Era el 2 de octubre de 2006 y los trabajos del Templo Mayor seguían con su actividad consuetudinaria. Cada rincón, cada metro era la puerta al mundo mexica, que estaba esperando poder hablar con sus interlocutores: los arqueólogos. Ya en la zona se habían realizado varios salvamentos arqueológicos como parte del proyecto inicial Templo Mayor, ya que el edificio del antiguo Mayorazgo de Nava Chávez se estaba hundiendo de manera diferenciada; la fachada que daba a la calle de República de Argentina lo hacía a un ritmo más lento. Con la idea de conocer qué se había hecho en las intervenciones previas, en esa zona los ingenieros pidieron el apoyo del equipo del Programa de Arqueología Urbana (PAU) entre enero y junio. Se descubrieron varias etapas de la construcción del Templo Mayor, ofrendas y una estructura sobre la que se apoyaba la fachada del antiguo Mayorazgo, pero la estabilidad del edificio se hallaba comprometida. Sacaron a los arqueólogos del lugar y poco después la estructura de la fachada colapsó, por lo que se determinó la demolición del resto de la estructura. El terreno se ofreció en venta y quedó limpio en unas cuantas semanas, y se decidió ampliar tres pozos de los siete que previamente se habían encontrado en 1994. Sin saberlo y sin que los arqueólogos del sitio se percataran, uno de los pozos que se agrandó, pasó a pocos centímetros del monolito del hablaremos más adelante1.
Por diversos motivos el terreno baldío quedó medio olvidado, y en octubre de 2006 regresaron los arqueólogos para hacer un sitio en el que lo encontrado pudiera ser expuesto para que fuera visitado. Se inició entonces la construcción de un muro de contención, y el 2 de octubre, cuando uno de los trabajadores laboraba sobre el perfil del terreno en el que se construiría el muro, se pasó unos centímetros del límite que se había establecido y al sumir su pico en una roca, la vibración que percibió le sugirió que ahí había algo muy grande. Dos de los arqueólogos (López Arenas y Ulises Lima) llegaron al sitio y con cuidado removieron la tierra que cubría al gigantesco monolito. Se agregaron, a la mañana siguiente Eduardo Matos y Leonardo López Luján, y entre los cuatro supusieron, por las características del hallazgo, que podía ser la representación frontal o dorsal de una divinidad. Los caracoles y diez uñas que pertenecían a dos garras hicieron suponer que se trataba de una diosa “telúrica y nocturna”: Tlaltecuhtli.
El monolito era de andesita rosada, de forma cuadrangular de 4.2 ( 3.65 ( 0.40 m, con un peso aproximado de 15 toneladas. Cuando se encontró estaba fracturado en cuatro segmentos que fueron recuperados, uno por uno, para poder estudiarlos. Llamó la atención que los colores originales aún podían identificarse, y para recuperarlos se retrasó el estudio del monolito. Al unir los cuatro segmentos se observó que sus muslos estaban flexionados en una posición que recuerda un alumbramiento. Su cabellera era rizada, de color rojo oscuro, característica de las deidades del inframundo. La cabellera se unía a la frente por una banda ocre formada por 16 motivos convexos que, para los mexicas, podía simbolizar una incisión en el cuerpo como resultado de la guerra o del sacrificio1,2.
El rosto tenía una frente estrecha con dos arcos superciliares bien limitados que enmarcaban párpados y ojos. Su nariz era ancha y en las mejillas había unos discos rojos, característica de una diosa de la tierra. La boca abierta dejaba ver sus dos hileras de ocho dientes y sus encías rojas. De la boca salía la punta de la lengua que pareciera sorber la sangre que emana de su abdomen. Sus orejas presentaban prominentes orejeras. El torso desnudo revelaba los senos flácidos que la presentaban como una madre prolífica; además, de pliegues que atravesaban el abdomen. En el centro se aprecia, semidestruida, una incisión con relieves que sugieren una cabeza y se cree que de ahí brotaba la sangre que llegaba a su boca. En este espacio se apreciaba lo que parecía un personaje divino.
Su falda corta se adorna con cráneos humanos y largos huesos cruzados; rematada por una cuerda blanca y gruesa de que la estaban sujetas unas banderolas de papel blanquecino. Esta prenda identifica a los seres de la oscuridad que ayudaron a formar y poblar el universo al principio de los tiempos. Su falda, además, tenía sobrepuesta una falda de estrellas o citlalicue. Sus extremidades eran robustas y sus codos y rodillas estaban cubiertos por mascarones de seres telúricos. En lugar de manos y pies, tenía unas garras amenazantes. Habitualmente esta(e) diosa/dios no era venerada(o) abiertamente, sus representaciones se enterraban boca abajo y solo algunos elegidos conocían su existencia. Por esta razón se sabe poco de ella. Además, se cree que, por el temor a la deidad, se les proporcionó poca información a los cronistas. Hay que recordar que era la devoradora de cadáveres; otra posibilidad es que, dado que esta diosa estaba boca abajo, era la única que podía mantenerse en su posición original, y los indígenas empleaban monolitos con su imagen para hacer las bases de las columnas de los edificios coloniales3. Se menciona también que los relieves de esta diosa estaban generalmente en la parte baja de otros dioses, hacia la base que descansa sobre la tierra y que no es vista.
Tlaltecuhtli, aparece como una deidad femenina y/o masculina, habitaba en el cielo y se le describe como un monstruo marino que vivió en los océanos después del cuarto diluvio. Antes de ella todo era un caos; otros la describen como una especie de pejelagarto hembra al que se le conocía como Cipatli . Tenía todas las coyunturas llenas de ojos y bocas, estas últimas las empleaba para alimentarse salvajemente.
El mito relata que Quetzalcóatl y Tezcatlipoca, transformados en serpientes, la engañaron: Tezcatlipoca se cortó un pie para atraerla, la tomaron de las extremidades y la desgarraron de manera helicoidal a la mitad. Una parte la lanzaron hacia arriba, lo que formó el cielo, y la otra se convirtió en la tierra. Para compensar a esta deidad, los otros dioses se acercaron para darle consuelo y ordenaron que los frutos con los que se alimentara el hombre surgieran de ella. También hicieron de sus cabellos los árboles y las flores, de sus ojos pozos y de la nariz valles y montañas. La diosa lloraba y lloraba, siempre tenía hambre y no se silenciaba hasta que se le alimentaba con sangre humana4,5.
Tlaltecuhtli es la diosa de la tierra, la encargada de devorar cadáveres para parir el alma de ellos y así liberarla y que les sea posible emprender su viaje al Mictlán o al Tlalocan. Esta dualidad de dar vida y muerte la hace una diosa poderosa, es la diosa de la Tierra, la que da el alimento y también a la que regresan los muertos. Era tan importante que el primer mes del calendario azteca lleva su nombre. Cuando nacía un niño las parteras lo encomendaban al cielo -de donde había bajado-, y lo colocaban en la tierra e invocaban a la Tlaltecuhtli. Se refiere que las parteras en sus discursos le decían al recién nacido que era hijo del Sol y de la Tierra, y el cordón umbilical era cosa de Tlaltecuhtli4,5.
¿Por qué una diosa tan poderosa fue tan poco conocida a la llegada de los españoles? Otra diosa sacrificada, igual que Coyolxauhqui6. Una por defender su derecho y la otra por la ocurrencia de los dioses Quetzalcóatl y Tezcatlipoca