpen en un presente, horadándolo, alterándolo, volviéndolo out of joint!, espectros reclamando ser perdonados o que se les pida perdón, marcando así la llegada de lo otro, llegada que no se sabe muy bien de dónde proviene, pues concierne a un pasado que arriba más bien cómo y de lo por-venir.
Finalmente, hay que distinguir el perdón de la excusa o la disculpa. Lo primero que habría que evitar es el uso de esa forma de expresión un cuanto tanto indecente y nada cortés que es “Me disculpo”, “Me excuso” [Je m’excuse], uno debería más bien presentar, dar, sus disculpas, hacerse disculpar por, pero parece inevitable, como si se tratara de una máquina, servirse cada que es posible de un “Me disculpo”.
Ahora bien, pueden señalarse dos rasgos al menos que separan al perdón de la excusa o la disculpa. En primer lugar, el tiempo. Contra otro axioma muy arraigado en esta herencia bíblica del perdón, éste no supone ni es equivalente del olvido. Perdonar no es olvidar. Por el contrario, la falta, el crimen, es imborrable, tanto más si permanece imperdonable. No se puede solicitar perdón por algo que ya se olvidó, ni concederlo si no se recuerda aquello que motiva el perdón demandado. En este sentido, el perdón no es ni el olvido ni, en segundo lugar, el borramiento de la falta y la culpa, ni lo que libera de una responsabilidad. En el perdón, la falta y la culpa permanecen incluso si el perdón es acordado. La falta, como en la aufhebung hegeliana, es relevada,4 superada y conservada, retenida e interiorizada, en aquello que se supera, pero nunca olvidada. De igual manera, el arrepentimiento que conduce a la demanda de perdón supone que hay alguien que quiere hacerse responsable de un mal que cometió y que quiere responder por ello, lo que le conduce a solicitar el perdón. Habría que considerar incluso que quien se arrepiente y pide perdón se ha transformado, ya no es la misma persona aquella que cometió la falta y aquella que, arrepentida, solicita el perdón, lo que deja abierta la posibilidad a la reconciliación entre quien pide perdón y quien lo otorga.
En la excusa o la disculpa, las cosas son muy diferentes. En primer lugar, en ellas la falta no posee la misma gravedad, a menos que se trate del perdón en sentido corriente. En segundo lugar, una racionalidad causal opera de tal modo que explica por qué se hizo lo que se hizo, disolviendo y levantando de este modo la falta. Una vez disuelta la falta, ya no hay culpable y, por tanto, no es necesaria la reconciliación. En la situación de perdón, el culpable sigue siendo culpable, la falta no es borrada ni disuelta, en todo caso es, como se señaló, relevada.
Esta consideración sobre el perdón y la excusa permite abordar otra distinción sumamente problemática, la que opone el perdón a la syggnomê y con ello opone la herencia bíblica del perdón a la lengua y la cultura griegas. La sygnnomê remite a la indulgencia, a la excusa. Y si bien se admite que en griego no existe una palabra exacta equivalente para perdón, ¿se puede concluir a partir de ahí que los griegos no conocieron el perdón, que ningún griego pidió jamás perdón o perdonó, en el sentido más estricto, más fuerte e hiperbólico de la palabra? Una conclusión semejante sería tan imprudente y poco justificada como la conclusión simétrica, a saber, que en las culturas que han llevado, pensado y proyectado el perdón como tal, un perdón efectivo ha sido pedido o concedido alguna vez [Derrida 2019: 113-114].
Dadas estas breves consideraciones acerca de un aspecto que concierne al perdón, expuestas tosca y un poco telegráficamente aquí, parecería que una aporía gravita y se cierne sobre él: si se busca que el perdón sea el perdón de lo imperdonable y de este modo un perdón riguroso, estricto, hiperbólico al margen de las astucias de una economía que busca perdonarlo todo y se desdobla en simulacros e hipocresías, en muecas de buena conciencia, entonces ese perdón debe hacer la prueba de lo imposible. Y está en su vocación hacerlo porque él mismo es la prueba de lo imposible, pertenece a su más íntima y unívoca vocación interrumpir de modo absoluto el curso de la historia, la economía, el encadenamiento de causas y efectos. Está en su vocación trascender o exceder la cultura, las lenguas, las instituciones, el rito, el derecho. Ahora bien, ¿tiene el perdón ese poder?, ¿es ese poder?, ¿es un poder?
El perdón de lo imperdonable como perdón imposible y perdón de lo imposible es precisamente lo más potente de lo potente y lo más que potente —más potente que y más que potente, comparativo y superlativo—. Y siendo lo más potente que lo potente y lo más que potente se vuelve de otro orden que lo potente.
El perdón, si lo hay, es don, es acontecimiento, es interrupción irreversible de la historia y por ello cesura revolucionaria. Y como tal acontecimiento, no puede ser sino traumático.
Un acontecimiento es traumático o no ocurre, es traumático, lo es para el deseo, ahí mismo donde el deseo no desea lo que ocurre.
Es sobre esta escena donde surgen sin duda las cuestiones de lo imperdonable, lo inexcusable —y del perjurio. [Derrida 2019: 407].5