La cultura política se ha consolidado en las últimas décadas como un tema central entre investigadores provenientes de diversas ramas de las ciencias sociales. Esto es así porque dicho concepto ha abierto diferentes vías de explicación sobre algunos de los fenómenos sociopolíticos actuales, en especial, de aquellos que tienen que ver con la calidad de la democracia y la participación ciudadana. No obstante, y sin negar la pertinencia y riqueza de los múltiples aportes en tales temáticas, es necesario analizar los principales supuestos de la cultura política, desde sus raíces conceptuales, con el fin de reconocer algunas de sus limitaciones explicativas o las problemáticas de sus principios epistemológicos fundantes.
Al respecto, es necesario explicitar que varias de las dificultades que presenta el mencionado concepto se sitúan, en efecto, en la permanencia y arraigo de sus postulados de origen, ya que estos, como se tratará de demostrar, han provocado una opacidad en la comprensión de la heterogeneidad de las dinámicas, procesos y/o prácticas que incumben a lo cultural/político. Considerando tal perspectiva, el presente artículo pretende problematizar la noción de cultura política a partir de sus argumentos primigenios y de lo que son la cultura y la política, pues en estos residen sus principales deficiencias. El objetivo final será, por lo tanto, ofrecer una discusión sobre estos conceptos a partir de determinados virajes epistemológicos y propuestas alternas de reflexión. Asimismo, se plantea aportar una base crítica para repensar la cultura política, algunas definiciones diferentes y nuevas vías conceptuales trabajadas por varios académicos interesados en el tema, que permitirán no sólo ampliar su abanico de posibilidades analíticas, sino también, vencer algunas de sus preconcepciones originarias.
El texto está organizado de la siguiente manera: en la primera parte se reflexiona sobre el concepto de cultura del que parte la definición primigenia de cultura política y algunos de los debates que se han generado al respecto. En el segundo apartado, siguiendo la misma lógica argumental, se discute el concepto de política con el fin de evidenciar sus conexiones con la categoría principal, la cultura política y, en este sentido, sus principales problemáticas para aprehender determinados elementos de la realidad. Finalmente, a partir de las reflexiones anteriores se pretende llegar a una crítica más puntual sobre el concepto de cultura política, así como a algunos intentos de reformulación del mismo y/o propuestas alternativas para trabajar sobre los fenómenos sociopolíticos.
La génesis del concepto: partiendo de la cultura
En The Civic Culture, obra de la década de los sesenta y reconocida por ser la que posicionó abiertamente el concepto, la cultura política es definida como el conjunto de orientaciones políticas y actitudes o posturas de las personas hacia su sistema político (Almond y Verba, 2001: 179). Dichas orientaciones y actitudes, según la propuesta conceptual, pueden ser de tres tipos: cognitivas, afectivas y/o evaluativas (Almond y Verba, 2001: 178-181). Las primeras se refieren al conocimiento o creencias con respecto al sistema político; las segundas, a los sentimientos hacia ese mismo sistema, mientras que las terceras, a los juicios y opiniones acerca de los objetos políticos (Almond y Verba, 1989: 14). Según las características que toman esos tres modos de orientación y actitud en cada país,1 es posible observar tres tipos de cultura política que no se excluyen mutuamente: la parroquial, la subordinada y la participante (o racional y activa). Sin detenernos demasiado en estas categorías, la cultura política parroquial es aquella que se crea en sociedades donde no hay una especialización de los roles políticos, por lo que la organización se hace con base en tradiciones; por su parte, la cultura política subordinada surge cuando las personas están conscientes de la especialización de la autoridad gubernamental pero guardan una relación pasiva hacia ella y, finalmente, la cultura política participante es aquella en la que los miembros de una sociedad se encuentran explícitamente orientados hacia el sistema político como un todo y toman un rol activo con respecto al desenvolvimiento del mismo (Almond y Verba, 2001: 182-184).
Lejos de evaluar la funcionalidad de esta clasificación, más bien estamos interesados en debatir los supuestos básicos de los que parten los autores para construir el concepto de cultura política, lo cual permitirá entender qué hay detrás de las tipologías. Como punto de partida, Almond y Verba mencionan que la idea de utilizar el término “cultura” tiene que ver, por un lado, con el aprovechar el legado de antropólogos, sociólogos y psicólogos que lo habían usado para explicar diversos fenómenos sociales y psicosociales. Por otro lado, los autores mencionan que, dada la facilidad con la que el término podía caer en ambigüedad, era necesario tomar sólo una de todas sus definiciones.
Debido a lo anterior, para ellos la cultura es entendida como “las orientaciones psicológicas hacia los objetos sociales” (Almond y Verba, 1989: 13). En otras palabras, este concepto representa un conjunto de posicionamientos mentales referidos a valores y normas teóricamente homogéneos que le sirven a los individuos para evaluar el sistema político en una supuesta correspondencia lineal. Así, desde esta perspectiva, los sujetos fungen como una especie de autómatas “parroquiales”, “súbditos” y/o “participativos” que piensan y se pronuncian de acuerdo con una estructura cultural (vinculada a ese sistema político) que, a su vez, les indica la normatividad que deben seguir para satisfacer una serie de objetivos culturales (Merton, 2010: 241). Dichos objetivos se traducen en “deseos” y “aspiraciones”. Por lo tanto, bajo esta concepción de cultura, la naturaleza humana está organizada, es invariable y maravillosamente simple (Geertz, 2003: 43).
La crítica de Geertz (2003: 48) a este concepto tiene que ver con la noción de que cultura no sirve como “una especie de escrutinio de la opinión pública de los pueblos del mundo” para llegar a un consenso universal sobre la esencia humana. En contraparte, Geertz propone que el viraje requerido por el concepto está en el reconocimiento de la variabilidad del comportamiento de los individuos y en la posibilidad de comprender lo que es genéricamente humano mediante particularidades culturales. Ante lo expuesto, la cultura definida por él no se refiere a esquemas generales de pensamiento y comportamiento, sino a “mecanismos de control” (planes, recetas, fórmulas, reglas, instrucciones) que gobiernan la conducta (Geertz, 2003: 51). El supuesto principal de esos mecanismos es que el pensamiento humano es social y público, por lo que el acto de pensar no consiste en “sucesos que ocurren en la cabeza” sino en un tráfico (y sistema) de símbolos significativos (Geertz, 2003: 52). Por tanto, desde esta perspectiva la cultura es un concepto semiótico.
Sin negar los aportes de este giro conceptual, la salida que ofrece Geertz a la propuesta de Almond y Verba no parece del todo convincente, pues, si bien es cierto que la sociedad es un conjunto diverso en la base de su noción, también es verdad que la cultura emerge, según Geertz, como un mecanismo regulador y homogéneo que se sitúa por fuera de los individuos para gobernar su conducta. De esta manera, en este concepto de cultura, la posibilidad de contradicción entre esas normas reguladoras “pensadas y traficadas”, y aquello que realmente hacen los individuos está totalmente ausente; no parece existir ningún grado de libertad de los sujetos para contrariar esas reglas. Esta premisa no tiene la intención de proponer que la cultura no regula las relaciones sociales, pero sí que la oposición y la contradicción ocurren de forma natural e intrínseca al proceso de construcción de significados. Lo anterior quiere decir que la cultura no se constituye, por lo menos de manera exclusiva, como una serie de contenidos externos a los sujetos (mucho menos como una serie de “recetas” que se reproducen mecánicamente), sino como algo mucho más dinámico y, por ello, en constante creación y manipulación por los individuos (Simmons, 1942: 388).
Lila Abu Lughod (2006) abona al punto anterior argumentando que el concepto de cultura de Geertz es problemático debido a que tiende a homogeneizar los procesos de transmisión y recepción de códigos culturales entre las personas. Lo que cuestiona la autora es que Geertz, cuando analiza sus comunidades, asume que los sujetos comparten y valoran los objetos y significados culturales en forma homogénea (Abu Lughod, 2006: 132), es decir, sin la presencia de conflicto alguno. Ante esta situación, lo que corresponde es considerar que en los grupos sociales la dinámica cultural, que Geertz define como tráfico de símbolos significativos, no está libre de contradicciones. Esto es aún más notorio desde la perspectiva de Abu Lughod cuando nos referimos al estudio de lo que llama “sociedades complejas”, en las que el Estado-nación puede hacer uso, como ella ejemplifica, de los medios de comunicación masiva para transmitir una serie de códigos culturales que promueven algún cambio o que fomentan la legitimidad. Al respecto, la autora afirma que incluso cuando el Estado y los medios de comunicación pretenden inducir un cierto patrón de recepción e interiorización de la información, esto no sucede de forma mecánica y lineal entre los sujetos, sino que, por el contrario, la situación puede acarrear resultados inesperados (Abu Lughod, 2006). En este sentido, la cultura emerge como un “fondo de recursos diversos” y una “palestra de elementos conflictivos” y no como una “agradable invocación de consenso” que puede “distraer la atención de las contradicciones sociales y culturales, de las fracturas y oposiciones dentro del conjunto” (Thompson, 1995: 19).
De igual forma, Sherry Ortner coincide en que el concepto de cultura en Geertz no es del todo explicativo cuando la noción de conflicto y el concepto de poder se han convertido en puntos importantes en los actuales debates antropológicos y sociológicos sobre la cultura (Ortner, 2009: 5). En efecto, cuando Geertz redefinió el concepto de cultura, con el objetivo de refutar y desarraigar la visión estructural/funcionalista, de manera automática asumió que las cuestiones sobre el poder, la dominación y la asimetría social quedaban del lado de esa noción “mala” de cultura (Ortner, 2009: 3). Esto no quiere decir que Geertz ignoró completamente la política o el poder, sino que cuando fueron tratadas en sus obras resultaron “tan subordinadas en el argumento cultural que quedan virtualmente abandonadas” (Ortner, 2009: 4).
Por lo tanto, Ortner propone retomar la trama de significados culturales y la construcción de sentido que dan base al concepto de cultura de Geertz, además, complementarlos con un giro hacia el poder mediante la noción de “agencia”. Esto quiere decir que dicho concepto juega un papel de “bisagra” en su propuesta dado que trata de tender un puente entre dos esferas que habían sido separadas por la cultura de Geertz y por la cultura estructural/funcionalista utilizada por Almond y Verba: la del sentido y la del poder (Ortner, 2009: 3). De esta manera, la “agencia” representa, en la esfera del sentido, las presiones de los deseos, las comprensiones y las intenciones de las construcciones culturales. Mientras que, en la esfera del poder es la vivencia subjetiva de autorización, control y efectividad en el mundo (Ortner, 2009: 16). Finalmente, la “agencia” es, por ende, fuente y efecto de cultura, así como del empoderamiento de los individuos (Ortner, 2009: 16-17).
Respecto a la propuesta teórico/conceptual de Sherry Ortner, William Sewell (1999) considera que lo aportado por la autora no sólo debe leerse como una reacción contra el concepto de cultura como sistema de símbolos y significados lógicos, coherentes, compartidos, uniformes y estáticos, sino que en este giro que propone hacia las relaciones de poder, la lucha, la contradicción y el cambio también logran colocar a la cultura como una esfera de actividad práctica (Sewell, 1999: 44-45), lo cual considera es su mayor contribución. En efecto, para Sewell lo hecho por Ortner significó una nueva valoración de la cultura como término eminentemente performativo (Sewell, 1999: 44-45).
No obstante que esta nueva conceptualización de la cultura parece alejada del sistema de símbolos y significados de Geertz, Sewell considera que ambas no sólo son compatibles, sino que también son complementarias, aunque de una forma distinta a la propuesta de Ortner. Para Sewell, sistema y práctica se presuponen uno al otro: ser partícipe de la práctica cultural significa utilizar los símbolos culturales existentes para alcanzar cierto fin. Asimismo, ese sistema de símbolos y significados tampoco existe fuera de la sucesión de prácticas que lo evidencian, reproducen o transforman (Sewell, 1999: 47). La práctica implica al sistema y viceversa. De esta manera, Sewell llega a la conclusión de que la cultura, lejos de ser una práctica específica o una que se da en espacios sociales concretos, es “la dimensión semiótica de la práctica social humana, en general” (Sewell, 1999: 48). Sin establecer lo antes mencionado como una conceptualización definitiva de la cultura, lo importante es que logra recoger los principales debates y críticas de las corrientes anteriores para construir un nuevo término en el que éste no queda únicamente como orientación psicológica o como sistema de símbolos, sino que, bajo esta nueva perspectiva, es un concepto más amplio que brinda mayor cabida a la heterogeneidad, al dinamismo y al conflicto, además de que asigna un lugar importante a las prácticas; asimismo, la cultura, al ser considerada como constitutiva de toda la praxis humana y reflexionada como multisituada, no conlleva un sólo campo de acción y no está fragmentada, pues sólo es un conjunto que tiene diferentes manifestaciones de acuerdo con cada situación.
La segunda parte del debate: la política
Ahora bien, como ya mencionamos, una primera parte de los planteamientos anteriores significó una revaloración del poder y del conflicto como dimensiones intrínsecas de la cultura, lo cual nos permite regresar a otro punto importante que demanda ser problematizado dentro del concepto que es objeto de este artículo: la política. En efecto, lo que Sewell, Ortner y Abu Lughod muestran de forma implícita es que sus aportes a la reformulación del concepto de cultura significan un mayor acercamiento a la política en tanto esfera de tensión, negociación y disputa. Por lo tanto, los postulados de los autores sobre el concepto de cultura repercuten directamente en la forma de visualizar y definir la política, es decir, no como una relación mecánica y lineal del poder, sino como una esfera de tensión social, constitutiva de la cultura, en donde lo diverso y lo incalculable emergen. Además, esto supone que los individuos pueden y hacen uso de sus diferentes capacidades de agencia para lidiar con un estado prevaleciente del mundo de acuerdo con su propia percepción y práctica de la política.
Para Almond y Verba el hablar de cultura política tiene que ver con la necesidad de separar las actitudes políticas de las no políticas, pues sólo así se pueden comprender los vínculos entre ambas y sus patrones de desarrollo (Almond y Verba, 1989: 12). No obstante, dicha perspectiva implica dos problemáticas importantes: 1) que los autores reconocen que la diferencia entre ambos tipos de actitudes no es clara, por lo que les resulta difícil establecer esa separación de forma precisa; sólo atinaron a definir las orientaciones políticas (actitudes hacia el sistema político y sus diferentes partes, así como las actitudes hacia el rol que cada sujeto cumple en el sistema) y a esclarecer poco las que serían consideradas no políticas; 2) en sus planteamientos y explicaciones es evidente una tendencia a observar los procesos políticos desde una perspectiva evolucionista, es decir, para ellos el desarrollo de la política es entendido como un proceso lineal de avance (de menor a mayor) en cuyo extremo final se encuentran, como horizonte ideal para todos los sistemas políticos, la cultura política participativa y la democracia. Sobre estos puntos vale la pena dar mayores argumentos.
Por principio, la idea de política que emerge del trabajo realizado por los autores citados está directamente relacionada con los procesos de cambio a nivel mundial después de la Segunda Guerra Mundial y durante la guerra fría. En este sentido, The Civic Culture hace evidente la preocupación por el rumbo que tomarán todas las naciones, por lo que pone mayor énfasis en el reacomodo de los sistemas políticos. Por ende, la concepción de política en dicha obra está primordialmente enfocada a la relación guardada entre las personas y su sistema político y, en este sentido, a cuáles son los patrones que sigue dicha relación en un momento de transformaciones profundas. No obstante y sin demeritar los esfuerzos realizados, este concepto de política adolece del mismo reduccionismo y mecanicismo que el de cultura, en específico en dos puntos: 1) por un lado, el deseo de los autores por volver operativo el concepto provoca que sea muy limitado, pues la política queda sólo como el vínculo que se establece entre sujetos y sistema político, que a su vez es evaluado en términos de actitudes; 2) de lo anterior se desprende el establecimiento de clasificaciones (tres actitudes específicas y tres tipos de culturas políticas) muy generales que buscan evidenciar una serie de supuestas relaciones lineales, por demás estáticas, entre sistema político e individuos, que no sólo no se ajustan a la realidad, sino que parecen reducirla a lo ficticio.
De esta forma, el concepto de política en la obra se convierte en una herramienta que permite el establecimiento de diferenciaciones entre países y sus respectivos sistemas políticos, pero basadas en una perspectiva implícitamente parcial. En efecto, el planteamiento abunda en situar a Inglaterra y a Estados Unidos como los modelos a seguir, pues han logrado, según el argumento central, constituir sistemas políticos que los colocan como las democracias más avanzadas del mundo. Por esta razón dichas naciones se convierten en la medida para evaluar al resto de países (Alemania, Italia y México en el caso de este estudio) que, por supuesto, se encuentran por debajo de lo que podría llamarse la “escala del ascenso democrático”. Asimismo, es necesario decir que incluso la selección de los casos para el estudio refleja parcialidad, pues los supuestos e hipótesis iniciales de la obra terminan en correspondencia total con las conclusiones (hay dos países que son los arquetipos de la democracia, mientras que hay otros países, como Italia y México, con culturas políticas mayormente subordinadas y parroquiales que no han logrado adoptar dicho modelo), dejando poco espacio para el debate de los resultados. Es así que la política en The Civic Culture avala una serie de distinciones basadas en el contraste entre una “buena” política y una “mala” política, lo que finalmente se constituye en una serie de imputaciones a la realidad guiadas por los ideales de los autores.
Chantal Mouffe (1999) considera que este tipo de planteamientos tienen que ver con el arraigo de los supuestos de la democracia liberal como “encarnación del derecho y de la razón universal” (Mouffe, 1999: 11). En este sentido, dicha autora menciona que los teóricos y defensores de la democracia liberal, dominados por una perspectiva racionalista, no logran asimilar la diferencia, el conflicto y el antagonismo en las relaciones sociales, pues para ellos todo eso queda eliminado por el advenimiento de un supuesto consenso global en el que la racionalidad triunfa sobre las pasiones (Mouffe, 1999: 11-12). No obstante, la realidad muestra la poca conexión que existe entre esos ideales liberales y el terreno empírico. Además, para Mouffe, esa desorientación de los pensadores políticos liberales está relacionada con su impotencia para captar la naturaleza de lo político, en la que la diferencia, el enfrentamiento y el antagonismo son condición misma de existencia (Mouffe, 1999: 12-16).
Por lo anterior, la autora propone que se retomen las dos raíces comunes del término política/o para formar una sola trama conceptual que permita aprehender de mejor forma su complejidad: por un lado, pólemos y por el otro lado, polis. El primero, el pólemos, que identifica como “lo político”, está ligado a la dimensión de antagonismo y hostilidad que existen en todas las relaciones humanas (Mouffe, 1999: 14). El segundo, la polis, es decir, “la política”, se refiere al establecimiento de un orden, a la organización de la coexistencia humana en condiciones que son siempre conflictivas, pues están inevitablemente atravesadas por “lo político” (Mouffe, 1999: 14).
Partiendo de lo anterior, Mouffe agrega que la vida política jamás podrá prescindir del antagonismo. Además, aclara que dicha dimensión construye un “nosotros” en un contexto de diversidad y de conflicto, pues ese “nosotros” está constantemente distinguiéndose de un “ellos” (Mouffe, 1999: 15-16). Aun cuando en este punto específico la propuesta de la autora parece perder de vista algunos elementos,2 lo significativo de su aporte es que conduce a tres reflexiones muy importantes para redimensionar el concepto: 1) la política es algo constitutivo de las relaciones humanas en todos los niveles; 2) la política es una esfera social de naturaleza eminentemente conflictiva y por ello extremadamente diversificada y multiforme; 3) la política no sólo es algo que se piensa, sino también que se hace y se practica. Por lo tanto, la política no se establece como un conjunto de patrones lineales lo suficientemente homogéneos para demarcar un supuesto “carácter nacional”, sino como algo mucho más complejo que requiere un esfuerzo mayor de aprehensión y de desnaturalización de conceptos.
En esta tesitura, Sabina Frederic y Germán Soprano (2005) plantean que la confrontación de los investigadores con las prácticas de los sujetos y la manera en que estos determinan el carácter político (o no político) de una situación es una vía bastante sustancial para analizar la diversidad que el concepto implica (Frederic y Soprano, 2005: 20-23). Por lo tanto, no se trata de establecer “buenas” o “malas” políticas, sino de aprehender la multiplicidad, el desenvolvimiento y la dinámica de la dimensión política a partir de escenarios y actores concretos. Asimismo, esto puede trabajarse entre escalas y niveles para dejar lugar a la variabilidad de perspectivas sobre cómo la política es vista, percibida, representada y/o practicada, lo cual pondrá en entredicho el supuesto de un comportamiento político general inexpugnable. Con lo anterior, observamos que Frederic y Soprano llevan el concepto de política hacia otros derroteros en los que se privilegian las perspectivas de los actores en su lógica y en su contexto, ya que buscan no analizar el dato empírico desde un modelo ideal de política que lo único que provoca es una mayor opacidad en la comprensión de los fenómenos sociales.
Desde otra perspectiva, María Cecilia Ferraudi (2010) somete a discusión el concepto de política a partir de los debates centrales sobre su profesionalización. En este sentido, Ferraudi no niega que existe, por efecto de la llamada “apertura democrática”, una conformación de diversos grupos de expertos asociados a la administración pública (especialistas en marketing electoral y economistas competentes en modelos de gestión de política pública) y a la legitimación de un discurso especializado (Ferraudi, 2010: 152). Asimismo, tampoco niega que este fenómeno ha tenido incidencia en los distintos niveles de la administración pública. No obstante, las diversas formas de recepción de la información, así como las perspectivas generadas sobre el fenómeno, implican una multiplicidad de nuevos discursos, valoraciones y prácticas de los sujetos, entrañando con ello un redimensionamiento de la política que sobrepasa cualquier forma de categorización simple y rígida. Por ello, el razonamiento de la autora estriba en que los efectos de la profesionalización del campo político están lejos de ser homogéneos, lo cual tiene que ver con las especificidades de los contextos de investigación, con los actores implicados y, en específico, con las percepciones, los sentidos atribuidos, las habilidades y las prácticas de los propios sujetos en cuestión.
Las reflexiones de los autores antes mencionados nos llevan a plantear la necesidad de redimensionar la política con el fin de posicionarla como una cualidad intrínseca de la actividad humana y de las relaciones sociales y no como un elemento que se refiere exclusivamente al orden gubernamental y/o a la administración pública (en cuyo caso es una de sus manifestaciones), pues ambos se han constituido, en un gran número de casos, en los ámbitos de referencia para definir lo que corresponde a la política. Por lo tanto, las contribuciones conceptuales de estos autores permiten la apertura de caminos diferentes de reflexión y debate que, a su vez, posibilitan nuevas perspectivas sobre la política que favorecen el desarraigo de concepciones naturalizadas con las cuales ha sido observada y que en ocasiones han contribuido a etiquetar la realidad de una forma normativa.
El debate central: dar vuelta a la cultura política
Regresando al debate central, un punto medular de la propuesta de Almond y Verba consiste en dar cuenta de la emergencia de un modelo de “nueva cultura política” que, proveniente de la conformación de una supuesta “nueva cultura mundial” (Almond y Verba, 2001: 171-172), se sostiene en un ideal de mayor participación de las personas en el desenvolvimiento de su sistema político. Asimismo, nutrida por la idea de una organización sociopolítica moderna y racional (que según el argumento se “aplica” a los seres humanos y a los grupos sociales, tal como lo hace la ingeniería, en términos de racionalidad y autoridad, a las cosas materiales) que es deseada hasta por lo que ellos llaman el “mundo no occidental”, es decir, por una porción del planeta que no ha “desarrollado con éxito una tecnología industrial y una burocracia eficiente” (Almond y Verba, 2001: 171-172).
Así, la propuesta plantea que en el mundo moderno se debe optar por un solo modelo de sistema político, es decir, el democrático sobre el autoritario, con el fin de ver cumplidos esos ideales. Al respecto, en el primero de esos sistemas se le ofrece al hombre “la oportunidad de participar en la toma decisiones en calidad de ciudadano influyente”, mientras que, en el segundo, tendrá un papel de “súbdito participante” (Almond y Verba, 2001: 172). En este sentido, la democracia se sostiene no sólo en instituciones formales, sino también en una cultura política que está coordinada con ella (Almond y Verba, 2001: 172). Una cultura política que debe de ser trasplantada de los “países democráticos occidentales” a las “naciones jóvenes” que, entre otras cosas, tienen la misión de aprender antes que “la compleja infraestructura de la política democrática”, con sus móviles internos, normas operativas y precondiciones psicosociales, las actitudes y los sentimientos que identifican a la propia democracia (Almond y Verba, 2001: 173). Asimismo, estas “naciones jóvenes” deben aprender los “equilibrios sutiles” del sistema político democrático para no caer, por un lado, en una visión tecnocrática de la política y, por el otro, en la extrema valoración y respeto de sus propias “culturas tradicionales”, de las cuales proceden (Almond y Verba, 2001: 173).
Con base en lo anterior, es posible argumentar que el problema contenido en el concepto primigenio de cultura política refiere a una situación mucho más profunda que su reduccionismo. En efecto, la interiorización de los ideales democráticos (liberales), en el sentido expuesto, derivó en una definición etnocéntrica manifiesta de manera concreta en una separación implícita entre “buenas” culturas políticas democráticas, que se caracterizan por personas que tienen “buenas” actitudes participativas hacia un “buen” sistema político democrático, y “malas” culturas políticas o no democráticas, que se caracterizan por personas que tienen “malas” actitudes parroquiales y/o de súbdito hacia un “mal” sistema político autoritario, pero sin llegar a profundizar qué es, cómo funciona y a qué responde eso que califican como parroquial, súbdito y autoritario.
Lo anterior no sería preocupante si este tipo de sesgos fueran exclusivos de The Civic Culture, sin embargo, al ser considerada la investigación pionera sobre cultura política es posible encontrarla en varios trabajos (acríticos) actuales. En este sentido, podemos mencionar para el caso de México trabajos como el de Víctor Manuel Durand Ponte (2004), Ciudadanía y cultura política 1993-2001; en este el concepto poco o nada difiere del usado por Almond y Verba: “[…] valores, actitudes, ideología y evaluación que los ciudadanos hacen del sistema político, del régimen, de las distintas instituciones y de ellos mismos como ciudadanos, además de la participación política” (Durand, 2004: 11-13). Los resultados a los que llega el autor, relacionados con la exaltación de un modelo ideal de democracia y en total concordancia con el modelo primigenio, a que la cultura política de los mexicanos se mueve entre la superación, la permanencia e incluso el fortalecimiento de “los valores autoritarios” en contraposición a “los valores democráticos”. Así, la cultura política en México está en un punto limítrofe entre acceder a una “buena” cultura democrática o mantenerse en una “mala” cultura autoritaria, lo cual se traduce en lo que Jorge Buendía y Fernanda Somuano llaman una “democracia incompleta” (Buendía y Somuano, 2003: 292, 317-318), aunque esta posición resulta poco explicativa.
Por lo tanto, el gran problema de estos trabajos no sólo es el fomento del extremo reduccionismo, sino también del enjuiciamiento normativo de la realidad y la imposición de un “filtro idealizado” cuyo objetivo es encontrar y evaluar “lo democrático” en una sociedad a partir de un “deber ser”, lo cual vuelve opaco el análisis y aporta poco al conocimiento del objeto de estudio en cuestión. De esta manera, no es extraño que se concluya que países como México son “democracias incompletas”, pues se les imputa una supuesta cultura política nacional que, vista desde ese modelo deseable de democracia, está en vías de ser porque aún no es lo que debería de ser.
La situación anterior no representa un caso aislado dado que existen otros trabajos que guardan perspectivas semejantes, como los realizados por el Barómetro de las Américas. Por ejemplo, en un documento titulado Cultura política de la democracia en México 2010, los autores desean mostrar un panorama general sobre cómo se ha visto afectada la construcción de la democracia en un contexto de desequilibrios económicos. Asimismo, postulan que dicho estudio se centra en la medición de actitudes y comportamientos políticos relacionados con “los valores que más probablemente promueven una democracia estable” (Paras, et al., 2011: 13). Partiendo de lo anterior, el documento pretende evaluar si las personas son capaces de apoyar un golpe militar dado el panorama de inestabilidad socioeconómica, por lo que afirman: “Los latinoamericanos, en condiciones de crisis, toman en cuenta factores económicos cuando piensan en la forma de castigar a aquellos en el poder, incluso si ello puede poner en riesgo a la democracia” (Paras, et al., 2011: 61). Así pues, para estos investigadores, independientemente de las características de las crisis económicas y de sus consecuencias para la población, es más importante la supervivencia y supremacía de los ideales democráticos, lo que no sólo refleja un razonamiento poco realista, sino uno descontextualizado y que no considera a los encuestados como sujetos históricos y socialmente ubicados, y que además, los enjuicia debido a su supuesta proclividad a las “alternativas antidemocráticas” o “autoritarias” (Paras, et al., 2011: 15).
Siguiendo con el argumento, los autores refieren (a) que los estragos causados por las crisis económicas en el establecimiento de los “valores democráticos” han desvelado, según los resultados obtenidos, que existen segmentos de la sociedad que son más vulnerables y por ello más propensos a apoyar las “alternativas autoritarias”, entre los cuales “los pobres parecen encabezar este grupo de amigos volubles de la democracia” (Paras, et al., 2011: 15). Lo anterior lleva a reflexionar que, en su deseo por defender el ideal de los valores democráticos, los autores crean etiquetas que avalan e imponen distinciones sociales etnocéntricas y, por ello, alejadas de cualquier debate y difusoras de juicios de valor. Por esto, para los investigadores resulta sencillo concluir que existen “amigos volubles de la democracia”, pues es más relevante la sobrevivencia de sus ideales democráticos que la superación de las desigualdades sociales, de la pobreza y de la marginación.
Debido a la serie de problemáticas que presenta el concepto de cultura política, se han manifestado, sobre todo por parte de antropólogos, intentos por redefinirlo y aplicarlo de forma diferente; aunque no siempre se ha logrado proporcionar una resignificación conceptual clara debido a la enorme polisemia de los conceptos de cultura y de política en la antropología. Al respecto, Guillermo de la Peña (1990) en uno de sus textos clásicos, “La cultura política entre los sectores populares de Guadalajara”, construyó cuatro tipos ideales de cultura política: clientelística, liberal, proletaria y comunitaria (De la Peña, 1990: 84). A partir de dichos tipos, y utilizando una estrategia de investigación cualitativa, Peña buscó ofrecer una visión mucho más compleja de la realidad registrando las vivencias cotidianas de determinadas familias al respecto de “sus percepciones y evaluaciones sobre los grupos y asociaciones que las rodean, sobre los actores sociales con quienes se confrontan o coordinan, sobre el Estado y sus agentes, y sobre sus propias identidades frente al mundo social y político” (De la Peña, 1990: 84). Así pues, la cultura política para Guillermo de la Peña, en contraposición a Almond y Verba, no refiere a una “inercia de un pasado tradicional”, ni a un “remedo distorsionado de la cultura hegemónica”, sino a un “complejo entramado de relaciones y prácticas sociales: como ajuste y resistencia, negación y búsqueda” (De la Peña, 1990: 87).
Sin embargo, la propuesta anterior guarda dos problemas de orden conceptual que es importante señalar en aras de dar continuidad al debate central. El primer problema guarda relación con la falta de claridad en la definición, pues el autor utiliza como sinónimos los términos de cultura política, cultura popular y cultura política popular, lo que provoca opacidad en los debates propuestos acerca de lo culturalpolítico. El segundo, vinculado al anterior, es la apertura excesiva del concepto. En efecto, la idea de cultura política, en este caso, fue llevada al extremo al dialogar con demasiadas dimensiones (familia, parentesco, relaciones de género, movilidad social, educación, vida religiosa, entre otras), por lo que en el argumento no se especifica cuáles de estas son características de lo culturalpolítico, o si, por el contrario, todas son variables de lo político. De ser esta última la salida propuesta, entonces este campo es demasiado amplio y provoca que el concepto principal pierda sentido en su aplicación, además, de que es incapaz de hacer una delimitación analítica de lo culturalpolítico.
Por su parte, Pablo Vargas González (1990) redefinió el concepto de cultura política a partir de su aplicación al campo de lo electoral, lo que le permitió circunscribirlo de forma más clara a un conjunto de fenómenos que pueden ser descritos como específicamente políticos (sin que estos agoten la categoría). En tal tesitura, Vargas propone una visión renovadora al articular el concepto a prácticas, funciones y símbolos, y no sólo a valores y actitudes (Vargas, 1990: 132). Asimismo, en su propuesta logra colocar a la cultura política como un instrumento analítico de las relaciones de poder, no en un sentido lineal y homogéneo, sino en uno heterogéneo y multivariado, tal como suceden las complejas relaciones entre Estado y población. Sin embargo, más allá de la redefinición del concepto, el resultado del análisis lleva a la misma estructura ideológicodicotómica contenida en el trabajo de Almond y Verba. A pesar del refinamiento conceptual, Vargas no trasciende la clásica oposición entre autoritarismo y democracia, por lo que la cultura política se debate entre el “autoritarismo”/“tradicionalismo” y el “cambio institucional democrático” o “transición democrática”/“modernización” (Vargas, 1990: 142).
Es importante mencionar que uno de los problemas notorios en este texto (y en otros escritos sobre cultura política contemporánea), es la falta de definiciones sobre autoritarismo y democracia, lo cual indica una tendencia a dar por entendido su significado (como si existiese una especie de acuerdo tácito) y, por ende, a obviar cualquier tipo de debate. Esto provoca, tal como ocurre en la propuesta de Vargas, que no se ofrezca una caracterización concreta de ambos tipos de regímenes, mucho menos un debate sólido acerca de lo que implican en la realidad para los países o, incluso, si es posible trazar una línea clara entre uno y otro, es decir, más allá de las posiciones que vinculan al autoritarismo con todo lo indeseable y a la democracia con todo lo deseable. El problema que plantea lo anterior para la cultura política, es la naturalización etnocéntrica y la notable restricción conceptual, pues la lleva a oscilar con demasiada simpleza entre autoritarismo y democracia sin mayores discusiones acerca, por ejemplo, de los mecanismos sociales que actúan en la realidad empírica (tratando de comprender las prácticas de los actores antes de etiquetarlas) o de las consecuencias que tiene la generación de un conocimiento que conduce a la deliberación a partir de valoraciones dicotómicas entre lo “bueno” y lo “malo”.
Como una propuesta para resolver los problemas anteriores, Larissa Adler Lomnitz, Claudio Lomnitz e Ilya Adler (1990) intentaron redefinir el concepto problematizando esa dicotomía enraizada, es decir, partieron de la necesidad de entender la “cultura política tradicional mexicana” (Adler, et al., 1990: 46) en su contexto y en sus prácticas. A partir de un trabajo de campo intensivo sobre la campaña presidencial de 1988 y lo que llamaron su “organización ritualizada”, plantean que tal oposición entre democracia y autoritarismo, de origen mayormente politológico, sólo opera en un nivel organizativo (abarcando diferentes relaciones, como aquellas entre los partidos y gobierno o entre el poder ejecutivo y el resto de poderes), por lo que es necesaria una forma de contraste diferente entre sistemas políticos basados en el individualismo (la democracia) en donde la representación se funda en la soberanía del individuo y en sistemas políticos basados en la jerarquía, es decir, en la imagen de una sociedad compuesta por segmentos interrelacionados, pero en un orden de subordinación (Adler, et al., 1990: 57-58). La principal característica de este último sistema es que las formas de representación son producto de negociaciones entre dichos segmentos.
Así pues, la tesis de estos autores es que la cultura política mexicana es resultado de una articulación muy peculiar entre ambos sistemas, pero que en tal orquestación tiene mayor predominancia la negociación entre grupos sociales por encima de la soberanía individual (Adler, et al., 1990: 58). Con lo anterior, los autores proponen una nueva oposición binaria entre el individuo (en términos de la democracia liberal) y la persona (es decir, el sujeto en su papel y posición social). En otras palabras, entre un sistema utópico (ideológico) individual y un sistema holista jerárquico (Adler, et al., 1990: 80). A partir de este viraje logran identificar que un análisis sobre la cultura política mexicana entiende los mecanismos sociológicos, a veces contradictorios, por los que tales sistemas interactúan o se sobreponen, por lo tanto, dicho análisis comprende que el sistema “tradicional”, opuesto a un “deber ser” democrático, es mucho más complejo e importante de lo que se ha querido reconocer (Adler, et al., 1990: 81).
Sin embargo, a pesar de su innovación, esta propuesta analítica deja pendiente una crítica significativa acerca de ese “deber ser” en dos vertientes. La primera consiste en el problema analítico/empírico que representa la supuesta oposición entre individual y colectivo y la aceptación implícita de que el primero es la meta ideal en tanto que refiere a la soberanía del individuo racional/liberal (mediante el voto y el derecho) y por ello excluido en la toma de decisiones del ámbito colectivo; además, esta situación resulta irreal en dos sentidos: en el de la idoneidad y/o factibilidad racional y en el de la sustracción colectiva. La segunda tiene que ver con la acrítica afinidad planteada entre democracia y el llamado “libre mercado”, lo cual incide en que no se profundice desde el ámbito empírico más allá de la retórica y los supuestos teóricos que rodean al neoliberalismo, es decir, en las disparidades que en nombre de ese modelo económico (de alcance mundial) se han cometido desde hace décadas. Lo anterior no sólo permitiría poner en tela de juicio la supuesta cercanía guardada entre el “libre mercado” y la democracia (considerando sus definiciones ideales promovidas desde la academia), sino también a cuestionarse desde una perspectiva más crítica si la democracia en la práctica avala, impone, exige y/o naturaliza tales desigualdades. Además, podríamos argumentar a partir de las críticas anteriores que de cualquier forma la “cultura política mexicana” a la que refieren los autores sigue siendo una simple oscilación dentro de un esquema dicotómico.
En última instancia, Esteban Krotz propone una revisión más crítica de la cultura política para intentar alejarla de los supuestos originarios, pero luchando, a su vez, para en ese intento no se caiga en una opacidad conceptual que le reste capacidad explicativa. En tal tesitura, manifiesta que la amplitud o la estrechez del concepto tienen mucho que ver con la definición que cada investigador elija de lo que es política y de lo que es cultura (Krotz, 1990: 11). Asimismo, considera un desacierto analizar la cultura política exclusivamente a partir de los datos electorales, ya que esto puede incurrir en afirmaciones y generalizaciones provenientes de introspecciones o de anhelos personales y no de un examen científico de la realidad (Krotz, 1990: 13). Por otra parte, considera que la antropología tiene ante sí diversos caminos para proponer una renovación y usos del concepto mucho más provechosos. Además, refiere los trabajos de Clifford Geertz, Adrian Mayer, Paul Friedrich y Marshall Sahlins, de los que toma los conceptos de estructuras de significación, redes, legitimidad y liderazgos, para señalar que estas dimensiones pueden ofrecer una mejor delimitación de lo culturalpolítico más allá de esquemas dicotómicos y en constante diálogo con información obtenida etnográficamente.
Sin embargo, el problema de la propuesta de los autores referidos por Krotz es que sólo se trata de un esquema de posibilidades en el que la idea principal parece quedar subordinada a la cultura política como categoría central; algo que es discutible ya que tales conceptos tienen sus propias dificultades definitorias (por ejemplo, legitimidad y estructuras de significación) como para aumentar la complejidad al subordinarlos a un concepto más general y abstracto. Por lo tanto, Krotz pugna por una mayor apertura del concepto en varias vertientes, pero sin generar una propuesta concreta de definición o sentar las bases de sus límites explicativos. Respecto a lo anterior, el propio autor deja una advertencia importante: el concepto de cultura política, como otros conceptos que empiezan a ganar poder explicativo, se puede volver vago y vacío a causa de su uso indiscriminado o “una categoría residual, utilizada ocasionalmente para explicar cualquier cosa que no pueda ser explicada por factores más precisos y concretos” (Pye, citado por Krotz, 1990: 11)
Como se ha podido observar, las reformulaciones hechas al concepto no siempre logran establecer una distancia con respecto a la definición cerrada y normativa propuesta por Almond y Verba o, por el contrario, las salidas no logran sustentar el concepto de forma más clara, por lo que se han planteado otros caminos teóricos/conceptuales para analizar los fenómenos sociales que incumbirían a la cultura política. Por ejemplo, después de una crítica profunda y ampliamente argumentada sobre el concepto de cultura política, Héctor Tejera Gaona (2003) opta por una vía alterna para observar la relación que se establece entre candidatos y población en general en un proceso electoral concreto. En efecto, en su propuesta no hace referencia a la conformación de una cultura política, sino más bien a un proceso de objetivación que se define como la reorganización de diversos referentes culturales (reelaborar el contenido de valores, normas, prácticas y símbolos) con el fin de conseguir objetivos, expresar discursos, negociar y, en todo caso, para incidir en las relaciones políticas (Tejera, 2003, 24-27). En este sentido, Tejera usa el mencionado concepto para captar las continuas transformaciones en la relación entre cultura y política. En otras palabras, para el autor las relaciones políticas son expresiones peculiares de la cultura cuando esta se pone en juego en el ámbito de las relaciones de poder y no una cultura específica, es decir, no una cultura política. Asimismo, en su trabajo procura centrarse en los sistemas de significación que intervienen en las relaciones políticas (construcción de identidades individuales y colectivas). Finalmente, al ser la objetivación un fenómeno contingente a las relaciones de poder, su propuesta permite ver los vínculos políticos de forma más clara, pero sin caer en la falsa idea de la emergencia de una “nueva cultura política”, “buena” y, por lo tanto, “democrática”.
En otra tesitura, Sabina Frederic (2004) ofrece una perspectiva diferente sobre cómo observar lo político sin caer en la prescripción de los ideales democráticos; la autora parte de una reflexión sobre la moralidad en general y su vinculación con los procesos políticos (Frederic, 2004: 15). En este sentido, lo que muestra es que los individuos tienen una valoración moral de la política que se traduce en una serie de expectativas y en formas de subjetivación o prácticas individuales y agregadas socialmente (Frederic, 2004: 16). A partir de la observación minuciosa de las prácticas de los sujetos, Frederic comprende la oposición o choque que llega a existir entre el modelo ideal de “(cultura) política democrática” racional y globalizante (relacionada en su trabajo con una ideología neoliberal) y los valores morales de las personas en escenarios concretos. Asimismo, para Frederic no es posible reducir la política a un esquema formal y racional de orden de gobierno, sino que se constituye en una categoría mucho más amplia y compleja, constitutiva de lo social, que guarda diversos significados de acuerdo con los contextos y, en especial, a los sujetos que con sus prácticas, discursos, evaluaciones y valores le otorgan su contenido, y no a partir de plantillas conceptuales rígidas que a priori se le imponen a la realidad. Por lo tanto, al hablar de prácticas, expectativas, subjetivación y valores morales, la autora denota implícitamente una noción amplia de cultura que se presenta como indivisible de la política.
A manera de conclusión
El objetivo de este artículo no consiste en plantear que el concepto de cultura política no permite observar lo que ocurre sobre el terreno empírico o que en absoluto ofrece perspectivas fructíferas sobre el mismo; además, tampoco pretendemos descalificar el trabajo de Almond y Verba en The Civic Culture o lo hecho por investigadores que han intentado construir nuevas perspectivas. No obstante, el planteamiento de este trabajo sí abunda en la necesidad de analizar críticamente los alcances del concepto y, en este sentido, en tener muy en claro cuáles son sus principales deficiencias y limitaciones. Al respecto, una de nuestras preocupaciones centrales es la reproducción acrítica del concepto, lo cual se ha traducido, en más de una ocasión, en explicaciones demasiado normativas o, en el peor de los casos, en la reafirmación y proliferación de los supuestos racionalistas y etnocéntricos en los cuales se fundamenta.
En esta tesitura, es importante recalcar que lo anterior se puede generar a partir de las nociones que se tengan de la cultura y de la política, lo cual no sólo plantea un debate mayor, aquí esbozado más no agotado, sobre qué tan amplios, complejos, reducidos u operativos deben ser de acuerdo al área de estudio y al objetivo de la investigación, sino también sobre qué tanta distancia existe entre ambos conceptos. Sobre este último punto, vale la pena dejarlo asentado en los siguientes cuestionamientos: a) ¿La cultura es fragmentada? Este aspecto se refiere a que la existencia de una cultura política significa la de otras culturas (económica, religiosa, entre otras); las distintas culturas son fracciones que corresponden a diversos campos de aplicación o áreas de la vida social y que tanto unas como (las) otras tienen límites claros. Por lo tanto, desde esa perspectiva la cultura no sería algo más general, complejo y constitutivo de la sociedad, es decir, que tiene distintas expresiones y materializaciones de acuerdo con cada situación, más bien, un rompecabezas con márgenes aparentemente claros; b) ¿Hablar de política no es hablar de cultura? Siguiendo con lo anterior, este cuestionamiento tiene que ver con la posibilidad de separar lo político de lo cultural, ante lo cual vale la pena recuperar algunas de las reflexiones aquí revisadas que vislumbran una mayor imbricación entre ambos conceptos (dado que en los dos se junta la dimensión de conflicto, negociación y disputa de la vida social), lo cual significa que aquello que es político conlleva intrínsecamente la dimensión cultural y no una cultura política.
Otro eje de discusión tratado en este trabajo es el que tiene que ver con la imposición de un modelo ideal de democracia que contribuye, en muchas ocasiones, a la creación de un conocimiento poco preciso sobre los objetos de estudio. Al respecto, no se desea establecer que la ciencia social no debe de tomar una postura crítica hacia las desigualdades sociales, pero el problema surge cuando se le desea imponer a la realidad un modelo único e inexpugnable (el democrático) para contrarrestarlas, aun y cuando esa supuesta fórmula ideal contiene y justifica otra serie de desigualdades y prejuicios que le son intrínsecos y que, como tales, muchas veces no son sometidos a debate y crítica por parte de los investigadores. En otras palabras, cuando el concepto de democracia se convierte en una “camisa de fuerza” que sólo habilita a observar el terreno empírico desde un supuesto “deber ser”, su uso provoca la imputación de etiquetas y categorías a la realidad que se constituyen, en muchas ocasiones, en juicios de valor sobre lo que el campo de investigación muestra. Asimismo, el planteamiento aquí esgrimido abunda en una mayor reflexión sobre dos aspectos: 1) la postura de alteridad del investigador ante el objeto de estudio para ayudar a la desnaturalización de preconcepciones, es decir, permitir que los conceptos sean (re)construidos desde la experiencia de campo de acuerdo con lo hecho, dicho, evaluado y/o percibido por los sujetos en sus contextos; 2) es necesario evaluar críticamente el concepto de democracia (en toda su polisemia) para ver cuáles son sus verdaderos alcances científicos dada su innegable carga ideológica.