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Boletín mexicano de derecho comparado

versión On-line ISSN 2448-4873versión impresa ISSN 0041-8633

Bol. Mex. Der. Comp. vol.52 no.155 Ciudad de México may./ago. 2019  Epub 28-Feb-2021

https://doi.org/10.22201/iij.24484873e.2019.155.14948 

Artículos

Los derechos fundamentales entendidos como responsabilidades de los estados*

Fundamental Rights Seen as State Responsibilities

M. Isabel Garrido Gómez** 
http://orcid.org/0000-0002-0216-1874

**Catedrática de filosofía del derecho de la Universidad de Alcalá, España. Correo electrónico: misabel.garrido@uah.es.


Resumen:

En el presente artículo se aprecia que los derechos fundamentales constituyen un núcleo básico dentro de los Estados de derecho en sentido amplio, y que el modelo organizativo que asumen los Estados contemporáneos es el de la democracia. Desde el razonamiento práctico, los derechos requieren que nos situemos en una esfera de estructuras complejas, dentro de las cuales hay que resaltar la del derecho como sistema normativo institucional. De esta manera, los derechos fundamentales se refieren a personas que realizan comportamientos dentro de un marco de referencia compuesto por reglas interrelacionadas, reglas que confieren facultades y reglas que imponen deberes y obligaciones, cabiendo la posibilidad de formas que determinan las condiciones de existencia, las consecuencias jurídicas y el ámbito temporal de aplicación del conjunto de reglas de los sistemas jurídicos. Con esta perspectiva, se debe subrayar que la crisis del Estado nacional y, el déficit de la democracia y del Estado de derecho, exijan repensar el Estado y el orden internacional, haciéndose prioritario extrapolar el modelo del Estado constitucional de derecho a las relaciones internacionales dado el papel legitimador que los derechos fundamentales desempeñan.

Palabras clave: derechos fundamentales; Estado de derecho; poder público; responsabilidad; coyuntura internacional

Abstract:

This article notes that fundamental rights constitute a basic nucleus within the rule of law in a broad sense; and the organizational model assumed by contemporary States is that of democracy. From practical reasoning, rights require that we place ourselves in a sphere of complex structures, in which we must emphasize law as an institutional normative system. In this way, fundamental rights are ascribed to persons who behave within a frame of reference composed of interrelated rules, rules that confer faculties and rules that impose duties and obligations, with the possibility of forms that determine the conditions of existence, the legal consequences and the temporal scope of the application of all the rules of legal systems. With this perspective, it should be stressed that the crisis of the national State and the deficit of democracy and the rule of law require rethinking the State and the international order, making it a priority to extrapolate the model of the constitutional rule of law to international relations given the legitimizing role that fundamental rights play.

Keywords: Fundamental Rights; Rule of Law; Public Power; Responsibility; International Situation

Sumario: I. Introducción: el marco en el que nos movemos. II. El lugar de los derechos fundamentales en la responsabilidad de los Estados. III. El ejercicio del poder y su incidencia en la responsabilidad de los Estados. IV. Especial consideración de la responsabilidad internacional de los Estados. V. Conclusiones. VI. Bibliografía.

I. Introducción: el marco en el que nos movemos

En este trabajo apreciamos que en las sociedades de Europa occidental rigen los Estados como forma de organización originada por un pacto o acuerdo entre los individuos. Sus particularidades más importantes son las de la concentración y monopolización del poder político exteriorizado en el concepto de soberanía, sin olvidar la diferenciación entre lo público y lo privado, entre el ciudadano y el hombre, y entre el Estado y la sociedad civil. Los Estados de derecho son conceptuados como una relación axiológicamente neutra y necesaria entre el derecho y el poder, en tanto que, avanzando más, se vislumbra una construcción de mayor relevancia, por ser menos descriptiva, que incorpora elementos normativos propios. Su versión restringida posee rasgos identificadores formales remitidos a la acción limitadora del derecho sobre el poder, manifestándose en el manejo de las leyes y en la separación de poderes; y la versión amplia abarca dimensiones materiales como el reconocimiento y las garantías de los derechos fundamentales (Atienza, 2004: 125-126; Peces-Barba et al., 2000).

En este punto, interesa llamar la atención sobre el hecho de que, de cualquier norma jurídica es aducible su justicia, validez y/o eficacia, circunscribiéndose, respectivamente, en el problema: 1) de la justicia, resuelto en un juicio de valor; 2) de la validez, resuelto en un juicio de hecho, y 3) de la eficacia, resuelto en el estudio del comportamiento de los miembros de un grupo social. Los tres criterios son independientes, puesto que una norma puede ser válida sin ser justa, justa sin ser válida, justa sin ser eficaz, y eficaz sin ser justa (Bobbio, 1995).1

Ahora bien, nuestro objetivo no es dar una visión tradicional y teórica, sino aportar una aproximación realista a los modelos de Estado de derecho contemporáneos y a la relación entre la realidad estatal y los derechos fundamentales. Cosa que nos lleva a observar una divergencia dentro del ordenamiento jurídico entre la proclamación ideal-constitucional de los derechos y su grado de plasmación legal y de realización práctica, lo que conduce al planteamiento de graves problemas a la hora de establecer las relaciones entre el poder y el derecho.

Como se pone de manifiesto, los cambios que se han operado se explican porque las transformaciones sintetizan un proceso histórico de cambio estructural que incide directamente en las formas de organización y ejercicio del poder político en el mundo. Se ha disuelto el nexo democracia-pueblo y poderes de decisión-Estado de derecho, tradicionalmente mediatizado por la representación y por la primacía de la ley y de la política que produce la ley. Así, la pregunta que cabe hacernos con Ferrajoli es, ¿puede haber una democracia sin Estado?, procediendo el interrogante subsiguiente de si es factible hablar de un vínculo entre el Estado y el derecho positivo, o entre el Estado y el Estado de derecho. Unido a ello, el principal aspecto que nos interesa destacar como hipótesis es que, la crisis del Estado nacional y el déficit de la democracia y del Estado de derecho, que caracteriza a los nuevos poderes fuera de la estatalidad, hace que nos tengamos que replantear el Estado y, más aún, el orden internacional. Lo que parece a todas luces evidente es la ausencia de reglas, de límites y vínculos que sirven de garantes para la paz y los derechos humanos frente a nuevos órdenes transnacionales, recalcando que es imperioso extrapolar el prototipo del Estado constitucional de derecho a las relaciones internacionales (Ferrajoli, 2016).

En estos momentos nos encontramos ante un modelo de soberanía privada, fuera de lo estatal en la que se atribuye al titular privado un poder superior al que tienen los Estados con unos efectos de naturaleza pública o política (Capella, 1999; McGrew, 1993). De lo que se infiere que haya una pluralidad de poderes carentes de la obligación de legitimarse por medio de la capacidad de facilitar la posibilidad de realizar los derechos, los cuales, al final, quedan en puras rémoras del cambio social (Sanz, 2005: 37; cfr.Mercado, 2005).

Efectivamente, hoy se divisan nuevos espacios (Santos, 1998) y, en la parcela de las relaciones internacionales, cabe plantear que la crisis de los Estados nacionales que conocíamos hasta ahora encierra un vacío de derecho público. Esto significa que, tal vacío se refleja en una carencia de reglas, de límites y de vínculos garantes de la paz y los derechos humanos. En consecuencia, se percibe que la falta de una esfera pública internacional, que tenga capacidad suficiente para enfrentarse a los nuevos poderes extraestatales, es el mayor problema (Ferrajoli, 2005: 42).

Ejemplos que demuestran lo dicho pueden ser apreciados en diversos casos, ya que hay fenómenos actuales que nos demuestran el cambio producido en los últimos tiempos. Uno de los ejemplos más claros es el del servicio y administración de buques, cuya regulación puede no tener contacto físico con los Estados, porque lo que existe es un conjunto de normas públicas y privadas, nacionales e internacionales. Lo mismo se puede decir de la tolerancia de los paraísos fiscales y de los enclaves legales y jurisdiccionales especiales, a los fines de atraer industrias por medio de la flexibilización o excepción de las normas estatales concernientes a las cuestiones fiscales, empleo o protección social.

Otro fenómeno que se debe mencionar es el de la emergencia de redes regulatorias impulsadas por la revolución en las tecnologías de la información, habiendo creado, por su parte, la liberalización de los mercados financieros. Un sistema que consiste en redes de Estados, empresas, organizaciones de ciudadanos, grupos étnicos, etcétera. De similar manera, se ha creado un sistema de redes de bancos y corporaciones financieras de naturaleza pública y privada, con asociaciones que desempeñan funciones de regulación.2 Todo lo indicado demuestra que los Estados poseen características nuevas y que otras instancias han ocupado su lugar, produciéndose un alto nivel de diversificación de actividades entrecruzadas. Ahora bien, dentro de este contexto observamos que aún hoy los derechos fundamentales siguen desempeñando un importante rol como responsabilidades de los Estados y ellos no pueden concebirse sin este nivel de implicación en un plano multinivel. Es decir, que ello habrá de estimarse en un nivel local, doméstico o interno, y extranacional en el seno de sus tres variables internacional, supranacional o transnacional, conviniendo subrayar que la situación no es la misma en unos planos que en otros, ni en todas las cuestiones.

II. El lugar de los derechos fundamentales en la responsabilidad de los Estados

Los derechos fundamentales representan una pretensión moral justificada, conforman un subsistema dentro del sistema jurídico y se conforman como una realidad social, conforme a los tres aspectos de los que habla Peces-Barba (2004: 44-47). De lo que se desprende que los tres planos en los que se expresan son el de la moralidad, la juridicidad y la eficacia social, tres dimensiones clave a la hora de analizar la manera de considerarse el anclaje entre los derechos fundamentales y el poder del Estado como responsabilidades del mismo.

Desde el primer plano, es decir, desde la moralidad, los derechos fundamentales se mueven en el terreno de la consecución de la autonomía personal plasmada en la dignidad humana, como expresión de la libertad y la igualdad con matices aportados por los valores de la solidaridad y la seguridad jurídica (Peces-Barba, 2004: 44). De esta forma, el Estado de derecho trasluce un modelo jurídico-político que reconoce a los miembros de la sociedad desde la igualdad y restringe las atribuciones de los órganos públicos. Implica un Estado contrapuesto a cualquier absolutismo o totalitarismo, cuya principal nota es que la acción de los poderes se someta a la ley, sirviendo de garantía para proteger a los ciudadanos (Böchenforde, 1993). De otra parte, el Estado democrático hace visible un gobierno de mayorías por medio del concepto de “autoridad relacional”, y se manifiesta como forma de organización política y social. Sus símbolos más representativos son la libertad y la tolerancia, identificados con la participación, el pluralismo, la armonía entre los derechos del ciudadano y el principio de legalidad, encuadrados por la igualdad política (Brennan y Hamlin, 2000).

En último lugar, el Estado social hace mención también a la estructura estatal y se ha de entender como orientación política enderezada a la consecución de una nueva dimensión de la libertad. Lo que en realidad se pretende alcanzar es un avance de la libertad en la concepción liberal y democrática; una esfera de autonomía del individuo y un mecanismo de participación en los que se arrincona el abstencionismo para evitar conflictos dañinos, a la vez que se reconocen y protegen derechos económico-sociales que conllevan una valoración específica del hombre. Así las cosas, el horizonte del Estado social cristaliza en principios y derechos reconocidos a los ciudadanos y dirigidos a los poderes públicos, que guían su proceder y obligan a promover condiciones de bienestar y a remover obstáculos. Dicho Estado tiene obligación de intervenir para que la igualdad jurídico-política se transforme en una auténtica igualdad social y cultural (Garrido, 1994: 358-359).

Sin embargo, a pesar de que nos hallamos ante una consecución histórica de formas de Estado, ello no significa que nos encontremos ante fases evolutivas de modelos en los que unos se anulan a los otros y se superponen. Con relación a los derechos, concretamente los derechos civiles e individuales, se plantean desde la igualdad como equiparación, y la universalidad es una característica que los identifica, teniendo en cuenta el tratamiento igual de todos cualesquiera que sean sus rasgos. Los derechos políticos participan de la estimación de universalidad en el punto de partida y de la igualdad como equiparación, aunque los extranjeros no suelan estar incluidos y se les excluya. Los de naturaleza económica, social y cultural lo que estiman relevante son las diferencias y parten de la discriminación de hecho, económica, social o cultural, para proporcionar instrumentos en forma de derechos a los que están en inferioridad de condiciones. Y, finalmente, los de la cuarta generación se deben a la fase de especificación de los derechos fundamentales de la persona concreta y situada (Peces-Barba, 1999).

Desde este punto de vista, es posible admitir que el paradigma generacional de los derechos fundamentales no es aceptable, ya que los derechos pertenecientes a las distintas generaciones, si bien tienen sus propios caracteres, sus propias técnicas de realización y sus propias finalidades, son complementarios entre sí (Morati, 1972: 48). En consecuencia, cada una de las categorías ha de ser considerada en función de las otras, y viceversa, dentro de una única estructura en la que cada noción ha de modificar al resto.

Con relación al segundo plano indicado, es decir, el que se refiere al derecho de los derechos fundamentales donde la pretensión moral justificada se incorpora a una norma jurídica, en general, hay que tener en cuenta que el derecho positivo puede valerse de varias técnicas: las protectoras o represivas, que tienden a imponer deberes jurídicos positivos (obligaciones) o negativos (prohibiciones) bajo la amenaza de que, si se infringen, se aplicará una pena o sanción negativa. Otra clase es la de las regulativas y de control público, por ellas se organiza la estructura social y económica, se definen y distribuyen roles sociales, se delimitan y otorgan poderes y competencias, se regula la intervención política en la actividad social y económica con programas intervencionistas de políticas públicas y se redistribuyen los recursos disponibles. Y, finalmente, la técnica promocional es la que aspira a conseguir que los individuos realicen comportamientos socialmente necesarios (Bobbio, 1990: 371-372; Peces-Barba et al., 2000: 52-53).

Tradicionalmente se han privilegiado algunas funciones, la de prevenir y reprimir los comportamientos desviados, y la de impedir el nacimiento de conflictos o proveer recursos para su pacífica resolución. Mas las técnicas jurídicas ponen en evidencia su unidad. Hay derechos económicos, sociales y culturales que emplean la forma de organización de los de libertad, garantizan al ciudadano un ámbito sin interferencias de los poderes públicos ni de los particulares, y sancionan las acciones que invaden ese campo autónomo, este es el caso de los derechos de huelga y de libre sindicación. Existen también derechos económicos, sociales y culturales que adoptan la forma de derechos de crédito con un título a su favor para pretender una prestación de los poderes públicos; y los derechos-deber, en los que el titular de un derecho lleva aparejado el cumplimiento de un deber por la relevancia que revisten, caso del derecho a la educación y de la enseñanza básica obligatoria (Peces-Barba, 1999).

En definitiva, en la línea de la eficacia, el Estado se debe asegurar y promover la iniciativa de los individuos y de los grupos, y el ejercicio de sus derechos y deberes, complementándolos o supliéndolos cuando haya una imposibilidad parcial o absoluta, o no se atiendan debidamente las obligaciones legales que han de ser asumidas. En realidad, las administraciones públicas suelen ser las grandes realizadoras de la política social, pero desde hace algún tiempo, las necesidades cada vez más abundantes y la desproporción de los recursos han inducido a barajar principios de solidaridad e igualdad, valorados según el grado de libertad que posibiliten, y a promover la participación y la vinculación de las personas en los aspectos sociales que les afectan como sujetos de servicios primarios y como sujetos activos y transaccionales (Donati, 1990). Bajo estas directrices, cobra fuerza un nuevo modelo jurídico-político por el que los individuos y los grupos seguirían siendo los destinatarios de las ayudas, mas su implicación en el desarrollo del servicio público sería mucho mayor, insertándose en una acción diferenciadora y equilibradora de todos los tipos de cooperación concurrentes, con el fin de llegar a obtener una fórmula de armonización.

Para lograr un adecuado desarrollo de la efectividad de los derechos fundamentales, se habrán de desenvolver varios aspectos previos para que la difusión de la cultura de la legalidad tenga efectos satisfactorios, estos son: que la intervención del consenso en la creación de las leyes sea lo más amplia posible para que no sea simplemente la manifestación de la opinión de una mayoría numérica. Que la ley se aplique equitativamente. Que el derecho sea accesible a los ciudadanos de forma lo más sencilla posible. Estas tres condiciones son las que explican la responsabilidad que poseen los Estados en relación con los derechos fundamentales (Laveaga, 2000: 65-66).

III. El ejercicio del poder y su incidencia en la responsabilidad de los estados

Siguiendo con la situación descrita en la introducción de este trabajo, la aparición de centros de poder difusos y no necesariamente institucionales han erosionado la realidad territorial del Estado; sin embargo, los Estados nacionales no han desaparecido ni pueden desaparecer dadas las funciones que tienen asignadas de distribución política, sus mecanismos jurídico-políticos y la dimensión de sus funciones de ajuste. Desde este punto de vista, los derechos han entrado en una dinámica de interdependencia con los centros de poder que superan la nacionalidad (Olivas, 2005: 53). Consecuentemente, a tenor de estas cuestiones, es preciso establecer propuestas adecuadas a la situación, y creo que deben dirigirse a superar el vacío de la esfera pública y repensar su estructura. Así pues, siguiendo las propuestas de Ferrajoli, sería recomendable clarificar la distinción entre instituciones de gobierno y de garantía. Dicha separación es requerida por fuentes de legitimación como la representatividad política de las primeras instituciones, ya sean legislativas o ejecutivas; junto a la sujeción de la ley y, muy particularmente, a la universalidad de los derechos fundamentales que en ella se establecen por parte de las instituciones de garantía. En este plano, lo cierto es que lo más destacable ha sido la entrada en acción del Tribunal Penal Internacional por crímenes contra la humanidad (Ferrajoli, 2001; 2005: 44-45).

Así las cosas, resulta importante destacar las Normas sobre las Responsabilidades de las Empresas Transnacionales y otras Empresas Comerciales en la Esfera de los Derechos Humanos, de 2003, las cuales se adoptaron por la Subcomisión de la ONU para la promoción y protección de los derechos humanos. Las normas se presentaron en 2004 para su ratificación a la Comisión de Derechos Humanos de la ONU y fueron rechazadas. En 2005, J. Ruggie fue nombrado Representante Especial del Secretario General de Naciones Unidas para temas de derechos humanos y empresas, renovándose el mandato hasta 2011. En este sentido, Ruggie presentó en 2008 ante el Consejo el informe “Proteger, respetar y remediar: un marco para las empresas y los derechos humanos”, el cual contenía la perspectiva de las Naciones Unidas sobre este tema.

En la Resolución 8/7, el Consejo acogió este marco y prorrogó el mandato de J. Ruggie de forma que en marzo de 2011 se presentó el Informe del Representante Especial del Secretario General Ruggie para la cuestión de los derechos humanos y las empresas transnacionales y otras empresas. Dicho informe presenta un resumen de la labor realizada entre 2005 y 2011 llamado “Principios rectores sobre las empresas y los derechos humanos. Puesta en práctica del Marco de las Naciones Unidas para «proteger, respetar y remediar»”, aprobados más tarde por el Consejo de Derechos Humanos en julio de 2011. La esencia de los Principios es la siguiente:

  • - Los Estados tienen la obligación jurídica de proteger los derechos humanos frente a los abusos que provengan de terceros, donde se incluyen las empresas.

  • - Las empresas tienen la responsabilidad de respetar los derechos humanos.

  • - La necesidad de mejorar el acceso de las víctimas a los recursos adecuados y efectivos de reparación en caso de incumplimiento (Belloso, 2013: 16-19).

Este Informe ha sufrido críticas en cuanto a que está al servicio del poder económico transnacional y únicamente anima a incorporar a la cultura empresarial una consideración para respetar los derechos humanos. Además, estos Principios no son vinculantes para las empresas ni para los Estados (Belloso, 2013: 20).

La profundización en esos significados revela que los intereses que vienen representados por las empresas que influyen sobre varios gobiernos e instituciones interestatales ejercen un poder incontestable. Se trata de un poder político de naturaleza privada, ya que las decisiones que contienen poseen un significado político con una soberanía limitativa de la soberanía de los Estados y de sus instituciones públicas (Capella, 1999: 20-21; Steger, 2003). Por eso, la propuesta de extrapolar el paradigma del Estado constitucional de derecho a las relaciones internacionales supone el máximo reto lanzado por la crisis del derecho y del Estado a la razón política; si se logra, obtendremos un grado más satisfactorio a la hora de actuar de los Estados en aras a su responsabilidad (Ferrajoli, 2005: 50).

Retomando el hilo de la argumentación ferrajoliana, el problema más acuciante que se debe tener en cuenta es que la credibilidad del derecho ha entrado en crisis al mostrarse incapaz de dictar normas adecuadas para dar solución a los desafíos en el ámbito de la responsabilidad de los Estados. Ferrajoli describe la situación como “un vacío de Derecho público a la altura de los nuevos poderes y de los nuevos problemas, como la ausencia de una esfera pública internacional, es decir, de un Derecho y de un sistema de garantías y de instituciones idóneas para disciplinar los nuevos poderes desregulados y salvajes tanto del mercado como de la política” (Ferrajoli, 2006: 302). Es obvio que, desde una perspectiva económica, el principio de la soberanía nacional ha hecho imposible la transnacionalización efectiva de los mecanismos jurídicos y de gobierno que conforman la infraestructura imprescindible para un intercambio económico globalizado. En consecuencia, los actores de la economía mundial han encontrado mecanismos jurídicos que evaden los sistemas nacionales. Igualmente, hay instituciones que realizan funciones con relación a la economía mundial con mecanismos pertenecientes al derecho privado para garantizar préstamos e inversiones de empresas en los Estados receptores y para resolver los conflictos que surjan entre ellos (Jessup, 1956; López, 1999: 70-71; Marcill, 2005a).

El resultado son tres modelos de normatividad, al decir de Faria: una impuesta, otra planificada como voluntaria y otra no planificada, pero que es evolutiva. Ahora bien, no todo queda aquí en el esquema que acabo de trazar porque se han de afrontar una serie de cuestiones adicionales cuando se pone en marcha un engarce de naturaleza estructural entre los distintos sistemas jurídicos que operan en el territorio (Faria, 2004: 247 y ss.; Unger, 1976; 1996).

Además, en el apartado del estudio de los aspectos singulares del derecho, la desregulación es una de sus principales manifestaciones actuales, la cual se identifica con el desplazamiento de normas intervencionistas por otras que se limitan a asegurar la autonomía privada y la libre competencia entre sujetos que actúan dentro del mercado. En suma, la desregulación no significa una situación de anomia, sino que se identifica con una situación de sustitución de una legislación intervencionista por normas de corte abstencionista, y con la tolerancia o cooperación con la iniciativa normativa privada (Marcilla, 2005b: 240 y 252). De esta forma, hablamos de la retracción de normas de derecho público que se destinan a la protección social o laboral, en beneficio de normas de derecho privado y de la autorregulación de grandes empresas (Marcilla, 2008: 593).

Esta situación viene dada por una serie de causas, como la naturaleza transnacional de los agentes económicos que llevan a cabo los procesos globales, la necesidad de los agentes económicos de un marco normativo uniforme a escala global, y la alta capacidad de presión e influencia que sobre los poderes públicos estatales poseen los agentes económicos en el contexto global (Capella, 2008: 72 y ss.).

Vinculado a lo anterior, observamos, por ejemplo, que todo lo atinente a los contratos ha cambiado en la actualidad, ya que los contratantes han dejado de buscar “la maximización utilitaria, directamente, a través del desempeño de obligaciones especificadas” (Faria, 2004: 169). Es así la manera en que surgen los contratos relacionales que poseen un carácter entrecruzado. Estos contratos tienen una duración considerable, las cargas y beneficios deben ser compartidos más que divididos, siendo limitada la fuerza vinculante. Pero no olvidemos que son típicos del ámbito de la globalización al implicar amplias y complejas redes de agentes y participantes con una interacción que se remarca por la solidaridad dentro de una organización, por la cooperación y la confianza recíprocas. En la medida en que la complejidad interna de las redes va creciendo, la racionalidad de sus distintas relaciones contractuales se modifica hasta que adquiere rasgos que son crecientemente originales, y los contratos relacionales terminan por convertirse en un continuum procesal, viéndose las partes impelidas a la autonegociación de los problemas o conflictos a medida que nacen a lo largo del proceso económico (Faria, 2004: 169-172).

IV. Especial consideración de la responsabilidad internacional de los Estados

La transnacionalidad del proceso de globalización se apoya en las coordenadas clásicas del derecho internacional, que busca fórmulas institucionales alternativas y superadoras de las limitaciones estructurales de los impactos negativos que la aplicación estatal de otros tratados produzca sobre la eficacia de sus disposiciones (Laporta, 2007: 255; Zapatero, 2007: 237-239).

Así, con la creciente sensación de una progresiva ingobernabilidad y de una imputación difusa de la responsabilidad de los Estados, la noción de “seguridad” es cada vez más compleja y no se circunscribe únicamente a los Estados ni se expresa sólo en términos político-militares. Todo esto hace que la realidad social sea cada vez más interdependiente y global, y que haya procesos de dependencia económica, política y cultural que conlleven una pérdida de identidad cultural en los planos estatal y humano. También hay conflictos, muchos de ellos violentos, nacidos de nacionalismos exacerbados y de tensiones interétnicas con grave riesgo para el mantenimiento del equilibrio y la paz internacionales. Dentro del orden internacional, hay tres aspectos que destacan, según indica Carrillo Salcedo: 1) la mundialización de los flujos financieros y la universalización de las imágenes audiovisuales; 2) la extensión geográfica sin precedentes del proceso, y 3) las mutaciones en los instrumentos por medio de los que se prueba la mencionada expansión (Carrillo, 2003: 28-29).

No obstante, siguiendo los argumentos de Laporta, el derecho reside todavía en el Estado nacional; en particular, la referencia se debe hacer al derecho de propiedad y al derecho penal. Claramente, hay una asimetría entre globalización social, económica y jurídica, existiendo un desajuste entre la naturaleza global de una gran cantidad de acciones y actividades económicas con relación al carácter estatal de las normas jurídicas en el que se centra. En esta línea, se aprecian una serie de derivaciones perversas. Una de ellas es que las comunidades nacionales o estatales que no dispongan de un derecho interno eficaz y articulado no participarán en el proceso de globalización, o como meras afectadas pasivas. Así pues, ya que hay un déficit del derecho global, muchas de las actividades exigen apoyarse en el derecho nacional del que nacen y sobre el cual se proyectan y, cuando falta éste, la acción global es imposible. Pero, por otro lado, se impone la paradoja de que, si queremos que las comunidades humanas participen de los potenciales beneficios de la globalización como si pretendemos que no recaigan sus consecuencias negativas, la solución que habría de darse es que tengan un orden jurídico eficaz, con un Estado riguroso y bien articulado e implantado (Laporta, 2007: 247 y ss.; cfr. Shelton, 2000).

En definitiva, el derecho internacional va defendiendo los intereses privados que revisten la apariencia externa de forma pública. Esto tendría que venir acompañado de una relectura revalorizadora y del planteamiento funcional de la soberanía de los Estados sobre la consideración del interés público universal y del bien común de la comunidad internacional. Igualmente, hay que reconsiderar las obligaciones positivas de los Estados en la realización efectiva de los derechos humanos con la finalidad de poder superar las desigualdades y los efectos nocivos de la globalización (Carillo, 2003: 35). Además, el derecho internacional ha de ser un mecanismo jurídico apto para establecer una herramienta de garantías efectivas de estos derechos, consumando un nuevo constitucionalismo mundial capaz de ofrecer garantías jurisdiccionales, pero más aún, políticas y sociales a las cartas de derechos que ya están reguladas (Mercado, 2005: 151).

En efecto, nos encontramos ante un momento en el que, como dijimos, la soberanía se abre a la sociedad civil, las corporaciones transnacionales y los organismos internacionales. Ello trae consigo que el orden al que nos referimos esté volcado hacia lo transnacional. En este plano, el argumento a favor de la democracia cosmopolita se resuelve en la multiplicidad de redes de poder superpuestas unas a otras. Se da por descontado que todos los grupos y asociaciones tienen la capacidad de la autodeterminación, lo cual puede materializarse en el compromiso con el principio de la autonomía y las constelaciones específicas de derechos y obligaciones (Beriain, 2008: 134).

Dejando a un lado lo dicho y como ejemplo de la complejidad y paradojas imperantes, en el proceso del establecimiento de nuevos sujetos separados de la estructura estatal, también se advierte el aumento en la protección de los derechos y libertades fundamentales, no sólo dada la progresividad de los instrumentos jurídicos que sirven para proclamarlos, sino también dada la mejora de los mecanismos de control y de verificación que emplean los Estados (Rodríguez, 1999: 161-169). Se puede dar de esa manera la responsabilidad internacional de los individuos por las violaciones graves de los derechos humanos, en la que el concepto de jurisdicción universal hace factible que, cualquiera que sea el Estado, éste tenga jurisdicción sobre las personas que hayan cometido un genocidio, tortura o desapariciones forzadas, siendo indiferente el ámbito espacial en el que haya acontecido (Goertz y Diehl, 1992: 634; Rodríguez, 1999: 26-27).

Con relación a las fuentes, los tratados son la modalidad más usual en el ámbito de la creación de obligaciones internacionales, habiéndose transformado las funciones de este derecho y la aplicación de las normas. En lo relativo a la producción de estas obligaciones, hemos de subrayar que, materias que eran tradicionalmente de naturaleza interna ahora precisan del derecho internacional. En ocasiones, ello se puede deber a que se quieren realzar los objetivos de los derechos humanos o a que la acción de los Estados puede ser obviamente insuficiente. Y, en lo atinente a las alteraciones de la rama del derecho analizada y su práctica, nos encontramos con que hay un aumento de las jurisdicciones internacionales, como ejemplo se encuentran los casos de la Corte Internacional de Justicia, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la Corte Penal Internacional o el Tribunal Internacional del Derecho del Mar. Los intentos de aportar una mayor efectividad a la jurisdicción internacional se pueden ver también en los casos del derecho de autodeterminación y en la emergencia de un derecho de injerencia (Rodríguez, 1999: 173-180).

De otro lado, lo anterior se conjuga con que los Estados son parte de sistemas internacionales de protección que incluyen instancias políticas y jurisdiccionales, por ejemplo, recordemos el supuesto de los sistemas europeo e interamericano de derechos humanos. En el mismo sentido, muchos Estados han reforzado sus Constituciones para dar a los convenios internacionales de derechos humanos una jerarquía superior frente al derecho interno (Rodríguez, 1999: 26).

V. Conclusiones

De lo expuesto hasta ahora se desprende que se debe repensar la función que desempeñan los derechos fundamentales como criterios de legitimidad del derecho y del Estado en cuanto a la exigencia de su responsabilidad, y mantener que tales derechos constituyen sus límites porque el origen democrático de una ley no es garantía suficiente para determinar su justicia (González, 2004: 446-447; Bayón, 2004).

En este contexto, la idea de cambiar de formas políticas de regulación a mecanismos de mercado sirve de fortalecimiento a las políticas neoliberales (Habermas, 2005: 118; cfr. Caballero, 2000). Con esta visión, la ambigüedad y la indeterminación se ven incrementadas en función de que el Estado de derecho explicita un modelo político-jurídico, que se manifiesta en el desenvolvimiento de los miembros de la sociedad desde el reconocimiento de su igualdad y la restricción en las atribuciones de los órganos estatales (Cossío, 1989: 30). Se ha producido una progresiva disociación entre decisión y responsabilidad, entre poder y organización democrática, y entre democracia y realidad, surgiendo, en muchos casos, una ficción en lo que respecta a que el pueblo es el último detentador del poder, y a que la participación política es el gobierno del pueblo (Mora, 2004: 21). Por otro lado, si lo público lo entendemos como lo concerniente a los intereses de todos y lo privado se corresponde con lo que incumbe a la decisión personal, en la sociedad moderna hay una permeabilidad entre ambas esferas, posibilitándose que un acto se pueda estimar ambivalentemente.

El abordaje de estas consideraciones muestra que la responsabilidad de los Estados se desenvuelve dentro de una simbólica legitimidad insustancial y formalista, garante de los procedimientos de distribución del poder, así como de su eficacia. Dentro de la que se tienen en cuenta la previsibilidad, las disfunciones y los cálculos de los disensos que se pueden soportar. El discurso de la eficacia en la exigencia de la responsabilidad se erige como espacio único (Olivas, 2004: 85 y ss.)3 lo cual tiene su coste, ya que evidentemente la democracia demanda algún tipo de unidad política con una autoridad última soberana, y se debería tener cuidado de no admitir una rebaja de los estándares normativos que lleve a un nivel de degradación de los ideales democráticos inadmisible (Bayón, 2008; Barcellona, 2006: 40 y ss.).

En síntesis, las actuaciones estatales se deben modernizar y mejorar constantemente, ya que, dada la problemática a la hora de determinar el titular de la acción del Estado, la toma de decisiones se hace cada vez más compleja. Más allá de las modalidades de acción jurídico-política descritas al final del apartado cuarto, y que implican una contradicción en muchas ocasiones con la realidad derivada de un mundo globalizado, las cuestiones que se deben tener en cuenta para mejorar su eficacia son: la determinación de un orden de prioridades, que adapte la escasez de recursos a los problemas más graves; la optimización en la combinación de los fondos públicos y privados; la simplificación de los procedimientos; y la aclaración de las responsabilidades de cada parte, ampliando la participación a escala regional y local, involucrando a los interlocutores sociales y manteniendo la flexibilidad para responder a las nuevas situaciones (Eekelaar, 1984: 9 y ss.; Vandamee, 1984).4

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*Fue realizado en el marco del proyecto de investigación “Diversidad y convivencia. Los derechos humanos como guía de acción” (DER 2015-65840-R) del Ministerio de Economía y Competitividad de España.

1En lo referente al tema de la generalidad de la ley, véase Cabo (2000: 47).

2Sobre los ejemplos expuestos, véase Garrido (2010: 20 y ss.).

3Por otro lado, estas ideas se complementan en Arnaud (1991) y Delmas-Marty (1989).

4En concreto, desde el punto de vista del Estado social y democrático de derecho, cfr. Cascajo (1992).

Recibido: 17 de Abril de 2017; Aprobado: 26 de Mayo de 2019

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