En el año 2000, cuando la dirección del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México se hallaba a cargo del doctor Diego Valadés, esta entidad universitaria emprendió una tarea editorial necesaria: la difusión de los derechos de sectores amplios e importantes de la comunidad a través de manuales que brindaran información sobre esos derechos, en forma directa y sencilla. Al frente de la colección denominada entonces -y todavía sostenida bajo ese nombre- “Nuestros Derechos” se halló la investigadora Marcia Muñoz de Alba, ya fallecida, a quien se debió la primera aportación de varios volúmenes que han merecido varias ediciones a lo largo de los lustros transcurridos desde su aparición inicial, ediciones que incorporan, desde luego, las novedades que surgieron en los años recientes.
A esa colección o biblioteca especializada pertenece la obra a la que dedico la presente nota, debida a la doctora Cecilia Mora Donatto, obra que ha sido patrocinada -como las restantes de la serie, en la circunstancia de las celebraciones constitucionales de 2017- por el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, bajo la dirección de la doctora Patricia Galeana, con el apoyo de la dependencia que ejercen coordinación sectorial sobre el INEHRM: la Secretaría de Cultura del gobierno federal.
Conocí a Cecilia Mora Donatto en las aulas de la Facultad de Derecho de la UNAM, cuando ella cursaba la licenciatura y yo impartía el curso de Derecho procesal penal. La excelente alumna de entonces se ha convertido, hoy día, en una prestigiada investigadora -mi joven colega en el Instituto de Investigaciones Jurídicas-, doctorada en la Universidad Autónoma de Madrid bajo la tutela del profesor Manuel Aragún y autora de numerosos libros y artículos sobre temas de su preferencia académica. Es catedrática y ha participado en trabajos de reflexión jurídica y preparación de proyectos en dependencia del Estado mexicano y en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión.
Mora Donatto elaboró su tesis profesional acerca del artículo 27 de la Constitución General de la República. Data de esa etapa de su vida académica el interés por los temas, tan relevantes, del derecho agrario y, en general, del derecho de orientación social aportado por la Revolución Mexicana y los años de la postrevolución. A esta área de interés -que identifico como la “vena social” de la reflexión jurídica de la autora- se agrega otra, en la que ha trabajado asiduamente, con buenos resultados: el examen del poder y su organización, particularmente en la vertiente parlamentaria. Ésta es -utilizando la misma figura que acabo de mencionar- la “vena política” de su actividad jurídica. En ella queda, hasta ahora, un valioso conjunto de publicaciones en torno a comisiones parlamentarias de investigación, procedimientos parlamentarios, temas selectos de esta materia, valor de la Constitución normativa, el Congreso mexicano y los desafíos que enfrenta en estos días, y un largo etcétera de aportaciones que acreditan su esmero académico y su compromiso -tan estimable en un investigador, que al mismo tiempo se reconoce como ciudadano de su polis y de su tiempo- con las grandes cuestiones que animan el debate contemporáneo y las expectativas de una población cada vez más crítica y exigente.
La obra de la profesora Mora Donatto -un volumen de reducida extensión, valioso y sustancioso- se halla precedida por algunos textos introductorios; entre ellos figuran los de quienes hoy día conducen las instancias editoras de la colección “Nuestros Derechos”: los doctores Galeana y Pedro Salazar. Este último reitera que la colección sigue procurando aportar el panorama de los “derechos concretos de las personas de a pie” (p. XVIII). Recojo la expresión de Salazar: enhorabuena que así haya sido y siga siendo, en tanto aquélla se dirige a un extenso número de lectores: todos somos ciudadanos en esa condición, “peatones” en procuración de nuestros derechos.
También es relevante tomar en cuenta, para enfilar al lector de esta obra, las palabras introductorias de Florencio Salazar Adame -antiguo secretario de la Reforma Agraria del gobierno federal- y de la propia autora. Salazar Adame es un observador calificado del trabajo de Mora Donatto, como conocedor de primera mano de la materia a la que ésta dedica su obra. El exsecretario destaca en el libro de la investigadora universitaria “la sencillez de su lenguaje, el rigor académico y la pericia de la autora para comunicarle, precisamente, a los sujetos agrarios el ejercicio y la tutela de sus derechos” (p. XXI). En esta misma determinación de propósitos corren las explicaciones de Mora Donatto, quien ha querido “mostrar de manera clara y sencilla, por tanto accesible al público en general, la forma en que se ha ido gestando el derecho agrario mexicano y los derechos específicos que éste ampara” (p. 3).
En mi concepto, la obra va más allá de lo que supone el rubro de la colección multicitada. En pocas páginas, con exposición bien sustentada y crítica -que no se limita a describir textos normativos- brinda el paisaje histórico y actual del campo mexicano, desde una perspectiva jurídica a la que no es ajena la valoración política y social. La obra se desarrolla en tres partes: concepto e itinerario del derecho agrario mexicano (pp. 3 y ss.), reforma constitucional de 1992 -la reforma, señala Mora Donatto, que “cambió el rumbo del campo en México” (pp. 19 y ss.)- y justicia para el campo mexicano, una porción esencialmente procesal (pp. 31 y ss.).
La autora se ocupa en destacar los “perfiles auténticamente mexicanos” de nuestro derecho agrario, que constituyen “interesantes aportaciones al ámbito internacional” (p. 4). Asimismo, pondera el tránsito de aquella rama del derecho, de raíz social, y previene en torno al movimiento que se ha presentado en ella y que actualmente persiste: la orientación que la conduce “sin prisa, pero también sin pausa, cada vez más al derecho común” (p. 5), del que -hay que subrayarlo- extrajo la Revolución al derecho agrario, con un proyecto de justicia social abandonado en la larga época de absorción de la materia agraria en los regímenes civil y administrativo.
Conviene meditar si este destino, incompatible con el origen del derecho agrario acuñado por la Revolución, es inexorable, o si, por el contrario, el camino puede reencauzarse, conforme a su raíz, en un sentido social, y puede todavía atender a su raíz social y contribuir a la mejor justicia de este carácter y al mayor interés del pueblo de México. Lo creo difícil, pero posible; la comprensión de la dialéctica que hoy domina y la decisión de recuperar el rumbo -sin dar marcha atrás al espacio conquistado y a los progresos alcanzados- permitiría que esta gran rectificación resultara posible e incluso probable.
En un acto de presentación de la obra de Mora Donatto en el Instituto de Investigaciones Jurídicas -y nada menos que en la sala “Centenario” de esa institución-, el 17 de marzo de 2017, sugerí que al empuje de las reflexiones que suscita la celebración del centenario constitucional, volviésemos la mirada hacia el germen mexicano del derecho social agrario y hacia sus posibilidades futuras en un mundo profundamente modificado, que sigue requiriendo, sin embargo, una atención específica y justiciera hacia las atenciones del campo en esta hora y sus implicaciones en el inmediato y mediato porvenir.
Este esfuerzo reflexivo -que podría generar un compromiso “reconstructivo”- demanda una doble consideración: retrospectiva y prospectiva. La primera nos llevaría a revisar la historia de los afanes agrarios en el proceso constitucional mexicano: en el Constituyente de 1856-1857, a través de los pronunciamientos adelantados -y desatendidos entonces- por Ponciano Arriaga e Ignacio Ramírez; y en el Constituyente de 1916-1917, que trabajó sobre el proyecto moderado de Carranza, luego modificado a fondo por los diputados que trabajaron bajo la bandera del “núcleo fundador” de la nueva Constitución, que coordinó Pastor Rouaix y produjo las propuestas de artículos 27 y 123. Esta misma mirada retrospectiva permitiría traer al escenario las críticas que se dirigieron entonces al régimen agrario constitucional -y las razones de esas críticas- como las formuladas por juristas de primera fila: Jorge Vera Estañol, que calificó de “bolchevique” a la obra de Querétaro, y Emilio Rabasa.
La consideración prospectiva, instalada sobre la memoria del pasado y la experiencia del presente, conduciría a establecer el nuevo signo de “lo agrario” en pleno siglo XXI, que no se confina en la tenencia y la producción en el campo, sino abarca otros y anchos horizontes, con evidentes implicaciones jurisdiccionales (competencia material de los tribunales especializados); y llevaría a establecer, asimismo, las mejores vías para la protección de los bienes de la nación y de los titulares de derechos agrarios en esta etapa de los llamados “cambios estructurales”, que han legado al artículo 27 y al régimen de los recursos del subsuelo, patrimonio de la nación.
En el examen de la reforma constitucional de 1992, Cecilia Mora Donatto ejerce una crítica incisiva. Considera, con otros analistas y a partir de diversos informes de buena fuente, que el campo mexicano se mantiene empobrecido (p. 5), y que esa reforma, planteada con grandes promesas, careció de impacto para promover el desarrollo en este sector (p. 6). Fue una “contrarreforma” y significó un retroceso para los derechos sociales (p. 8).
Estimo necesario aludir también -como lo hace la autora- a la jurisdicción agraria que derivó de la reforma de 1992 y se tradujo en nuevos ordenamientos e instituciones. Hasta ese momento, el Ejecutivo federal había sido -así lo he calificado en otras ocasiones- un “caudillo agrario exofficio”, suprema autoridad agraria, heredero de los hacedores de la Revolución y depositario de su encomienda histórica. En la primera mitad del siglo XX se planteó con alguna frecuencia la posibilidad de encomendar a órganos jurisdiccionales especiales la solución de las contiendas agraria, planteamiento que adquirió más fuerza -sobre todo en círculos académicos- en la segunda mitad del siglo. Así se advirtió, por ejemplo, en la reforma sobre justicia en el campo, incorporada en el artículo 27 constitucional durante la presidencia de Miguel de la Madrid, que Mora Donatto examina (pp. 15 y 16).
El giro de 1992 ocurrió bajo la idea de que había concluido el reparto agrario, hecho que también analiza la autora. El reparto había sido “un dogma de la Revolución” (p. 20). Parecía corresponder -agreguemos- a la categoría de las decisiones políticas fundamentales. En ese marco de transformaciones se instalaron los tribunales agrarios, figura mayor para el relevo histórico. Ahora bien, existía notoriamente un rezago en la entrega de tierras -por dotación o creación de centros- y se advertía, en consecuencia, la necesidad y posibilidad de llevar adelante el reparto, aunque por otra vía: la jurisdiccional, y con arreglo a otros procedimientos. Así ocurrió.
En mi concepto, hay extremos importantes pendientes de mayor examen en el derecho procesal agrario, cuyas figuras y procedimientos estudia la profesora Mora Donatto en la tercera parte del libro (pp. 36 y ss.). Entre las aportaciones del enjuiciamiento agrario figuran algunas que han sido insistentemente adjudicadas a la llamada “nueva justicia penal”; así, la inmediación, la oralidad, la concentración, la publicidad, por ejemplo, sobre todo a partir de las reformas incorporadas en la legislación agraria en 1993.
También estimo importante atraer el interés sobre la actuación del juzgador en la indagación de la verdad material -sin perjuicio de las soluciones compositivas entre las partes, mencionadas por la autora (p. ej., pp. 61 y 62), que nunca debieran culminar en el predominio del más fuerte -en acuerdos formalmente admisibles, pero materialmente injustos-, resultado que pretende evitar o al menos reducir el derecho de orientación social y el proceso de este mismo signo (pp. 51 y 52). Esa actuación corresponde a la verdadera misión jurisdiccional, a despecho de las tendencias a convertir al juez en un mero testigo atrapado por las aportaciones probatorias de las partes.
Hay un punto interesante en el examen de los procedimientos agrarios, al que la autora se refiere con simpatía: la justicia agraria itinerante, que ha dado a ésta -dice doña Cecilia- “una fisonomía propia de servicio a los campesinos”. Así lo acreditan los buenos resultados que la obra menciona (pp. 64 y 65). La doctora Mora Donatto igualmente se refiere al estimable papel de la Procuraduría Agraria, a la que atribuye la naturaleza de un “ombusman sui generis” (p. 66). He aquí una manifestación muy apreciable del papel del Estado en favor del acceso a la justicia, que algunas veces se ha tachado, sin razón, como indeseable paternalismo.
No podríamos dejar de lado la situación que guarda la justicia agraria en cuanto a la integración del Tribunal Superior y de los Tribunales Unitarios. Llama la atención -muy negativamente- la omisión en los nombramientos o las ratificaciones de los titulares de la jurisdicción, omisión que se ha prolongado por varios años. Esta falta no se aviene con la importancia de la jurisdicción agraria y ciertamente no corresponde al deber estatal de mejorar la justicia en el campo.